Comentario
a las lecturas de la Solemnidad de Santa María, Madre
de Dios 1 de Enero de 2023
La Solemnidad de Santa María Madre de
Dios es la primer Fiesta Mariana que apareció en la Iglesia Occidental, su
celebración se comenzó a dar en Roma hacia el siglo VI, probablemente junto con
la dedicación –el 1º de enero– del templo “Santa María Antigua” en el Foro
Romano, una de las primeras iglesias marianas de Roma.
La antigüedad de la celebración mariana
se constata en las pinturas con el nombre de “María, Madre de Dios” (Theotókos)
que han sido encontradas en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que
están cavados debajo de la ciudad de Roma, donde se reunían los primeros
cristianos para celebrar la Misa en tiempos de las persecuciones.
Pablo VI instauró también para hoy la
jornada de la Paz; esto ha marcado la elección de la primera lectura y es bueno
que se haga alusión al tema en el acto penitencial, las plegarias y el gesto de
la paz. Se ha de tener todo en cuenta, y colocarlo en su debido momento; no es
posible hablar de todo en profundidad pero tampoco pasar por alto ninguno de
estos aspectos. La dominante es, sin duda, la fiesta de Santa María.
La definición de María como Theotokos
(madre de Dios) en el concilio de Efeso (433) es como una conclusión casi
natural de los concilios de Nicea (325) y I de Constantinopla (381). El tema
crucial de discusión en estos tiempos era la consideración de Cristo como
hombre y Dios y el conflicto que existía en afirmar, en los términos de la
época, la relación existente entre persona y naturaleza.
Nicea y I Constantinopla se esfuerzan en
afirmar la naturaleza de Cristo como idéntica a la del Padre (homousios),
consustancial al Padre; el hombre Jesús, es también Dios. Y será Efeso el que
afirme ya explícitamente que, al considerar la unidad inseparable de las dos
naturalezas (divina y humana) en el Verbo, puede considerarse entonces a María
como verdadera Madre de Dios.
La reflexión es una conclusión de una
discusión antropológica y cristológica, que luego terminó derivando en un dogma
mariano. Pero no por eso podemos dejar de considerar que en verdad María ha
engendrado, misteriosamente, al Verbo hecho hombre, del cual afirmamos que es
Uno con el Padre y el Espíritu.
Del Concilio de Efeso debemos rescatar su
esfuerzo por definir el misterio de la unidad entre las dos naturalezas, lo
cual nos ayudará a pensar en Cristo verdaderamente hombre, comprometido a tal
punto con la humanidad, que asume totalmente la condición humana desde su
nacimiento.
El Verbo, por lo tanto, no es
"aparentemente hombre". Jesús no se "vistió" de carne
humana. Desde el misterio de la encarnación Dios es hombre... y la naturaleza
humana ve en Cristo el proyecto de Dios hacia toda la humanidad. Cristo es,
entonces, el modelo humano hacia el cual tendemos y el cual anhelamos.
En este sentido María se convierte en la
madre del Verbo Encarnado, y en cuanto en él coexisten ambas naturalezas en la
misma Persona Divina, ella es entonces verdaderamente Madre de Dios.
Obviamente, no se trata de afirmar la
maternidad de María respecto de la divinidad en cuanto tal, sino su maternidad
en respecto al Verbo Encarnado, histórico, revelador, mediador y liberador.
¿Podemos aclarar o explicar este
Misterio? Si lo hiciéramos o pretendiéramos hacerlo, ya no sería tal.
Por lo tanto, solo nos queda sentirnos
unidos a la tradición creyente que en su misma oración de los pobres repite
"Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...". Y esto no es
poco, porque la fe cristiana no puede basarse ni apoyarse únicamente en la
racionalización de los enunciados; es también un creer histórico y una unidad
en la fe de un pueblo que en la historia manifiesta lo que cree.
La primera
lectura tomada del libro de los números (Nm 6,22-27): En medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes,
el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún
reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el
pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.» La paz, el
resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos
los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo
que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz consigo mismo y con sus
semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus miembros y que vive en
paz con sus vecinos.
Esta formula
de bendición que Moisés, en el texto, dicta a Aarón debe ser considerada como
lo que es, una fórmula litúrgica. Esa es la razón por la que Yahvé se la
inspira a Moisés y éste a Aarón, para darle toda la relevancia y solemnidad
necesarias. Sabemos que en ella podemos rastrear expresiones de otros textos
bíblicos, de salmos especialmente (cf 121,7-8; 4,7; 31,17; 122,6). Tres veces
se repite el nombre de Dios, de Yahvé. Y se pide la bendición que guarde al
pueblo, que ilumine con su rostro. Hay toda una teología bíblica del “rostro de
Dios” que ha influido mucho en la espiritualidad y en la verdadera actitud
cristiana del seguimiento. Buscar el rostro de Dios, el que Moisés no podía
mirar, se convierte así en la fórmula teológica de un Dios salvador y
misericordioso, protector de Israel y dador de la paz. La paz que era lo que el
pueblo podía desear más que otra cosa, sigue siendo el don maravilloso para el
mundo.
