Comentario a las lecturas del I Domingo de
Cuaresma 26 de febrero de 2023
La
Palabra de Dios que se nos proclama en este tiempo de gracia que es la
Cuaresma, nos muestra un Dios que nos busca para compartir con nosotros su
presencia, su esperanza, su proyecto de liberación, su actitud de misericordia.
También en este tiempo resonaran gritos y critica por parte de los profetas.
¿Cómo
vivir entonces esta Cuaresma? Cierra los ojos y vámonos al desierto. Tenemos 40
días para recorrer los pasos del pueblo de Israel y de Jesús. Recordemos que el
desierto es el lugar de los contrastes, donde están todas las tentaciones pero
al mismo tiempo la fuerza del Espíritu que apoya a quien se deja acompañar.
Aprovechemos este tiempo para evaluar las tentaciones y pecados que envuelven
la vida personal y comunitaria, la vida de nuestra comunidad y de nuestro
pueblo en general. Es necesario reflexionar y hablar de nuestros problemas,
será la única manera de resolverlos. Después de un buen tiempo de desierto se
sale más fuerte y maduro, con mayor conciencia de tomar en nuestras manos el
rumbo de nuestra vida y de nuestro pueblo.
En
este primer domingo vemos como de nuestra realidad no podemos obviar la
tentación; la más grande del hombre es el no querer conocer y aceptar sus propios
límites (1 Lect.). Cristo, a diferencia de Adán, acepta plenamente la condición
humana, reconociendo la dependencia de Dios y rechazando el proyecto autónomo
(Ev.). Y así Cristo constituye la nueva humanidad, en donde sobreabunda la
gracia (2 Lect.).
La primera lectura del Libro del Génesis, nos
relata con palabras sencillas, cargadas de poesía y de simbolismo, lo que
ocurrió en aquellos instantes iniciales y decisivos para la Historia.
El texto presenta dos escenas superpuestas.
a) Don de Dios al crear al
hombre y colocarlo en el Edén (2,7ss).
Atrayente y
grafica la imagen de Dios, como alfarero y escultor que modela con mimo los
perfiles de esa figura hecha a su imagen y semejanza, al hombre. Infundiéndole
el soplo de su Espíritu, animando aquel cuerpo muerto, dándole vida, haciéndolo
partícipe de su propio hálito vital.
Barro y
espíritu. Extraña mezcla de tierra fangosa y de cielo limpio. Ansias de
eternidad y avidez por lo sensible, hambre de grandeza y deseos de lo material
y caduco. Dos fuerzas en tensión continua. Hacia arriba, muy arriba. Y hacia
abajo, muy abajo... Señor, compadécete de la obra de tus manos, corta esas
amarras que nos frenan en nuestro vuelo vertical y ascendente de seres
racionales.
-El hombre es la primera obra
de la creación. Desde su nacimiento es libre y no malo como decían los relatos
orientales. Por eso es modelado de arcilla, pero no amasado con la sangre de
los dioses rebeldes. El soplo divino lo convertirá en ser vivo: Dios da la vida
y la puede quitar (cfr. Is. 2, 22; Sb. 15, 16; Sal. 104, 29 ss; Job 34, 14 ss).
No se hace distinción entre cuerpo y alma, sino entre ser vivo y no vivo.
-Es trasladado, como el pueblo,
de la tierra desierta al jardín. Se recalca el don divino al enumerar las
riquezas de dicho jardín (cfr. Ez. 31, 7 ss).
b) Desobediencia humana (3,
1-7).
-A partir de
3,1 un nuevo personaje ha entrado en escena: la serpiente que trata de
perturbar la idílica paz y las buenas relaciones existentes entre Dios y el
hombre y la mujer. Sigue el relato transmitiendo una verdad profunda con su
ropaje de palabras sencillas al alcance de todos los hombres, también de
aquellos que, con una mentalidad casi infantil, escucharon por vez primera
cuanto ocurrió en el principio de la Historia. Pero a través de esas palabras
se descubre entre líneas la presencia del maligno. Ese espíritu infernal, esa
fuerza maléfica, ese demonio horrible que acecha y engaña con mentiras
descaradas, con tentaciones que seducen y que arrastran.
