Comentario
de las lecturas del III Domingo de Pascua 25 de
abril de 2020
En este domingo III de Pascua las
lecturas nos iluminaran acerca del Plan
misterioso de Dios , con el que nos salva de nuestros propios pecados y
poder del maligno. Todo estaba previsto. Algunos detalles se anunciaron desde hacía mucho tiempo y se cumplieron en el instante determinado por
Dios. De momento todo parecía absurdo, extraño, incomprensible. Pero al final
todo se vería claro, se comprendería el porqué de muchas cosas que antes no se
podían explicar. El Hijo de Dios es condenado a muerte, y la muerte se ejecuta
de modo terrible e implacable. El que venía a librar a la Humanidad de sus
ataduras es maniatado, el que venía a dar la vida a los hombres pasa por la
humillación de morir abandonado. Pero Dios lo resucitó.
En este ciclo A las lecturas
nos ayudan a vivir la Pascua en tres grandes líneas: a) la persona de Cristo
Resucitado, b) la comunidad eclesial que da testimonio de él, y c) la vida
pascual de cada creyente.
Así hoy se nos proclama:
«Vosotros le matasteis, pero Dios le resucitó rompiendo las ataduras de la
muerte» ( 1ª lectura), «Dios le resucitó y le dio gloria» (segunda), «es
verdad: ha resucitado el Señor y se ha aparecido» (evangelio).
Este año, dentro de la comunidad
apostólica que creyó en Cristo y dio testimonio de él, destaca la figura de
Pedro, que se convierte en el principal predicador de Cristo, según los Hechos
en sus primeros capítulos, y también en la carta que leemos y que lleva su
nombre.
La primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch
2,14.22-33) , es un
fragmento del primer discurso pronunciado por Pedro el día de Pentecostés.
Las predicaciones que
encontramos en el libro de los Hechos son la proclamación del evangelio al
mundo y manifiestan el sentido cristiano de la historia de salvación. Nos
encontramos pues, en la predicación inaugural del cristianismo.
Pedro, después de haber
considerado Pentecostés como un signo de la acción de Dios en el último período
de la historia (2,14-21), se dirige ahora a los que formarán en seguida la
primera comunidad mesiánica del NT (2,22-40). Pentecostés se nos aparece, en su
riqueza interior, como principio de vida y de acción del reciente pueblo de
Dios.
Nos encontramos
*primero con un resumen del
ministerio público de Jesús de Nazaret (versículo 22),
*después con el relato de las
circunstancias de su muerte, a propósito de lo cual evoca Pedro la
responsabilidad de los habitantes de Jerusalén (versículo 23) y
*finalmente la proclamación (v.
24).
El centro de la predicación es
Jesús, el Mesías, a quien «Dios ha constituido Señor y Cristo». Su presentación
se hace en dos fases: primeramente, el servicio de la palabra y la muerte
(22-25); en segundo lugar, la exaltación mesiánica, que culmina en Pentecostés
(32-35). Entre estas dos fases, Pedro cita el Sal 16,8-11 y lo interpreta
cristianamente (25-31).
Las referencias bíblicas que
presenta el texto, ponen de relieve que los primeros cristianos leían el
Antiguo Testamento para encontrar en él el anuncio de la muerte y de la
resurrección de Jesús .
El primer
texto citado es el salmo 15/16, 10, es probablemente uno de los más
importantes sobre el que se apoyaron los apóstoles para justificar la
resurrección propiamente dicha(vv. 25-28).
En el v. 24, Pedro menciona el
salmo 17/18, 6, sin duda a causa de la palabra-clave hades, común a las dos
citas sálmicas. El salmista daba gracias a Dios por haberle permitido liberarse
de la muerte: esta oración parecía, pues, perfectamente indicada para expresar
los sentimientos de Cristo ante la suya.
En el v. 30 Pedro recurre al
salmo 132/133, 11, que recuerda la promesa mesiánica, la fe en la resurrección
se elabora a partir de esa esperanza.
En el v. 33 Pedro alude también
al Sal 117/118, 16 (según la versión de los Setenta) que da a la resurrección
el significado de una entronización (cf. también Act 5, 31).
