En este
domingo el hilo conductor es la vida frente a la muerte.
Sepulcros,
muerte, vida, resurrección son las palabras nucleares de las lecturas
proclamadas.
Es el último
domingo de los tres llamados de escrutinio. La samaritana es, sobre todo,
conversión; el ciego de nacimiento es iluminación; la resurrección de Lázaro
destaca la vida nueva que nos viene de la comunión con el Señor muerto y
resucitado.
La característica de esta quincena que se inicia con el quinto domingo de Cuaresma, en la liturgia romana, es la atención intensificada hacia el misterio de la pasión del Señor. La cruz de Cristo se va convirtiendo progresivamente en el único centro de atención, sea en las lecturas feriales, sea en los textos eucológicos, sea en la liturgia de las Horas (los himnos de Semana Santa) -"Vexilla Regis"- ya durante esta V semana), sea en el uso del prefacio I de Pasión.
En la primera lectura de la profecía de Ezequiel (Ez 37,12-14) el autor nos describe la dramática visión de los
huesos calcinados y desparramados por el valle que, gracias al conjunto del
aliento o espíritu divino, van adquiriendo vida (vs. 1-10). Los vs 11-14
constituyen la interpretación de esta visión.
En la actividad
profética de Ezequiel podemos distinguir dos periodos diversos,. En el primero de ellos (cap.
1-24), el profeta es el "acusador" del pueblo (3, 26). Los deportados
a Babilonia por Nabucodonosor (a. 597 a.C.), entre los que se encuentra
Ezequiel, sienten nostalgia de su tierra, la añoran y sueñan con una próxima
vuelta. La misión del profeta en este momento, al igual que la de Jeremías,
será destruir esa falsa esperanza. La historia del pueblo ha sido la de una
continua rebeldía, la de un amor ingrato como tan bellamente es descrita en los
caps. 16 y 20; por eso el juicio de Dios se ha cebado sobre la ciudad de
Jerusalén, sobre su templo y sobre sus habitantes. Sin embargo, Dios quiere la
vida, la esperanza del pueblo. Así el profeta es designado, en este segundo
período de su actividad profética, para un nuevo oficio, el de
"atalaya" (33, 7) o centinela que, subido a lo alto de la torre,
espía el mensaje de Dios que trae palabras de aliento (cap. 33-48). En todos
estos capítulos, Ezequiel nos presenta una serie de imágenes para hacernos ver
cómo Israel, que se creía y lo creían muerto, resurge a una nueva vida. En 37,
1-14 dos palabras se repiten con insistencia: huesos y espíritu o viento
(=desesperación y esperanzas, respectivamente).
La visión se
sitúa en Babilonia, en una llanura, quizás la misma llanura del Tel-Abib, donde
tuviera lugar con anterioridad la gran visión de la gloria de Yahveh. Allí es
transportado Ezequiel por el Espíritu; en el mismo sentido que otro día había
de serlo Jesús al desierto. Ante sus ojos visionarios entran en acción dos
realidades fuertemente contrastadas: huesos y más huesos resecos y calcinados,
huesos de muchos días, muerte por doquier.
Paralelamente
ruah-viento-espíritu, soplo animador por los cuatro costados, vida por doquier.
Huesos y espíritu, muerte y vida es el eje central de la visión, de la parábola
y de la teología de este pasaje.
El desánimo cunde entre los desterrados: "...nuestros crímenes y nuestros pecados cargan sobre nosotros y por ellos nos consumimos, ¿podremos seguir con vida?..." (33, 10); "nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos" (37, 11). El destierro es el campo de batalla en el que la esperanza (=huesos calcinados) yace por tierra, es la tumba en la que se sepultaban todas las esperanzas. En este momento difícil Dios va a liberarlos de la desesperación obrando una nueva creación: de los cuatro vientos sale el aliento divino que da vida a los huesos calcinados, los saca del sepulcro (fin de toda esperanza humana) y los traslada a la tierra de la gran esperanza, Israel.
El
responsorial es el salmo 129 ( Sm 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8)
que es un salmo de "Súplica". El salmo 129 es
universalmente conocido como el "De profundis". Es el salmo que
lleva consigo el recuerdo de los seres queridos difuntos, de las almas que
esperan su total liberación con su entrada en la gloria.