El
pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida
de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a
entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y
establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La paz es,
por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para
llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino. El fin último
no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con la opresión y
la injusticia.
El
responsorial es el salmo 66 (Sal 66,2-3.5.6.8) Salmo
-de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la
bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que
haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su
rostro y te dé la paz» [es la bendición de Aarón).
Es una acción
de gracias por la cosecha que ha sido abundante y, al mismo tiempo, una
plegaria pidiendo a Dios que continúe mostrando su bondad por medio de nuevos
beneficios: La tierra ha dado
su fruto, que el Señor nos bendiga. Además, este salmo -cosa no
frecuente- tiene una fuerte resonancia universal. El salmista, tanto cuando se
refiere a la alabanza divina como a los beneficios de Dios, no piensa
únicamente en su pueblo, sino también en las otras naciones: Que todos los pueblos te alaben, que
todos los pueblos conozcan tu salvación.
El salmista
inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una
proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el resplandor
de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando
priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su
ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí
considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o
modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a
Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia
Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a
los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus
caminos.
(vv. 2-3). Se pide la bendición. Iluminar
o hacer brillar el rostro es mostrarse afable, benévolo. El rostro como
expresión auténtica de la persona.
El camino es la conducta de Dios, su modo
regular de obrar; es, sencillamente, la salvación. Este camino se hace patente
en la bendición para todos los que quieren mirar y aceptar.
(vv.
5-6). La segunda estrofa amplifica el tema del himno, insistiendo en el
horizonte universal del gobierno divino y de la alabanza humana. Todas las
gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien
lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones
tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar
seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se
manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las
naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a
Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita a todos los pueblos
a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo
conforme a sus designios salvadores. Así, la reacción de las naciones,
dispuestas a celebrar la guía del Dios universal y su gobierno justo, ocupa el
centro de la segunda parte del Salmo (vv. 5-6).
(vv. 7-8). La benevolencia divina se ha
manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra. El
salmista, agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la
bendición divina para su pueblo. Todos los habitantes de la tierra, desde sus
más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de
Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8).
La segunda
lectura de la carta a los gálatas (Ga
4,4-7) es, históricamente, el
primero que hace mención de María y se encuentra en su carta a los Gálatas
escrita, probablemente, en Éfeso en el año 54, durante el tercer viaje de su
misión apostólica. Pablo dirige esta carta a
una región, a un conjunto de iglesias, ubicadas en Galacia, lo que es hoy
Turquía, fundado por el un grupo étnico llamado los Celtas, los Galos, quienes
tenían fama de ser volubles y cambiantes, en específico a las iglesias de
Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, y Derbe, mismas que fundó en su primer
viaje misionero.
Falsos maestros judaizantes estaban
pervirtiendo el Evangelio de la gracia, engañando a unos Gálatas volubles e
inestables, poniendo no peligro no solo la fe de los Gálatas, sino que el
corazón mismo del Evangelio es “la justificación por la fe”, “la salvación por
fe, y no por obras”. Y estos judaizantes estaban enseñando que para ser salvo,
la fe en Cristo no era suficiente, sino que además necesitabas cumplir la ley.
Los Gálatas estaban cayendo en el error
del legalismo, de la religiosidad, del ritualismo, estaban comprando la idea
que regresar a la ley era señal de madurez, de espiritualidad superior, creí
por fe, Dios me encontró cuando yo no le buscaba, pero, ahora, ya he crecido,
he madurado, de tal manera que ya puedo por mí mismo a través de rituales y la
ley sostenerme delante de Dios, le puedo demostrar a Dios que ya no me tiene
que ayudar tanto porque ahora ya crecí y me las puedo arreglar solo,
pretendiendo justificarse delante de Dios cumpliendo la ley
San Pablo intenta mostrarles cómo es todo
lo contrario, regresar a la ley no es avanzar, sino retroceder, abandonar la
gracia y regresar una vez más a la ley o al legalismo, a las obras, no es ganar
mayor espiritualidad, sino regresar a la esclavitud de las obras, al vernos
incapaces de alcanzar el estándar de perfección que Dios demanda.
San Pablo está respondiendo a la
pregunta, ¿qué es lo que salva a una persona? ¿Cómo una persona puede estar en
una relación correcta con Dios? A la cual Pablo tiene una sola respuesta: Es
por fe. El único camino a la salvación que ofrece la Biblia, la Palabra de
Dios, es la fe.
