lunes, 2 de septiembre de 2024

Comentarios a las lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario 1 de septiembre de 2024

Las lecturas del evangelio y  del Deuteronomio coinciden, en términos casi idénticos, en la  advertencia sobre el valor absoluto de los mandatos de Dios, y en la atención a no poner al  mismo nivel las disposiciones humanas.


La vida del creyente está bajo la Palabra de Dios. El salmo responsorial expresa esta  situación de una manera magnífica, incluso con un cierto dramatismo cuando se canta, por  parte de la asamblea, el versículo responsorial. En efecto: la asamblea pregunta  repetidamente "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?", mientras el oráculo le va  respondiendo cada vez, con la descripción de lo que Dios quiere de los creyentes.

Quizás la actitud más expresiva de lo que quiere Jesús es la de San Francisco de Asís al  hablar del Evangelio "sine glossa". Lo cierto es que uno puede hablar así cuando ha  comprometido de tal modo la propia vida con el Evangelio que se ha hecho connatural con  él. Son los santos, en efecto, los que de verdad han interpretado el Evangelio.

Siempre hay el problema denunciado por Jesús y alertado por el  Deuteronomio: la sobreposición de las "tradiciones de los hombres", el conflicto de las  interpretaciones, los convencionalismos interesados, etc. A través de todo esto, el hombre  se sobrepone, más o menos sutilmente, a la Palabra de Dios.

La valoración de los mandatos de Dios, en cambio, es una fuente de gloria para aquellos  que la hacen sinceramente (1. lectura).

Comprender esta dimensión pide un acto de fe de base, un acto de "sinceridad y verdad"  (1 Cor 5, 8) correspondiente a una situación pascual, en la que la levadura vieja no  desarrolla su fuerza. Este domingo  coincide con el comienzo de un nuevo curso. reuniones, planes, propósitos van siendo realidad en nuestras parroquias, comunidades.... La crisis económica y de la emigración sigue ahí, produciendo muchas carencias y problemas. Hay sordos de conveniencia, no quieren ser molestados; sordos por el miedo, aislados por sus muchas necesidades. Hay, sin duda, mucho pobre en nuestros recorridos habituales y muchos más a las puertas de las Iglesias. Nunca como ahora tenemos que luchar contra todos estos problemas, a favor de la apertura, del final de la sordera, de tanta gente con problemas. A Jesús le preocupaba que el sordo del relato de Marcos no escuchara la Palabra de Redención.

Buscamos en la Palabra del Señor, luz y sanación para nuestra sordera.

 

La primera lectura tomada del libro del Deuteronomio ( Dt 4, 1-2. 6-8) , está  centrada en la sana práctica religiosa,No añadáis nada a lo que os mando… así cumpliréis los preceptos del Señor ”. Dt. 4, 1-40 forma una gran unidad estructurada según el modelo de alianza. El mandato principal es el primer mandamiento; adorar sólo a Dios,  prohibición de modelarse imagen alguna de dioses. De su observancia o quebrantamiento  dependerán la vida o la muerte, la bendición o la maldición.

-El texto litúrgico de hoy sólo se ha fijado en algún versículo de esta introducción a la  alianza. Empieza con una invitación a escuchar (=obedecer) lo que Moisés va a enseñarles;  de su cumplimiento dependerá la vida, la entrada, la posesión de la tierra (vs. 1-2). Prueba  convincente es la reciente historia de Baal-Fegor: los apóstatas fueron exterminados, los  fieles al Señor conservaron la vida (vs. 3-4). Los vs. 5-8 forman un período muy retórico,  repetitivo: la ley promulgada por Moisés deberá cumplirse en la tierra de promisión. El autor  hace un elogio de esta ley tanto atendiendo a su forma como a su contenido.

-Las preguntas de los vs. 6-8, surgen entre los desterrados de Babilonia (el cap. fue  escrito después del destierro, aunque, por ficción literaria, se atribuya a Moisés). Sin rey ni  templo, ¿qué papel desempeña Israel en el concierto de las naciones? ¿Es su Dios inferior a  los dioses babilónicos? ¿Está su sabiduría a la altura de las de los dominadores? El autor  recuerda los días gloriosos de Salomón: por su Sabiduría los pueblos lo admiraban. Y aunque en el Israel de hoy no exista ningún Salomón (=prototipo de la sabiduría) ni  tengan templo (=lugar de cercanía del Señor), también posee un algo muy importante: su  sabiduría y prudencia, la cercanía de su Dios en la ley de la alianza (cfr. Sir. 24). En el  panteón, los grandes dioses son seres lejanos; así era necesario acudir a divinidades  menores que hacían de mediadores.

En Israel no ocurre esto, incluso en el exilio el Señor es el Dios cercano al pueblo que no  olvida su alianza con los padres (v. 31). En el templo moraba su nombre (cfr. 1 rey 8, 27-31),  destruido el templo Dios no abandona a su pueblo, sino que lo escucha siempre que se le  invoca (v. 28); aunque el pueblo quebrante la alianza, siempre encontrará a Dios si lo busca  con todo el corazón y con todas sus fuerzas.

