En el corazón de la Cuaresma,
las lecturas nos invitan a revisar nuestro propio vivir como algo muy conforme
con este tiempos litúrgico. El evangelio termina con una frase que nos descubre
la urgente necesidad de tal tarea: "(Jesús) no necesitaba el testimonio de
nadie sobre un hombre, porque el sabía lo que hay
dentro de cada hombre". Sí, podemos estar engañándonos estúpidamente al
abrigo del aturdimiento que produce el ajetreo de cada día, por eso es
necesario que nos examinemos a la luz la Palabra para vernos como nos ve el
Señor.
La
primera lectura del libro del Éxodo (Ex.
20, 1-17) nos propone lo
que llamamos el "decálogo".
En el capítulo 20 del Éxodo se
nos presenta el decálogo. Sin embargo, este texto, importantísimo, no aparece
como una isla. El autor inspirado no lo contempla como una unidad aislada ni
como un centro alrededor del cual girase todo el universo de la fe. Hacer eso
sería caer en la idolatría de la ley. El único centro del mundo es Yahvé, un
Dios dinámico, comprometido en la marcha liberadora -realizadora- del hombre.
Por eso la citada tradición yahvista, integrada por
los capítulos 19, 20 y 24, presenta el decálogo como parte del itinerario de la
acción liberadora de Dios. Esta perspectiva es muy importante. Se comienza con
una preparación muy detallada de la teofanía o manifestación de Dios (19,1-15),
que ha de tener lugar al tercer día; Yahvé baja a la montaña (w 16-25) y
promulga sus mandamientos (20,1-17); al anuncio de la voluntad divina sigue la
celebración de la alianza, durante la cual el pueblo se compromete a observar
la voluntad de Yahvé (c. 24).
Lo que aquí se subraya más es
la iniciativa de Dios: es él el que da el primer paso hacia la alianza con el
pueblo, y la realiza haciendo de esa gente su pueblo, sin esperar a que tengan
el mérito de la obediencia (que vendrá después, cuando Dios haya iniciado ya el
proceso de salvación). Todo es pura gracia. Visto así en su contexto, el decálogo
es un instrumento de salvación y ha de ser utilizado como tal. La ley es buena
si libera al hombre. El decálogo no es la formulación arbitraria de un déspota
que esclaviza a sus súbditos. Tampoco es la manifestación de la autoridad de un
dictador que conoce unas normas y las impone en beneficio de los ignorantes. El
decálogo es la promulgación del gran servicio de Dios a los hombres, el acto
más exquisito del respeto que le merece su libertad. Por eso indica el camino
que conduce a la auténtica liberación: liberación total que comienza en el
mismo fermento de esclavitud que el hombre lleva dentro, el egoísmo excluyente,
que trastorna el orden del mundo. El decálogo es un grito de alerta contra la
tentación secular que asedia al hombre: la manipulación de Dios, de los otros,
de las fuentes de la vida, del pensamiento. Y sobre todo, un grito de alerta
contra la máxima alienación humana: la codicia, que arruina la vida
comunitaria, al intentar llevarla por los caminos más radicalmente opuestos al
espíritu de la alianza. El pueblo encuentra, de este modo, una guía segura para
no recaer en una esclavitud aún peor que la sufrida en Egipto: la esclavitud de
sí mismo. Dios llama al pueblo a la libertad porque únicamente así su servicio
llegará a ser culto de comunión. Es el gran argumento del Éxodo. Libertad, pero
total: no solamente externa, sino, y sobre todo, interior.
En realidad, en un tono
categórico, nos presenta una serie de preceptos que abarca un campo amplísimo
de conducta, pero en un contexto muy personalista. Son las "palabras"
que el Señor dirige a todos los que quieran vivir la alianza con Él. Su lectura
puede descubrirnos lagunas importantes en nuestra vida cristiana y nos acerca a
las fuentes, sin el eco de tantas interpretaciones como llegan a nosotros.
El libro del Éxodo va
subrayando que es Dios quien tiene la iniciativa de liberar de Egipto a su
pueblo y de hacer con él una alianza: se trata de formar un pueblo de hombres
libres que sirvan y reconozcan la soberanía de Yahvè.
