Estemos alegres en esta celebración eucarística porque hoy se nos ha de anunciar una de las páginas más consoladoras de todo el Evangelio. A Dios se llega por el simple camino de nuestra propia humanidad; la religión cristiana no está hecha para los doctos y los eruditos,
sino para todo hombre de buena voluntad que quiere encontrar a Dios a través de la experiencia de su propia vida. Y todo esto es motivo de alegría y de esperanza. Somos hombres: he ahí un buen motivo para que podamos encontrarnos con Dios.La primera lectura, que es una anticipación del evangelio, nos habla de la humildad del rey. Y habla de ello con alegría. Describe su estilo: "Cabalgando en un asno"; "dictará la paz a las naciones". Jesús da cumplimiento a esta esperanza de los humildes. La carta a los romanos es una reflexión sobre la acción del Espíritu en los bautizados, que les infunde vida y les hace morir a las obras del cuerpo.
La primera
lectura de la profecía de Zacarías (Zac 9, 9-10). Zac. II (9, 1-14,21) nos presenta un misterioso
personaje que es rey pastor, en cuatro cantos mesiánicos (9, 9-10;
11, 4-14; 12, 10-13,1; 13, 7-9), en paralelismo evidente con los cuatro poemas
del Siervo de Yahweh en Is. II.
Esta
proclama de Zacarías se encuentra en la segunda parte del libro de este profeta
(algunos la llaman "Deutero-Zacarías"), que hay que situar cuando el
pueblo ya se ha estabilizado bastante, después del retorno del exilio.
Jerusalén
se ha de alegrar y aclamar a su rey, que hará la entrada en la ciudad. "Tu rey viene a ti". Con toda
sencillez, se sintetiza todo un cúmulo de profecías mesiánicas, cuya tónica ha
sido el triunfalismo real. Su recuerdo estimulaba y encendía los espíritus
judíos más desesperanzados. A este Mesías, se le describe con ciertos adjetivos
. Saben que sería "justo", que su reinado estaría establecido sobre
la equidad y la justicia, que sería salvador-triunfante, porque él mismo sería
salvado por Yahveh
Se
trata del Mesías esperado. Su misión: salvar al pueblo. Sus armas: la bondad,
la humildad y la paz.
El
hecho de que vaya montado en un asno, más que un gesto de humildad, es un gesto
de paz. En la guerra, combatían a caballo. Si el rey entra montado en un asno
quiere decir que viene en son de paz. De hecho, es esto lo que el texto quiere
subrayar expresamente: eliminará todos los ingenios para la guerra, carros,
caballos y arcos.
La
acción del rey-mesías se dirige a todo el pueblo, al reino del Norte (Efraín) y
al del Sur (Jerusalén era su capital). Pero aun va más allá: todos los pueblos
podrán oír sus palabras de paz.
La
extensión del dominio del rey es la extensión ideal en tiempos de Salomón:
"Dominará de mar a mar" (desde el Mar Muerto hasta el Mediterráneo),
"del Gran Río (el Eufrates) al confín de la tierra" (el torrente de
Egipto, hasta la frontera con este país).
Zacarías
presenta el gozo de la ciudad santa por la llegada del rey victorioso. Su
triunfo no se debe a la fuerza o la violencia, sino a que es portador de la
justicia, como muestra el hecho de que se le presente montando un burro que era
la cabalgadura propia de los jueces (Jue 5,10; 10,4; 12,14), en tanto que la de
los reyes era el mulo (2Sm 13,29; 1Re 1,33). La ausencia de mención a la
dinastía davídica sugiere que este rey triunfante es el propio Yahvé. Pero no
viene de modo ostentoso como sucede en las grandes teofanías. Aquí su aparición
es modesta, similar al regreso humilde de David a la ciudad santa en 2Sm1. La
función del monarca divino es la instauración de la paz, lo cual viene
simbolizado por la destrucción de las armas (Zac 9,10).
El
responsorial es el salmo 144, (Sal 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14) Este salmo constituye una alabanza continua a Dios
por sus obras.
Dios es un rey eterno y universal que derrama su justicia y su bondad sobre
todo ser viviente. La presentación de este salmo seguirá los siguientes pasos:
características literarias, estructura, exégesis, teología y lectura cristiana.
