Las lecturas
del evangelio y del Deuteronomio
coinciden, en términos casi idénticos, en la
advertencia sobre el valor absoluto de los mandatos de Dios, y en la
atención a no poner al mismo nivel las
disposiciones humanas.
La vida del creyente está bajo la Palabra de Dios. El salmo responsorial expresa esta situación de una manera magnífica, incluso con un cierto dramatismo cuando se canta, por parte de la asamblea, el versículo responsorial. En efecto: la asamblea pregunta repetidamente "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?", mientras el oráculo le va respondiendo cada vez, con la descripción de lo que Dios quiere de los creyentes.
Quizás la
actitud más expresiva de lo que quiere Jesús es la de San Francisco de Asís
al hablar del Evangelio "sine
glossa". Lo cierto es que uno puede hablar así cuando ha comprometido de tal modo la propia vida con
el Evangelio que se ha hecho connatural con
él. Son los santos, en efecto, los que de verdad han interpretado el
Evangelio.
Siempre hay el
problema denunciado por Jesús y alertado por el
Deuteronomio: la sobreposición de las "tradiciones de los
hombres", el conflicto de las
interpretaciones, los convencionalismos interesados, etc. A través de
todo esto, el hombre se sobrepone, más o
menos sutilmente, a la Palabra de Dios.
La valoración
de los mandatos de Dios, en cambio, es una fuente de gloria para aquellos que la hacen sinceramente (1. lectura).
Comprender esta
dimensión pide un acto de fe de base, un acto de "sinceridad y
verdad" (1 Cor 5, 8)
correspondiente a una situación pascual, en la que la levadura vieja no desarrolla su fuerza. Este domingo coincide con el comienzo de un nuevo curso.
reuniones, planes, propósitos van siendo realidad en nuestras parroquias,
comunidades.... La crisis económica y de la emigración sigue ahí, produciendo
muchas carencias y problemas. Hay sordos de conveniencia, no quieren ser
molestados; sordos por el miedo, aislados por sus muchas necesidades. Hay, sin
duda, mucho pobre en nuestros recorridos habituales y muchos más a las puertas
de las Iglesias. Nunca como ahora tenemos que luchar contra todos estos
problemas, a favor de la apertura, del final de la sordera, de tanta gente con
problemas. A Jesús le preocupaba que el sordo del relato de Marcos no escuchara
la Palabra de Redención.
Buscamos en la
Palabra del Señor, luz y sanación para nuestra sordera.
La primera lectura tomada del
libro del Deuteronomio ( Dt 4, 1-2.
6-8) , está centrada en la sana práctica
religiosa, “ No
añadáis nada a lo que os mando… así cumpliréis los preceptos del Señor ”.
Dt.
4, 1-40 forma una gran unidad estructurada según el modelo de alianza. El
mandato principal es el primer mandamiento; adorar sólo a Dios, prohibición de modelarse imagen alguna de
dioses. De su observancia o quebrantamiento
dependerán la vida o la muerte, la bendición o la maldición.
-El
texto litúrgico de hoy sólo se ha fijado en algún versículo de esta
introducción a la alianza. Empieza con
una invitación a escuchar (=obedecer) lo que Moisés va a enseñarles; de su cumplimiento dependerá la vida, la
entrada, la posesión de la tierra (vs. 1-2). Prueba convincente es la reciente historia de
Baal-Fegor: los apóstatas fueron exterminados, los fieles al Señor conservaron la vida (vs.
3-4). Los vs. 5-8 forman un período muy retórico, repetitivo: la ley promulgada por Moisés
deberá cumplirse en la tierra de promisión. El autor hace un elogio de esta ley tanto atendiendo a
su forma como a su contenido.
-Las
preguntas de los vs. 6-8, surgen entre los desterrados de Babilonia (el cap.
fue escrito después del destierro,
aunque, por ficción literaria, se atribuya a Moisés). Sin rey ni templo, ¿qué papel desempeña Israel en el
concierto de las naciones? ¿Es su Dios inferior a los dioses babilónicos? ¿Está su sabiduría a
la altura de las de los dominadores? El autor
recuerda los días gloriosos de Salomón: por su Sabiduría los pueblos lo
admiraban. Y aunque en el Israel de hoy no exista ningún Salomón (=prototipo de
la sabiduría) ni tengan templo (=lugar
de cercanía del Señor), también posee un algo muy importante: su sabiduría y prudencia, la cercanía de su Dios
en la ley de la alianza (cfr. Sir. 24). En el
panteón, los grandes dioses son seres lejanos; así era necesario acudir
a divinidades menores que hacían de
mediadores.
En
Israel no ocurre esto, incluso en el exilio el Señor es el Dios cercano al
pueblo que no olvida su alianza con los
padres (v. 31). En el templo moraba su nombre (cfr. 1 rey 8, 27-31), destruido el templo Dios no abandona a su
pueblo, sino que lo escucha siempre que se le
invoca (v. 28); aunque el pueblo quebrante la alianza, siempre
encontrará a Dios si lo busca con todo
el corazón y con todas sus fuerzas.