Los vv. 34-35 hacen referencia
finalmente al Sal 109/110, en el que Dios invita a su Mesías a sentarse a su
diestra. Pedro supone, pues, que ese Mesías ha recuperado su cuerpo.
Refiriéndose a los salmos de la
esperanza mesiánica y davídica, San Pedro desentraña el significado teológico
de los acontecimientos de la resurrección: la Pascua de Jesús ha sido la fiesta
de su entronización mesiánica. Así, la muerte del Mesías no ha puesto fin a su
misión, sino todo lo contrario; se amplía, y prueba de ello es que los
cristianos viven un cúmulo de circunstancias (milagros, ágapes, liberación de
la cárcel, etc) que son otros tantos signos de la era mesiánica.
Está claro que los argumentos
escriturísticos no constituyen pruebas de la resurrección (como si la Escritura
la hubiera anunciado de antemano). El apóstol no se preocupa, pues, por
"probar" la resurrección partiendo de la Escritura: para hacerlo, ahí
están los testimonios (v. 32), pero se sirve de la Biblia para desentrañar su
significado.
San Pedro hablaba a personas
que ya tienen la fe y están abiertos a una iniciativa mesiánica de Dios. No
olvidemos que la resurrección no se revela más que a hombres que, a falta de
esperanza mesiánica, comparten, al menos, las esperanzas humanas y tratan de
corresponder a ellas mediante el rechazo de toda suficiencia.
San Pedro termina su discurso
con la afirmación de que Dios ha hecho a Jesús Señor (cf. Sal 109/110) y Cristo
(cf. Sal 131/132), y de ese modo formula las conclusiones teológicas de su
argumentación escriturística: toda la esperanza mesiánica y davídica del pueblo
elegido se realiza en el misterio pascual de Jesús, misterio de su
entronización como Mesías.
San Pedro intenta aclarar la condición
celestial y trascendente del Mesías: las reivindicaciones mesiánicas formuladas
por Jesús durante su vida terrestre están "acreditadas" (v. 22) con
milagros y prodigios. Su resurrección está confirmada por el testimonio de quienes
le han visto (v. 32) y su existencia celestial de Mesías está certificada por
los dones espirituales derramados sobre la tierra, como todo el mundo puede
comprobar (v. 33).
En apoyo de esta última prueba
Pedro cita el Sal 67/68, 19, que figuraba en la liturgia judía de Pentecostés y
Jl 3, 1-2, mencionado ya el comienzo de su discurso. Los profetas habían
prometido, en efecto, que el reino del Mesías podría ser reconocido en la
efusión del Espíritu de Dios.
San Juan Crisóstomo comenta esta actitud de San Pedro:
«¡Admirad la armonía que reina
entre los Apóstoles! ¡Cómo ceden a Pedro la carga de tomar la palabra en nombre
de todos! Pedro eleva su voz y habla a la muchedumbre con intrépida confianza.
Tal es el coraje del hombre instrumento del Espíritu Santo... Igual que un
carbón encendido, lejos de perder su ardor al caer sobre un montón de paja,
encuentra allí la ocasión de sacar su calor, así Pedro, en contacto con el
Espíritu Santo que le anima, extiende a su alrededor el fuego que le devora»(San
Juan Crisóstomo Homilía sobre los
Hechos 4).
El
responsorial es el salmo 15 (Sal 15,1-2a.5-.7.8.9.10.11) Este salmo se clasifica en la categoría de los
"Salmos del huésped de Yahveh". El hombre que ora aquí, vive en un
mundo materialista, en que los cultos paganos han invadido la sociedad
"tras los ídolos van corriendo".. se someten a sus "libaciones
sangrientas". En esa época se inmolaban niños a Moloc. El autor denuncia
esta increíble propagación del paganismo, sus prácticas y sus devastaciones.
Tentado, turbado, por el mundo
circundante el salmista pide a Dios ilumine el sentido de su existencia como
"pueblo separado", "pueblo elegido". Siente en el fondo de
su corazón la seguridad de "tener la mejor parte". Su opción de creyente
y practicante, lejos de ser un peso, una obligación onerosa, es para él fuente
pura de dicha incomprensible para los paganos, y describe su vida de intimidad
con Dios. Entonces todo el vocabulario de dicha aflora a sus labios: "mi
refugio"... "mi dicha"... "mi heredad"... "mi
copa embriagadora"... "mi destino"... "suerte
maravillosa"... "mi herencia primorosa" "mi
alegría"... "mi fiesta"...
