Comentarios a las lecturas del VII Domingo de Pascua Solemnidad de la Ascensión del Señor 2 de
junio de 2019
El VII Domingo
de Pascua acoge, desde hace ya bastante tiempo, a la Solemnidad de la Ascensión.
En algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue situada en el jueves de la
VI Semana, como lo fue antiguamente. En nuestro entorno social, parece oportuna
su posición en la Asamblea Dominical pues, sin duda, engrandece al domingo,
pero también el domingo –el día del Señor—universaliza la celebración.
En la fiesta
de la Ascensión celebramos que Jesús ha sido levantado por Dios y rehabilitado
ante los ojos de sus discípulos. Celebramos que Jesús ha vencido la muerte, que
es el último enemigo. El que padeció y murió bajo el poder de Poncio Pilato es
hoy el que vive "por encima de todo principado, potestad, fuerza y
dominación". Celebramos que ha resucitado no para volver a morir o
regresar a un mundo dominado por la muerte, sino para ir "más allá".
Jesús ha llegado a su destino, se da inicio al
camino de nuestra esperanza, como adelantado y cabeza de todos los que se
salvan, como primicia de la nueva humanidad. Si Jesús ha ascendido, también
nosotros ascenderemos hasta llegar a la altura de los ojos de Dios, a cuya
semejanza hemos sido creados. Porque también nosotros le veremos tal cual es,
cara a cara.
Contamos en
los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos
del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Lucas,
autor también de los Hechos.
San Cirilo de
Alejandría reflexiona así acerca de la Ascensión: «El Señor sabía
que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los
amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para
nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes
era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y
nunca ningún ser creado había penetrado en este dominio santísimo de los
ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas.
Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de
la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre
que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo
inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros
un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)». (San Cirilo de Alejandría).
En la primera lectura de los Hechos de los
apóstoles ( Hch 1,1-11), se nos va a narrar de manera muy plástica la subida de
Jesús a los Cielos.
El libro de
los hechos de los Apóstoles comienza con el relato de la subida (ascensión) de
Jesús junto al Padre .
Los cinco
primeros capítulos de este libro muestran, con pocas pero bien elegidas
imágenes, los primero días de la iglesia de Jesús en Jerusalén; se trata del
tiempo en que los doce apóstoles dirigen solos, sin ayudantes, la vida de la
comunidad, es decir, de los primeros discípulos. El acento (de esta actividad)
reside siempre en la referencia al Espíritu Santo, la fuerza que dominaba en la
iglesia primitiva y capacitaba a los apóstoles a cumplir el encargo de Jesús.
Los primeros
versículos enlazan con el evangelio, del mismo autor, indicándose igualmente
que también está dedicado al mismo amigo de Lucas. Pero lo primero importante
que aparece es el encargo de Jesús a los apóstoles sobre la espera del Espíritu
Santo: precisamente por la despedida de Jesús, el Espíritu Santo entra más de
lleno en el campo de mira y actuación de los apóstoles.
En la versión
de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la
misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas
como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser
comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40
designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida
proporcional y no cronológica. la imagen de la nube no se debe tomar en sentido
material. Para Lucas la nube es solamente el signo de la presencia divina, como
lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. No se trata en modo alguno de
un fenómeno meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de
Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el
mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de
Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
San Lucas da al
acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como
"arrebatado" (v. 11) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea
de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no
corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) En el texto aparece
un detalle de mucho interés que expone, por otro lado, cuál era la posición de
los discípulos el mismo día en el que Jesús se marchar, va a ascender al cielo:
esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la
maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso
del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que
Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo: "Cuando el Espíritu
Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Fijémonos en la llamada a los apóstoles al realismo del que
querían evadirse (v. 11). Es muy significativa la advertencia de los ángeles
que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11). Sin duda San
Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo
piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está
presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el
servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia
comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en
adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles
revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la
separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia.