De ahí que el decálogo se
inicie con esta afirmación de Dios como único Señor del pueblo. "El Señor pronunció las
siguientes palabras: Yo soy el Señor, tu Dios… No tendrás otros dioses frente a
mí. " En este texto del libro del
Éxodo se recogen los mandamientos, las “leyes”, que el mismo Dios entregó a
Moisés en el monte Sinaí, como expresión del código de la Alianza que el mismo
Dios hizo con su pueblo. Son mandamientos, leyes justas, que Yahvé dio a su
pueblo; si el pueblo las cumplía, Yahveh les protegería, siendo siempre fiel a
esta Alianza.
Israel será plenamente él mismo
en la medida en que sirva únicamente a Yahvé y supere las tentaciones de
hacerse o de adorar a cualquier otro dios hecho según la medida de las
necesidades humanas. Y al mismo tiempo, las primeras palabras son una
afirmación de la presencia de Dios en el pueblo ("Yo soy") y en su
historia.
Yahvé es el Señor del tiempo y
de la historia, es el Señor creador y libertador. En el tiempo se vive la
relación con Dios, así el sábado hace vivir al pueblo en comunión con Dios, en
el gozo de pertenecer a él que se significa con el descanso de todas las
ocupaciones, un descanso que no afecta solamente a los hijos de Israel, sino
también a sus esclavos y a sus ganados, como signo de que es la creación entera
la que pertenece a Dios.
Esta
antigua Alianza de Dios con su pueblo vale también para nosotros y para todos
los pueblos. Pero nosotros, los cristianos, debemos ser y sentirnos
especialmente fieles a una Nueva Alianza, la Alianza que Dios renovó con
nosotros en Cristo Jesús. El mandamiento nuevo de Jesús es amarnos unos a otros
como el mismo Jesús nos amó a nosotros. Seamos nosotros fieles especialmente a
esta Nueva Alianza.
El
responsorial es el salmo 18 (Sal 18, 8. 9. 10. 11) Mediante este salmo, entramos
en contacto con el alma de Israel, aferrada a la ley divina (la Torah) mediante un amor ardiente y sincero. La admirable
evocación del cosmos que "habla" a quienes saben mirarlo (El
universo, los cielos, las estrellas, el sol), es sólo una introducción a
esta afirmación increíble: Dios ha "hablado" a un pueblo... y le ha
"revelado" sus pensamientos sobre la humanidad. Para un judío
fervoroso, la ley, lejos de ser una traba minuciosa, una regla legalista
y formalista, es un verdadero "don de Dios". Al revelar al
hombre la ley de su ser, Dios hace Alianza con él, para ayudarlo en sus
comportamientos vitales: como el sol que "desposa la tierra"
para darle vida, en el don de la ley hay algo así como la alegría de las
nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de "cualidades"
atribuidas a la ley recuerda las cualidades que se dan los enamorados. La
mitad de estas cualidades es "objetiva", pues definen la ley en
sí misma: es perfecta... segura... recta.. límpida... pura...
justa...
La otra mitad es
"subjetiva", ya que enumera los efectos de esta ley en el hombre:
da vida... da sabiduría... alegra el corazón... ilumina los ojos.
" La ley del Señor es perfecta y es
descanso del alma" (v. 8).
Nos es difícil
entender cómo la ley pueda ser el lugar del encuentro con Dios. Sin
embargo, en la conciencia del pueblo judío estaba arraigada la convicción
de que Yahvé está cercano a través de su palabra y a través de esa forma
particular de su palabra que es la ley.
"Los mandamientos del Señor son
verdaderos y enteramente justos; más preciosos que el oro,
más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila"
(v. 10-11).
La segunda
lectura es de San Pablo en su Carta 1ª a
los corintios ( 1ª Co, 1, 22-25), aporta un criterio para enfocar
nuestro análisis de la realidad y alcanzar una escala de auténticos valores:
"Lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más
fuerte que los hombres". Está claro que no es oro todo lo que reluce en nuestros
juicios de valor.
