Comentario a las lecturas del Domingo
VII del Tiempo Ordinario - Ciclo C. 24
de febrero de 2019
Las lecturas de hoy nos presentan en
el evangelio el segundo fragmento del "sermón del llano" de Lucas,
sobre el amor a los enemigos, preparado en la primera lectura por el ejemplo
del perdón de David a Saúl, y por el salmo responsorial por el canto a la
misericordia de Dios, razón última del mensaje evangélico. Y en la segunda
lectura leemos otro fragmento del c. 15 de 1 Corintios, sobre el misterio de
Jesucristo resucitado y la condición de hombres nuevos propia de los
cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo.
Primera lectura
Lectura del primer libro de
Samuel (26,2.7-9.12-13.22-23). El texto presenta una escena importante en las
relaciones entre David y Saúl, Las relaciones
entre estos dos ilustres personajes se nos descubre a los largo de 1 Sam. 16-2
Sam. 1.
David, ungido rey por Samuel, entra al
servicio de Saúl; su triunfo sobre el gigante Goliat y su éxito en todas las
incursiones militares que se le encomiendan, provocan la celotipia y envidia de
Saúl, que intentará quitárselo de en medio.
Saúl está a merced de David (v. 7).
Varias veces, Saúl intentó atravesar, con su lanza, a David contra la pared
(cfr.18,11; 19, 9 s; 20, 23). Este, pudiendo ahora matarlo con la misma lanza,
no lo hace. El atentado no puede fallar (v. 8), pero David devuelve bien por
mal (vs. 9-11; cfr. 24, 7-8a).
Saúl, a pesar de sus tres mil soldados
(v. 2), se halla desatendido. Esto es demasiado inverosímil, por eso el v. 12
hace caer sobre ellos un letargo enviado por el Señor. El autor juega con la
ironía: el que no es custodiado por sus amigos, debe ser protegido por el
enemigo (vs. 13-16).
-David apela al tribunal del Señor. El
dará a cada uno según sus acciones. (vs. 22-23). Así, la venganza personal
queda excluida.
Si las lecturas de los días pasados
han hablado de la amistad y el amor (o los amores) de David, la de hoy nos
presenta otra faceta de su perfil humano: la grandeza de ánimo, manifestada en
el perdón y la renuncia a la venganza.
Dos narraciones presentan a David
perdonando la vida a Saúl: la primera (c. 24) en una cueva del desierto de
Engaddi; la segunda en el desierto de Zif. En la primera es Saúl quien entra en
la cueva donde se habían escondido David y sus hombres; en la segunda es David
quien, acompañado de Abisay, se infiltra en el campamento de Saúl. Fuera de
estas diferencias, el esquema de las dos narraciones es el mismo: denuncian a
Saúl que David se esconde en tal lugar del desierto de Judá; Saúl reúne tres
mil hombres escogidos y va allá para atraparlo; en un momento de la
persecución, sin saberlo, Saúl y sus soldados consiguen alcanzar a David y los
suyos, y Saúl queda, indefenso, a merced de David. Los acompañantes de David
creen que es la ocasión de poner término a la vida de quien implacablemente los
persigue; David no se lo permite, porque, dice, no quiere poner la mano sobre el
ungido de Yahvé; toma tan sólo una prenda -un trozo del manto de Saúl (c. 24) o
su lanza (c. 26)- y después, desde una distancia prudente, le llama y le
muestra la prenda que hace ver que podía haberlo matado. En ambos relatos dice
David que es Yahvé quien le hará justicia, es decir, quien matará a Saúl; Saúl
se emociona, llora y reconoce que ha obrado mal con David; por último, Saúl se
va de allí en una dirección y David en otra. Seguramente se trata de un mismo
hecho, transmitido según dos versiones, o bien fueron realmente dos hechos, en
cuya narración uno sufre la influencia del otro.
El responsorial es el Salmo
102 (SAL 102, . 1bc-2. 3-4. 8
y 10. 12-13). El salmo 102
es el gran salmo de la ternura de Dios. El concepto de amor contiene
variados y múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante,
a pesar de entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales
matices que la transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
La ternura es, ante todo, un
movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la
entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una carga especial
de benevolencia. Para expresar este conjunto de matices disponemos en nuestro
idioma de otra palabra: cariño.
