Domingo de la sexagésima (60 días)
pascua.
La
fiesta del Corpus Christi (el Cuerpo de Cristo) surgió en Bélgica en el siglo
XIII, por devoción de un Movimiento Monástico de Adoración Eucarística, y
gracias a un prodigio en el que el Pan Eucarístico sangró en las manos
dubitativas de un sacerdote al norte de Roma.
El papa Urbano IV, con la bula ‘Transiturus’, fijó su fecha en el jueves posterior a la octava de Pentecostés.
Con
este motivo, Santo Tomás de Aquino compuso ‘Pange Lingua’, uno de los cantos
más hermosos del cristianismo.
Ya para
el siglo XIV era una celebración con mucha fuerza en toda Europa, y el Concilio
de Trento (siglo XVI) fomentó sus procesiones y el culto público del Cuerpo de
Cristo.
La sangre de la alianza es el tema que se repite
en todas las lecturas de hoy, en este Corpus del ciclo B.
En este ciclo B leemos en el
evangelio la institución de la eucaristía.
Las palabras de Jesús sobre el
cáliz, según la tradición de Marcos-Mateo, expresan el paralelismo con las
palabras de la institución de la alianza sinaítica. Es un paralelismo de
alianzas, en el que se marca a la vez la continuidad y la discontinuidad: la
continuidad de una historia de revelación, de promesas, de misericordia de Dios
para con los hombres; la discontinuidad en la novedad de la persona de Cristo,
en el carácter personal de la sangre de la alianza, en los destinatarios, y en
los bienes comunicados y participados.
El evangelio y la primera
lectura presentan la continuidad de las formulaciones; la segunda lectura, en
cambio, destaca la novedad de la entrega de la sangre de Cristo como sangre
personal para una alianza personal -¡el perdón de los pecados!-.
La vida de Jesucristo, su fidelidad
a la voluntad del Padre, se ha desplegado hasta llegar a este momento en que la
fidelidad será culminada: el derramamiento de su sangre, el don total de su
vida (cfr. 2. lectura).
La Eucaristía, por tanto, nos hace participar a los cristianos, de un modo vivo, real (cfr. lo absoluto de las afirmaciones: ¡"Es mi cuerpo... es mi sangre"!), en la comunión con aquella unión entre los hombres, realizada definitivamente en la vida y la muerte de Jesús de Nazaret.
La
primera lectura del Libro del Éxodo (Ex
24, 3-8), nos narra cómo Moisés, mediante la
sangre de unas vacas, fórmula de sacrificio, confirma la alianza del pueblo
judío con Dios. Después, la sangre de Cristo
confirmará la nueva alianza que dura para siempre.
El rito tiene lugar en la
falda del monte; sólo Moisés es el intermediario, pero los protagonistas son
Dios y su pueblo. La ceremonia tiene dos partes: la lectura y aceptación de las
cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es decir, las palabras (Decálogo) y las
normas (el denominado Código de la Alianza); y, por otra parte, el sacrificio
que sella el pacto.
La aceptación de las
cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la fórmula ritual: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor».
El pueblo, que ya había pronunciado este compromiso (19,8), lo repite al
escuchar el discurso de Moisés (v. 3) y en el momento previo a ser rociado con
la sangre del sacrificio. Queda así asegurado el carácter vinculante del pacto.
Al distribuir la sangre a
partes iguales entre el altar, que representa a Dios, y el pueblo, se quiere
significar que ambos se comprometen a las exigencias de la Alianza. Los pueblos
nómadas sellaban sus pactos con sangre de animales sacrificados. Pero en la
Biblia no hay vestigios de este uso de la sangre. El significado de este rito
es probablemente más profundo: puesto que la sangre, que significa la vida (cfr
Gn 9,4), pertenece sólo a Dios, únicamente debía derramarse sobre el altar, o
usarse para ungir a las personas consagradas al Señor, como los sacerdotes
(cfr Ex 29,19-22). Cuando Moisés rocía con la sangre del sacrificio al pueblo
entero, lo está consagrando, haciendo de él «propiedad divina y reino de
sacerdotes» (cfr 19,3-6).
La Alianza, por tanto, no es únicamente el
compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante todo, el derecho a pertenecer a
la nación santa, posesión de Dios.