Así lo ha
rezado durante siglos la piedad cristiana, alimentando la esperanza y la
confianza en el Señor que sabe perdonar y salvar.
En su origen,
naturalmente, no se pensó en este aspecto ni en esta aplicación. Su autor,
desconocido para nosotros, pero seguramente del período postexílico, sintió la
necesidad de expresar sus sentimientos de fe y confianza ante una realidad
universal, la del pecado y la tristeza. Y el pueblo de Israel lo hizo suyo
cantándolo en sus peregrinaciones hacia Jerusalén.
En efecto,
este salmo entrañable es uno de los "salmos graduales" o de las
subidas. Debió ser uno de los más expresivos ya que para entrar en el templo de
Dios, se requería un alma limpia y libre, desbordante de alegría, sin el peso
del pecado.
Algunos Padres
de la Iglesia (San Hilario, Juan Crisóstomo, Teodoreto) pensaban que era una
oración para pedir a Dios el fin de la cautividad de Babilonia. Pero hemos de
pensar que este salmo no parece el de un desterrado, ni el de un enfermo, ni
siquiera el de un prisionero: es el de un hombre pecador que sufre la realidad
del pecado. Se siente hundido, apartado de Dios, inquieto por mil
remordimientos. Por esto mismo es uno de los salmos más universales, el que
toda la humanidad podría firmar y comprender perfectamente.
Era utilizado
por Israel en las ceremonias penitenciales comunitarias, particularmente en la
fiesta de las Expiaciones: antes de renovar la Alianza, se ofrecían
"sacrificios de expiación" en reparación por los pecados.
El salmo es
ante todo un "grito de esperanza", "el más hermoso canto de
esperanza que jamás haya salido quizá del corazón del hombre" (M.
Mannati).
El plan de
este poema relieva la sutil dialéctica del diálogo interior. Es un
"movimiento" del alma, que va alternativamente del hombre a Dios,
luego vuelve al hombre y pasa enseguida, nuevamente a Dios:
Primera
estrofa: disposiciones del "que ora"... Grito; escucha mi clamor...
Segunda estrofa: disposiciones de "Dios"... Tú eres grande... cerca
de Ti, el perdón... Las dos líneas centrales, que indican el núcleo del tema,
la esperanza, la espera... Tercera estrofa: disposiciones del "que
ora"... Aguardo, acecho, espero... Cuarta estrofa: disposiciones de
"Dios"... Tú eres bueno... Cerca de Ti, el amor. Este salmo hacía
parte de los salmos de Subida o salmos graduales. Para admirar el estilo
"en eco", con la repetición de palabras, que parecen avanzar en una
especie de peregrinación: Señor (8 veces), aguardar (3 veces), esperar, acechar
(2 veces), y luego el "grito", "el llamado", "la
oración" (4 veces), y al comienzo y al final "la falta"...
Finalmente, se nombra dos veces a Israel, el pueblo escogido.
El paso del
"yo" al "nosotros" en las dos últimas estrofas. expresa que
en la persona de "un" pecador está todo "Israel" pecador:
dimensión colectiva y comunitaria del perdón.
La segunda lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los romanos (Rm 8,8-11) nos
presenta unos versículos que
forman parte de una sección donde Pablo habla de la nueva situación creada por
Jesús en el mundo.
De los que vivían y vivimos en esta situación San Pablo dice que estamos
"en el espíritu". A éstos se contraponen los que están "en la
carne", es decir, los que viven la vieja situación solidaria con Adán,
hecha de cerrazón de Dios y de egoísmos. El que vive la vieja situación no
tiene el espíritu de Dios, el modo de ser de Dios, el talante de Dios es una
fuerza vital que al incidir en el hombre (justicia= intervención de Dios) lo
transforma en alguien que no muere jamás.
El hombre que
está en la carne" es el que padece la opresión del pecado del mundo y
siente en sí mismo las consecuencias del pecado: la muerte y una concupiscencia
desenfrenada que le esclaviza. Un hombre así ha perdido su armonía interior y
no refleja en su vida la "gloria de Dios" (cf. 3, 23). Para Pablo,
todo el hombre es "carne" o "está en la carne" cuando se
encuentra desposeído de la gracia de Dios. Por lo tanto, "carne" no
significa aquí una parte constitutiva del hombre, el cuerpo, sino una dimensión
de la existencia humana.