Allá, en las raíces de la ternura,
descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la
ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera
que ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de
debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran
figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.
Ciertamente, la Biblia, cuando intenta
expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura paterna, debido
sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se
movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido
humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que estamos
ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño, perdón,
benevolencia. En suma, la ternura.
En el salmo 102, se han condensado
todas las vibraciones de la ternura humana, transferidas esta vez a los
espacios divinos. Desde el versículo primero entra el salmista en el escenario,
conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la
gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra,
expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un grado intenso de
intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo enseguida «con todo
mi ser».
La estructura del salmo es también
clara y sencilla, como suele ser la de los himnos, estructura ternaria:
a) Invitación a la propia alma y
corazón del salmista a bendecir al Señor (vv. 1-2). b) Motivación: la bondad de
Dios en:
1. los favores personales (vv 3-5);
2. los favores dados a la humanidad
(vv. 6-19).
c) Aclamación final de toda la
creación (vv. 20-22).
En el versículo segundo continúa
todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo, conminándose con
un -«no olvides sus beneficios». E inmediatamente, despliega una visión
panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las
enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso:
y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de
inspiración:
"Él perdona
todas tus culpas y cura todas tus
enfermedades; él rescata tu vida de la
fosa te colma de gracia y ternura"(v.3- 4).
Todas las experiencias vividas por
Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus años,
están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de
Israel: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia» (v. 8).
Israel -y el salmista- que ha
convivido largos tiempos con el Señor, con todas las alternativas y altibajos
de una prolongada convivencia, sabe por experiencia que el ser humano es
oscilante, capaz Je deserción y de fidelidad pero que el Señor se mantiene
inmutable en su fidelidad, no se cansa de perdonar, comprende siempre porque
sabe de qué barro estamos constituidos.
Para El perdonar es comprender, y
comprender es saber: sabe que el hombre muchas veces hace lo que no quiere y
deja de hacer aquello que le gustaría hacer, que vive permanentemente en
aquella encrucijada entre la razón que ve claro el camino a seguir y los
impulsos que lo arrastran por rumbos contrarios.
Por eso no le cuesta perdonar, y el
perdón va acompañado de ternura, y a esto lo llamamos misericordia,
sentimiento-actitud espléndidamente expresado en este versículo: «El Señor es
clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El Señor es
bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8). Parece una
fórmula litúrgico que, con variantes, va apareciendo en los distintos salmos, y
que el pueblo la proclamaba como la verdad fundamental acerca de Dios.
A partir de versículo 9 el salmista se
mete en las entrañas mismas de Dios, esto es, de la Misericordia, y, después de
desmenuzar todos los tejidos constitutivos, va sacando a la luz los mecanismos
e impulsos que mueven el corazón de Dios.
Le han puesto la fama de que no hace
otra cosa que levantar el índice y acusar, y de que guarda las cuentas
pendientes hasta la tercera o cuarta generación. Pero no sucede nada de eso,
sino todo lo contrario: el pueblo sabe que si el Señor nos tratara como lo
merecen nuestras culpas, ¿quién podría respirar? Si nos pagara con la fórmula
del «ojo por ojo», para este momento todos nosotros estaríamos aniquilados en
el polvo: «No nos tratan como merecen
nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (v. 10).
«Como se levanta el cielo sobre la
tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; -como dista el oriente del
ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv. 11-13).
En los versículos siguientes, la
misericordia y la ternura se dan la mano explícitamente: «como un padre siente
ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque El conoce
nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Aquí entran en la
danza, sincronizadamente, la comprensión, el perdón, la misericordia y la
ternura.
La segunda lectura es de la
primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,45-49).
Con
éste es ya el tercer domingo que venimos hablando de la resurrección de los
creyentes, que creaba dificultades y de alguna manera era cuestionada en la
comunidad de Corinto.
El aspecto tratado hoy es con el que topaban los
Corintios: una concepción demasiado materialista de la resurrección. Sobre todo
en ambientes judíos se especulaba mucho sobre cómo sería el cuerpo resucitado,
y se imaginaban unos paraísos que sin duda tenían que repugnar a gente formada en
determinadas filosofías helénicas que consideraban el cuerpo como la cárcel del
alma. Esta repugnancia acentuaba, ciertamente, el rechazo de determinados
miembros de la comunidad de Corinto ante la idea de una resurrección corporal.
