Comentario a las lecturas del VII Domingo del Tiempo Ordinario 19 de febrero de 2023
En estos domingos la Iglesia goza leyendo el Sermón
de la Montaña (Mt 5–7), la quintaesencia del evangelio de Jesús. Hoy escuchamos
las dos últimas antítesis de la primera parte (“habéis oído que se dijo… pero
yo os digo…”), que son también las más radicales: los creyentes no solo deben
exigir justicia (“ojo por ojo”) y amar al próximo (“amarás a tu prójimo”; frase
tomada de Levítico 19,18), sino que son invitados a presentar la otra mejilla
hasta amar al enemigo (Mt 5,38-48). La propuesta de Jesús es desconcertante,
escandalosa, inaudita. Por eso necesita buenas razones. Jesús ofrece dos:
* Los discípulos serán verdaderamente hijos del
Padre, que se preocupa no solo de los justos sino también de los injustos
(“hace salir su sol para malos y buenos”);
* Los
discípulos deben practicar una ética de lo extraordinario, más allá de las
normas de conducta comúnmente aceptadas. El texto acaba con un mandato, que es
la cima de la moral cristiana: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto”. ¿cómo es posible imitar a Dios? Mateo ofrece la única vía plausible:
continuar leyendo para seguir los pasos de Jesús, quien camina dando vida, da
segundas oportunidades a sus discípulos infieles y muere aceptando y
perdonando. Gandhi solía decir que solo por estas palabras merecería la pena
hacerse cristiano… pero no se convertía porque los seguidores de Jesús no las
cumplían. El Sermón de la Montaña propone un evangelio de las obras. El
cristiano sabe que la fidelidad a Jesús es el mejor camino misionero.
La santidad que Dios nos regala, al hacernos un poco
más parecidos a él, se dirige hacia una entrega gratuita y generosa a nuestros
hermanos. Jesús nos impulsa a amar como él nos ha amado, procurando llenar el
vacío de los corazones que nos rodean con nuestro amor. «Si uno te abofetea en
la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para
quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una
milla, acompáñale dos» (Mt 5,38-48). La propuesta de Jesús es tan radical que
incluye algo que, humanamente hablando, parece una quimera: querer a los
enemigos. Es decir, a quien nos ha ofendido, no piensa como nosotros, nos hace
la vida más complicada o, simplemente, nos resulta antipático. Si esto
dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el
Señor pide algo, quiere darlo. Y no solo nos ayuda, sino que también nos dio
ejemplo pidiendo el perdón para los que le crucificaron (cfr. Lc 23,34).
La primera lectura
( Lv 19,1-2.17-18 ) presenta un pasaje perteneciente a una
compilación legislativa realizada después del destierro (Lv 17-25) y designada
con el nombre de "Ley de santidad" porque se muestra particularmente
sensible a la santidad de Dios y a las exigencias que esa trascendencia impone
al pueblo que ha establecido una alianza con él. Santidad es la palabra que se
repite en el estribillo: "Sed santos, porque yo, el Señor... soy
Santo".
La "ley
de santidad" sección central y la más compacta del Levítico (Lv 17-26), se
trata de modelar el orden humano a partir de la santidad de Dios. Santidad es
aquí un concepto que no habla tanto de Dios en sí, cuanto de Dios como
fundamento del mundo. De ahí que sea una exigencia radical del mundo mismo para
ser verdaderamente lo que es o está llamado a ser. La ley se dirige al pueblo
de Dios en el mundo, para enseñarle el camino de acceso a la santidad de Dios o
a la plena realización de sí mismo.
-La pericopa
litúrgica de hoy recoge algunas leyes, y no las más interesantes.
-v.2: antes de
exponer las diversas leyes, el autor nos da la razón o motivo por el que
debemos cumplirlas. Así nuestra obediencia no será ciega, sino razonable. Si
Dios nos exige es porque primero nos ha dado, porque nos ha otorgado el don de
la salida de Egipto, de la tierra de la esclavitud (v.36), por eso puede
ordenar el cumplimiento de unos preceptos.