San Pablo está convencido de que las
facciones que se han constituido en Corinto se deben a un celo mal informado en
pro de la filosofía y en pro de la reducción del mensaje evangélico a los
sistemas de pensamiento humano. El pasaje que se lee en la liturgia de este día
contrapone las pretensiones de esas sabidurías humanas al designio de la
sabiduría de Dios y dejan al descubierto su incapacidad para expresar la
trayectoria de la fe.
En contra de los judíos que quieren
encontrar a Dios en los milagros y de los griegos, que le definen, creen ellos,
sirviéndose de la filosofía, Pablo recuerda que Dios no es accesible más que en
el Evangelio de la cruz (vv. 22-24), es decir, a los ojos de los judíos, en un
Mesías crucificado o de un rey que no asciende hasta su trono sino partiendo de
la cruz, es decir, a los ojos de los paganos, en un fundador de religión
confundido, en el patíbulo, con un vulgar maleante.
" Los judíos exigen
signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos." En esta su carta a los Corintios, san Pablo no
niega la validez de los signos que exigían los judíos, ni la sabiduría que
buscaban los griegos; lo que hace san Pablo es resaltar lo propio de los
cristianos, al predicar la salvación basada en los méritos de Cristo, una
persona crucificada. San Pablo ve y quiere que veamos nosotros, los cristianos,
en Cristo crucificado, la salvación que nos viene de Dios, precisamente a
través de la humillación y muerte de Cristo, aceptada libremente y por amor,
una muerte injusta provocada por la maldad de los hombres.
El
evangelio deja el ciclo Marcos y nos presenta un texto de San Juan (Jn, 2, 13- 25),. La segunda parte de la Cuaresma
del ciclo B está marcada por tres evangelios de Juan que presentan diferentes
aspectos del camino muerte-resurrección que celebramos en la Pascua.
La escena de la expulsión de
los vendedores que los sinópticos (seguramente con mayor veracidad histórica)
colocan en los momentos finales de la vida de JC, desencadenando la definitiva
reacción de las autoridades contra él, está colocada aquí al principio del
evangelio, pero con las mismas referencias al misterio pascual, y para indicar,
ya de entrada, que toda la vida de JC debe entenderse bajo la luz de su hora
definitiva, la de su glorificación por medio de su paso por la muerte.
" ¿Qué signos nos muestras
para obrar así? Jesús contestó: Destruid este templo y en tres días lo
levantaré… Él hablaba del templo de su cuerpo.". El único y verdadero templo de Dios, en el
sentido más estricto de la palabra, es el cuerpo y el espíritu de Cristo. Un
templo físico donde no habita el espíritu de Jesús no es templo de Dios, por
muy grandioso, artístico y monumental que sea ese templo. Lo mismo nos pasa a
nosotros, los cristianos: si no habita en nosotros el espíritu de Cristo no
somos templo de Dios, aunque seamos unos fieles cumplidores de la letra de la
ley cristiana. Los judíos, incluidos los discípulos de Jesús, no entendieron la
respuesta de Jesús, porque para ellos el único templo de Dios era el templo de
Jerusalén. Aprendamos nosotros: no debe ser para nosotros lo más importante de
la religión ir al templo físico de la parroquia, o de cualquier iglesia, lo más
importante es, cuando entramos en una iglesia, encontrarnos con el espíritu de
Jesús, el único templo vivo y verdadero de Dios. Y, si cada uno de nosotros
vive habitado por el espíritu de Jesús, él mismo es templo vivo de Dios.
El evangelio de hoy habla ya
directamente de la muerte y resurrección de Jesucristo. San Juan, colocando
esta escena al principio de su evangelio (al contrario de los sinópticos, en
que aparece inmediatamente antes de la pasión) quiere dejar claro que la
muerte-resurreción muestra el sentido pleno de todo
lo que Jesús decía y hacía desde el principio (desde que "la Palabra se
hizo carne").
