lunes, 21 de abril de 2025

Comentario a las lecturas del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor 20 de abril de 2025

Recién  comenzado el tiempo pascual, con encontramos con la Resurrección de Jesucristo. Ninguno de los discípulos y seguidores de Jesús fue testigo directo del momento de la resurrección. Las dos razones principales que aducían los apóstoles para fundamentar su fe en la Resurrección de Jesús eran la comprobación del sepulcro vacío y las apariciones del


Resucitado a algunas de las personas que más le amaron mientras el Resucitado vivió aquí en la tierra. Ninguna de estas dos razones puede demostrar científicamente nuestra fe en la Resurrección, de acuerdo con las exigencias de la historia y de la ciencia empírica actual.

Por eso, nuestra fe en la Resurrección es un dogma de fe, una verdad revelada, no una verdad empírica y científicamente demostrable.

Hoy renovamos nuestra fe. Entendemos las Escrituras y creemos, como María Magdalena, como Pedro y “el otro discípulo”, que Cristo vive y está muy dentro de nosotros. El transforma nuestra vida. En el Bautismo fuimos incorporados a la muerte y resurrección de Cristo. Su suerte desde entonces será la nuestra. 

Hoy es un día para celebrar y festejar, para hacer fiesta con los hermanos. Hoy es día para vivir comunicando esperanza en que la muerte no podrá con la vida porque Dios está con nosotros, empuja en nuestra misma dirección. Esta es la razón más profunda de nuestra fe y nuestra esperanza. La duda y la tristeza de los discípulos al creer que se habían llevado a Jesús se tornó en alegría. Creemos en el Dios de la vida y eso nos hace cultivadores y guardianes, protectores de la vida y de la fraternidad.

En estos 50 días del tiempo pascual, que hoy se inaugura, leeremos el libro de las Hechos de los Após­toles, donde se narran los orígenes de la Iglesia cris­tiana, nacida de la muerte y de la resurrección de Je­sús y del don de su Espíritu Santo. Una muy antigua tradición que data del siglo II, lo atribuye a San Lucas, lo mismo que el tercer evangelio.

 

En la primera lectura del Libro de los Hechos (Hech 10,34a.37-43) se nos sitúa tiempo después de la vida de Cristo. El Espíritu ya ha llegado y Pedro es valiente en la predicación. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de hoy, pues marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días.

"Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos" (Hch 10, 42). Su mandato fue categórico. Seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los límites finales del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y a lo ancho del mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la fe en la resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.

 

El responsorial de hoy es el salma 117  (Sal 117,1-2.16-17.22-23 ) .Es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico  más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del Señor. 

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

Ahora «viviré» (v. 17), ya que en los días de aflicción no vivía, agonizaba: mi existencia era un morir viviendo o un vivir muriendo, porque mi alma agonizaba en la fosa de la tristeza; ni podía respirar, la angustia tenía paralizados mis pulmones. Era la muerte. Pero ahora que «el Señor actuó» y «nos ha dado la salvación» (v. 25) y en que la vida se convirtió en una fiesta, ya «no he de morir» (v. 17), «viviré» para transformar mis días en un himno de gloria para mi Dios, «para contar las hazañas del Señor» (v. 17).

El coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).

Es un «milagro patente» (v. 23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones.

"Nada más grande -comenta San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." (S. Agustín, Enarrationes in psalmos, 117, 1)

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."( S. Agustín, Enarrationes in psalmos 117, 27.)

«Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice San Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y San Jerónimo afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!"( G. B. Card. MONTINI, Discurso pronunciado el 3 de abril de 1961 en la Catedral de Milán, en Discorsi, vol. II. Milano, Arcivescovado, 1962 p. 253 ss.).

 

En la segunda lectura de la carta de San Pablo a los colosenses  (Col 3,1-4) el apóstol Pablo escribió en acerca de un nuevo cambio en nuestras vidas.

La comunidad de Colosas, tras un momento inicial de desarrollo, está en crisis. La causa hay que buscarla en el fuerte influjo ambiental de la filosofía; 2,8. El autor presenta los elementos de este mundo como peligrosos poderes angélicos que quieren determinar el orden cósmico y el destino de cada uno de los hombres. Hacer caso de estos elementos es separarse de Cristo; 2,10. Las prácticas que se insinúan son caracterizadas como ejercicios ascéticos de procedencia judaica.

