Comentario
a las lecturas del Viernes Santo Celebración de la Pasion de Nuestro Señor Jesucristo 10 de abril 2020
Desde los primeros tiempos de la Iglesia no se celebra
Eucaristía hoy, Viernes Santo, ni mañana, Sábado Santo. Y las normas y
costumbres litúrgicas son iguales que desde hace siglos. Ayer, Jueves Santo, el
Altar quedó desnudo, sin mantel, sin candelabros, sin cruz y el Cuerpo de
Cristo se reservó en el “monumento”, sagrario especialmente adornado para el
culto de los fieles. Imagen de soledad que no pasa desapercibida. Sabemos que
estamos solos y una tristeza enorme nos invade. No puede ser de otra forma. A
las tres de la tarde murió Jesús y desde esa hora los fieles de todo el mundo
no unimos para dar los pasos junto a la cruz.
Empezamos con la postración y silencio y a
continuación con la liturgia de la Palabra. El cuarto canto del Siervo de Yahvé
que es la profecía que manera prodigiosa narra la Pasión de Jesús, su
sufrimiento y sus efectos salvadores. Dicen que los antiguos judíos jamás repararon
en estos cantos del Siervo de Yahvé y mucho menos le dieron aplicación
mesiánica. Esperaban un triunfador.
Hemos rememorado los
textos de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Su muerte no
fue un hecho aislado, sino consecuencia y síntesis de su vida. Vivió para los
demás. Amó siempre a todos. Gritó libertad y liberación con su propia vida. Se
vació de sí mismo. Se hizo pobre para que nosotros fuéramos ricos. Quebrantó el
sábado y la ley cuando lo pidió el amor, a pesar de provocar el escándalo.
Creyó en el Padre hasta el límite de la esperanza y la muerte. Tuvo miedo y
siguió adelante. No vaciló en la tarea de llevar a cabo el plan del Padre. Amó
sin esperar recompensa.
Tras la muerte del Señor, el mundo se sumerge en un
silencio que parece sin fin. Mañana por la noche estallaremos en gozo y
alegría. Regresemos, ahora, a nuestras casas recordando a todos los
crucificados de nuestro mundo y tomemos el firme compromiso por la solidaridad
y la justicia.
La primera lectura (Is 52, 13-53, 12). Estamos ante el más largo y
profundo de los llamados cánticos del Siervo de Yahvé, es el cuarto. A medida
que el anónimo profeta del exilio, el Segundo Isaías, va analizando a este
personaje misterioso, difumina sus trazos regios y destaca en mayor proporción
los proféticos, hasta ofrecernos una imagen única en el AT. El texto empieza
refiriéndose al siervo «glorificado», sin duda para significar que el cántico
sólo puede entenderse a la luz del resultado de la obra del protagonista.
El cántico, que presenta rasgos parecidos a los de los
salmos de lamentación, da detalles sobre los sufrimientos del protagonista:
desprecio, enfermedad, desfiguración, cárcel, muerte entre malhechores,
abatimiento, sepultura deshonrosa, etc. El profeta afirma insistentemente que
el Siervo no sufrió por sus propios pecados, sino a causa y en favor de los de
los demás miembros de su pueblo. El justifica a muchos, es decir, restablece
las relaciones justas entre los hombres y Dios.
Comienza el cántico con un oráculo divino (52, 13-15),
en el que se anuncia de antemano el éxito de su siervo. Éxito obtenido no por
cálculos humanos, sino por su docilidad al Señor. El desfigurado por su dolor
hasta causar espanto es admirado por reyes y pueblos después de su exaltación.
"Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del
pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza..." (Sal
22, 07ss). Y los que antes se espantaron de su figura, ahora deben permanecer
callados en señal de admiración. Algo inaudito ha ocurrido en la historia de la
salvación.
En el cuerpo del relato (53, 1-11a), un grupo anónimo
nos habla del nacimiento, sufrimiento, muerte, sepultura y glorificación del
Siervo.
El mensaje de este cántico es tan inaudito que los
oyentes no se lo creen (v. 1); y esta incredulidad nace ante la humana
debilidad de la que nos hablan los vs. 2-9. El nacimiento y crecimiento
del siervo es oscuro como raíz en tierra árida (v. 2). Hombre
desfigurado por el dolor, por el sufrimiento y abandonado por los otros hombres,
dejado de lado por la sociedad como lo son todos los insignificantes de este
mundo. Soledad, ostracismo, al que son condenados por este sociedad llamada
civilizada. Este grupo anónimo considera su dolor como castigo por sus pecados
(v. 3). Y aquí surge su sorpresa; ante su exaltación se pregunta: ¿No será él
justo y nosotros los criminales? El pueblo se confiesa reconociendo que el
sufrimiento del siervo tiene un valor salvífico para los demás; sus
cicatrices tienen un valor curativo. El sufre, pero nosotros somos los
pecadores (vs. 4-6). Un juicio y una condena injusta acaban con él en la
sepultura (vs. 8-9) y la suma ironía consiste en reconocer su inocencia después
de su muerte. Pero su muerte no ha sido inútil y el profeta presenta al siervo
superviviendo de alguna manera (vs. 10-11a). Afirmar la resurrección sería
forzar el texto, pero su muerte no ha sido algo inútil; el fracaso ha conducido
al éxito, la muerte no es el punto final, sino que conduce a la vida.