¿Cómo podemos acercarnos a Dios
los hombres? El evangelio muestra que los hombres han buscado relacionarse con
el Dios lejano por medio de determinados actos u objetos: las ofrendas, los
templos, etc. Pero estas mediaciones dejan siempre una gran distancia, y con
facilidad pueden conducir a la hipocresía. Jesús proclama hoy que hay ya un
camino nuevo, verdadero y pleno: un camino que no es un acto o un objeto sino
una persona, la vida concreta de una persona, una vida que culmina en la
muerte, en la resurrección.
En el relato de Juan (2,
13-17), el gesto de Cristo es directamente mesiánico; situado inmediatamente
después de la alusión a Juan Bautista (Jn.1, 19-34), esta purificación aparece
más aún como el cumplimiento de la profecía de Mal.
3, 1-4. Jesús actúa por su propia autoridad. Finalmente, Cristo considera el
Templo como la "casa de su Padre" (cf. Lc. 2, 49).
b) La segunda parte del relato
(Jn. 2, 18-20) San Juan comienza con una cita del Sal.
68/69, salmo que había recibido en la comunidad primitiva una interpretación
mesiánica evidente y del que se hacía frecuente uso para meditar en la pasión.
Para los cristianos, el "celo" de Cristo será la causa de su muerte
(Mt. 26, 61-63). Juan proyecta además sobre el relato la sombra de la pasión
del Señor.
Jesús quiere afirmar que en
cuanto Mesías, enviado por Dios, tiene poder para destruir y para reconstruir
el Templo, incluso en tres días, porque su poder es extraordinario.
En la tercera parte (1, 21-22).
Juan presenta la interpretación cristiana de este episodio. Después de la
pasión y resurrección del Señor, no solo queda aclarado el Sal.
68/69, 10, sino que la palabra de Cristo adquiere otro sentido. Jesús no es
solo un Mesías capaz de "destruir-reedificar", es Hijo del Padre, y
es otro el sentido en que reconstruye el Templo. La mención de los tres días
adquiere así un sentido pascual específico. Por eso San Juan ha añadido, no sin
razón doctrinal, que este episodio del Templo tuvo lugar cuando ya estaba
próxima la fiesta de Pascua (Jn. 2, 13).
El nuevo Templo es la humanidad
de Cristo, nueva casa del Padre, lugar del sacrificio perfecto (Heb.9-10) y
fuente abundante de bendiciones (Jn. 7, 37).
La afirmación
final "porque él sabía lo que hay en el interior de cada uno" (v.
25b) abre un amplio campo a la imaginación. Se trata de algún modo de la
problemática del hombre, que Jesús conoce perfectamente y que, en razón del
contexto, hay que entender aquí como el problema de la capacidad creyente del
hombre. Creer y confiar exigen una cierta decisión y firmeza, sin que sean
posibles el ánimo veleidoso, la pusilanimidad ni el miedo, la falta de
confianza ni la lealtad a medias. Lo que Jesús conoce a las claras es
precisamente que el hombre es un ser eminentemente inseguro, problemático y
mutable, que depende de múltiples influencias internas y exteriores, todo lo
cual se deja sentir justo sobre su capacidad para creer. No se trata, pues, de
una omnisciencia divina de Jesús, sino de su mirada penetrante con la que
abarca la problemática de la fe como el problema central del hombre.
Para nuestra
vida
La cuaresma, como camino que
conduce hacia la Pascua, pretende con medios tan esenciales como sencillos
(oración, austeridad o caridad) revestirnos de un espíritu que nos lleve a
celebrar intensamente y en verdad la Semana Santa.
En
este tercer domingo de la cuaresma seamos conscientes de un gran peligro que
nos acecha: no somos ya nosotros los mercaderes en nuestro propio templo. Es
ya, la sociedad que nos rodea, la que intenta invadir y torpedear los atrios de
cada persona, de cada familia y de la moral colectiva con sus propias
pretensiones resumidas en una frase: ¡Todo vale! Y, eso, no es bueno.
Meditemos lo
que hoy se nos ha proclamado desde la
Palabra de Dios.
