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domingo, 10 de noviembre de 2024

Comentarios a las Lecturas del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario 10 de noviembre 2024

 

Comentarios a las  Lecturas del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario 10 de noviembre

En la liturgia de hoy las mujeres juegan un papel predominante y positivo. Además se trata de mujeres viudas, con toda la precariedad que ese término traía consigo en los tiempos remotos del profeta Elías (siglo IX a. C.) y de Jesús.

No pocas veces la viudez iba unida a la pobreza, e incluso a la mendicidad. Sin embargo, los textos sagrados no presentan estas dos buenas viudas como ejemplo de pobreza (eso se sobreentiende), sino como ejemplo de generosidad. En los tres años de sequedad que cayó sobre toda la región, a la viuda de Sarepta le quedaban unos granos de harina y unas gotas de aceite, para hacer una hogaza con que alimentarse ella y su hijo, y luego morir. En esa situación, ya humanamente dramática, Elías le pide algo inexplicable, heroico: que le dé esa hogaza que estaba a punto de meter en el horno. La mujer accede.

Hay una especie de instinto divino que la mueve a obrar así. Es el don de la generosidad que Dios concede a los que poco o nada tienen. No piensa en su suerte; piensa sólo en obedecer la voz de Dios que le llega por medio del profeta Elías.

"El Señor, que sustenta al huérfano y a la viuda", nos da hoy su mensaje de generosidad a través de dos viudas y el  Salmo 145. Junto a los huérfanos, las viudas representan en la Biblia, los seres más indefensos, y por lo mismo, los más cuidados por la inmensa Providencia de Dios. Encontramos un copioso número de textos que lo prueban: "No haréis daño a la viuda ni al huérfano" (Ex 22,22). "Aprended a hacer bien, buscad lo que es justo, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda" (Is 1,17)."Esto dice el Señor: Juzgad con rectitud y justicia, y librad de las manos del calumniador a los oprimidos por la violencia, y no aflijáis ni oprimáis inicuamente al forastero, ni al huérfano, ni a la viuda" (Jr 22,8). "Honra a las viudas" (1Tim 5,8); "La que verdaderamente es viuda y desamparada, espere en Dios, y ejercítese en plegarias noche y día" (Ib 5,5). "Si alguno de los fieles tiene viudas entre sus parientes, asístalas, y no se grave a la Iglesia con su manutención, a fin de que haya lo suficiente para mantener a las que son verdaderamente viudas" (Ib 5,16);

En esta misma línea de la Escritura se pronuncia San Gregorio Magno en sus Morales, 19,12. "Muy piadoso es consolar a las viudas". Y San Ambrosio: "Nada más hermoso que una viuda que guarda fidelidad al difunto esposo". "Difícil es la viudez, mas no para quien comprende la ley del verdadero amor", sentencia San Gregorio Nazianceno. Y San Juan Crisóstomo considera: "Poderosas las lágrimas de la viuda; porque pueden abrir el mismo cielo". ¿Tendría presentes las palabras del obispo africano con las que consoló a Santa Mónica, viuda, que las derramaba por su hijo perdido Agustín?

 

La primera lectura del Libro Primero de los Reyes ( Rey 17, 10-16), nos relata la situación de Elías en tierra extranjera. Presenta la debilidad de Ajab, rey de Israel. Se casó con Jezabel, hija de un rey de Tiro y Sidón. Así vino a caer Israel bajo la influencia cultural y religiosa de los fenicios. Ajab, a ruegos de su esposa, levantó un santuario en Samaria dedicado al dios Baal. En aquéllos días se alzó la voz del profeta Elías, avivando la memoria del pueblo y el recuerdo de la Alianza con Dios. Elías anuncia una terrible sequía como castigo por los pecados de Israel y su palabra se cumple. Entonces Ajab trata de liquidar al profeta. Pero Elías huye, se esconde en el desierto y después marcha a tierras fenicias hasta la región de Sarepta, entre Tiro y Sidón. El profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. Por lo que leemos en el libro primero de los Reyes, se trata de otra viuda que dio limosna no de lo que le sobraba, sino de lo que ella misma y su hijo necesitaban para sobrevivir. En este caso, la viuda de Sarepta lo hizo fiándose de la palabra del profeta Elías, a quién ella vio como un auténtico profeta de Yahvé. Tiempos difíciles cuando la lluvia no acaba de llegar. Elías, el profeta de hierro, había gritado la maldición de Dios sobre el pueblo pecador. Los campos aparecían duros y secos; el ganado, escuálido. La pobreza había hecho su mansión en Israel; la miseria y el hambre rondaban por sus poblados tristes y polvorientos.