En un texto que ahora puede continuar
teniendo vigencia para determinadas mentalidades cristianas que tienden a
imaginar un cielo muy material (y que no saben dar una respuesta, por ejemplo,
cuando alguien les pregunta de quién serán los órganos que han sido trasplantados
de un cuerpo a otro, o qué sucederá con los cuerpos incinerados), Pablo acumula
ejemplos para explicar que no se debe imaginar la resurrección del cuerpo como
una resurrección del cuerpo material que ahora tenemos, sino que será un cuerpo
diferente: un cuerpo "celestial", en contraste con el actual cuerpo
terrenal.
Eso lo explica Pablo en 15 ,35-53 . Y
de todo este largo fragmento, leemos únicamente cinco breves versículos que
constituyen como una síntesis, hecha a partir de los dos modelos de hombre: el
hombre terreno es el hombre que continúa la descendencia de Adán; el hombre
celestial es el que se realizará en la resurrección, por obra del Espíritu del
último Adán, Jesucristo.
En el texto de hoy, como explicación
final de la diferencia entre los dos tipos de hombre, presenta la conocida
contraposición entre Adán y Cristo. El modelo del "hombre celeste",
que no sabemos cómo será, es el cuerpo resucitado de JC, el "segundo
hombre". A partir de la imagen de Gen 2,7, en la que se dice Dios puso en
Adán el aliento de la vida, y a partir de este aliento nació la vida natural,
Pablo presenta la resurrección de Jesucristo como el momento en que él recibió
también el aliento de la vida, pero de una vida distinta, que da origen a la
vida nueva de los hombres mediante la donación del Espíritu Santo. Es este el
significado de las dos expresiones contrapuestas: "se convirtió en ser
vivo" - "se convirtió en espíritu que da vida".
Los dos últimos versículos parecen
presentar una contradicción: "son los hombres celestiales" -
"seremos imagen..." Por el bautismo participamos ya de la
resurrección ("somos"), pero nos hallamos en el camino que lleva a la
plena imagen de JC resucitado, en la parusía ("seremos").
En esta segunda lectura, San Pablo nos
ayuda a profundizar en lo que es ser cristiano, que consiste en vivir en el
mismo amor de Dios. Puesto que Dios me ama, y lo puedo experimentar cada día en
los sacramentos, en la oración, en la lectura de la palabra de Dios, en la vida
de fe… yo también he de vivir este amor hacia los demás, incluso hacia mis
enemigos, como lo hizo Cristo, si quiero ser su discípulo. A los cristianos,
por lo tanto, se nos pide algo más que al resto de personas. No podemos
contentarnos con la ira, el rencor, las envidias y tantas otras formas de
desamor que existe entre nosotros muchas veces. Los cristianos, si de verdad
queremos serlo, hemos de vivir el amor a los enemigos, haciendo el bien a
todos, sin esperar nada a cambio, gratuitamente.
San Pablo explica como el cristiano,
al participar por el bautismo de la muerte y resurrección de Cristo, es ya un
hombre nuevo. El hombre viejo, refiriéndose a Adán, al hombre que se deja
llevar por el pecado, por la desobediencia, es un hombre que proviene de la
tierra. Sin embargo, san Pablo asegura que ha venido el nuevo hombre, el nuevo
Adán, que es Cristo. Este nuevo hombre ya no viene de la tierra de lo material,
sino que viene del espíritu. Los cristianos, nacidos en primer lugar del hombre
viejo por nuestra condición humana, hemos vuelto a nacer después del hombre
nuevo, del hombre espiritual. Ya no vivimos sólo desde la materia, sino que
nuestra vida comienza ahora en el Espíritu. Así, san Pablo nos invita a no
vivir ya más como el hombre viejo, sino a vivir desde el hombre nuevo, desde
Cristo, dejándonos llevar del Espíritu que nos lleva siempre a hacer el bien, a
vivir el amor, como hizo Cristo, el hombre nuevo.
El evangelio es de san Lucas (Lc. 6,27-38):
El
domingo pasado San Lucas nos presentaba la versión más “radical” de las
Bienaventuranzas.