El salmo de hoy es el 14 (Sal 14,2-3a. 3cd-4ab.
4c-5)
El
salmo 14 es
un salmo sapiencial de tipo cultual. Antes de participar
en el culto, debe el fiel preguntarse - estribillo- por su limpieza e
integridad: ¿estoy en condiciones de presentarme ante Dios? ¿soy digno?. El culto representa y realiza la unión con
Dios. El Dios Santo exige una comunidad reverente, unos miembros santos no hay
convivencia si no hay respeto; y faltará éste si no se atienden las exigencias
más elementales de la religión y de la amistad. El salmo enumera algunas de
ellas. Un examen de conciencia comunitario e individual. El salmista promete
la bendición divina a los que las cumplan: no fallarán jamás. (Continúa el
pensamiento del Deuteronomio).
Este
es un salmo de peregrinación. Los judíos de Palestina subían a Jerusalén una
vez al año. Estas peregrinaciones
jalonaron la vida de Jesús: era el acontecimiento del año, una ocasión de renovación para los judíos
fervientes. Al llegar a Jerusalén, sin falta, la primera visita sagrada se hacía al templo.
Este salmo 14 hacía parte de la: "catequesis ad portas": los peregrinos que venían de lejos podían estar
contaminados de costumbres paganas. Por
esto los "levitas", les daban una catequesis elemental antes de
dejarlos entrar al lugar sagrado. Este
salmo se inicia con la pregunta ritual de los peregrinos: "¿Quién puede entrar en la casa de Dios?". Lo
que sigue es la respuesta de los levitas. Se trata de una especie de pequeño decálogo (diez leyes).
Así comenta San Juan Pablo II: el salmo 14 “ 1. El
Salmo 14, que se presenta a nuestra reflexión, con frecuencia es clasificado
por los estudiosos de la Biblia como parte de una «liturgia de entrada». Como
sucede en otras composiciones del Salterio (Cf. por ejemplo, los Salmos 23; 25;
94), hace pensar en una especie de procesión de fieles que se congrega en las
puertas del templo de Sión para acceder al culto. En una especie de diálogo
entre fieles y levitas, se mencionan las condiciones indispensables para ser
admitidos a la celebración litúrgica y, por tanto, a la intimidad divina.
Por un lado se plantea la
pregunta: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte
santo?» (Salmo 14, 1). Por otro, se hace una lista de las cualidades requeridas
para cruzar el umbral que lleva a la «tienda», es decir, al templo del «monte
santo» de Sión. Las cualidades enumeradas son once y constituyen una síntesis
ideal de los compromisos morales básicos presentes en la ley bíblica (Cf.
versículos 2-5).
2. En las fachadas de los
templos egipcios y babilonios, en ocasiones estaban esculpidas las condiciones
exigidas para entrar en el recinto sagrado. Pero se puede apreciar una
diferencia significativa con las sugeridas por nuestro Salmo. En muchas
culturas religiosas para ser admitidos ante la Divinidad se exige sobre todo la
pureza ritual exterior que comporta abluciones, gestos, y vestidos
particulares.
El Salmo 14, por el contrario,
exige la purificación de la conciencia para que sus opciones estén inspiradas
por el amor de la justicia y del próximo. En estos versículos se puede
experimentar cómo vibra el espíritu de los profetas que continuamente invitan a
conjugar fe y vida, oración y compromiso existencial, adoración y justicia
social (Cf. Isaías 1, 10-20; 33,14-16; Oseas 6,6; Miqueas 6,6-8; Jeremías 6,
20).
Escuchemos, por ejemplo, la
vehemente reprimenda del profeta Amós, que denuncia en nombre de Dios un culto
desapegado de la historia cotidiana: «Yo detesto, desprecio vuestras fiestas,
no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis
holocaustos... no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros
sacrificios de comunión de novillos cebados... ¡Que fluya, sí, el juicio como
agua y la justicia como arroyo perenne!» (Amós 5, 21-22.24).
3. Pasemos ahora a ver los once
compromisos presentados por el Salmista, que pueden servir de base para un
examen de conciencia personal cada vez que nos preparamos a confesar nuestras
culpas para ser admitidos en la comunión con el Señor en la celebración
litúrgica.
Los tres primeros compromisos
son de carácter general y expresan una opción ética: seguir el camino de la
integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad
perfecta en las palabras (Cf. Salmo 14, 2).
Vienen, después, tres deberes
que podemos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia del
lenguaje, evitar toda acción que pueda hacer mal al hermano, no difamar al que
vive junto a nosotros diariamente (Cf. versículo 3). Se exige después tomar
posición de manera clara en el ámbito social: despreciar al malvado, honrar a
quien teme a Dios. Por último, se enumeran los últimos tres preceptos sobre los
que hay que examinar la conciencia: ser fieles a la palabra dada, al juramento,
aunque esto implique consecuencias dañinas; no practicar la usura, plaga que
también en nuestros días es una realidad infame, capaz de estrangular la vida
de muchas personas, y por último, evitar toda corrupción de la vida pública,
otro compromiso que hay que practicar con rigor también en nuestro tiempo.