No sabemos qué es lo que podía
sugerir este animal a los antiguos lectores del relato. Es verdad que la
tradición cristiana ha visto en la serpiente a "Satán" (=el que
tienta), pero el Satán que pone a prueba sólo aparece a partir del libro de Job
(libro tardío).
-Aunque no podamos conjeturar
qué era lo que sugería este animal entre los antiguos, la descripción de 3, 1-7
es un relato sicológico perfecto: la astuta serpiente sabe mucho más que la
mujer. La prohibición de comer de un árbol la extiende a todos los árboles del
jardín dando así motivo para que la mujer lo niegue. En el diálogo, la
serpiente se muestra interesada en ayudar a la Humanidad en su afán de un
progreso desordenado, contrario al querer de Dios: "...se os abrirán los
ojos y seréis como dioses". Sugestionada, la mujer come y hace comer a su
marido.
Seréis como
Dios. Y la mujer se lo creyó, y el hombre también. Cayeron en la trampa,
quedando aprisionados en la miseria y en el dolor, en la angustia y en la
muerte... Y el padre de la mentira, el diablo, sigue susurrando al oído del
hombre sus palabras malditas, dulcemente envenenadas... Señor, haznos sordos a
sus insinuaciones, ten compasión de tus hijos.
Defiéndenos en
la lucha y ampáranos contra la perversidad y asechanzas del demonio. Libéranos
de las fuerzas del infierno, de Satanás y de los otros malignos enemigos que andan dispersos por el mundo.
El
salmo de hoy (Sal 50,3-6.12-14.17) es un salmo específicamente de cuaresma. Es
el mismo del pasado miércoles de Ceniza. Durante muchos siglos ha
sido el salmo penitencial por excelencia. Es el “Misirere” latino. Pero también
para los judíos tenía se sentido penitencial. Está cerca de muchos profetas y,
sobre todo, de Jeremías. Tras confesar con humildad el pecado, se recibe en
seguida la curación del Señor, el Perdón de Dios. Es uno de los salmos más
bellos del salterio.
Data del final de la época
monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por
el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables
personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.
Este salmo penitencial tiene un estrecho
parentesco con la literatura profética, sobre todo con Isaías y Ezequiel. Dios,
totalmente puro e íntegro, al perdonar, manifiesta su poder sobre el mal y su
victoria sobre el pecado (v. 6). Forma parte de la "confesión" de las
obras de Dios.
Salmo de penitencia, continúa el precedente, que trataba de una
discusión judicial entre Dios y el pueblo en la que Dios no actuaba como juez
sino como parte frente al pueblo, y adquiere todo su valor como segunda parte
de un acto religioso. Cuando Dios mismo acusa y nos pone delante los pecados,
el hombre sólo puede reconocerse culpable; pero puede apelar a la
«misericordia» de Dios. De este modo se consuma la «justicia», la «salvación»
que se iba preparando en el salmo anterior.
El salmo describe el reino del
pecado sin mencionar ni una vez a Dios (vv. 4-5). El pecado es una marcha
aberrante fuera de la ruta, una contorsión de la voluntad divina, una
erradicación del suelo nutricio que es Dios. Una vez descrito el pecado,
aparece en seguida el polo divino: «Contra
ti, contra ti sólo pequé» (v. 6).
Los sustantivos que describen
el pecado son abundantes, también lo son los verbos que en imperativo piden la
acción de Dios: «borra mi culpa», «lava mi delito», «limpia mi pecado». Sólo
Dios puede realizar eficazmente estas acciones.
Ante la condición pecadora del
orante, se impone una actuación profunda de Dios, una acción creadora: «Crea en
mí un corazón puro, rocíame por dentro con espíritu firme» (v. 12): un espíritu
santo que introduzca al orante en la santidad de Dios (en su templo); un
espíritu magnánimo por encima de la estrechez humana (v. 14). Es el mismo
espíritu prometido por Jeremías y Ezequiel, y relacionado con la nueva alianza.
Así lo comenta San Agustín:
" Yo reconozco mi culpa, dice el
salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno
la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor
de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin
remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en
los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder.
Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los
demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya
que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que
así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no
de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No
se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón
(...).
Mi
sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú
no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el
rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar
perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay
que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también
el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón
puro, hay que quebrantar antes el impuro.
Sintamos
disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios.
Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en
nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo
con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor". ( San Agustín. Sermón
19, 2-3; CCL 41, 252-254).
En
la segunda lectura ( Rom 5,12-19) San
Pablo no quiere destacar la negatividad de la condición humana, sino tomarla
como punto de partida para destacar, en cambio, la acción salvadora de Dios que
supera muchísimo esa negatividad.
El texto es uno de los más
difíciles de la carta a los romanos, pero
es también uno de los más importantes de su teología: existe, sin duda alguna,
una similitud entre Cristo y Adán: ambos mantienen una estrecha vinculación con
la multitud. Pero no hay ni antiguo ni nuevo, ni primero ni segundo. Está tan
solo Jesucristo y sus figuras, figuras que, en cuanto tales, no adquieren su
sentido hasta tanto no ha llegado lo que anuncian. Lo más importante es que la
humanidad no puede desvelar por sí misma el sentido de su existencia sino a la
luz de la soberanía de Cristo.
San Pablo recorre la historia
de la salvación desde Adán a la Ley y de ésta a Cristo. En el centro de la
escena se encuentran tanto Adán, con las consecuencias del pecado sobre la
humanidad, como Jesús y la gracia que, mediante él, ha sido derramada
abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "cuanto más"
respecto a Cristo subraya cómo el don recibido en Él sobrepasa totalmente al
pecado de Adán y a las consecuencias de éste en la humanidad, tanto que Pablo
puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia" (Rm 5,20). Por tanto, la confrontación que Pablo traza entre Adán
y Cristo ilumina la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad
del segundo.
Para poner en evidencia el
inconmensurable don de la gracia, en Cristo, Pablo insiste en el pecado de
Adán: se diría que si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la
gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de un solo hombre entró en el mundo
y, con el pecado, la muerte" (Rm 5,12).
Si en la fe de la Iglesia ha
madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque éste está
ligado inseparablemente con otro dogma, el de la salvación y la libertad en
Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos hablar sobre el pecado de Adán y de
la humanidad separándolo del contexto de la salvación, es decir, sin
comprenderlo en el horizonte de la justificación en Cristo.
1. Ese pecado entró en el mundo
por un hombre, y la muerte como consecuencia. ( v.12).
2. Que la muerte había pasado a
todos; Incluso en aquellos que no tenían la luz de la revelación, y los
comandos expresos de Dios, (vv. 13-14).
3. Que Adán fue la figura, el
tipo de él que debía venir; Que hubo algún tipo de analogía o parecido entre
los resultados de su acto y los resultados de la obra de Cristo. Esa analogía
consistió en el hecho de que los efectos de sus hechos no terminaron en sí
mismo, sino extender a otras personas, y que fue así con la obra de Cristo, (v.
14 ).
4. Había diferencias muy
importantes en los dos casos. No había un paralelismo perfecto. Los efectos de
la obra de Cristo fueron mucho más que simplemente para contrarrestar el mal
presentado por el pecado de Adán. Las diferencias entre el efecto de su acto y la
obra de Cristo son estas:
El pecado de Adán llevó a la
condena. El trabajo de Cristo tiene una tendencia opuesta, (v.15).
La condena que vino del pecado
de Adán fue el resultado de una ofensa. El trabajo de Cristo fue entregar desde
muchos delitos, (v.16 ).
La obra de Cristo fue mucho más
abundante y desbordada en su influencia. Se extendió más profundo y más lejos.
Fue más que una compensación por los males de la caída, (v. 17).
5. A medida que el acto de Adán
tuvo su influencia sobre todas las personas para asegurar su condena, por lo
que la obra de Cristo fue adecuada para afectar a todas las personas, judíos y
gentiles, al traerlos a un estado por el cual podrían ser entregados desde la
caída, y restaurado al favor de Dios. Era en sí mismo adaptado para producir
mayores beneficios que el delito de Adán había hecho el mal; y, por lo tanto,
fue un plan glorioso, solo adecuado para enfrentar la condición real de un
mundo del pecado; y reparar los males que la apostasía había introducido. Por
lo tanto, tenía la evidencia de que se originó en la benevolencia de Dios, y
que se adaptó a la condición humana, (vv.18-21).