Salmo de abandono confiado en
el Señor desencadena una multitud de problemas llenos de dificultades y hace
enloquecer la pluma de los estudiosos. Nos ayuda a «entrar» en el sufrimiento y
en la alegría de un hombre.
(v. 1-2) “ Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres
mi bien»”.
¿Quién es el personaje del
salmo? Parece que un sacerdote al servicio del templo. De sus labios brota un
esplendido canto de confianza y de paz, de alguien que ha apostado todo por
Dios. Se ha «jugado» hasta su vida por él.
No se limita a gritarnos su
propia alegría. Nos da también la clave de ella. Vuelto hacia el Señor puede
decir: «Tú eres mi bien» (v. 2).
(v. 5). “ El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano”
(v. 5). “No se para a hacer inventario de
lo que está en manos de los demás. El tesoro que le espera está en buenas manos”
Ocupado en descubrir la belleza
de lo que el Señor le ha regalado, no se dedica a repasar la lista de las cosas
que le faltan, a las que ha renunciado.
Los versículos 5 y 6 hacen
alusión al hecho de que la tribu de Leví (aquellos que servían a Dios en el
templo), en el momento de la división de Palestina, hecha por suerte, no
recibieron territorio: su parte, su heredad, era Yahveh. (/Nm/18/20,
Deuteronomio 10,9, Sirac, el sabio 45,22). En esta forma la "vida de los
levitas", que vivían en el templo, se convirtió en un símbolo de intimidad
con Dios: la tierra de Canaán, dominio sagrado de Dios, dado a su pueblo... la
casa de Dios, dominio sagrado al que introdujo a sus huéspedes... anuncios
proféticos de la "era mesiánica" en que Dios "morará con los
suyos y ellos con El".
(v. 6) “ Agradecido
dice el salmista «me ha tocado un lote hermoso» y a gritar que «me encanta mi
heredad»”
Es un lote que exteriormente
puede parecer modesto y limitado. Pero me sobra. Es suficiente. Tengo mi cruz.
Y también la de muchos otros. Puedo cultivar mis esperanzas y mis alegrías.
Pero también las esperanzas y alegrías de los demás. Contiene mis afanes. Pero
también las penas, los sufrimientos y las angustias de tantos otros hermanos.
En definitiva estoy seguro de no mentir cuando exclamo:
Sin embargo, no es presuntuoso.
Sabe a quién dirigirse. Sabe orar para descubrir los planes de Dios para él: «Bendeciré al Señor que me aconseja» (v.
7).
Ha aprendido un «ejercicio de
piedad» fundamental: «Tengo siempre
presente al Señor» (v. 8). Los resultados de este «ejercicio piadoso» son
evidentes:
(v.
8-9) “Con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena”
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena”
(v.
10-11) “ Porque no me entregarás a la
muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha “.
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha “.
Nos
queda la expresión final:
“
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha”. (v. 11).
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha”. (v. 11).
La segunda lectura de la Primera carta de Pedro (1 Pe 1,17-21). El escrito que iniciamos hoy,
la llamada primera carta de Pedro, se inscribe en el género epistolar por su
encabezamiento y por la despedida final. Por
lo demás, podría ser considerado como un conjunto de exhortaciones basadas en
motivos cristológicos. Pues bien: esa estructura que combina el motivo
cristológico con la exhortación se encuentra perfectamente delimitada en el
fragmento que acabamos de leer: tras el encabezamiento y el saludo (1-2) aparece
una larga sección que describe y define la vida cristiana como un nacimiento a
la esperanza (3-12). Finalmente se nos exhorta a que vivamos nuestra esperanza
en obediencia y temor (13-21). homilía
sobre la lectura de Ex 12. Esta homilía se extiende del v. 13 al v. 21 y va
seguida inmediatamente de una exhortación a los recién bautizados (vv. 22-23).