"El hombre que está en el espíritu" es el hombre que ha sido salvado por Cristo y ha recibido el espíritu de Dios que da la vida. El espíritu de Dios se llama también espíritu de Cristo, porque en éste habita plenamente y de su plenitud participamos nosotros. Si el mismo espíritu de Dios que actuó en la resurrección de Cristo habita ya en nosotros, podemos esperar que actúe de nuevo en nuestra resurrección. Y no sólo en la resurrección futura, al final de los tiempos, sino también ahora alentando la vida por la justicia de Dios.
En el evangelio de hoy de San Juan
(Jn 11,3-7.17.20-27.33b-45) contemplamos a Jesús que inicia la subida a
Jerusalén que, sus discípulos ya lo saben, es una marcha hacia la muerte (cf.
Jn 7.1/8). Y no sin reticencia ni humor negro aceptan los discípulos el seguir
a Jesús en ese viaje (vv. 8.12.16) Pero Jesús quiere hacer comprender de
entrada a sus apóstoles incrédulos que esa subida a Jerusalén se terminará con
la victoria de la vida sobre la muerte y el don de la vida a través de la
muerte misma.
El relato presenta tres actos.
El primer acto
El diálogo de Jesús con sus discípulos (vs. 7-16) . Un acto en el que
coexisten, sin invalidarse mutuamente, los dos niveles de la realidad: el
empírico (Lázaro ha muerto) y el profundo (Lázaro está dormido). Crudeza y
dulzura. Un acto en el que, decidiendo acudir a donde está Lázaro, el portador
de vida sume la posibilidad de su propia muerte.
El segundo
acto es el diálogo de Marta y de Jesús (vs. 17-27). Cuando llegó Jesús, Lázaro
llevaba ya cuatro días enterrado. Y con la muerte, la tristeza y la solidaridad
humanas ante lo inevitable. En este contexto Marta representa lo máximo a lo
que un creyente judío podía llegar: la fe en una resurrección al final de los
tiempos.
Marta cree, en
definitiva, que lo inevitable no es definitivo, pero su perspectiva es a largo
plazo, en el futuro. Es en estas coordenadas cuando suena nítida la frase: Yo
soy la resurrección y la vida. En esta frase nada es futuro: todo es presente,
con la presencia empírica y constatable de la persona que la pronuncia.
El futuro del
que habla Marta se adelanta y se acerca al presente hasta hacerse uno con él.
Yo soy la resurrección y la vida. Aquí no hay ya espera, sólo hay
acontecimiento. ¿Crees esto? Es la pregunta crucial del relato.
El tercer y
definitivo acto es la realización de lo formulado verbalmente en los dos
anteriores, la verificación de las palabras de Jesús.
Retorna al
esquema narrativo de salir de algo para acudir a donde está Jesús, que veíamos
hace dos domingos. Retorna el caso del invidente del domingo pasado. Están los
judíos y los discípulos, es decir, dos personajes clave en la obra. Están,
sobre todo, Jesús y el Padre. Es el momento culminante del relato. La reiterada
conmoción de Jesús así lo resalta. Es la única vez que aparece este dato en
todo el cuarto evangelio. La crudeza de la realidad es tan fuerte que se hace
llanto en el portador de vida. Pero con el mismo realismo de la realidad emerge
lo que Jesús y el Padre son y transmiten: Lázaro vive.
El relato de
la resurrección de Lázaro está pensado todo él como la más adecuada ilustración
de la paradoja entre la vida y la muerte. Jesús espera a que su amigo enfermo haya
muerto realmente (vv. 5.17.39): quiere revelar así su imperio sobre la muerte
en el momento en que la muerte se va a apoderar de él.
Como sucede
siempre en san Juan, la obra realizada por Jesús está destinada sobre todo a
revelar su personalidad divina (tema de la gloria en el v. 40). El relato de la
resurrección de Lázaro no se sustrae a esa ley. Mientras que Marta cree sólo en
una resurrección al final de los tiempos (v. 24), Jesús revela que es Él mismo
esa resurrección (Yo soy: v. 25): no sólo ahora, sino sobre todo más tarde, en
el momento de su propia victoria sobre la muerte a la que, para Juan, le
prepara su divinidad.