Cuando Jesús
subió al cielo, los apóstoles se quedaron plantados, inmóviles, mirando hacia
arriba, hacia donde Jesús había marchado. Hasta que unos mensajeros del cielo
les hicieron volverse de nuevo a la realidad de la tierra: "galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando
al cielo?" Y es que el que se marchaba no lo hacía para desentenderse
de los problemas de los hombres. Los que habían tenido la suerte de conocer a
Jesús, de recorrer con él los caminos de Palestina, no podían guardarse para
ellos su experiencia. Lo que ellos sabían, lo que ellos habían experimentado,
no era sólo para su provecho personal. Su amistad con Jesús no era un
patrimonio que pudiera disfrutarse de modo exclusivo. Jesús los había elegido "para
que estuvieran con él y para mandarlos a predicar", y éste era el momento
de emprender la tarea: "Id por el
mundo entero proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad". Es
toda la humanidad la destinataria de la Gran Noticia que, en primicia, habían
escuchado antes que nadie los discípulos. Pero no podían quedársela para ellos:
perdería todo su sentido.
El responsorial de hoy es el salmo 46 ( Sal 46,2-3.6-9), en el se aclama a Dios como rey universal; parece oírse
en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga
las naciones. En su origen este texto es un himno litúrgico para la
entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende
entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en
que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Canto de uno
de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", Jerusalén festejaba a
"su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el
fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba"
hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de
"mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su
realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su
pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella
significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde
siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma,
Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo.
Se veía a Dios
como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo",
"sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (él somete las
naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra
venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se
hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre:
"¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos
en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte:
"¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"...
"¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la
muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal
como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" -
"Santo".
Canto de audacia
para pensar y decir que su rey, su Dios... era el rey de toda la tierra!
Audacia para "gritar" que su rey era victorioso, cuando toda la
historia de Israel nos muestra un pueblo "ocupado" y
"sometido" a vecinos que le exigen rescate.
Nosotros con
este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección.
El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su
heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la
humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que
«subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la
Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar
a Dios con gritos de júbilo.
El salmo 46
tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por
medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y
su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la
Tierra Prometida.
El salmo, nos ayuda a asistir al momento
culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y
glorificación.
El texto comienza con una invitación al aplauso y a la alegría, motivada
por la contemplación de la grandeza de Dios: «Aclamad a Dios con gritos de
júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra» (vv
2ss). Se exalta la trascendencia de Dios y su primado sobre todas las
criaturas, que pone al hombre en estado de estupor y de veneración. Todos los pueblos, puestos delante de Dios en señal de sumisión,
reconocen en Dios al «rey del mundo» (v 8).
La segunda parte del salmo es una nueva invitación a la alabanza y al
canto por la realeza del Señor, que «se sienta en su trono sagrado» (v 9).
En la segunda lectura (Ef 1,17-23), de hoy, hemos
oído como San Pablo es llamado por el Señor a sumarse a aquellos Apóstoles que
cumplen fielmente la misión confiada a ellos por el Señor. El “Apóstol de los Gentiles” escribe a los efesios de
Aquel a quien el Padre, luego de resucitarlo de entre los muertos, ha «sentado a su diestra en los Cielos»,
sometiendo todas las cosas bajo sus pies y constituyéndole «Cabeza suprema de
la Iglesia, que es su Cuerpo»
La sabiduría
que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural
ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento, pero considerablemente
ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la
ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una
explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de
la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la
miseria de la resistencia humana ; es por último el descubrimiento del poder de
Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza
nuestra propia configuración.
San Pablo se
detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe
mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no
es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su
voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de
cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde
ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una
esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de
Jesucristo.
El poder de
Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que
desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de
todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23).
Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan
ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo.
En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor
del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente
sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya
indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de
Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda
la humanidad. La expresión "todo en todos" sugiere que este
receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas
sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4,
11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la
humanidad.
contemplamos a los Apóstoles que se encuentran
reunidos en Jerusalén cuando el Señor resucitado se presenta a ellos por última
vez. El Señor encomendó a los Apóstoles la misión de
anunciar la salvación y reconciliación «a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén» (Lc
24,47; ver Mt
28,19-20).
