Estamos celebrando ya el quinto domingo de Pascua, tiempo de alegría en el Señor
Este domingo pertenece ya a la segunda parte de la cincuentena pascual. Hemos celebrado las cuatro primeras semanas, fuertemente marcadas por el misterio de la presenciadel Señor resucitado en su Iglesia; los acentos de los textos bíblicos y litúrgicos se orientan ahora en un sentido más eclesiológico: el Presente es también el Ausente, el que está presente por el Espíritu que nos ha dado, el que urge el testimonio de sus fieles.
El domingo
pasado, nos hablaba el texto del Evangelio que Jesús es el Buen Pastor y conoce
a las ovejas, y ellas le siguen.
Hoy domingo V
de Pascua, domingo del amor, el Señor nos da una señal para que nos reconozcan
no por nuestros méritos ni para que busquemos puestos de honores… un
ingrediente que como diría Santa Teresa, se nos examinará en un día cuando
pasemos de este mundo al Padre: el amor.
No hay mejor
señal que esa para ser reconocidos como discípulos de Jesús: no hace falta
tener carrera, ni cumplir una doctrina, ni una teología concreta. Solo basta
con ser.
Dos ideas
centrales emanan de las lecturas: se nos revela que habrá una nueva creación al
fin del mundo. Mientras, tenemos que continuar la misión de Cristo aquí en la
tierra, amándonos unos a otros.
En la primera lectura del
Libro de los Hechos (Hc 14, 21b-27) se nos sitúa ante el final del relato
de la primera misión de Pablo y Bernabé. Ellos regresaron a su gente
exhortándolos a perseverar en la fe y subrayando las tribulaciones que vendrán.
Pero sobre todo, ellos contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y
que es importante en la vida de la comunidad.
Los
cc. 13-14 de los Hechos, forman una
unidad particular de esta primera misión evangelizadora. Son dignos de destacar
los elementos y perfiles de esta tarea, que implica a todos los cristianos, que
por el hecho de serlo, están llamados a la misión evangelizadora.
Como
es habitual en Lucas, aquí y en el Evangelio, describe las situaciones con
trazos generales y más bien de carácter optimista, aunque no se le olvide -cosa
inevitable- hacer alusión a las dificultades. Pero ésas vienen de fuera. En la
perspectiva lucana las comunidades son muy positivas, quizá demasiado para como
realmente fueron. Pero eso no es tan importante.
Pablo
y Bernabé desandan el camino recorrido en su primer gran viaje misionero en el
que llegaron, desde Antioquía de Siria, hasta Derbe, en el extremo suroriental
de Licaonia, en Asia Menor. De Derbe vuelven a Listras; de aquí pasan a Iconio
y luego a Antioquía de Pisidia (v. 20).
En el v. 23 menciona Lucas por
vez primera la erección de presbíteros en las iglesias primitivas. No explica
los detalles de su función en la Iglesia. "Presbíteros" significa
algo así como "supervisor". Merece la pena subrayar que ambos títulos
proceden de la vida cotidiana o, al menos, no tiene su origen en el culto, a
diferencia de la palabra "sacerdote" que no se conoce en el N.T. para
designar ningún ministerio dentro de la iglesia. Aquellos primeros cristianos
no tenían conciencia de pertenecer a una nueva religión: no tenían templos, ni
altares, ni sacerdotes.
Los presbíteros cuidarán en
adelante de las nuevas iglesias o comunidades. Para ello hacen uso de su
autoridad como apóstoles y fundadores, pero probablemente no elegirían a nadie
sin tener en cuenta la opinión de los fieles (cfr. 6, 3). Aunque no se dice
nada en este texto sobre una "imposición" de manos" (rito que
significa la comunicación del Espíritu y que, según parece puede verse en otros
lugares del N.T., solía practicarse en ocasiones semejantes), se alude a un
acto litúrgico en el que se encomendaba al Señor a los nuevos presbíteros.
La comunidad de los discípulos
de Jesús era algo completamente nuevo y distinto a lo que en aquella época se
entendía por religión. Hasta el extremo de que los romanos, que no comprendían
nada, llegaron a perseguirlos por considerarlos irreligiosos y ateos.
Seguidamente
tuvieron que remontar la cadena del Taurus para llegar a Perge de Panfilia y
descender al puerto de Atalia (v. 24). Aquí abandonan la ruta de ida: en vez de
dirigirse a Chipre, la patria de Bernabé (cfr. 13, 4 ss.), embarcan hacia
Antioquía de Siria, en cuya iglesia fueron enviados a predicar (13, 3).