A diferencia del texto del domingo pasado que restringía las bienaventuranzas a
los discípulos, el texto de hoy no es restrictivo. Los destinatarios son
absolutamente todos los oyentes, que, de acuerdo a Lc 6, 17, se componen de los
doce, discípulos y gentío.
La lectura evangélica iniciaba el
"sermón de la llanura" con la apreciación que le merece al Padre la
"pobreza" y la "riqueza". Hoy la continuación de mismo
discurso que encontramos en el evangelio
nos presenta cual debe ser la visión que el cristiano tiene que tener de
los "otros".
El evangelio de hoy nos lo explica. La
explicación está estructurada en tres partes.
Parte primera: vs. 27-30. Abren el
texto cuatro frases imperativas en plural (vs. 27-28). Las cuatro igualmente
concisas, con igual estructura e igual ritmo: al imperativo, marcando el
sentido de lo que debe ser la actitud de los oyentes, sigue la mención global
de quienes encarnan la actitud contraria y que no debe ser reproducida por los
oyentes, sino cambiada por la opuesta, anteriormente formulada en imperativo.
Los versículos 29-30 no son
casuística, sino invitaciones urgentes a despertar a un nuevo talante. vs.
29-30 otras cuatro frases también imperativas, aunque en singular y con
estructura sintáctica inversa: el imperativo cierra ahora cada frase. Estas,
por otro lado, no se mueven en el terreno de los principios o de las
directrices genéricas, como sucedía con las anteriores, sino en el de las
situaciones concretas. La formulación es gráfica, incisiva: pon la otra
mejilla, quédate desnudo, da a todo el que te pida, no reclames lo tuyo.
Parte segunda: vs. 31-35. El grupo
cristiano debe ser reconocible por el amor. Este amor no lo concibe Jesús como
un sentimiento, sino como una actuación. Por el amor, Dios reconoce al hombre
como hijo suyo y el hombre se reconoce hijo de Dios. Este es el premio del que
habla Jesús: experimentar a Dios como Padre.
El v. 31 formula un criterio de
actuación para con los demás. Comportaos con los demás, como queréis que los
demás se comporten con vosotros. La frase no tiene la crudeza y la agresividad
de las anteriores. Se trata de un criterio realista, razonable y, aunque con un
componente interesado, el criterio es práctico y eficaz. Jesús era
indudablemente un perfecto didacta, que sabía conjugar la imagen agresiva y la
sabiduría popular y sosegada de las máximas.
En los vs. 32-35 Lucas retoma el
estilo y el lenguaje incisivos de los primeros versículos. La traducción
litúrgica presenta estos versículos como explicación del v. 31, probablemente
sin fundamento. En realidad, estos versículos forman un bloque en función del
último de ellos, el 35. Los tres primeros (32-34) insisten en un misma idea: el
plus diferenciador de la ética de Jesús frente a las éticas no religiosas.
Lucas ha conservado la expresión "los pecadores", con la que los
judíos designaban a todos aquellos que no conocían al Dios de Israel.
Parte tercera: vs. 36-38. Jesús sitúa
al hombre en una relación nueva con Dios: relación hijo-padre. Esta nueva
relación del hombre con el hombre. Sólo así adquiere sentido todo lo que Jesús
ha dicho desde el v. 27.
los vs. 36-38, está dominada por el
Padre. Seréis juzgados, es decir, Dios os juzgará; etc. Estos futuros, por otra
parte, participan del mismo carácter lógico que los futuros del v. 35. No
obedecen, pues, primaria ni exclusivamente a una actuación de Dios en el más
allá sino ya en el acá.
Estos últimos versículos erigen al
Padre de los cielos en modelo de la ética de Jesús. El Padre, sus entrañas, su
misericordia, su amor abismal- mente desbordante y desinteresado. El es origen
y la razón de ser de las absolutamente desconcertantes y fascinantes propuestas
éticas de Jesús.
A propósito, por último, del término
juzgar del v. 37 hay que decir que su ámbito no es el jurídico sino
existencial, es decir, remite a la inclinación que experimenta el ser humano a
criticar y a encontrar defectos en el prójimo.
Es el padre quien da sentido y
coherencia a los hermanos. El amor del que habla Jesús no es un simple
sentimiento humanitario; tiene una raíz existencial: la realidad del Padre.