Elías se escondió en el torrente Querit, en la ribera oriental del Jordán. Allí había pasado algún tiempo. Pero también aquel torrente se secó. Y nuevamente el Señor dirige sus pasos: Vete a Sarepta de Sidón. Una pobre viuda que vive allí te alimentará... Unas palabras extrañas. En aquella región tampoco había llovido. Y de una pobre viuda poco se podía esperar. Pero Elías se marcha, obedece. Y cuando llega, la ve recogiendo leña. Le pide agua. Después, armándose de valor, le pide pan. Ella protesta, pero Elías insiste. La mujer obedece y el milagro se produce.

Tener fe, esperar contra toda esperanza. Aceptar los planes de Dios, por extraños que sean. Obedecer a la voluntad de Dios, aguardar serenos y confiados. El agua caerá a su tiempo y la tierra dará su fruto. Y lo que es más importante, en el corazón habrá brotado la esperanza, habrá brillado la fe, se habrá encendido el amor... Haznos comprender, Señor, que todo eso vale muchísimo más que tener todos los campos verdes y el ganado alimentado.

"Te juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza" (1 R 17, 12). Aquella mujer responde enojada: “Ya ves que estoy recogiendo leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos". Sus palabras están cargadas de tristeza. No hay otra solución. Se comerán lo poco que les queda y después, muy juntos, hijo y madre, esperarán la inexorable muerte.

Pero Elías le dice: "No temas. Anda, prepáralo como has dicho; primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después". Ella se olvida por un momento del hambre, se dispone a entregar lo que Dios le pide por medio de su profeta. Y entonces "ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó.

 

El salmo  responsorial, (Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10) es una invitación a la alabanza agradecida por las obras del Señor. ALABA ALMA MÍA AL SEÑOR.

VV. 6-9: Después de recordar la acción creadora, recuenta una serie de obras de misericordia, que caracterizan a Dios.

V. 10 En eso consiste el reinado del Señor. El Dios del universo es el Dios de Sión, porque eligió un pueblo y un templo.

VV. 5-10: Es la parte positiva del salmo: Dios sí puede y quiere salvar. Por eso, dichoso el que confía en él. Es el último macarismo del Salterio, dirigido al pueblo escogido, no a prosélitos o convertidos (cf. Sal 33,12; 144,15). Las razones de esa bienaventuranza se reducen a actos de fe en el poder de Yahvé, que se presenta como el gran Auxiliador en toda clase de necesidades del hombre, en contraste con la impotencia y fragilidad de éste. Él es Creador; siempre fiel y valedor de oprimidos, hambrientos, cautivos, ciegos, peregrinos o huéspedes, huérfanos y viudas, y, por antítesis, castigador de los malvados. De modo paralelo al salmo 145 termina ensalzando en presente el reino eterno de Yahvé, Dios del universo y de Sión.

Así comenta San Juan Pablo II este salmo:” 1. El salmo 145, que acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).

De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).

2. Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.

Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.

….

5. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.

El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: «El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos», descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 526-527).”   (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 2 de julio de 2003).

 

  En la segunda lectura de la carta a los Hebreos  (Hb 9, 24-28) nos describe maravillosamente con ayuda del salmo 40 lo que constituye el centro de su pensamiento cristológico. El sacrificio de Jesús consiste en su donación total, en su entrega personal al Padre.

 “ofreció un sacrificio "en su propia sangre". "Realizar el designio de Dios" y "ofrecerse a sí mismo" son la misma cosa; no en el sentido de que Dios quisiera la muerte de Jesús en la cruz sino en el sentido más radical de la entrega que Jesús hace de sí mismo al Padre con todas sus consecuencias, hasta la entrega cruenta de la propia vida.

El autor introduce las palabras del salmo 40 con una expresión iluminadora que lleve hasta el final de su concepción: JC, "al entrar en el mundo, dice: Tu no quieres sacrificios y ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el Libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad".

-¿Qué quiere decir esto? Que el sacrificio de Jesús no fue un rito externo, sino su plena entrega interior a Dios. Esta entrega a Dios, no se limitó al momento de su muerte, sino que fue la razón de ser de toda su vida.