Con
este salmo se concluye la última colección davídica de las que componen el
salterio. Basta mirar nuestra Biblia para darse cuenta de que es el último
salmo que tiene como título de David.1
Es
un salmo alfabético, es decir, en su texto original hebreo cada versículo
inicia por una letra del alfabeto, de modo ordenado.
El
salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v.
1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y
conclusión (v. 21).El texto de hoy llega hasta hasta el principio de la segunda sección del cuerpo
(V 14).
En
la parte introductiva está expresada la intención del salmista de elevar hacia
Dios su alabanza por la grandeza de su divinidad y la majestad de su realeza.
El
cuerpo del salmo, en sus dos secciones, desarrolla los temas enunciados en la
introducción: la divinidad y la realeza del Señor. La trascendencia divina del
Señor se expresa en la avalancha de adjetivos y de substantivos que utiliza el
autor. Esta redundancia quiere crear, en el lector, la sensación que Dios
ultrapasa todo lo que el hombre diga por mucho que añada. La realeza se expresa
en el interés del Señor por las criaturas y por la justicia con la que gobierna
a los hombres. El versículo conclusivo recupera el motivo inicial de la
alabanza, sea en boca del salmista, sea en boca de cualquier ser vivo. Una
alabanza que perdura siempre.
El
salmo se inicia con una invitación a ensalzar al Señor. El concepto ensalzar,
igual que exaltar y enaltecer, parte de una concepción espacial de la
divinidad. La zona alta de la tierra es la más noble, por eso, el rey está
sentado más alto que el resto de las personas. Dios, más poderoso que cualquier
rey humano, es el altísimo, y habita en la cima de los montes donde se le
construyen santuarios. Alabar a una persona o a Dios mismo, es, por tanto,
ensalzarlo, exaltarlo, enaltecerlo pues todos estos términos proceden de la
raíz alto.
La
fórmula «Dios mío, mi rey» corresponden literalmente al hebreo Dios mío, el
Rey, que corresponde a su vez a una adaptación de la fórmula cortesana ¡señor
mío, el rey! que se utilizaba en aquella época para dirigirse públicamente al
rey de la nación.
El
salmo se inicia pues con un discurso, o reconocimiento, público del salmista
dirigido a Dios.
«Una
generación a la otra» es la manera cómo el salmista expresa la constancia
divina: las generaciones pasan y cambian, pero Dios mantiene la majestad de sus
favores de un modo constante.
Los
primeros versículos alaban a Dios de un modo genérico, sin especificar su
contenido; pero al llegar al v. 8 nos encontramos con una fórmula tradicional:
«El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad». La formulación más solemne que hay en
toda la Escritura es la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la
cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que
mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado»
(Ex 34,6-7a). Es una convicción
fundamental, que se repetirá con diversas variantes a lo largo del Antiguo
Testamento, y llegará a su cima en la primera carta de Juan: «Dios es amor»
(lJn 4,8).
Un
rasgo distintivo del salmo es su universalismo. No hace distinciones entre los
fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender
que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación
de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha
creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en
él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a
un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
Así
comenta San Agustin este salmo: "Señor, que todas tus obras te
confiesen y que todos tus santos te bendigan. Que te confiesen todas tus obras (Sal
144,10). ¿Qué decir? ¿No es la tierra
obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los animales
domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también ellos son
obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le confiesan
en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y también le
confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los hombres son obras
suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para confesarle? Sí,
confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la tierra y los
árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por qué no han de
confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo la confesión de
los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no suceda que siempre
que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la confesión del pecado.
Hasta el presente así se cree, de forma que cuando aparece el término en las
Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el pecho inmediatamente.
Escucha cómo hay también una confesión de alabanza. ¿Tenía, acaso, pecados
nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25). Esta confesión es, pues, de
alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus
obras.
Pero no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los terrenos: Bendecidle, cantadle himnos, exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno. Con todo, nadie piense que la piedra o el animal mudos tienen mente racional para comprender a Dios. Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad. Dios creó y ordenó todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento e inmortalidad, como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con mortalidad, como a los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no entendimiento ni inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni sensibilidad ni entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles y a las piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa alabanza puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal.". (San Agustín. Comentario al salmo 144,13).
