La primera lectura es del libro de Isaías (Is 55, 10-11) Este texto pertenece a lo que puede considerarse el epílogo del segundo Isaías (esto es, del texto comprendido entre los capítulos 40 al 55 del llamado libro de Isaías). Después de una cálida invitación al pueblo de Israel, que se halla en el destierro, para que busque a Yahvé ahora que se le hace el encontradizo y lo llame ahora que se le acerca (v. 6), el profeta argumenta contra los frívolos (v. 7) y levanta el ánimo de los que desconfían de la salvación prometida (vv. 8-11). En primer lugar advierte a los desterrados que los pensamientos de Dios (los planes de Dios) no son como los pensamientos de los hombres, ni los caminos de Dios (la ejecución de sus planes) son como los caminos de los hombres (/Is/55/08-09). Pasa después a decir de qué manera la palabra de Dios es eficaz, y utiliza para ello una hermosa comparación.
Los vs. 10-11 son el broche de
oro al gran poema de la esperanza de Is. II. Ninguna palabra profética, jamás,
habló mejor de la palabra divina y de su eficacia. -La imagen pertenece al mundo
agrícola, y es muy fácil de captar.
La palabra divina se compara a
la lluvia que, cayendo de lo alto, fecunda la tierra proporcionando así
"pan al que come y semilla al sembrador" (v. 10; cfr. Sal. 104,
13-16); es garantía de eficacia, realiza lo que dice (40, 8), siempre se cumple
(55, 11), es irrevocable (45, 23). Por el contrario, la palabra humana, como el
mismo ser del hombre, es casi siempre ineficaz, efímera como la hierba.
-Toda la historia de Israel es
fruto de esta eficacia divina.
Serán sobre todo los profetas,
los hombres de la palabra, quienes afirmen que la palabra de Dios es la gran
fuerza creadora e impulsora de toda la historia humana. Todo depende de esta
palabra, no sólo hace germinar las semillas, sino que también es la misma semilla,
el alimento: "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale
de la boca del Señor", afirma el Dt.
-Tan seguro se siente el
profeta de la eficacia de estas palabras que termina este gran poema
preconizando la gozosa salida del pueblo del poder de Babilonia (55, 12ss). El
hombre no tiene derecho a temer; en él debe renacer la luz de la esperanza.
El responsorial es el Salmo 64, (Sal 64, 10abcd. 10e-11. 12-13. 14)
R. la
semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Este salmo se clasifica como un himno de alabanza. ¿Sabemos "alabar",
"agradecer", decir a los demás que estamos felices con
"El"?
Este salmo, como la mayoría,
atribuido a David, es un cántico al poder de Dios. ¿Y quién sino aquel que ha
experimentado tal poder puede hacer semejante profesión de fe? David, de todos
es sabido, experimentó la ira de Dios, pero también su misericordia; su
silencio profundo, pero también su fuerte voz que le hablaba guiando sus pasos.
Quizás después de una fuerte experiencia del Amor de Dios para con su vida,
David pudo proclamar este cántico desde lo profundo de su ser, en
agradecimiento al Todopoderoso. Y aquí ya encontramos algo importante que hay
que tener en cuenta: Este cántico parte de una experiencia fuerte de Dios, de
un encuentro profundo con la misericordia divina.
A nosotros nos invita a la acción de gracias en un
sentido más amplio y más pleno aún que el que tiene el sentido literal del
salmo. Dios ha
perdonado nuestras culpas y nos ha elegido y acercado para que vivamos
en sus atrios, en una tierra
cuidada y regada, enriquecida sin medida, donde nos sacia de los bienes de su
casa, es decir, en la Iglesia, figura y comienzo terreno de su
reino de felicidad eterna. Dios merece nuestro himno en Sión
Asi comenta San Juan Pablo
II, :este Salmo 64
· "... himno que nos
conquista sobre todo por el fascinante paisaje primaveral de su última parte
(cf. Salmo 64, 10-14), una escena llena de frescura y colores, compuesta por
voces de alegría.