El sacrificio de Jesús fue toda su vida porque toda su vida estuvo animada por una absoluta entrega a Dios y después, asumida, consumada, llevada a la perfección en la cruz.

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo-, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Sabemos que el autor que escribió la Carta a los Hebreos reflexiona y redacta su escrito teniendo delante dos realidades: el antiguo sistema del culto judío y el nuevo inaugurado por Cristo en su propio cuerpo entregado y resucitado. El antiguo era una figura, el nuevo una realidad.

Recordemos el contexto existencial e histórico que movió al autor a escribir esta Carta. Los cristianos son perseguidos por los judíos y con esta persecución se han quedado sin el amparo legal de que gozaba la religión judía en el imperio romano. Son desposeídos de sus bienes y marginados socialmente. Los cristianos perseguidos sienten la tentación de volver a tras en su seguimiento de Cristo. Y un elemento que influyó fuertemente era precisamente la comparación del espléndido culto que se practicaba en Jerusalén y el modesto culto cristiano en sus formas (no en su contenido evidentemente). Por eso el autor insiste una y otra vez que el sacerdocio de Cristo, menos esplendoroso en sus formas externas, es el definitivo porque ha llegado hasta el cielo, es decir, hasta la presencia de Dios. Y desde allí ejerce la misión de Mediador y Abogado para siempre. El templo terreno era solo figura del verdadero templo y del verdadero culto que se realiza en el cielo y para siempre.

 

A lo largo de este año hemos ido leyendo el evangelio de San Marcos y ahora, cuando se acerca ya el final, nos presenta los últimos tiempos de la vida de Jesús. Se trata de unos tiempos difíciles: todos le han dejado, los poderosos quieren su muerte y sólo le quedan los apóstoles y un grupo reducido de amigos. Pero Jesús, a pesar de todo, continúa hablando claro y de una manera muy sencilla y clara. No teme proclamar la Palabra de Dios en estos momentos últimos de su vida.

Hoy el texto (Mc 12, 38-44) nos describe una  escena evangélica que se desarrolla en el Templo de Jerusalén. Esta escena ocupa, en el evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el colofón a todos los dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que Cristo dice y hace, debemos evitar la actitud de los escribas —¡Cuidaos de los escribas!— con su hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a la viuda para descubrir en ella el verdadero fundamento de la religión: ser pródigos en darnos a Dios, sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así Dios será lo único importante de nuestra vida al que serviremos pródigamente con lo necesario para vivir y no con lo superfluo.

Concretamente la escena se desarrolla en el lugar llamado atrio de las mujeres. Atravesado el gran espacio abierto a todo el mundo, la enorme explanada, y franqueado el muro que significaba la frontera que ningún gentil podía cruzar, se entraba en esta plazoleta llamada de las mujeres por dos motivos: en primer lugar porque también ellas podían situarse y en segundo porque en unas escalinatas que circundaban su interior, se situaban ellas para ver como los varones bailaban. Sólo ellos podían hacerlo allí. En sus cuatro extremos estaban situadas unos pequeños recintos, almacenes sin techo, dedicados diversas utilidades, una de ellas la aceptación de los dones que ofrecían los fieles. Gracias a ellos, y a la correspondiente parte de las víctimas que se sacrificaban, podían mantenerse y vivir holgadamente los levitas y los sacerdotes. También servían los donativos para la conservación del edificio sagrado, una de las grandes maravillas de su tiempo.

Jesús con sus discípulos, como tantas otras veces, está sentado en los atrios del Templo. El Señor toma ocasión esta vez para impartir su enseñanza de un hecho que, quizá para muchos, pasó desapercibido. Entre aquellos que echaban grandes limosnas, casi oculta entre la muchedumbre, una pobre viuda echa también su humilde limosna, dos reales dice la traducción litúrgica. Una insignificancia en fin, sobre todo en comparación con las grandes sumas que otros echaban.

Los ricos daban mucho. Los pobres ¿qué iban a ofrecer? ¿Para qué podían servir las diminutas moneditas de su bolsa? Aquella buena mujer anónima no entendía de cálculos matemáticos. No se entretenía en pensar para qué iba a servir su centimito. Ella lo daba a Dios y Dios lo entendería. Dios y su Hijo-hombre lo vieron y entendieron y fue tanto su gozo, que no pudo callarse el Hijo y lo comunicó de inmediato a sus amigos.