La segunda
lectura es de la carta del apóstol san Pablo a los romanos (Rom 8, 9. 11-13). Todo el capítulo 8 de esta carta está
bajo el lema de "la vida en el Espíritu". Es otro modo, quizá el más
abarcante y global de explicar lo que es el ser cristiano. Sin entrar aquí en
explicaciones, un poco complejas, sobre "carne" y
"espíritu" en Pablo, baste recordar que no se trata en absoluto de lo
equivalente a cuerpo y alma en la mentalidad griega u occidental. Más bien es,
en términos generales, todo hombre en cuanto inclinado hacia sí mismo y su
egoísmo o hacia Dios, respectivamente.
San
Pablo distingue entre dos clases de hombres: los que sirven a la
"carne" (los infieles) y los que recibieron el Espíritu de Dios (los
fieles). San Pablo amonesta precisamente a los fieles, en los que supone que
"habita el Espíritu de Dios" (v. 11), para que no vivan "según
la carne" (v. 13). Esta amonestación a los fieles sólo puede explicarse si
entendemos que la frontera que separa el ámbito influido por la
"carne" del ámbito influido por el Espíritu de Dios, pasa por el
corazón de cada uno de los creyentes, comprometiéndolos en un conflicto
interior. No se trata, pues, de dos clases de hombres, los buenos y los malos,
sino de la división que padece el hombre en sí mismo.
La
manera de ser cristiana se debe a la unión con el Espíritu. No se trata tan
simplemente del Espíritu Santo, porque en San Pablo la delimitación de los
conceptos no es tan clara como en Vg. San Juan. Lo cierto es que
"Espíritu" supone una unión con Cristo Resucitado y con el Padre que
resucita a Jesús. Lo cual quiere decir que la condición de vida cristiana se
asemeja a la de Cristo en lo glorioso, porque de El, y del Padre, proviene esa
vida.
Teniendo
esa vida el destino es también paralelo. Todavía no está del todo presente, no
se sienten todos los efectos y virtualidades de esa condición. Por ello Pablo
habla de una vivificación futura. Pero ya está el germen, las arras, las
primicias o como se quiera llamar, con tal de que se acentúe la seguridad de
ese destino semejante también al de Cristo.
El Espíritu de Dios y de Cristo están en nosotros; vivimos pues en el Espíritu. Esta vida con Cristo en nosotros, tiene como consecuencia que hemos muerto al pecado y estamos vivificados por el Espíritu del que resucitó a Jesús. Estamos en deuda, no con la carne, sino con el Espíritu; consecuentemente debemos vivir según el Espíritu. Es necesario que comprendamos con exactitud la oposición que establece S. Pablo entre carne y Espíritu. Para S. Pablo "carne" no es algo que pertenezca a la biología, ni a la metafísica, sino que es una expresión exclusivamente teológica y religiosa. Es la "carne de pecado", como dice en esta misma carta a los romanos (6, 6). Hay que excluir toda idea de pecado sexual como la expresión podría parecer significar. La carne de pecado es la situación del hombre en su historia. Es la criatura contra Dios, que ha sucumbido al pecado y está destinada a la muerte. Esto es precisamente lo que distingue a Cristo que tomó una carne semejante a esta carne de pecado, pero sin pecado (Rm 8, 3).
El evangelio
es de san Mateo (Mt 11, 25-30). El fragmento del Evangelio que hemos escuchado hoy está en el centro
de dos capítulos de San mateo (11 y 12), en los que Jesús aparece rodeado de
incomprensión y oposición. Habían esperado un Mesías muy distinto.
El Evangelio de hoy tiene una excepcional densidad. A
partir del capítulo 11, San mateo pone en primer plano la cuestión o el tema de
la fe en Jesucristo. Jesús se había manifestado ya en los capítulos 5-10, en su
doctrina, en su acción y en su programa. Juan bautista, en el capítulo 11, 2-5,
plantea el gran interrogante: ¿Quién es Jesús? Un repaso al ambiente constata
menosprecio (11, 16-19), inercia (11,20-24), oposición (12,1-14), calumnia (12,
22 ss.). En el centro de esta actitud negativa ambiental, una sublime
excepción: los “pequeñuelos” comprenden a Jesús. A ellos se dedica el himno que
leemos hoy: es una oración de alabanza, de agradecimiento, que nos hace
descubrir sus sentimientos más profundos.
La
1ª estrofa se refiera a una oración suya al Padre: una oración de alabanza, de
agradecimiento que nos hace conocer sus sentimientos más profundos. El
sentimiento más profundo del Hijo respecto al Padre es el de la gratitud: una
gratitud intensa que se manifiesta en cada momento de su vida.