El Apóstol enseña lo que ha
sido cumplido por medio de Cristo con los descendientes de Adán. Gracia y vida
se contrastan con pecado y muerte. A diferencia de la transgresión de Adán, que
llevó a todos a la condenación, la obediencia y justicia de Cristo conduce a
todos a la justificación y a la vida.
Dos enseñanzas sobresalen en el
texto:
l) el pecado de Adán y sus consecuencias,
entre ellas, la muerte, que afecta a todos los hombres (vv. 12-14);
2) el contraste entre los efectos del pecado
original y los frutos de la Redención de Cristo (vv. 15-19).
La existencia del pecado
original es verdad de fe. El Papa Pablo VI lo volvió a proclamar: «Creemos que todos pecaron en Adán; lo que
significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a
todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las
consecuencias de aquella culpa (...). Así pues, esta naturaleza humana, caída
de esta manera, destituida del don de gracia del que antes estaba adornada,
herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es
dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en
pecado» (Credo del Pueblo de Dios, n. 16).
Este texto es básico para la
teología cristiana del pecado original. San Pablo nos revela que, a la luz de
la muerte y resurrección de Cristo, podemos conocer que todos estamos
implicados en el pecado de Adán, «que se
trasmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por
imitación y que se halla como propio en cada uno» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 419). Así como el pecado entró en el mundo por obra de quien
representaba a toda la humanidad, así también la justicia nos llega a todos por
un solo hombre, por el «nuevo Adán», Jesucristo, «el primogénito de toda
criatura», «cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,15.18). Cristo, por su
obediencia a la voluntad del Padre, se contrapone a la desobediencia de Adán,
devolviéndonos con creces la felicidad y la vida eterna que habíamos perdido.
Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
El evangelio (Mt 4,1-11) nos relata las tentaciones al comienzo del ministerio de Jesús
.
Se establecen un paralelo histórico con el peregrinaje del pueblo israelita en
su viaje a la tierra prometida. La tradición judía en la que se formó Mateo
enseñaba que el pueblo israelita dejó Egipto y viajó por el desierto durante
cuarenta años, debiendo allí experimentar la total dependencia de Dios, antes
de conquistar la tierra prometida; y que también Moisés se preparó en el
desierto con cuarenta días en ayuno y oración para recibir la ley (Dt 9:9).
Mateo, siguiendo esa tradición, describe a Jesús, el creador del nuevo Israel,
también dejando Egipto de niño (Mt 2:15), y emprendiendo, antes de comenzar su
ministerio público, su viaje de fe por cuarenta días, siendo el número cuarenta
por esta razón sinónimo del tiempo de prueba o preparación para el pueblo o
para los profetas, en el cual el juicio divino siempre se manifiesta (véase por
ejemplo Jon 3:4).
Para el evangelista Mateo,
Jesús, antes de comenzar su misión de crear al nuevo Israel (la comunidad de
discípulos), debe ser probado en el mismo escenario en que lo fue Moisés, el
formador del Israel del Antiguo Testamento. Y pasando la prueba, Jesús
demuestra que está listo para llevarnos a la tierra prometida, que en Mateo es
el Reino de Dios que Jesús mismo proclama (Mt 4:17).
El desierto también era el escenario del poder del mal y de la ausencia de protección, así como el lugar donde, en el día de la expiación, se soltaba y se abandonaba a un macho cabrío al que se le hacían llevar sobre sí todos los pecados (Lv 16:21-22).
Nos centramos en las
palabras dominantes de los vv. 1 y 2: desierto-tentado (tentación) – cuarenta-
hambre,.
Estas palabras nos traen a
nuestra memoria lo narrado en el libro del Éxodo, esto es, la historia
de Israel caminando por el desierto durante cuarenta años, entonces padeció hambre
y sed, y experimentó diversas tentaciones: murmurar contra Dios, que lo había
liberado de la esclavitud, desear volverse atrás, e incluso fabricarse un Dios
hecho de metal (el becerro de oro), desconfiando del Dios Vivo y Verdadero.
Nuestro recuerdo no es
solo de desdichas, recordaríamos la cercanía de Dios y la respuesta creyente de
Moisés y en Elías, los dos grandes profetas que permanecieron cuarenta días y
cuarenta noches, el uno en el Sinaí (Éx 34,28), y el otro en el desierto de
Berseba (2 Re 19,8). Tanto para Israel como para Moisés y Elías, el desierto es
un lugar privilegiado de encuentro personal con Dios y de escucha de la
Palabra: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,16).