El salmo
responsorial (Sal 115). 115,12-13.
15 y 16bc. 17-18 ), habla de un
sacrificio de alabanza por haber salvado al salmista del peligro de la muerte.
En clave cristiana, lo entendemos en sentido eucarístico: la fracción del pan
como sacrificio de alabanza por haber salvado a Cristo de la muerte.
Así repetimos en la estrofa:
"Alzaré la copa de salvación,
invocando el nombre del Señor"
Así comenta El Papa emérito Benedicto
XVI este salmo: "El Salmo 115, en el
original hebreo, forma parte de una sola composición junto al salmo precedente,
el 114. Ambos, constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor
que libera de la pesadilla de la muerte.
En
nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha
mantenido alta la llama de la fe, incluso cuando en sus labios surgía la
amargura de la desesperación y de la infelicidad (Cf. Salmo 115,10). Alrededor
se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se
demostraba falso e infiel (Cf. versículo 11). Ahora, sin embargo, la súplica se
transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro
de la mentira (Cf. versículo 12).
El
orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en
el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo
de reconocimiento por la liberación (Cf. versículo 13). La Liturgia, por tanto,
es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al
Dios salvador.
3.
De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia
explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante
cumple su voto y testimonia su fe (Cf. versículo 14). En esta circunstancia
hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca
la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al
drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (Cf. versículo 16).
El
orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava
(ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la
misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su
pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el
amor y en la fidelidad.
4.
Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de
acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (Cf. versículos
17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal
es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En
el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da
gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del
dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida" .[1]
En
la segunda lectura (Hebreos 9, 11-15), El presente pasaje,
particularmente los versículos 11-14, constituye el centro de la cristología de
Heb, el núcleo de todo el escrito. El lenguaje es cultual; sin embargo, no es
la acrítica comprensión del culto la que proyecta luz sobre el misterio de
Cristo, sino que la cruz de Cristo da un contenido insospechado a las
categorías cultuales. Lo primero que el autor pone ante nuestros ojos es el
misterio del proceso personal de Jesucristo (9,11-12); sólo después, y a su
luz, aborda el proceso de nuestra salvación (9,13-14).
En Heb, la clave para
comprender el misterio de Jesús es su muerte; la muerte de Jesús fue un
sacrificio, el sacrificio del mismo Jesús. «Cristo... entró de una vez para
siempre en el santuario... mediante su propia sangre». La reiterada alusión a
la sangre de Jesucristo responde al lenguaje cultual del autor; pero no debe
constituir una trampa para nosotros: no debemos pensar confusamente que lo
importante en la muerte de Jesús fue su sufrimiento o el derramamiento material
de su sangre. Para Heb, la cruz de Jesús es la revelación del gran misterio de
su libertad entregada. El sacrificio de Jesús fue la libre y esforzada entrega
de su «yo» personal a Dios (10,4-10). El sufrimiento y la muerte son la prueba,
el signo y la realización de su donación.
Partiendo de ahí se recupera y
trasciende todo el lenguaje cultual. Jesucristo «entró en el santuario» (9,11),
«en el mismo cielo» (9,24), es decir, se presentó ante Dios. Pero no después ni
más allá de su cruz, sino en ella; su generosa donación selló su comunión
personal con Dios. Así consiguió también la «perfección»: no más allá de los
sufrimientos, sino en ellos (2,10), ya que en ellos aprendió la obediencia
plena a Dios (5,8-9). Y fue también en el ofrecimiento de sí mismo, no después
ni al margen de él, cuando Jesucristo fue consagrado «sumo sacerdote de los
bienes definitivos» (9,11); la entrega de Jesucristo al Padre es perfecta y
eterna, constituye la misma definición del Salvador sacrificado. En la raíz de
esta potente visión se halla la fe fundamental: Jesucristo es el Hijo llegado a
la perfección (7,28).
Ese sacrificio personal ofrece
realmente a los hombres (dimensión pasiva) la posibilidad de su entrega
personal a Dios (dimensión activa), en la cual consiste la "purificación de la conciencia"
(9,14), la verdadera salvación. Por eso, Jesucristo es el mediador de la nueva
alianza (9,15-23), es decir, de la comunión personal y libre del hombre con
Dios.
