Recién comenzado el tiempo pascual, con encontramos con la Resurrección de Jesucristo. Ninguno de los discípulos y seguidores de Jesús fue testigo directo del momento de la resurrección. Las dos razones principales que aducían los apóstoles para fundamentar su fe en la Resurrección de Jesús eran la comprobación del sepulcro vacío y las apariciones del
Resucitado a algunas de las personas que más le amaron mientras el Resucitado vivió aquí en la tierra. Ninguna de estas dos razones puede demostrar científicamente nuestra fe en la Resurrección, de acuerdo con las exigencias de la historia y de la ciencia empírica actual.
Por
eso, nuestra fe en la Resurrección es un dogma de fe, una verdad revelada, no
una verdad empírica y científicamente demostrable.
Hoy renovamos nuestra fe. Entendemos las Escrituras y creemos, como María Magdalena, como Pedro y “el otro discípulo”, que Cristo vive y está muy dentro de nosotros. El transforma nuestra vida. En el Bautismo fuimos incorporados a la muerte y resurrección de Cristo. Su suerte desde entonces será la nuestra.
Hoy es un día para celebrar y festejar, para hacer fiesta con los hermanos. Hoy
es día para vivir comunicando esperanza en que la muerte no podrá con la vida
porque Dios está con nosotros, empuja en nuestra misma dirección. Esta es la
razón más profunda de nuestra fe y nuestra esperanza. La duda y la tristeza de
los discípulos al creer que se habían llevado a Jesús se tornó en alegría.
Creemos en el Dios de la vida y eso nos hace cultivadores y guardianes,
protectores de la vida y de la fraternidad.
En
estos 50 días del tiempo pascual, que hoy se inaugura, leeremos el libro de las
Hechos de los Apóstoles, donde se narran los orígenes de la Iglesia cristiana,
nacida de la muerte y de la resurrección de Jesús y del don de su Espíritu
Santo. Una muy antigua tradición que data del siglo II, lo atribuye a San
Lucas, lo mismo que el tercer evangelio.
En la primera lectura del Libro de los Hechos (Hech 10,34a.37-43) se nos sitúa tiempo después de la vida de Cristo. El Espíritu
ya ha llegado y Pedro es valiente en la predicación. Eso todavía no era posible
en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor,
pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de hoy, pues marca el
final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de
Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la
Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una
alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en
estos días.
"Nos
encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado
juez de vivos y muertos" (Hch 10, 42). Su mandato fue categórico.
Seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los
límites finales del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y
a lo ancho del mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la
fe en la resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la
Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el
fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y
maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.
El responsorial de hoy es el salma 117
(Sal 117,1-2.16-17.22-23 ) .Es
el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la
victoria pascual del Señor.
Este
salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la
fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de
esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio
de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la
noche...
Procesionalmente
se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante
siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años
de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría
se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se
agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una
especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y
cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"
Ahora
«viviré» (v. 17), ya que en los días de aflicción no vivía, agonizaba: mi
existencia era un morir viviendo o un vivir muriendo, porque mi alma agonizaba
en la fosa de la tristeza; ni podía respirar, la angustia tenía paralizados mis
pulmones. Era la muerte. Pero ahora que «el Señor actuó» y «nos ha dado la
salvación» (v. 25) y en que la vida se convirtió en una fiesta, ya «no he de
morir» (v. 17), «viviré» para transformar mis días en un himno de gloria para
mi Dios, «para contar las hazañas del Señor» (v. 17).
El
coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de
liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron
pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas
venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora
ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).
Es
un «milagro patente» (v. 23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor
irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles, sacó
prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones.
"Nada
más grande -comenta San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno.
Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye
decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su
Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería
decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios."
(S. Agustín, Enarrationes in psalmos, 117, 1)
Dad
gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué
otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi
Dios, te doy gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas
alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien
gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor
porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye
con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de
todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa
que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno
«Aleluya»."( S. Agustín, Enarrationes in psalmos 117, 27.)