El
texto contiene un comentario cristiano
del ritual de la Pascua judía que desacraliza a este último en beneficio de las
actitudes de fe y de conversión a la persona viva de Jesucristo sacrificado.
Lo
mismo que los hebreos en el banquete pascual, los cristianos tienen que ceñirse
los lomos (1 Pe 1, 13; cf. Ex 12, 11), pero han de ser los "lomos del
espíritu". Lo mismo que los primeros debían velar toda la noche, los
segundos tienen que estar "vigilantes" (1 Pe 1, 13; cf. Ex 12, 8).
Los hebreos se vieron libres de la esclavitud de Egipto por la sangre de un
cordero "corruptible"; los cristianos son salvados por una sangre
"preciosa", la del mismo Cristo (v. 19). Y el autor lo prueba así:
más aún que el cordero pascual, Cristo está libre de mancha (Ex 12, 5) y, sobre
todo, ha sido "elegido de antemano" (v. 20).
En
los versículos 19-20, hace alusión al ritual que establecía que el cordero
pascual debía ser escogido ya en el décimo día del mes para ser sacrificado el
día decimocuarto (Ex 12, 3). Como la tradición judía aseguraba, por otro lado,
que el carnero que sustituyó a Isaac en la hoguera (Gén 22, 13) era realmente
un cordero "elegido de antemano" por Dios, quienes escuchaban la
homilía de 1 Pe estaban hechos a la idea de un cordero elegido previamente por
Dios para la liberación del pueblo.
La
muerte y la liberación de Cristo se presentaban, como un misterio del amor de
Dios para con nosotros: recibir el bautismo es ser admitido a ese misterio y
profesar su fe el él (v. 21).
El
bautismo se convierte entonces en un nuevo nacimiento. La tradición cristiana
hablará de nuevo nacimiento en el Espíritu (Jn 3, 11) o por la Palabra (v. 23).
Lo que importa es hacer depender la propia salvación de Dios dejando de contar
con la "carne" o lo "corruptible" (v. 23).
Se
trata, pues, de dar un giro completo a la existencia, de ahora en adelante nuestra
vida estará en dependencia de Dios (la obediencia a la verdad: v. 22), y centrada
en un amor a los hermanos que sólo Dios puede inspirar (vv. 21-22).
El evangelio hoy es de San
Lucas (Lc 24,13-35) . La narración parte de Jerusalén (v. 13) y termina en
Jerusalén (v. 33)..
Un mismo itinerario inversamente recorrido: de Jerusalén a Emaús (vv.13-32) y
de Emaús a Jerusalén (vv. 33-35). Para San Lucas, Jerusalén es el lugar donde
están los once y los demás. Jerusalén es el grupo creyente.
El relato de la aparición a los
discípulos de Emaús nos presenta la experiencia de dos discípulos el día de
Pascua. Son dos seguidores de Jesús -uno de ellos se llamaba Cleofás (v 18) y
no pertenecía al grupo de los once.
Los dos de Emaús han abandonado el
grupo. El camino
que hacen los dos discípulos es exactamente el contrario del que habían hecho
antes siguiendo a Jesús. Contrario en geografía, porque se marchan de
Jerusalén; contrario sobre todo en motivación, porque el camino que ahora hacen
es el de la desesperanza. "Nosotros
teníamos la esperanza de que él fuera el libertador de Israel". (v.
21).
El relato transmite una experiencia
humana única, en la que advertimos tanto el abatimiento y la desolación por lo
que había acontecido a Jesús de Nazaret como el renacimiento de la esperanza
gracias a una manifestación del resucitado. El encuentro (13-16) y el diálogo
(17-27) permiten ver los límites de la fe que aquellos discípulos tenían puesta
en Jesús. Veían en él a «un hombre y profeta poderoso» (19) que hubiera podido
redimir a Israel como un nuevo Moisés -también llamado profeta poderoso en Hch
7,22-35-, pero no habían descubierto todavía que Jesús redimiría a Israel
precisamente a través de su muerte y resurrección. Habían oído los rumores de
las apariciones de los ángeles a las mujeres, afirmando que «Jesús estaba vivo»
(v. 23), pero no las habían creído. Haciendo camino (vv.25-27), Jesús les
interpreta las profecías del AT, que anunciaban el sufrimiento del Mesías . Así
les ayuda a aceptar que la pasión de Jesús era su camino hacia la gloria (v.