En realidad, el Salmo 64 tiene una estructura más
amplia, cruce de dos tonos diferentes: emerge, ante todo, el histórico tema del
perdón de los pecados y de la acogida por Dios (cf. versículos 2-5); después
hace referencia al tema cósmico de la acción de Dios con los mares y los montes
(cf. versículos 6-9a); desarrolla al final la descripción de la primavera (cf.
versículos 9b-14): en el desolado y árido panorama de Oriente Próximo, la
lluvia fecunda es la expresión de la fidelidad del Señor a la creación (cf.
Salmo 103, 13-16). Para la Biblia la creación es la sede de la
humanidad y el pecado es un atentado contra el orden y la perfección del mundo.
La conversión y el perdón vuelven a dar, por tanto, integridad y armonía al
cosmos.
2.
En la primera parte del Salmo, nos encontramos dentro del templo de Sión. Allí
llega el pueblo con sus miserias morales para invocar la liberación del mal
(cf. Salmo 64, 2-4a). Una vez obtenida la absolución de las culpas, los fieles
se sienten huéspedes de Dios, cercanos a él, dispuestos a ser admitidos a su
mesa y a participar en la fiesta de la intimidad divina (cf. versículos 4b-5).
El
Señor, que se ensalza en el templo, es representado después con un perfil
glorioso y cósmico. Se dice, de hecho, que es la «esperanza del confín de la
tierra y del océano remoto»; afianza los montes con su fuerza... reprime el
estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto... Los habitantes del
extremo del orbe se sobrecogen ante sus signos, desde oriente hasta occidente
(versículos 6-9).
...
El salmista utiliza diez verbos para describir esta
amorosa obra del Creador con la tierra,
que se transforma en una especie de criatura viviente. De hecho, todo
aclama y canta de alegría (cf. Salmo 64, 14). En este sentido, son también
sugerentes los tres verbos ligados al símbolo de las vestiduras: «las colinas
se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten
de mieses» (versículos 13-14). Es la imagen de un prado salpicado por el candor de
las ovejas; las colinas se ciñen con el cinturón de las viñas, signo de la
exultación de su producto, el vino, que «alegra el corazón del hombre» (Salmo
103, 15); los valles se visten con la capa dorada de las mieses. El versículo
12 evoca también la corona, que podría hacer pensar en las guirnaldas de los
banquetes festivos, colocadas sobre la cabeza de los invitados (cf. Isaías 28,
1.5).
4.
En este momento, irrumpen en la escena otro tipo de aguas: las de la vida y las
de la fecundidad, que en primavera irrigan la tierra y que representan la nueva
vida del fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Salmo 64,
10-14), como decía, son de extraordinaria belleza y significado. Dios quita la
sed a la tierra agrietada por la aridez y el hielo invernal, con la lluvia. El
Señor es como un agricultor (cf. Juan 15, 1), que hace crecer el trigo y las
plantas con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los
terrones, rocía todas las partes de su campo.
5.
Todas las criaturas juntas, como en procesión, se dirigen hacia su Creador y Soberano,
danzando y cantando, alabando y rezando. Una vez más la naturaleza se convierte
en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a todos,
dispuesta a manifestar el mensaje trazado en ella por el Creador, pues «de la
grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su
Autor» (Sabiduría 13, 5; cf. Romanos 1, 20). Contemplación teológica y abandono
poético se funden en este pasaje poético, convirtiéndose en adoración y
alabanza.
Pero
el encuentro más intenso, hacia el que tiende el Salmista con todo su cántico,
es el que une creación y redención. Como la tierra resurge en primavera por la
acción del Creador, así el hombre resurge de su pecado por la acción del
Redentor. Creación e historia están, de este modo, bajo la mirada providente y
salvadora del Señor, que vence a las aguas tumultuosas y destructoras y da el
agua que purifica, fecunda y quita la sed. El Señor, de hecho, «sana a los de
roto corazón, y venda sus heridas», pero también «cubre de nubes los cielos,
prepara lluvia a la tierra prepara, hace germinar en los montes la hierba»
(Salmo 146, 3.8).