El texto de hoy abre la parte parenética de la carta y es como el fundamento de la ética o comportamiento cristiano. Contrapone las cosas de arriba a las de abajo. La diferencia sustancial entre el anuncio de la filosofía y el del evangelio radica en la relación histórica que determina el fundamento de la ética cristiana. A la concepción dualista del mundo no contrapone una metafísica cristiana sino una realidad histórica: Cristo crucificado, resucitado y glorificado. Hay una identidad total entre el Cristo glorificado y el Cristo crucificado.

Por tanto el paso de lo de "abajo" a lo de "arriba" no se realiza por prácticas ascéticas, gnosis o misterios, sino por la confesión de fe en Cristo Jesús.

La contraposición entre las cosas de arriba y las de abajo ha influido fuertemente en la teología y en la piedad cristiana, y ha dejado a un lado con frecuencia la realidad de la vida. Buscar las cosas de arriba no significa despreciar los bienes de la tierra para poder amar los del cielo. La responsabilidad del progreso material no se puede separar de la moral cristiana. La piedad ha valorado excesivamente algunas prácticas destinadas a mortificar el cuerpo para liberar el alma.

La carta enfrenta las dificultades de una comunidad que se ve expuesta a una desviación, práctica y doctrinal, de la auténtica enseñanza cristiana. La comunidad se encuentra en un medio con fuertes influencias de creencias misteriosas, gnosticismo y otras tendencias religiosas que pululaban en el momento. El problema es diferente al de las iglesias de Jerusalén y Antioquía. Ya no es el legalismo judío que amenazaba con absorber al cristianismo. La dificultad radica en la confusión respecto al lugar que Jesús ocupa en la historia humana. Por esto, Cristo es presentado como Señor del universo, cabeza de la Iglesia y vencedor de los grandes poderes que someten a la humanidad y al mundo.

El pasaje que hoy leemos es la conclusión de una extensa exposición doctrinal. Enfatiza en la necesidad de permanecer abierto a las realidades históricas pero sin crear innecesarias confusiones doctrinales. Exhorta a no trastocar lo que es una experiencia de vida fundada en la catequesis paulina con los caprichos religiosos de moda.

Concluye contraponiendo lo que pertenece al mundo del Espíritu frente a las propagandas religiosas. Lo de arriba manifiesta la máxima aspiración de los creyentes: la resurrección. Lo de abajo las pasajeras modas ideológicas. La vida de la comunidad se convierte entonces en una semilla de esperanza: la voluntad de Dios es irrevocable. La comunidad está llamada a hacer de la "vida en abundancia" el derrotero de su acción, y para esto necesita estar firme en su enseñanza apostólica.

 

El evangelio  de San Juan  (Jn 20,1-9) es uno de los relatos evangélicos en el que el apóstol Juan, protagonista del relato de hoy, relata algo que guardaba muy fresco en su memoria, aunque sería escrito muchos años después, por él mismo, según la tradición.

Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó”. Esa es la cuestión: la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y es lo que, asimismo, nos debe quedar a nosotros, que hemos de contemplar la escena con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.

María Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo, todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada vemos la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces de mirar arrepentidos a Dios.

Pedro y el Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de los que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen sus pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le empuja para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor de Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que lo confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una fuerte fe en el amor divino.

El Evangelio se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración, que desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido robado, la sábana no estaría doblada como la encontraron, ni tampoco el sudario de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ella de forma milagrosa, sin romperla y casi sin tocarla.

El cuarto evangelista pretende subrayar, por una parte, el realismo corporal de Cristo resucitado y, por otro, la condición nueva y definitiva de esta corporeidad. Se da también una referencia a la primacía de Pedro: él entra en el sepulcro, porque tiene que ser el primero en anunciar la Buena Noticia (cf. primera lectura de hoy). Pero sólo de Juan se subraya la fe (vio y creyó). Lucas nos mostrará que para comprender las Escrituras es necesario que el propio Cristo abra la mente del discípulo.