26).
La escena en la que culmina la
narración es -como en todas las apariciones del resucitado- la del
reconocimiento: «se les abrieron los ojos
y lo reconocieron» (v. 31) Eso ocurría cuando Jesús, al ser convidado a
casa de uno de ellos, tomó la iniciativa de bendecir, partir y darles el pan.
Jesús quiere que le reconozcan al principio de la cena, mientras él,
bendiciendo el pan, cumple la función de cabeza de familia. Al descubrirlo los
dos, se les hace invisible, porque su presencia gloriosa no es ya la misma que
la de su vida terrena.
Cuando retornan se encuentran con un
grupo que ya cree en Jesús resucitado (v. 34). No son, pues, los dos de Emaús
los que hacen que el grupo sea creyente. Este dato es importante a la hora de
determinar el sentido del relato: éste no va en línea apologética (demostrar la
resurrección de Jesús), sino en línea catequética (mostrar las vías de acceso a
Jesús resucitado, cómo encontrarse con Jesús resucitado). Los destinatarios del
relato no son los que rechazan la resurrección de Jesús, sino los cristianos
que no han tenido el tipo de acceso que tuvieron los testigos presenciales. En
los dos de Emaús estamos tipificados todos los cristianos que no hemos tenido
el tipo de acceso a Jesús que tuvieron los testigos presenciales.
¿Cuáles son nuestras vías de acceso a
Jesús? En primer lugar, la lectura profundizada del A.T. (vv. 25-27). En
segundo lugar, y como culminación de la anterior, la celebración de la
Eucaristía.
Es en esta celebración donde
finalmente se abren nuestros ojos para reconocer a Jesús (v. 31). El encuentro
interpersonal, dicen los psicólogos, sólo se da en la medida en que nos
situamos en una realidad que nos trasciende a todos, al mismo tiempo que nos
constituye. Esta realidad es la celebración eucarística en su doble vertiente
de Palabra y de Comida.
Fijémonos en el versículo 34: "Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha
aparecido a Simón". Es una exclamación entusiasta.
Pero en esta exclamación puede distinguirse un doble momento: "El Señor ha resucitado". Es decir,
el v. 34 reproduce en pequeño lo que el lector ha podido ver desarrollado en
los vv. 13-32. La creencia en Jesús resucitado descansa en unos testigos
presenciales en nada predispuestos a tal creencia. La fe en la resurrección
tiene una base pericial suficiente para generar una certeza histórica. La
estructuración global del relato y la particular del v. 34 están al servicio de
esta certeza. Lucas viene a decir lo siguiente: la fe en la resurrección de
Jesús está fundamentada en criterios de autenticidad histórica.
Para
nuestra vida.
El
tiempo de Pascua hace más propicia, más profunda nuestra conversión. Y también
que con la mirada del corazón puesta en estas escenas del tiempo posterior a la
Resurrección podemos incrementar nuestra fe y nuestra esperanza.
En este tiempo pascual
repetimos hasta la saciedad que Jesús ha resucitado y que está en medio de
nosotros. Efectivamente, esta afirmación es el centro de nuestra fe, tal como
se predicó desde un comienzo.
Sin embargo, hoy nos seguimos
preguntando: ¿Cómo ver a Jesús? ¿Dónde verlo? La liturgia de este domingo gira
sobre esta gran preocupación de todos los creyentes: encontrarse con Jesús y
comprenderlo.
Muy
valiosas las enseñanzas de San Pedro en la primera y segunda lectura. El relato
de los Hechos de los Apóstoles da la misma doctrina que la Carta de Pedro y, en
su contenido, parecen --casi-- el mismo texto. En ambas lecturas San Pedro
trata de profundizar sobre la muerte y resurrección de Jesús en un contexto
histórico determinado, para al superar dicho contexto testimoniar la fuerza de
Dios y el poder de su Hijo.