4. Seguir este camino de
decisiones morales auténticas significa estar dispuestos al encuentro con el
Señor. Jesús, en el «Discurso de la Montaña», propondrá una esencial «liturgia
de entrada»: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces
de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del
altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas
tu ofrenda» (Mateo 5, 23-24).
Quien actúa como indica el
Salmista, dice al concluir nuestra oración, «nunca fallará» (Salmo 14, 5). San
Hilario de Poitiers, padre y doctor de la Iglesia del siglo IV, en su
«Tractatus super Psalmos», comenta así esta conclusión, entrelazándola con la
imagen del inicio de la tienda del templo de Sión: «Al obrar según estos
preceptos, es posible hospedarse en esta tienda, se descansa en el monte. Se
subraya firmemente la custodia de los preceptos y la obra de los mandamientos.
Este Salmo tiene que fundarse en la intimidad, tiene que ser escrito en el
corazón, anotado en la memoria. Día y noche tenemos que confrontarnos con el
tesoro de su rica brevedad. De este modo, una vez adquirida esta riqueza en el
camino hacia la eternidad, y morando en la Iglesia, podremos descansar en la
gloria del cuerpo de Cristo» (PL 9, 308).”(
San Juan Pablo II. Meditación sobre el Salmo 14. Audiencia general del
miércoles 4 febrero 2004)
La
segunda lectura tomada de la carta del Apóstol Santiago (Sant 2, 1-5), nos da
unos consejos prácticos que son de máxima
actualidad por los Kibia...).
Entre los cristianos a
quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o discriminación
de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una
manifiesta incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17;
Lv 19,15; Is 5,23; etc.) condenaba la discriminación de personas (vv. 8-11),
opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que Jesucristo corrigió las
interpretaciones restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de comportarse
será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).
La carta recuerda la
predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr Mt 5,3; Lc 6,20) e invita
a luchar decididamente por la justicia: «Las desigualdades inicuas y las
opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están
en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila
la conciencia de ningún cristiano» (Cong. Doctrina de la Fe, Libertatis conscientia,
n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo
resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud
(cfr Mt 22,39-40) y formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además,
tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11) como en la Nueva, «transgredir un
mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin
bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los
hombres, que son sus creaturas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2069). Y, como comenta San Agustín, «quien guardare toda la ley, si peca contra
un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la caridad, de la que
pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca
contra aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).
Una fe teórica
que no influya decisivamente en la práctica no es fe verdadera. Una persona
corrupta, que practica descaradamente el favoritismo político, o económico, o
social, o de cualquier clase que sea, no puede declararse cristiana.
EL evangelio es de San Marcos (Mc 7, 1-8a): dejáis a un lado el mandamiento
de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.
Después de
unos domingos en que hemos escuchado el capítulo 6 del evangelio de Juan, volvemos al que durante este año del ciclo B,
es nuestro "evangelista del año", san Marcos, que iremos escuchando hasta el Adviento, a principios de
diciembre.
La lectura
continuada del evangelio de domingo en domingo nos da la ocasión de ir asimilando, no tanto en el orden del
"catecismo", sino en el de la "historia", los diversos acontecimientos y enseñanzas de Jesús que, a
la larga, abarcan todo el misterio de nuestra
fe y de la vida cristiana. Hoy, por ejemplo, aparece el tema de los fariseos,
buenas personas, cumplidores de la ley
de Dios, pero con unos defectos muy notorios que Cristo denunció con insistencia. Es un espejo en el
que también nosotros nos tenemos que mirar.
El versículo
inicial cobra relevancia especial en
razón de la procedencia de los personajes en él mencionados: fariseos y
letrados de Jerusalén. Esta ciudad es
bastante más que la capital administrativa y política judía; es la razón de ser de un pueblo, su orgullo y
añoranza; es madre y guía; de Jerusalén irradia la luz que ilumina el caminar judío; allí están
los pastores del pueblo, a los que, sin embargo, Marcos ha cuestionado ya como pastores (cfr.
6, 30-34, domingo 16 Ordinario). El conjunto
del texto gira en torno al término impuro. Aparece al comienzo (vs. 2 y
5) y al final (vs. 15 y 23). Manos
impuras, hacer impuras a las personas. El término no tiene nada que ver
con los distintos matices del mismo en
castellano: mezcla; falta de castidad; deshonestidad. La impureza de la que el texto habla es la
mancha ritual (pastores) o moral (Jesús) que
inhabilita a las personas para tratar con lo santo. La impureza es una
incapacidad religiosa.