El relato que San
Juan hace de la reanimación de Lázaro tiene una intención clara: prefigurar el drama pascual: en el deceso de
su amigo Lázaro es la muerte la que se presenta ante Jesús y este se
"turba" ya como en Getsemaní (v. 33). Pero los signos de la
resurrección de Jesús están ya reunidos en el relato de Lázaro: las lágrimas de
María ante la tumba (v.33; cf. Jn 20. 11), el sepulcro y la pesada piedra (vv.
38-40; cf. Jn 20. 1), las vendas (v. 43; cf. Jn 20. 5), y sobre todo el hecho
de que se hubiera "dejado" a Lázaro irse (v. 44).
San Juan, que
creyó ante el sepulcro vacío de Pascua, descifra ya en la muerte y la
reanimación de Lázaro la Pascua de Jesús. Juan no nos ofrece el menor detalle
sobre las impresiones de Lázaro resucitado, sobre lo que ha podido ver en la
muerte, sobre lo que experimenta al ser devuelto (provisionalmente por lo
demás) a la vida terrestre. Esto no tiene para él interés alguno: no piensa en
absoluto que la vida cristiana sea una especie de estado paradisíaco prematuro
concedido al hombre por simple arbitrariedad de un Señor todopoderoso e
independientemente de toda decisión del hombre mismo.
Para Juan, las
"vueltas a la vida" operadas por Jesús son ante todo
"signos" de la actividad misma de Dios, que es vida, en el seno de
todas las actividades humanas, comprendida la muerte. La lectura del milagro de
la resurrección no tiene, pues, sentido, si no es animada por la
intencionalidad religiosa de la fe.
Dentro de esta
perspectiva interesa más saber quién es Jesús que lo que fue de Lázaro;
interesa más saber que en Jesús ha encontrado Lázaro un medio de entrar en
intima comunión con la vida en el seno mismo de la muerte: en eso radica la fe
y ese conocimiento es muy distinto del que manifiestan Marta y María cuando
afirman su creencia en una resurrección escatológica.
Para nuestra vida.
En las
lecturas de este domingo destaca la fe en la resurrección; esta no es fe en
esta vida prolongada indefinidamente, es fe en otra vida. Pero tampoco es
solo, fe en otra vida. "la otra vida", que comenzaría después de la muerte, sin
que tenga que ver en absoluto con la vida presente. La fe en la resurrección es
fe en la plenitud de la vida, en otra vida cualitativamente distinta de
cualquier vida sometida a la muerte y a todo cuanto mortifica nuestra
esperanza.
Muerte, vida y
en medio el miedo que demasiadas veces nos paraliza. De ese miedo que nos
encierra en la tumba del silencio y la indiferencia nos quiere liberar Jesús.
En un mundo como el que nos toca vivir, donde la rentabilidad se ha erigido en
nueva divinidad que hay que adorar, todo es prácticamente objeto de
explotación, no solo, como era de esperar, eso que llamamos
"naturaleza", sino incluso la persona humana misma, su trabajo,
su vanidad, su egoísmo, su ambición, su erotismo, sus necesidades.... hasta
su miedo. ¡Qué renta tan fabulosa se obtiene diariamente del miedo de los
hombres! Por miedo a perder un sueldo, un empleo, un nombre, un
prestigio, una popularidad; por miedo a perder la vida... renunciamos a
ser lo que somos (hombres libres) y nos vendemos como esclavos: nos vemos
constreñidos a llevar a cabo acciones injustas, degradantes, indignas. Sería
incontable el número de los que tienen sellados los labios con oro, o las
manos atadas con amenazas, o seco de miedo el corazón. Tenemos miedo.
Mucho miedo. Miedo a todo. Miedo a morir. Y preferimos no pensar en la
injusticia que sufre el prójimo.
En la primera lectura Ezequiel nos describe a Dios
abriendo sepulcros de hombres y de pueblos, infundiendo espíritu de vida,
liberando de mortificantes destierros. Hay muchas clases de sepulcros y
muchas clases de muerte. Babilonia, por ejemplo, era tumba de pueblos. Y el
destierro era una muerte para Israel. Pero toda muerte y todo sepulcro es
superado por el Dios vivo. Aunque hay también muchas resurrecciones parciales,
"el profeta ha dado expresión a las ansias más radicales del hombre y del
mensaje más gozoso de la revelación. La victoria de la vida sobre la muerte es
el mensaje de la Pascua"
En la lectura
se manifiesta la ternura de Dios con palabras íntimas y personales: «Pueblo
mío», dice el Señor, como la madre que llama al hijo de sus entrañas. «Pueblo
mío, yo mismo...»; no mandaré a un ángel para sacaros de las tumbas, «yo mismo
abriré vuestros sepulcros» y os llenaré de mi espíritu de vida. Es cosa
personal. Estas palabras y estas promesas siguen siendo hoy necesarias.