El
Salmo se convierte así en un canto a la gracia divina. San Agustín vuelve a
recordar, al comentar nuestro salmo, este don trascendente y único: «El Señor
Dios te dice al corazón: yo soy tu riqueza. No hagas caso a lo que promete el
mundo, sino a lo que promete el Creador del mundo! Presta atención a lo que
Dios promete, si observas la justicia; y desprecia lo que te promete el hombre
para alejarte de la justicia. ¡No hagas caso, por tanto, a lo que te promete el
mundo! Considera más bien aquello que promete el Creador del mundo
(«Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 481). (San Juan pablo II. Audiencia
del Miércoles 6 de marzo del 2002)
La
segunda lectura es de la carta del
apóstol san pablo a los romanos 8, 18-23). San Pablo responde a la pregunta que
se hacían muchos cristianos:
"Si hemos sido reconciliados por el bautismo y por el Hijo de Dios (Rm
6.), ¿cómo es posible que el sufrimiento y el fracaso tengan poder sobre
nosotros?".
Sobre este punto, los
cristianos encontraban poca luz en la tradición bíblica. En efecto, los sabios,
limitados a observar el presente y la naturaleza, admitían que era demasiado
presuntuoso pretender ver claro en ella (Jb 38.), o llegaban a la conclusión de
que el universo era absurdo (Qo 1. 2-9). Los profetas, por su parte, preveían
una solución, pero la situaban en un futuro escatológico, al final de una
catástrofe que pondría fin a la creación y a la Humanidad actuales (Is 51. 6;
65. 22-23;).
El interés de la reflexión de
Pablo está en la síntesis de estas corrientes, obtenida mediante la
armonización de la solidaridad del hombre con la Naturaleza y su esperanza en
un mundo nuevo.
San Pablo comienza apoyándose
en el pensamiento sapiencial y en sus conclusiones. Nuestro cuerpo pertenece al
mundo presente (v. 18); por tanto, participa de sus sufrimientos. La creación,
es decir, la naturaleza material a la que nuestro cuerpo está estrechamente
ligado, está sujeta a la vanidad (v. 20) -nosotros diríamos al sin sentido-, no
por el pecado del hombre, como se afirma generalmente, sino por sus propias
leyes (Is 40. 26; 48. 13), que le imponen recomenzar incesantemente sus ciclos evolutivos
(Qo 1. 4-11) y a mantenerse en unos límites estrechos.
San Pablo pasa seguidamente a
una visión más profética de las cosas. En su opinión, la Naturaleza se somete a
sus leyes y se acomoda a sus límites con repugnancia (vv. 19-21). Ahora bien:
esta esperanza cósmica no es vana y la solidaridad del cuerpo humano con el
cosmos, en el sufrimiento y la caducidad, se mantiene en esta esperanza, pues
goza ya de las arras de la glorificación (v. 23) que transformará a todo el
universo (v. 21).
Al expresar esta solidaridad en
la esperanza de un mundo nuevo, Pablo es fiel al pensamiento bíblico (cf. Is
65. 17-25); no obstante modifica más de un punto importante. Así, el estado
paradisíaco prometido al universo ya no se halla ligado a la salvación del pueblo
de Israel, como en el A.T., sino a la revelación de nuestra filiación divina
(vv. 21-23). El día en que ésta se realice en todos los hombres, hasta el punto
de transfigurar sus cuerpos, transfigurará igualmente a toda la Naturaleza,
liberándola de la esclavitud a la "vanidad" y adaptándola al nuevo
estatuto de la Humanidad.
Lejos de poner su esperanza en
cierta especie de inmortalidad separada del cuerpo y del mundo, según la
concepción griega, lejos de situarla en un más allá del mundo y de la vida a la
manera gnóstica, San Pablo define la esperanza cristiana en el presente. Lo que
se espera no es un más allá, sino algo interior que no puede alcanzarse más que
viviendo su vida en el mundo.