San Mateo nos cuenta
que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu. Y es que Jesús lo vivió todo
en y desde el Espíritu, porque en Él reposaba en plenitud, como se hizo
manifiesto en el bautismo. (Oración anterior).
El evangelista San Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Israel en el desierto. Como verdadero
hombre que era (igual en todo a nosotros, excepto en el pecado), experimentó la
debilidad de su condición humana (el hambre) y la tentación. Pero su respuesta
fue muy diferente a la del pueblo de Israel.
Nos fijamos en cada una
de las tentaciones:
a) Primera
tentación: el hambre y el pan - En qué consiste ser Hijo.
Éxodo 16 nos cuenta que
cuando los israelitas sintieron hambre en el desierto, murmuraron contra Moisés
y Aarón diciendo: “Nos habéis traído a este desierto para matarnos de hambre”.
Cuando Jesús siente
hambre, el tentador intenta que se aproveche de su condición de Hijo y utilice
su poder en su beneficio, convirtiendo las piedras en panes.
Pero, para Jesús, ser Hijo no tiene nada que ver con demostrar su poder. Ser
Hijo es fiarse de Dios y de su Palabra incondicionalmente, saberse amado y
protegido.
En el evangelio de Juan
4,34, Jesús les dice a sus discípulos: “Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y realizar su obra”. Es
decir, no le alimenta alardear ni hacer valer sus derechos. No “le alimenta”
ser poderoso.
Las palabras con las
que, Jesús responde a la tentación están tomadas del Deuteronomio 8,3: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios”..
b) Segunda
tentación: el agua y la sed.
La segunda tentación
cambia de escenario, se sitúa en el Templo de Jerusalén. De nuevo, la voz del
tentador toca a Jesús en su realidad más
intima: “Si eres Hijo de Dios...”. En
la meditación anterior recordábamos como
el bautismo, Jesús había escuchado estas Palabras del Padre: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
El amor del Padre y su voluntad es
lo único importante para Jesús pero, a lo largo de su vida, tuvo que escuchar
muchas voces que ponían en duda su identidad de Hijo, sobre todo al final, en la
cruz: " Los que pasaban, lo injuriaban, y meneando la cabeza, 40 decían: «Tú que
destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres
Hijo de Dios, baja de la cruz. .... Confió en Dios, que lo libre si es que lo
ama, pues dijo: “Soy Hijo de Dios”»” (Mt
27,40.43).
En el Templo de
Jerusalén, Jesús siente la tentación de pedirle al Padre una prueba de su amor
y protección. Sin embargo, vence esa tentación respondiendo con las palabras
del Dt 6,16: “No tentarás al Señor, tu
Dios”. Estas palabras evocan el episodio de Massá y Meribá, cuando los
israelitas sintieron sed en el desierto y Dios hizo brotar para ellos agua de
la roca. En aquella ocasión, tanto los israelitas como Moisés y Aarón
desconfiaron del Señor (cf. Nm 20,1-13; Éx 17,12 ss). Jesús, por el contrario,
expresa su confianza radical en el Padre.
c) Tercera
tentación: la soberbia y el poder.
El tentador va a
centrarse en el hambre de poder y la ambición de riquezas que se esconden en
todo corazón humano, para probar la confianza
filial de Jesús.
Lo lleva a un monte
alto (los montes elevados, en algunos profetas, designan la soberbia y la
altanería) y le ofrece los reinos del mundo a cambio de que se postre y lo
adore. El tentador es, como dice San Juan, el mentiroso. En este caso la
mentira es, además, una blasfemia, porque la misma maldad se hace igual a Dios
y pretende que Jesús reconozca esa falsa divinidad a cambio de unas riquezas
que él no puede otorgar, porque sólo Dios es el dueño de todo.
Jesús
desenmascara esa mentira y responde con palabras del Deuteronomio : “Al Señor, tu Dios, temerás, a él servirás y en su nombre jurarás. No iréis
en pos de otros dioses, de los dioses de los pueblos que os rodean.”. (Dt
6,13-14)
San Mateo nos presenta un desenlace, acorde a la voluntad y filiación divina
de Jesús, a las tres tentaciones que en
el fondo se trata de una única tentación: “Demuestra que realmente eres el Hijo
de Dios; demuestra que Dios es tu Padre y te ama...”. Ante la actitud y
respuestas de Jesús el diablo se da por vencido y Jesús es confortado por los
ángeles, como confortado y alentado fue Elías en el desierto hasta llegar al
Horeb.
