La tradición en el culto a San José tardó en tomar fuerza dentro del mundo
cristiano, a pesar de ser el padre elegido para Jesús. El motivo más probable es
que en sus orígenes los cristianos sólo rendían algún tipo de culto a los
mártires y no era el caso de San José.
En los principios del siglo IV ya comenzaba a aparecer el culto a San José
entre los Coptos (Egipcios de fe cristiana), apareciendo su festividad en el
día 20 de julio del calendario Copto.
En el mundo occidental aparecen las primeras referencias a su culto en el
año 1129, donde se encuentra una Iglesia dedicada a su nombre en Bolonia
(Italia).
Los padres Carmelitas fueron los primeros en trasladar su culto desde Oriente hasta Occidente de una manera completa y tras su aparición en el calendario Dominico fue ganando cada vez más fuerza.
Durante los años posteriores, grandes personalidades que después fueron
santos, en algunos de los casos, tuvieron una gran devoción por San José, lo
que hizo que su culto tomase más fuerza. Es significativa la aportación de
Jehan Charlier Gerson que en 1400 compuso un Oficio de los Esponsales de San
José.
En el pontificado de Sixto IV, San José fue introducido en el calendario
romano, que es el que ha llegado hasta nuestros días, en el día del 19 de
marzo.
Esto fue fundamental y a partir de ese momento se convirtió en fiesta
simple, pasando luego a fiesta doble por Inocencio VIII, fiesta doble de
segunda clase por Clemente XI. Finalmente Pío IX le nombró patrono de la
Iglesia Católica.
Más
recientemente, el admirado pontífice y santo Juan XXIII introdujo su nombre en
el Canon romano, que es un parte de la misa que se reza igual en todos los
países y en todos los idiomas.
Las lecturas tienen un marcado carácter mesiánico. Dios juró a David que
su linaje sería perpetuo y que edificaría su trono para todas las edades (1
lect. y salmo resp.) José, el esposo de María, es de la estirpe de David, padre
por la fe, de Jesús, en quien alcanzan su plenitud
las promesas hechas por Dios en el Antiguo Testamento (2 lect.). José es modelo
de fe, al aceptar la revelación divina sobre el embarazo de María: «No temas
acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu
Santo» (Ev.). Así fueron confiados a su fiel custodia los primeros misterios de
la salvación de los hombres (orac. colecta). Y él se entregó por entero al
servicio del Hijo de Dios hecho hombre (orac. sobre las ofrendas).
La primera lectura del Segundo libro
de Samuel (2S 7 4-5, 12-14, 16) nos sitúa ante la profecía de
Natán sobre la herencia de
David referente al templo Habiendo narrado el
autor el episodio del traslado del arca desde Quiriat Jearim a Jerusalén, añade
una noticia muy distante, cronológicamente, de la anterior, pero unida por
razón del tema. Lo que en esta sección se refiere tuvo lugar hacia los últimos
años de David, cuando la paz interior habíase consolidado y en las fronteras
del reino imperaba la paz. Israel había dejado de ser un pueblo seminómada. El
rey tenía su palacio; sólo el arca ocupaba un edificio provisional y endeble.
Este estado precario del arca no podía prolongarse. De sus preocupaciones hizo
confidente al profeta Natán. “En
aquellos días, recibió Natán la siguiente palabra del Señor: “
La promesa de la perpetuidad de su trono está condicionada, a que sus
sucesores sigan los senderos de Yahvé y cumplan el pacto de la alianza. En el
ν. 16 promete Dios a David que su casa y su trono durarán para siempre ante su
rostro; pero no especifica cómo se realizará esta promesa. Muchos exegetas no
creen que el texto de 2 Sam 7:13-15 se refiera al hijo determinado y concreto
de David, Salomón, sino a toda su posteridad.