La
ocasión que provoca la gratitud de Jesús es una circunstancia en la que
nosotros, ciertamente, no pensaríamos en dar gracias: un fracaso en su
ministerio. Jesús ha predicado, pero su predicación no ha sido acogida ni por
los sabios ni por los entendidos; es decir, por “la gente bien”, que es la que
se encuentra en mejores condiciones para apreciar la predicación de Jesús. Los
“sabios y los entendidos” deberían descubrir con mayor facilidad las cosas
bellas, justas y profundas que dice Jesús.
Él
predica el Reino de Dios, revela su misterio por medio de parábolas; pero los
fariseos, los escribas y los sumos sacerdotes, las autoridades del pueblo
judío, no quiere n recibir esta predicación.
Jesús
da gracias en esta situación porque ha intuido sus designios: “Te doy gracias,
Padre, Señor del Cielo y tierra, porque ocultando estas cosas a los entendidos,
se las revelaste a los ignorantes. Sí, Padre, esa ha sido tu elección”. Jesús
comprende el designio del Padre que se opone al orgullo humano y quiere
revelarse a los sencillos.
Este
texto-oración de Jesús, contiene tres afirmaciones fundamentales:
*
sólo el Hijo es capaz de revelar el verdadero rostro del Padre;
*
la revelación del Padre se abre a los pequeños y se cierra a los sabios,
*
todos los que están cansados y oprimidos pueden encontrar en Cristo alivio. La
afirmación central es la primera; las otras dos le sirven de marco y expresan
su contenido.
Comienza
con un canto de acción de gracias de Jesús al Padre y al Señor del universo.
Este primer momento del texto abarca los versículos 25-26. El motivo de la
acción de gracias es la toma de postura del Padre en favor de la gente
sencilla.
La
expresión gente sencilla traduce adecuadamente el término figurado griego
"niños pequeños" y funciona en contraposición a "sabios y
entendidos". En el conjunto del evangelio de Mateo ambas categorías de
personas son trasponibles a maestros de la Ley y fariseos (sabios entendidos) y
a recaudadores y gente de mala reputación (niños pequeños). Un motivo similar
al de este texto lo desarrolla Pablo cuando contrapone los considerados sabios
por el mundo a los que en el mundo tiene por necios (I Cor. 1, 18-31). En su
acción de gracias Jesús maneja magistralmente el recurso del contraste: el que
es imponente y majestuoso manifiesta su "impotencia" y majestad
tomando postura por los que nada pueden.
El
segundo momento del texto es el v. 27. El destinatario no es ya el Padre sino
los oyentes y lectores. Este segundo momento viene a dar razón y fundamento a
la acción de gracias precedente.
Si
Jesús puede dar gracias al Padre por su toma de postura y por su parecer, ello
es debido al grado de conocimiento y de compenetración que tiene con el Padre.
Jesús lo sabe todo del Padre, porque el propio Padre se lo ha enseñado. En el
conjunto del texto este verbo enseñar es traducción más ajustada que el
genérico entregar. Mi Padre me lo ha enseñado todo.
ESta
2ª estrofa es una “proclamación de fe”.
La crisis de fe que describen los capítulos 11 y 12 del Evangelio de San Mateo
gira en torno a una pregunta: “¿Quién es Jesús? Los “sabios” daban respuestas
diversas, desconcertantes. Uno diría que se está dando hoy una situación
análoga. El versículo 27 da la respuesta, que es luz de los sencillos: “Jesús
es el Hijo de Dios”. Jesús expresa su relación de intimidad con el Padre: “Todo
me lo ha dado mi Padre”.
Cuatro
afirmaciones :
a).
“Ha puesto en sus manos el Universo”.
b).
El misterio de la filiación divina de Jesús sólo lo sabe Dios: y por Él sólo
puede y quiere revelarlo, y de hecho lo ha revelado;
c).
La profunda identidad de Dios –la de ser Padre- sólo la conoce Jesús.
d).
La ha manifestado a los sencillo
El
tercer momento del texto abarca los vs. 28-30. Se trata de una doble
invitación, cuya fuerza y valor residen en lo que conocemos de Jesús por el
versículo anterior. Los destinatarios de la invitación son los cansados y los
agobiados. Ambos términos están empleados en sentido figurado. En el conjunto
del evangelio de Mateo se trata del cansancio y agobio derivados de las cargas
de la Ley, tal como lo entienden y exponen los sabios y entendidos.