En la primera lectura se nos ha
proclamado el decálogo. Tal como nos relata el texto,
Yahvé se presenta como un Dios muy celoso, que no permite que sus criaturas
adoren a otros dioses fuera de él. El amor a la familia y el amor a nuestro
prójimo se derivan necesariamente del amor a Dios, porque Dios nos ha amado
primero. "Yo soy el Señor, tu Dios… no tendrás otros dioses
frente a mí". La redacción del decálogo está hecha de
acuerdo con el lenguaje de la cultura de su tiempo.
Israel
sufría bajo el yugo del Faraón, que hacía trabajar a los hebreos en las grandes
construcciones desde el amanecer hasta el ocaso. Días largos de fatigas y
vejaciones. Un período que marcaría para siempre a los israelitas. El pueblo
gemía y clamaba al Cielo. Entonces Dios escuchó su clamor y extendió su brazo
poderoso, venciendo la terquedad y el poderío de los egipcios.
En
este pasaje l Señor recuerda a su pueblo el pasado, para que lo tenga en cuenta
al emprender el camino del futuro. La Alianza pactada hacía que Israel fuera
desde entonces total pertenencia de Yahvé que, a su vez, se constituía en Dios
de su pueblo. "porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios
celoso: castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos cuando
me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones.".
La liberación realizada al Pueblo,
también ha ocurrido en nosotros. También a cada uno nos ha sacado de la esclavitud del pecado, se ha
compadecido de nosotros y nos ha dado su ley de amor. Sin él estaríamos sometidos
al yugo insoportable de Satanás. Por eso sus palabras vuelven a resonar para
cada uno de nosotros: "No tendrás
otros dios frente a mí...". El Señor no admite particiones, no tolera
las medias tintas. O se está con él, o contra él. No lo olvidemos nunca.
Dios
nos ha sacado de la esclavitud del pecado, se ha compadecido de nuestra dependencia del pecado y nos ha
dado su ley de amor. Sin él estaríamos sometido al yugo insoportable de la
tentación, bajo la esclavitud del pecado y la muerte. Por eso sus palabras
vuelven a resonar para nosotros aqui y ahora: "No tendrás otros dios frente a
mí...". El Señor no admite particiones, no tolera las medias tintas. O
se está con él, o contra él.
Nos
valen como orientación los contenidos del Decálogo
En
el Decálogo hay unos preceptos que se refieren a Dios y otros que se refieren a
los hombres. Así, después de recordar que hay que amar de todo corazón al
Señor, que hay que respetar su santo nombre y santificar las fiestas, El resto
de mandamientos tienen una proyección hacia los demás. Dios nos habla de la
obligación que tenemos hacia nuestros padres. Y para que comprendamos la
importancia de este mandamiento, nos promete que, si lo cumplimos, tendremos
una larga vida sobre la tierra.
El
amor a los padres es, de ordinario, un sentimiento que está metido en nuestra
misma naturaleza, algo que sale espontáneo del corazón del hombre. Pero Dios
quiere reforzar ese sentimiento y ese lazo que nos ha de unir con nuestros
padres. Por eso le da la primacía sobre los preceptos restantes y añade una
promesa para quienes lo cumplen.
De
ahí que el desamor hacia los padres es un pecado gravísimo. Es antinatural no
preocuparse de ellos, no ayudarles, no comprenderles, olvidarles, abandonarles.
A veces somos como tremendamente egoístas. Estamos pendientes de ellos cuando
los necesitamos y cuando no, los olvidamos. Es triste ver en tanta soledad a
muchos ancianos, cuyos hijos ni se acuerdan de ellos. Ojalá cumplamos la ley
divina, y también humana, y no olvidemos nunca a nuestros padres.
El salmo (Sal 18) nos invita a
centrar nuestra actitud orante, en la palabra salvadora de Dios: "Señor tú
tienes palabras de vida eterna".
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el
corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más
dulces que la miel de un panal que destila.
Cuando
oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de
restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este
salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente
contrario a la represión.
Es una
ley que proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye
al ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No
es como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces
necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.