“Ve y dile a mi siervo David: "Esto dice
el Señor: Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres,
afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y
consolidaré el trono de su realeza. Él construirá una casa para mi nombre y yo
consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él
será para mi hijo. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia; tu
trono permanecerá por siempre”. Esencialmente,
la promesa se refiere a la continuidad de la dinastía davídica en el trono de
Israel (v. 12-16), como lo entiende el mismo David. La perspectiva profética,
pues, rebasa la persona concreta de Salomón. Entre líneas cabe vislumbrar en el
texto un descendiente de David en el que se realizarán todos los matices y
pormenores contenidos en el oráculo. De ahí que gran número de exegetas admitan
el carácter mesiánico de la profecía, discrepando en señalar la manera como
se refiere a la persona del Mesías. Unos explican el texto en sentido
exclusivamente mesiánico; otros, en sentido literal, lo refieren a Salomón, y
en sentido típico a Cristo. En primer lugar cabe afirmar que el término zera=simiente,
designa una colectividad y un individuo particular (v.13). No cabe duda que el
oráculo constituye el primer anillo de la cadena de profecías que anuncian un
Mesías hijo de David. El Mesías será hijo de David y su reino será eterno: he
aquí el sentido pleno que late bajo el sentido obvio de las palabras "El edificará un templo en mi
honor..." (2 S 7,13) y que se
cumplió plenamente. Primero en figura, espléndida pero efímera, y luego en la
realidad, aunque de forma inaudita y definitiva. En efecto, el primer rey de la
dinastía davídica, Salomón, construyó el templo de Jerusalén, una de las
maravillas del mundo antiguo. Pero aquel templo sería destruido por los
asirios. Después Esdras y Nehemías lo reconstruyen modestamente. Finalmente el
templo es restaurado de manera ambiciosa por Herodes.
La profecía
será el origen de la espera en el Mesías; profecía que el Señor Dios cumplirá. Los judíos esperaban esa
promesa y en tiempos de Jesús presidía los mejores anhelos del pueblo justo.
El responsorial es el Salmo 88 (Sal 88, 2-5, 27, 29). En el se
expresa un profundo contenido mesiánico. En David se fundará un ‘linaje perpetuo’ y se
verificará una alianza estable. La relación paternal de Dios con esa
descendencia se expresa claramente.
Antes de
abordar el tema de la promesa divina hecha a David y su descendencia, el
salmista declara solemnemente que las relaciones del Señor con su pueblo y sus
fieles se desarrollan siempre conforme a las exigencias de su piedad y
fidelidad.
Este modo de
proceder del Señor da ánimos al salmista para abordar el problema de las relaciones
históricas de su Dios con Israel, su pueblo. La piedad y la fidelidad son dos
atributos del Señor que permanecen por siempre, y, por tanto, son indefectibles
y aplicables a todas las situaciones. El Señor es el mismo de los tiempos
antiguos, cuando protegía a su pueblo; por consiguiente, no puede abandonarlo
cuando éste se halle en situaciones críticas. “Cantaré eternamente las
misericordias del Señor,anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque
dije: "Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has
afianzado tu fidelidad. ”. La fidelidad de Dios a sus promesas
tiene sus cimientos en los cielos, que son inconmovibles; por eso, sus promesas
llevan el sello de la estabilidad inalterable. Y entre ellas sobresale la
declarada a David.
“Yo sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: Dios es siempre fiel a su Palabra y a sus promesas ". En
lenguaje poético expresa el salmista “Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él
será estable. El me dirá: Tú eres mi
padre, mi Dios, mi Roca salvadora". Es lo que se dice
en 2 Sam: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré
con vara de hombres y con golpes de hombres” (2 Samuel (SBJ) 7,14) y
sigue luego: “pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl a quien quité de
delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono
estará firme, eternamente” (2
Samuel (SBJ) 7,15) El salmo expresa estos mismos pensamientos con insinuaciones
bellísimas, que destacan las relaciones paternales del Señor con la dinastía
davídica. David se convierte así en el primogénito del Señor; “Y
yo haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra” (Salmos (Sal 88, 29) y, en
consecuencia, se halla exaltado sobre todos los reyes de la tierra. La alianza
hecha a su persona se continuará en su posteridad, que mantendrá la realeza por
siempre, mientras duren los cielos.
Yo lo constituiré mi primogénito, el más alto de los reyes de la tierra.
Le aseguraré mi amor eternamente, y mi alianza será estable para él.