Llegados a Antioquía convocan la asamblea eclesial para dar cuenta de cuanto
han hecho en su primer viaje misionero.
El
responsorial de hoy es el Salmo 144 (Sal 144, 8-9. 10-11.-12-13ab) Salmo de
acción de gracias: "Bendeciré tu
nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey" .
El
salmo 144 (145 en la numeración hebrea de nuestras Biblias) constituye una
alabanza continua a Dios por sus obras. Dios es un rey eterno y universal que
derrama su justicia y su bondad sobre todo ser viviente.
Salmo alfabético, pues cada
verso comienza con una de las letras del alfabeto. Signo de que se quiere cantar
"la Alianza" en forma total. Los judíos recitan este salmo todos los
días en el oficio matinal, respondiendo a la invitación del comienzo:
"cada día, quiero bendecirte..." Jesús debió recitarlo miles de
veces. El vocabulario de la alabanza hímnica es de una gran densidad:
Exaltar... Bendecir... Alabar... Decir... Proclamar...
El salmista no puede contenerse
de "dar gloria" a su rey que es Dios. Alaba su "gloria", su
"magnificencia", su "grandeza" su "poder", su
"esplendor"... ¡Cualidades eminentemente reales! Pero canta también
su "bondad", su "justicia", su "ternura", su
"piedad", su "amor", su "fidelidad", su
"proximidad"... Cualidades más que todo paternales.
¡Dios
es Rey! Pero un rey que pone todo su poder al servicio de su amor y derrama sus
bendiciones sobre la humanidad. No es un potentado dominador y lejano: se
interesa por su creación y en ella difunde la vida.
No
hay una sola línea de "petición". Por el contrario, el vocabulario de
alabanza es de una intensidad y de una variedad admirables: "te ensalzaré,
Dios mío... bendeciré tu nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas...
Repetiré tus maravillas... Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas
bondades... Todos aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de
cualidades que el salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor...
Poderoso, admirable, glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno,
verdadero, fiel, compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de
oración se transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono
positivo de alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos
encierra en nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!
El
salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v.
1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y
conclusión (v. 21). Hoy se citan versículos del cuerpo del salmo.
El
v. 8 nos presenta una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y
misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». Nos recuerda la
formulación más solemne que hay en toda la Escritura respecto a la revelación
que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que
mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado»
(Ex 34,6-7a).
Así
comenta el Papa Benedicto XVI este salmo "
Además de fijarse en estas bellas
palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad»,
dispuesto siempre a perdonar y ayudar, nuestra atención se concentra también en
el bellísimo versículo 9: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas
sus criaturas». Una palabra que hay que meditar, una palabra de consuelo, una
certeza que aporta a nuestra vida. En este sentido, san Pedro Crisólogo (nacido
en torno al año 380 y fallecido en torno a 450) se expresa con estas palabras
en el «Segundo discurso sobre el ayuno»: «"Grandes son las obras del Señor":
pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la Creación, este poder es
superado por la grandeza de la misericordia. De hecho, habiendo dicho el
profeta: "Grandes son las obras de Dios", en otro pasaje añade:
"Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia,
hermanos, llena el cielo, llena la tierra… Por esto la grande, generosa, única
misericordia de Cristo, que reservó todo juicio para un solo día, asignó todo
el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia… Por eso confía totalmente en
la misericordia el profeta, que no tenía confianza en la propia justicia:
"Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi
culpa" (Salmo 50, 3)» (42,4-5: «Sermoni 1-62bis», «Scrittori dell’Area
Santambrosiana», 1, Milano-Roma 1996, pp. 299.301). Y nosotros decimos también
al Señor: «Piedad de mí, Dios mío, pues grande es tu misericordia»"
(Papa Benedicto XVI. Miércoles 1 febrero 2006. Audiencia general dedicada a
comentar el Salmo 144 (1-13), «Himno a la grandeza de Dios»).
El
versículo 10 nos recuerda que el término confesión no indica sólo la confesión
de los pecados, sino también la proclamación de alabanza.