San Pablo, además, ha
desmitificado el "más allá" de la muerte recordando al cristiano que
ya está muerto por el bautismo, que está ya, de alguna manera, en este
"más allá" con el que sueña y que puede alcanzarlo uniéndolo al
"interior" profundo de la vida.
Así
comenta San Agustín el texto de esta segunda lectura: Preguntemos al Apóstol cómo
cayo el hombre en la cautividad. En efecto, él más que ningún otro gime en ella
y suspira por la Jerusalén eterna, y nos enseñó a gemir por obra del mismo
Espíritu que le llenaba y le hacía gemir a él. Así escribe: Toda la creación
gime y sufre hasta el presente. Y también: La creación está sometida a
la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió en esperanza (Rom
8,20). Toda la creación -ha dicho- gime en medio de fatigas en los hombres que
aún no creen, pero que han de creer. ¿Acaso gime sólo en los que aún no han
creído? ¿Ya no gime ni sufre la criatura entre los dolores de parto en los que
han creído? No sólo ellos -dice-, sino también nosotros que tenemos
las primicias del Espíritu, es decir, nosotros que ya servimos a Dios en el
Espíritu, que ya hemos creído en Dios con nuestra mente y en la misma fe hemos
entregado ciertas primicias, para seguir luego esas mismas primicias. Pues también
nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción y la redención de
nuestro cuerpo (Rom 8,23).
Así, pues, gemía también él y
gimen los restantes fieles esperando la adopción y redención del propio cuerpo.
¿Dónde gimen? En esta mortalidad. ¿Qué redención esperan? La de su cuerpo,
anticipada en la persona del Señor que resucitó de entre los muertos y subió al
cielo. Antes de que se nos conceda esto, es preciso que gimamos, a pesar de ser
creyentes y hombres de esperanza. Es lo que afirma, a continuación, el texto de
San Pablo: "De hecho, después de las
palabras: También nosotros gemimos en
nuestro interior esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro
cuerpo, como si le preguntasen: «¿De qué te sirvió Cristo, si aún
gimes?; ¿cómo es que te ha salvado el Salvador? Quien gime, aún está enfermo»,
añadió: Hemos sido salvados en
esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo lo
espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom
8,24-25). He aquí por qué gemimos y cómo gemimos: porque esperamos el objeto de
nuestra esperanza que aún no poseemos. Hasta que lo poseamos, suspiramos en el
tiempo, porque deseamos lo que aún no tenemos. ¿Por qué? Porque hemos sido salvados en esperanza. Es
cierto que la carne que el Señor tomó de nosotros fue salvada en realidad, no
sólo en esperanza. Nuestra carne ya salvada resucitó y subió al cielo en
nuestra Cabeza, aunque en los miembros deba ser salvada aún. Alégrense
confiados los miembros, puesto que no fueron abandonados por la Cabeza. Ella
dijo a los miembros afligidos: Ved que
yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mi 28,20). Así aconteció
para que nos convirtiésemos a Dios. En efecto, no teníamos otra esperanza que
la esperanza en el mundo, razón por la que éramos siervos miserables,
doblemente miserables, porque no sólo habíamos puesto nuestra esperanza en esta
vida, sino también porque habiendo vuelto el rostro al mundo, dimos la espalda
a Dios. Mas cuando el Señor nos dio media vuelta, de modo que comenzamos a dar
la cara a Dios y la espalda al mundo, aunque aún estamos en el camino, miramos
sin embargo a la patria".(San Agustín. Comentario al salmo 125,2).
Aleluya
la semilla es la palabra de dios, el sembrador es
cristo; quien lo encuentra vive para siempre.
El evangelio es de san mateo (Mt 13,
1-9). En la lectura que vamos
haciendo de san Mateo, empezamos hoy el capítulo 13, en el que Jesús habla en
parábolas. En el leccionario este capítulo está repartido en tres domingos.