Para nuestra vida.
La Cuaresma de la Iglesia más
que una rectificación de costumbres, más que una ascética, es ante todo, una teología.
Es la teología del hombre que quiere descubrir qué significa estar bautizado, y
la Cuaresma me va a servir para que mi bautismo sea la solidaridad de mi vida
con aquel que en el bautismo me participó su muerte y su resurrección. El
bautismo nos ha incorporado a ese
Cristo que murió y el bautismo es participación con esa muerte; y resucitó, y
mi bautismo es participación de vida eterna con esa resurrección.
La Cuaresma debe servir para
recordar esta gran dignidad del cristiano, del bautizado, que llevo en mi vida
desde que era niño gracias a mis padres que me bautizaron niño. No lo
comprendí, pero ahora que cada año la Iglesia va celebrando una Cuaresma para
que yo tome conciencia de mi bautismo, ya no soy un niño, ya soy un hombre en
la alta política, ya soy un empresario. ¿Qué significa para mí ese bautismo?
¡Ah!, que no puedo vivir únicamente con mis cualidades que me solidarizan con
Adán sino que debo de vivir con las exigencias de pertenecer a Cristo v si no,
no me salvo, por más brillante que aparezca en el mundo.
La Cuaresma, es el recuerdo
teológico de esa realidad que me incorpora, me solidariza con el Redentor, con
Cristo, con el Hijo de Dios que trajo vida de Dios para que todo el que crea en
Él sea salvo. No basta, pues, ser descendiente de Adán aunque sintamos muy
fuerte el soplo de la vida natural. Es necesario que ese soplo se solidarice,
se haga una sola cosa con Cristo por el bautismo. Y si por desgracia nos hemos
desprendido de esa solidaridad con Cristo, allí está la segunda realidad de la
Cuaresma: la Penitencia. En el grupo de los peregrinos de la Cuaresma estamos
no los que nos vamos a preparar para ser bautizados, estamos los que ya
bautizados no hemos sido fieles a esta incorporación con Cristo y queremos
lavar esta traición con penitencia, con arrepentimiento, con ayunos, con
demostraciones de que no es la felicidad, la de Adán y Eva o los caminos que no
son los de Dios, sino los de Cristo venciendo las tentaciones del mundo.
En
la primera lectura (Gn 2,7-9; 3,1-7), nos
encontramos con dos fragmentos de la narración yavista sobre los orígenes. El
primero nos sitúa en el paraíso, en la armonía de la creación y en la armonía
de la relación hombre-Dios, así como en la armonía de la pareja humana. Creado
el hombre en una tierra desierta es trasladado al jardín del Edén. Allí el
Señor le impone un mandato; si lo cumple, vivirá feliz en el jardín... Pero el
hombre rompe el pacto, y es expulsado del Edén. Aunque no se diga
explícitamente, este esquema es un relato de Alianza. Todo esto ha ocurrido en
la historia del pueblo.
Trasladado del desierto por el
Señor a una tierra buena y fructífera, el pueblo deber cumplir lo estipulado
por Dios. Si lo cumple, vivirá feliz; en caso contrario será expulsado de la
tierra.
El
segundo nos coloca en la tentación de no obedecer a la Palabra de Dios.
-Muchas veces Israel ha roto el
pacto con su Dios, y la consecuencia ha sido la irrupción del mal en la
historia del pueblo. La meditación de esta continua experiencia vivida, lleva
al autor sagrado a interpretar el origen del mal en este mundo bueno, creado
por Dios, como un acto libre del hombre. Las buenas relaciones del hombre con
Dios y con su mujer se han roto.
No olvidemos nunca que esta es
una interpretación más entre las muchas que se han dado en la historia humana
para explicar el origen del mal. Problema siempre acuciante al que se le han
dedicado miles de páginas impresas.
En
el salmo de hoy - Salmo 50, el
salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que
siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario?.
Vemos como el sentido profundo del pecado sólo existe
para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado
"contra Dios" y sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones
sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento
sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del
sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está
de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial!.