«Dicimus
'alleluia' ut solamen viatici», dice San Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia'
como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y San Jerónimo
afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual
en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en
tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban,
decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las
acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria
ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y
que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla
nuestra, a modo de recuerdo pascual!"( G. B. Card. MONTINI, Discurso
pronunciado el 3 de abril de 1961 en la Catedral de Milán, en Discorsi, vol.
II. Milano, Arcivescovado, 1962 p. 253 ss.).
En la segunda lectura de la carta de San Pablo a los colosenses (Col 3,1-4) el apóstol Pablo escribió en acerca de un nuevo
cambio en nuestras vidas.
La
comunidad de Colosas, tras un momento inicial de desarrollo, está en crisis. La
causa hay que buscarla en el fuerte influjo ambiental de la filosofía; 2,8. El
autor presenta los elementos de este mundo como peligrosos poderes angélicos
que quieren determinar el orden cósmico y el destino de cada uno de los
hombres. Hacer caso de estos elementos es separarse de Cristo; 2,10. Las
prácticas que se insinúan son caracterizadas como ejercicios ascéticos de
procedencia judaica.
El
texto de hoy abre la parte parenética de la carta y es como el fundamento de la
ética o comportamiento cristiano. Contrapone las cosas de arriba a las de
abajo. La diferencia sustancial entre el anuncio de la filosofía y el del
evangelio radica en la relación histórica que determina el fundamento de la
ética cristiana. A la concepción dualista del mundo no contrapone una
metafísica cristiana sino una realidad histórica: Cristo crucificado,
resucitado y glorificado. Hay una identidad total entre el Cristo glorificado y
el Cristo crucificado.
Por
tanto el paso de lo de "abajo" a lo de "arriba" no se
realiza por prácticas ascéticas, gnosis o misterios, sino por la confesión de
fe en Cristo Jesús.
La
contraposición entre las cosas de arriba y las de abajo ha influido fuertemente
en la teología y en la piedad cristiana, y ha dejado a un lado con frecuencia
la realidad de la vida. Buscar las cosas de arriba no significa despreciar los
bienes de la tierra para poder amar los del cielo. La responsabilidad del
progreso material no se puede separar de la moral cristiana. La piedad ha
valorado excesivamente algunas prácticas destinadas a mortificar el cuerpo para
liberar el alma.
La
carta enfrenta las dificultades de una comunidad que se ve expuesta a una
desviación, práctica y doctrinal, de la auténtica enseñanza cristiana. La
comunidad se encuentra en un medio con fuertes influencias de creencias
misteriosas, gnosticismo y otras tendencias religiosas que pululaban en el
momento. El problema es diferente al de las iglesias de Jerusalén y Antioquía.
Ya no es el legalismo judío que amenazaba con absorber al cristianismo. La
dificultad radica en la confusión respecto al lugar que Jesús ocupa en la
historia humana. Por esto, Cristo es presentado como Señor del universo, cabeza
de la Iglesia y vencedor de los grandes poderes que someten a la humanidad y al
mundo.
El
pasaje que hoy leemos es la conclusión de una extensa exposición doctrinal.
Enfatiza en la necesidad de permanecer abierto a las realidades históricas pero
sin crear innecesarias confusiones doctrinales. Exhorta a no trastocar lo que
es una experiencia de vida fundada en la catequesis paulina con los caprichos
religiosos de moda.
Concluye
contraponiendo lo que pertenece al mundo del Espíritu frente a las propagandas
religiosas. Lo de arriba manifiesta la máxima aspiración de los creyentes: la
resurrección. Lo de abajo las pasajeras modas ideológicas. La vida de la
comunidad se convierte entonces en una semilla de esperanza: la voluntad de
Dios es irrevocable. La comunidad está llamada a hacer de la "vida en
abundancia" el derrotero de su acción, y para esto necesita estar firme en
su enseñanza apostólica.
El evangelio de San Juan (Jn 20,1-9) es
uno de los relatos evangélicos en el que el apóstol Juan, protagonista del
relato de hoy, relata algo que guardaba muy fresco en su memoria, aunque sería
escrito muchos años después, por él mismo, según la tradición.
Pedro
y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro.
Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún
tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y
admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y
sudario—de los elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó”. Esa es la cuestión: la Resurrección como
ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo
que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y es lo que, asimismo, nos debe
quedar a nosotros, que hemos de contemplar la escena con los ojos del corazón,
y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.
María
Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella
fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro
lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su
divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por
Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al
cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no
pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo,
todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al
Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada vemos
la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces de
mirar arrepentidos a Dios.
Pedro
y el Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de
los que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen
sus pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le
empuja para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor
de Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que
lo confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez
más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una
fuerte fe en el amor divino.
El
Evangelio se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración,
que desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace
inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había
envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan
comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido
robado, la sábana no estaría doblada como la encontraron, ni tampoco el sudario
de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver
era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla
plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan
comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ella de forma milagrosa, sin
romperla y casi sin tocarla.
El
cuarto evangelista pretende subrayar, por una parte, el realismo corporal de
Cristo resucitado y, por otro, la condición nueva y definitiva de esta
corporeidad. Se da también una referencia a la primacía de Pedro: él entra en
el sepulcro, porque tiene que ser el primero en anunciar la Buena Noticia (cf.
primera lectura de hoy). Pero sólo de Juan se subraya la fe (vio y creyó).
Lucas nos mostrará que para comprender las Escrituras es necesario que el
propio Cristo abra la mente del discípulo.
Así comenta San Agustín el evangelio Jn 20,1-9: ¿Qué necesidad tienes de lo que no
amas? -Dámelo " Hoy se ha
leído la resurrección del Señor según el evangelio de San Juan y hemos
escuchado que los discípulos buscaron al Señor y no lo encontraron en el
sepulcro, cosa que ya habían anunciado las mujeres, creyendo, no que hubiera
resucitado, sino que había sido robado de allí. Llegaron dos discípulos, el
mismo Juan evangelista -se sobreentiende que era aquel a quien amaba Jesús- y
Pedro con él; entraron, vieron solamente las vendas, pero ningún cuerpo. ¿Qué
está escrito de Juan mismo? Si lo habéis advertido, dice: Entró, vio y creyó (Jn 20,8). Oísteis
que creyó, pero no se alaba esta fe; en efecto, se pueden creer tanto cosas
verdaderas como falsas. Pues si se hubiese alabado el que creyó en este caso o
se hubiera recomendado la fe en el hecho de ver y creer, no continuaría la
Escritura con estas palabras: Aún no
conocía las Escrituras, según las cuales convenía que Cristo resucitara de
entre los muertos (Jn 20,9). Así, pues, vio y creyó. ¿Qué creyó? ¿Qué,
sino lo que había dicho la mujer, a saber, que habían llevado al Señor del
sepulcro? Ella había dicho: Han
llevado al Señor del sepulcro y no sé dónde lo han puesto (Jn 20,2).
Corrieron
ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el cuerpo y creyeron que
había desaparecido, no que hubiese resucitado. Al verlo ausente del sepulcro,
creyeron que lo habían sustraído y se fueron. La mujer se quedó allí y comenzó
a buscar el cuerpo de Jesús con lágrimas y a llorar junto al sepulcro. Ellos,
más fuertes por su sexo, pero con menor amor, se preocuparon menos. La mujer
buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en
el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la Vida.
Y ¿cómo la buscaba? Buscaba el cuerpo de un muerto, no la incorrupción del Dios
vivo, pues tampoco ella creía que la causa de no estar el cuerpo en el sepulcro
era que había resucitado el Señor. Entrando dentro vio unos ángeles. Observad
que los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a
esta mujer. Esto, amadísimos, se pone de relieve, porque el sexo más débil
buscó con más ahínco lo que había sido el primero en perder. Los ángeles la ven
y le dicen: No está aquí, ha
resucitado (Mt 28,6). Todavía se mantiene en pie llorando; aún no cree;
pensaba que el Señor había desaparecido del sepulcro. Vio también a Jesús, pero
no lo toma por quien era, sino por el hortelano; todavía reclama el cuerpo de
un muerto. Le dice: «Si tú le has
llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué
necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le buscaba muerto,
¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor la llama por su nombre.