Hoy comenzamos con la parábola
del sembrador. Es como la parábola-modelo. En las parábolas hay una gran dosis
de realismo de lo que es la vida humana. Y, a este realismo que Jesús recoge,
se aporta una gran dosis de esperanza, y esta es la gran noticia, es el
"Evangelio". Vienen a decir, estas parábolas, que en la realidad
concreta que vivimos -que puede tener diversas caras y aspectos, configurada
por personas diferentes con actitudes a veces contrapuestas- Dios va actuando.
En definitiva, que el Reino va creciendo, a pesar de algunas cosillas y a
través de otras. Siempre porque Dios empuja, hace avanzar. Enlazando con el
domingo pasado: los pequeños y los humildes acogen la Palabra; en cambio los
sabios y entendidos no. Porque el hecho es que la Palabra ha aparecido entre la
humanidad, y no queda estéril: da fruto de un modo u otro, y quizá en el lugar
más inesperado.
Es conveniente situar lo que
los textos de este capítulo 13, significan en la vida de Jesús. Se trata de un
conjunto de parábolas que hablan del crecimiento y del futuro del Reino que
Jesús anuncia, y que tienen un común denominador: el Reino avanza, el Reino es
profundamente valioso, el futuro es del Reino. Y eso, en cada parábola,
contrastado con las diversas actitudes de los hombres, o con los obstáculos que
impiden este avance. Y es que de hecho, estas parábolas del Reino fueron dichas
para paliar el posible desánimo de los discípulos al ver que el anuncio inicial
de Jesús "el Reino de los Cielos está cerca", no era tan evidente ni
claro como ellos imaginaban y deseaban.
En cuatro escenas sucesivas,
colocadas entre una descripción de la siembra (v. 3) y una descripción de la
recolección (v. 8), la parábola propiamente dicha se interesa, sobre todo, por
la suerte reservada a la semilla en los cuatro terrenos diferentes. Las escenas
están dispuestas de manera progresiva y optimista, para desembocar en la visión
de la fructificación extraordinaria de la semilla.
El tema de la cosecha, imagen
de los últimos tiempos, es tradicional en Israel (Jl 4. 13); lo nuevo es la
insistencia en las laboriosas siembras que la preparan. Jesús, pues, suaviza
ligeramente el matiz escatológico de la venida del Reino (cosecha) subrayando más
bien las condiciones difíciles de su realización. Proclama la venida del Reino,
pero insiste en la lentitud de su instauración y en la dificultad de su
maduración.
San Mateo conoce todo lo que va a ocurrir con la
semilla, símbolo de la Palabra. No hay más que un solo motivo que pueda
explicar la esterilidad de una semilla echada en la tierra o la ineficacia de
la Palabra predicada a los judíos: la pobreza del suelo que recibe el grano, o
en otras palabras, las malas disposiciones de los oyentes.
En cuanto a estas malas
disposiciones, Mateo dice varias cosas. En primer lugar, las nombra:
inconstancia, afanes de este mundo, seducción de la riqueza. Ve en ello,
además, el efecto de la actividad disimulada del Maligno (una causa entre
otras). Porque advierte sobre todo que la Palabra se halla en el centro de un
conflicto. Hay persecuciones que hacen vacilar a los oyentes inconstantes y que
son provocados por la Palabra. Esta tiene, asimismo, adversarios que luchan
encarnizadamente contra ella, en un conflicto permanente. Y es que el fracaso
que Jesús conoció, mal recibido por los judíos incrédulos, lo experimenta la
Iglesia a su vez; pero el profeta Isaías había ya pasado por esa dolorosa
experiencia (v. 14/15). El combate de la Palabra y de la incredulidad viene
desde los más remotos tiempos de la historia del pueblo de Dios y parece que ha
de durar tanto como esa historia.
¿Cuál es su final? Este combate
lleva a fracasos repetidos que preocupan al evangelista. Pero al autor le
interesa más otra cosa: el éxito maravilloso que, en último término, obtiene la
proclamación de la Palabra.