Sólo así tiene sentido que pueda amar yo al de al lado: es que resulta que es hermano
mío.
La idea, nuclear que da sentido a todos los consejos que hallamos en el
texto, la encontramos casi al final del mismo: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo" y tiene su
correlato humano en esta otra advertencia: "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten".
Jesús quiere trasladar al seno de la
comunidad de los suyos las relaciones de misericordia que el Padre mantiene con
los hombres y pormenoriza, casi hasta el detalle, cómo tiene que ser esas
relaciones. Así, hace pasar por delante de su auditorio -en nuestro caso,
lectores- prácticamente una casuística completa de circunstancias que hace
difícil soportar al otro y, mucho más difícil, amarlo.
Comienza recordando a los enemigos a
los que hay que amar aunque nos odien, nos maldigan o nos injurien. Pero esto
no basta, la respuesta del discípulo de Jesús debe ir más lejos: ofrecer la
otra mejilla, dar además el manto y no reclamar nada al ladrón. Después
presenta una serie de relaciones totalmente unilaterales: hay que amar, prestar
y hacer el bien sin esperar a que el otro responda con la misma moneda.
Para entender las exigencias de estos
consejos viene bien recordar la experiencia personal que hemos tenido del
perdón tantas veces recibido de manos del Padre, en el sacramento de la
reconciliación, que "es bueno con los malvados y desagradecidos.
Para
nuestra vida.
En las lecturas de este domingo se repiten palabras
claves: Amor y perdón . Fáciles de
pronunciar, pero difíciles de practicar. Amar a los que nos aman puede ser interesado.
El mérito está en amar a aquél que no nos lo puede devolver, e incluso a aquél
que nos odia. Eso hizo David cuando perdonó la vida a su perseguidor, el rey
Saúl.
En
la primera lectura nos presenta la escena entre el rey Saúl y el que sería el rey más
famoso de Israel, David. El rey Saúl consideraba a David su enemigo y
quería matarlo porque este era más querido que él por el pueblo. Al futuro rey
David se le presenta ahora la oportunidad de matar a su rey legítimo y ser
nombrado él mismo rey de Israel. David renuncia a matar a su rey porque lo
considera “el ungido de Yahvé”.
En el texto proclamado lo que destaca
sobre todo es la compasión y el perdón de David, en contraste con la voluntad
de Saúl de hacerle la vida imposible y matarle. Hay que subrayar, no obstante,
que este perdón y esta compasión no son el puro amor a los enemigos del que
hablará Jesús en el evangelio de hoy, sino que incluye el temor a tocar al que
el Señor ha ungido: en Saúl, a pesar de todo, se da una especialísima presencia
del Señor, y por eso sería gravísimo atentar contra él.
Aún hoy día la actitud de David,
renunciando a matar a su enemigo, el rey, nos parece de una grandeza de ánimo
inmensa y nos enseña a valorar en su justa medida a todos los que legal y
socialmente están por encima de nosotros. Aprendamos a distinguir entre la
bondad y el justo comportamiento de los cargos políticos y sociales por un lado
y el respeto que debemos tener siempre a su autoridad legítima, por otro,
aunque no aprobemos su comportamiento.
Hoy
en el salmo proclamamos “el Señor es compasivo y misericordioso”. Dios es el
primero que nos perdona a nosotros. Él no nos trata como merecen nuestros
pecados y derrama raudales de misericordia con nosotros
Es un salmo bendicional, de alabanza,
que nos invita a una actitud de admiración y alegría, sobre todo por el amor
que Dios nos muestra. Empieza y acaba de la misma manera: "bendice, alma
mia, al Señor". Es, pues, una autoinvitación a la alabanza, desde lo más
profundo del ser, Al final, en el himno solemne con que concluye, invitará también
a los ángeles, a los "ejércitos" de Dios (los mismos ángeles) y a la
creación entera (las obras de Dios) a bendecir al Dios a quien sirven. Pero lo
principal es que cada uno de nosotros -"alma mía"- se decida a esta
bendición.