¡Cuántos sepulcros y cuánta muerte! ¡Cómo se necesita un fuerte soplo de
espíritu de vida!
El mensaje de
Ezequiel es, sobre todo, un mensaje de esperanza individual y colectiva: cuando
en la vida de una persona o de una comunidad o grupo parece que todo está
perdido, que todo son huesos sin vida, el profeta ha de animar, ha de infundir
la esperanza de la vida: porque Dios no quiere la muerte, sino la vida, y él
enviará su Espíritu para vivificarlo todo, para hacer que todo vuelva a
caminar; por encima de todo, Dios está empeñado (v 14) en dar vida y
resurrección: éste es el fundamento indestructible de nuestra esperanza, una
esperanza que se basa en la firmeza indestructible de Dios mismo. Y todo eso se
convierte en realidad plena en la resurrección de Cristo, que es nuestra vida
(Col 3,4) y nuestra resurrección. Por eso, la Iglesia lee este fragmento de
Ezequiel al llegar la Pascua.
El responsorial de hoy nos da muchas
pistas para vivir en un mundo "sin Dios", en él que el mal ya no
tiene sentido, se convierte en "fatalidad" implacable contra la cual
una sola actitud es posible: la rebelión. Rebelión que es radicalmente estéril,
ya que el "mal" de la muerte lo superará. La ola de incredulidad del
mundo occidental corresponde al "malestar existencial", a una
profunda desesperación, a un frenesí de gozo inmediato (¿no es esto también un
embrutecimiento estéril?) el condenado a muerte "se divierte" como
puede, para no pensar en el fatal desenlace.
El salmo nos recuerda que para nosotros creyentes, el "grito" del hombre
tiene una respuesta... El mal no es fatal... La muerte no es el último acto...
El pecado no es una situación "sin salida". Cuando el hombre está en
el fondo del abismo, se siente solo, abandonado, condenado a quedarse en su
tumba existencial. Desde la profundidad, de la cual pedimos socorro... hay una
salida, vertical, por la cruz de quien nos ama. No, el grito del hombre que
sufre, no cae en un cielo "vacío", como dicen los ateos... Yo sé que
nuetsro Salvador está vivo, que está junto a mí cuando toco el fondo del
abismo, que escucha mi llamado y que su oído está atento... Hay que repetirlo:
el único "porvenir" posible para el hombre no está en un
hombre-cerrado-sobre-sí- mismo, sino en un
hombre-abierto-sobre-la-trascendencia. Si Dios "no existe", sólo queda
una cosa segura: tampoco "existe" el hombre.
El salmista
nos sugiere una actitud, para vivir en este mundo que duerme pensando que la noche
es definitiva: "Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora". El centinela
, espera el despuntar de la aurora. El oficio del "centinela
nocturno" es muy evocador. Mientras la caravana duerme en el desierto, una
persona vigila, un centinela protege el campamento. No es extraño ser
"centinela" en plena guerra rodeado de enemigos: soledad, frío,
tinieblas, ruidos sospechosos, riesgo de dormirse, de tensión nerviosa ante el
enemigo que ronda. Los minutos son largos, la noche se hace interminable. Pero
el centinela "sabe" que la aurora vendrá ciertamente. ¡Con qué
impaciencia, el centinela, acecha los primeros rayos, los primeros signos de la
aurora! Ahora bien, lo que espera el creyente, es Dios. "Mi alma espera al
Señor más que un centinela a la aurora". Expresiva la comparación del
centinela que aguarda la aurora. La noche es fría y peligrosa. Pero la aurora
todo lo cambia. Su luz hace que el temor disminuya y que se recobren los
ánimos. Y si ésta es la certeza del centinela que hace su guardia de noche ésta
es también la certeza de este corazón que sabe esperar en la luz del perdón.
Jamás se dio
una mejor definición de la esperanza. La dilación de la noche es temporal. Pero
la humanidad camina hacia el mañana.