El Señor santo
de la Alianza exige la santificación de su pueblo, y esto no se obtiene con la
construcción de un santuario y la práctica de un culto (Ex.25-31;35-40), sino
con el cumplimiento de los preceptos morales de este Dios santo, como nos lo
dice el cap. 19. La santidad implica separación, pero no de un lugar o de un
espacio -tan frecuentemente aconsejada por la Iglesia-, sino por la calidad de
nuestras obras, como decía Orígenes. Es el mismo mensaje que nos inculca hoy el
N.T.: "Sed perfectos..." A través de esta fórmula de presentación,
las leyes humanas se insertan en la fe israelítica.
-vs.15-18: en
su contexto primitivo, todo estos versículos se referían a las normas que
debían observarse en todo proceso judicial. Al emitir sentencia, el juez no
debe favorecer al rico para obtener ganancias, ni tampoco al pobre por falso
sentimentalismo, sino que en su juicio debe resplandecer siempre la verdad y la
justicia (v.15). El v.16 se refiere a los testigos y el v. 17 alude a que todo
miembro del pueblo puede recurrir al tribunal en caso de disputa; el hecho de
no acudir a este organismo acarrea el peligro de incubar en el corazón humano
el odio al hermano, y el odio o rencor pueden llevar a la venganza (v.18)
En este código
de preceptos fundamentales de relación humana, la exigencia es no sólo de
obras, sino también de actitudes y sentimientos hacia el otro; de ellos son
hijas las obras. Denomina por su nombre a las actitudes que no pueden llegar a
ningún compromiso con la santidad: el odio, el rencor, la venganza; y a las que
son exigidas por ella: la corrección o reprensión justa, el amor. Los primeros
son sentimientos que niegan al otro, lo destruyen; por supuesto, destruyen
también al sujeto del que emanan. La corrección del culpable y la denuncia del
mal son exigencias radicales en el que busca el bien, y son también justicia
que el hombre le debe al que está en el error. Es la señal de que busca
afirmarlo.
Pero la
suprema afirmación del otro la hace el amor. El amor verdadero no es un
superficial y caprichoso sentimiento, que puede encubrir un solapado amor
propio. Se salvaguarda de cualquier malentendido en un criterio y en una medida
que debe valer para acreditarlo: amor al otro como a sí mismo. Este es el reto
más grande que se puede hacer a la relación del hombre con el hombre. El yo es
llamado a desplazarse hacia el tú que está delante, a considerarlo como un yo y
a comportarse con él como consigo mismo.
Este precepto
compromete al hombre en sus obras y en sus sentimientos y nunca podrá decir que
lo ha cumplido cabalmente; su incumplimiento le estará denunciando siempre.
El
responsorial de hoy, el salmo 102 (Sal 102,1-2.3-4.8.10.12-13) es atribuido a David y tiene un
mensaje casi idéntico al conocido salmo 50, al “Miserere”. Es, un himno
de alabanza que recorre toda la historia de Israel señalando que todos los
bienes proceden del Señor. Para nosotros mismos, hoy, debe ser una oración de
agradecimiento por todo lo que somos y recibimos.
El salmo 102
es el gran salmo de la ternura de Dios. El concepto de amor contiene variados y
múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de
entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la
transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
La ternura es,
ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la
compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una
carga especial de benevolencia. Para expresar este conjunto de matices
disponemos en nuestro idioma de otra palabra: cariño.
Allá, en las
raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya
y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la
enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la
ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de
ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de
la madre.
Ciertamente,
la Biblia, cuando intenta expresar la ternura de Dios, siempre saca a relucir
la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de
aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si
analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la
conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación,
comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.
En el salmo
102 se han condensado todas las manifestaciones de la ternura humana,
transferidas esta vez a los espacios divinos. Desde el versículo primero entra
el salmista en el escenario, conmovido por la benevolencia divina y destacando
la realidad de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí
mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un
grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo
enseguida «con todo mi ser».