El Salmo va describiendo con
entusiasmo un retrato de Dios: "perdona, cura, rescata, colma de gracia,
sacia de bienes, hace justicia, defiende, enseña...". Pero sobre todo,
siguiendo la idea de Moisés (Ex 34,6), llega a la definición: "el Señor es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia"; y hace
suyo el comentario del profeta (Is 57,16): "no está siempre acusando, ni
guarda rencor perpetuo"... Es una imagen entrañable de un Dios que se
muestra perdonador, magnánimo, paciente, Padre. La experiencia la ha tenido el
salmista y todo el pueblo de Israel. La cita de Moisés está en el contexto del
perdón que Dios ha concedido a su pueblo después de su grave pecado: el becerro
de oro.
El autor del Salmo, en clave poética,
no sabe cómo expresar su admiración ante esta paciencia y este amor de Dios:
-"como se levanta el cielo sobre
la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles",
-"como dista el oriente del
ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos",
- "como un padre siente ternura
por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles"...
d) Cómo somos nosotros. El otro polo
de la historia somos nosotros: y ciertamente el panorama no es alentador. El
Salmo hace un diagnóstico de nuestra naturaleza humana acentuando sus límites y
debilidades. Pero a cada una de estas flaquezas se contrapone el amor de Dios,
que es muy superior a todo lo que nosotros podemos experimentar:
-el pecado: "él perdona todas tus
culpas", "no nos trata como merecen nuestros pecados" "ni
nos paga según nuestras culpas";
-la enfermedad: "y cura todas tus
enfermedades", "él rescata tu vida de la fosa", y "como un
águila se renueva tu juventud";
-la opresión: "el Señor hace
justicia y defiende a todos los oprimidos"; "su justicia pasa de
hijos a nietos";
-la caducidad: "los días del
hombre duran lo que la hierba...", "pero la misericordia del Señor
dura siempre"; "porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que
somos barro"...
Por encima de toda nuestra historia,
que no es nada gloriosa, está el amor y la misericordia de Dios. Y esto lo sabe
muy bien el pueblo de Israel, muchas veces reincidente en los mismos pecados y
desgracias, pero siempre objeto de la paciencia de un Dios que se le ha
mostrado Padre: "enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de
Israel". Dios siempre ha superado el mal con su amor.
Este cuadro de flaquezas humanas, y a
la vez experiencia constante del amor de Dios, no es exclusivo de los tiempos
del salmista judío: seguimos débiles, pecadores, caducos (somos de barro),
oprimidos por enfermedades y angustias...
El Salmo, por tanto, nos invita
también a nosotros a ver la vida desde esta perspectiva de admiración y de
confianza: estamos en las manos de un Dios que muestra su grandeza no sólo en
las obras magnificas de la creación sino sobre todo en su ternura de Padre que
siempre está cerca para ayudar y perdonar.
San
Pablo en la su primera carta a los Corintios describe nuestra condición humana. Como seres humanos,
somos descendientes de Adán y de Cristo, pero como cristianos debemos saber
comportarnos siempre en nuestra vida diaria como auténticos discípulos de
Cristo.
Esto no es nada fácil, porque los frutos de la carne se oponen a los frutos del
espíritu y el hombre viejo se resiste a dejarse dirigir por el hombre nuevo.
San Pablo nos dice que más de una vez hace lo que no quiere y no hace lo que,
como hombre nuevo, querría hacer. Esta lucha la vamos a tener dentro de
nosotros hasta que nos muramos; no renunciemos nunca a la misma, aunque a veces
nos cueste mucho. Como buenos cristianos tratemos de ser siempre buenos
discípulos de Cristo.
"Nosotros que somos imagen del
hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial " (1 Co
15, 49)
La
misericordia de Dios prevalece sobre la miseria del hombre. En medio de aquella
maldición resuenan palabras de esperanza iluminada. Llegará el día en que caiga
el muro de separación que el hombre ha levantado con su rebeldía. Es cierto que
pasarían muchos años, siglos y siglos de expectación y de anhelo. Pero al fin
llegó el que tenía que venir. El otro Adán, el hombre nuevo que con su
obediencia repararía con creces los daños que ocasionó la desobediencia del
viejo Adán.