Solidarios,
todos pecadores, todos salvados. Pasemos del "yo" al
"nosotros" y oremos con este salmo no solamente por nuestros pecados
individuales o nuestra muerte individual... sino en nombre de todos.
Si el salmista
acude a Dios es porque está del todo cierto de su perdón generoso. El lo dice y
lo repite. Reafirma su convicción de que la bondad del Señor le librará de su
angustia.
En las
palabras "Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra",
contemplamos la palabra de la revelación divina que forma parte del universo
religioso del salmista.
También
nosotros creyentes en este siglo XXI, conozcamos nuestra indignidad, seamos sinceros con las
miserias de nuestros pecados. No olvidemos la prontitud del perdón y la
generosidad de la gracia de nuestro Dios. Volvamos a recordar haciéndolas
nuestras, las palabras del salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su
palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde
Israel al Señor, como el centinela la aurora».
En la segunda lectura se nos habla de la carne y
del espíritu. Estemos atentos a las palabras de San Pablo. En la Biblia
en general, y concretamente en los escritos de Pablo, no hay rastros de la
llamada antropología maniquea que divide y enfrenta al espíritu contra la carne
y convierte al hombre en un campo de batalla de dos fuerzas antagónicas e
irreconciliables. Como si el Espíritu fuera siempre bueno y la carne fuera
siempre y totalmente mala, como si el cuerpo fuera el enemigo del alma y ésta
fuera lo único verdaderamente humano y con esperanzas de salvación.
Cuando habla
del espíritu, no quiere decir Pablo que
el cuerpo haya de morir sin remedio como consecuencia del pecado, mientras que
el espíritu o el alma goza de la inmortalidad por la gracia y la justicia que
nos viene de Dios por medio de Cristo. Lo que dice es otra cosa al margen de la
concepción dualista anteriormente aludida; es decir, que la manera de ser del
hombre según la "carne" hay que darla por liquidada en aquellos en
los que Cristo es la vida de sus vidas. O también, que estamos muertos para el
pecado y ahora debemos vivir para la justicia de Dios.
Estamos llamados pues a vivir llenos
de esperanza.
Vivimos en carne, pero "no estamos en la carne". Somos carne (igual a
cuerpo y alma en su debilidad y dimensión pecadora), pero hay en nosotros otro
elemento vivificador, que es el Espíritu de Cristo, que lo es de Dios. Y este
Espíritu, que resucita los muertos, es el que tiene la última palabra. Hay,
pues, esperanza para los hermanos. Nuestro cuerpo no será definitivamente
destruido, sino vivificado y transfigurado.
El evangelio nos presenta a un Jesús
que llora. Cristo sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente enfermo,
pero que esta enfermedad no acabaría en la muerte, sino que serviría para
gloria de Dios. No deja de sorprender el contraste existente entre nuestra
manera de pensar y la de Cristo, entre nuestro vocabulario y el
suyo. Llamamos muerte a la enfermedad, al dolor, a la pobreza, a
todo aquello que conduce a la muerte física. Sin embargo Cristo la llama
"sueño"; por eso va a despertar a su amigo.
Hoy
se nos ha invitado a reflexionar sobre la muerte verdadera, de la que nos
habla claramente San Pablo. Se trata de la muerte fruto del pecado,
muerte de la que Cristo no nos puede resucitar sin nuestra propia
voluntad. Hay muchos vivientes que andan como muertos, porque les
falta el Espíritu que da la verdadera vida. Hay muchos que soportan
enfermedades irreversibles, que aceptan la cruz del desprendimiento
total, la muerte física, sabiendo desde la fe que es camino de
resurrección y de vida eterna.
Jesús
llegó tarde. Lázaro llevaba ya muerto cuatro días en el sepulcro. Alguno
de sus discípulos pensó que lo único que podía hacer el Maestro era dar a
sus hermanas un conmovido pésame. Por eso no se extrañó de que el
amor hacia el amigo muerto provocase sollozos y llanto. Jesús no era un
hombre impasible; la fe no hace perder al cristiano la auténtica sensibilidad.
Junto
a la tumba del amigo fallecido suenan solemnes las palabras de Jesús:
"quitad la losa", es decir, quitar lo que separa, lo que aisla.