Un rasgo notable del salmo es su universalismo. Hemos ya notado que no hace distinciones entre los fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
Fijémonos en el comentario de
San Agustín a este salmo: " Señor, que todas tus obras te confiesen y
que todos tus santos te bendigan. Que te confiesen todas tus obras (Sal 144,10). ¿Qué decir? ¿No es la tierra
obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los animales
domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también ellos son
obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le confiesan
en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y también le
confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los hombres son obras
suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para confesarle? Sí,
confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la tierra y los
árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por qué no han de
confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo la confesión de
los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no suceda que siempre
que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la confesión del pecado.
Hasta el presente así se cree, de forma que cuando aparece el término en las
Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el pecho inmediatamente.
Escucha cómo hay también una confesión de alabanza. ¿Tenía, acaso, pecados
nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25). Esta confesión es, pues, de
alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus
obras.
Pero
no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En
efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser
insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también
les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres
jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los
seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para
alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los
terrenos: Bendecidle, cantadle himnos,
exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno. Con todo, nadie piense que
la piedra o el animal mudos tienen mente racional para comprender a Dios.
Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad. Dios creó y ordenó
todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento e inmortalidad,
como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con mortalidad, como a
los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no entendimiento ni
inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni sensibilidad ni
entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles y a las
piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa alabanza
puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde la
tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal.
Este
concatenamiento de la criatura, esta ordenadísima hermosura, que asciende de lo
inferior a lo superior y desciende de lo supremo a lo ínfimo, jamás interrumpida,
pero acomodada a la disparidad de los seres, toda ella alaba a Dios. ¿Por qué
toda ella alaba a Dios? Porque cuando tú la contemplas y adviertes su
hermosura, alabas a Dios por ella. La belleza de la tierra es como cierta voz
de la muda tierra. Te fijas y observas su belleza, ves su fecundidad, su vigor,
ves cómo concibe la semilla, cómo con frecuencia germina aquello que no se
sembró; la observas y esa tu observación es como una pregunta que le haces. Tu
investigación es una pregunta. Pues bien, cuando, lleno de admiración, sigues
investigando y escrutando y descubres su inmenso vigor, su gran hermosura y
luminoso poder, dado que no puede tener en sí y de sí misma tal poder,
inmediatamente te viene a la mente que ella no pudo existir por sí misma, sino
que recibió el ser del Creador. Lo que has hallado en ella es la voz de su
confesión, para que alabes al Creador. En efecto, si consideras la hermosura de
este mundo, ¿no te responde su hermosura como a una sola voz: «No me hice a mí
misma, sino que me hizo Dios»?
Luego,
Señor, que tus obras te confiesen y
tus santos te bendigan. Que tus santos contemplen la creación que te
confiesa, para que te bendigan ante la confesión de las criaturas. Escucha
también la voz de los santos que le bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te
bendicen? Proclaman la gloria de tu
reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra!
¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que
dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno
de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de
frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es
Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión de
la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder". (San Agustín. Comentario
al salmo 144,13).
En la segunda lectura del Apocalipsis ( Ap.
21, 1-5a), San Juan nos revela la creación
de un cielo nuevo y una nueva tierra,
que es la Iglesia triunfante. Ese triunfo comienza en la tierra. Dios convive
con nosotros y espera el fin de nuestra noche en la tierra para llenarnos de
alegría. Si participamos, si sentimos y vivimos con la Iglesia aquí, gozaremos
en el cielo. Presten mucha atención a esta revelación.
Tras algunos
capítulos dedicados a la descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20),
el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya
presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap
21, 1-8) es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los
temas de esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella).
El
Apocalipsis, en esta última sección (21, 1-22) se da la mano con el Génesis. Si
la primera palabra de Dios en el Génesis era un "hágase" que surtía su efecto (Gn 1, 3), también aquí la
primera palabra emitida por el que está sentado en el trono es: "Todo lo hago nuevo" (v. 5), palabra
que también se verifica (v.6). El primer cielo y la primera tierra desaparecen
(v. 1), dejando paso a una nueva creación, a una nueva sociedad (cf. la
insistencia del autor en recalcar la novedad, repitiendo el término hasta
cuatro veces: vs. 1 bis. 2. 5). Esta nueva creación nos hace olvidar la
situación presente que se ve liberada de la esclavitud, para alcanzar la
libertad y la gloria de los hijos de Dios.
En
el pacto nuevo y definitivo que Dios concluye con su pueblo (3), se da la
perenne presencia de Dios. Las bodas del Cordero son su signo. Todos los
pueblos entran dentro del pueblo de Dios para gozar de la felicidad gozosa de
Jesucristo.