La
preocupación por la pureza denota sensibilidad religiosa. Es en esta línea
de sensibilidad en la que hay que
entender la preocupación manifestada por los fariseos ante la conducta de algunos de los discípulos
de Jesús, por más que a nosotros pueda
resultarnos sobrepasadas las formas concretas de expresión de esa
sensibilidad religiosa. De ellas ofrece
Marcos una enumeración en el paréntesis explicativo de los vs. 3-4.
La
preocupación por la pureza se enmarca, a
su vez, en la gran corriente judía formada por la tradición de los mayores.
A poco que se conozca lo que es ser
judío, se caerá en la cuenta de la fuerza e importancia de la tradición en este pueblo. Es en la
tradición donde se articula la esencia de lo judío. La pregunta, pues, de los pastores a Jesús
encierra una gravedad suma. Jesús resuelve el problema dentro de lo más pura
línea judía, tal como ésta aparece ya
esbozada en el texto de Isaías 29, 13 que cita: distinción entre el componente
humano y divino de la tradición.
Entresacando
el texto de sus componentes judíos, puede hablarse de moralidad frente a formalismo (en
determinados ambientes el término formalismo se
solapa con el de profesionalidad) y de espíritu frente a letra.
Enunciada así la problemática, la
cuestión resulta fácil y evidente; la práctica, sin embargo, dice que no es ni
fácil ni evidente.
Las formas y
la letra son, en efecto, absolutamente necesarias: responden a la esencia misma de nuestro ser humano, que es forma
corpórea en relación con los demás. La
tradición es, desde esta perspectiva, absolutamente necesaria. Donde no
hay tradición no hay vida que valga la
pena. ¿Cómo hacer, sin embargo, que las formas y la letra no acaparen la
totalidad del ser humano, que es también
incorporeidad, interioridad, individualidad? En este cómo está la verdadera dificultad. Este cómo se mueve en
el campo de las actitudes, un campo lo
suficientemente fluido como para resistirse al imperio absoluto de las
formas y de la letra, aunque
precisamente por ser fluido toma sin resistencia la forma del recipiente que
lo contiene.
Del texto de
hoy se deducen las siguientes conclusiones:
1. La
tradición que vale la pena es aquélla en la que convive una sana tensión
entre fondo y forma, espíritu y letra.
2. Cuando la
forma y la letra predominan o se anquilosan, se impone la ruptura con ellas.
3. Esta
ruptura no significa negar la tradición ni ir en contra de ella.
Fijémonos en una
lacónica frase de Jesús, que algunos manuscritos intercalan en el texto de hoy: El que tenga oídos para oir, que
oiga.
Para nuestra vida.
La
primera lectura, por boca de Moisés, nos
advierte que tendremos vida sólo si
cumplimos la voluntad de Dios en nuestra existencia.
En
los mandamientos de Dios está la clave del éxito en nuestra vida, y el camino
de la felicidad, y la fuente de la
verdadera sabiduría. Si el pueblo de Israel, en el Antiguo Testamento, se sentía tan satisfecho de la
cercanía de Dios que les hablaba por los
profetas, ¿cuánto más nosotros, los que hemos escuchado la voz del
Profeta por excelencia, el Hijo, Cristo
Jesús?.
El
salmo ha insistido en la misma perspectiva: sólo merece el nombre de buen
creyente y miembro del pueblo elegido
"el que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia... el que no
hace mal a su prójimo... El que así obra, nunca
fallará".
También
la segunda lectura -hoy hemos comenzado a leer la carta de Santiago- nos
ha invitado enérgicamente, no sólo a oír
la Palabra de Dios (como hacemos en cada
Eucaristía), sino a ponerla en práctica, porque si no, nos engañaríamos.
Y nos ha dicho que la "religión
pura e intachable a los ojos de Dios Padre" es ayudar a los huérfanos y a
las viudas, y no dejarse contaminar con
los criterios de este mundo cuando son contrarios a los dé Cristo.
La
verdadera sabiduría no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas
de este mundo, sino en conocer y seguir
la voluntad de Dios, que nos comunica en su Palabra revelada.
Escuchar
la palabra de Dios y cumplirla. Ese podría ser el tema base de este domingo.
La primera lectura nos recuerda
que la Ley del Señor- es el pensamiento fundamental del Deuteronomio- está dada
para la vida. Dios no quiere la muerte ni las sombras; ama la luz y la vida.
Y sus palabras no tienen otra finalidad que ofrecerlas, conservarlas y
defenderlas. Urge, pues, escucharlas con devoción y sosiego. Nos va en ello la
vida.
Las
palabras del Señor llevan el nombre de «mandatos» y «preceptos», términos en verdad
poco simpáticos a nuestros oídos, sensibles como son a todo aquello que pueda
adherir nuestra autonomía personal. Son preceptos y decretos en la forma de
expresión. Tras ellos, con todo, en el fondo, se esconden la voluntad decidida
de Dios de preservarnos del mal y de conducirnos a la vida. Considerados bajo
otro punto de vida, los preceptos, son expresión concreta de una forma de vida
que haga posible y real la convivencia con Dios, origen de todo bien.