Esta 3ª estrofa es una invitación a entrar en la
“escuela de Jesús”: “Venid a Mí”. El contacto personal con Cristo transforma el
corazón, que ya no considera su “yugo” como “carga”, sino como “amor”.
Jesús:
1.-
Invita a adherirse a Él: “Venid a Mí”; a ser “discípulos suyos”; a entrar
en “su escuela”.
2.-
Alienta, indicando que su escuela es humana. No regida por el dominio, sino por
el amor.
3.- Y
ofrece el reposo al alma. La “paz asimilada” que tiene su fuente en el propio
interior. “Donde hay amor –dice San Agustín- no hay pena; y si pena, ésta es
amada, y así se vuelve ligera”.
"Los maestros de la Ley y los fariseos echan
cargas pesadas sobre los hombros de los demás" (Mt. 23, 4). La actitud
de Jesús, expresada en la frase "yo os aliviaré", contrasta con la de
los sabios y entendidos, que "no están dispuestos a tocar ni siquiera con
un dedo" las cargas que echan (Mt. 23, 4). Ellos habla del yugo de la Ley;
también Jesús lo hace, pero unciéndose él mismo el yugo y caminando delante con
él. La invitación de Jesús a cargar con el yugo parte de su mismo ejemplo.
En
el texto de hoy Jesús confirma autoritariamente esta imagen de Dios, la cual se
convierte así en la única imagen válida de Dios.
Jesús
nos revela a un Dios que toma partido en favor de los oprimidos por las cargas
que les imponen los sabios y entendidos. Se trata de un acto de justicia
social.
Dios
ha decidido gratuitamente ("así te
ha agradado") manifestar "estas
cosas" a los "pequeñuelos".
Es una revelación que sigue esquemas inesperados: oculta estas cosas a los
prudentes y a los sabios y las revela a los pequeños. Para dar aún más relieve
a la paradoja, Jesús no dice simplemente "Padre", sino que añade
"Señor del cielo y de la tierra". Aquí está la maravilla: el Dios del
cielo y de la tierra tiene preferencias por los humildes y los pequeños.
¿Quiénes son concretamente los pequeños a los
que se manifiestan los secretos de Dios? ¿Quiénes son los sabios y prudentes a
los que, en cambio, se les ocultan? ¿Qué se ha manifestado y se ha mantenido
oculto? Jesús no dice exactamente qué ha revelado el Padre a los sencillos. Se
limita a decir "estas cosas". Pero es fácil comprender que se trata
del Evangelio en su totalidad, es decir, de aquella nueva comprensión de Dios y
de su voluntad que se contiene en las palabras y en los hechos de Jesús.
La
expresión "los sabios y los
prudentes" designaba concretamente a las élites religiosas de Israel,
rabinos y fariseos, que permanecían ciegos ante la claridad de las palabras de
Jesús y se irritaban por su predicación en favor de los pobres (se
escandalizaban de ella).
Por
consiguiente, "pequeño" no
se opone a adulto (y, por tanto, no designa a los niños), sino que se opone a
sabio y prudente.
Pequeños
son los hombres sin cultura (así se dice), sin competencia religiosa, sin
habilidad dialéctica, sin facilidad de palabra. Concretamente, en tiempo de
Jesús eran los llamados hombres de la tierra, los pobres aldeanos de Galilea, a
quienes los doctores de la Ley y los fariseos despreciaban.
San
Mateo nos expone aquí la revelación de la paternidad divina, Dios es Padre,
sobre todo de Jesús y, a través de él de los creyentes, este es el centro de la
predicación de Jesús.
La
oración de Jesús, de alabanza al Padre en forma de acción de gracias, acoge el
plan de Dios y este plan de Dios se acoge desde la pequeñez, la pobreza, la
humildad. Jesús se presenta a sí mismo como el revelador del Padre, la plenitud
de la revelación.
La
imagen del yugo, este trozo de madera que une a dos animales para arar, evoca
el hecho de que «tomar el yugo» es unirse a alguien para caminar al mismo paso.
Esta imagen nos muestra aquí uno de los verbos griegos que se usan a menudo
para evocar la situación del discípulo y que se traduce erróneamente por
«seguir» porque literalmente significa «caminar al lado». Asumir el yugo de
Jesús supone que el maestro se implique en el camino que ha trazado.