"... ha echado todo lo que tenía para vivir" (Mc 12, 44) Aquellos escribas hacían de su oficio un honor y no un servicio. Es cierto, y lo dice la Escritura, que quienes presiden y quienes enseñan a los demás merecen un doble honor. Pero ese honor y ese respeto ha de venir espontáneamente de quienes reciben la enseñanza, y nunca buscado ni exigido por quienes la imparten. El servicio debe de ser un servicio desinteresado y generoso que sólo procure el bien de aquellos que el Señor, de un modo u otro, nos ha confiado.

Aparece en escena la viuda. Estos echaban mucho al parecer, pero echaban de lo que les sobraba. En cambio, la pobre viuda daba cuanto tenía, que además, le era necesario para sobrevivir. Es un ejemplo de la generosidad de los pobres que a veces, ante la mirada divina, son mucho más ricos que los que tienen de sobra, a los ojos de Jesús, aquella modesta limosna valía más que la de los otros.. Al fin y al cabo esa es la verdadera riqueza, la de la generosidad en el dar por amor de Dios. Bien dice el Señor que mejor es dar que recibir. Aparentemente resulta una paradoja, pero de cara a Dios así es. Quien da, movido por la caridad, recibe del Señor el ciento por uno y la vida eterna. Ojalá lo entendamos y lo practiquemos, ojalá seamos tan generosos como la pobre viuda, capaces de darlo todo.

 

Para nuestra vida

Las lecturas de hoy inciden en dos realidades: el compartir y la figura de la viudas.

Las viudas son consideradas en la Escritura blanco de la injusticia social y la imagen misma del infortunio y de la pobreza en todas sus formas. Dos pobrezas al encuentro, dos formas de compartir : la de la viuda y la de Elías.

La viuda da lo que tiene, en ambiente de fe en el Señor: "Por el Señor tu Dios".

El milagro se produce porque la viuda da pruebas de fe, porque ella no da sólo de lo superfluo, sino todo lo que tiene, hasta la imprudencia.

“Pero el Señor hace justicia a los oprimidos,

da pan a los hambrientos...

El Señor sustenta al huérfano y a la viuda...

El Señor reina eternamente” (Sal 145).

Darlo todo, hasta quedarse sin nada. Dar lo más que podamos. Y mientras más entreguemos, mayor será la recompensa.

¡Dar no de lo que nos sobra, sino de lo que necesitamos para vivir! Esto es lo que hicieron las dos famosas viudas de las que nos hablan las lecturas de hoy. Evidentemente, se trata de dos casos extremos de generosidad. Yo creo que, en circunstancias normales, a nosotros no se nos exige tanto; es suficiente con que demos limosna con generosidad, aunque la limosna nos suponga privarnos de un dinero que nos vendría bien, pero sin que la limosna que damos nos deje en necesidad extrema, como le ocurrió a las dos viudas de las lecturas de este domingo. Estas dos viudas son ejemplos más admirables que imitables. Se nos proponen precisamente para eso: para que admiremos su gran generosidad y para que su ejemplo nos anime a vencer nuestra tacañería habitual y nuestra excesiva preocupación por lo económico.

También las lecturas hoy nos sitúan ante la realidad de nuestra expresión religiosa que debe ser siempre expresión de nuestro amor a Dios y al prójimo. Una expresión religiosa con fines egoístas no es un uso religioso de la religión. Por una parte no utilizar la vida religiosa en nuestro beneficio y al mismo tiempo cuidar la limosna.

Hoy también se nos plantea la realidad del extranjero, de la crisis económica y la acogida.  Elías anda moviéndose por el extranjero, en tierras fenicias concretamente, que hoy las llamamos Líbano en tiempos de crisis económicas, semejantes a las que sufrimos ahora. Es un desplazado, en una tierra de cultura muy diversa a la suya, donde se da culto a un dios que quieren convertirlo en el enemigo de Yahvé, porque en aquel tiempo, cada país tenía su rey y su dios y sus costumbres y riquezas. Elías, aparentemente, es un pobre hombre. Y pide auxilio a una pobre buena mujer, muerta de hambre. Pide la limosna del alimento más humilde: un panecillo.

 

En la primera lectura vemos como Elías en su huida encuentra una viuda que recogía leña y pide que le traiga un jarro de agua y un trozo de pan. Pero eso era todo lo que tenía la viuda para ella y su hijo. Elías hace una promesa en nombre de Dios, una promesa a cambio de lo que le pide y de todo lo que tiene la viuda. La mujer cree en la palabra del profeta. Dios premia la hospitalidad de esta pobre viuda y manifiesta que es el único Dios, que puede salvar precisamente en el país de donde había salido el paganismo que imperaba en Israel. Siglos más tarde, Jesús recordará con amor el gesto de esta mujer extranjera, que fue preferida por Dios por encima de todas las viudas de Israel. El mensaje es claro: en medio de las dificultades, Dios no abandona al que permanece fiel.