En el
versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando
consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E
inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión
panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las
enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso:
y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de
inspiración:
"te colma de gracia y ternura,
sacia de bienes todos tus anhelos
y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).
No hay mejor
palabra, que misericordia, que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente
los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del
amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.
Estas dos
palabras, entrañablemente emparentadas -ternura y misericordia- sintetizan la
riqueza viviente del responsorial de hoy.
Todas las
experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a
lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo
fundamental de la fe de Israel:
«El Señor es
compasivo y misericordioso,
lento a la ira
y rico en clemencia» (v. 8).
Israel -y el
salmista- que ha convivido largos tiempos con el Señor, con todas las
alternativas y altibajos de una prolongada convivencia, sabe por experiencia
que el ser humano es oscilante, capaz Je deserción y de fidelidad pero que el
Señor se mantiene inmutable en su fidelidad, no se cansa de perdonar, comprende
siempre porque sabe de qué barro estamos constituidos.
Para El
perdonar es comprender, y comprender es saber: sabe que el hombre muchas veces
hace lo que no quiere y deja de hacer aquello que le gustaría hacer, que vive permanentemente
en aquella encrucijada entre la razón que ve claro el camino a seguir y los
impulsos que lo arrastran por rumbos contrarios.
Por eso no le
cuesta perdonar, y el perdón va acompañado de ternura, y a esto lo llamamos
misericordia, sentimiento-actitud espléndidamente expresado en este versículo:
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El
Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8).
Parece una fórmula litúrgico que, con variantes, va apareciendo en los
distintos salmos, y que el pueblo la proclamaba como la verdad fundamental
acerca de Dios.
A partir de
versículo 9 el salmista penetra en las entrañas mismas de Dios, esto es, de la
Misericordia, y, después de desmenuzar todos los tejidos constitutivos, va
sacando a la luz los mecanismos e impulsos que mueven el corazón de Dios.
Le han puesto
la fama de que no hace otra cosa que levantar el índice y acusar, y de que
guarda las cuentas pendientes hasta la tercera o cuarta generación. Pero no
sucede nada de eso, sino todo lo contrario: el pueblo sabe que si el Señor nos
tratara como lo merecen nuestras culpas, ¿quién podría respirar? Si nos pagara
con la fórmula del «ojo por ojo», para este momento todos nosotros estaríamos
aniquilados en el polvo:
«No nos tratan
como merecen nuestros pecados,
ni nos paga
según nuestras culpas» (v. lo).
Mucho más. Si
nuestras demasías, amontonadas unas encima de otras, alcanzaran la cumbre de
una montaña, su ternura alcanza la altura de las estrellas. ¿Hay alguien en el
mundo que pueda escudriñar las profundidades del mar y que logre llegar hasta
aquellas latitudes últimas, hechas de silencio y oscuridad? Mucho más profundo
es el misterio de su amor.
¿Quién
consiguió tocar con sus manos las cumbres de las nieves eternas? ¿Qué ojo
penetró en las inmensidades del espacio para explorar allí sus misterios? Pues
bien; si nuestros desvíos y apostasías tocaran todos los techos del mundo,
lo-largo-y-lo-ancho-y-lo-alto-y-lo profundo de su misericordia alcanza y sobrepasa
todas las fronteras del universo. Bendice, alma mía, al Señor. «Como se levanta
el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; -como dista el
oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv. 11-13).
En los
versículos siguientes, la misericordia y la ternura se dan la mano
explícitamente: «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor
ternura por sus fieles; porque El conoce nuestra masa, se acuerda de que somos
barro» (vv. 13-14).
Dios, ante la
fragilidad humana, en lugar de sentir rencor y cólera, siente piedad y
compasión. Y no podía ser de otra manera porque nos conoce mejor que nosotros a
nosotros mismos, y por eso nos comprende y perdona más fácilmente que nosotros
a nosotros mismos. De donde deducimos ¡qué sabio y realista es el contenido de
la revelación de Jesús! cuando dice que los últimos serán los primeros, que los
pobres son especialmente amados, que los heridos y pecadores se llevan las
preferencias y cuidados del Padre y que, en fin, el Papá-Dios vuelca todo su
cariño sobre la resaca humana que deja el río de la vida; y que, cuanto más
miseria, mayor ternura, porque, al final, sólo el amor puede sanar la miseria.
