lunes, 27 de junio de 2011

Jesús era un hombre excepcional.

Que Jesús era un hombre excepcional, un verdadero genio religioso, es algo que no niegan ni los mayores enemigos del mundo de la fe. Ante su figura se han inclinado los mismos que han combatido su obra. Y su misterio humano desborda a cuantos, armados de sus instrumentos psicológicos, han acudido a él para trazar la semblanza de su personalidad. A su vez, los cristianos parece que tuvieran miedo a detenerse a pintar el retrato de su alma de hombre. Piensan, quizás, que afirmar que fue nada menos que todo un hombre, fuese negar u olvidar que también fue nada menos que todo un Dios. En el clima de caza de brujas que vivimos en lo teológico, hasta se desconfió de quien ensalza a Cristo como hombre. Recientemente cierto cristiano muy conservador aseguraba que a él Cristo le interesaba como Dios únicamente, pues, como hombre, habían existido en la historia cinco o cien mil humanos más importantes que él. La frase no era herética, porque era simplemente tonta. Cristo no fue probablemente -no tuvo al menos por qué ser- el hombre más guapo de la humanidad, ni el que mayor numero de lenguas hablaba, ni el que visitó más países, ni el mejor orador, ni el más completo matemático. Pero es evidente que la divinidad no se unió en él a la mediocridad y que, en los verdaderos valores humanos -en lo que de veras cuenta a la hora de medir a un hombre-, no ha producido la humanidad un hombre de su talla.

¿Un hombre normal? ¿Fue Jesús un hombre normal? La respuesta no parece difícil: si por normalidad se entiende esa estrechez de espíritu, ese egoísmo que adormece a la casi totalidad de nuestra raza humana, Jesús no fue evidentemente un hombre normal. Sus propios parientes comenzaron por creer que había perdido el juicio (Mc 3, 21) cuando hizo la «locura» de lanzarse a predicar la salvación. Los fariseos estaban seguros de que un espíritu maligno habitaba en él (Mt 12, 24) por la razón terrible de que su visión de Dios y del amor no se dejaba encajonar en las leyes fabricadas por ellos. Herodes le mandó vestir la blanca túnica de los locos cuando vio que Jesús no oponía a sus burlas otra cosa que el silencio. De loco y visionario le han acusado, a lo largo de los siglos, quienes se encontraban incapaces de resolver el enigma. Y sus mismos admiradores cuando han querido dibujar la figura humana de Jesús -tal Dostoyevsky cuando pone como símbolo de Cristo a su príncipe Mischin- no han encontrado otro modo de colocarle por encima de la mediocridad ambiente que pintándole como un maravilloso loco iluminado, un Quijote divino. Y es cierto que, en un mundo de egoístas, parece ser loco el generoso, como resulta locura la pureza entre la sensualidad, pero también lo es que no aparece en todo el evangelio un solo dato que permita atribuir a Jesús una verdadera anormalidad. Al contrario: en su cuerpo sano habita un alma sana, impresionante de puro equilibrada. Un equilibrio nada sencillo, porque se trata de un equilibrio en la tensión. No fue precisamente fácil la vida de Jesús. Vivió permanentemente en lucha, a contracorriente de las ideas y costumbres de sus contemporáneos, en la dura tarea de desenmascarar una religiosidad oficial que era la de los que mandaban. Vivió además en un tiempo y una raza apasionada como señala Grandmaison con acierto. No eran los judíos de entonces una generación aplatanada: ardían con sólo tocarles. Y, en medio de ellos, Jesús vivió su tarea con aquella serenidad impresionante que hace que los fariseos no se atrevieran a echarle mano (Jn 7, 45). No hay, además, en la vida de Jesús altibajos, exaltaciones o depresiones. Hay, sí, momentos más intensos que otros, pero todos dentro de un prodigioso equilibrio desconocido en el resto de los humanos. Un escritor tan critico ante la figura de Jesús como A. Harnack ha descrito así esta equilibrada tensión de la vida de Cristo: La nota dominante de la vida de Jesús es la de un recogimiento silencioso, siempre igual a si mismo, siempre tendiendo al mismo fin. Cargado con la más elevada misión, tiene siempre el ojo abierto y el oído tenso hacia todas las impresiones de la vida que le rodea. ¡Qué prueba de paz profunda y de absoluta certeza! La partida. el albergue, el retorno, el matrimonio, el enterramiento, el palacio de los vivos y la tumba de los muertos, el sembrador, el recolector en los campos. el viñador entre sus cepas, los obreros desocupados en las plazas, el pastor buscando sus ovejas, el mercader en busca de perlas; después. en el hogar. la mujer ocupándose de la harina, de la levadura, de la dracma perdida; la viuda que se queja ante el juez inicuo, el alimento terrestre, las relaciones espirituales entre el Maestro y los discípulos; la pompa de los reyes y la ambición de los poderosos: la inocencia de los niños y el celo de los servidores; todas estas imágenes animan su palabra y la hacen accesible al espíritu de los niños. Y todo esto no significa que solamente hable en imágenes y en parábolas, testifica, en medio de la mayor tensión, una paz interior y una alegría espiritual tales como ningún profeta las habla conocido... El que no tiene una piedra donde reposar la cabeza, no habla como un hombre que ha roto con todo, como un héroe de ascesis, como un profeta extasiado, sino como un hombre que conoce la paz y el reposo interior y puede darlo a otros. Su voz posee las notas más poderosas, coloca a los hombres frente a una opción formidable sin dejar escapatoria y, sin embargo, lo que es más temible, lo presenta como una cosa elementalísima y habla de ella como de lo más natural; reviste estas terribles verdades de la lengua con que una madre habla a su hijo.

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