Dios
ama a su pueblo y quiere vivir en medio de él. Para que no sucumba, para que no
muera. Si el pueblo le sigue, si el pueblo se deja llevar por él- ahí están los
preceptos-, tendrá la bendición y la vida. No habrá adversario que pueda con
él. Nadie ha podido con un Dios tan grande como Yavé, Señor de los Ejércitos.
El les va a dar una tierra hermosa y fértil, llena de bienes. Israel será una
nación numerosa, un pueblo grande. Llegará a ser la admiración de las gentes
por su destino, por su grandeza, por su sabiduría. Pueblo grande, pueblo
sabio, pueblo de Dios. Y todo a condición de observar los preceptos sabios y
justos del Señor. La fidelidad del Dios de los Padres los ha llevado hasta
allí, a las puertas de Canaán. Los preceptos los hará vivir. Basta observarlos.
¡Cuánta
necesidad tenemos de que se cumpla la palabra profética de Isaías!.
Recibir luz a nuestros ojos,
sensibilizar nuestros oídos, comunicar agilidad a nuestros miembros, palabras a
nuestra lengua. Mantente firme. No flaquees, resiste. Basta con que pongas todo
el empeño que te sea posible, seguro de que Dios te ayudará. Él está para
llegar, y trae el desquite de tanta miseria. Él te resarcirá, te salvará. Te
dará la valentía necesaria para seguir caminando en la noche hacia el Señor de
la Luz.
"Se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35, 5). Que nuestra tierra se llene de gozo:
"Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el
páramo será un estanque, lo reseco un manantial".
El
profeta Isaías: creía y así lo predicaba, que Dios puede hacer lo que nosotros,
con nuestras solas fuerzas, no podemos conseguir: que brote agua en los
desiertos y estanques en los páramos, que los sordos oigan y que hablen los
mudos. La esperanza cristiana puede y debe llegar mucho más allá de donde puede
llegar la sola razón teórica. No se trata de ser ingenuos, sino de confiar en
que si nosotros ponemos de nuestra parte lo que Dios nos pide, podremos llegar
hasta donde los cobardes de corazón y faltos de esperanza no podrán llegar
nunca. La persona cristiana debe ser siempre una persona valiente y esforzada;
los cobardes de corazón deben saber que hay un Dios que siempre está viniendo a
salvarnos. Para eso vino Jesús al mundo, para salvar lo que estaba perdido y
para dar vida a lo que estaba muerto.
El
salmo 14 es
un salmo sapiencial de tipo cultual. Llama la atención el
carácter muy "humano" de sus condiciones. Para acercarse a Dios, no exige El condiciones, "rituales"
ni prescripciones "litúrgicas" o "cultuales" sino
morales: ¡ser simplemente un hombre!
Hacer el bien, ser íntegro, practicar la justicia, decir la verdad, no hablar desconsideradamente, no frecuentar
aquellos que practican deliberadamente el
mal (los impíos), sino frecuentar "los hombres de adoración",
(los hombres de Dios), no apegarse al
dinero, prestar sin interés, no dejarse corromper por el vino. En resumen,
lo que Dios espera del hombre es la
calidad de sus relaciones humanas. Esto es algo muy moderno.
**
"¿Señor, quién será recibido en tu casa?". Un día alguien propuso a
Jesús una pregunta equivalente:
"Maestro, ¿qué debo hacer para entrar en la vida eterna?" y la respuesta de Jesús fue también la de proponer
reglas de rectitud humana (Marcos 10,17 -
19). Lo que mejor prepara al encuentro con Dios, es respetar nuestra
propia naturaleza humana creada por
Dios.
Entre
los preceptos concretos del Evangelio, se encuentran a menudo semejanzas
con este salmo:
-
"buscad primero el Reino de Dios y su Justicia" (Mateo 6,33)
- "Que
vuestra manera de hablar sea "sí" si es "sí", y
"no" si es "no" (Mateo 5,37)
-
"No podéis servir a Dios y al dinero" (Mateo 6,24).
Más
profundamente aún, ¿Jesús no realizó acaso el ideal de este salmo, siendo
este "justo perfecto" que
"habita con Dios en su santa montaña"?