María reconoció la voz y volvió su mirada al Salvador y le respondió sabiendo
ya quien era: Rabi, que quiere decir «Maestro» (Jn 20,16)" . (San Agustín. Sermón 229 L,1).
Para nuestra visa,
Iniciamos,
el Tiempo Pascual, una cincuentena de días en el que el Resucitado terminó la
formación de sus discípulos desde la fuerza del prodigio de su Resurrección.
Meditemos
sobre los hechos ocurridos al final de la vida de Jesús: la gloria de Jesús un
día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de
todos. Este es otro de los grandes misterios de nuestra fe que no debemos, ni
podemos, obviar
Vivimos
en un mundo en el que la injusticia y la mentira triunfan y campan por doquier.
Los justos no tienen, en este mundo, mejor suerte que los injustos. De una
manera especial, nuestra fe en la resurrección nos dice que merece la pena
seguir intentando ser justos, aunque por esto tengamos que sufrir, en este
mundo, penas y hasta el mismo martirio. Dios nos resucitará, como resucitó a
Jesús, en nuestro último día, y nos juzgará según nuestras obras y su infinita
misericordia. Nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección pueden y deben
iluminar nuestro difícil caminar aquí en la tierra.
Si
incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible,
es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros
también resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es
cuando realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin
angustias, sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada.
La
fe en la resurrección ha sido, de hecho, para muchas personas, una fuerza
interior profunda que les ayudó a soportar grandes dificultades y hasta el
propio martirio. San Ignacio de Antioquia, a principios del siglo II, les
escribía a sus fieles cristianos, cuando iba camino del martirio, que deseaba
ser triturado por los dientes de las fieras, para poder así ofrecerse a Cristo,
como pan triturado e inmolado, y unirse definitivamente con el Resucitado. Este
mismo sentimiento experimentaron, sin duda, algunos de los apóstoles y
discípulos de Cristo, cuando caminaban hacia el martirio. La fe en la
resurrección fue para ellos, y debe ser para todos nosotros, una fuerza mayor
que el miedo a la muerte. Fue su fe en la resurrección la que les convirtió en
testigos valientes y en mártires cristianos.
El
responsorial es el salmo 117. La Iglesia utiliza este salmo con particular
frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la
Resurrección de Cristo. Celebramos
el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando
la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la
gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y
la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava,
saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo. [1]
"No he de morir, viviré": Así es; Cristo ya no morirá más. Vive
'según la fuerza de una vida indestructible.
No he de morir, viviré:
"Es una profecía de la Resurrección; en realidad, es como decir: la muerte
ya no será más la muerte. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a
la muerte: Es Cristo quien da gracias al Padre no sólo por haber sido liberado,
sino incluso por haber sufrido la Pasión."[2]
Jesús es piedra angular de una
nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de
Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan
extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros,
se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de
la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida.
Este es el día en el que la
diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a
Cristo de la muerte a la gloria. A partir de él, la piedra desechada por los
arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella
se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta
formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.
Dad
gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué
otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi
Dios, te doy gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas
alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien
gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor
porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye
con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de
todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa
que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."[3]
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo en una audiencia general : " Himno de acción de gracias después de la
victoria " 1. En todas las festividades más significativas y alegres
del antiguo judaísmo, especialmente en la celebración de la Pascua, se cantaba
la secuencia de salmos que va del 112 al 117. Esta serie de himnos de alabanza
y de acción de gracias a Dios se llamaba el "Hallel egipcio", porque en uno de ellos, el salmo 113 A, se
evocaban de un modo poético, muy gráfico, el éxodo de Israel de la tierra de la
opresión, el Egipto faraónico, y el maravilloso don de la alianza divina. Pues
bien, el salmo con el que se concluye este "Hallel egipcio" es precisamente el salmo 117, que se acaba
de proclamar y que ya hemos meditado en un comentario anterior.
2. Este canto revela
claramente un uso litúrgico en el interior del templo de Jerusalén. En efecto,
en su trama parece desarrollarse una procesión, que comienza entre las
"tiendas de los justos" (v. 15), es decir, en las casas de los
fieles. Estos exaltan la protección de la mano de Dios, capaz de tutelar a los
rectos, a los que confían en él incluso cuando irrumpen adversarios crueles. La
imagen que usa el salmista es expresiva: "Me rodeaban como avispas,
ardiendo como fuego en las zarzas; en el nombre del Señor los rechacé" (v.