Por eso David,
con toda lealtad, puede llamar Padre a Dios; podrá invocar a Dios pues Él
estará siempre dispuesto a protegerlo y a defenderlo de sus enemigos. ¿Habrá
amor más grande hacia David, que el que Dios le ha manifestado?.
En la segunda lectura Rm 4 13, 16-18,22 San Pablo, narra a los paganos ya convertidos
otra promesa fundamental: la hecha por Dios a Abrahán y que paso de ser un
anciano estéril a padre de todos los pueblos.
En el cap 4
San Pablo con una amplia riqueza de palabras y de imágenes, describe el
ministerio apostólico como la luz de Dios en las tinieblas del mundo. Al
hacerlo, explica de nuevo, con mayor claridad, sus verdaderos objetivos, para
defender su ministerio y su conducta ministerial frente a las suspicacias y
ataques de que era objeto en Corinto (4,2.5).
Cuando Dios llamó a Abran, prometió, “Y haré de
ti una nación grande” (Génesis 12:2). Esa promesa no podía ser cumplida por
medio de la obediencia de la ley por Abran, porque serían cuatro siglos más
tarde que Dios entregó la ley en Sinai. La virtud de Abran era la fe en vez de
la observación de la ley.
La única parte de la promesa que Abraham fue
permitido a observar fue el nacimiento de Isaac – su hijo y heredero. “Ni
Abraham ni sus más inmediatos herederos – su hijo Isaac y su nieto Jacob –
habían tenido propiedades en Canaán, excepto un pequeño campo cerca de Mamre en
el que se ubicaba la cueva de Machpelah… Abraham vio la Tierra Prometida y erró
por ella como nómada, pero nunca fue suya”. Es por eso que Pablo puede decir
que la promesa vino a Abraham por medio de la fe. Vivió y murió sin ver
cumplida la promesa de Dios, pero confiando que sería cumplida.
“Abraham, el cual es padre de todos nosotros” (v. 16). San Pablo escribe a una iglesia que incluye
a ambos judíos y gentiles. Que él diga que Abraham es “padre de todos nosotros”
es algo bastante radical. Cristianos judíos clamarían ser semilla de Abraham
por línea sanguínea, pero Pablo nos dice que todo cristiano puede reclamar ser
descendiente espiritual de Abraham.
“Según está
escrito: «Te he constituido padre de muchos pueblos»;” (griego: ethnon – se puede traducir “naciones” o “gentiles”) (v.
17).
“la promesa está asegurada ante aquel
en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo
que no existe.” (v. 17). Pablo se fija en dos atributos de
Dios:
Primero, Dios “da vida á los muertos.” Esto hace
pensar de Abraham y Sara, quienes se creían muertos, pero por la gracia de Dios
dieron vida a descendientes “como las estrellas del cielo en multitud, y como
la arena inmunerable que está á la orilla de la mar” (Hebreos 11:12. Véase
también Génesis 17:15-21; 18:11-14). También hace pensar de los huesos secos
que revivieron ante la palabra de Dios (Ezequiel 37). El punto de Pablo es que
gentiles estaban espiritualmente muertos, pero el Dios que revive los muertos
ha respirado vida aún en el pueblo gentil.
Segundo, Dios “llama las cosas que no son, como
las que son.” “El verbo llamar puede significar nombrar o convocar.
También puede significar crear, y ése es el significado que encontramos aquí…
Pablo habla de Dios creando, por medio de su llamada, algo de nada (Morris,
208-209). Igual que Dios creó un pueblo de Dios de los descendientes carnales
de Abraham que se hallaban convertidos en esclavos en Egipto, también así Dios
ha creado un pueblo de Dios de entre gentiles humildes.
“El (Abrahan) creyó en esperanza contra
esperanza, para venir á ser padre de muchas gentes” (v. 18).
Abran encuentra una promesa contra un problema. El problema era que él y su
esposa, Sarai, eran ancianos – el tiempo de criar niños ya muy pasado. Pero
Dios le había enseñado a Abran las estrellas, diciendo, “Así será tu descendencia” (v. 18).