Así comenta San Agustín el evangelio Jn 20,1-9: ¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? -Dámelo " Hoy se ha leído la resurrección del Señor según el evangelio de San Juan y hemos escuchado que los discípulos buscaron al Señor y no lo encontraron en el sepulcro, cosa que ya habían anunciado las mujeres, creyendo, no que hubiera resucitado, sino que había sido robado de allí. Llegaron dos discípulos, el mismo Juan evangelista -se sobreentiende que era aquel a quien amaba Jesús- y Pedro con él; entraron, vieron solamente las vendas, pero ningún cuerpo. ¿Qué está escrito de Juan mismo? Si lo habéis advertido, dice: Entró, vio y creyó (Jn 20,8). Oísteis que creyó, pero no se alaba esta fe; en efecto, se pueden creer tanto cosas verdaderas como falsas. Pues si se hubiese alabado el que creyó en este caso o se hubiera recomendado la fe en el hecho de ver y creer, no continuaría la Escritura con estas palabras: Aún no conocía las Escrituras, según las cuales convenía que Cristo resucitara de entre los muertos (Jn 20,9). Así, pues, vio y creyó. ¿Qué creyó? ¿Qué, sino lo que había dicho la mujer, a saber, que habían llevado al Señor del sepulcro? Ella había dicho: Han llevado al Señor del sepulcro y no sé dónde lo han puesto (Jn 20,2).

Corrieron ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el cuerpo y creyeron que había desaparecido, no que hubiese resucitado. Al verlo ausente del sepulcro, creyeron que lo habían sustraído y se fueron. La mujer se quedó allí y comenzó a buscar el cuerpo de Jesús con lágrimas y a llorar junto al sepulcro. Ellos, más fuertes por su sexo, pero con menor amor, se preocuparon menos. La mujer buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la Vida. Y ¿cómo la buscaba? Buscaba el cuerpo de un muerto, no la incorrupción del Dios vivo, pues tampoco ella creía que la causa de no estar el cuerpo en el sepulcro era que había resucitado el Señor. Entrando dentro vio unos ángeles. Observad que los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a esta mujer. Esto, amadísimos, se pone de relieve, porque el sexo más débil buscó con más ahínco lo que había sido el primero en perder. Los ángeles la ven y le dicen: No está aquí, ha resucitado (Mt 28,6). Todavía se mantiene en pie llorando; aún no cree; pensaba que el Señor había desaparecido del sepulcro. Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el hortelano; todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir «Maestro» (Jn 20,16)" . (San Agustín. Sermón 229 L,1).

 

Para nuestra visa,

Iniciamos, el Tiempo Pascual, una cincuentena de días en el que el Resucitado terminó la formación de sus discípulos desde la fuerza del prodigio de su Resurrección.

Meditemos sobre los hechos ocurridos al final de la vida de Jesús: la gloria de Jesús un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos. Este es otro de los grandes misterios de nuestra fe que no debemos, ni podemos, obviar

Vivimos en un mundo en el que la injusticia y la mentira triunfan y campan por doquier. Los justos no tienen, en este mundo, mejor suerte que los injustos. De una manera especial, nuestra fe en la resurrección nos dice que merece la pena seguir intentando ser justos, aunque por esto tengamos que sufrir, en este mundo, penas y hasta el mismo martirio. Dios nos resucitará, como resucitó a Jesús, en nuestro último día, y nos juzgará según nuestras obras y su infinita misericordia. Nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección pueden y deben iluminar nuestro difícil caminar aquí en la tierra.

Si incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible, es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros también resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es cuando realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin angustias, sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada.

La fe en la resurrección ha sido, de hecho, para muchas personas, una fuerza interior profunda que les ayudó a soportar grandes dificultades y hasta el propio martirio. San Ignacio de Antioquia, a principios del siglo II, les escribía a sus fieles cristianos, cuando iba camino del martirio, que deseaba ser triturado por los dientes de las fieras, para poder así ofrecerse a Cristo, como pan triturado e inmolado, y unirse definitivamente con el Resucitado. Este mismo sentimiento experimentaron, sin duda, algunos de los apóstoles y discípulos de Cristo, cuando caminaban hacia el martirio. La fe en la resurrección fue para ellos, y debe ser para todos nosotros, una fuerza mayor que el miedo a la muerte. Fue su fe en la resurrección la que les convirtió en testigos valientes y en mártires cristianos.

 

El responsorial es el salmo 117. La Iglesia utiliza este salmo con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo. [1]

"No he de morir, viviré": Así es; Cristo ya no morirá más. Vive 'según la fuerza de una vida indestructible.

No he de morir, viviré: "Es una profecía de la Resurrección; en realidad, es como decir: la muerte ya no será más la muerte. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte: Es Cristo quien da gracias al Padre no sólo por haber sido liberado, sino incluso por haber sufrido la Pasión."[2]

Jesús es piedra angular de una nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida.