12).
Al ser liberado de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de
victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor"
(cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son
conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada
por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la última palabra; aunque
permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte
(cf. v. 18).
3. En este momento parece
que la procesión llega a la meta evocada por el salmista mediante la imagen de
la "puerta de la justicia" (v. 19), es decir, la puerta santa del
templo de Sión. La procesión acompaña al héroe al que Dios ha dado la victoria.
Pide que se le abran las puertas, para poder "dar gracias al Señor"
(v. 19). Con él "entran los justos" (v. 20). Para expresar la dura
prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se
compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos",
transformada luego en "la piedra angular" (v. 22).
Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la
parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su
glorificación (cf. Mt 21, 42).
4. Aplicándose el salmo a
sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de
confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja
en todo el salmo (cf. Sal 117,
1. 2. 3. 4. 29).
Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de
"puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba
así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la
puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados
todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia,
cumpliendo todas las cosas sin perturbación" (48, 4: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993,
p. 222).
5. El otro símbolo, unido
al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este
punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san
Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo,
recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo
Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para
que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe".
San Ambrosio introduce
entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero
para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son
tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu
casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del
mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está
asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno
no prevalecerán contra ti" (VI, 97-99: Opere esegetiche IX/II, Milán-Roma 1978, SAEMO 12, p. 85). (San
Juan Pablo II . Audiencia general . Miércoles 12 de febrero de 2003).
En la segunda lectura se reflexiona
acerca de como frente a los falsos ídolos que atraen la atención de los hombres
se levanta ahora la persona de Cristo, a quien su victoria sobre la muerte
sitúa por encima de ellos, como único Señor capaz de llevar a la humanidad a su
perfeccionamiento y al mundo a su realización final.
Este
texto es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo.
Por eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que
buscar "los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores
auténticos, no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.
Vida
nueva. En la noche bautismal de Pascua todo era nuevo: el fuego, la luz, el
agua, los vestidos, la levadura. Empezamos una vida nueva.
Esta
primacía de Cristo, tesis esencial de la carta a los colosenses, tiene sus
repercusiones en el plano moral. Así, al esfuerzo y a la ascesis impuesta por
el culto de los ídolos y la búsqueda de los bienes naturales, se opone, con una
prioridad absoluta, la ascesis que se desprende del reconocimiento de la
soberanía de Cristo sobre el mundo
Tenemos una nueva relación con Cristo Jesús y una
nueva posición ante Dios. "Si, pues,
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en
las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo
en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también
seréis manifestados con él en gloria".
Ya hemos tenido una resurrección espiritual, y un
día cuando Cristo regrese vamos a tener un nuevo cuerpo resucitado!
Refiriéndose a la resurrección espiritual que Jesús, dijo: "De verdad, de
verdad os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del
Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán" (Juan 5: 2). Luego pasó a
hablar de nuestra resurrección futura: "No os asombréis de esto, porque llegará la
hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz" (Juan
5:28).
El apóstol Pablo
declara " Porque habéis
muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo,
vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en
gloria."
Los
cristianos no obramos de distinta forma que los demás y no descubrimos
exigencias nuevas. No hacemos nada que los demás no hayan descubierto ya. Pero
hay dos palabras que san Pablo ha introducido intencionadamente: "en el
Señor", que dan a las actitudes que exigen de los cristianos un alcance y
una significación nuevas. Al parecer, esta expresión no se entiende del todo
más que oponiéndola a otra expresión que es corriente en la pluma de san Pablo
("en Adán". No existen dos humanidades diferentes, sino una sola
humanidad, animada de la misma esperanza de promoción y de salvación. Pero hay
hombres que buscan esa promoción "en Adán", es decir, a base de sólo
medios humanos, y eso es el pecado; otros buscan esa promoción "en
Cristo", es decir, abriéndose al don de Dios que permite al hombre
realizar su proyecto e imitando la justicia de Cristo, capaz de superar el
pecado y el fracaso.