En la segunda lectura ( primera Carta a los Corintios 1 Cor 3,16-23) San Pablo , marca la esencia de la evangelización del
cristiano, que es la
unidad de Dios Padre con Jesús y, al mismo tiempo, nuestra unidad total con la
Trinidad Santa mediante el Espíritu.
En el proceso
de la primera carta a los corintios, San Pablo termina el tema de la sabiduría
divina, recapitulando lo ya expuesto en perícopas anteriores. Pero con matices:
uno de ellos es el mostrar cómo el abrirse a Cristo-sabiduría no es cuestión de
pensamiento sólo, sino que implica la inhabitación del Espíritu en todo el
hombre, lo que implica también un modo de vivir en consonancia con esa
realidad.
Esta es la
actitud básica de la que brotará el amor. Y además tiene otra consecuencia, a
primera vista inesperada, que aparece en los últimos versículos: quien se
encuentra de esa forma unido con Dios es libre y está por encima de todo.
"¿No
sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?":
Pablo
contempla su ministerio evangelizador como una obra de construcción de la que
la comunidad de Corinto es el resultado. También en otros pasajes aplicará la
imagen del templo al cuerpo de los bautizados. Es una aplicación que depende de
esta otra: los bautizados son templo del Espíritu en tanto que comunidad.
- "Porque
la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios": Los corintios han
cometido el error de valorar a sus evangelizadores a partir de los criterios de
este mundo y no a partir del criterio de la sabiduría de la cruz. Pablo les
censura por eso utilizando dos citas del AT: una de Job 5,12, acomodándola
sustituyendo el término "hombres" por "sabios", y otra del
Salmo 93,11.
- "Que
nadie se gloríe en los hombres...": Ningún cristiano ha de poner su
confianza en los hombres, aunque éstos sean los mensajeros del Evangelio, en
perjuicio de la unidad de la comunidad eclesial. El apóstol está al servicio de
la construcción de la Iglesia y no a la inversa.
- "Todo
es vuestro...": toda la obra de difusión del Evangelio y toda la realidad
creada están al servicio de la salvación de los hombres. Cristo es el artífice
de esta salvación y el único Señor, de acuerdo con los planes de Dios. La
comunidad cristiana participa de ese dominio de su Señor en la fe y la
esperanza.
Se trata de
construir el templo de Dios. Este templo es la comunidad cristiana; no es un
grupo cualquiera, y san Pablo la compara con un cuerpo; también la ha comparado
con un edificio. Ahora la ve como un templo sagrado, un templo de Dios. Este
templo está construido en cada cristiano habitado por el Espíritu. Campo de
Dios y edificio de Dios, la comunidad es también templo de Dios. Esta vez hemos
llegado no ya a una imagen, sino a una realidad que coincide exactamente con lo
que es la comunidad. Pues la comunidad es cuerpo de Cristo, y Cristo
crucificado es templo que supera a todo edificio material. Desdichados los que
profanan este templo. Pues bien, se le profana si se da preferencia a la
sabiduría de este mundo: los razonamientos de los sabios no son más que viento.
San Pablo
vuelve al verdadero objeto de su inquietud: no hay que gloriarse en los
hombres. Entonces reanuda el tema de la libertad, que más arriba desarrolló. El
cristiano trabaja y vive ya en este Templo que es eterno, y debe dejar atrás lo
que es secundario: el cristiano es de Cristo, y Cristo es de Dios. A todos se
nos invita a ver en la comunidad una presencia dinámica que supera a todo y
exige que nuestra fe se sitúe por encima de toda sabiduría según el mundo, para
vivir nuestra liberación en Cristo y en Dios.