Fijémonos en algunas
expresiones del texto: -"Cristo ha
venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos": El autor de los
Hebreos explica el sacrificio de Cristo a partir de elementos comparativos del
AT, pero con un cambio radical de su significado.
-"... ha entrado en el santuario una vez para siempre...": Como el
sumo sacerdote en la celebración del Yom-Kippur entraba en el interior del
santo de los santos, única ocasión anual, Cristo ha accedido una vez para siempre
a Dios. Y esta entrada en la santidad de Dios la realiza a través de un
tabernáculo que no pertenece al mundo de los hombres: es su mismo cuerpo
renovado por la resurrección.
-".... consiguiendo la liberación eterna":
Esto ha sido posible no por un sacrificio ritual, sino por el ofrecimiento de
sí mismo. Inaugura de este modo el culto auténtico (personal, espiritual y
perfecto) cuya eficacia es definitiva.
-"...Cristo, que, en virtud del Espíritu Santo, se ha ofrecido a Dios":
Cristo es a la vez el sacerdote y la víctima. Es una víctima sin mancha, no en
el sentido físico como pedía la Ley, sino por su falta de pecado y de
complicidad con el mal. Es un sacerdote capaz, porque tiene el Espíritu: posee
la fuerza de ofrecerse a sí mismo en obediencia a la voluntad de Dios y en
solidaridad fraterna con los demás hombres y esta fuerza se eleva hasta Dios,
como el fuego de los antiguos sacrificios.
El
evangelio hoy es de San Marcos (Mc 14, 12-16.22-26) , El texto forma parte del relato
de la pasión. o mismo que los preparativos de la entrada en Jerusalén en Mc.
11, 1-6, los preparativos de la cena reproducen un modelo de actitud soberana,
dueña en todo momento de la situación.
Los preparativos de la Cena de
Pascua (vs. 12-16). Propiamente hablando, Pascua y Ácimos eran fiestas
contiguas pero diferentes. Los Ácimos comenzaban finalizado el día de pascua y
duraban siete días. Sin embargo, el sentir popular, tal como lo conocemos por
Flavio Josefo, unificaba ambas fiestas. Es este sentir popular el que recoge Marcos
en el v. 12. A partir de aquí el relato tiene una estructura igual a la de los
preparativos para la entrada en Jerusalén (cfr. Mc 11, 1-4). Con clarividencia
sobrehumana Jesús prevé el curso de las situaciones. Estas acontecen tal y como
él las ha dispuesto. En los preparativos para la entrada en Jerusalén Jesús era
el Señor, en los preparativos de la Pascua es el Maestro. El Maestro dispone su
espacio de enseñanza, su sala, su escuela. Es probablemente el homenaje
literario de Marcos escritor a Jesús, el gran desconocido. Es probablemente la
protesta de Marcos escritor por la injusta crueldad de los hechos. Página llena
de ternura y amor, cuando la incomprensión y la cerrazón parecen ser más bien
los dueños de los acontecimientos. El maestro es Jesús.
La Cena (vs. 22-26). El Maestro
basa su enseñanza en el pan partido en trozos y el vino bebido a sorbos. Esto
es mi cuerpo. Esto es mi sangre. Así es mi cuerpo. Así es mi sangre. Cuerpo y
sangre como expresión de la totalidad de la persona según la antropología
bíblica. El cuerpo es la dimensión empírica de la persona; sangre es su
dimensión espiritual. Un pan partido en trozos, un vino dividido en sorbos:
esto es el cuerpo del Maestro, esto es su sangre. Esto es su persona, rota y
ensangrentada. El Maestro ve, describe su inminente y cruel fin.
Vemos como el autor se centra en dos gestos de Jesús; el
pan partido y repartido; el vino repartido. En ambos casos a la notificación
del gesto por parte del autor sigue la interpretación del gesto a cargo de Jesús.
A la interpretación del gesto de la copa siguen otras palabras de Jesús sobre
su destino personal en perspectiva de futuro glorioso.
El texto se cierra con una
indicación del autor, preparatoria del arresto de Jesús en Mc 14, 32.
Pero este fin no es un final.