Jesús
impone al hombre el espíritu de la ley, liberándolo de la esclavitud de la
misma; manda que oremos al Padre y nos da la garantía de ser escuchados por Él;
promete el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza. Él mismo se
presenta como manso y humilde de corazón, su yugo nada tiene que ver con la
opresión, porque él viene al hombre con humildad, para hacerse uno de nosotros.
Sin
duda estas palabras del Evangelio nos invitan a reflexionar en varios frentes,
en la gente sencilla, el conocimiento del Hijo y del Padre, el alivio para el
camino y como factor común está la humildad, virtud esencial para ser sencillo,
para poder “ver” a Dios y sobre todo, para poder abandonarse a Cristo, descanso
para el alma, siendo manso y humilde.
Para nuestra vida.
Las lecturas
nos sitúan ante el poder y la humildad de Dios. El profeta Zacarías exhorta a
Sión-Jerusalén para que se alegre y contemple la llegada del Mesías rey. Sus
credenciales son la justicia y la victoria, junto a la mansedumbre y no
violencia, como manifiesta su humilde cabalgadura (pollino). Destruirá con su
poder a todo enemigo (caballos y armas de guerra) inaugurando la paz y reinado
universales. El salmo canta la grandeza de Dios y la gloria de su reinado, solo
él merece ser ensalzado por su misericordia y fidelidad.
La
primera lectura nos presenta un Rey-
Mesías que es humilde. Es lo que Jesús nos dice de sí mismo en el
Evangelio. En este caso, el profeta Zacarías nos invita a exultar de gozo y
alegría ante la llegada del Rey. Se expresa en términos poéticos y es muy
posible que evoquen una liturgia de la comunidad proclamando su alegría. El
profeta quiere preparar al pueblo para el recibimiento y la acogida.
Las
cualidades a que alude, se espera tradicionalmente encontrarlas en cualquier
rey; justo y victorioso. Pero nos podemos preguntar si estas cualidades no
tienen, en este caso, una característica especial. Que el rey deba ser justo y
victorioso aparece en muchos textos del Antiguo Testamento. Parece que Zacarías
ha utilizado estas palabras "justo v victorioso" en un sentido
mesiánico, lo mismo que el calificativo "humilde" que emplea a
continuación, nos lleva a Isaías, cuando hace decir al Señor que el que El ha
elegido es el humilde, el humillado (Is 66, 2).
Este
Mesías pobre y humilde rehúsa la cabalgadura de los grandes personajes y
prefiere un modesto asno. Los profetas criticaron el uso del caballo en los
cortejos, porque veían en ello una actitud orgullosa y belicosa (por ejemplo,
Is 2. 7). Ya el libro del Génesis veía al liberador como un hombre humilde que montaría
un asno (Gn 49. 11).
Pero
este Mesías humilde es el que consigue el éxito de establecer la paz; romperá
el arco de los guerreros y establecerá la paz. Las lecturas de este día, nos
animan, por tanto, a entrar en la escuela de Cristo. Y de una manera doble. El
se presenta como manso y humilde de corazón, como un rey humilde. Todo orgullo
doctrinal, toda perspectiva autoritaria, dominadora, triunfalista de la Iglesia
y de la religión cristiana, debería desaparecer. Aun cuando haya estructuras
doctrinales e institucionales intangibles, aun cuando no se las pueda aminorar,
no se las debe presentar con la rigidez orgullosa y perdonavidas de las
doctrinas y poderes humanos. La Iglesia, su doctrina, sus instituciones, deben
presentarse con firmeza pero con humilde suavidad. En segundo lugar, la
humildad de la búsqueda doctrinal debe estar siempre presente en toda reflexión
teológica. No que haya que renunciar a profundizar en los misterios de Dios,
pero la oración y la humildad deben ser siempre la condición de base en toda
búsqueda doctrinal.
También
la proclamación de la verdad debe ser humilde. Todos nosotros transmitimos con
nuestra propia debilidad lo poco que nuestra falta de humildad nos ha permitido
captar de los misterios de Dios, de Cristo y de la Iglesia.
Hoy el salmo nos presenta a Dios como
rey, y se habla de su reinado y de su gobierno. Dios es quién
protege a los necesitados y elimina a los malvados, nutre a todas las
criaturas. Al componerse el salmo, Israel se encuentra sin monarquía, entonces
Dios es visto, más que nunca, como auténtico monarca del pueblo y Señor
universal. Todo el mundo es igual ante este rey: todos son sus fieles y
participan de su alabanza; el salmo no hace distinciones entre sacerdotes y
fieles, entre gente noble y gente sencilla, como hacen los himnos de alabanza.