El oráculo divino de los vs. 11b-12 cierra el poema recordándonos
que el siervo recibe el premio de sus sufrimientos, de su abnegación. El vive y
dará la vida a una gran multitud. Debilidad y fuerza, inocencia y persecución,
sufrimiento y paciencia, humillación y exaltación, constituyen una parte
importante de la vida del Siervo sufriente.
En el salmo
de hoy Salmo 30 (Sal Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25 ) se
describe la actitud de confianza del sufriente. Salmo que
nos sirve a nosotros para reflexión y expresión de confianza en los momentos
duros de la vida. Reproduce las palabras de Jesús al expirar.
Este salmo 30 se canta el Viernes Santo, ya que Jesús
en la cruz, tomó de él, su "última palabra" antes de morir: "En
tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Pero todo el
salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado. Para hacer esta aplicación
personal, Jesús no tuvo necesidad de forzar el sentido. Efectivamente, el
salmo, antes de que Jesús se lo apropiara en su oración personal, era ya una
doble oración:
El comienzo es la súplica de un acusado inocente, de
un enfermo, de un moribundo, expuesto a la persecución: es un maldito, excluido
de la comunidad, y "que produce miedo en sus amigos" porque se lo
considera como embrujado por malos espíritus... Se huye de él como de un apestado..
. ¿Será su mal contagioso?
La parte final del salmo es la dulce oración de
intimidad de un huésped de Yahveh: a pesar de las acusaciones injustas de que
es objeto este moribundo, continúa cantando la felicidad de su vida de
intimidad con Dios: "Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus
manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquellos que
confían en Ti!".
En los cinco primeros versículos vemos al salmista
bastante tenso, inseguro, aprensivo, el salmista está encerrado en sí mismo. Si
bien es verdad que dirige a Dios algunas miradas furtivas, fugaces, el centro
de atención, y hasta de obsesión, es él mismo y su situación. Por eso, sentimos
que en estos versículos la tensión y la inseguridad avanzan en un crescendo
incesante: que yo no quede defraudado, ponme a salvo, ven aprisa a liberarme;
por el amor de tu nombre, dirígeme, guíame, sácame de la red que me han tendido
(vv. 2-5).
En el versículo 6, el salmista toma conciencia de su
situación de encierro, y sale ¡otro verbo de liberación! Toda liberación es
siempre una salida. El salmista se suelta de sí mismo -estaba preso de sí- y
salta a otra órbita, a un Tú. «A tus
manos encomiendo mi espíritu» (v. 6). Y, al colocarse en ese otro «mundo»,
en ese otro «espacio», como por arte de magia se derrumban los muros de la
cárcel, se ensanchan los horizontes y desaparecen las sombras. Amaneció la
libertad.
«Tú, el Dios leal, me librarás» (v. 6). Al
situarse el hombre en el «espacio» divino, al experimentar a Dios como roca y
fuerza, se esfuma el miedo y, como consecuencia, desaparecen los enemigos. He
ahí el itinerario de la libertad.
«Yo confío en el Señor» (v. 7). En todo acto de
confianza hay un salir de sí mismo, un soltar tensiones y un entregar al otro
las llaves de la propia casa, como quien extiende un cheque en blanco. En un
salto más audaz, la libertad se encarama sobre un pináculo mucho más elevado:
«tu misericordia», expresión entrañable, sinónimo en el Antiguo Testamento de
lealtad, gracia, amor (más exactamente, presencia amante), «es mi gozo y mi
alegría» (v. 8). Y, para colmo de tanta dicha, en los siguientes versículos
viene a decir: cuando las aguas ya me llegaban al cuello y sentía que me
ahogaba, tú me mirabas atenta y solícitamente, revoloteando sobre mí como el
águila madre; no has permitido que las sombras me devoraran ni me alcanzaran
las manos de mis enemigos, sino que, por el contrario, has colocado mis pies en
un camino anchuroso, iluminado por la libertad (vv. 8-9).