Bajo
la imagen de la esposa que baja del cielo se ha visto con frecuencia la figura
de la Iglesia, realidad espiritual y escatológica, a la vez encarnada en el
tiempo y el espacio. Ciertamente, tanto la unión con Cristo como el status de
peregrina son parte constitutiva de ella misma; pero la Iglesia no es todavía
la comunidad del reino futuro, sino sólo la asamblea de los que han sido
llamados a él. Y si bien significa y anticipa el reino de Dios en la tierra,
Porque
«lo de antes ha pasado» (4), no han
de ser tenidos en cuenta Reino y riquezas, perseguidores y enemigos de la
verdad han desaparecido. La muerte, ante la cual todo hombre había doblado la
rodilla ya no existe. Visible para todos y dominándolo todo está sólo la
presencia luminosa de Dios. La felicidad reina en el nuevo pueblo (v. 4),
quedando eliminado todo atisbo de dolor, guerras, persecuciones y muerte . En
la lucha entre Dios y Satán, el primero vencerá a pesar de las dificultades
presentes por las que atraviesa la comunidad. El Dios creador es también la
meta última de todo ser creado. Las fuentes humanas de felicidad no sacian la
sed; sólo la consumación, todavía oculta, podrá satisfacer el ansia humana.
"Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en ti" (San Agustín).
El evangelio de San Juan (Jn 13, 31-35), es parte del
discurso de despedida del Señor en la última Cena. Ese es el marco de este
discurso-testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus
discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del
evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús,
no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a
partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha
tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la
eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se
conocían las palabras eucarísticas en los otros evangelistas. Precisamente las
del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la
muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los
indicios de tragedia.
La salida de
Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús
joánico.
"Ahora es glorificado el Hijo del Hombre...":
La glorificación de Jesús en el evangelio de Juan está indisolublemente unida a
la muerte. El "ahora" nos indica que esta glorificación ha empezado
ya con el lavatorio de los pies antes de la cena, simbolizando la próxima
muerte sacrificial de Jesús; y con la salida de Judas se ha puesto en marcha el
mecanismo que conducirá a Jesús hacia la cruz.
"... también Dios lo
glorificará en sí mismo":
Paso del presente al futuro para referirse a la glorificación en su aspecto de
regreso al Padre. Fijémonos que aquí Juan utiliza la expresión "Hijo del
Hombre"; es la única vez que la utiliza en esta parte del evangelio
denominada el libro de la Gloria (cc. 13-21). Es un título que utilizan los
evangelios sinópticos en los anuncios de los sufrimientos de la Pasión (p.e.:
Mc 8, 31), y que al mismo tiempo nos recuerda la figura del juez glorioso del
fin del mundo. Con todo, parece que en Jn el título de Hijo del hombre es
idéntico al de Hijo de Dios.
"Hijos míos...": La expresión nos
sitúa en un ambiente familiar. No desdice de la cena pascual (en el caso que lo
fuera la cena de despedida de Jesús). Pero todavía encaja más en el contexto de
discurso de despedida.
"Os doy un mandamiento nuevo":
Mientras que en los evangelios sinópticos -en la última cena- nos presentan
claramente una nueva alianza, aquí debemos descubrirlo de forma indirecta. El
dar un mandamiento que será signo de identidad para los discípulos, nos indica
claramente que es una alianza. Una alianza nueva. Por tanto, la novedad del
mandamiento no debemos buscarla en contraste con el mismo mandamiento en el AT
(Lv 19, 18), como si allá pidiese sólo un amor dentro de Israel, mientras que
aquí nos indicara su alcance universal. La idea de un amor universal a todos
los hombres no es juánica: el evangelista piensa en un amor entre los que creen
en Jesús. El mandamiento es nuevo porque es la estipulación de una nueva
alianza.
"Que os améis unos a otros como yo os he
amado": El mandamiento nuevo no es simplemente una exigencia legal del
pueblo de la nueva alianza, sino que es un don que ha recibido. Jesús es la
fuente del amor de la que deben vivir los discípulos. Y la presencia de este amor
de los cristianos en medio del mundo es una presencia de Jesús. Una presencia
ante la cual el mundo debe abrir los ojos a la luz, tal como lo ha tenido que
hacer ante el mismo Jesús.
Jesús había
venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo
y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura
“glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo
de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello,
ensañarse en la pasión y la crueldad de su sufrimiento no hubiera llevado a
ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre,
Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.
Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de
Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está
preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a
Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que
en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar, tenía que preparar a
los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una
guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado
para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta
debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han
seguido y los que le seguirán?.
Ser cristiano, discípulo de Jesús, es amarse
los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás
encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos.
Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y
desistir de la verdadera causa del evangelio.
Cristo
fue glorificado a través de su pasión y muerte, lo mismo va a pasar con su
Iglesia. Cristo nos da un nuevo mandamiento, el amor mutuo.
Para nuestra vida.
Hace
cuatro semanas que inauguramos la gran fiesta cristiana: la Pascua. Nos quedan
todavía tres para concluirla con Pentecostés. En el tono de nuestras celebraciones
-y de nuestra vivencia espiritual fuera de ellas- se debe seguir notando que
celebramos Pascua, que nos estamos dejando «contagiar» de su energía y de la
novedad de su Espíritu en este tiempo de la cincuentena pascual .
La historia de cada uno y de la
iglesia -como también de la sociedad en la que vivimos- puede no ser demasiado
consoladora en estos momentos. A muchos, por ejemplo, les produce dolor
contemplar la increencia que se ha adueñado de la sociedad. Otros tienen
problemas en la familia o en su propia vida personal. Sea cual sea nuestra
situación, Pascua nos invita a hacer un «ejercicio» de visión positiva de la
historia y de las personas.
En esa línea reflexionan las
lecturas de hoy:
La
primera lectura presenta una comunidad, la apostólica, que rebosa actividad y se
siente satisfecha, a pesar del ambiente hostil en que se mueve, por lo que Dios
está haciendo en ella: la apertura a los paganos, los frutos del trabajo
misionero.
Esta comunidad tiene como perspectiva futura
«un cielo nuevo y una tierra nueva», con un Dios cercano, que mora en medio de
ella y que enjuga las lágrimas de todos (2a lect.).
El evangelio de la Ultima Cena,
presenta una comunidad que recibe de su Señor, en su despedida la mejor de las herencias y de los
distintivos: el amor fraterno.
Las lecturas pascuales insisten
en la fe; hoy es el amor el que ocupa el centro del texto evangélico. Fe y amor
son el núcleo de la vida nueva en el Espíritu. La insistencia cristiana en el
amor no es una opción ética más o menos acertada; se enraíza en la misma
revelación de Dios. Dios ama al mundo que ha creado y a los hombres, sus hijos;
la obra de su amor es Jesús, conducido por el Espíritu a la plenitud del amor
hasta la Cruz-Resurrección.
En la primera
lectura de los Hechos de los Apóstoles, se nos va mostrando, que al llegar las
primeras pruebas a los discípulos, van empezando a tener crisis de Fe, a dudar. Pero los
apóstoles avisan que si no perseveran, y no cuidan la actitud orante, caerán.
Cuando veamos que tenemos duda, que nuestra fe se tambalea, que no tenemos
ganas de rezar… ahí, es cuando más oración, mas fidelidad debemos mostrar.
Tomemos
como ejemplo a tantos mártires que por ser fieles al verdadero amor, han
entregado y derramado su sangre por el Evangelio.
El texto presenta la descripción del primer viaje
apostólico en que Lucas ha resumido la actividad misionera de la comunidad de
Antioquía, y particularmente de Pablo. Durante este primer viaje apostólico se
nos presenta a Pablo y a Bernabé trabajando incansablemente por hacer presente
el Reino de Dios en ciudades importantes de Cilicia, y de la provincia romana
de la Capadocia, al sur de Turquía. Resalta el coraje para anunciar la palabra
de Dios y el exhortar a perseverar en la fe. Todo se ha preparado con cuidado,
la comunidad ha participado en la elección y, por lo mismo, es la comunidad la
que está implicada en esta evangelización en el mundo pagano.
Jerusalén, de alguna manera, había quedado a la
espera de este primer ciclo en que ya los primeros paganos se adhieren a la
nueva fe. Y es la comunidad de Antioquía, donde los discípulos reciben un
nombre nuevo, el de cristianos, la que se ha empeñado, con acierto profético,
en abrirse a todo el mundo, a todos los hombres, como Jesús les había pedido a
los apóstoles (Hch 1,8). La iniciativa, pues, la lleva la comunidad de
Antioquía de Siria, no la de Jerusalén. Pero en definitiva es la “comunidad
cristiana” quien está en el tajo de la misión. Ya sabemos que algunos de
Jerusalén, ni siquiera veían con buenos ojos estas iniciativas, porque parecían
demasiado arriesgadas.