“Por lo cual le valió la justificación”. Necesitamos hacer lo que hizo nuestro Padre Abraham. Necesitamos creer
que Dios puede hacer lo imposible y que nada es demasiado difícil para Dios.
Necesitamos creer en el poder y las promesas de Dios, sin dudar. Necesitamos
creer y estar dispuestos a obedecer voluntariamente a Dios, salir de este mundo
y apartarnos del pecado.
También necesitamos confiar en la guía y dirección de Dios al llevarnos
a un territorio desconocido. En nuestro viaje como extranjeros y peregrinos en
el mundo, necesitamos mirar en fe al venidero Reino de Dios y en la nueva
Jerusalén. Nuestra fe en la herencia futura en el mundo que vendrá debería
motivarnos a vivir nuestra vida por fe.
Finalmente, por medio del ejemplo de Abraham, vemos que debemos
demostrar nuestra fe en Dios por la obediencia y haciendo buenas obras que
demuestran nuestra fe. Nuestra fe es perfeccionada al hacer buenas obras.
Tener fe y hacer buenas obras es una fe viva. “Yo te mostraré mi fe por
mis obras” (Santiago 2:18).
El evangelio de hoy (Mt 1, 16,
18-21, 24), forma parte
del primer capítulo de Mateo que a su vez forma parte de la sección referente a
la concepción, nacimiento e infancia de Jesús. El centro de
todo el relato es la persona de Jesús a la que se suman todos los sucesos y las
personas mencionadas en la narración.. Se debe tener presente que el Evangelio
revela una teología de la historia de Jesús, por eso, al acercarnos a la
Palabra de Dios debemos recoger el mensaje escondido bajo los velos de la
historia sin perdernos, como sabiamente nos avisa San Pablo, “en las cuestiones
tontas”, guardándonos “de las genealogías, de las cuestiones y de las
discusiones en torno a la ley, porque son cosas inútiles y vanas”. (Tm 3:9)
Este texto se conecta a la genealogía de Jesús, que Mateo compone con el
intento de subrayar la sucesión dinástica de Jesús, el salvador de su pueblo
(Mt 1:21). A Jesús le son otorgados todos los derechos hereditarios de la
estirpe davídica, de “José, hijo de David” (Mt 1:20;) su padre legal. Para el
mundo bíblico y hebraico la paternidad legal bastaba para conferir todos los
derechos de la estirpe en cuestión (cf.: la ley del levirato y de la adopción
Dt 25:5 ss) Por esto, después del comienzo de la genealogía, a Jesús se le
designa como “Cristo hijo de David” (Mt 1:1), esto es, el ungido del Señor hijo
de David, con el cual se cumplirán todas las promesas de Dios a David su
siervo.
Jesús nace de “María desposada con José” Mt 1:18a) que “se halló en cinta
por obra del Espíritu Santo” (Mt 1:18b). Mateo no nos cuenta el relato de la
anunciación como lo hace Lucas (Lc 1, 26-38), pero estructura la narración
desde el punto de vista de la experiencia de José el hombre justo. La Biblia
nos revela que Dios ama a sus justos. Pensamos en Noé “hombre justo e íntegro
entre sus contemporáneos” (Gén 6:9). O en Joás que “hizo lo que era recto a los
ojos del Señor” (2Re 12:3).
Una idea constante en la Biblia es el “sueño” como lugar privilegiado donde
Dios da a conocer sus proyectos y planes, y algunas veces revela el futuro.
Bien conocido son los sueños de Jacob en Betel (Gén 28: 10ss) y los de José su
hijo, como también los del coopero y repostero prisioneros en Egipto con él,
(Gén 37:5ss; Gén 40:5ss) y los sueños del Faraón que revelaron los futuros años
de prosperidad y carestía (Gén 41:1ss).
A José se le aparece “en sueños un ángel del Señor” (Mt 1.20) para
revelarle el plan de Dios. En los evangelios de la infancia aparece a menudo el
ángel del Señor como mensajero celestial y también en otras ocasiones esta
figura aparece para tranquilizar, revelar el proyecto de Dios, curar, liberar
de la esclavitud (cf.: Mt 28,2). Muchas son las referencias al ángel del Señor
también en el Antiguo Testamento, donde originariamente representaba al mismo
Señor que cuida y protege a su pueblo siempre acompañándolo de cerca.