Lo hemos experimentado en la Palabra de la primera lectura que  “Dios cumple su palabra”.

“La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”. Se trata de un signo realizado para garantizar la misión de Elías. El acontecimiento tiene, por tanto, dos vertientes: una, en la que subraya la misericordiosa providencia de Dios manifestada en un gesto entrañable; y otra la misión de garantizar la autenticidad del profeta. Esta es la función de los signos en la Escritura tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No debe entretenerse nuestra reflexión de la Palabra de Dios en el signo en sí mismo sino en su proyección significativa. Y este es el centro de atención. Dios provee a favor de una pobre viuda, su hijo y el profeta enviado por él y esto significa que Dios derrama su bondad sobre todos. Pero es necesario volver a la genuina fe en él. Todo este conjunto de realidades convierte este pequeño relato en un punto de referencia muy importante desde la perspectiva de la historia de la salvación. Por eso sigue teniendo valor hoy y siempre para los creyentes en Dios y en Jesús.

 

El responsorial de hoy el Salmo 145 es un canto de alabanza al Dios poderoso, compuesto con intenciones didácticas. Dios viene en ayuda de sus fieles, de todos los que sufren: ciegos, justos, peregrinos, huérfanos y viudas.

Hace justicia a los oprimidos y sustenta a los que ya se doblan. En cambio, tuerce el camino de los malvados. No se debe confiar en los hombres, aunque sean poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos.

El verso final proclama su señorío universal. Es una lección en forma de oración. Dios ejerce su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en El. Dios sigue ayudando al hombre de hoy. Su salvación se actualiza en Cristo, mediador de la nueva alianza.

La brevedad de la existencia humana puede sugerir una forma de ser y de comportarse fundamentada en los bienes presentes. Que todos se harten de vinos exquisitos y de perfumes, no pase ninguna flor primaveral, que nadie falte a la alegría orgiástica porque tal es la herencia del hombre. Después sólo queda la muerte. Pero hay otros valores. La historia de la cruz ha puesto de relieve que la esperanza en Dios y el concomitante amor a los demás no queda sin respuesta. Quienes viven como enemigos de la cruz de Cristo, proclamando dios a su vientre, gloriándose en su vergüenza, tendrán un final de perdición. Quienes por el contrario hacen suya la cruz del Señor, serán auxiliados por el Dios de Jacob. Él transformará nuestro cuerpo en un cuerpo glorioso como el de Cristo. La herencia de estos hombres no es la muerte, sino la vida. No perecerán los planes de aquellos que esperan en el Señor su Dios.

Así comenta San Juan Pablo II este salmo:” 3. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas» (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.

En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo'adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145,4).

4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.

Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor. ).”(San Juan Pablo II. Audiencia general del miércoles 2 de julio de 2003).

 

En la segunda lectura la reflexión del autor de la carta a los hebreos nos sitúa ante la realidad del sacrificio expiatorio de Cristo, este debe animar a los cristianos sometidos a la persecución (muchos en este momento de la historia) para que no pierdan la  esperanza a que han sido convocados. Esta esperanza no será nunca defraudada porque Cristo vive para siempre como Intercesor y Abogado. Para siempre significa que también hoy sigue ejerciendo esta misión y tarea junto al Padre. También hoy la Iglesia pasa por momentos difíciles, por lo que también hoy necesita volver la mirada a su Mediador y reflexionar sinceramente este mensaje de la Carta a los Hebreos.

El texto nos recuerda que Cristo es el medio eficaz para hacer que el hombre tenga acceso a Dios y alcance la verdadera comunión con Dios. Para ello era necesaria la muerte de Cristo. La nueva alianza entró en vigor después de la muerte de Cristo. Él es el mediador de la nueva alianza. Él es también la víctima sacrificial, que era necesaria en toda alianza para poder ser confirmada. La nueva Alianza de la que Cristo es mediador es una alianza eterna. Tenemos que ir haciendo presente en nuestra vida la Alianza eterna venciendo todo lo que haya de pecado y egoísmo en nuestro corazón.