La historia sigue, su historia personal sigue. El Maestro ve y describe el
triunfo del Reino de Dios. Allí estará él, brindando con vino nuevo. La Cena,
pues, se abre a la esperanza, a la vida, a la apoteosis. Por eso, a la salida
de la Cena el autor le da rasgos de salida triunfal.
Para
nuestra vida.
Hoy celebramos una fiesta
entrañable para los católicos. Hoy celebramos lo único que realmente podemos
celebrar los cristianos y aun los hombres todos. Porque hoy celebramos el amor
de Dios, Dios es amor y que nos ama desmesuradamente.
Frente a tantas elucubraciones
de sabios y eruditos, que a veces desfiguran el rostro de Dios y nos lo hacen
terrible o inaccesible, la fiesta del Corpus nos descubre el verdadero rostro
de Dios, que es su amor por nosotros, hasta el colmo del sacrificio del cuerpo
y de la sangre de su propio Hijo "por nosotros".
Por eso es importante
despojarnos de prejuicios y escuchar con atención y sencillez la palabra de
Dios. Lo que Dios nos ha manifestado sobre sí mismo en su Hijo Jesucristo.
Centradas
las lecturas de este ciclo B en la sangre de Cristo, aparece con este signo más
clara la idea de alimento y de salvación. Pues sabemos que la sangre transporta
el alimento a las células y como la sangre mediante transfusiones salva vidas.
Ya desde antiguo se veía en este líquido rojo un signo importante como signo de
compromiso, como vemos en la primera lectura. Por otra parte también se suele
decir de los hijos, “son sangre de mi sangre”, o se dice “hermanos de sangre”,
para hacer referencia a una unión más especial. Todos esos signos se vuelven
más diáfanos este día; pues es la sangre de aquel Dios hecho hombre la que nos
da la vida que viene del Padre, la que alimenta a este cuerpo que es su
Iglesia, la que nos salvó de la muerte eterna o la que selló y confirmó una
nueva alianza de Dios con los hombres.
Se sugiere en el texto lo que hemos de hacer del amor a Dios y a los
hermanos nuestra mejor misión. Amemos con más entrega a los que más nos
necesitan: los más pobres, los que nadie quiere.
Para nosotros creyentes del
siglo XXI es importante recordar que Jesucristo, en la Última Cena, al
instituir la Eucaristía, utiliza los mismos términos que Moisés utiliza en la
primera lectura «sangre de la Nueva Alianza», indicando la naturaleza del nuevo
pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido, es en plenitud «pueblo santo de
Dios» (cfr Mt 26,27 y par.; 1 Co 11,23-25).
El Concilio Vaticano II
enseña la relación de esta Alianza del A.T. con la Nueva, precisando el
carácter del verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia: «(Dios) eligió como
suyo al pueblo de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó gradualmente
revelándose en Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia
de este pueblo y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como
preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con
Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de
Dios hecho carne. (...) Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su
sangre (cfr 1 Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y
gentiles, que se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera
el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nn. 4 y 9).
Hoy en el día
del Corpus no podemos olvidar que Dios nos encomienda vivir lo que hemos
celebrado. Por eso la Eucaristía celebra la vida y nos da fuerza para la vida.
Cuando el sacerdote nos dice "Podéis ir en paz" nos está enviando al
mundo. Es como si Jesús nos dijera: "Tomad, comed y vivid el amor".
Es esta la segunda procesión del Corpus, la que emprendemos cada día hacia la
calle, hacia el trabajo o hacia la escuela como mensajeros del amor de Dios. El
hombre de hoy tiene hambre de verdad y de plenitud, tiene hambre de Dios.
La
primera lectura nos habla de la Alianza. Dentro de la profunda experiencia que el pueblo
hace de la manifestación de Dios en el Sinaí, la celebración de la alianza
ocupa un lugar privilegiado. Así, todo el pueblo participa en este misterio que
afecta realmente al futuro de todos. Yahvé, por medio de Moisés, propone la
alianza (v 3): él será el Dios de Israel, es decir, su libertador, su defensor,
su realizador. Y el pueblo será el pueblo de Yahvé: con toda libertad
construirá su personalidad de acuerdo con la voluntad de Dios. Inmediatamente
se escribe un memorial -el libro de las palabras de Yahvé- y se erige un
testimonio: doce piedras (v 4c), las cuales recordarán las doce tribus que
presenciaron el compromiso de todo el pueblo con Yahvé. Después, la alianza es
sellada con sangre como era costumbre en la antigüedad (5.6.8). Por eso se
sacrifican víctimas: unas se ofrecen en holocausto, es decir, se queman por
completo; otras se inmolan como víctimas pacíficas o de comunión, dando lugar
al banquete ritual, que significaba la comunión del pueblo con Dios.