Así estaba sintiéndose el salmista, cuando,
súbitamente, en un descuido, se desprende de Dios y, en un movimiento de
repliegue, se encierra de nuevo en
En pocos versículos (vv. 10-14), el salmista vuelve
hacia sí mismo y, de nuevo, vuelven las sombras, y un enjambre de espectros con
ellas. Los enemigos se burlan, los vecinos se ríen de él, los conocidos evitan
cruzarse en su camino (v. 12), se le deja olvidado como a un muerto, se le
desecha como a un trasto viejo (v. 13), todos hablan en su contra, todo le da
miedo, conjuran contra él, traman quitarle la vida (v. 14).
Fantasmas y engendros subjetivos, fruto de la recaída
en el ensimismamiento. El salmista está viviendo escenas de horror, lo mismo
que en una pesadilla nocturna: una persona, en el primer sueño, protagoniza un
episodio tan horrible que despierta con taquicardia, y con todos los síntomas
de haber librado una batalla de muerte. Despierta, y... ¡qué alivio!, ¡todo fue
un sueño! En estos versículos, el salmista está realmente dormido en la mazmorra
de un ensimismamiento, enclaustrado, perseguido por las sombras, girando en
torno a alucinantes espectros. Al despertar (v. 15), comprobará la mendacidad
de tales aprensiones.
En adelante, hasta el versículo final, tendrá buen
cuidado de no volverse sobre sí mismo, porque ya sabe por experiencia que ahí
está la raíz de sus más íntimas desventuras; sabe también que mientras mantenga
su atención fija en los ojos del Señor, no retornarán los sobresaltos, y el
miedo no volverá a rondar su morada.
El liberador es Dios, pero la liberación no se
consumará mágicamente. Mientras el hombre se mantenga centrado en sí mismo,
encerrado en los muros del egoísmo, será víctima fatal de sus propios enredos y
obsesiones, y no habrá liberación posible. El problema consiste siempre en
confiar, en depositar en sus manos las inquietudes, y en descargar las
tensiones en su corazón. Efectivamente, el salmista reclina la cabeza en el
regazo del Padre, coloca en sus manos las tareas y los azares (v. 16), como
quien extiende un cheque en blanco.
La libertad profunda, esa libertad tejida de alegría y
seguridad, consiste en « Haz brillar tu rostro sobre tu
siervo, sálvame por tu misericordia. » (v. 17), Entonces, las angustias se las lleva el
viento, y los enemigos rinden sus armas por el poder de «su misericordia» (v. 17), el temor tiene su asiento en el interior
del hombre, pero el Señor nos libra del temor.
Y cuando desaparece el temor, «los malvados bajan
mudos al abismo» (v. 18). ¿Quiénes eran esos malvados? Ahora se sabe:
viento y nada. ¿En qué quedaron sus amenazas e «insolencias»? En un sonido de
flautas. ¿Qué fue de los «labios mentirosos»? Quedaron enmudecidos (v. 19).
En el versículo final, el salmista avanza
jubilosamente, de victoria en victoria, hasta clavar en la cumbre más
prominente este enorme grito de esperanza: «Sed
fuertes y valientes los que esperáis en el Señor» (v. 25).
La segunda lectura de Hebreos (4, 14-16; 5,
7-9), se dirige a
unos judíos convertidos, posiblemente de estirpe sacerdotal, que añoran el
templo de Jerusalén y el esplendor de su culto externo, el autor les quiere
mostrar la grandeza y la eficacia del culto cristiano "en espíritu y en verdad". El
sacerdocio levítico -el de los lectores- debe ceder ante el sacerdocio de
Cristo, único mediador de la nueva alianza. El sacerdocio de Cristo supera el
de los sacerdotes levíticos, e incluso el del sumo sacerdote del templo, porque
está al mismo tiempo más elevado junto a Dios y más rebajado al lado de los
hombres: ha atravesado los cielos hasta llegar a la derecha del Padre, y por
otra parte "no es incapaz de compadecerse de nuestra debilidades, sino que
ha sido probado en todo... excepto en el pecado". El sumo sacerdote judío
no llegaba ni tan arriba ni tan abajo. Se mantenía excesivamente distante de
Dios y de los hombres.
Bien lo sabían los destinatarios de la carta. Por
ello, en vez de evocar nostálgicamente la antigua liturgia, deben estar contentos
del misterio cristiano en el que han creído, y deben tener la seguridad, a
pesar de su simplicidad externa, de encontrar en él la ayuda eficaz que los
ritos judíos no les podían procurar.