La conciencia del salmista es tan viva que se
reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su
madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una
teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite,
ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de
pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna
existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele
al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera
absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de
las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de
la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado
obstaculiza al mismo Dios.
Desde nuestra condición pecadora, Invocamos la
infinita misericordia de Dios; por ella Dios nos lavará y purificará. Nuestra
vida es, gracias a su inagotable condescendencia, historia de salvación, de
purificación. Nuestra existencia culminará en la justificación y purificación
total; entonces llegará a su plenitud la nueva creación; hará desbordar la
alegría e instaurará el nuevo culto en el que nuestro espíritu y corazón serán
el holocausto agradable.
"Misericordia, Señor, hemos pecado".
Pidamos a Dios que su Espíritu nos renueve por dentro con espíritu firme, que
cree en nosotros un corazón puro, que limpie del todo nuestro pecado y que
borre en nosotros toda culpa. En este primer domingo de cuaresma recemos con
fervor este salmo, para que el Señor tenga misericordia de nosotros y nos
bendiga.
En la segunda lectura San Pablo cuenta, la realidad entre Adán, que nos perdió y Cristo que nos ha salvado. Y
como todas las cosas del Apóstol de los Gentiles, San Pablo crea con maestría
la doctrina del nuevo Adán, del Salvador del Pueblo de Dios.
Desde el texto, queda
clara la llamada de optimismo que a
partir de los puntos negros de la existencia humana San Pablo hace a sus
lectores. Hablar del pesimismo paulino es no entender una palabra de la mente
de Pablo. San Pablo quiere presentar una situación humana negativa
supraindividual, pero con origen humano, que en cada individuo se encuentra
cuando nace y que le va influyendo independientemente de sus opciones
conscientes.
La situación existencial del
ser humano no puede cambiarse con una simple buena voluntad, porque gran parte
de ella sobrepasa los límites de la conciencia y decisiones individuales,
aunque tenga ciertamente un origen humano. La situación de mal, de muerte, de
"hamartia", es más que la mera adición de los actos responsables
pecaminosos individuales. Existe una
situación negativa en la condición humana.
En el texto se repiten
constantemente las expresiones "así como... mucho más" y parecidas.
El paralelismo entre el pecado de Adán y la obra de Cristo es para subrayar que
esta última es mucho, infinitamente en sentido literal, mayor, más importante.
Con la comparación, San Pablo
quiere decir que tal situación, por fuerte que sea, siempre es menor que la
salvación que Cristo nos ha traído.
Los vv. 13-14 suponen que, tras
el pecado consciente de Adán, la voluntad de Dios no se ha vuelto a dar a
conocer hasta la revelación de la Ley del Sinaí (situación que se prolonga
fuera del judaísmo, entre las naciones, en donde la ley no es conocida).
A los miembros de esa humanidad
sin ley, atea en cierto modo (v. 13b), no se les imputa ningún pecado personal,
y, sin embargo, la muerte cae sobre esos hombres aun cuando sean ignorantes de
su pecado (v. 14).
En el evangelio, contémplanos a Jesús, retirado en el desierto y
tentado. Jesús se
retiró al desierto para orar y prepararse para su misión.
La
experiencia del desierto nos muestra la evidencia de la fragilidad de nuestra
vida de fe. El desierto es carencia y prueba, nos muestra la realidad de
nuestra pobreza. Por eso tenemos miedo a entrar en nuestro interior, sentimos
pavor ante el silencio. Surge la tentación, la prueba. Jesús fue tentado como
lo han sido, son y serán todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Pero
se trata de no escuchar al Tentador y solo aceptar el camino y misión que Dios
nos ha marcado.
*
Las tentaciones de Jesús en el desierto son las nuestras:
--
El hambre, que simboliza todas las "reivindicaciones" del cuerpo.
--
La necesidad de seguridad, aunque sea al precio de perjudicar al prójimo.
--
La sed de poder, el temible instinto de dominación.
¿Por
qué fue tentado Jesús? San Agustín nos dice que permitió ser tentado para
ayudarnos a resistir al tentador: “El rey
de los mártires nos presenta ejemplos de cómo hemos de combatir y de cómo ayuda
misericordiosamente a los combatientes. Si el mundo te promete placer carnal,
respóndele que más deleitable es Dios. Si te promete honores y dignidades
temporales, respóndele que el reino de Dios es más excelso que todo. Si te
promete curiosidades superfluas y condenables, respóndele que sólo la verdad de
Dios no se equivoca. En todos los halagos del mundo aparecen estas tres cosas:
o el placer, o la curiosidad, o la soberbia".