Dios se acercó al hombre, nunca fue
tan fácil acudir a él, nunca se mostró su cariño de forma tan sorprendente. Y
si las consecuencias del pecado de Adán fueron nefastas, las de la muerte de
Cristo fueron maravillosas: hombre redimido, hombre elevado hasta la categoría
de hijo de Dios, hombre destinado a la gloria inmarcesible de una dicha sin
fin. En verdad que el poder y el amor de Dios fue mayor al redimir que al
crear, en verdad que el perdón rebasó con mucho al castigo. Ojalá seamos
conscientes de nuestra propia dignidad, esa que Cristo nos ha conseguido al
precio de su sangre.
En
el evangelio de hoy hay una actitud
provocadora en las palabras de Jesús en el Sermón del Monte: poned la
otra mejilla, bendecid a los que nos maldicen, amad al enemigo, no juzguéis y
no seréis juzgados.
El amor puede hacer que el enemigo deje de ser enemigo y se convierta en un
hermano, que reconozca su mal y trate de repararlo, que cambie de forma de
pensar y de actuar. Seamos sinceros al decir en el padrenuestro “perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Seamos comprensivos y compasivos como lo es Dios con nosotros. Si nos es
difícil vivirlo pidamos, al menos, que nos ayude.... a perdonar como Él nos perdona.
Jesús nos pide hoy en el Evangelio lo
ha vivido ÉL primero. El amor incluso a los enemigos lo vivió a lo largo de su
vida pública, pero especialmente en la cruz, cuando murió perdonando a quienes
le crucificaban. El dar sin esperar nada a cambio lo vivió al entregar su vida
por nosotros, aun sabiendo que nosotros tantas veces nos olvidamos de Él. Y
finalmente la regla de oro: “Como queráis que la gente se porte con vosotros,
de igual manera portaos con ella”, nos lo enseña el mismo Jesús por ejemplo en
la Última Cena, cuando se arrodilla ante sus discípulos para lavarles los pies.
Este es el amor más grande, el amor sin medida, sin condiciones, sin
recompensas, el amor incluso a los enemigos. Cuanto más nos acerquemos a Dios,
más descubriremos este amor de Él para con nosotros, y más nos ayudará a
vivirlo también hacia los demás. No hay nada que Cristo nos pida y que no haya
hecho Él primero por nosotros. Vivamos así cada día, creciendo en el amor y en
la misericordia.
El evangelio de hoy presenta lo nuclear
del cristianismo: la confesión del amor gratuito y misericordioso de Dios, que
conduce a la ética humana más radical y gratuita. La luz sobre Dios llega a
iluminar las profundidades de la vida y el comportamiento humanos. Hoy, no
obstante, hay que poner de relieve un último aspecto: esta ética tan radical no
es un exceso sublime de perfección; es propiamente la ética más profundamente
humana. Las relaciones entre los hombres que no estén regidas por estas
actitudes acaban en lucha e inhumanidad. Hoy hay que subrayar que en la
convivencia entre los hombres y entre los pueblos hay que llegar a una ética
que busque el bien del otro sin utilizarle, que atienda sus necesidades sin
intención de pasarle luego la factura, que busque realmente la justicia sin
actitud de revancha, que dialogue con los pretendidos enemigos buscando
realmente el bien social común. Esta tiene que ser la aportación cristiana al
dialogo social. No sólo para dar a la convivencia un plus de perfección, sino
para hacerla posible y humana, es decir, según el Espíritu del Señor.
¿Y la "recompensa"?. Es más
que recompensa; es la vida en Dios, ahora y por toda la eternidad, encontrando
así la verdadera relación entre los hombres, la paz, el amor, la alegría de la
comunión, incluso entre los problemas y las tensiones. La vida evangélica parte
de Dios y tiene a Dios como "recompensa" porque no es sino la
expresión viva de la misma gratuidad que define el amor de Dios. El que ama
así, y a este amor estamos llamados toda la humanidad, es el que realmente
cree, en su corazón, en el Dios vivo. Esta es la fe que salva.
La existencia de muchas personas cambiaría
y adquiriría otro color y otra vida si aprendieran a amar gratis a alguien. El
ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo hace, en su vida
se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una ingenuidad escuchar
las palabras de Jesús: “Haced el bien... sin esperar nada”. Puede ser el
secreto de la vida, lo que puede devolvernos la alegría de vivir. Ágape, amor
gratuito, es el nombre del amor cristiano. Así nos ama siempre Dios, aunque
nosotros no seamos capaces de corresponderle.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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