En el Evangelio de San Lucas, con las últimas
palabras que el Resucitado dirige a los Apóstoles los instruye sobre el
universalismo de la voluntad salvadora de Dios a partir de su propio testimonio
(24,46-48) y les promete el Espíritu Santo (24,49). Este es el contenido de la
primera y la segunda parte. Luego, antes de irse, eleva sus manos y los bendice
(24,50-51) –tercera parte- a lo que los Discípulos reaccionaron postrándose y
alabando a Dios, con gran alegría (24,52-53), argumentos de la cuarta y última
parte.
En la primera parte (24,46-48) vemos que lo primero que hace Jesús es
recordarles la importancia del kerigma misionero: “el Mesías debía sufrir y
resucitar de entre los muertos al tercer día y comenzando por Jerusalén, en su
Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de
los pecados. Vosotros seréis testigos de todo esto”. Estas son las palabras del
primer anuncio salvador, pero con un añadido.
Se anuncia la salvación para todos los pueblos por la Pasión y Resurrección
de Cristo, este es el objetivo de toda evangelización que “comenzando desde
Jerusalén” no debía descansar hasta abarcar “todas las naciones”. Se anuncia
“conversión para el perdón de los pecados”. La conversión (decisión de cambiar
de vida) aparece como el presupuesto para el perdón de los pecados.
La salvación comienza a predicarse en Jerusalén porque “la salvación viene
de los judíos” (Jn 4,22b). Sin embargo, en Abraham ya fueron bendecidas todas
las naciones: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3);
así que empezando por Jerusalén debe llegar hasta el último rincón de “los
confines del mundo” (Mt 28,20b) conocido.
Además de los límites, Jesús da el modo. La proclamación debe hacerse “en
su nombre”. Parece querer darles la clave de la eficacia. No ir solos ni con las
solas fuerzas humanas. Sino conscientes de que están cumpliendo un encargo suyo
y todo debe quedar bajo su acción. El nombre de Jesús es su presencia activa,
es el único que tiene poder y fuerza salvadora: “Porque no existe bajo el cielo
otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch
4,12). Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús cuentan con la promesa
“Yo estaré siempre con vosotros” (Mt 28,20a).
En la segunda parte (24,49) vemos como inmediatamente después de decirles
que ellos deben ser testigos de la muerte y la resurrección como del encargo
misionero, viene la promesa de la “fuerza de lo alto”: “Y yo os enviaré lo que
mi Padre ha prometido. Permaneced en la
ciudad, hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. He aquí
del texto, centrado en la promesa del Padre que evidentemente prepara el relato
de Hch 2: la venida de Espíritu Santo en Pentecostés. El “Yo” de Jesús suena
como el de quien tiene autoridad y derecho de libre disposición.
Para recibirlo, los apóstoles tenían que “permanecer en la ciudad” y,
mientras tanto, reflexionar y meditar la Palabra, perseverar unánimes “en la
oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y sus
hermanos” (Hch 1,14). La “ciudad” es Jerusalén, el centro de la obra de Lucas,
el lugar de la Pasión del Señor, de la Resurrección, de la Ascensión y hasta de
la venida del Espíritu Santo. Allí, los apóstoles serán “revestidos con la
fuerza que viene de lo alto”. Sólo con la fuerza del Espíritu se puede
continuar la obra de Jesús.
Luego de esta promesa, en la tercera
parte (24,50-51) del texto, se describe propiamente la Ascensión, pero ya
en otro escenario: “Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania”.
Lucas precisa que la Ascensión fue en la cercanía de Betania que, como
especificará en el libro de los Hechos, queda en “el monte de los Olivos… a una
distancia entre ambos sitios que es la que está permitida recorrer en el día
sábado” (1,12).
El que todavía no había bendecido nunca a sus apóstoles, ahora les da una
bendición solemne: “Y elevando sus manos, los bendijo”. El acto de elevar las
manos y bendecir muestra a Jesús como Sacerdote realizando un gesto litúrgico.