Nos recuerda que Jesús es nuestro Sumo y Eterno
Sacerdote, que ha penetrado en el Santuario de los cielos para interceder por
nosotros; esto es un motivo más que suficiente para que nos llenemos de
confianza y de gozo. Por ello el autor nos exhorta a que nos mantengamos firmes
en la fe que profesamos. Y también en la esperanza, pues sabemos que Jesús
puede compadecerse de nuestros sufrimientos, ya que él mismo los ha padecido en
su propia carne. En su afán de acercamiento se ha hecho semejante en todo a
nosotros, menos en el pecado.
De ahí que nos diga también San Pablo, que nos
acerquemos llenos de confianza al trono de la gracia, es decir, al trono de
Dios. Es cierto que si miramos hacia nuestro interior tenemos muchas cosas de
la que arrepentirnos, motivos para pensar que Dios nos rechazará. Sin embargo,
, Dios es mucho más grande y generoso, y tiene compasión de nosotros que, al
fin y al cabo, hemos sido redimidos con la sangre de Cristo.
Al final de la sección dedicada a Jesús, sumo
sacerdote fiel, compasivo y misericordioso, encontramos la parte final del
texto de hoy, en que se aplica a Cristo algún rasgo del mediador de las
"cosas de Dios" (5,1). Aspecto fundamental de esta intercesión es la
solidaridad del intercesor con aquellos por quienes intercede. Él también está
rodeado de debilidad y se compadece de sus hermanos (5,2), no desde arriba o
condescendientemente, sino por ser él mismo parte de ellos, si bien ha sido
llamado por Dios a la labor mediadora, no por propia iniciativa (5, 4).
Es muy importante destacar que Hebreos ve la mediación
de Cristo de modo muy especialmente ligado a su ser hombre como los demás.
Justo lo contrario de la visión sacerdotal alejada del común de los mortales.
Jesús es Sacerdote porque es como nosotros. Este es un punto importantísimo. Es
su ordenación sacerdotal (5, 9).
El evangelio hoy es el relato de la Pasión
según Juan (Jn 18, 1-19,42 ). Como todos los años, el
Viernes Santo, la narración de San Juan se deja oír con toda su grandiosidad y
belleza, con todo su misterio y su claridad. El Evangelio de Juan fue escrito
el último de todos, muchos años después que los sinópticos ya ha habido tiempo
para conocer los dones de la Pasión salvadora de Cristo. Hechos meditados y
descubiertos en la intimidad de la oración, en la contemplación amorosa. Por
ello su relato aparece lleno de luz pascual.
Bajo esa luz, la inspiración de San Juan recuerda al
fin de su vida, y pone por escrito, los hechos y dichos de Jesús, completando
los relatos de los otros evangelistas.
El relato de la pasión según san Juan coincide en gran
parte con los sinópticos, pero hay diferencias muy claras. La característica
especial de Juan es el punto de vista teológico desde el que enfoca todo el
evangelio: la revelación de la gloria de Jesús, la llegada de su exaltación.
Para él también en la pasión se revela la gloria del Hijo de Dios. Juan no
presenta la pasión y muerte de Jesús desde la reacción natural psicológica,
sino que trata de dar el sentido espiritual de la misma. La muerte de Jesús es
su glorificación.
El relato histórico y la forma literaria están en
función de unos temas doctrinales que explican la originalidad y las
diferencias de la narración de Juan en relación con los otros evangelios.
Presenta la pasión en cuatro cuadros: Getsemaní
(18,1-11); ante Anás (18,16-27); ante
Pilato (18,28-19,15); en el
Calvario (19,19-37). En cada uno de estos cuadros hay un rasgo característico,
un tema principal y una declaración importante.
Un tema clave es la libertad de Jesús ante la muerte.
Jesús va a la muerte con pleno conocimiento de lo que le espera: conociendo
todo lo que iba a acontecer (18,4), consciente de que todo está cumplido
(19,28). Como pastor de las ovejas entrega su vida por ellas (10,17-18). Nadie
le quita la vida. La da. Conoce la intención de Judas. Prohíbe a Pedro que le
defienda. Se entrega cuando quiere.
En las escenas de la pasión aparece siempre dueño de
sí mismo y de sus enemigos. El lleva la cruz y con ella se aparece como rey
vencedor. Juan presenta la pasión como la epifanía de Cristo Rey.
Es la hora de la exaltación y glorificación. Para
resaltar esta idea San Juan abrevia y omite toda descripción encaminada a
relatar los sufrimientos físicos y las circunstancias
que podrían sobre-
excitar la sensibilidad. En cambio ofrece desde otro aspecto una larga
descripción del arresto en Getsemaní, del proceso ante Anás y ante
Pilato. Omite o reduce otros episodios que ha puesto en otro contexto: el
complot de los judíos (11,47-53); la unción de Betania (12,1-8); la agonía
(12,27); y sobre todo la última cena con el discurso de despedida, la denuncia
de la traición y el abandono (12,1-2.21-32.36-38; 14,13). La brevedad de la
escena ante Caifás se explica porque el juicio se había realizado ya durante la
vida - cc. 5 y 7-9-. La escena ante Pilato adquiere un tono esplendido en
el que casi no se sabe quién es el juez. Le bastan unas palabras para describir
la subida al Calvario y la crucifixión.