Porque el Evangelio, rechazado,
perseguido, combatido ya ha "triunfado". En el seno de un mundo
incrédulo, existe hoy una comunidad de discípulos. El inmediato entorno de
Jesús era, en un principio, el signo modesto de un cierto éxito de la palabra
de Jesús; pero a partir de entonces, todos aquellos que en todos los tiempos,
especialmente hoy, se tienen por discípulos de Jesús, son signos de que la
Palabra da sus frutos. Tras el "vosotros" (v.11), se oculta, en
efecto, toda la Iglesia, se oculta incluso el auditorio que escucha hoy nuestro
comentario del Evangelio.
En la parábola de hoy el
protagonismo es para el "sembrador" y la "semilla
sembrada". "El que la escucha", "acepta", "entiende",
aparece porque es destinatario de "la semilla", de "la
Palabra". No podemos perder de vista, pues, que todo parte de un don. La
semilla del Reino ya ha sido sembrada. Y sembrada generosamente, en todas
partes. Y además, dará fruto como sea, quizás en los lugares más inesperados.
Para nuestra vida.
En
la primera lectura se nos recuerda como la palabra divina sale amorosa al
encuentro del hombre para operar su liberación, pero es absolutamente necesario
que el ser humano se abra a la palabra. Es preciso oír, escuchar, alargar las orejas...,
y buscar a la Palabra, al Señor (55, 1. 2. 3. 6). Si su palabra cala en nosotros,
el fruto será abundante .
Nuestra sociedad occidental se
empeña en vivir sólo de pan. Se da una búsqueda afanosa por el bienestar,
confort, mejora de vida... Y esta ansiedad... se convierte muchas veces en
nuestra más sutil esclavitud. Siempre será necesario el recordar las palabras
del Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre..
El texto bíblico nos recuerda
que así como la lluvia que baja del cielo no vuelve a él sin antes empapar y
fecundar la tierra, así la Palabra divina
no vuelve sin cumplir su
cometido. La palabra de Dios es el plan de Dios, sus eternos designios de
salvación. Plan y designios que se manifestaron y realizaron en Cristo, su
palabra encarnada. Nosotros sabemos que la Eucaristía es esa palabra bajada del
cielo, salida de Dios y ofrecida en sacrificio y alimento a cuantos en esta
vida tienen hambre y sed de justicia, de realidad, de amor, de Dios.
En
el salmo de hoy, salmo de acción de gracias, se reconocen las obras de Dios en
nuestra vida.
Obras a través de las cuales Dios nos sacia de sus bienes, desde su poder. Cuando uno ha experimentado la más
absoluta falta de amor profundo, una soledad que con nada puede ser combatida,
una crisis existencial… sólo es en ese momento de la vida cuando uno se ve en
la tesitura de plantearse cosas en el ámbito espiritual que hasta entonces no
se había planteado. Y uno se da cuenta de que no está solo, de que somos un
pueblo elegido por Dios, que nunca nos abandona. Porque el sufrimiento es un
misterio para el cristiano. No todo se puede explicar desde la razón, más si
cabe cuando sabemos que el Señor habla al corazón del hombre. Pero cuando uno
experimenta, apoyado en la oración de salmos como éste que nos ocupa, que Dios
sale fiador y salvador, es en ese momento cuando el corazón exalta de gozo en
alabanzas a Dios.
El Señor se nos muestra en la
historia. A través de los acontecimientos nos habla. Esos acontecimientos son
los signos de los que habla el cántico. Sólo el que tiene abiertos los ojos en
su vida es consciente de ello. A pesar de que al hombre no se le oculta la
acción divina, pues está en los libros de historia y la gran tradición que ha
llegado hasta nuestros días y ha configurado nuestra cultura, no siempre el
hombre reconoce en ello al Señor.
Y ¿cuál es la mayor prueba del
poder del Señor? La Creación. Por eso se alude al poder y la potencia de Dios
sobre la Tierra, sobre el mar, sobre el caos del hombre. El triunfo sobre la
muerte, sobre el sufrimiento.