En toda
esta obra el gran protagonista es el Espíritu, que se encarga de abrir caminos.
Por eso, si no es Jerusalén y los Doce, será Antioquía y los nuevos “apóstoles”
quienes cumplirán las palabras del “resucitado”: ¿por qué? porque el mensaje no
puede encadenarse al miedo de algunos. En esas ciudades evangelizadas, algunos
judíos y sinagogas no aceptarán a éstos con su doctrina, porque todavía
pensaban que eran judíos. Pero ni siquiera en la comunidad cristiana de
Jerusalén, por parte de algunos, se aprobarán estas iniciativas. Es más, al
final de este “viaje” habrá que “sentarse” a hablar y discernir qué es lo que
Dios quiere de los suyos.
Pablo y Bernabé han dado un
nuevo sentido a sus vidas desde que conocieron a Jesús y no se han guardado el
secreto, antes bien comparten con los hermanos su experiencia de Dios,
fortalecían a las comunidades, les anunciaban a Jesús.
¿Qué sucedió en la vida de
Pablo y Bernabé? La respuesta la encontramos en el Evangelio de este domingo:
es el amor a los hermanos con aquella fuerza y grandeza con que Jesús nos ha
amado.
El salmo responsorial nos invita a alabar a
Dios, situarnos
siempre ante el con una actitud de alabanza, de reconocimiento de todo lo que
ha hecho.
En la perspectiva
judeo-cristiana, Dios es el totalmente otro, el trascedente. ¡Dios es Dios!
Esto es un balbuceo para hablar de El. Si fuera cierto que Dios está "a
nuestro alcance", si El fuera de "nuestro mundo", si estuviera
"al nivel de las cosas observables"... estaría a nuestro nivel,
particular, pequeño. Si lograra limitar a Dios, comprenderlo totalmente, no
sería más grande que mi pequeño cerebro. Dios no es del mismo orden de lo
creado. El salmista lo dice hablando de su "magnificencia", de su
"gloria", de su "grandeza". ¡Sí! Dios nos supera
totalmente, así como el infinito es de un orden completamente diferente al
finito. En nuestra época de comunicación intercultural, tenemos que aprender de
los orientales el sentido agudo de nuestra pequeñez, de nuestra desaparición en
el "gran todo" que nos supera. Sin embargo, nos resistimos a aceptar
este "nirvana" integral, este "anonadamiento" integral.
Dios quiere que existamos ante El.
En la perspectiva
judeo-cristiana, Dios es también el totalmente próximo, el inmanente, el Dios
con nosotros, el Dios que hizo la Alianza. Esta perspectiva complementa la del
salmo. Si tenemos en cuenta los dos aspectos, lograremos un pensamiento
equilibrado, equilibrio que sólo Jesucristo llevó a total perfección: el hombre
Dios.
Alabad, bendecid, proclamad,
dad gracias. Según costumbre de la Sinagoga, utilizamos frecuentemente este
salmo, surgirá poco a poco en nosotros una actitud esencial: el sentido de la
"alabanza". Con frecuencia tenemos ante Dios la actitud del
pedigüeño. Nuestras oraciones se aíslan con frecuencia en la petición, a riesgo
de transformar a Dios en simple "motor auxiliar" de nuestras
insuficiencias: cuando todo va bien, prescindimos de El... Si algo va mal,
pedimos su ayuda...
Releamos este salmo, descubriremos
otra forma de oración. No hay una sola línea de "petición". Por el
contrario, el vocabulario de alabanza es de una intensidad y de una variedad
admirables: "te ensalzaré, Dios mío... bendeciré tu nombre... Te
alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus maravillas... Proclamaré tus
grandezas... Se recordarán tus inmensas bondades... Todos aclamarán tu
justicia..." Es admirable el cúmulo de cualidades que el salmista
encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor... Poderoso, admirable, glorioso,
fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno, verdadero, fiel, compasivo,
próximo, atento, salvador... Nuestra vida de oración se transformaría
totalmente si adoptáramos más a menudo este tono positivo de alabanza, en lugar
de la oración de petición, que en el fondo, nos encierra en nosotros mismos,
para poner a Dios a nuestro servicio!.