Ante
el número creciente de "no bautizados" o de "bautizados no practicantes"...
surge la pregunta sobre la vida eterna, la salvación eterna: ¿cómo conseguir la vida de Dios? ¿Cómo evitar
la condenación? La fórmula de este salmo
es terrible, pues pide simplemente considerar a los impíos (los réprobos
en hebreo) como despreciables. La
mentalidad moderna rechaza estas clasificaciones abruptas: ¿es posible sondear los corazones y lanzar un juicio
definitivo afirmando que fulano de tal es réprobo, impío? La aventura de Jesús, Hijo de Dios
encarnado por los hombres y por su salvación,
nos dice que Dios "quiere salvar a todos los hombres" (I Timoteo
2,4). No es Dios estrictamente hablando
quien "condena" al hombre, es el hombre quien deliberadamente rechaza las propuestas salvadoras del amor de
Dios. Vemos en este salmo que las
condiciones para llegar a Dios están al alcance de todo hombre, creyente
o incrédulo, ateo o pagano de buena fe:
se trata simplemente de vivir de acuerdo con las reglas de la conciencia humana universal. El ideal
propuesto aquí no es ni siquiera original, es en el fondo el de todo hombre que respeta a su
hermano. De ahí, el criterio con que Jesús hará
el juicio final a los hombres: "¿Cuándo te hemos servido, Señor?
Cada vez que habéis servido al más
pequeño de mis hermanos, lo habéis hecho conmigo". (Mateo 25, 31 -
46). El cristiano debería más que nadie
sentirse llamado a esta rectitud de vida, sabiendo que tal es la voluntad de Dios: "Quien no
ama a su hermano a quien ve, tampoco amará a Dios a quien no ve." (1 Juan 4,20). Por otra
parte, ningún hombre honesto puede contentarse,
por así decirlo, con la "rectitud de vida" dejando de lado la
"búsqueda sincera de Dios",
para entrar con alegría en el grupo de aquellos que habiendo descubierto
a Dios, lo adoran. Así lo afirma este
salmo.
La segunda lectura, con el
evangelio, nos ofrece un catálogo de obras buenas. Obras que purifican al
hombre y al mundo y que son expresión de la auténtica religiosidad. El
mundo está manchado por homicidios, codicias, envidias, adulterios,
injusticias. No nos ensuciemos de él. Tratemos, por el contrario, de sanearlo:
caridad para con el prójimo, para con el pobre, para con la viuda, para con el
huérfano; humildad, compasión, piedad… El cora¬zón del hombre impuro desluce la
creación. El corazón del hombre bueno la restituye a su primer esplendor. He
ahí nuestra tarea.
Queda,
por último, el tema de las tradiciones. No vale la tradición que olvida o
impide el cumplimiento de la caridad cristiana. Conviene repasar, para
valorarlas, esas venerables tradiciones. No digo desecharlas sin mas. Busquemos
el sentido religioso que las informó en un tiempo y tratemos de vivirlo. Y si
en algún caso desdicen de la caridad, por muy venerables que parezcan habrá que
desecharlas. Los mandamientos de Dios son fuente de vida, no las imposiciones
humanas.
El
«mundo» nos ofrece muchas «costumbres» y formas de comportamiento: etiqueta,
educación, máximas, valores, actitudes… Adoptemos respecto a ello una actitud
de sana crítica. Todo es bueno y santo si conduce al bien. Pero en el momento
en que, los «deberes sociales» pongan en peligro la cari¬dad cristiana, la
auténtica religiosidad, se demuestran ya, por ello, falsos y nocivos. En este
campo habría muchos ejemplos que aducir.
El
fragmento de la Carta del Apóstol Santiago que se nos ha proclamado, es un
clásico de la doctrina de la Iglesia sobre la mala práctica en la acepción de
personas y que nos pone inevitablemente sobre uno de los principales cometidos
de la Iglesia: su opción por los pobres.
Santiago,
probablemente el «hermano del Señor», presenta en forma de carta una serie de
consejos prácticos de tipo sapiencial con marcado carácter ético. El
cristianismo es, después de todo, una vida. Y una vida necesita, de una forma o
de otra, de orientaciones morales o máximas de tipo práctico. La carta de
Santiago abunda en ellas.
A
todos maravillan, sobre todo en aquellos tiempos, la grandiosidad del
firmamento, el sol brillante y bondadoso, la luna juguetona y bella, las estrellas
diminutas y lejanas, las estaciones, los cambios. Muchos los adoraban como
dioses o fuerzas superiores. Pero ya el Génesis les había asignado su puesto
debido: obras maravillosas de Dios al servicio del hombre. Dios está sobre
ellas. Dios bondadoso las crea, Dios inmutable las mueve, Dios providente las
gobierna. Son un don del Dios Altísimo. El no cambia, ni se encuentran en él
lagunas o sombras que lo mancillen. Es en su totalidad perfecto. Y todo don
perfecto y todo beneficio vienen de él.
Beneficio
estupendo ha sido que nosotros, sin merecerlo, llegáramos a ser sus hijos,
mediante el Evangelio, en el bautismo. Hemos obtenido el primer puesto en el
mundo, primicias de sus criaturas. Es una condición de excelencia y de
prestigio. Pero no es, sin más un mero puesto de honor. Es, más bien, una
responsabilidad y una vocación. Tenemos la vida, y si la vivimos, nos salvará.