Como dirán los profetas de la
crisis religiosa del tiempo de la monarquía, la alianza es una relación de
amor. Vida y amor siempre nuevos, siempre reanudados, siempre abiertos a todos
los caminos de la comunión y de la manifestación en la imaginación, de la
búsqueda constante. Vida y amor de todos los tiempos, pero especialmente del
ahora, ya que tanto una como otro son realidades presentes que fluyen del
pasado hacia el futuro, pero siempre terriblemente actuales. De ahí que exijan
una dinámica constante de conversión, de apertura a la renovación. De ese modo,
la sangre de las víctimas derramada sobre el altar y sobre el pueblo cobra todo
el significado de sello vital de la alianza contraída. Participar de una misma
sangre es establecer el vínculo familiar o entrar en comunión de vida. En la
celebración de la alianza, la sangre de las víctimas es vínculo de unión entre
Dios -el altar representa a Yahvé- y el pueblo, los cuales, a partir de ahora,
serán los grandes aliados, partícipes de una misma vida y amor.
Este texto es paralelo a los
que narran la institución de la eucaristía. De este modo contemplamos la
antigua alianza y la nueva. Sin embargo, la primera, a pesar de su realidad
histórica eficaz, no es más que una imagen de la segunda, la nueva y definitiva
alianza de Dios con toda la humanidad. En la eucaristía descubrimos en una
única persona las características de mediador, sacerdote, víctima y altar, que
hacen que la acción de Jesús, ofreciéndose en oblación al Padre, sea la alianza
definitiva y universal de toda la humanidad con Dios para siempre. Por esta
razón Jesucristo es el mediador de una
alianza nueva: para que, después de una muerte que librase de los delitos
cometidos bajo la primera alianza, los llamados puedan recibir la herencia
eterna, objeto de la promesa.
El salmo responsorial, nos
brinda la expresión más adecuada, para expresar nuestro agradecimiento al hecho
de la Eucaristía, en la que Jesucristo sigue ofreciendo la copa santa como
gesto de alianza, de perdón, de amistad, “¿Cómo
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre” (Sal 115).
Quien
acepte beber de este cáliz con respeto y dignidad, se lleva la prenda de la
vida futura, porque aquel que come del pan partido en la Mesa del Señor, y bebe
de la Copa de la Salvación, recibe vida eterna.
La
Eucaristía es sacramento de la presencia real de Jesucristo y en ella se
prolonga la hospitalidad divina. Con ese gesto, Jesús nos ofrece la señal más
auténtica de su amistad y entrega generosa.
Así comenta el Papa emérito Benedicto
XVI, este salmo:[2]
" Concluimos nuestra reflexión
encomendándonos a las palabras de san Basilio Magno que, en la Homilía sobre el
Salmo 115, comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras:
«"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la
salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios:
del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido
la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género
humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar
nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que
puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere
sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la
copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate
espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos
enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es
posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos:
"¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente
a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo» (PG XXX, 109).
(...)
Queridos hermanos y hermanas:
El
Salmo que hemos cantado al principio lo cita san Pablo a los cristianos de
Corinto diciéndoles: «Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está
escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos y por eso
hablamos» (2 Co 4,13). Como el Salmista, el Apóstol siente serena confianza, a
pesar de los sufrimientos y debilidades humanas, dando gracias al Señor que nos
libra de la angustia de la muerte.
El
orante, junto con la comunidad, da testimonio de la propia fe al sentirse
salvado de la muerte y profesa con alegría que pertenece a la casa de Dios, a
la familia de las criaturas unidas a Él en el amor y la fidelidad. Su
testimonio es para todos un estímulo para creer y amar al Señor que, al salvarlo
del dolor y de la muerte, lo guía hacia la esperanza y la vida.".