En
la segunda lectura del apocalipsis, nos habla hoy de la esperanza. La idea que nos presenta el
libro del Apocalipsis es la recreación de la obra de Dios. Dios según las páginas
del Génesis creó un mundo bueno, una tierra posible de ser habitada y un cielo
bajo el que todos los seres eran iguales en dignidad, en derechos y deberes.
Pero poco a poco el ser humano que se dejó carcomer el corazón por el odio, y
por egoísmo acaparó los recursos naturales. Unos sometieron a otros hasta
empobrecer a muchos y generar el caos sobre la tierra. Por eso desde el anuncio
de los profetas se proclamaba la creación de "un cielo nuevo y de una
tierra nueva" (Is 65, 17), ya que la obra de Dios había sido degenerada
por los mismos hombres y mujeres que dañaron su interior y comenzaron a ser
causa de muerte y de desigualdad.
El vidente del libro del
Apocalipsis ve consumada la palabra que en el pasado pronunciara el profeta
Isaías: ve cómo Dios recrea el cielo y la tierra y hace posible que los hombres
y las mujeres lo acepten en esa realidad mesiánica llamada Reino de Dios. Todo
pasará, hasta lo más sagrado. Porque se anuncia una ciudad nueva, un
tabernáculo nuevo, en definitiva una “presencia” nueva de Dios con la
humanidad.
Un cielo nuevo y una tierra
nueva, de la que desciende una nueva Jerusalén, que representa la ciudad de la
paz y la justicia, de la felicidad, en la línea de muchos profetas del Antiguo
Testamento. Se nos quiere presentar a la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios,
en la figura de la esposa amada, ya no amenazada por guerras y hambre. Es el
idilio de lo que Pablo y Bernabé recomendaban: hay que pasar mucho para llegar
al Reino de Dios. Dios hará nueva todas las cosas, pero sin que sea necesario
dramatizar todos los momentos de nuestra vida. Es verdad que para ser felices
es necesario renuncias y luchas. El evangelio nos dará la clave.
El Mundo Nuevo instaurado por Jesús resucitado
para siempre, tendrá como base fundamental el amor, amor que supera todas las
fronteras y que posibilita la armonía y la verdadera convivencia en torno a
Dios, que es su fundamento.
Esta vida será posible en el Reino que Jesús anunció durante su vida y que
sus primeros seguidores asumieron. Este Reino no es exclusividad de los
circuncidados: es para todo aquel que está a favor de Dios, del Dios de la
vida, de la justicia y de la paz.
La
tierra será una sola; donde desaparecerá todo tipo de sufrimiento y todo será
alegría y jubilo porque contemplaremos cara a cara Dios. Confiemos y tengamos
esperanza en que cuando pase este mundo, lo que nos espera es el consuelo de
encontrarnos con Cristo que es amor y con él, el sufrimiento y la muerte ya no
tendrán cavidad en nosotros.
El amor entonces será la señal máxima de la vida
en la nueva tierra y en el nuevo cielo, y así cumpliremos el encargo dado por
Jesús de amarnos unos a otros».
El relato del Apocalipsis nos sitúa ante el
mundo querido por Dios, "Vi un
cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el
universo nuevo" Apocalipsis 21, 1. Para un mundo nuevo, un mandamiento
nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios
nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como
las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoísmo, hay que
derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y
actuar.
Crear
un mundo nuevo y una tierra nueva fue el deseo de
Cristo. Hacer posible una ciudad nueva, esa que el vidente del Apocalipsis
describe hoy con trazos vigorosos: una Jerusalén nueva, descendiendo del cielo,
en la que Dios habitará y en la que no habrá llanto, ni muerte, ni dolor, ni
luto; una ciudad en la que el mismo Dios enjugará las lágrimas de sus habitantes;
una ciudad maravillosa y... todavía sin conseguir. No soy de los que creen que
cualquier tiempo pasado fue mejor.
En el
Evangelio de hoy, resalta la llamada al
Amor.
El amor es el fundamento del Reino nuevo
que Cristo ha venido a inaugurar. Un amor que todo lo hace nuevo e inaugura
ya en esta tierra un pueblo nuevo, una comunidad de personas que ha de
distinguirse ante todos por el amor entre unos y otros.
Desde
el evangelio proclamado nos acercamos a la voluntad de Dios Padre. ¿cuál es la
voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1
Tim 2,4). ¿Por qué? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se
pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su
gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que
tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios
y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua
que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta
pascua con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de
ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo:
amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13, 31. Ese es el secreto que
urgió a entregarse a los Apóstoles.