Para nuestra vida
En medio de la
cuaresma se presenta la fiesta de San José, esposo de la Virgen María y padre
adoptivo de Jesús, que es una explosión de alegría en medio de la austeridad
cuaresmal. En todo el mundo hispánico, es patrón de numerosas ciudades y de muchas
personas. Los nombres de José, Josefa, Pepe, Pepita y todas sus variantes son,
sin duda, los más frecuentes de los censos de los hispanohablantes. En España,
por ejemplo, Valencia celebra la Fiesta de las Fallas, donde arden a las doce
de la noche de la festividad unos peculiares monumentos de madera y cartón
piedra, y que sin duda tienen una interpretación finalista y penitencial. Se
queman los malos modos, se incendian los viejos pecados.
Hoy se nos invita a contemplar como
en San José, Dios, confió los primeros misterios de la Salvación. Su figura aun
teniendo su protagonismo en los aledaños de la Navidad es en la cuaresma
cuando, su persona, nos prepara para celebrar la pasión, muerte y resurrección
de Cristo. Es también compás que precede a la melodía de la Encarnación de
Cristo en María. Es, además, un momento privilegiado para felicitar a los
padres que, día a día, se vuelcan en sus hijos y –además- como San José
intentan educar, dirigir y orientar la vida de los suyos.
Es, por otra parte, una jornada
necesaria para rezar por las vocaciones sacerdotales. Para preguntarnos sobre
la salud espiritual de nuestras diócesis que, en el Seminario, se puede ver
perfectamente reflejada. Algo no funciona bien “en las carpinterías de nuestras
parroquias” cuando, en ellas, nos cuesta animar a nuestros jóvenes a encauzar
su futuro desde la opción sacerdotal.
.San José, pertenece a esa inmensa
cadena de personajes que desemboca en Jesús. Es, entre otras cosas, el héroe
del silencio: no habla pero dice. Es, además, el soñador de lo divino: duda
pero, en sueños, sus dudas se desvanecen. Es, por otra parte, el que sin ruido
pero sin pausa se convierte en el principal confidente, acompañante, educador y
fiel hasta los últimos días en el crecimiento de Jesús.
La primera lectura del Segundo Libro de Samuel incide, sobre todo, en la
ascendencia familiar de David sobre Jesús, a través de San José. Y es que para el pueblo judío la
llegada del Mesías era una promesa que Dios había hecho a la estirpe de David.
José es descendiente de la familia de David, con
lo que en Jesús –su Hijo adoptivo- se cumple la promesa hecha al rey David de
poner a un descendiente suyo en ese trono que duraría por siempre en la
Presencia de Dios.
Destruido el templo, la profecía hecha a David se cumpliría... Un
nuevo templo se alza, no sobre la gran explanada de Herodes sino sobre la nueva
Jerusalén. Pero ahora el templo es el Cordero, Cristo mismo glorificado, la
nueva Shekiná, la misteriosa y amable presencia de Dios en medio de su Pueblo.
El salmo nos habla de la fidelidad de Dios a
David. En este salmo
88 hay frases de hondo contenido mesiánico y por ello está muy bien elegido en
esta fiesta de San José. Pero hay que decir también que el salmo 88 tiene un
contenido no homogéneo. Etán fue su primer redactor pero luego fue reelaborado
para darle ese contenido mesiánico fijado en la figura del Rey David.
A nosotros,
Dios nos ama por medio de Cristo, Dios nos ha amado hasta el extremo. Desde
Cristo Dios no sólo es llamado Padre nuestro, sino que en verdad lo tenemos por
nuestro Padre. Cuando nos acercamos a pedirle perdón Él nos recibe y nos vuelve
a enviar como testigos de su amor y de su misericordia. Por eso aprendamos a no
luchar contra las fuerzas del mal con nuestros propios recursos, pues saldríamos
vencidos. Pongámonos en manos de Dios y hagamos nuestra la Victoria de
Jesucristo sobre el pecado y la muerte.