En
la segunda lectura escuchamos unas bellas
y certeras palabras. Describen el papel sacerdotal y sacrificial de Jesús, el
Mesías. Y es que la sangre de Cristo, vertida por
nuestros pecados, purificará para siempre a los redimidos y por Él y, asimismo,
purificará las conciencias de quienes –con entrega y sinceridad—siguen su
camino.
Porque la
sangre de Cristo hace lo que la sangre de los animales nunca pudo hacer:
cambiar nuestros corazones y nuestras personalidades. La carta a los hebreos,
de inspiración paulina, lo dice: «Porque
si la sangre de los machos cabríos y de los becerros y las cenizas de una
ternera . . . eran capaces de conferir a los israelitas una pureza
legal, meramente exterior, ¡cuánto más la sangre de Cristo
purificará nuestra conciencia de todo pecado . . . [y] de las obras que
conducen a la muerte, para servir al Dios vivo!».
La sangre
de Cristo nos transforma interiormente para librarnos de las obras de la muerto
para poder servir a Dios. Ya no es cosa de una ley exterior que no podemos
cumplir. Ahora es cosa de un poder vivo que hace verdaderamente posible la vida
abundante.
"No
usa sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino la suya propia..." (Hb 9, 12).
El Misterio de la Redención alcanza cotas muy altas en la Eucaristía. Hemos de
recordarlo de modo especial hoy, día en que se celebra la gran fiesta del
Corpus Christi, en la que los cristianos rendimos adoración al Santísimo
Sacramento del altar, le tributamos el culto supremo a Jesús sacramentado. Él
quiso derramar su sangre en sacrificio de expiación por nosotros.
Antes
esta realidad el autor de Hebreos exclama: "Si la sangre de los machos cabríos... tienen el poder de consagrar a
los profanos, ¡cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu
eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar
nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo!".
El
fragmento del Evangelio de San Marcos que se proclama hoy, narra con precisión el
momento de la Instauración del Sacramento de la Eucaristía.
El texto evangélico nos
presenta el relato de la última cena de Jesús omitiendo los versículos
referentes a la traición de Judas (vv 17-21). Esta cena inaugura el relato de
la pasión en los cuatro evangelistas. La víspera de su martirio, Jesús se
prepara a interpretar el sentido de su muerte ante sus discípulos.
"El primer día de los ázimos..." (Mc 14,
12).
Los ázimos es el nombre que recibían los panes preparados sin levadura, para
comerlos durante los días de la Pascua. El pan de días anteriores,
confeccionados con levadura, tenía que haberse consumido ya, o ser destruido,
pues se consideraba que la fermentación de la masa ludiada era una especie de
impureza, incompatible con la fiesta pascual.
Pero
más importante que el pan ázimo, era el cordero inmolado en esa fiesta. Se
recordaba así la sangre de aquellos corderos con la cual se tiñeron los
dinteles de las casas en Egipto de los hebreos, librándolos así de la
muerte...En la nueva fiesta pascual, en la Pascua cristiana, Jesucristo es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como lo recordamos antes de la
comunión de su Cuerpo y su Sangre, Alma y Divinidad. En ese momento se nos
recuerda, con palabras del Apocalipsis, que estamos invitados a la cena nupcial
del Señor.
Toda su vida entregada a la
voluntad del Padre en el anuncio del Reino desemboca en el rechazo de los
hombres. Jesús asume este rechazo, incluso a costa de su propia vida, por
fidelidad a su donación a la voluntad del Padre. El recuerdo del Éxodo, la
muerte del cordero inmolado, el simbolismo del vino-sangre... y del pan
partido... son los elementos de la cena pascual que sirven a Jesús para
presentar el sentido salvífico de su muerte.
"Esto es mi cuerpo... esta es mi sangre... de la alianza".
Jesús se mueve en un clima estrechamente sacrificial. En los antiguos
sacrificios la víctima era el vínculo de unión entre los hombres y la
divinidad. Con la entrega sacrificial de su propia vida, Cristo quiere ser el
instrumento de unidad entre Dios y los suyos. La mención de la sangre "de
la alianza" une este texto a la primera lectura de hoy (Ex 24,8).