En el
evangelio de hoy (Mt 5,38-48 ), San Mateo sigue narrándonos las enseñanzas de Jesús de
Nazaret en el Sermón de la Montaña. Hoy expresa la plenitud del amor cristiano que rompe hasta lo razonable: nos
pide que amemos a nuestros enemigos. Pero sucede que para Jesús no puede haber
amores a medias, amores de conveniencia. El amor ha de romperlo todo y
construirlo de nuevo si hubiera desaparecido.
Dios es
el Santo. Nadie como Él es justo y bueno, distinto y singular, trascendente y
diverso. Por eso los que ha elegido para formar parte de su Pueblo, los que
creen el Él, han de ser santos, perfectos, hombres consagrados para servirle.
De hecho,
al ser bautizado el creyente es consagrado, santificado. Todo su ser queda, en
cierto modo, separado del uso meramente profano, su persona queda consagrada a
Dios. De tal forma que cuanto el bautizado haga, si permanece unido al Señor
por la gracia, viene a ser algo grato al Señor, algo también santo. El estar
consagrado implica dedicación a Dios, y por eso mismo supone también
perfección.
En
efecto, cuanto se consagraba a Dios había de ser intachable, sin el menor
menoscabo. Por eso la consagración supone santidad, e implica también
perfección y rectitud en el orden moral. El creyente, mediante el Bautismo, es
un ser sagrado, queda constituido en hijo de Dios, y como tal ha de comportarse.
Lo dirá
expresamente Jesús: "Sed perfectos, como mi Padre celestial es
perfecto". El lugar paralelo de san Lucas formula de otra forma lo mismo
al decir: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es
misericordioso". Es una aclaración muy provechosa, ya que es en la
misericordia donde está el aspecto divino que podemos imitar. Hay que extirpar
como mala hierba cualquier tendencia que nos incline al rencor o al odio. Más
aún hay que fomentar el deseo de ayudar al prójimo en cuanto podamos, no sólo
en el plano moral sino también en el material. Hay que aprender a ponerse en el
lugar del prójimo, de ese que está junto a nosotros. Hay que amar al otro como
a uno mismo.
En otra ocasión Jesús nos dará una medida aun mayor para la práctica de la misericordia, para vivir el amor. Como yo os he amado, nos dice, así habéis de amaros los unos a los otros. Por tanto, la medida de amor que tiene el Corazón divino de Jesús, esa ha de ser nuestra propia medida. Sólo así llegaremos a esa perfección y santidad que el Señor nos exige.
" ojo por ojo, diente por diente".
Este pasaje corresponde a una de las antítesis que Jesús pronuncia en el Sermón
de la Montaña. Aunque es cierto que la Ley sigue en vigor, hay sin embargo un
modo nuevo de vivirla, una exigencia de mayor interiorización y autenticidad en
su cumplimiento. Jesús dirá que el mandamiento de no matar implica también un
respeto hacia el hermano, hasta el punto que quien se enfade contra su prójimo,
o le insulte, es reo de juicio o del fuego de la Gehena.
En el
caso de la ley del Talión, Cristo abre unas perspectivas nuevas. Es cierto que
el ojo por ojo y diente por diente en la ley del Talión era un modo de
atemperar la venganza personal o la represalia. Se intentaba, en efecto, que
quien se tomara la justicia por su mano no se excediera, llevado por su
indignación ante el daño sufrido, y causara un mal desproporcionado.
Sin
embargo, Cristo considera que hay que desechar todo deseo de venganza o de
justa compensación por el daño sufrido. Según la doctrina evangélica, no hay
que enfrentarse a quien nos perjudica, no hay que devolver mal por mal. Aunque
eso sea lo normal, e incluso podemos decir que lo natural.
Jesucristo,
por el contrario, desea que actuemos, no como hijos de los hombres, sino como
hijos de Dios. Es decir, quiere que nos parezcamos más a nuestro Padre Dios. Y
si Él no distingue entre buenos y malos a la hora de mandar la lluvia o de
hacer salir el sol, tampoco quienes somos sus hijos podemos dejarnos llevar de
criterios meramente humanos. Hemos de luchar por ser perfectos como nuestro
Padre celestial es perfecto, o, como dice el paralelo de Lucas, hemos de ser
misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso.