Este es el día en el que la diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a Cristo de la muerte a la gloria. A partir de él, la piedra desechada por los arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."[3]

Así comenta San Juan Pablo II este salmo en una audiencia general : " Himno de acción de gracias después de la victoria  " 1. En todas las festividades más significativas y alegres del antiguo judaísmo, especialmente en la celebración de la Pascua, se cantaba la secuencia de salmos que va del 112 al 117. Esta serie de himnos de alabanza y de acción de gracias a Dios se llamaba el "Hallel egipcio", porque en uno de ellos, el salmo 113 A, se evocaban de un modo poético, muy gráfico, el éxodo de Israel de la tierra de la opresión, el Egipto faraónico, y el maravilloso don de la alianza divina. Pues bien, el salmo con el que se concluye este "Hallel egipcio" es precisamente el salmo 117, que se acaba de proclamar y que ya hemos meditado en un comentario anterior.
            2. Este canto revela claramente un uso litúrgico en el interior del templo de Jerusalén. En efecto, en su trama parece desarrollarse una procesión, que comienza entre las "tiendas de los justos" (v. 15), es decir, en las casas de los fieles. Estos exaltan la protección de la mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los que confían en él incluso cuando irrumpen adversarios crueles. La imagen que usa el salmista es expresiva:  "Me rodeaban como avispas, ardiendo como fuego en las zarzas; en el nombre del Señor los rechacé" (v. 12).
Al ser liberado de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte (cf. v. 18).


            3. En este momento parece que la procesión llega a la meta evocada por el salmista mediante la imagen de la "puerta de la justicia" (v. 19), es decir, la puerta santa del templo de Sión. La procesión acompaña al héroe al que Dios ha dado la victoria. Pide que se le abran las puertas, para poder "dar gracias al Señor" (v. 19). Con él "entran los justos" (v. 20). Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22).
Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de  los  viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21, 42).


            4. Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se  refleja en todo el salmo (cf. Sal 117, 1. 2. 3. 4. 29).
Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así:  "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber:  la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación" (48, 4:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 222).


            5. El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe".


            San Ambrosio introduce entonces la exhortación:  "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti" (VI, 97-99:  Opere esegetiche IX/II, Milán-Roma 1978, SAEMO 12, p. 85). (
San Juan Pablo II . Audiencia general . Miércoles 12 de febrero de 2003).

 

En la segunda lectura se reflexiona acerca de como frente a los falsos ídolos que atraen la atención de los hombres se levanta ahora la persona de Cristo, a quien su victoria sobre la muerte sitúa por encima de ellos, como único Señor capaz de llevar a la humanidad a su perfeccionamiento y al mundo a su realización final.

Este texto es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo. Por eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar "los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos, no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.

Vida nueva. En la noche bautismal de Pascua todo era nuevo: el fuego, la luz, el agua, los vestidos, la levadura. Empezamos una vida nueva.

Esta primacía de Cristo, tesis esencial de la carta a los colosenses, tiene sus repercusiones en el plano moral. Así, al esfuerzo y a la ascesis impuesta por el culto de los ídolos y la búsqueda de los bienes naturales, se opone, con una prioridad absoluta, la ascesis que se desprende del reconocimiento de la soberanía de Cristo sobre el mundo

Tenemos una nueva relación con Cristo Jesús y una nueva posición ante Dios. "Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.  Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria".

Ya hemos tenido una resurrección espiritual, y un día cuando Cristo regrese vamos a tener un nuevo cuerpo resucitado! Refiriéndose a la resurrección espiritual que Jesús, dijo: "De verdad, de verdad os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán" (Juan 5: 2). Luego pasó a hablar de nuestra resurrección futura: "No os asombréis de esto, porque llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz" (Juan 5:28).

 El apóstol Pablo declara " Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria."

Los cristianos no obramos de distinta forma que los demás y no descubrimos exigencias nuevas. No hacemos nada que los demás no hayan descubierto ya. Pero hay dos palabras que san Pablo ha introducido intencionadamente: "en el Señor", que dan a las actitudes que exigen de los cristianos un alcance y una significación nuevas. Al parecer, esta expresión no se entiende del todo más que oponiéndola a otra expresión que es corriente en la pluma de san Pablo ("en Adán". No existen dos humanidades diferentes, sino una sola humanidad, animada de la misma esperanza de promoción y de salvación. Pero hay hombres que buscan esa promoción "en Adán", es decir, a base de sólo medios humanos, y eso es el pecado; otros buscan esa promoción "en Cristo", es decir, abriéndose al don de Dios que permite al hombre realizar su proyecto e imitando la justicia de Cristo, capaz de superar el pecado y el fracaso.

Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto.

 

El evangelio de San Juan que hoy leemos presenta en los relatos pascuales presenta diferencias respecto a los evangelios sinópticos, si bien parte de tradiciones comunes, que, no obstante, han pasado por la criba de la teología propia del círculo juánico.

En las palabras de María Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda claro que no ha habido robo.

En el relato de San Juan, María Magdalena adquiere la función de recordar y hacer viva esta experiencia: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto". En el relato de Juan no hay ángeles ni mensajes pascuales. Para Juan, el mensaje pascual y el triunfo de Jesús están en la cruz. La resurrección de Jesús es su amor a prueba de la propia vida. Es este amor el que ha roto la muerte, porque, al amar al máximo, Jesús se ha encontrado con la potencia viva del Padre, que es sólo amor. Esto requiere un gran esfuerzo de credibilidad (fe), porque es un desafío a las reglas elementales de lo empírico.

María ha visto que el sepulcro está abierto y corre adonde están los discípulos, pero sólo puede hacer una banal constatación: "Se han llevado del sepulcro al Señor". María piensa en ladrones de cadáveres. Es verdad que aún no ha despertado del todo y no es un modelo de creyente: a pesar de lo cual, para los tiempos venideros será la iniciadora, la que presintió las secretas promesas del cuerpo sin vida que ella tanto amó.

Pero aún le queda camino por recorrer. Primero necesita escuchar el testimonio oficial de la Iglesia, el que da Pedro y para el que el príncipe de los apóstoles reunió todas las pruebas: las vendas por el suelo, y en un lugar aparte, el sudario cuidadosamente doblado. Son unas pruebas silenciosas, pero ¿acaso no es el tiempo de recogimiento, en que cada objeto adquiere el valor de signo visible que remite a lo invisible? La ausencia del cuerpo no es, ciertamente, la prueba de la resurrección; es el indicio de que el poder glorificador del Espíritu no ha olvidado el cuerpo.

La carrera de los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja: "El otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".

Seguramente que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. El discípulo amado "vio y creyó" (v. 9). Una vez más, Pedro no capta la situación. De él sólo se dice que vio, pero no que creyó. Pedro todavía no ha entendido que vivir es amar. Pedro todavía no posee el espíritu que Jesús transmite. No lo poseerá hasta más adelante (cap. 21) y entonces sólo gracias a este discípulo amado que le ayudará en la ardua y difícil tarea de creer (cfr. Jn. 21, 7). De hecho, este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.

Este evangelio nos muestra como el amor es activo, no puede estar quieto. "Qui non zelat non amat" (quien no siente celos, no ama) , dice San Agustín. El encuentro con Jesús engendra caminos de búsqueda de hermanos para anunciarle. La experiencia de la belleza y del amor impone psicológicamente la comunicación de lo que se experimenta, de lo que se goza. Por eso sólo puede anunciar a Cristo con fruto, quien ha experimentado su amor. Los apóstoles son testigos de la resurrección porque han visto a Jesús, el que bien conocían, vivo entre ellos después de la resurrección. Vieron que no estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos, conversando con ellos, comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la resurrección, sino al mismo Jesús resucitado, con una nueva vida, que no era retorno a la mortal, como Lázaro, sino inmortal, la vida de Dios. Ha vencido a la muerte y ya no morirá más.

Si María Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la resurrección habría sido inútil. María Magdalena hizo, como Juan y Pedro, lo que debieron hacer: salir, abrirse, comunicar. Es el mejor remedio para curar la depresión. San Ignacio aconseja "el intenso moverse" contra la desolación (EE 319). De esta manera, la sabia colaboración de todos, ha conseguido la manifestación de Cristo Resucitado.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 



[1] OLM, sal resp Misa Vigilia Pascual; Sal resp Dom Resurrección; Sal resp Sáb Oct de Pascua.

[2] San Juan Crisóstomo, Expositiones in psalmos, 117, PG 55

[3] San Agustin, Enarrationes in psalmos 117, 27.

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