¿Dónde
está la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al
prójimo eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es
éste el amor nuevo. La novedad de este amor es la identidad con el amor de
Jesús, que va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).
"Nadie me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el
mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha
amado así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos
permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo",
sino "como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento
"nuevo". A veces lo vemos tan nuevo que parece sin estrenar.
Ese
amor nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que
se da entre el Hijo y el Padre y es sacramento que hace visible el amor
existente entre el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra la tierra nueva
y el cielo nuevo, de gracia, de santidad y de vida.
¿Qué significa amar a los hermanos? ¡Tengamos
mucho cuidado, no nos vayamos a equivocar! Amar no es solamente ayudar, hacer
un servicio, dar algo; no, es amar. Amar es amar. Dios no ha dicho: Ayudaos los
unos a los otros, soportaos los unos a los otros, haceos un favor unos a otros.
El ha dicho: "Amaos los unos a los otros..." Es menester hacer todo
lo posible para llegar a amar.
¿Qué es lo que significa amar? Amar a un ser es
esperar en él siempre. Amar a un ser es no juzgarlo jamás; juzgar a un ser es
identificarlo con lo que conocemos de él. "Ahora ya te conozco.
Ahora te puedo juzgar. Ahora ya sé lo que
vales..." Eso es matar a un ser. Amar a un ser es esperar siempre de él
algo nuevo, algo cada vez mejor que lo anterior.
Amar "como Jesús ha amado" constituye
una manera de ser hombre, la única; va más allá de una táctica y tampoco
termina en una simple actitud ética. Amar en el Espíritu es un modo de
colocarse el hombre en el mundo y frente a sí mismo, teniendo como único
Absoluto al Dios vivo; es entender y vivir la propia vida por la relación con
algo más allá de uno mismo, los demás, relación que es sacramento de la
relación con Dios. De entrada, amar significa una sencilla y cordial
reconciliación con toda la realidad, sobre todo los demás, una comunión
incondicional con los demás tal como son y actúan, incluso pecadores, enemigos
o perseguidores; evitando la constante huida hacia arriba, que ama siempre algo
mejor, nunca real. Y al mismo tiempo, amar es un trabajo activo y eficaz;
acoger al otro significa más que la simple acogida; es acogerle como indigente,
dialogante e interpelante, y vivir ante él la propia vida como vulnerable y
servicial.
Una comunión así consigue la
comunión con los hombres y supone al mismo tiempo el constante desposeimiento
de sí mismo; es el binomio amor-pobreza (o amor-libertad), definitorios de la
vida de Jesús y de la vida humana "glorificada".
Jesús ha señalado el amor mutuo
-amor entre hermanos- como distintivo de sus discípulos. Sin embargo, los
católicos hemos adoptado por distintivo las obras de caridad. Y eso es lo malo.
Porque las obras de caridad son posibles sin amor fraterno. Porque es posible
dar limosna a los mismos a los que damos un jornal insuficiente. Es compatible
construir viviendas baratas para unos y cobrar a otros precios abusivos en los
alquileres, o especular hasta el infinito en los solares. Se puede componer la
atención a ciertos pobres con la total desatención a las personas que están a
nuestro servicio. Y, desgraciadamente, es posible multiplicar las obras de
caridad y mantener a toda costa las desigualdades en la distribución de la renta.
Cuando las obras de caridad se
prodigan al margen del amor fraterno, se da una significativa correlación entre
el aumento de limosnas y el aumento de las desigualdades sociales. Porque,
mientras las obras de caridad encuentran su campo de aplicación en la
injusticia, la primera exigencia del amor es la justicia y el compromiso en
reivindicar con los pobres lo que les pertenece... y sólo les damos de limosna.
La novedad cristiana de amor
está en la referencia "como yo os he amado", que manifiesta su
perfección y su meta. El amor no es una fría ley, no se puede reducir a un
organigrama caritativo y a una institución social, no debe someterse a un
calendario con días fijos para amar, no admite límites cortados por un
reglamento, una campana o un reloj. El amor auténtico germina y vive siempre en
la libertad de poderse expresar siempre.
Cristo nos amó hasta dar su
vida. Por eso tiene sentido que el cristiano se consagre al servicio exclusivo
de sus hermanos hasta la muerte de uno mismo.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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