Nos recuerda cómo venimos a Cristo por su
pura gracia, Cristo nos salvó no por nuestras obras, no cuando lo estábamos
buscando, sino, que fue por su pura misericordia que nos alcanzó, a nosotros
solo nos tocó oír con fe, creer en su testimonio.
San Pablo explica como hay una
promesa y un pacto con Abraham, y un pacto con Moisés, cómo son dos pactos
diferentes, con diferentes términos y características, los cuales no se
contraponen, sino que más bien se complementan. Como las promesas de Dios a
Abraham son irrevocables e incondicionales, y fueron cumplidas en Cristo.
La ley de Moisés que vino siglos después
de la ley, no fue traída para reemplazar la promesa a Abraham, sino con
funciones específicas y con una duración temporal, hasta que llegara Cristo, su
función era revelar el pecado y mostrarnos la necesidad de un salvador, fue
cuidarnos hasta que llegar la promesa, la cual era Cristo, y una vez llegado
Cristo, nosotros llegar a Cristo, la ley
no sería necesaria.
Fijémonos en las referencias que se hacen a María en el texto. María no es nombrada por su nombre propio,
pero la mujer en cuestión, no puede ser otra que ella. San Pablo hace de esta
mujer la garantía más cierta y más segura sobre la humanidad del Señor. María
aquí es insoslayable en cuanto a la encarnación del Hijo. Esta encarnación es
la que, precisamente, nos trae la salvación, y que, de hecho, nos eleva a la
dignidad de hijos. El gran valor de este texto es que se escribió en estilo y
forma “paralelística”. El paralelismo es un procedimiento literario que toma la
forma de U y mantiene dos partes simétricas en ambas ramas que, recíprocamente,
se aclaran. Lo más simple es reproducir Gálatas 4, 4-7 en la forma
paralelística. Se ve claramente que las diversas partes de cada rama están
entrelazadas entre sí y así lo confirma el texto: cuando nace Jesús de una
mujer, es cuando nosotros nacemos como hijos de Dios. El vínculo es el de
causa, el nacimiento de Jesús, a efecto, nuestro nacimiento como hijos de Dios.
Cuando María es escogida para ser Madre de Dios, también nosotros somos
escogidos entonces para ser hijos de Dios y poseer el mismo Espíritu de Jesús y
como Él, ser capaces de poder llamar a Dios: “¡Abba, Padre!”.
También este paralelismo tiene dos partes:
la primera es descendente y comprende a todos cuantos intervienen en la
salvación: Dios, el Padre, el Hijo, y la mujer que lo recibe. La segunda parte,
o rama, es ascendente y la forman los salvados que estaban todos bajo la ley y
que reciben el Espíritu Santo: Nosotros “para que se nos conceda la adopción
filial”. Vosotros: “prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha puesto en
vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: “Abba Padre”. A ti: “ya no
eres esclavo sino hijo y por tanto, heredero de Dios”. Toda esta gran hazaña de
la salvación ha sido posible porque el Hijo, en la plenitud de los tiempos,
nació de una mujer y esta mujer es María. Los lazos con que Jesús nos salva, son
tan fuertes, que con razón, podemos proclamar que formamos con Él una sola
familia: “tenemos un mismo Padre, estamos habitados por el mismo Espíritu que
el Hijo; somos llamados hijos y tenemos a Jesús por hermano y a María por
madre”.
“ Y prueba de que
sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
clama: «Abba! ¡Padre!»”. La
adopción filial constituye el motivo por el que Dios nos comunicó el Espíritu
de su Hijo. El final de los tiempos no sólo trajo consigo la misión del Hijo al
mundo; a aquellos que son hijos de Dios por la fe les trajo también el bien
prometido: han recibido el don escatológico del Espíritu.
Dios envió el Espíritu de su Hijo a
nuestros corazones. No sólo, pues, hemos sido colocados en la situación privilegiada
de hijos de Dios, sino que en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestro corazón,
estamos poseídos por el Espíritu de Jesucristo. Y su Espíritu es «Espíritu de
filiación» (Rom 8,14ss); él es quien nos da la actitud que conviene al hijo
frente al padre: la obediencia llena de fe. Este Espíritu viene en auxilio de
nuestra debilidad (Rom 8,26). Transforma nuestro interior, da al hombre un
corazón nuevo y un nuevo espíritu.
“Así que ya no
eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de
Dios”.