"Derramada por todos". Del mismo modo que en los sacrificios
era derramada la sangre sobre el altar, así Cristo derrama la suya en su muerte
martirial. La sangre de los sacrificios tenía carácter expiatorio: cubre los
pecados y reconcilia al oferente con Dios. La muerte de Cristo lo introduce en
la plena comunión con Dios que es la vida del Resucitado, por eso no le afecta
tan sólo a él, sino que repercute en "todos", es decir, en la
humanidad entera.
" ... beberé el vino nuevo en el Reino de Dios". La era mesiánica se
compara con frecuencia con un banquete . Jesús volverá a beber el vino de la
bendición en la Pascua eterna que celebrará en el Reino de su Padre con todos
los redimidos.
Las palabras de Jesús
que nos muestra Marcos han sido, desde hace muchos siglos, la fórmula
litúrgica en el momento de la consagración: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.
Jesús no nos dijo pronunciad estas
palabras en memoria mía, sino "haced",
es decir "vivid". No hay de verdad Eucaristía si no tenemos los
sentimientos que tuvo Jesús, si no intentamos entregarnos y amarnos como Él nos
ama. La fracción del pan --nombre con el que los primeros cristianos designaban
a la Eucaristía-- es un gesto que a menudo pasa desapercibido, pero sin embargo
refleja perfectamente lo que Jesús quiso enseñarnos al partirse y repartirse
por nosotros.
Tenemos que comprender, que el
cristianismo , que viene de Cristo, en quien hemos visto el amor de Dios, es la
religión del amor, de la caridad, de la solidaridad. El verdadero culto, que
nos recordaba Pablo, el culto que expresamos insuperablemente en la eucaristía,
es la praxis del amor cristiano. Recientemente, San Juan Pablo II, al hacernos
partícipes de su gran preocupación y solicitud por los problemas sociales,
hacía un angustioso llamamiento a la solidaridad como alternativa a un mundo
que presume de desarrollo y progreso, cuando lo que más se desarrolla y
progresa es el abismo que separa al Norte del Sur, a los ricos de los pobres.
De la mano de San Juan Pablo
II, la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) –ubicada disciplinarmente dentro de
la Teología Moral Social— incorporó en las últimas décadas del siglo XX a la
solidaridad como categoría fundamental de la moral social.
Es un hecho probado que la
solidaridad nació dentro de la matriz laica de los movimientos sociales de la
modernidad y, por tanto, de espaldas a la doctrina moral eclesial, incluso en
contra de ella. Sin embargo, poco a poco fue asumida por el Magisterio
eclesial, hasta llegar a convertirse en un concepto de referencia ineludible en
la moral social católica.
Aunque ya encontramos signos de
la solidaridad en documentos eclesiales anteriores [3] ,
Sollicitudo rei socialis (SRS) es la “encíclica de la solidaridad”, es decir,
el documento de la DSI en donde más nítidamente se puede apreciar esta
recepción y, aunque tardía, cálida acogida católica del concepto. En esta
encíclica de 1987, Juan Pablo II introduce la solidaridad entre la lista de las
virtudes cristianas, la vincula a la justicia social (y a ambas en la clave de
la interdependencia creciente entre personas y pueblos —una clave que apunta en
el sentido de la conciencia del mundo como aldea global), y la relaciona con la
caridad.
En SRS la solidaridad queda
asimismo referida al misterio de la unidad del mismo Dios cristiano, comunidad
trinitaria de personas 4 . No exageramos si decimos que con esta encíclica la
solidaridad adquiere carta de ciudadanía en el horizonte de la ética social
católica. Una vez que la solidaridad se ha convertido en categoría moral básica
de la DSI, no podemos prescindir de ella para entender la dignidad humana. En
efecto, las ideas de dignidad personal y solidaridad son correlativas para la
DSI: la persona crece cuando construye solidaridad y decrece cuando la
destruye. Cuando la DSI se distancia críticamente del individualismo que sobreestima
a la persona individual y su preferencia subjetiva sin atender a los vínculos
solidarios que la constituyen, o al colectivismo que destruye la singularidad
de la persona para convertirla en una pieza en una maquinaria o en un número
dentro de un colectivo, esta revelando una convicción fuerte y consistentemente
arraigada en la ética social cristiana: el ser humano es siempre, aun cuando
los sistemas o la ideologías no le dejen expresarse así, persona solidaria.