El
Señor es grande, clemente y misericordioso, bondadoso para todo el mundo, sus
obras son obras de amor, está cerca de los que lo invocan. Sus acciones son
calificadas de grandezas, proezas, hazañas, temibles proezas, favores, gloria,
majestad. Esta abundancia de sinónimos es tradicional y expresa el gusto de la
época.
El
Señor sostiene y endereza a los que se caen y se doblan, da la comida y sacia a
todos los seres vivos, está cerca de los que lo invocan sinceramente, satisface
los deseos de sus fieles y los salva, guarda a los que lo aman, destruye a los
malvados.
De
estas alabanzas dice San Agustín: " Este concatenamiento de la criatura,
esta ordenadísima hermosura, que asciende de lo inferior a lo superior y
desciende de lo supremo a lo ínfimo, jamás interrumpida, pero acomodada a la
disparidad de los seres, toda ella alaba a Dios. ¿Por qué toda ella alaba a
Dios? Porque cuando tú la contemplas y adviertes su hermosura, alabas a Dios
por ella. La belleza de la tierra es como cierta voz de la muda tierra. Te
fijas y observas su belleza, ves su fecundidad, su vigor, ves cómo concibe la
semilla, cómo con frecuencia germina aquello que no se sembró; la observas y
esa tu observación es como una pregunta que le haces. Tu investigación es una
pregunta. Pues bien, cuando, lleno de admiración, sigues investigando y
escrutando y descubres su inmenso vigor, su gran hermosura y luminoso poder,
dado que no puede tener en sí y de sí misma tal poder, inmediatamente te viene
a la mente que ella no pudo existir por sí misma, sino que recibió el ser del
Creador. Lo que has hallado en ella es la voz de su confesión, para que alabes
al Creador. En efecto, si consideras la hermosura de este mundo, ¿no te
responde su hermosura como a una sola voz: «No me hice a mí misma, sino que me
hizo Dios»?
Luego,
Señor, que tus obras te confiesen y tus santos te bendigan. Que tus
santos contemplen la creación que te confiesa, para que te bendigan ante la
confesión de las criaturas. Escucha también la voz de los santos que le
bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te bendicen? Proclaman la gloria de
tu reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra!
¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que
dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno
de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de
frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es
Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión
de la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder".
(San Agustín. Comentario al salmo 144,13).
En la segunda lectura se nos habla de
vivir según el espíritu, por espíritu
se entiende el Espíritu divino, el
Espíritu de Dios que es fuerza. La oposición entre "carne" y
Espíritu nos lleva a la comprensión de todo lo que San Pablo quiere enseñarnos
en el texto de hoy. El cristiano vive en relación con Dios y el Espíritu. Su
bautismo le ha sustraído, en principio, a la carne de pecado y está ya en la
vida del Espíritu. Esto implica consecuencias radicales para la vida cristiana.
Su orientación debe ser la lucha contra todas las empresas de la carne de
pecado a las que los restos de su debilidad le inclinan; debe matar en sí mismo
los desórdenes del hombre pecador para poder vivir. Dicho de otra manera, el
cristiano debe realizar en sí mismo el misterio pascual de la crucifixión,
matando al mal con Cristo para resucitar y vivir con él.
San
Pablo presenta la situación del que vive bajo la Ley, que actúa según "la
carne", es decir, mirando sólo al propio yo (en la línea del que cree que
ha de hacer cosas para ganarse el favor de Dios). Ahora habla del que vive bajo
el Espíritu, del hombre libre. El Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo son
el mismo. Es la presencia de Dios entre los hombres después de la resurrección
de Jesús, obra del mismo Espíritu. Este Espíritu habita en los bautizados: Dios
está presente en los creyentes en Jesucristo, y de aquí nace su libertad. Pablo
insiste fuertemente en esta realidad.
Lo
lógico es vivir lo que se es y no conforme a lo que uno ha dejado de ser, (vs.
11-13) aun cuando se tenga todavía esa triste posibilidad. Ciertamente nosotros
no estamos en igualdad de condiciones respecto a un mundo o a otro. El árbol,
aun cuando no haya llegado todavía al suelo, ya ha empezado a caer
inexorablemente del lado del Resucitado. Podemos pararlo o dar marcha atrás,
pero lo lógico es vivir conforme a ese Espíritu que vive en nosotros.