 

El evangelio además de destacar la actitud de la viuda, también nos advierte de otros peligros en la vida religiosa. ¡Cuidado con los escribas! Devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. También estos hechos se dan en nuestra realidad eclesial.

Usar la religión en beneficio propio y en contra del prójimo no sólo no es una virtud, sino que es una actitud corrupta. Si la religión debe ser siempre un acto de amor a Dios y al prójimo, usar la religión con fines exclusivamente egoístas es falsificar la esencia misma de la religión. Jesús condena a los escribas judíos precisamente por eso: por usar la religión para obtener primeros puestos y para llenar sus anchos bolsillos precisamente con el dinero de los pobres. Desgraciadamente, no han sido exclusivamente los escribas judíos los que han hecho eso, sino que han hecho lo mismo muchísimos ricos cristianos a lo largo de la historia del cristianismo. Muchos nobles y ricos cristianos han hecho muchas donaciones a la Iglesia y han dado suculentas limosnas a parroquias y templos con el exclusivo fin de asegurar su estatus social. No usemos nunca nosotros la religión con fines particulares exclusiva o principalmente económicos.

Si la limosna es expresión del amor al prójimo, la práctica de la limosna es tan necesaria como necesaria es la práctica del mandamiento del amor al prójimo. Tampoco es necesario que estemos muy sobrados de dinero, para tener que dar limosna; la viuda del evangelio era una persona pobre y, sin embargo, dio limosna al templo, porque estaba convencida de que así contribuía a dar un mejor culto al Dios al que ella adoraba. Demos limosna en  medida que nos sea posible, porque así estaremos cumpliendo el mandamiento principal de la ley de Dios: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Si no actuamos así, dice el Señor, recibiremos una sentencia rigurosa.

Las apariencias, tantas veces, engañan. El valor de las cosas no depende de su tamaño, ni de su brillo, ni del ruido que producen. Hay pequeñas cosas, detalles menudos, que de pronto son capaces de convertirse en protagonistas de todo un paisaje. Jesús, como haría un buen director de cine, sabe acercar unas veces su cámara a un detalle que parecía insignificante, y hacer que crezca, que se destaque y se adueñe de la pantalla; otras, en cambio, pasea su mirada con indiferencia, sin detenerse siquiera, sobre sucesos y personas que acaparan la atención de la gente.

Jesús tiene otra manera de ver las cosas, otra escala de valores. Para Él, por ejemplo, lo importante no es dar, sino darse. Por eso, no lo engaña el ruido de un torrente de monedas cayendo en el cepillo del Templo: es un ruido engañoso, porque viene de alguien que da de lo que le sobra. Pero los oídos atentos de su corazón captan un sonido casi imperceptible: el que producen, al caer en el cepillo, dos moneditas; las está echando, casi a escondidas, una pobre viuda. Jesús percibe que ahí está latiendo un corazón; ahí hay alguien que se está dando a sí mismo.

Miremos en nuestra vida que predomina la actitud del fariseo o la de la viuda. ¿ A que damos importancia: a las apariencias o la actitud del corazón?.

Nosotros en este siglo XXI, pertenecemos a la comunidad de discípulos que quiere Jesús y que esta llamada a representar un mundo desarrollado según los designios de Dios, en el que cuenta más la calidad que la cantidad, y lo que uno es más que lo que representa o tiene. Frente a los infieles a Dios por su apego al dinero, están los creyentes generosos que dan lo que tienen y lo que son y participan de la generosidad de Cristo, que entregó total y gratuitamente su vida al Padre en servicio a los hombres. ¿En que nivel de entrega estamos nosotros?. Hagámonos la pregunta personalmente.

¿Somos capaces de dar lo necesario alguna vez, en lugar de desprendernos de lo superfluo?

¿Compartimos los cristianos nuestros bienes?

 