El clamor del Espíritu de Dios que habita
en nuestros corazones hace patente que ya no somos esclavos, sino hijos, pues
el Espíritu testifica «que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). Pablo usa la
segunda persona del singular para que todos, individualmente, caigamos en la
cuenta. En la filiación de cada individuo ha alcanzado la misión de Dios su
objetivo último. Gracias a la misión de Cristo todos estamos capacitados
fundamentalmente para pasar a ocupar el lugar de hijos de Dios (4,4s). Por la
infusión del Espíritu de Cristo en los corazones de los fieles, los «bautizados
en Cristo», los verdaderos hijos de Dios (cf. 3,26-28), cada individuo en
concreto llega a adquirir conciencia de su filiación divina. Ahora su tarea
consiste en vivir lo que es, en mostrarse, a lo largo de su vida, como hijo de
Dios: «los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom
8,14). El niño se abandona con fe a la guía del padre, le mira con espíritu de
filiación, no con miedo servil. Quien es hijo es también heredero. Quien por
Cristo y por su Espíritu ha llegado a ser hijo de Dios es también heredero de
la promesa. Ya no es esclavo, sino hijo que tiene derecho a la herencia. Ya no
es un menor de edad sometido a un tutor, porque el tiempo se ha cumplido y la
herencia está en su mano.
Es sólo Dios, su inclinación graciosa,
quien nos da la herencia, no el obrar humano realizado como prestación. «En
Cristo» tenemos asegurada la herencia. «Siendo hijos, somos también herederos:
herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal, no obstante, que
padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados» (Rm 8,17). Al final
de los tiempos, Dios revelará la gloria de su Hijo ante todo el mundo.
El evangelio de San Lucas (Lc 2,16-21) hoy
se nos propone la continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó
la noche de Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª
vv. 15-21). Nos
permitimos señalar que esta tercera parte del relato de Lucas tiene un cierto
sentido por sí mismo, en cuanto muestra la respuesta humana al momento anterior
que es todo él mítico, revelador, divino, angelical y extraordinario. Los
pastores ¿qué harán? ¿buscarán al Salvador? ¿dónde? ¿es suficiente el signo que
se les ha dado? ¡Desde luego que si!, lo buscarán y lo encontrarán. Pero lo
buscarán y lo encontrarán con el instinto de los sencillos, de los que no se
obsesionan con grandezas; diríamos que lo encontrarán, más bien, por instinto
profético. El narrador no deja lugar a dudas, porque quiere precisamente
mostrar la respuesta humana al anuncio celeste. Los pastores se dicen entre
ellos algo muy importante: «lo que nos ha revelado el Señor”. Y se van derechos
a Belén ¿a Belén? ¿era esa acaso la ciudad de David? Sí; lo fue, pero ya no lo
era de hecho, porque Jerusalén había ganado la partida. Pero como por medio
está el anuncio del Señor, recuperan el sentido genuino de las cosas. Y van a
Belén, de donde procedía David, para “ver” al Mesías verdadero. Es verdad, todo
es demasiado ajustado al proyecto teológico de Lucas, que quiere poner de
manifiesto el designio salvador de Dios.
El texto nos habla de la vida de María y su fe -su adhesión al plan de Dios encarnado en Jesús- se acercan más a la de los cristianos de a pie que se debaten entre dudas y preguntas, entre incertidumbres y contradicciones.
En los dos primeros capítulos de su
Evangelio, Lucas lo pone de relieve: Los pastores , acogiendo en su corazón la
palabra del ángel, «fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño
acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho del
niño.
Todos los que
lo oyeron se admiraban de lo que les decían los pastores. María, por su parte,
conservaba el recuerdo de todo esto, meditándola en su interior» (Lc 2,l6ss).
No basta oír, hay que meditar. Las decisiones personales salen de dentro del
corazón. Además, cuando el corazón deja de escucharse siempre a sí mismo y sale
de sí mismo, se da cuenta de cuántos problemas hay a su alrededor y halla
fuerzas para encontrarse con la novedad del amor de Dios manifestado en Jesús
que se nos entrega, portador de la vida y de la paz.
La noticia de
un Mesías, niño, acostado en el pesebre, coge de sorpresa a todos. Aquello no
entraba en el programa de la teología de entonces. ¡El Mesías, el Salvador, el
heredero del trono de David su padre, acostado en un pesebre! ¡El hijo del
Altísimo sumergido en la debilidad humana: un tierno niño, compartiendo ya
desde el principio la condición de los humildes y pobres de la tierra!.
Al imponerle al Niño el Nombre, en la
circuncisión, José ejerció el derecho y el deber del padre. "Tú le pondrás
por nombre Jesús" (Mt 1,22). Así se lo había mandado el ángel. En el
lenguaje de la Biblia dar el nombre significa tomar posesión de lo que se
nombra: "Dios llama por su nombre a las estrellas; Jesús llama a Simón,
hijo de Juan, "Cefas". José así, se hace responsable del Niño, Jesús,
en su misión mesiánica de Salvador. "Al cumplirse los ocho días, cuando
tocaba circuncidar al Niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado
el ángel antes de su concepción" Lucas 2,21.