Nuestro reencuentro con Cristo resucitado debe dar
sentido evangélico a toda nuestra vida. En la medida en que seamos conscientes
de nuestra unión responsable con Cristo, el Señor, estaremos en actitud de ser
testigos de su obra redentora en medio de los hombres, con nuestras palabras,
pero sobre todo con nuestra vida.
El evangelio de este tercer
domingo de Pascua nos muestra a dos discípulos que, bajo el signo de la derrota
que les entristece, vuelven a su antigua vida sin descubrir a Cristo que camina
con ellos... Hoy nosotros nos preguntaremos si esta comunidad avanza con
aquellos dos discípulos de Emaús, o si vivimos con la convicción de que, aunque
invisible, se ha hecho visible en la misma realidad de nuestra vida.
En la primera lectura resuenan palabras de alegría
en boca de San Pedro: " Por eso se
me alegra el corazón, exulta mi lengua y mi carne descansa esperanzada. Porque
no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Estas
palabras del apóstol Pedro, citando las Escrituras, son palabras que también
nosotros podemos y debemos decir hoy nosotros con alegría pascual. Nuestro
corazón está alegre y la esperanza llena nuestra vida, porque la muerte,
nuestra muerte corporal, no será el final de nuestro existir, sino el paso
necesario de este mundo material a un cielo nuevo, donde viviremos para siempre
con Dios, nuestro Padre, gracias a os méritos de nuestro Señor Jesucristo.
Desde esta lectura proclamada se nos invita a los cristianos a ser personas
espiritualmente alegres, porque vivimos con el corazón lleno de esperanza. Las
tristezas y los desasosiegos de este mundo nunca deben robarnos la alegría y la
paz del alma. Vivamos para los demás, como Cristo vivió para nosotros, siendo
mensajeros de la alegría y de la paz que Cristo nos ha regalado con su vida,
muerte y resurrección. Cristo nos ha enseñado el camino de la vida; el mismo se
proclama " Camino, Verdad y Vida".
Esta
alegría nace de la rotunda afirmación creída y proclamada por San Pedro "Dios lo resucitó". Es este el gran anuncio de
Pedro el día de Pentecostés. Esta certeza transforma la vida de los discípulos.
Así nace la comunidad cristiana, así nace la Iglesia. Sus características son:
la cercanía a la realidad de las personas --la acogida-- como punto de partida;
es Jesús y la Palabra de Dios como centro de la predicación; es el compartir la
vida y los dones como base del compromiso para transformar este mundo según los
valores del Reino. La catequesis, que debe estar presente siempre como proceso de
formación en la fe de todas las edades, parte también de la experiencia de vida
y del encuentro con Jesús "el desconocido caminante" que camina a
nuestro lado. Jesús llena el vacío de nuestra vida. No celebramos la Eucaristía
para cumplir una obligación que nos han impuesto. Participamos en la Eucaristía
porque tenemos necesidad de Jesús, porque sólo El sacia nuestros anhelos y
nuestra sed de felicidad. Pero busquémosle donde se le puede encontrar: en la
Palabra de Dios, en el compartir el Pan de la Eucaristía y en la Comunidad de
hermanos.
El
salmo responsorial: nos invita a expresar esta confianza alegre: " se me alegra el corazón, se gozan mis
entrañas, y mi carne descansa serena" .
El presenta a un hombre tentado
por el mundo circundante, por "los ídolos del país, sus dioses que tanto
amé". Convertido al verdadero Dios, está turbado por el éxito y la
prosperidad aparente de las grandes naciones paganas. El materialismo sin Dios
es atractivo: "tras ellos van corriendo"... hay que armarse de valor
para enfrentarse a una corriente de opinión. La gran tentación en todos los
tiempos, ha sido el "sincretismo": esto es, juntar una pequeña dosis
de "fe y una gran dosis de "materialismo"... algo de verdadera
religión y algo de ídolos... un poco de Dios y mucho del dios Mamon, el
dinero...
El salmo es para todos. Porque
la alegría, la paz, la seguridad afectan a todos. El salmo 15 nos propone un
test para la verificación de nuestra alegría.