Cada
uno de nosotros como cristiano, conducido por el Espíritu, hemos de dejar que
Dios opere la salvación día a día, dando muerte a las obras del cuerpo, de la
"carne", para resucitar con Cristo a una vida eterna según Dios.
San Pablo
describe la nueva identidad de los que creen en el Mesías Jesús. Ya no los
anima la carne (principio de muerte) sino el Espíritu (principio de vida). El
poder del Espíritu de Cristo Resucitado que mora en la debilidad de la
naturaleza humana los une a él otorgándoles la vida eterna y la victoria sobre
el mal y la muerte.
El evangelio nos presenta una de las
invitaciones más cordiales: "Venid a
mí..."
En el conjunto del texto el v. 27 ocupa el lugar central no sólo por posición
sino, sobre todo, por importancia. El, en efecto, irradia luz a los anteriores
y a los posteriores. Estos, a su vez, ayudan a ver la perspectiva de las
afirmaciones del versículo central. En él niega a la Ley toda pretensión de
mediación válida para el conocimiento del Padre y del Hijo.
El evangelio
muestra, con tres dichos de Jesús, cómo este mensaje profético se cumple en él.
El primero es una oración de gratitud al Padre, Señor del Universo, porque ha
escondido las cosas de su Reino a los sabios y se las ha revelado a los
sencillos. La pequeñez y humildad, y no la prepotente sabiduría mundana, son la
vía de acceso a Dios y a su Reino. En segundo lugar, Jesús afirma que el Padre
le ha entregado este dominio universal. El Hijo se convierte, así, en camino
sublime de revelación del Padre. Finalmente, Jesús se define como manso y
humilde de corazón, y se dirige a todos los que están cansados y agobiados para
que acudan a Él y encuentren sosiego. Los invita a que le sigan y obedezcan,
cargando con su yugo -el evangelio del amor-, que es suave y ligero, no como
las pesadas cargas que impone el sistema legal judío (Mt 23,4).
Una
invitación conmovedora. Las palabras de Jesús, sin duda, son el secreto de la
coherencia de la propia vida. No es complicado. Es cuestión de sencillez, de
dejarse arrebatar por la persona de Cristo. Jesús ofrece reposo. Él hace que el
corazón de los que se entregan, confirmado, avance serenamente por las rutas
que el Espíritu tiene trazadas para cada bautizado. ¿Quién entiende el
evangelio? ¿los sabios, los letrados, los que han estudiado....?, ¿los curas,
los teólogos? ¿son estos los que entienden a Jesús, los que entienden el
evangelio? hay razones para dudarlo. Sobre todo si apenas han hecho otra cosa
que estudiar.
Lo
primero que hace falta para comprender el evangelio es escucharlo, y lo
segundo, semejante a lo primero e inseparable con lo primero, es ponerlo en
práctica. Pues el que no hace lo que escucha no ha entendido nada. Por eso dice
Jesús: "Dichoso el que escucha la
palabra de Dios y la pone en práctica".
-No
"los sabios y entendidos":
Pues la capacidad de escuchar de un hombre cualquiera depende de la necesidad
de preguntar. De modo que el "sabio y el entendido", el que vive sin
problemas y cree que todo lo tiene resuelto, el satisfecho, el situado en
bienes y opiniones, el que se cree justo y juzga a los demás, el
autosuficiente..., no pregunta, no busca, no escucha ni puede escuchar. Y menos
aún escucha un mensaje como el evangelio que habla de salvación, de liberación,
de perdón.
“Yo te alabo
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque…” Cuando hacemos oración, ¿a
quién nos dirigimos? Y ¿quién viene a nuestra mente? Hay tantas necesidades en
nuestro mundo: falta de paz, de conciencia ecológica, (cuidar la casa común,
como dice el papa Francisco), familias desestructuradas, abusos en el trabajo,
en el poder…
Meditemos
esta semana este texto evangélico.
Hagamos el propósito de confiar a Cristo las preocupaciones, las fatigas, los
desencantos, las trabas de la vida... Aprender a encontrar algún momento diario
de silencio para confiarse al Señor a través de la contemplación de su
existencia reflejada en los evangelios.
Alabemos hoy al Señor, que nuestra oración sea de compromiso allí donde
estamos, aquí y ahora, para construir a nuestro alrededor un mundo más humano, lleno
de paz y esperanza.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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