Brota entonces del corazón un
reconocimiento a la obra de Dios, a su justicia que es distinta a la nuestra.
Esa justicia que hace brotar de la muerte la vida, esa justicia que nos entregó
a Jesucristo para nuestra redención. Como decía Juan Pablo II en una catequesis
sobre este salmo, al final aparece una imagen preciosa de la primavera, atrás
queda el desorden y el caos de una vida sin Dios (Audiencia general del
miércoles 6 de marzo de 2002).
San Juan Pablo II comentando
este salmo nos recuerda, "3. En esta celebración de Dios Creador, encontramos
un acontecimiento que querría subrayar: el Señor logra dominar y acallar
incluso el tumulto de las aguas del mar, que en la Biblia son símbolo del caos,
en oposición al orden de la creación (cf. Job 38, 8-11). Es una manera de
exaltar la victoria divina no sólo sobre la nada, sino incluso sobre el mal:
por este motivo, el «estruendo del mar» y el «estruendo de las olas» es
asociado al «tumulto de los pueblos» (cf. Salmo 64, 8), es decir, la rebelión
de los soberbios.
....
San
Agustín lo comenta de manera eficaz: «El mar es imagen del mundo presente:
amargo a causa de la sal, turbado por tempestades, donde los hombres, con sus
ambiciones perversas y desordenadas, parecen peces que se devoran unos a otros.
¡Mirad este mar proceloso, este mar amargo, cruel con sus olas! No nos
comportemos así, hermanos, pues el Señor es la "esperanza del confín de la
tierra"» («Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 475).
....
La
conclusión que nos sugiere el Salmo es sencilla: ese Dios, que acaba con el
caos y el mal del mundo y de la historia, puede vencer y perdonar la malicia y
el pecado que el orante lleva en su interior y que presenta en el templo con la
certeza de la purificación divina. " (San
Juan pablo II. Audiencia del Miércoles 6 de marzo del 2002)
Ojalá este cántico a la Gracia
de Dios se haga realidad en nuestras vidas para que demos testimonio de que el
Señor es fuerte y está presente en medio de nosotros.
En
la segunda lectura, siguiendo el tema de la vida en el Espíritu, pasa San Pablo
a hablar de las consecuencias, de esa vida. Una de ellas, quizá la más importante, es la
condición de hijos de Dios (vs. 15-17).
Esta condición filial
realísima, sin embargo, no ha explotado toda su virtualidad y en el tiempo
presente todavía es objeto de esperanza en ciertos aspectos. De ello trata esta
pericopa.
Compara San Pablo la
experiencia presente actual, tanto del hombre como del mundo, con la futura.
Evidentemente, todavía hay mucho de dolor, frustración, angustias, etc. No
conviene negarlo o disminuirlo para no caer en un angelismo fuera de lugar.
Pero hay, para quien tiene esas primicias del Espíritu, una perspectiva mejor.
No precisamente alienante o que haga evadirse del mundo, sino que confiere
esperanza y sentido para afrontar lo negativo. Es importante subrayar esa
seguridad del porvenir. El cristiano no simplemente espera algo futuro, sino
que tiene la garantía absoluta de ello en virtud de la presencia del Espíritu.
Para San Pablo ya no se trata solamente de los
hombres, sino del universo entero. La creación había sido puesta por Dios en
manos del hombre y este estaba sometido a Dios. Pero, habiendo roto con Dios, también
se desbarató la relación del hombre con la creación. Ahora, pues, también la
creación espera expectante la liberación, que empieza por la liberación del
hombre.
La imagen de los dolores de
parto, que utilizaban algunos filósofos griegos para hablar del renacimiento de
la naturaleza en primavera, le sirve a Pablo para expresar la situación de toda
la creación.
A pesar de haber recibido el
Espíritu, aún gemimos como la creación, porque aún no ha llegado a plenitud la
liberación total, la filiación. Pero ya poseemos las primicias de ella: los
primeros frutos de la cosecha se ofrecían a Dios simbolizando la consagración
de toda la cosecha, pero a la vez significaban la prenda de lo que tenía que
venir.