Jesús se despide para ir al cielo pero no sin dejar la bendición que se da en
Él mismo: en la descendencia de Abraham -Jesucristo- “serán bendecidos todos
los pueblos de la tierra” (Hch 3,25). El evangelio de Lucas comienza con un
sacerdote -Zacarías- que por dudar no pudo bendecir a su Pueblo (1,22) pero
termina con un nuevo y eterno Sacerdote -Cristo- que acaba su obra impartiendo
su bendición. Aquella liturgia inacabada, a partir de la Ascensión, verá su
pleno cumplimiento.
Antes de separarse de ellos, les imparte toda la fuerza del Crucificado –
Resucitado: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”.
Aunque físicamente se separe, la acción continúa: su bendición queda con ellos
y llega hasta nosotros. Lucas deja claro que estamos frente al momento de la
despedida de Jesús, los días de las apariciones del Resucitado han acabado.
Todo lo que había ocurrido después de su
Resurrección apareciéndose, ya no volvería a suceder. La glorificación de Jesús
se expresa en el símbolo espacial de “ser llevado al cielo”. Con él se cierra
el ciclo de las “apariciones”.
La cuarte parte (24,52-53) empieza describiendo una actitud: “Los
discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con
gran alegría”. Los apóstoles se postran ante el Señor que, con sus manos en
alto y bendiciéndolos, se aleja.
Para nuestra vida.
La Ascensión es el final de una etapa, en la que Jesús
quiso pasar por la tierra para construir la Nueva Alianza y poner en marcha el
camino hacia al Reino. Bajó primero y volvió, luego, al Padre. Y de acuerdo con
su promesa sigue entre nosotros. Su presencia en el Pan y en Vino, en la
Eucaristía, es un acto de amor supremo. Y nadie que reciba con sinceridad el
Sacramento del Altar puede dejar de sentir una fuerza especial que ayude a
seguir junto a Jesús y a consolidar el perdón de los pecados. Hoy debemos
reflexionar sobre cómo ha sido nuestro camino en la Pascua, de cómo hemos
reconocido en el mundo, en la vida, en la naturaleza, el cuerpo de Jesús
Resucitado. Y de cómo, asimismo, nosotros hemos subido un peldaño más en la
escala de la vida espiritual.
Meditando las
lecturas de hoy, descubrimos cuál es nuestro destino, tenemos un camino para
correr, es posible ya el caminar con esperanza; pero ahora es necesario dar
alcance, paso a paso, al Cristo que se fue para que nosotros pudiéramos
caminar. Cristo se va, y así comienza la hora de nuestra responsabilidad, la
hora de escuchar y asimilar las palabras del Señor y recordarlas una a una, de
realizarlas en este mundo, hasta que todo llegue a la plenitud y a la
perfección que ya se ha realizado en Cristo. No pasamos por el mundo, ha de
pasar el mundo con nosotros al Padre. La responsabilidad cristiana no es sólo
responsabilidad ante Dios de nuestros mismos, sino responsabilidad que asumimos
del mundo entero, que Dios ha puesto en nuestras manos para llevarlo a su
perfección.
La primera lectura nos sitúa ante el final de la
vida terrenal de Jesús y su partida al cielo.
Fijémonos en la
posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a
ascender al cielo; ellos esperaban todavía la construcción del reino temporal
de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la
cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la
verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el
Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés –que celebramos el próximo domingo—
cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser
después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino
de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis
fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta
los confines del mundo".
Cuando
escuchamos hoy la interrogación
“¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?":
descubrimos que no estamos llamados a la evasión de la realidad y al
encantamiento. Creer en la ascensión de Jesús no es quedarse con la boca
abierta y los brazos cruzados. Es entrar en acción, es hacerse cargo de la
misión recibida, es poner a trabajar la esperanza hasta que el Señor vuelva y
se manifieste la gloria de los hijos de Dios. Si la vida de Jesús, de
obediencia al Padre hasta la muerte y de entrega a los hombres sin ninguna
reserva, se revela como ascensión a los cielos, los que nos llamamos cristianos
y le seguimos sólo podemos tener la misma experiencia si vivimos como El. Si le
seguimos con la cruz a cuestas: por la cruz a la luz.