La ley
de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que antes era
ley hoy incluso puede ser un crimen, pero la ley divina es perfecta e
inmutable. Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es
pura, perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de sus
intereses, sino del amor de Dios.
La ley
de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor,
efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él.
No hay que entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios
quiere nuestra fidelidad, y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato
significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera
que para sobrevivir son imperativos respirar, comer y descansar lo suficiente.
¿Qué
consecuencias tiene seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy
bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley
que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios,
nuestro egocentrismo, nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e
intrépidos a la vez, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos
ayuda a vivir con plenitud.
En la segunda lectura , San Pablo explica
con gran lucidez la realidad del cristiano en los años en que él vivió y que,
desde luego, son perfectamente válidos para nosotros.
Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo
para los judíos, necedad para los griegos. Ni los
judíos, ni los griegos podían entender y aceptar el lenguaje de san Pablo
cuando hablaba de Jesús de Nazaret como auténtico Mesías. Porque para los
judíos el Mesías sería un Mesías triunfador y poderoso con el poder de Dios;
por eso, hablar de un Dios crucificado era un auténtico escándalo para los
judíos. Los griegos no creían en ningún Mesías salvador y redentor del ser
humano, por lo que hablar de esto les parecía sencillamente una necedad. El
fideísmo de san Pablo se oponía radicalmente al racionalismo de los griegos.
Hoy vivimos en una situación parecida a la que vivió san Pablo: lo que se opone
a una razón lógica y científica les parece a muchos, simple necedad. Por eso,
el cristianismo y cualquier otro dogma religioso son recibidos en nuestra
sociedad con indiferencia o con desprecio; sólo vale lo que la razón científica
prueba y comprueba. Los cristianos seguimos afirmando, con Pascal, que el
corazón tiene sus razones que la razón no entiende. Predicar la verdad de
Cristo crucificado es para nosotros una verdad del corazón.
Muy oportunas son las reflexiones de
San Pablo, predicar Cristo crucificado, su seguimiento, era necedad para los
griegos. ¿Cómo un ajusticiado podía ser venerado? Y era escándalo para los
judíos. Porque Jesús fue condenado por lo más alto de la sociedad teocrática
judía. Era escandaloso darle le culto, tenerle como Dios. Pero ahí está que
para nosotros es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. El sacrificio salvador de
Jesús era difícil de entender. Hoy mismo lo es. Y hay mucha gente que se sigue
preguntando si fue necesario que muriera Jesús en la Cruz y si la redención no
pudo acometerse de otra manera. Pero Jesús llevó acabo
un esfuerzo total de entrega voluntaria. Pero, además, mirémoslo desde las
definiciones doctrinales de Jesús, sin llegar, todavía, al sacrificio.
La
vida cristiana, también aparece como algo extraño, ¿no es necedad o locura
poner la otra mejilla cuando se ha recibido un bofetón? ¿No lo es, asimismo,
amar a los enemigos y rezar por ellos? ¿Y, también, hacerse pobre para poder
seguirle? Pocos de los que nos llamamos cristianos, lo venderemos todo para ir
detrás del Señor y pocos, muy pocos, perdonamos y rezamos por el enemigo que nos
ha maltratado. Si somos coherentes con el mensaje de Jesús seremos tildados,
sin duda, de locos o, al menos, de raros… El seguimiento de Jesús propone
medidas muy radicales, muy difíciles de aceptar. Y, tal vez, se llega a ellas
tras mucho tiempo y mucho empeño de querer serles fieles. Aunque, como bien
dice Pablo, necesitamos de la gracia y de la sabiduría de Dios para disipar
nuestro estupor ante lo que Cristo nos manda. este tiempo de Cuaresma, tiempo
de conversión, es un tiempo de gracia para ver, desde la intimidad de nuestro
corazón, como es nuestra vida, cuales son los verdaderos motivos y valores que
mueven nuestra vida.