En el momento actual, de
sensibilidad ecológica, seguramente que este texto tendría que hacer replantear
a los cristianos su relación con la naturaleza: los hijos de Dios tienen que
tratar con solicitud el mundo que Dios les ha dado para que lo habiten.
Hoy
el evangelio nos presenta la parábola del sembrador, es muy clara en su
sentido: el Reino ha sido sembrado, es cierto que se pierde mucha simiente,
pero también es verdad que hay mucho fruto.
Después, la explicación
alegórica permite ampliar este sentido inicial haciendo jugar la contribución
de los hombres para que el Reino avance: el Reino avanza "a medida
humana", según lo que los hombres hagan; pero, con todo, este avance es
seguro, ya que existen hombres que son tierra buena, y el fruto acaba siendo
abundante (unos cien, otros sesenta, otros sólo treinta, pero, no obstante,
abundante). Jesús nos dice que el Reino avanza.
La parábola nos conduce a reflexionar sobre cómo acogemos nosotros
"la predicación del Reino". Fijémonos en las tres disposiciones
negativas:
1)Los que no lo entienden: los
que no tienen interés en aceptar que el Reino exige cambios en la vida, y creen
que lo que se anuncia es ya lo que ellos hacen, sin darse cuenta de que se
trata de otra cosa (¿para cuántos ser cristiano quiere decir, por ejemplo, ser
personas de orden y neutrales ante cualquier mejora social seria?
2)Los inconsistentes: los que
saben bien qué es el Reino y lo defienden y están ilusionados, pero que se
volverán atrás cuando vean que les afecta su vida (continuarán sin hablar con
el vecino; en casa continuarán diciendo que "aquí mando yo...").
3)Los que están en manos de la
riqueza: tanto los muy ricos como los que viven pendientes de cómo podrán vivir
mejor, y que no son capaces de sacrificar nada de esa búsqueda del bienestar ya
que según ellos "es muy importante poder tener tal cosa o tal
otra..." Para ser tierra buena no podemos ser ninguna de las tres malas
tierras que acabamos de describir.
San Mateo se fija en los discípulos de
Jesús; los ve vivir en medio de un mundo (v.38) incrédulo: "aquellos
que..." (v.12). Los ve, sin embargo, colmados: "A vosotros es
dado". Y puesto que en ellos el "don" se ha demostrado eficaz,
se les da cada vez más: "A quien tenga se le dará". Este don
pródigamente concedido es el de un conocimiento supremo: "conocer los
misterios del Reino de Dios". Este conocimiento ilumina toda la vida;
gracias a él, sabrán los discípulos hacer las opciones que se imponen y
participar como conviene en el combate de la Palabra. Y es cierto que tras la
explicación de las vicisitudes que atraviese el Reino al implantarse en el
mundo, se oculta un mensaje decisivo: el mensaje pascual. Porque la aventura de
la Palabra, constantemente desdeñada, perseguida pero siempre viva y eficaz,
semejante al grano de trigo que debe "morir" para dar fruto (Jn12,24),
¿no es el misterio de Pascua? El conocimiento de tales misterios es un
privilegio del que los cristianos ser conscientes. Lo que los cristianos oímos
en la proclamación del Evangelio, lo que vemos en la experiencia cristiana, hay
muchos hombres que no pueden verlo ni oírlo. Aun los Profetas, esos
privilegiados del A.T. y con ellos, por lo tanto, todo el pueblo de la Antigua
Alianza, no pudieron, a pesar de sus deseos, obtener semejante revelación de
los "caminos" de Dios, de los secretos de su Reino.
Desde esta perspectiva la Eucaristía
dominical es campo en el que Dios
siembra para que demos fruto a lo largo de la semana; y también como campo
donde recogemos los frutos de lo que hemos vivido la semana anterior. Demos
gracias a Dios por todo ello.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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