¿Somos capaces de llevar a cabo la ingente y difícil
tarea encomendada por Jesús a sus discípulos y que llega hasta nosotros, la
tarea de predicar el evangelio a todas
las gentes?
Hoy debe
animarnos especialmente la certeza de que el Señor está con nosotros todos los
días hasta el fin del mundo, como leemos en el evangelio. Es el Espíritu de
Jesús de Nazaret, el Espíritu de Dios, el que queremos que nos guíe y guíe a su
Iglesia hoy y siempre, hasta el final de los tiempos.
Las palabras " Yo os
enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que
os revistáis de la fuerza de lo alto", nos recuerdan que no tenemos que
esperar hasta la segunda venida del Señor para empezar a disfrutar de la fuerza
salvadora del Espíritu. Dios ya está entre nosotros y es su Espíritu el que nos
guía. La fiesta de la Ascensión es consecuencia directa de la fiesta de la
Resurrección y está íntimamente unida a la fiesta de Pentecostés. Las tres
fiestas forman, como una unidad indisoluble, la Pascua del Señor. Con su
resurrección, Cristo nos regaló la victoria sobre la muerte, con su ascensión
nos enseñó a buscar las cosas de arriba y con el envío de su Espíritu nos
infundió fuerza y vigor para no desfallecer ante las dificultades.
Los cristianos
deberíamos vivir siempre en el espíritu de la Pascua, porque, aunque el Cristo
histórico se fue, nos ha dejado su espíritu por siempre con nosotros y entre
nosotros. La Resurrección nos ha ofrecido el testimonio de la divinidad del
Señor Jesús. Pero, al igual que ocurrió con los Apóstoles, nos falta todavía
algo para entender mejor al Salvador. Sabemos que ha resucitado y "que el
Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de
sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón,
para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama", como dice
San Pablo. Pero este Dios Padre, además, "desplegó en Cristo,
resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por
encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo
nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
¿Qué hacéis
ahí plantados, mirando al cielo? Lo que quisieron decir a los
apóstoles los dos hombres vestidos de blanco, y lo que quieren decirnos hoy a nosotros,
es que ahora es el tiempo de la Iglesia, es nuestro turno. Ya no podemos
quedarnos parados, mirando al cielo, esperando que sea Dios, en persona, el que
baje a la tierra a solucionar nuestros problemas de cada día. Dios quiere que
seamos nosotros, en nombre de su Hijo y guiados por su Espíritu, los que
hagamos posible la realización de ese Reino que nuestro Maestro inició e
instauró ya en la tierra.
Ya las
primeras comunidades cristianas tuvieron muchas dificultades para seguir siendo
fieles al mandato que el Maestro les había hecho antes de despedirse, el
mandato de seguir predicando el evangelio del Reino. Ante tantas dificultades,
algunas comunidades estaban perdiendo su prístino fervor y entusiasmo. El autor
de esta carta a los Hebreos les anima a no desanimarse, a no perder nunca la
esperanza, porque Dios va a seguir siendo fiel a su promesa. No debían olvidar
que también el Maestro, el sumo sacerdote de la Nueva Alianza, había tenido que
sufrir mucho para ser fiel al mandato de su Padre.
El Maestro,
antes de despedirse, les había prometido su intercesión ante el Padre, desde el
mismo cielo. Nosotros ahora, en este siglo XXI en el que nos toca vivir,
también tenemos problemas y dificultades para predicar el evangelio de Jesús;
no nos desanimemos, no perdamos la esperanza, porque Jesús sigue intercediendo
por nosotros ante el Padre, y nuestro Dios es un Dios fiel a sus promesas.
El salmo de hoy expresa
lo propio de la liturgia de la fiesta de la Ascensión, una atmósfera extática,
de júbilo, de exultación casi infantil, pero contiene una realidad inmensa y
un mensaje potente: «Dios reina sobre
las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Dios, Dios. Esta
repetida afirmación del nombre de Dios pretende brindar el sentido de su
absoluta superioridad sobre todo y, especialmente, de su inquebrantable
fidelidad: «Dios se sienta». Dios está, en la plenitud de su ser, en su
majestad, en la luz gloriosa de su santidad.