Dios es
siempre fiel a sus promesas; su amor hacia los suyos jamás dará marcha atrás,
pues lo que Dios da jamás lo retira. Él escogió a David como siervo suyo; lo
ungió y, poniéndolo al frente del Pueblo, Dios siempre estuvo de su lado.
San Pablo en el fragmento de hoy de su Carta a los Romanos nos habla de
Abraham, el padre de todos los creyentes, porque creyó contra toda esperanza
que sería padre de muchas naciones. ¡Buen ejemplo de fe!
"Te hago
padre de muchos pueblos" (Rm 4, 17) De nuevo otra profecía
mesiánica. En esta ocasión fue Abrahán quien recibe esta promesa de una
generación numerosa, la mejor bendición que se podía recibir en aquellos
tiempos. El patriarca creyó en la palabra de Dios, a pesar de que Sara era
estéril y luego sólo tuvo un hijo... También José es llamado patriarca, pues
también él creyó en las palabras misteriosas del arcángel Gabriel.
El Evangelio de San Mateo se refiere a la herencia davídica de Jesús, a
través de José de Nazaret, al igual que ya lo hemos escuchado en la primera
lectura. Pero además el
Evangelio nos revela que, como a José, nunca nos faltará el apoyo de Dios en
situaciones difíciles y de difícil valoración para nosotros. El Ángel del Señor
explicó a José cual era el Camino.
Destaca los aspectos de fe y
confianza en Dios, San
Mateo nos cuenta que fue Jacob quien engendró a José y así Jesús recibe la
herencia antigua. Y nos relata el mundo de dudas en el que se vio inmerso San
José ante la futura maternidad de la Virgen. Para sacarle de dudas se le parece
un ángel en sueños que, además, la llama “José, Hijo de David, confirmándose
una vez más el linaje que es portador de la promesa divina. Y esa visita del
ángel del Señor es paralela y coincidente con la presencia de Gabriel ante la
Virgen María en el momento de la Anunciación. El fruto del vientre de María
procede del Espíritu Santo y vendrá al mundo para salvar al pueblo de su
pecado.
Así lo llama el Ángel cuando se manifiesta en
sus sueños en el momento en que lo consumía la preocupación por la situación
que generaba el aparentemente injustificado embarazo de María, su esposa. Como
a José, el Señor siempre nos muestra cual es el Camino.
Dios cuenta con un hombre humilde y sencillo. El
Señor confía y valora las capacidades humanas, los deseos sinceros de amar de
José, de serle fiel. Por eso, en este día deseamos aprender primero de Dios que
quiso contar con sus criaturas –fiado de ellas-- para
llevar a cabo su plan de Redención: la empresa más grande jamás pensada.
También aprendemos de José que no defraudó a quien había depositado en él su
confianza. La confianza que Dios deposita en José pone de manifiesto hasta qué
punto Dios valora a las personas. Somos ciertamente muy poca cosa, apenas nos
cuesta reconocerlo, al contemplar la fragilidad e imperfección humanas, sin
embargo, Dios no sólo ha tomado nuestra carne naciendo de una mujer, sino que
se dejó cuidar en todo en su primera infancia por unos padres humanos; y luego,
algo mayor, aprendió quizá sobre todo de su padre, José, las costumbres y
tradiciones propias de su región, de su país, de su culto.
Las narraciones evangélicas nos
hablan de José y de su fidelidad. Estando desposado con la Virgen María y
comprendiendo que Ella esperaba un hijo sin que hubieran convivido, como era
justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Así
manifiesta su virtud: decidió retirarse del misterio de la Encarnación sin
difamar a María y fue necesario que un ángel le dijera: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que
en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Con la misma
propiedad con la que se puede decir que el ángel del Señor anunció a María su
futura y divina maternidad, también se puede decir que el ángel del Señor
anunció a José su deber de aceptar a María como su esposa y mujer. Como María
dijo su famoso y trascendental “fiat”, hágase, así José “hizo como el ángel del Señor le había mandado”. Y las mismas
dificultades que había tenido María para rendirse a la voluntad del Señor, las
tuvo José, y quizá mayores, para obedecer la voz del ángel.