Jesús significa Dios que salva de todo
mal. A todos los hombres, de todos los males, que en el fondo, son privación de
la plenitud de la vida verdadera, corporal, espiritual, psicológica, moral. Nos
libra del error y la ignorancia, nos fortalece en las tristezas, nos conforta
en el dolor. Y nos sigue librando hoy y ahora, en la Eucaristía, donde
"tiene piedad y nos bendice, e ilumina su rostro sobre nosotros"
(Salmo 66).
Después de la lectura, toma unos momentos para reflexionar
en silencio acerca de una o más de las siguientes preguntas:
• ¿Cuál palabra o palabras en este pasaje
captaron tu
atención?
• ¿Qué parte en este
pasaje te consoló?
• ¿Qué parte en este
pasaje te desafió?
¿Qué conversión de la
mente, del corazón y de la vida me pide el Señor?
Después de verlo,
contaron lo que se les había dicho de aquel niño. ¿En qué momentos he visto a Dios
obrar en mi vida? ¿Cómo puedo compartir el mensaje de fe en Jesucristo a través
de mis palabras y acciones?
Cuantos los oían
quedaban maravillados. ¿En qué momentos me he maravillado de Dios actuando en mi
vida? ¿Cómo puedo estar más atento al amor y la misericordia de Dios que obran
en mi vida?
María, por su parte,
guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. ¿En qué momentos experimento desafíos en mantener mis compromisos
de fe? ¿Cómo puedo hacer tiempo para el silencio, la oración y la reflexión en
mi horario diario?
Para nuestra vida.
Hoy es un día de bendiciones: comienzo
del año civil en la mayor parte de los países del mundo, el penúltimo año de
este segundo milenio, desde que la humanidad cuenta el tiempo a partir del
nacimiento de Jesús. Comenzamos bendiciéndonos, invocando sobre el mundo y
sobre nosotros mismos la misericordia de Dios encarnada en Jesús, el hijo de
María cuya maternidad divina hoy celebramos; invocando al "príncipe de
Paz" (Is 9, 5).
La
primera lectura es el pasaje conocido como la "bendición araonítica",
contenida en el libro de los Números en medio de prescripciones rituales para
los sacerdotes del AT.
Así debía ser bendecido el pueblo por sus sacerdotes, invocando sobre él la
presencia protectora, luminosa, favorable y pacificadora de Dios. No es un
simple deseo de buena voluntad; es la confianza en el poder de la Palabra de
Dios confiada a sus intermediarios, los sacerdotes, servidores del pueblo.
El texto que
se ha escogido del libro de los Números, está orientado, hoy especialmente,
por la bendición que se pide a Dios. Esa bendición es la paz. En las
lenguas semitas, con la raíz shlm —de donde deriva shalom-paz— se
indica una dimensión elemental de la vida humana, sin la cual ésta pierde gran
parte de su sentido, si no todo. Con la palabra paz se indica “lo completo,
íntegro, cabal, sano, terminado, acabado, colmado”. La paz, así entendida,
designa todo aquello que hace posible una vida sana armónica y ayuda al pleno
desarrollo humano. En los textos, sin embargo, no aparece siempre con este
significado tan denso. De ahí viene la palabra griega eirênê. Desde
luego, desde el punto de vista bíblico, la paz, e incluso la “pax” como término
latino, no es solamente el orden establecido. Es un don mesiánico, implica
necesariamente ausencia de guerra. Pero es, sobre todo, un estado de justicia y
fraternidad.
El
salmo responsorial prolonga el tema de la bendición de la primera lectura con
un acento universalista que cae muy bien en este día, primero del año, en el que percibimos fuertemente la
fraternidad universal, sobre todo si pensamos en la Jornada Mundial por la Paz
que la Iglesia viene celebrando cada 1º de Enero desde hace varios años. ¿Qué
mejor bendición para la humanidad, para todos los pueblos, para cada uno de
nosotros, que la instauración de un orden mundial justo y pacífico?
“Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer”
En estas
palabras evoca Pablo, de manera concentrada como es usual en sus escritos, no
solamente la madurez a que ha llegado la historia de la humanidad, hasta el
punto de hacerse Dios presente en ella a través de su Hijo, sino la plena
humanidad de Jesús, hijo de María -una mujer-, cuya maternidad divina hoy
celebramos, y sometido a la ley de su pueblo para liberarnos del yugo de toda
ley inhumana. La plenitud de los tiempos no es un
momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios.
Después del
Concilio de Éfeso (431) santa María es invocada con el título de Madre de Dios
tanto en Oriente como en Occidente. La liturgia romana le dedicó la fiesta más
antigua de María en la octava de Navidad. La historia olvidó esta fiesta y
Pablo VI la recuperó "para recordar el papel que María tuvo en este
misterio de salvación y alabar la dignidad singular de que goza 'aquella por
cuya maternidad virginal ... hemos recibido ... a Jesucristo, el autor de la
vida' (colecta)" (Marialis Cultus, 1974). María siempre presente a lo
largo de todo el Adviento y las fiestas de Navidad. La celebramos hoy en el
núcleo central de su misterio: Madre de Dios (Theotokos), cf. Lumen Gentium 53.