Para nuestra vida.
La voluntad
del Señor es compartir con los hombres su vida divina. Dios le encarga a Moisés
que transmita este deseo suyo a los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el
Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,1). La llamada a la santidad está
presente también desde el principio en la predicación de Jesús. En las riberas
del mar de Galilea, el Maestro les propone a las multitudes un alto modelo de
vida: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Estas palabras
pueden sonar sorprendentes, porque no hay día en el que no sintamos nuestra
imperfección, nuestros límites y nuestros errores. Al conocer, aunque sea
superficialmente, la debilidad que habitualmente nos acompaña, es fácil que se
nos presente la inquietud: ¿cómo puedo aspirar a esa perfección de la que habla
Jesús? O, más bien, ¿de qué tipo de perfección habla el Señor? Ciertamente, no
se trata del perfeccionismo humano, sino del modo de ser de un Dios que es
amor, gratuidad y misericordia.
Procurar
llenarnos de la santidad de Dios y de su perfección, tan distinta a la que imaginamos,
no es una meta inalcanzable, pues contamos con la ayuda del Espíritu Santo.
«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?» (1Co 3,16), les recuerda san Pablo a los corintios. «La santidad
cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad
(…). El Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede
modelar día a día»[3].
Con
la encarnación de Dios en su Hijo Jesucristo, este ideal de perfección no es
abstracto, sino que toma un cuerpo. En Cristo, Dios se ha hecho carne para ser
cercano a cada hombre, para revelarnos su amor infinito de una manera muy comprensible. En su Hijo, nos llama
a una vida de cercanía, de comunión con él. La santidad de Dios se nos comunica
en Cristo. Jesús es la fuente de toda santidad, porque «de su plenitud todos
hemos recibido, y gracia por gracia» (Jn 1,16).
Nuestra
perfección no está, por tanto, solamente en perseguir unas metas que se
alcanzan después de mucho esfuerzo. Aunque aquello esté presente, esa
perfección a la que nos llama Dios se trata, más bien, de abrirnos a compartir
ese camino con Jesús, siguiéndole de cerca, viviendo como él vivió, y siendo
testigos de esa alegría.
En cada
Eucaristía –en donde revivimos la muerte y la resurrección de Jesús–,
proclamamos esta santidad que es Dios mismo: «Santo, Santo, Santo, es el Señor,
Dios del universo». Él, que es tres veces santo, nos permite participar en su
propia santidad. Al darnos su Cuerpo y su Sangre, podemos alcanzar lo que sería
totalmente imposible con nuestras solas fuerzas: hacernos una sola cosa con
Cristo, hasta llegar a la identificación plena con él. Recibimos, entonces, en
el Señor, todas las riquezas de Dios, como nos recuerda san Pablo: «Todas las
cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,22-23).
La primera
lectura del Libro del Levítico, nos
muestra que ya Dios, encarga a Moisés que enseñe a cada miembro del pueblo
elegido que tiene que amar al prójimo como a sí mismo. En realidad la enseñanza
de Dios ha sido siempre la misma. Pero el pueblo judío olvidó la enseñanza
divina y tuvo que venir Jesús a dar plenitud al mensaje del Padre de todos.
El Levítico
advierte al pueblo para que deje a un lado el odio, el rencor y la venganza.
Llega incluso a decir que cada uno debe “amar al prójimo como a uno mismo”.
En el
Levítico, la santidad tiene una relación directa con el amor al prójimo. En el
tiempo en que se escribió este libro, unos 1400 años antes de Cristo, ya regía
la Ley del talión, una ley que prohibía la venganza desproporcionada, sólo
podíamos castigar al que nos ofendía en la misma proporción y medida en la que
habíamos sido ofendidos, nunca más. Y, además, en este tiempo la palabra
prójimo se refería literalmente a la persona cercana, próxima a nosotros, esto
es, a nuestros parientes y personas de nuestra misma etnia o religión. Amar al
prójimo como a nosotros mismos era amar a los nuestros como a nosotros mismos.