Muy mal tuvo
que pasarlas José, desde el momento mismo en que empezó a darse cuenta de que
su esposa estaba embarazada. Seguro que fueron días y noches de un inmenso
pesar y de un desconsuelo total. José amaba a María y confiaba en ella; estaba
dispuesto a poner la mano en el fuego por la inocencia y bondad de su esposa.
Pero las evidencias eran innegables y él no podía negar la evidencia. ¿Qué
hacer? Nos dice el evangelio que “como era justo y no quería ponerla en
evidencia, decidió repudiarla en secreto”. Esta actitud y esta decisión de
José, a mí siempre me ha parecido algo grandioso y admirable. José conocía muy
bien las leyes judías y sabía que denunciar públicamente a su esposa,
acusándola de infidelidad, podía llevar a esta a morir apedreada en la calle
pública. José prefiere renunciar a su esposa, a la que amaba más que a sí
mismo, antes que exponerla a una afrenta y muerte escandalosa e inmerecida. El
cumplimiento de la Ley era para José mucho menos importante que el bien de su
esposa. Su propio bien y satisfacción personal era menos importante que el bien
de la persona a la que amaba. En estos tiempos de tanta violencia machista, el
ejemplo del amante y buen esposo José puede y debe ser para nosotros un ejemplo
a seguir.
José es justo
y cumple su misión calladamente. Se dispone a hacer como el ángel del Señor le
había mandado, y recibió a su esposa. San José, que era justo, decidió
abandonarla en secreto. Legalmente podía haberla denunciado y María seguramente
habría sido lapidada en público hasta morir, tal como estaba mandado en la ley
judía. Pero José, precisamente porque era justo y sabía, porque se lo decía su
corazón, que María era inocente, no quiso hacer uso de la justicia legal. Él
sabía que la verdadera justicia, la justicia bíblica que aplicaba Yahveh, el
Dios de la justicia, era siempre una justicia moral, es decir, una justicia
misericordiosa y compasiva. Su hijo, Jesús, sería después el modelo y
predicador de esta justicia misericordiosa. La justicia legal, aplicada sin
amor y misericordia, se convierte muchas veces en cruel injusticia. También en
esto San José debe ser para nosotros, los cristianos, un modelo imitable.
Debemos buscar siempre la justicia que salva y construye, no la que condena y
destruye. La justicia de Dios es siempre una justicia de Padre, antes que una
justicia de juez. Así debe ser nuestra justicia, así fue, en este caso, la
justicia que inspiró el comportamiento generoso de José.
Y cuando ella dio a luz un hijo;
comienza su misión de padre del Redentor según el plan divino. Una tarea
sobrenatural –como deben ser todas las tareas humanas- que vivió confiando en
Dios mientras veía que Dios había confiado en él.
En este día
deseamos aprender primero de Dios que quiso contar con sus criaturas –fiado de
ellas--para llevar a cabo su plan de Redención: la empresa más grande jamás
pensada. También aprendemos de José que no defraudó a quien había depositado en
él su confianza. Jesús recibió de modo especial hasta su madurez los cuidados
de José. El que era su padre ante la ley le transmitió su lengua, su cultura,
su oficio... La confianza que Dios deposita en José pone de manifiesto hasta
qué punto Dios valora al hombre. Somos ciertamente muy poca cosa, nos cuesta
reconocerlo, al contemplar la fragilidad e imperfección humanas. Sin embargo, Dios
no sólo ha tomado nuestra carne naciendo de una mujer, sino que se dejó cuidar
en todo en su primera infancia por unos padres humanos; y luego, algo mayor,
aprendió quizá sobre todo de su padre, José, las costumbres y tradiciones
propias de su región, de su país, de su culto.
En su fiesta, nos encomendamos al
que fue siempre fiel a Dios, al que contó en todo con la confianza de su
Creador. Le pedimos nos consiga de Dios la gracia de una fe a la medida de la
suya cuando cuidaba de Jesús y de María; una fe que nos lleve a sentirnos más
responsables con Dios, que también se hace presente en nuestra vida y confía en
el amor de cada uno.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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