 

El salmo de hoy es el 14 (Sal 14,2-3a. 3cd-4ab. 4c-5)

El salmo 14 es un salmo sapiencial de tipo cultual. Antes de participar en el culto, debe el fiel preguntarse - estribillo- por su limpieza e integridad: ¿estoy en condicio­nes de presentarme ante Dios? ¿soy digno?.  El culto representa y realiza la unión con Dios. El Dios Santo exige una comunidad reverente, unos miem­bros santos no hay convivencia si no hay respeto; y faltará éste si no se atienden las exigencias más elementales de la religión y de la amistad. El salmo enumera algunas de ellas. Un examen de conciencia comunitario e in­dividual. El salmista promete la bendición divina a los que las cumplan: no fallarán jamás. (Continúa el pensamiento del Deuteronomio).

Este es un salmo de peregrinación. Los judíos de Palestina subían a Jerusalén una vez  al año. Estas peregrinaciones jalonaron la vida de Jesús: era el acontecimiento del año,  una ocasión de renovación para los judíos fervientes. Al llegar a Jerusalén, sin falta, la  primera visita sagrada se hacía al templo. Este salmo 14 hacía parte de la: "catequesis ad  portas": los peregrinos que venían de lejos podían estar contaminados de costumbres  paganas. Por esto los "levitas", les daban una catequesis elemental antes de dejarlos entrar  al lugar sagrado. Este salmo se inicia con la pregunta ritual de los peregrinos: "¿Quién  puede entrar en la casa de Dios?". Lo que sigue es la respuesta de los levitas. Se trata de  una especie de pequeño decálogo (diez leyes).

Así comenta San Juan Pablo II: el salmo 14  “ 1. El Salmo 14, que se presenta a nuestra reflexión, con frecuencia es clasificado por los estudiosos de la Biblia como parte de una «liturgia de entrada». Como sucede en otras composiciones del Salterio (Cf. por ejemplo, los Salmos 23; 25; 94), hace pensar en una especie de procesión de fieles que se congrega en las puertas del templo de Sión para acceder al culto. En una especie de diálogo entre fieles y levitas, se mencionan las condiciones indispensables para ser admitidos a la celebración litúrgica y, por tanto, a la intimidad divina.

Por un lado se plantea la pregunta: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?» (Salmo 14, 1). Por otro, se hace una lista de las cualidades requeridas para cruzar el umbral que lleva a la «tienda», es decir, al templo del «monte santo» de Sión. Las cualidades enumeradas son once y constituyen una síntesis ideal de los compromisos morales básicos presentes en la ley bíblica (Cf. versículos 2-5).

2. En las fachadas de los templos egipcios y babilonios, en ocasiones estaban esculpidas las condiciones exigidas para entrar en el recinto sagrado. Pero se puede apreciar una diferencia significativa con las sugeridas por nuestro Salmo. En muchas culturas religiosas para ser admitidos ante la Divinidad se exige sobre todo la pureza ritual exterior que comporta abluciones, gestos, y vestidos particulares.

El Salmo 14, por el contrario, exige la purificación de la conciencia para que sus opciones estén inspiradas por el amor de la justicia y del próximo. En estos versículos se puede experimentar cómo vibra el espíritu de los profetas que continuamente invitan a conjugar fe y vida, oración y compromiso existencial, adoración y justicia social (Cf. Isaías 1, 10-20; 33,14-16; Oseas 6,6; Miqueas 6,6-8; Jeremías 6, 20).

Escuchemos, por ejemplo, la vehemente reprimenda del profeta Amós, que denuncia en nombre de Dios un culto desapegado de la historia cotidiana: «Yo detesto, desprecio vuestras fiestas, no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis holocaustos... no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados... ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!» (Amós 5, 21-22.24).

3. Pasemos ahora a ver los once compromisos presentados por el Salmista, que pueden servir de base para un examen de conciencia personal cada vez que nos preparamos a confesar nuestras culpas para ser admitidos en la comunión con el Señor en la celebración litúrgica.

Los tres primeros compromisos son de carácter general y expresan una opción ética: seguir el camino de la integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad perfecta en las palabras (Cf. Salmo 14, 2).

Vienen, después, tres deberes que podemos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia del lenguaje, evitar toda acción que pueda hacer mal al hermano, no difamar al que vive junto a nosotros diariamente (Cf. versículo 3). Se exige después tomar posición de manera clara en el ámbito social: despreciar al malvado, honrar a quien teme a Dios. Por último, se enumeran los últimos tres preceptos sobre los que hay que examinar la conciencia: ser fieles a la palabra dada, al juramento, aunque esto implique consecuencias dañinas; no practicar la usura, plaga que también en nuestros días es una realidad infame, capaz de estrangular la vida de muchas personas, y por último, evitar toda corrupción de la vida pública, otro compromiso que hay que practicar con rigor también en nuestro tiempo.

4. Seguir este camino de decisiones morales auténticas significa estar dispuestos al encuentro con el Señor. Jesús, en el «Discurso de la Montaña», propondrá una esencial «liturgia de entrada»: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mateo 5, 23-24).