Para San Juan
es la marcha de Jesús para tomar posesión de su trono. Elimina todos los demás
acontecimientos (Simón de Cirene, las mujeres...) para mantener la atención
fija en Jesús y en su cruz. Jesús crucificado en medio de los dos ladrones es
su exaltación y la expresión de su poder de salvación.
La pregunta de ¿quién era Jesús? Se repite a lo largo
del evangelio de San Juan: cuando los sacerdotes (1,19), la Samaritana
(4,11.29), la muchedumbre (6,2.26), las autoridades judías (7,27; 8,13; 9,29),
durante la pasión se hace la pregunta dos veces (18, 4.7; 19,9). La respuesta
ha sido: Jesús es el Hijo de Dios. Para facilitar esta aceptación de Jesús,
como Hijo de Dios, pone de relieve los indicios de su divinidad. Nadie podía
juzgar a Jesús.
Para expresar esta verdad Juan presenta el juicio ante
el mundo y el imperio (19,15). La sentencia se da en las tres lenguas
universales (19,20) a fin de atraer a todos los hombres en torno a la cruz.
Por la muerte Jesús llega a la glorificación. La
pasión es la hora de la misteriosa glorificación del Hijo del Hombre. Isaías
sitúa esta elevación después de la muerte del siervo (Is 52,13;
53,11). Pablo la identifica con la resurrección y la ascensión (Flp 2,8s).
Juan la ve en lo más profundo de la pasión. Para recordar y explicar este
aspecto Juan hace coincidir la muerte de Jesús con la hora de la inmolación del
cordero pascual. Es la hora en la que la humanidad entra en comunión de vida
con Dios.
Así comenta San Agustín el evangelio “ La
pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de
paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden
esperar de la gracia de Dios los corazones fieles? El Hijo único de Dios y
coeterno con el Padre tuvo en poco el nacer como hombre, y, por tanto, de
hombre, pues hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él.
Y todo por bien de ellos. Gran cosa es la que se nos promete para el futuro,
pero mucho mayor es lo que recordamos como ya hecho por nosotros. ¿Dónde
estaban los santos o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos? ¿Quién
dudará de que él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por
qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres
vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido
lugar: que Dios haya muerto por los hombres.
¿Quién es
Cristo, sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba en
Dios y la palabra que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó
entre nosotros (Jn 1,14). No hubiera tenido en sí misma dónde morir por
nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera pudo morir
el inmortal y quiso donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí en
el futuro a aquellos de quienes ella se había hecho partícipe antes. Pues ni
nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni ella en el suyo
en dónde sufrir la muerte. Realizó con nosotros un admirable comercio, en base
a una mutua participación: el don de morir era nuestro, el don de vivir será
suyo. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, la otorgó él mismo, puesto
que es el Creador; en cambio, la vida gracias a la cual viviremos en él y con
él, no la recibió de nosotros. En consecuencia, si consideramos nuestra
naturaleza, la que nos hace hombres, no murió en su ser, sino en el nuestro,
puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia, por la que es
Dios. Si, en cambio, consideramos que es criatura suya, que él lo hizo en
cuanto Dios, murió también en su ser, puesto que es también autor de la carne
en que murió. (San Agustín. Sermón 218 C).[1]
Para nuestra
vida.
Del ritual litúrgico destacamos la Oración
universal larga y completa. También las palabras que invitan a la adoración de
la cruz: "Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la
salvación del hombre". Es momento de reflexionar qué hizo Jesús por
nosotros y qué hacemos nosotros por El. El vino para ser Camino, Verdad y Vida.
Los creyentes a menudo, caminamos por nuestros caminos, nos creamos nuestras
verdades y no dejamos que El dé sentido a nuestra vida. Vino para darnos la
vida y la salvación, como la vid da la vida a los sarmientos (Jn 15, 1-6). Fue
el Mesías prometido por Dios a su pueblo. Pero fue también el "Siervo de
Yahvé" que soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores. Jesús
terminó clavado en la cruz construida con la madera de un frío árbol, fue
asesinado por su infinito Amor a nosotros y por su obediencia a la voluntad del
Padre. El canto del Siervo de Yahvé es desgarrador: "maltratado
voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al
matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca".
La cruz es símbolo de adhesión, de confianza, de amor. Y, sin embargo, cuando
somos incoherentes le matamos en nuestro corazón....le entregamos como Judas, a
cambio de unas pocas monedas sin valor: egoísmo, comodidad, mediocridad, falta
de confianza...).