Vivir
"en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos
expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados,
lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al
hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de
Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al
máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que
provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto.
El
evangelio de San Juan que hoy leemos presenta en los relatos pascuales presenta
diferencias respecto a los evangelios sinópticos, si bien parte de tradiciones
comunes, que, no obstante, han pasado por la criba de la teología propia del
círculo juánico.
En las palabras de María
Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que
acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder
afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús.
Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda
claro que no ha habido robo.
En el relato de San Juan, María
Magdalena adquiere la función de recordar y hacer viva esta experiencia:
"Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han
puesto". En el relato de Juan no hay ángeles ni mensajes pascuales. Para
Juan, el mensaje pascual y el triunfo de Jesús están en la cruz. La
resurrección de Jesús es su amor a prueba de la propia vida. Es este amor el
que ha roto la muerte, porque, al amar al máximo, Jesús se ha encontrado con la
potencia viva del Padre, que es sólo amor. Esto requiere un gran esfuerzo de
credibilidad (fe), porque es un desafío a las reglas elementales de lo
empírico.
María ha visto que el sepulcro
está abierto y corre adonde están los discípulos, pero sólo puede hacer una
banal constatación: "Se han llevado
del sepulcro al Señor". María piensa en ladrones de cadáveres. Es
verdad que aún no ha despertado del todo y no es un modelo de creyente: a pesar
de lo cual, para los tiempos venideros será la iniciadora, la que presintió las
secretas promesas del cuerpo sin vida que ella tanto amó.
Pero aún le queda camino por
recorrer. Primero necesita escuchar el testimonio oficial de la Iglesia, el que
da Pedro y para el que el príncipe de los apóstoles reunió todas las pruebas:
las vendas por el suelo, y en un lugar aparte, el sudario cuidadosamente
doblado. Son unas pruebas silenciosas, pero ¿acaso no es el tiempo de
recogimiento, en que cada objeto adquiere el valor de signo visible que remite
a lo invisible? La ausencia del cuerpo no es, ciertamente, la prueba de la
resurrección; es el indicio de que el poder glorificador del Espíritu no ha
olvidado el cuerpo.
La carrera de los dos
discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de
competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja: "El
otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la
prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro discípulo
quien "ve y cree".
Seguramente que "el otro
discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan
presenta como modelo del verdadero creyente. El discípulo amado "vio y
creyó" (v. 9). Una vez más, Pedro no capta la situación. De él sólo se
dice que vio, pero no que creyó. Pedro todavía no ha entendido que vivir es
amar. Pedro todavía no posee el espíritu que Jesús transmite. No lo poseerá
hasta más adelante (cap. 21) y entonces sólo gracias a este discípulo amado que
le ayudará en la ardua y difícil tarea de creer (cfr. Jn. 21, 7). De hecho,
este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a
Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que
anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.
Este
evangelio nos muestra como el amor es activo, no puede estar quieto. "Qui
non zelat non amat" (quien no siente
celos, no ama) ,
dice San Agustín. El encuentro con Jesús engendra caminos de búsqueda de
hermanos para anunciarle. La experiencia de la belleza y del amor impone
psicológicamente la comunicación de lo que se experimenta, de lo que se goza.
Por eso sólo puede anunciar a Cristo con fruto, quien ha experimentado su amor.
Los apóstoles son testigos de la resurrección porque han visto a Jesús, el que
bien conocían, vivo entre ellos después de la resurrección. Vieron que no
estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos, conversando con ellos,
comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la resurrección, sino al mismo
Jesús resucitado, con una nueva vida, que no era retorno a la mortal, como
Lázaro, sino inmortal, la vida de Dios. Ha vencido a la muerte y ya no morirá
más.
Si
María Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la resurrección habría
sido inútil. María Magdalena hizo, como Juan y Pedro, lo que debieron hacer:
salir, abrirse, comunicar. Es el mejor remedio para curar la depresión. San
Ignacio aconseja "el intenso moverse" contra la desolación (EE 319).
De esta manera, la sabia colaboración de todos, ha conseguido la manifestación
de Cristo Resucitado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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