Es una planta que requiere cuidados y atenciones. No basta mirarla y admirarla;
es necesario cultivarla. No consiste tan sólo en oír la palabra; es menester
practicarla. Sería un error terrible, fatal, no entenderla así. Por los frutos
sabremos si nuestra religión es auténtica. Asistencia a los menesterosos -
huérfanos, viudas, pobres… - y «no mancharse las manos con este mundo». ¡Y
cuánto hay en el mundo que puede mancillar nuestra condición de hijos! ¿Ya nos
damos cuenta de ello?
Desagraciadamente
el uso de las apariencias para juzgar a nuestros semejantes es, como se ve, un
tema muy antiguo en el proceder de la humanidad. Apreciamos a los ricos, que
llevan anillo, a los elegantes que llevan ropas que admiramos; y buscamos estar
a bien con aquellos que en algo nos pueden beneficiar. Por el contrario, huimos
de quienes nada nos pueden dar, de las gentes que parece que nada tienen, de la
pobreza real, que siempre es sucia y deshilachada por el propio efecto de la
carencia de medios y bienes.
El evangelio de San Marcos nos
sitúa ante un tema candente en la predicación de Jesús, la tradición de los «mayores». Con buen espíritu probablemente, había
introducido los «antiguos» ciertas prácticas de carácter religioso en la vida
cotidiana. Trataban de ser aplicaciones de la Ley. Las prácticas se hicieron
costumbres. Y éstas, a su vez, quedaron sancionadas como obligatorias y pasaron
a engrosar, de este modo, el catálogo de preceptos religiosos. Se hicieron Ley.
No estaban escritas; se conservaban en la tradición oral. Los fariseos las
veneraban sobremanera. Para ellos eran auténticas prácticas «religiosas» con
valor moral. ¿Cuál es la actitud de Jesús ?.
A
veces también en la Iglesia tenemos este tipo de “tradiciones” y “practicas”.
La
pregunta de los fariseos es una acusación. Y la acusación, en el fondo, es:
¿Por qué los discípulos no observan las «tradiciones» de los mayores? Al
parecer la conducta seguida de los discípulos y por Jesús mismo no hacía gran
caso de tales prescripciones. Ante los fariseos esto delata una falta grave de
religiosidad. En el fondo, pues, la acusación es seria: Jesús y los discípulos
no observan la Ley.
La
respuesta de Jesús se mantiene a la misma altura. Sus palabras devuelven, por
una parte, la acusación y, por otra, declaran cuál es la auténtica
religiosidad. El texto de Isaías cumple la finalidad primera. Ahora, como en
tiempos del profeta, creen los hombres cumplir con la obligación de
religiosidad ateniéndose tan solo a la práctica material de preceptos rituales.
Muchos ritos, muchas ceremonias, muchas prácticas de ningún contenido ético;
pero el corazón permanece duro y vacío. Otra vez la oposición de la religión
ritualista a la religión espiritual de los profetas. En realidad, viene a decir
Jesús, son ellos los que no observan los mandamientos de Dios por atender a la
«tradición» de los mayores. Son preceptos humanos los que enseñan, mientras su
corazón, pensamientos y afectos de piedad y amor, está vacío y lejos del Señor.
La Ley del Señor hay que cumplir, no los preceptos humanos. Estos han acabado
por substituir a los primeros.
Jesús
declara, en segundo término, en qué consiste la auténtica religiosidad. No son
las comidas ni las bebidas ni cualquier otra cosa externa lo que «ensucian» al
hombre. Es más bien su actitud y postura respecto a Dios y a los hombres. No es
falta de religiosidad comer con las manos sin lavar o en ollas sin limpiar. La
falta grave de religiosidad se da en aquel que en su corazón concibe y
alimenta el odio, la envidia, la codicia, la falta de respeto, la impiedad… Ese
es el que mancha todo lo que toca. La verdadera religiosidad se encuentra en el
cumplimiento de los mandamientos de Dios, en la conformidad del corazón humano
a la voluntad de su Señor. De sentimientos buenos hay que llenar las prácticas
rituales y entonces serán buenas. Pero éstas por sí mismas no hacen al hombre
bueno. ¿Cuánto menos se han de imponer como obligatorias? Semejante postura de
Cristo se puede apreciar a lo largo de todo el evangelio.
Tomemos,
de momento, como centro de reflexión la queja de Jesús. Jesús se queja, como se
quejó en su tiempo Isaías, como se quejaron en todos los tiempos los profetas
enviados por Dios: he ahí un pueblo hipócrita, cuya lengua no expresa lo que
siente el corazón; o mejor dicho, cuyo corazón está lejos de lo que formula la
lengua. Lengua y corazón: he ahí un punto muy importante que conviene
considerar. ¿Dónde está nuestro corazón? ¿Qué dicen nuestros labios?. Nos
confesamos cristianos; ¿procuramos serlo?. Acudimos a las celebraciones
litúrgicas; ¿deseamos elevar el corazón a lo que pronuncian los labios?.