La
diferencia entre Jesús y nosotros es que el triunfó donde nosotros sucumbimos
muchas veces. Por eso, debemos apoyarnos en El para hacer esta escalada
cuaresmal, para llegar a la meta transformados y venciendo toda tentación que
nos aparte del seguimiento de Jesucristo.
Nos tienta eltiempo de perder todo y
de dar importancia a lo que no es importante… Y que nos lamentamos, pero no
cambiamos.
Nos tienta el desaliento, porque veo muy difícil las
cosas que se me presentan, las personas que me rodean ante mi vida.
Nos tienta la desesperanza, la falta de utopía, el
dejarlo todo para mañana, el no querer comenzar. ¡Cuánta confianza y espera
tienes que tener, con nosotros.
Nos tienta a veces creer que te estamos escuchando,
pero no sabemos discernir tu voz, no distinguimos tu rostro, no
descubrimos tu voluntad.
Le preguntamos a: Jesús, ¿cómo quieres que hagamos
penitencia? Y Él nos dirá que la penitencia que hagamos no sea exterior, como
ésa que hacían los fariseos, como ésa que hacían los publicanos... No, Él no
quiere que hagamos así, que no vayamos practicando y tocando la trompeta por
todos los sitios diciendo qué es lo que quiere que hagamos. No, la penitencia
que quiere que hagamos es ponernos en la piel del otro, en los zapatos del que
sufre, en revisar nuestras actitudes, en ver los deseos que tenemos, en darnos
a los demás.
Jesús nos dice tres cosas muy fuertes: si quieres ser
más cristiano, ora, entrégate y sacrifícate por los demás. Y nos dice que lo
hagamos de una forma sencilla, modesta, natural. Cuántas gracias tenemos que
darle a Jesús hoy, cuando le escuchamos, porque Él nos anima y nos dice: “Vive
esta etapa fuerte de cuarenta días, que es lo que es la Cuaresma. ¡Y vive! ¡Y
anímate! Anímate a cuidarte un poco más, a revisar tu fe, a revisar tu oración,
tu vida, tus relaciones...”
Y seguimos preguntándole a Jesús: ¿y qué quieres que
hagamos, Señor? ¿Cómo quieres que demos limosna? La limosna que quiere es que
nos preocupemos exigentemente por las necesidades de los demás, del más
próximo, del que sufre, del que es hermano tuyo y mío, porque todos somos hijos
de Dios.
Que estos días, Señor, sean días de un fuerte
encuentro contigo, un gran amor a los demás y una preocupación exigente por
todo lo que nos rodea. Pero así, en silencio; así, sin ostentación, sin ruido,
como Tú quieres, porque Tú miras el corazón del hombre y miras nuestro corazón
y nuestra vida.
Hoy te digo: Jesús, una vez más nos invitas y
nos regalas este tiempo de gracia… que
no lo desperdicie, que no lo pase de cualquier manera, que sea un tiempo
de gracia de verdad. Tú conoces nuestra vida, nuestro corazón.
Hoy te pido que sepamos buscar espacios para estar con
contigo, para encontrarnos; que sepamos ayunar de tantas cosas que nos
complican la vida, que nos hacen que perdamos la paz, que nos metamos en líos;
que dejemos a un lado las relaciones que nos hacen mal, y hacen más mal a los
demás; que quitemos todo eso que nos arrastra, que nos encorseta, que no nos
deja seguir a Jesús libremente.
Le pedimos que nos quite también cualquier tristeza y
cualquier falta de fe, y que nos llene ese espacio de mucha alegría; pero que
sepamos hacerlo sin pregonarlo, que sepamos hacerlo con toda sencillez; que
sepamos ayunar bien de tantas desilusiones, de tantas preocupaciones, de tantas
palabras enfermizas, de tantas indiferencias, de tantos agobios; y que sepamos
abrirnos a los demás.
Gracias,
Señor, por regalarme
este tiempo de gracia que nos prepara para vivir la Pascua.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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