En el relato del
evangelio de hoy, se nos narra que estando cercana la Pascua, Jesús sube a
Jerusalén. Era una de las fiestas de peregrinación, junto con la de Pentecostés
y la de los Tabernáculos. Días en los que se enfervorizaba el pueblo y al
compás de un paso regular, a través de largas andaduras, se avanzaba hacia
Dios, recordando que la vida entera es para cada uno un éxodo continuo en el
que, por los caminos de la tierra, nos dirigimos al cielo.
Cuando
Jesús llegó a la explanada del Templo, la preparación de la fiesta se
encontraba en plena efervescencia. Los cambistas de moneda atendían a los
peregrinos que llegaban de la Diáspora con moneda extranjera y debían cambiar
para tener moneda nacional, los vendedores de los animales para el sacrificio
hacían su negocio entre la algarabía propia de un mercado. El Señor se llenó de
indignación ante aquel cuadro deplorable, indigno de la casa de Dios. Es una de
las pocas escenas de un Jesús enfadado.
Frente
a los comportamientos de quienes han hecho de la creencia en Dios un negocio,
Jesús presenta su plan de actuación, con un anunció misterioso para quienes le
escuchan.
Destruid este templo y en tres días lo levantaré… Cuando San Juan
escribe su evangelio, lo hace bajo la luz de la experiencia pascual. Y desde su
punto de vista, el punto de vista de la fe en la
resurrección de Jesús, interpreta las palabras de Jesús refiriéndolas a su
cuerpo muerto y resucitado a los tres días. Si Jesús es el verdadero templo, se
comprende entonces su oposición a cualquier otro templo, que pretenda situarse
como algo sagrado por encima del hombre. Sí, Jesús es el templo, el ámbito del
encuentro de los hombres con Dios, culto a Dios en espíritu y en verdad, pues
donde hay dos reunidos en nombre de Jesús, allí está él en medio de ellos. Si
Jesús es el templo, los que se incorporan a Jesús por la fe forman con él un
mismo templo. La iglesia material no es ya para los cristianos la "casa de
Dios" sino la casa del pueblo de Dios. Así lo explica San Agustín en su
comentario a este evangelio:
“A nivel de figura, el Señor
arrojó del templo a los que en el templo buscaban su propio interés, es decir,
los que iban al templo a comprar y vender. Ahora bien, si aquel templo era una
figura, es evidente que también en el Cuerpo de Cristo —que es el verdadero
templo del que el otro era una imagen— existe una mezcolanza de compradores y
vendedores, esto es, gente que busca su interés, no el de Jesucristo. Y puesto
que los hombres son vapuleados por sus propios pecados, el Señor hizo un azote
de cordeles y arrojó del templo a todos los que buscaban sus intereses, no los
de Jesucristo”. (San Agustín)
Del evangelio de hoy nos quedan unas profundas
reflexiones acerca de lo que debemos evitar como peligro de negocio y lo que
debemos entender por templo.
Como
estaba cercana la Pascua, Jesús sube a Jerusalén. Era una de las fiestas de
peregrinación, junto con la de Pentecostés y la de los Tabernáculos. Días en
los que se enfervorizaba el pueblo y al compás de un paso regular, a través de
largas andaduras, se avanzaba hacia Dios, recordando que la vida entera es para
cada uno un éxodo continuo en el que, por los caminos de la tierra, nos
dirigimos al cielo.
Cuando
Jesús llegó a la explanada del Templo, la preparación de la fiesta se
encontraba en plena efervescencia. Los cambistas de moneda atendían a los
peregrinos que llegaban de la Diáspora con moneda y debían cambiar para tener
moneda propia de templo: los siclos. También, los vendedores de los animales
para el sacrificio hacían su negocio entre la algarabía propia de un mercado.
El Señor se llenó de indignación ante aquel cuadro deplorable, indigno de la
casa de Dios. Haciendo un látigo con cuerdas arremetió, él solo, contra toda
aquella chusma.
Es
un gesto que nos resulta sorprendente, dada la actitud serena que de ordinario
vemos en Jesús. Sin embargo, quiso mostrarnos el furor de su ira para que
entendamos lo grave que es hacer un negocio de las cosas de Dios, para que
comprendamos cuánto abomina Jesús a quienes en lugar de servir a la Iglesia, se
sirven de ella para medrar en lo temporal.