Anexo1.- San Juan Crisóstomo. HOMILÍA 71 CONTRA LA VANAGLORIA EN LA LIMOSNA

“ ¿Contra quiénes, pues, daremos primero la batalla? Por que no basta para todos uno solo y mismo discurso. ¿Os parece, pues, que ataquemos primero a los que buscan la vanagloria en la limosna? A mí así me parece, pues amo ardientemente la limosna y me apena verla viciada y que la vanagloria atente contra ella, como una mala nodriza e institutriz contra una imperial doncella. La cría, sí, pero juntamente la prostituye para vergüenza y el castigo. Ella le enseña a despreciar a su padre y a adornarse para agradar a hombres muchas veces abominables y viles. El adorno que le pone no es el que su padre quiere sino el que quieren los extraños, vergonzoso e ignominioso. Ea, pues, volvámonos contra éstos. Supongamos una limosna hecha con generosidad, pero por ostentación ante el vulgo. Esto es ante todo como sacar a la imperial doncella de la cámara paterna. Su padre no quiere que sea vista ni de su mano izquierda, y ella se muestra a los esclavos, a los primeros que topa, a gentes que ni la conocen. Mirad esa ramera y prostituta cómo la conduce al amor de hombres torpes, y como ellos le mandan, así se compone. ¿Queréis ver cómo la vanagloria no hace sólo ramera al alma, sino también loca? Considerad la intención con que obra. Esa alma deja el cielo y corre desalada detrás de esclavos y pordioseros por caminos y encrucijadas y va siguiendo a los mismos que la aborrecen a gentes torpes y deformes, a quienes no quieren ni verla a ella, a quienes más la odian justamente por perecerse de amor por ellos. ¿Puede darse mayor locura que ésta? A nadie, en efecto, aborrece tanto la gente como a quienes ve que necesitan de su gloria. Por lo menos, a éstos gusta de envolver en sus acusaciones. Es como si uno, haciendo bajar del trono imperial a una doncella hija del emperador, la mandara entregarse a hombres sin vergüenza y que por añadidura la aborrecieran. Porque ésos, cuanto más los sigues, más abominan de ti; Dios, empero, cuanto más busques la gloria que de Él viene, más te atrae hacia Sí, más te alaba y mayor recompensa te prepara. Y si quieres comprender, por otro lado, el daño que te acarreas dando por ostentación y vana gloria, considera la tristeza que se apoderará de ti, la pena continua que te atenazará cuando resuene la voz del Cristo y te diga que perdiste toda tu paga. Porque siempre es un mal la vana gloria, pero nunca mayor que cuando busca satisfacerse por medio de la misericordia, que se convierte entonces en la más dura crueldad, sacando a pública plaza las desgracias ajenas y poco menos que insultando a los que están en la miseria. Por que, si es ya un insulto echar en cara los propios beneficios, ¿qué piensas que es pregonarlos entre la gente? Ahora bien, ¿cómo huiremos este mal? Aprendiendo a dar limosna, viendo qué opinión o alabanza hemos de buscar, Porque, dime: ¿quién es, digámoslo así, el verdadero técnico de la limosna? Indudablemente, el que ha inventado la cosa, es decir, Dios es el que mejor la conoce de todos, como que Él la ejercita de modo infinito. Ahora bien, cuando aprendes la lucha, ¿a quién miras o a quiénes quieres mostrar tus ejercicios, al vendedor de verduras o peces o al maestro de gimnasia? Y, sin embargo, vendedores de verduras y pescados hay muchos; el maestro de gimnasia es uno solo. ¿Qué decir, pues, si el maestro te alaba y los otros te desprecian? ¿No es así que tú con tu maestro te reirás de ellos? ¿Qué harás si aprendes el pugilato? ¿No es así que mirarás sólo al que puede enseñártelo? Si te dedicas a la elocuencia, ¿no aceptarás las alabanzas del rétor y despreciarás todas las otras? Pues ya, ¿no es absurdo que en todas las otras artes mires a un solo maestro y aquí hagas todo lo contrario, a pesar de que el daño no es igual? Porque allí, si luchas a gusto de la gente y no a gusto del maestro, el daño no pasa de la palestra; aquí, empero, te haces semejante a Dios en la limosna por toda la vida eterna. Hazte, pues, semejante también a Él en no buscar la ostentación en la limosna. El Señor, en efecto, cuando curaba, mandaba que no se dijera nada a nadie. Mas tú quieres que los hombres te llamen misericordioso. ¿Y qué sacarás de ahí? Provecho ninguno, daño sin límites; Esos mismos a quienes tú llamas para testigos, se convierten en salteadores de tus tesoros del cielo; o, por mejor decir, no son ellos, somos nosotros mismos quienes nos despojamos de nuestros bienes, quienes tiramos lo que allá arriba teníamos depositado. ¡Oh desgracia nueva, oh loca pasión ésta! Donde la polilla no destruye ni el ladrón perfora, la vanagloria desparrama y tira. Ésta es la polilla de los tesoros de allí, éste es el ladrón de nuestras riquezas del cielo, ésta la que nos sustrae aquellos bienes inviolables. Vio el demonio que aquel lugar era inaccesible a salteadores, gusanos y demás malandanzas, y se vale de la vana gloria para sustraernos aquella riqueza.