La Iglesia siempre ha visto una unidad llena de delicadeza entre la maternidad
divina de María y su santidad única (Verbum Dei corde et corpore suscepit).
La imagen de la Virgen María sosteniendo a su
Hijo Jesús en sus brazos, repetida de tantas formas en nuestra tradición iconográfica
y en la de los pueblos cristianos, expresa ya todo el misterio que celebramos
hoy. María concibió a Jesús y le amó como nadie le ha amado. Ese amor no
consistió en un simple sentimiento sino que la hizo generosa, activa y fiel al
servicio de Jesús y siempre a su lado incluso en los momentos más difíciles. Y
a la vez, su amor fue Don del Espíritu que la hizo santa e inmaculada. La
comunión íntima de María con Jesús tiene un momento último: ella nos lo ofrece
a todos nosotros, y así es como se manifiesta Madre de la Iglesia.
La Palabra,
nacida en Israel, ha llegado a su plenitud en Jesús, y ha roto todos los
moldes. Se ha anunciado al mundo entero, a judíos y gentiles, libres y
esclavos, y nos ha mostrado quiénes somos: no simples cumplidores de la Ley,
sino hijos y herederos.
Pablo mira desde atrás, con la vista puesta en el único autor del
futuro del hombre: Dios. “Sólo con ojos de redimido puede llamar plenitud de
los tiempos” al momento de la Encarnación. El proyecto de Dios tiene un
objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios, fiel a sí mismo, hace al
hombre libre. La primera es su Madre Santísima, primera entre los salvados y
única en la obra de Dios.
Es la síntesis y la
esencia del mensaje de la Navidad.
En el texto San Pablo nos recuerda como la promesa de Dios fue dada
para darnos libertad plena a diferencia de la ley, la cual nos encierra, nos
cuida con un látigo, nos esclaviza, nos cierra la puerta, dejándonos fuera, no
así la fe, la cual nos hace a todos Hijos de Dios por igual, nos reviste de
Cristo, dándonos libertad plena de la condenación de la ley, librándonos del
elitismo y dándonos el mismo nivel de acceso a Dios, a su gracia y bendición a
convirtiéndonos por la fe en hijos legítimos de Abraham.
En el texto vemos este problema
desde una perspectiva diferente, ahora Pablo enfoca el tema en aquel que vive
su cristianismo de acuerdo a la promesa y aquel que lo vive de acuerdo a la
ley, y cómo esto afecta directamente a su relación con Dios, cómo aquel que
vive bajo la ley y aquel que vive bajo la gracia, tiene o la relación de de un
esclavo o la de un hijo respectivamente, cómo los que pretenden relacionarse
con Dios a través de reglas y legalismo están en una situación aún peor que la
de un esclavo.
La libertad de los cristianos no tiene un
fundamento simplemente jurídico; se afianza en el hecho de que somos hijos y,
por lo tanto, herederos, porque así lo ha querido Dios. Y éstas, nuestra
filiación divina y nuestra libertad de hijos y herederos, se fundan en el haber
enviado Dios a su hijo Jesucristo "cuando se cumplió el tiempo... nacido
de una mujer, nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la
Ley".
Cuando Pablo recuerda esta nueva forma de
existir, hace al mismo tiempo una llamada apremiante a todos los lectores para
que pongan en práctica, en obediencia de fe, esta actitud filial.
El Espíritu clama al
Padre: Abba!, ¡Padre! Se ha apoderado de nosotros con tanta fuerza que ya no es
nuestro yo quien ora al Padre, sino el Espíritu del Hijo de Dios. Más tarde,
Pablo dirá que nosotros clamamos «en» ese Espíritu: «Abba!, ¡Padre!» Es la
fuerza creadora divina la que nos hace capaces de orar filialmente. Pablo no
renuncia a la forma aramea del nombre de padre, tal como la usó Jesús
dirigiéndose a su Padre (Mc 14,36). Es una fórmula íntima que corresponde más o
menos a nuestro «papá». Así se dirigían los hijos a sus padres. Ningún judío se
hubiera atrevido a dirigirse así a Dios. Sólo Cristo, como Hijo de Dios, pudo
atreverse a dirigirse a Dios sin rodeos, como padre. Al hacerlo, no olvida que
Dios es nuestro padre en los cielos (Mt 6,9). ¡Gran misterio de salvación,
celebrado en esta Navidad!.