San Agustín nos lo describe espléndidamente: «¿Qué es el júbilo, sino la
alegría que admira y no puede ser expresada con palabras? Los discípulos,
cuando vieron subir al cielo a aquel a quien habían llorado muerto, se quedaron
maravillados y llenos de alegría; como para expresar esta alegría no bastaban
las palabras, no les quedaba más remedio que expresar con el júbilo aquello que
ninguno de ellos podía explicar».
Visto ya cómo
Israel vivió este salmo, y cómo la Iglesia lo aplicó a Cristo (Cristos, en
griego significa precisamente "el ungido" el "rey"), toca a
cada uno de nosotros hacer una oración "actualizada", personal y
colectiva. Para esto, nadie nos puede reemplazar: podemos hacer simples
sugerencias...
La ascensión,
alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Dios
ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo
sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que
obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la
plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará
un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la
creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros.
Cuando el
hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio
"de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra
justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los
pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre
arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición
"real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la
"promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para
actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no
trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con
generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el
sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad,
debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta
empresa.
Pueblo
elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En
este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo
"particularista" (la convicción de ser un pueblo separado,
"preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo
universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No
se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad
de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es
un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión
tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las
naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El
cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva.
La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra:
"los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre
vosotros" (Marcos 10,42).
Gritos de
alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La
liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente
mudos y fríos.
Debemos ser de
aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una
invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan,
sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey.
Dios, el gran rey... el Altísimo... Un día seremos
deslumbrados por esta grandeza divina. Ahora, Dios es extrañamente discreto e
invisible. Nada impide que anticipemos este día... Desde hoy.
La segunda lectura nos recuerda la cercanía del
Espíritu, que debe de servir como colofón de todo el venturoso
tiempo de Pascua.
Esta lectura
ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total de
Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión,
que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente.
Aquí se habla
de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la
Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es
trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo
mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la
glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.
Se trata de
fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien
aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas
independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este
Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará
completa la obra del Señor Jesús.
La
Resurrección nos ha ofrecido el testimonio de la divinidad del Señor Jesús.
Pero, al igual que ocurrió con los Apóstoles, nos falta todavía algo para
entender mejor al Salvador. Sabemos que ha resucitado y "que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.
Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza
a la que os llama", como dice San Pablo. Pero este Dios Padre, además,
"desplegó en Cristo, resucitándolo
de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo
principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre
conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
San Pablo pide
para los fieles de Éfeso y para nosotros creyentes del siglo XXI "espíritu de sabiduría y revelación"
para conocer la esperanza a la que estamos llamados, la herencia de la que
somos hechos partícipes y el poder de Dios que se manifestó poderosamente en
Cristo, en su Resurrección y Ascensión, y que actúa ahora en nosotros. Es la
herencia de Cristo recibida por la Iglesia.
Dice San
Pablo: "Y todo lo puso bajo sus
pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo,
plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la herencia de Jesucristo.
Esperemos que la oración de San Pablo alcance también para nosotros la luz que
necesitamos para comprender lo que hoy celebramos. Más aún, como dice Pablo,
los que siguen a Jesús no quedan descolgados, sino que han sido sentados con él
a la diestra del Padre. Porque si Jesús, que es nuestra cabeza, una vez
ascendido al Padre resulta ya inaccesible a la muerte y a los que matan el
cuerpo, así también en cierto modo los que le siguen. La vida y el destino de
los que creen en Jesús está escondida en Dios y nada ni nadie podrá arrancarlos
ahora del amor entrañable que Dios les tiene. Una razón poderosa para vivir sin
desaliento y sin miedo.
Es muy necesario, leer y meditar, todo esto
para sentirnos más cerca de Jesús y de su Iglesia.
En el evangelio se nos
plantea como la comunidad cumple
obedientemente el último encargo del Señor: “volvieron a Jerusalén”. Pero los
apóstoles y amigos de Jesús, lejos de quedar tristes por su partida, regresaron
“con gran alegría”. Recibiendo la bendición, confiando en la fuerza que
vendría de lo alto, viendo la gloria que seguro tendría el Resucitado mientras
ascendía e imaginando su entrada triunfal en el cielo, Lucas da testimonio de
la alegría que los inundaba. Este era el sentir de los apóstoles y discípulos
aquel día de la Ascensión.