El «refugiarse» descrito por el
salmo, no es una evasión, una solución cómoda impuesta por el miedo. Es
simplemente la «verdad» de quien puede gritar la propia alegría de ser
verdadero.
Yo digo al Señor: «Tu eres mi
bien» (v. 2).
En la segunda
lectura San Pedro habla a la coherencia de vida: " Puesto que podéis llamar Padre al que juzga
imparcialmente según las obras, de cada uno, comportaos con temor durante el
tiempo de vuestra peregrinación, pues ya sabéis que fuisteis liberados de
vuestra conducta inútil" . El juicio de Dios
siempre será un juicio misericordioso, porque su justicia es una justicia
misericordiosa, pero nunca será un juicio indiscriminado. Dios quiere que
también cada uno de nosotros pasemos por la vida haciendo el bien, como lo hizo
el propio Jesús. No es lo mismo que hagamos obras buenas que obras malas, porque
el que actúa con el espíritu de Jesús siempre debe intentar hacer las obras de
Jesús y estas fueron obras buenas. Tomemos en serio nuestra vida de cristianos,
de discípulos de Cristo, y vivámosla según el espíritu de Cristo. Los frutos
del espíritu son distintos de los frutos de la carne, como nos dice san Pablo
en más de una ocasión. Que nuestras obras sean fruto del espíritu, no de la
carne, porque si vivimos con Cristo y por Cristo, resucitaremos con él.
Este texto da una excelente referencia
a la creación de nuestra fe. Dice: "Por Cristo vosotros creéis en Dios,
que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así habéis puesto en
Dios vuestra fe y vuestra esperanza".
En
el evangelio meditamos sobre lo ocurrido a los discípulos de Emaús. El texto responde a una
pregunta que los cristianos nos hacemos, y que habiendo sido contestada, nos la
volvemos a hacer, porque demasiadas veces olvidamos la respuesta: ¿Cómo podemos
reconocer a Jesús?.
El
Señor camina a nuestro lado y no lo reconocemos. Muchas veces nos habrá pasado
esto. Ver a Jesús, sin verlo, en cualquier episodio de nuestra vida. Y luego,
al recapacitar un poco, descubriríamos que nos ardía el corazón en torno a ese
hermano nuestro que sufría y nos necesitaba. Sin duda, era Jesús, pero no
sabíamos verlo.
Los
de Emaús, caminaban sumidos en tristes pensamientos , mientras otro caminante
se les acerca y les pregunta por la causa de su tristeza. Cuando le explican lo
ocurrido, aquel desconocido les hace comprender que todo aquello estaba previsto
en las Escrituras santas, era parte de los planes de Dios. Poco a poco iban
entendiendo el sentido misterioso de aquella tragedia, se les disipaban
gradualmente las tinieblas que les inundaban ahogándolos en un mar de tristeza.
Les ardía el corazón al escucharlo, sin darse cuenta de quién era. Pero ellos
le convencen para que se quede, pues ya es tarde y se echa encima la noche. Y
él se queda, se sienta con ellos a la mesa y les parte el pan...
Fue
entonces cuando lo reconocieron. ¡Era Jesús, el Maestro! ¡Estaba vivo! De
improviso desapareció. Quedan atónitos. No podían quedarse allí. Se olvidan de
que la noche ha llegado, y se vuelven corriendo a Jerusalén. El Señor ha
resucitado, dicen enardecidos. Sí, le contestan, también Pedro lo ha visto.
Desde ese momento el anuncio pascual se repite cada año, y despierta en
nuestros corazones la alegría de saber que Cristo ha vencido a la muerte. La
cruz no fue el final desastroso sino el comienzo feliz de esta historia que se
inició en la Pascua y terminará al final de los tiempos, la historia de nuestra
salvación.
A estos dos discípulos de Emaús la fe en la
resurrección de Jesús les cambió la vida. Cuando se les había nublado la fe, se
les había nublado la alegría y la esperanza: nosotros esperábamos que él fuera
el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió todo esto. A
los discípulos de Emaús les pasó lo mismo que les había pasado a los demás
discípulos de Jesús: antes de ver al resucitado andaban tristes y acobardados;
después de verlo recobraron la alegría, la valentía y las ganas de vivir y
predicar. También en nuestro tiempo, la fe o la no fe en la resurrección de
Jesús nos cambia la vida, con todo lo que esto conlleva. Creer en la
Resurrección es creer en la vida inmortal, una vida en la que viviremos para
siempre, según el juicio misericordioso que Dios haga de cada uno de nosotros.