Todos podemos caer en la tentación de
buscar intereses materiales a costa de la Iglesia o de quienes la representan,
todos podemos convertir nuestras relaciones con Dios en trato de carácter
mercantil. Ante la Iglesia, es decir ante Jesucristo, la única actitud válida
es la de servicio desinteresado y generoso.
Respecto a la reflexión acerca del
templo, El único templo en torno al cual se reunían los cristianos, en tiempos
del evangelista Juan, era el cuerpo de Cristo. Después de Constantino los
cristianos volvieron a reunirse en templos de piedra para celebrar la vida,
muerte y resurrección del Maestro y Redentor. Pero sin olvidar que lo más
importante nunca fue el templo físico donde comulgaban, sino el cuerpo vivo de
Cristo con el que comulgaban. Pues bien, nosotros los cristianos, cuando nos
reunimos para celebrar nuestras eucaristías, no debemos olvidar que el único
que nos congrega es Jesús, que nos reunimos en torno a su cuerpo. Jesús fue el
verdadero cuerpo de Dios y los cristianos, por nuestra comunión con Cristo,
somos verdaderos cuerpos de Dios. Esa es nuestra mayor responsabilidad como
cristianos: vivir conscientes de que somos cuerpos de Cristo, templos de Dios,
y saber ver a las personas como templos de Dios, con todo el respeto y amor que
esto conlleva. .
Nunca
debemos hacer de la religión un negocio, nunca podemos mezclar los valores de
la fe con otros valores materiales, ni servirnos de nuestra condición de
católicos para escalar peldaños en la vida social. De lo contrario corremos el
peligro de convertir la Iglesia en casa de contratación, en una especie de
supermercado de las cosas del espíritu.
Todos
debemos reflexionar en la presencia de Dios, pues todos podemos caer en la
tentación de buscar intereses materiales a costa de la Iglesia o de quienes la
representan, todos podemos convertir nuestras relaciones con Dios en trato de
negocios. Ante la Iglesia, es decir ante Jesucristo, la única actitud válida es
la de servicio desinteresado y generoso.
"No solo el culto". Jesús
relativiza la importancia del Templo como "lugar de culto", señalando
que la cuestión no es si en Jerusalén o en Garizín,
sino en el corazón y en la actitud que tenemos cuando damos culto a Dios. Ya en
el Antiguo Testamento Dios había dicho que quería misericordia y no
sacrificios. Por eso se atreve Jesús a decir que era capaz de destruir el
Templo y levantarlo en tres días. Hablar así para los judíos ortodoxos era una
blasfemia. Pero Él se refería al templo de su cuerpo, que iba a morir y
resucitar. Es un anticipo de la Pascua ya cercana, pues Jesús había tomado ya
la decisión de "subir a Jerusalén", donde estaba el centro de la
religión judía. Reflexionemos sobre nuestra forma personal de vivir la
"religación con Dios" y veamos si son adecuados los servicios
religiosos que prestamos. Lo cultual es necesario, pero una parroquia o
cualquier comunidad cristiana debe ejercer también el ministerio -servicio- del
anuncio gozoso del Evangelio -catequesis- y del amor gratuito a los necesitados
-caridad-.¡Pobres cristianos seríamos si nos quedamos sólo en lo cultual!.
El
único premio al que tenemos que aspirar por servir a Dios es la recompensa
eterna, la paz del alma, la alegría de la renuncia a nosotros mismos en pro de
una causa noble. Esa es nuestra esperanza y nuestro gozo, la de servir y amar
como Cristo nos amó y se entregó en redención por muchos. Vivamos siempre con
una honda visión de fe, con unas categorías diversas a las que se usan en el
comercio o en la política.
San Juan en este texto añade la
nota cristológica a nuestro examen de conciencia al presentarnos la
perdurabilidad de lo cristiano: "Destruid
este templo, y en tres días lo levantaré". Sólo desde la fuerza
salvadora de la resurrección de Cristo podemos encontrar la medida exacta de
las exigencias evangélicas.