En eso consistía fundamentalmente la santidad humana.
El salmo de hoy 102 (Sal
102,1-2.3-4.8.10.12-13) señala que Dios
es siempre, compasivo y misericordioso, no nos trata como merecen nuestros
pecados, ni nos paga según nuestras culpas.
Es un salmo de
alabanza, que nos invita a una actitud de admiración y alegría, sobre todo por
el amor que Dios nos muestra. Empieza y acaba de la misma manera:
"bendice, alma mía, al Señor". Es, pues, una invitación a la alabanza,
desde lo más profundo del ser. Cada uno de nosotros -"alma mía"- está
llamado a esta bendición.
b) El Salmo va
describiendo con entusiasmo un retrato de Dios: "perdona, cura, rescata,
colma de gracia, sacia de bienes, hace justicia, defiende, enseña...".
Pero sobre todo, siguiendo la idea de Moisés (Ex 34,6), llega a la definición:
"el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia"; y hace suyo el comentario del profeta (Is 57,16): "no
está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo"... Es una imagen
entrañable de un Dios que se muestra perdonador, magnánimo, paciente, Padre. La
experiencia la ha tenido el salmista y todo el pueblo de Israel. La cita de
Moisés está en el contexto del perdón que Dios ha concedido a su pueblo después
de su grave pecado: el becerro de oro.
c) El autor
del Salmo, en clave poética, no sabe cómo expresar su admiración ante esta
paciencia y este amor de Dios:
-"como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles",
-"como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos",
- "como un padre siente ternura por sus
hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles"...
d) El Salmo
hace un diagnóstico de nuestra naturaleza humana acentuando sus límites y
debilidades. Pero a cada una de estas flaquezas se contrapone el amor de Dios,
que es muy superior a todo lo que nosotros podemos experimentar:
-el pecado:
"él perdona todas tus culpas", "no nos trata como merecen
nuestros pecados" "ni nos paga según nuestras culpas";
-la
enfermedad: "y cura todas tus enfermedades", "él rescata tu vida
de la fosa", y "como un águila se renueva tu juventud";
-la opresión:
"el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos"; "su
justicia pasa de hijos a nietos";
-la caducidad:
"los días del hombre duran lo que la hierba...", "pero la
misericordia del Señor dura siempre"; "porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro"...
Por encima de
toda nuestra historia, está el amor y la misericordia de Dios. Y esto lo sabe
muy bien el pueblo de Israel, muchas veces reincidente en los mismos pecados y
desgracias, pero siempre objeto de la paciencia amorosa de un Dios que se le ha
mostrado Padre: "enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de
Israel". Dios siempre ha superado el mal con su amor.
e) Aplicación
a nuestra vida de hoy. Este cuadro de flaquezas humanas, y a la vez experiencia
constante del amor de Dios, no es exclusivo de los tiempos del salmista judío:
seguimos débiles, pecadores, caducos (somos de barro), oprimidos por
enfermedades y angustias...
El Salmo, es
una invitación a nosotros a ver la vida
desde esta perspectiva de admiración y de confianza: estamos en las manos de un
Dios que muestra su grandeza no sólo en las obras magnificas de la creación
sino sobre todo en su ternura de Padre que siempre está cerca para ayudar y
perdonar.
San Pablo en la segunda
lectura nos habla del templo de Dios y
señala como tal a la comunidad cristiana de Corinto, a la asamblea reunida en
el nombre de Jesús. No cualquier persona, o cualquier grupo, es templo de
Dios, sino sólo aquellos en los que el Espíritu de Dios habita en ellos. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? .El Espíritu de Dios es el Espíritu de Jesús, del Jesús
crucificado, muerto y resucitado. Es “la sabiduría de la cruz”, frente a la
cual la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. Según la sabiduría de
este mundo Pablo, Apolo, Cefas, eran distintos, pero según la sabiduría de
Dios, la sabiduría de la cruz, los tres debían ser lo mismo, porque los tres
hablaban no según su propia sabiduría, sino según la sabiduría de la cruz de
Cristo. Que nuestra sabiduría y nuestro amor sean sabiduría de la cruz y así
habitará en cada uno de nosotros y en nuestra propia comunidad cristiana el
Espíritu de Dios. A esta perfección es a la que estamos llamados cada uno de
nosotros.