No creer en la resurrección es creer que todo se acaba definitivamente para la
persona cuando ésta muere corporalmente. Y, naturalmente, creer que esta vida
mortal es todo lo que tenemos, o creer que esta vida temporal es sólo camino
para otra vida inmortal, condiciona mucho nuestro actual estilo de vida.
El evangelio, es pues un magnífico
ejemplo también de catequesis cristocéntrica, nos ayuda a entender dónde y cómo
podemos experimentar nosotros, después de dos mil años, la presencia misteriosa
pero real de Cristo en nuestra vida. Lucas organiza la respuesta, en clave
histórico-catequética, en tres direcciones.
Los que no le hemos conocido en
persona, podemos descubrir a Cristo presente:
*a) en la Palabra. «Les explicó las
Escrituras... ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?
*b) en la Eucaristía: «Se les abrieron
los ojos y lo reconocieron... y contaron cómo le habían reconocido al partir el
pan»,
*c) en la comunidad: «Y se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que
estaban diciendo: es verdad, ha resucitado el Señor».
Los destinatarios del relato son los
cristianos que no han tenido el tipo de acceso que tuvieron los testigos
presenciales.
El paradigma de estos cristianos son
los dos de Emaús. Ellos experimentan el desencanto y la duda. El símbolo de
esta experiencia es el camino de Emaús (cfr. vs. 13-14. 21-24). Es un camino de
retirada, de falta de visibilidad (v. 16). ¿Por qué asustarnos si hacemos esta
misma experiencia? Teniendo a la vista esta experiencia y en respuesta a la
misma compone Lucas el relato. Una primera vía de acceso a Jesús resucitado es
la lectura profundizada del Antiguo Testamento (vs.25-27). “¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?”
(v. 32). Una segunda vía, culminación de la anterior, es la fracción del pan
(v. 30), término técnico para designar la Eucaristía (cfr. Hech. 2, 42; 20, 7).
Es aquí donde finalmente "se les
abrieron los ojos y lo reconocieron" (v. 31). En la Palabra y la Cena
(las dos partes de la Misa) es donde nos encontraremos también nosotros con
Jesús resucitado. Este encuentro del mismo tipo (tipo de encuentro, no tipo de
acceso; no hay, pues, contradicción con lo escrito anteriormente) al vivido por
los primeros testigos. Ellos garantizan un encuentro por el tipo de acceso que
tuvieron a él, pero no son los únicos en poder vivir el encuentro con el
resucitado; también nosotros podemos vivirlo si escuchamos la Palabra e
insistimos en hospedar al que viene tan desapercibidamente que puede
confundírsele con unas raciones de pan y vino.
La conversación del camino a
Emaús se concluye con una invitación a compartir la mesa del atardecer. El
compañero todavía desconocido, que había impresionado a los dos discípulos por
la autoridad y conocimiento con que hablaba de las Escrituras, bendijo, partió
y dio el pan. La Palabra se hizo comida, sacramento, y el amigo hasta entonces
visible se hace invisible desde este momento. Los que habían visto sin conocer,
ahora conocen sin ver. No son los ojos de la cara, sino los de la fe los que
permiten ver resucitado a Cristo.
Se levantaron y desanduvieron
el camino para ir al encuentro de los demás y comunicarles que habían
reconocido a Jesús en el gozo de la fracción del pan. Solamente desde la
experiencia pascual se puede entender la Palabra que se cumple en la
Eucaristía.
El camino a Emaús es el camino
de la fe a partir de la vida y acción :"¿eres
tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos
días?" (v. 18), el camino del reconocimiento, el camino de
experimentar como se van abriendo los ojos (te son abiertos y no sabes cómo),
escuchando la Palabra de Dios y participando de la fracción del pan, alrededor
del Resucitado (un ausente presente).
Vivamos agradecidos de esta manera
la relación entre Palabra y Eucaristía.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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