En la
primera lectura el profeta Isaías nos sitúa ante el “Siervo del Yahvé”,
doliente y humillado por el sufrimiento y la muerte, si bien se anuncia que al final
tendrá éxito y será motivo de salvación para la humanidad. Este anuncio del
profeta nos pone delante de Jesús, el varón de dolores; su entrega hasta la
muerte, se convierte en causa de salvación para nosotros. Escuchemos este
relato estremecedor, pero lleno de esperanza.
El “siervo de Yahveh” “tomó el pecado de muchos e
intercedió por los pecadores”. En esta tarde de viernes santo vamos a
unirnos nosotros al “cordero llevado al matadero, sin abrir la boca”, para
hacernos corredentores con Cristo y para ayudarle a quitar el pecado del mundo.
No sabemos, a quién se refería el profeta Isaías
cuando hablaba del “siervo de Yahveh”. Es un cántico que nosotros, los
cristianos, desde los principios, aplicamos a Jesús de Nazaret, en los momentos
últimos de su pasión y muerte.
Las palabras del profeta parecen proferidas ante la
contemplación directa de cuanto ocurrió en la Pasión. El cargó sobre el peso de
nuestros pecados, soportó en sus espaldas el castigo que habíamos merecido. Por
eso Jesús, sabiendo lo que le esperaba, pide al Padre que le libre de aquella
hora, al mismo tiempo que llevado de su amor acepta sereno su
muerte.
Resumiendo en esta lectura nos presenta al Siervo de
Yahvé desfigurado por los pecados de los hombres. En el ambiente de viernes
santo, ante el misterio de la cruz, adquiere un valor especial. El inocente
puesto en lugar del culpable. El pecado es la causa de su humillación, pero el
siervo acepta la misión y da a su vida un valor de expiación y se convierte en
salvador. Ya en el desierto Moisés y Aarón expiaron las faltas del pueblo e
intercedieron por él.
La finalidad directa de este texto no es ni la gloria
ni la desgracia del siervo, sino el cambio de situación. Se subraya con fuerza
el éxito del siervo. Las naciones tienen un doble motivo de asombro. La
profundidad del anonadamiento y la gloria inaudita que la sigue. Al rostro
desfigurado sigue la unción real que ilumina el rostro del Siervo.
El drama personal de Jeremías abrió el camino que
conduce a la figura del siervo y Cristo, con su vida, pasión y muerte, ha
realizado lo que el siervo figuraba.
Jesucristo en
su Pasión y Muerte, con sus padecimientos cumple cuanto en dicha
profecía se anunciaba, incluido el valor redentor de su sacrificio, así como el
final glorioso de sus padecimientos.
Ejemplar el salmo para nuestra oración. "Soy el hazmerreir de
mis adversarios...". Fariseos, Escribas, bribones... se burlaban
de El. No se contentaron con matarlo, se ensañaron y lo envilecieron,
entregándolo a los ultrajes humillantes de la soldadesca... El motivo mismo de
la condenación era una burla de desprecio, escrita en tres idiomas: "Jesús
Nazareno, ¡Rey de los judíos!".
"Huyen de Mi... Mis amigos me tienen
miedo...". A pocas horas de la Ultima Cena tomada con ellos, los
apóstoles todos huyeron en el momento del arresto en Getsemaní...
"Oigo las burlas de la gente; se ponen de
acuerdo para quitarme la vida...". Escuchamos a las multitudes
excitadas por sus jefes pedir su muerte: "¡que lo crucifiquen! ¡Qué su
sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!". La muerte que
deseamos para nuestros seres queridos, para nosotros mismos es la muerte
apacible, rodeados por aquellos que nos aman. ¡Qué fortuna para un moribundo,
cuyos últimos instantes transcurren mano sobre mano con la persona amada!
Jesús, por el contrario, estuvo rodeado de rostros airados.
"Me han olvidado como a un muerto, como a un
cacharro inútil...". Expresiones de una violencia inaudita. No,
la muerte de Jesús no fue una muerte "natural"... Fue una muerte
"de desprecio", la muerte de los esclavos y de los condenados,
"como una cosa"... que se puede, si se quiere, "clavar".
"Sin embargo, confío en Ti, Señor, y digo: ¡Tú eres mi Dios!". Hace
bien pensar que Jesús tenía la costumbre de este ritmo de oración en dos
tiempos, que estructuran tantos salmos: a la "lamentación" sigue
"la acción de gracias". Volvemos a encontrar el ritmo del salmo 21,
que comienza en la "derelección" y termina en la alegría de la
"Eucaristía jubilosa".