El
primer Evangelio del año evoca la figura de los pastores que van a adorar a
Jesús recién nacido. No
son las figuras simpáticas y acarameladas de nuestros pesebres y avisos
publicitarios. Son hombres rudos, con fama de ladrones, de sucios. Considerados
"impuros" entre los judíos del tiempo de Jesús, y peligrosos entre
los demás habitantes del imperio romano. A ellos, en representación de todos
los excluidos de la tierra, les fué comunicada la buena noticia del nacimiento
de Jesús, "un salvador, el mesías, el Señor", como leímos en días
pasados. Ahora escuchamos que ellos van corriendo a contemplarlo, que cuentan
la revelación de que fueron testigos, que se vuelven a su lugar glorificando y
alabando a Dios.
El texto concluye con tres afirmaciones
importantes:
1) Cuando nace el Hijo de Dios, hablan
los ángeles, los pastores, los reyes venidos de Oriente. Hablarán Simeón y Ana
en el templo. Sólo María calla, absorta en el misterio. Sólo la Madre guarda
silencio.«María -comenta Lucas- conservaba el recuerdo de todo esto,
meditándolo en su interior.» Difícil de digerir la escena; por eso María
tendría necesidad de meditar en su interior estos acontecimientos, que rompían
los esquemas que se habían trazado sobre el mesías venidero.
Sólo María calla. Dios habló a Abraham y
a Moisés y envió a los Profetas para que hablaran a nuestros padres. Ahora, en
esta etapa final nos ha hablado por su Hijo (Hb 1,1).
2) Que el niño fue circuncidado al octavo
día de su nacimiento, es decir, que se cumplió en él lo que prescribía la ley
judía, para que algún día nosotros pudiéramos liberarnos de ritualismos
inútiles. Él se sometió a la Ley "para rescatar a los que estaban bajo la
Ley", como dice San Pablo en la segunda lectura.
3) Que le pusieron, ese mismo día de su
circuncisión, como acostumbraban los judíos, el nombre de Jesús, que el ángel
había anunciado que llevaría. Un nombre que significa nada menos que:
"Dios es salvador"; todo un programa de vida para el niño, y para
nosotros sus discípulas y discípulos en este año que hoy comenzamos.
Contemplar
a los pastores entrando en la cueva quienes sorprendidos, ven la pobreza en la
que el Hijo de Dios se ha dignado nacer. Un niño débil, dormido, tierno, que
tal vez tiembla un poco por el frío, con las manitas juntas y apretadas sobre
el pecho, era el Dios de Israel, el salvador de la humanidad. Contemplar a ese
Niñito que baja del cielo por amor a mí, para hacerse cercano, para dejarse
alzar, tocar, alimentar.
María
conservaba todo esto en su corazón: la llegada de los pastores, los regalos que
le traían al niño, los sucesos desde la partida de Nazaret, la anunciación del
ángel, el nacimiento en un pesebre… Recordaría al pastorcillo, que temeroso, se
acercó a pedirle le dejara alzar en sus brazos al Niño Dios; las lágrimas de
emoción que tal vez corrieron por la mejilla de alguna mujer al contemplar
milagro tan sublime, el esfuerzo de José por darle lo mejor que podía a ella y
al recién nacido, las narraciones de los pastores que vieron a los ángeles…
Todo lo conservaba en su corazón, porque en ello sabía ver la mano de Dios que
desde ya actuaba en su vida y en la de los demás.
Contemplar
a María y a José… Mirar a José, que después de haber pensado en abandonar a
María, ahora tiene en sus brazos al mismo Dios. ¡Con cuánta ternura le habrá
dado el primer beso de un padre terrenal al Hijo del Altísimo! La barba
molestaría al niño, que rascaría su cara para alejar aquello que le incomodaba.
¿Cómo serían las primeras horas de María
con el Niño? No dejaría de observarlo. Seguir contemplando aquella realidad del
Dios hecho carne por amor a mí.
Así comentan algunos Santos Padres este
texto.
San
León Magno, papa y doctor de la Iglesia
«María,
Madre de Dios, Madre del Príncipe de la Paz» (Is 11,5).
“La fiesta de Navidad renueva en nosotros los
primeros instantes de Jesús, nacido de la Virgen María. Y nosotros, al adorar
el nacimiento de nuestro Salvador, celebramos nuestro propio origen. En efecto,
el pueblo cristiano comienza en el momento de venir Cristo al mundo: el
aniversario de la cabeza es el aniversario del cuerpo.
Ahora bien, entre los
tesoros de la generosidad divina ¿podemos encontrar algo más de acorde con la
dignidad de la fiesta de Navidad que la paz proclamada por el canto de los
ángeles en el nacimiento del Señor? (Lc 2,41). Porque es la paz la que engendra
hijos de Dios, la que favorece el amor, la que hace nacer la amistad, la que es
el descanso de los bienaventurados, la morada de la eternidad. Su obra propia,
su particular beneficio es unir a Dios los que ella separa del mundo… Puesto
que, los que «no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano»
sino que «nacen de Dios» (Jn 1,13) deben ofrecer al Padre la voluntad unánime
de hijos constructores de paz.