La alegría también une el comienzo con el final del Evangelio. Cuando el
Ángel del Señor le anunció al sacerdote Zacarías el nacimiento de Juan
Bautista, le dijo: “El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se
alegrarán de su nacimiento” (1,14). El nacimiento de Jesús también fue
acompañado de un mensaje gozoso: el Ángel dijo a los pastores: “No temáis,
porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo”
(2,10). El Evangelio es una noticia feliz desde el principio hasta el fin.
Además, Lucas también quiere finalizar su Evangelio en el mismo escenario
donde lo había empezado. El Templo, como lugar de culto (1,9) era asimismo
“casa de oración” y así lo expresa en su último versículo. Dice que los
discípulos “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. Notemos
que los discípulos en vez de volver a sus casas vuelven al Templo. En el
evangelio de Lucas el tema del Templo es un tema transversal: comienza con
aquella escena en el Templo (la oración de Zacarías y del pueblo: 1,8-10) y
termina en ese mismo Templo con esta oración de alabanza y llena de alegría de
los discípulos (24,52-53). El Templo fue por vario tiempo lugar de oración y de
reunión de la comunidad.
Allí resuena la alabanza a Dios que, hasta la segunda venida del Señor,
deberá ser ininterrumpida. Aquella alabanza que comenzaron los pastores ante la
Encarnación de Jesús: “Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido”
(Lc 2,20), ahora la retoma la comunidad de testigos del Resucitado que vuelve
al Padre y se une a la “multitud del ejército celestial que alaba a Dios
diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres
amados por Él»” (2,13-14).
El desafío de la actitud constante de la alabanza, en cada uno de nosotros
queda planteado.
Este es el
tiempo de la iglesia, tiempo de los creyentes. Entre el Señor que marcha y el
que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda
fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los
apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de
la parusía. Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el
mundo de la comunidad de Jesús.
Es el tiempo
de la responsabilidad de los creyentes.
Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la
iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones. El Reino
tenemos que construirlo nosotros mismos, si bien Dios con su providencia
amorosa velará por ayudarnos. Ahora nos toca a cada uno de nosotros asumir la
misión que Dios nos encomienda.
La gran
tentación que tenemos es quedarnos parados mirando al cielo: "¿qué hacéis
ahí plantados?". Hoy día también somos tentados si vivimos una fe
desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos los cristianos, luego todos
tenemos que implicarnos más en la defensa de la dignidad del ser humano, de la
vida, de la paz, de la justicia. ¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me hace de
anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a la
transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía, la
misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir? La
Eucaristía es el sacramento del servicio…a Dios y al hermano. Para poder
ascender hay que descender primero. Para llegar a Dios hay que acoger al
hermano.
Como Jesús, lo
primero es estar al lado de hermano que sufre, del hermano que pasa
dificultades, del hermano solo y abandonado. Sólo así podrá ascender. Mira a la
cruz: ves en ella un brazo vertical que se eleva hacia el cielo, pero también
tiene un brazo horizontal que mira a la tierra. Si quieres seguir el ejemplo de
Jesús asume la cruz, pero con los dos brazos, mirando al hermano y acogiéndote
a la gracia y al amor que Dios te brinda. Él no vino a servirse de los hombres,
sino a servir y dar su vida. La Ascensión es la culminación de su vida. La
ascensión de Cristo, más que una "subida" es un paso, pero del tiempo
a la eternidad, de lo visible o lo invisible, de la inmanencia a la
trascendencia, de la oscuridad del mundo a la luz divina, de los hombres a
Dios. Es un anticipo de lo que nos pasará a nosotros. Así lo expresa San
Agustín: " De una manera participamos ahora y de otra participaremos
entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu;
entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu,
el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se
les mostrará cuando ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los
nutrirá y alimentará en la patria" . (San Agustín Sermón 170)
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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