"En tu mano está mi destino... En tus manos
encomiendo mi espíritu". Estas palabras del salmo afloraron
espontáneamente en sus labios... Antes de entrar en el "sueño de la
muerte". Y la Iglesia en el oficio de "Completas", nos sugiere
repetir cada tarde, antes de acostarnos: ponernos en las manos del Padre.
"Sálvame por tu amor... Bendito sea Dios, su
amor ha hecho en mi maravillas...". En el texto hebreo, aparece
la famosa palabra "Hessed", el amor. La resurrección está próxima,
Jesús lo sabe. ¿Cómo podría olvidarlo en este instante?
"Sed fuertes y valientes de corazón todos
cuantos esperáis en el Señor..." Jesús tenía conciencia de que no
moriría para El solo. Se dirige a todos. El es "el icono" de todo
hombre que muere: "ánimo", nos dice.
Habiendo puesto este salmo "en labios" de
Jesús, hay que ponerlo "en nuestros propios labios", repetirlo por
cuenta nuestra, y para el mundo de hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares y
en los hospitales! ¡Tantos perseguidos, tantos despreciados, tantas personas
consideradas como "cosas"! ¡Tantos aislados, abandonados! Pero
vayamos hasta el fin del salmo, y repitamos también la acción de gracias.
En la segunda lectura de la carta a los Hebreos, Jesús
es el mediador entre el Padre y la humanidad, y ahora intercede por sus
hermanos.
La carta a los Hebreos, en
el conjunto de los escritos del NT, presenta una interpretación de la figura de
Jesús. Lo presenta como sacerdote y sumo sacerdote cuando él era un laico y
murió como un blasfemo.
El texto nos presenta las
dos vertientes de este "sumo sacerdote": es el "Hijo de
Dios" misericordioso con nuestras debilidades, y es un hombre como
nosotros, que, como todo hombre, ha sido tentado a lo largo de toda su vida,
con la diferencia que nunca ha sucumbido en la tentación: ha sido obediente a
Dios, es decir, ha vivido la humanidad en plenitud. Más aún, "a pesar de
ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer".
La característica de nuestro
"sumo sacerdote" es que asume del todo la humanidad (es tentado,
sufre, quiere ahorrarse la muerte) y confía plena- mente en Dios. Es uno de los
nuestros y vive cerca de Dios. Realmente podemos acercar a él con confianza. Por
él sabemos que la única manera de "atravesar el cielo", es decir, de
llegar a Dios, es asumiendo a fondo la humanidad.
Él ha conocido nuestra debilidad
y ha saboreado nuestras lágrimas y dolores; su obediencia y su ofrenda son la
causa de la nueva vida para nosotros. Configurarse con Él es la meta que se nos
propone, hoy, a sus seguidores. Escuchemos esta inmensa confesión de fe del
autor sagrado.
Esta lectura nos da fortaleza, recordando
lo realizado por Jesucristo. "Por eso, acerquémonos con seguridad al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos
auxilie oportunamente".
Cristo es mediador por esto mismo. Puesto por Dios
como Mediador, de lo cual no cabe duda alguna, se subraya y destaca su
sacerdocio en cuanto es solidario con sus hermanos. Un caso concreto es el de
la oración en momentos de angustia y peligro de muerte.. Se refiere a alguna
situación de la vida de Cristo semejante a la Oración del Huerto de Getsemaní.
También Jesús conoce por propia experiencia el lado oscuro y sufriente de la
condición humana. Ello nos hace tener, o poder tener, mayor confianza en él que
si lo viéramos desde fuera. Podemos acudir a Él sabiendo que nos comprende.
El evangelista San Juan nos muestra los
últimos pasos del Maestro, el nuevo hombre. Una piltrafa humana, levantado sobre la Cruz,
mostrado ante el mundo como el mayor de los fracasados de la historia. Para
nosotros, los creyentes, este Crucificado es el resucitado por Dios, el que con
su muerte ha vencido a la muerte y la ha destruido para siempre. La lectura y
meditación del relato de la Pasión, hoy es el centro de nuestra celebración.
Hoy podemos meditar los hechos narrados en la Pasión.
¿Cómo nos identificamos en los hechos y personajes?. El relato de la
Pasión del Señor, según San Juan, nos impresiona, en ella se expone
la exaltación hacia la gloria total del Señor Jesús.
San Juan, ve en la pasión el combate con el poder de
las tinieblas y subraya el carácter voluntario de la entrega de Jesús. En San Juan,
Jesús es rechazado por Israel no sólo porque ha preferido a Barrabás, sino
porque ha elegido al César. El poder de Jesús no es sólo afirmado, sino que se
manifiesta en forma visible en el huerto de Getsemaní y se impone en los
interrogatorios ante Anás y Pilato. Su relato conserva el carácter de
testimonio vivido por el discípulo amado que testifica oficialmente los hechos
(Jn 19,26.35).