E inmediatamente pronuncia la acción de gracias al Padre. ¡Qué gran
ejemplo el de Cristo: dar gracias al comienzo sin esperar al final!
Todos debemos escuchar el grito de Jesús que nos manda salir fuera
del sepulcro de nuestras debilidades y pecados y nos llama a superar la
rigidez, el inmovilismo, la frialdad, las ligaduras terrenas y la
esclavitud del pecado para vivir como resucitados.
"¡Lázaro,
sal fuera!" "Yo soy la resurrección y la vida." Jesús mira
al verdadero final de su carrera; final en el cual la muerte termina en vida;
en El es como va a llegar también a su meta el camino de la criatura extraviada.
Los caminos del amor son caminos que siempre han de pasar más allá de la
muerte. Y, justamente, este franquear la muerte es lo que constituye su
mayor triunfo, su más bella audacia.
No
olvidemos nuestra realidad como Iglesia. Jesús
está presente en nuestra historia y en la historia de la humanidad, Él
es la cabeza, nosotros el cuerpo. Cada día hay miedo y desesperanza en el
cuerpo de Cristo. Con el pecado, estamos ante la presencia inmediata de la
muerte; vemos ante nosotros el fin terrible del camino que recorre el
libre albedrío humano: la muerte. Al presenciar la muerte en la Cruz y
ante la sepultura de Cristo, el "Cuerpo de Cristo", la Iglesia,
se conmueve y llora. Llora sobre la muerte que el pecado obra en el
hombre, destinado a gozar de la vida de Dios. Se conmueve y se irrita por
las astucias de Satanás, que ha engañado al género humano, conduciéndole
a través de este camino de muerte y error. Llora a la vista de la muerte
de Cristo, ya que la Vida tuvo que morir para transformar la muerte en
vida. Se conmueve y se irrita por los pecados, siempre repetidos de los
hombres ya redimidos, pecados que inutilizan la pasión y la muerte de
Cristo. Se conmueve y se irrita a la vista de la lucha que, como resultante de
todo esto, tiene que sostener una y otra vez el cuerpo de Cristo, lo
mismo que la Cabeza y en unión con ella.
La
Iglesia se junta a su Señor para luchar contra el seductor de sus hijos;
no ceja éste de buscar que caigan, y, por medio de astucias y engaños,
quiere llevarlos a la muerte y a la sepultura. Todo el tiempo de
Cuaresma, ya desde el domingo de Septuagésima, no ha hecho sino recorrer
este camino de lucha que la conducirá a la Pascua. Ahora es el momento de
penetrar en las últimas profundidades de la lucha; allí es donde ha de
tener lugar el paso decisivo que la pondrá ya en plena ascensión otra vez.
El cuerpo místico de Cristo tiene que bajar a la muerte y a la sepultura
de Cristo, para así poder dar vida a multitud de muertos.
La
Iglesia, nuestra Iglesia, esa realidad de la que formamos parte y que es parte
de nuestra responsabilidad de creyentes, está extendida sobre el cuerpo del
muchacho muerto. Se encuentra en el umbral de la cámara mortuoria, allí
donde Lázaro -el pecador que huele ya a muerte y descomposición-, está
esperando la resurrección. La Iglesia se conmueve. ¡Cuántas veces viendo
los pecados de los cristianos, decimos "Señor, ya hiede"!. Pero la
Cabeza (Cristo) responde: "¿No te he dicho que si creyeres verás la
gloria de Dios?". Y cree. Se lanza a la muerte en pro de los
muertos. Se entrega a la muerte, año tras año, en el misterio de las
solemnidades pascuales. Se entrega a la muerte; y lo hace hora tras
hora, en el sacrificio de su propia voluntad, en la entrega de la
obediencia, hoy, mañana, pasado mañana, en este lugar, en aquel otro...
Ante
esta hora la Iglesia. Es la hora de la vida, hora en que un poderoso
aliento sale de Dios y vivifica al muerto; hora en que Lázaro, desde su
sepultura, escuchará la voz de Cristo: "¡Sal fuera!"
"Cristo, como hombre
mortal,
lloró a su amigo Lázaro,
y como Dios y Señor de la vida,
lo levantó del sepulcro,
hoy extiende su compasión a todos los hombres
y por medio de sus sacramentos
los restaura a una vida nueva." (Prefacio de la misa).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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