Cristianos - padres, madres, esposos, esposas, sacerdotes, religiosos… - ¿qué
hay de todo esto en nuestra vida? ¿hasta que punto está justificada la
acusación que pueden hacernos de hipócritas o falsarios?. Sería ridículo querer
engañar a Dios. Dios no escucha lo que dicen nuestros labios cuando se encoge
nuestro corazón. Al parecer, es tentación frecuente querer suplir a falta de
calor religioso con fórmulas frías sin contenido alguno. ¿No habremos caído en
ese vicio?. No son las palabras las que dan sentido a la vida, sino la vida la que
da sentido a las palabras. No nos engañemos, advierte Santiago.
Jesús
se queja de que, a pesar de tanto rito y tanta ceremonia, quedan sin cumplirse
los mandamientos de Dios. Conocemos de sobra los diez mandamientos, los
preceptos del amor; ¿por qué no repasar uno por uno todos sus apartados y
emprender una reforma radical en nuestra vida?. Las lecturas de hoy nos invitan
a ello: ¡escuchar la palabra de Dios! Es el primer paso. ¿Cómo vamos a conocer
el camino de la vida si no atendemos a lo que Dios nos dice?. Sus palabras son
la norma de conducta. Aprendámoslas y sigámoslas. Hoy día se está perdiendo la
conciencia cristiana. ¡Urge escuchar con atención suma y cuidado exquisito la
palabra de Dios! ¡Hay que formar la conciencia!.
La
norma, la ley, es necesaria, y nos sirve de camino para el bien y para la
armonía interior y exterior.
Pero
Jesús critica en los fariseos un estilo defectuoso en su cumplimiento de la
ley. Será bueno que hagamos examen de
conciencia, por si también nosotros merecemos estas acusaciones.
*
Los fariseos exageraban en su interpretación de la ley, creando en los demás
un complejo de angustia y opresión; como
cuando discutían de si los discípulos de Jesús
podían en sábado comer unos granos de trigo al pasar por el campo; o si
un enfermo podía extender su mano para
que la curara jesús; en el pasaje de hoy la discusión es sobre si tienen que lavarse o no las manos antes de
ponerse a comer. ¿Somos así nosotros?
¿somos capaces de perder la paz, y hacerla perder a otros, por minucias insignificantes
en la vida familiar o eclesial? ¿sabemos
distinguir entre lo que tiene verdadera importancia y lo que no? Son aspectos en que podemos caer como
personas y también como institución,
incluida la Iglesia como tal, a lo largo de la historia.
*
Los fariseos daban importancia a la apariencia exterior y descuidaban lo
interior; Jesús les ataca alguna vez
llamándoles "sepulcros blanqueados", limpios por fuera y podridos por dentro. Es el defecto del legalismo o del
formalismo exterior. Lo exterior es bueno -la vida está hecha de detalles-, pero no es lo
principal; las actitudes interiores hay que cuidarlas más. Jesús nos dice hoy, por ejemplo, que no
es tanto lo que comemos o dejamos de comer,
sino nuestros sentimientos interiores y las palabras que salen de
nuestra boca lo que importa.
*
Los fariseos son atacados por Jesús por hipócritas: "Este pueblo me honra
con los labios pero su corazón está
lejos de mí". Somos fariseos cuando aparentamos por fuera una cosa y por dentro pensamos o hacemos lo contrario.
Es fácil juntar las manos o decir oraciones o
cantar o llevar medallas; lb difícil es vivir en cristiano y actuar
conforme dicen nuestras palabras.
*
Los fariseos se creían justos, santos, superiores a los demás. Y así se
presentaban también ante Dios en su
oración. Cuando Jesús contó la parábola del fariseo y del publicano, dijo que éste, el publicano, que
se reconocía pecador, bajó del Templo
perdonado. Y el fariseo, no.
La
Palabra de Dios nos urge hoy, por tanto, a ser cumplidores de la ley y de la
voluntad de Dios. Pero con convicción y
con amor. No según el estilo de los fariseos, que puede ser el nuestro, tanto si somos eclesiásticos como
laicos, jóvenes o mayores.
¡Y
cumplirla! Lo subrayan de forma explícita la primera y segunda lectura. La
primera insiste en la necesidad de llevar a la práctica la palabra de Dios,
pues en ello nos va la vida. El cumplimiento de la palabra de Dios nos hará
salvos, sabios, admirables, considerados. La vida debe ser expresión de un Dios
bueno y salvador entre nosotros. En realidad, ¿qué nación o pueblo puede
presentar un Dios tan cercano como el nuestro?. Dios en medio de nosotros:
Cristo Cabeza de la Iglesia; Cristo en la Eucaristía; Cristo Esposo; templos
del Espíritu Santo; morada de la Santísima Trinidad… Estos pensamientos deben
espolearnos a obrar bien. La responsabilidad es grande, como es grande el don
de la presencia de Dios en nosotros.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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