 

LA LIMOSNA ES UN MISTERIO O COSA OCULTA

¿Pero tú deseas gloria? Muy bien. ¿Y no te basta la misma del que recibe tu limosna, la gloria de Dios misericordioso, sino que buscas también la de los hombres? Mira no te encuentres con lo contrario. Mira no te condene alguno, no por misericordioso, sino de fastuoso y ambicioso, como quiera que haces trágico espectáculo de las ajenas desdichas. A la verdad, la limosna es un misterio. Cierra, pues, las puertas a fin de que nadie vea lo que no es lícito mostrar. Nuestros misterios, en realidad, eso son principalmente: misericordia y benignidad de Dios, pues por su gran misericordia, cuando aún éramos desobedientes, se compadeció de nosotros. Así, la primera oración, en que rogamos por los energúmenos, está llena de misericordia. La segunda, igualmente, por los penitentes, no otra cosa busca que la infinita misericordia. La tercera, en fin, que es por nosotros mismos, presenta ante Dios a los niños inocentes, a fin de que ellos supliquen a Dios misericordia. Porque, ya que nosotros hemos condenado nuestros propios pecados; por quienes mucho han pecado y deben ser acusados, clamamos a Dios nosotros mismos; pero por nosotros clamen los niños, a los imitadores de cuya sencillez les espera el reino de los cielos. Porque lo que esta figura representa es que quienes son humildes y sencillos como los niños, son los que mejor pueden alcanzar el perdón de los culpables. Y el misterio mismo—la Eucaristía—de cuánta misericordia, de cuánta benignidad esté lleno, sábenlo bien los iniciados.

 

EXHORTÁCIÓN FINAL: HUYAMOS LA VANAGLORIA PARA ALCANZARLA VERDADERA GLORIA

Pues tú también, según tus fuerzas, cierra las puertas al hacer limosna y sólo la conozca el que la recibe, y, si fuere posible, ni ése. Mas si las abres de par en par, profanas tu misterio. Pues piensa que aun ese mismo cuya gloria buscas, te ha de condenar., Si es amigo tuyo, te condenará secretamente; si es enemigo, te pondrá en solfa delante de los demás y hallarás lo contrario de lo que andabas buscando. Tú deseabas que te llamara misericordioso, y él te llamará vanidoso, amigo de agradar a los hombres y otras cosas peores. Mas si te ocultas, dirá todo lo contrario, que eres caritativo y misericordioso. Porque Dios no consiente que una buena obra quede oculta. Si tú la escondes, Él la manifiesta, y entonces es mayor la admiración y más copioso el provecho. De suerte que, aun para con seguir la gloria, no hay nada tan contrario como la ostentación. Nada tan derechamente se opone a lo mismo que con tanto afán andamos buscando. Porque no sólo no conseguimos opinión de misericordiosos, sino de todo lo contrario. Y por añadidura, nos acarreamos también enorme daño. Por todo ello, pues, apartémonos de la vanagloria y sólo amemos la gloria de Dios. Porque de este modo alcanzaremos la gloria de la tierra y gozaremos de los bienes eternos, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.”(San Juan Crisóstomo, Obras de San Juan Crisóstomo, tomo II, B.A.C., Madrid, 1956, 444-449)

La adoración a Dios consiste en la ofrenda total de uno mismo. Al darnos, dejamos de poseernos.

Uno de los signos de vivir en el Espíritu es la generosidad. Generosidad para con Dios y para con los hermanos. En cambio, cuando uno está cerrado a la acción del Espíritu o está abierto solo en apariencia, acaba viviendo para sí mismo; con un corazón tacaño y mezquino que actúa movido por cálculos interesados. Porque aún no ha descubierto que todo es don, todo es gracia y que se es más feliz al dar que al recibir (cf. Hch 20, 35).

Cuando se abre a la acción del Espíritu vive convencido de que Dios “ama al que da con alegría” y que el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará…, porque Dios tiene poder para colmaros de toda clase de dones (cf. 2 Cor 9).

¿Cómo estás de generosidad? ¿Eres tacaño, calculador… a la hora de entregarte? ¿Cómo es tu entrega en la familia, en la parroquia…? ¿Cuáles son las excusas que pones para dar solamente lo que te sobra? 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com