En el centro de la ética social
de San Juan Pablo II está la concepción de la dignidad de la persona y de la
sociedad como una comunidad de personas. El punto de partida de la moral es
siempre la persona, como sujeto y fin de toda la actividad social, y ni que
decir tiene que en la doctrina del magisterio dignidad y persona han estado
intrínsecamente unidas, hasta el punto de que resulta incluso difícil el
deslinde conceptual entre ambos. La persona es el sujeto activo y responsable
de la acción y de la vida social. Se trata, pues, de mirar a la persona humana
en lo que es y debe llegar a ser según su propia naturaleza social. Y, así
mismo, de mirar a la sociedad como ámbito de desarrollo y liberación de la
persona. En ella es en donde ha de ser tutelada su dignidad y reconocidos y
respetados sus derechos, fundados en esa misma dignidad. De ahí que la dignidad
se conciba como característica de todas las personas y el fundamento del cual
emergen todos los derechos, deberes y exigencias morales. La suma y sustancia
de todos ellos conforma la promoción de la dignidad humana. Aquí surgen
importantes preguntas: ¿en qué sentido la dignidad de la persona es el
fundamento de la ética.
Como dice San Juan Pablo II, la
doctrina social mira hoy especialmente al hombre, inserto en una compleja red
de relaciones sociales. Por eso las ciencias humanas y la filosofía son una
ayuda para interpretar la centralidad del hombre dentro de la sociedad y
ponerlo en situación de comprenderse mejor a sí mismo. De ahí que lo
verdaderamente importante de la ética social no sea sólo la afirmación de la
centralidad de la dignidad de la persona, considerada como ser social, sino
que, sobre todo, llegar a establecer una relación correcta y certera entre
persona y sociedad.
• Persona y sociedad no son dos
polos opuestos y antitéticos: “La índole social del hombre demuestra que el
desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están
mutuamente condicionados” (GS, 25).
• No todo depende de la persona
y de su compromiso social: no es posible reducir a la responsabilidad
individual la totalidad de la vida social.
• No se puede obviar la función de las estructuras sociales y los condicionamientos que se ejercen sobre las personas y los grupos. Los textos recientes de la doctrina social tienen una concepción de lo social no como realidad dada y abstracta, sino como realidad dinámica e histórica: la sociedad cambia y no es posible comprenderla y definirla de una vez para siempre. En esta línea, tenemos la noción de bien común como “conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (GS, 26), desde el cual se pide a las instituciones, privadas o públicas, que se esfuercen por ponerse al servicio de la dignidad y del fin de la persona, por cuanto es “escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana, contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional (GS, 29)” [4] .
Hoy, fiesta del cuerpo y de la
sangre de Cristo, es el día de la caridad. Caritas quiere ser el instrumento
que facilite y canalice el amor de todos los cristianos, para que el amor de
los cristianos no se reduzca a limosnas, sino que sea de verdad amor y sea
eficaz. Porque la exigencia del amor cristiano no es dar de lo que nos sobra,
ni siquiera quitarnos lo que necesitamos. El amor de Dios nos urge a crear un mundo
más humano, más justo, más solidario, más igual, donde se ponga fin al estigma
de la pobreza, del abandono, del paro, del hambre y de la desesperación de la
mayoría.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1] Benedicto XVI: «¿Cómo
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». Ciudad del Vaticano, miércoles, 25
mayo 2005
[2] Benedicto
XVI: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?».
Ciudad del Vaticano, miércoles, 25 mayo 2005
[3] En el n. 35 de Summi pontificatus de Pío XII, en 1939, aparece por primera vez el término solidaridad en el Magisterio de la Iglesia, a partir de ahí se encuentra, aunque sin gran profusión ni relevancia en Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963) de Juan XXIII, en Populorum progressio (1967) y Octogesima adveniens (1971) de Pablo VI, así como en la Constitución pastoral Gaudium et spes (1965) del Concilio Vaticano II y otros documentos menores.
[4] Gaudium et spes, nn. 7, 8, 63, 64, 66.
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