Todos los que, por adopción
han llegado a ser miembros de Cristo, deben acudir presurosamente y encontrarse
junto al primogénito de la nueva creación, el que ha venido «no a hacer su
propia voluntad, sino la voluntad del que lo ha enviado (Jn 6,38). Los que la
gracia del Padre adopta como herederos no están divididos o en contraste entre
ellos sino que tienen los mismos sentimientos y el mismo amor. Los que son
recreados según la Imagen única (cf Hb 1,3; Gn 1,27) deben tener un alma que
les asemeje. El nacimiento del Señor Jesús, es el nacimiento de la paz. Tal
como lo dice san Pablo: «Él es nuestra paz»” (Ef 2,14). (San León Magno. Sermón: Nos trae la paz. Sermón
6º para Navidad, 2,3, 5) .
San
Efrén, diácono y doctor de la Iglesia
«Glorificaban
y alababan a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20).
“Venid, sabios, admiremos a
la Virgen Madre, la hija de David, esta flor de belleza que dio a luz la
maravilla. Admiremos el manantial de donde brota la fuente, la nave toda
cargada de gozo que nos trae el mensaje venido del Padre. En su pecho puro,
recibió y llevó a este gran Dios que gobierna la creación, este Dios por el que
la paz reina sobre tierra y en los cielos. Venid, admiremos a la Virgen toda
pura, maravillosa toda ella. Escogida entre todas las criaturas, ella dio a luz
sin haber conocido varón. Su alma Sólo entre las criaturas, parió sin haber
conocido a hombre. Su alma estaba llena de admiración, y cada día ella
glorificaba a Dios en la alegría por estos dones que parecían no poder unirse:
su integridad virginal y su hijo muy amado. ¡Sí, bendito sea el que nació de
ella!.
Lo lleva y canta sus
alabanzas con dulce cánticos: » tu sitio, mi hijo, está por encima de todo;
pero, porque lo quisiste, has sido hecho sitio en mí. ¡Los cielos son demasiado
estrechos para tu majestad, y yo, la toda pequeña, te llevo! Que Viene
Ezequiel, que te vea sobre mis rodillas; qué se prosterne y adore; qué
reconozca en ti aquel que vio ocupar un escaño sobre el carro de los querubines
(Ez 1) y el me llamará bienaventurada por su gracia…Isaías proclama: «He aquí a
la Virgen que concebirá y dará a luz un hijo» (7,14), venid, contempladme,
regocijaos conmigo…He aquí que he dado a luz, manteniendo intacto el sello de
mi virginidad. Mirad al Emmanuel que, antaño, estaba escondido para ti… «Venid
a mi, los sabios, cantores del Espíritu, profetas que en vuestras visiones
habéis revelado las realidades ocultas, agricultores que, después de la siembra
estáis distraídos en la esperanza. Levantaos, saltad de jubilo ha llegado el
tiempo de la recolección de los frutos. He aquí en mis brazos la espiga de la
vida que da el pan a los hambrientos, que sacia a los hambrientos. Alegraos
conmigo: yo he recibido la gavilla del gozo»”. (San Efrén. Himno: Bendito el fruto de
tu vientre. Himno 7 sobre la Virgen).
Digamos, finalmente, una palabra sobre la
jornada mundial por la paz que hoy celebra la Iglesia. La paz es, por una
parte, un don de Dios, de su Espíritu. Por eso hay que pedirla fervientemente
en la oración: paz entre las grandes religiones de la tierra, entre las razas y
las naciones, entre los hombres y las mujeres de todo el mundo, de todas las
edades y de todas las lenguas. Paz entre los iglesias cristianas, para que
lleguen a conformar algún día la gran Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo,
para que todos crean. Paz como fruto de la justicia, pues mientras permanezcan
las desigualdades abismales entre los pocos ricos del mundo y los millones y
millones de pobres, es muy difícil que haya paz. La paz es, por tanto, tarea
nuestra: se funda en la justicia de nuestras relaciones, en el respeto por cada
uno de los seres humanos, en la defensa de su dignidad y en la plena
realización de sus derechos.
Un programa político, cultural, social,
religioso, familiar.
"Bienaventurados los que trabajan
por la paz porque serán llamados hijos de Dios!" dijo Jesús, nuestro
Señor.
¿No es un programa para nosotros este
año, seguir el ejemplo de los pastores? ¿No somos, como ellos, indignos de
haber sido llamados a la fe en Jesús, pero agraciados porque Dios no ha tenido
en cuenta nuestra indignidad?.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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