La pasión según san Juan no es sólo una invitación a
un acto de fe como en Marcos, o de adoración como en Mateo, o a la
participación como en Lucas; sino que es sentirse comprometido en el camino que
lleva a la cruz.
La vida humana está llena de dificultades y problemas,
a veces muy graves. Y es en la capacidad para aguantar y superar estas
dificultades y sufrimientos donde se fragua la virtud y la santidad cristiana.
Cristo prefirió sufrir hasta la muerte, antes que ser infiel a la misión que su
Padre le había encomendado. Queda como ejemplo para nosotros.
Así comenta San Agustín este pasaje evangélico: “Así,
pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios,
sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto,
recibiendo en lo que tomó de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo
una promesa fidedigna de que nos ha de dar la vida con él, vida que no podemos
obtener por nosotros mismos. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió
lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo no va a darnos
quien nos hace justos lo que merecimos por la justicia? ¿Cómo no va a cumplir
su promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien
sin cometer maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos
de coraje, confesemos o, más bien, profesemos, hermanos, que Cristo fue
crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; gloriándonos,
no avergonzándonos. Lo vio el apóstol Pablo, y lo recomendó como titulo de
gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas tenía para mencionar a propósito de
Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él,
que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros,
dio órdenes al mundo; sino: Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14). Estaba contemplando quién, por quiénes y de
dónde había pendido, y presumía de tan gran humildad de Dios y de la divina
excelsitud. Esto el Apóstol.
Pero quienes
nos insultan porque adoramos al Señor crucificado, cuanto más piensan que
saben, tanto más irremediablemente han perdido la razón, pues no entienden en
absoluto lo que creemos o decimos. En efecto, nosotros no decimos que murió en
Cristo su ser divino, sino su ser humano. Si, por ejemplo, cuando muere un
hombre cualquiera no sufre la muerte en compañía del cuerpo, aquello que ante
todo le constituye como hombre, es decir, lo que le distingue de las bestias,
lo que faculta el entender, lo que discierne entre lo divino y lo humano, lo
temporal y lo eterno, lo falso y lo verdadero, en definitiva, el alma racional,
sino que, muerto el cuerpo, ella se separa con vida, y, no obstante, se dice:
«Ha muerto un hombre», ¿por qué no decir también: «Murió Dios», sin entender
por ello que pudo morir el ser divino, sino la parte mortal que había recibido
en favor de los mortales?
Cuando muere
un hombre, no muere su alma que mora en la carne; de idéntica manera, cuando
murió Cristo, no murió su divinidad presente en la carne. «Pero -dicen- Dios no
pudo mezclarse con el hombre y hacerse, juntamente con él, el único Cristo».
Según esta opinión carnal y vana y cualesquiera otras opiniones humanas, más
difícil debería sernos el creer en la posibilidad de la mezcla entre el
espíritu y la carne que entre Dios y el hombre, y, a pesar de todo, ningún
hombre sería hombre si el espíritu del hombre no estuviese mezclado con un
cuerpo humano. ¡Cuánto más extraña y difícil no será la mezcla entre espíritu y
cuerpo que entre espíritu y espíritu! Si, pues, para constituir un hombre se
han mezclado el espíritu del hombre, que no es cuerpo, y el cuerpo del hombre,
que no es espíritu, Dios, que es espíritu, ¿no pudo, con mucha más razón,
mezclarse, gracias a una participación espiritual, no ya a un cuerpo
desvinculado del espíritu, sino a un hombre poseedor del espíritu, para
constituir ambos un único Cristo?
Gloriémonos,
pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por quien el
mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo. Cruz que hemos
colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, para que no nos
avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de
paciencia que se encierra en esta cruz o cuán saludable es, ¿encontraremos
palabras adecuadas a los contenidos o tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué
hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a
enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad, no sólo con la
palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda
en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se
exalta el corazón y antes de la gloria se humilla (Prov 18,12). Lo mismo
afirman estas otras: Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio,
les da su gracia (Sant 4,6); e igualmente: Quien se ensalza será humillado y
quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Por consiguiente, ante la
exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que tengamos sentimientos
de humildad, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es
empujado si no comparte la humildad de Dios y cuán pernicioso es que el hombre
no encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió
pacientemente lo que quiso el injusto enemigo”. (San Agustín. Sermón 218 C).[2]
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1]
https://www.augustinus.it/spagnolo/discorsi/discorso_278_testo.htm
[2]
https://www.augustinus.it/spagnolo/discorsi/discorso_278_testo.htm
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