El texto de San Pablo es un párrafo muy importante que
deberíamos leer asiduamente y hacerle sitio en nuestros corazones.
Jesús, como hemos visto en
el evangelio de hoy, amplió el concepto de amor al prójimo, y,
consecuentemente, el concepto de santidad, extendiendo este amor hasta los
mismos enemigos. Para los discípulos de Jesús este texto del Levítico
se queda corto y estrecho: no es que Jesús haya anulado la ley del talión, es
que la ha ampliado y mejorado, como se puede ver con toda claridad en la
parábola del Samaritano. "Seréis
santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo…", No odiarás
de corazón a tu hermano… No te vengarás, ni guardarás rencor a tus parientes,
sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Por tanto, sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto". La
perfección de la que aquí habla Jesús es la perfección en el amor. El amor
perfecto es amar a todos, porque Dios, nuestro padre celestial ama a todos y
“hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”.
Sí, Jesús
nos manda amar a todos, incluidos los enemigos, y a poner la mejilla izquierda
cuando nos abofetean en la derecha. En esto, nos dice Jesús, consiste la
perfección del amor, perfección a la que estamos llamados todos los discípulos
de Jesús. ¿Es realmente posible esta perfección que Jesús nos pide?.
Sí, entendiendo bien lo que significa la
palabra <amor>. No se trata de un amor afectivo y sensible, sino de un
amor religioso, que consiste, en querer hacer siempre el bien a los que nos
ofenden y ultrajan. Es una verdad evidente y comprobable que a quien le han
matado un ser querido no siempre puede amar afectivamente a quien ha matado
injusta y violentamente. No le puede amar afectivamente, pero sí le puede amar
religiosamente, es decir, puede desear de corazón el bien a su enemigo, y rezar
por él para que se convierta y viva. Dios quiere que todas las personas se
salven, que los pecadores se conviertan y vivan. Esto es lo que nosotros
debemos querer para todos, incluidos nuestros enemigos, y esta es la perfección
a la que Jesús nos llama.
Una
persona es moralmente perfecta, acabada y madura, cuando ha alcanzado la
perfección a la que está llamada, la suya, de acuerdo con las posibilidades de
su naturaleza. Nunca podremos alcanzar la perfección de Dios, porque la medida
de Dios es infinita y nosotros somos finitos, pero siempre podremos alcanzar,
con la gracia de Dios, nuestra propia perfección. A esta perfección, a la
nuestra, es a la que debemos aspirar.
¿Por qué
perdonar a nuestros enemigos?. Porque Dios es el primero que nos perdona a
nosotros, porque, como proclamamos en el salmo, “el Señor es compasivo y
misericordioso”. Él no nos trata como merecen nuestros pecados y derrama
raudales de misericordia con nosotros.
¿Cómo puedo
llegar a amar a un enemigo? Miremos a Jesús en la cruz. Dijo "Perdónalos
porque no saben lo que hacen". Estas palabras sólo se pueden pronunciar
cuando se ve algo distinto de un populacho excitado sádicamente. Sólo lo puede
decir cuando en todos los que rodean su cruz ve hijos pródigos y equivocados.
El amor al prójimo no reside en un acto de la voluntad, con el que intento
reprimir todos mis sentimientos de odio, sino que se basa en una gracia: en que
se me dan unos nuevos ojos para ver al prójimo.
Al rezar hoy
el Padrenuestro no seamos hipócritas. Seamos sinceros al decir “perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Seamos comprensivos y compasivos como lo es Dios con nosotros. Nos daremos
cuenta que lo imposible es posible.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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