Quien actúa como indica el Salmista, dice al concluir nuestra oración, «nunca fallará» (Salmo 14, 5). San Hilario de Poitiers, padre y doctor de la Iglesia del siglo IV, en su «Tractatus super Psalmos», comenta así esta conclusión, entrelazándola con la imagen del inicio de la tienda del templo de Sión: «Al obrar según estos preceptos, es posible hospedarse en esta tienda, se descansa en el monte. Se subraya firmemente la custodia de los preceptos y la obra de los mandamientos. Este Salmo tiene que fundarse en la intimidad, tiene que ser escrito en el corazón, anotado en la memoria. Día y noche tenemos que confrontarnos con el tesoro de su rica brevedad. De este modo, una vez adquirida esta riqueza en el camino hacia la eternidad, y morando en la Iglesia, podremos descansar en la gloria del cuerpo de Cristo» (PL 9, 308).”( San Juan Pablo II. Meditación sobre el Salmo 14. Audiencia general del miércoles 4 febrero 2004)

 

La segunda lectura tomada de la carta del Apóstol Santiago (Sant 2, 1-5), nos da unos  consejos prácticos que son de máxima actualidad por los   Kibia...).

Entre los cristianos a quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o discriminación de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una manifiesta incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17; Lv 19,15; Is 5,23; etc.) condenaba la discriminación de personas (vv. 8-11), opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que Jesucristo corrigió las interpretaciones restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de comportarse será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).

La carta recuerda la predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr Mt 5,3; Lc 6,20) e invita a luchar decididamente por la justicia: «Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano» (Cong. Doctrina de la Fe, Libertatis con­scientia, n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud (cfr Mt 22,39-40) y formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además, tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11) como en la Nueva, «transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2069). Y, como comenta San Agustín, «quien guardare toda la ley, si peca contra un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la caridad, de la que pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca contra aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).

Una fe teórica que no influya decisivamente en la práctica no es fe verdadera. Una persona corrupta, que practica descaradamente el favoritismo político, o económico, o social, o de cualquier clase que sea, no puede declararse cristiana.

 

EL evangelio es de San Marcos  (Mc 7, 1-8a): dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

Después de unos domingos en que hemos escuchado el capítulo 6 del evangelio de Juan,  volvemos al que durante este año del ciclo B, es nuestro "evangelista del año", san Marcos, que iremos  escuchando hasta el Adviento, a principios de diciembre.

La lectura continuada del evangelio de domingo en domingo nos da la ocasión de ir  asimilando, no tanto en el orden del "catecismo", sino en el de la "historia", los diversos  acontecimientos y enseñanzas de Jesús que, a la larga, abarcan todo el misterio de nuestra  fe y de la vida cristiana. Hoy, por ejemplo, aparece el tema de los fariseos, buenas  personas, cumplidores de la ley de Dios, pero con unos defectos muy notorios que Cristo  denunció con insistencia. Es un espejo en el que también nosotros nos tenemos que mirar.

El versículo inicial cobra relevancia especial  en razón de la procedencia de los personajes en él mencionados: fariseos y letrados de  Jerusalén. Esta ciudad es bastante más que la capital administrativa y política judía; es la  razón de ser de un pueblo, su orgullo y añoranza; es madre y guía; de Jerusalén irradia la  luz que ilumina el caminar judío; allí están los pastores del pueblo, a los que, sin embargo,  Marcos ha cuestionado ya como pastores (cfr. 6, 30-34, domingo 16 Ordinario). El conjunto  del texto gira en torno al término impuro. Aparece al comienzo (vs. 2 y 5) y al final (vs. 15 y  23). Manos impuras, hacer impuras a las personas. El término no tiene nada que ver con  los distintos matices del mismo en castellano: mezcla; falta de castidad; deshonestidad. La  impureza de la que el texto habla es la mancha ritual (pastores) o moral (Jesús) que  inhabilita a las personas para tratar con lo santo. La impureza es una incapacidad religiosa.

La preocupación por la pureza denota sensibilidad religiosa. Es en esta línea de  sensibilidad en la que hay que entender la preocupación manifestada por los fariseos  ante la conducta de algunos de los discípulos de Jesús, por más que a nosotros  pueda resultarnos sobrepasadas las formas concretas de expresión de esa sensibilidad  religiosa. De ellas ofrece Marcos una enumeración en el paréntesis explicativo de los vs.  3-4.

La preocupación por la pureza se  enmarca, a su vez, en la gran corriente judía formada por la tradición de los mayores. A  poco que se conozca lo que es ser judío, se caerá en la cuenta de la fuerza e importancia  de la tradición en este pueblo. Es en la tradición donde se articula la esencia de lo judío. La  pregunta, pues, de los pastores a Jesús encierra una gravedad suma. Jesús resuelve el problema dentro de lo más pura línea judía, tal como ésta aparece ya  esbozada en el texto de Isaías 29, 13 que cita: distinción entre el componente humano y  divino de la tradición.

Entresacando el texto de sus componentes judíos, puede hablarse de  moralidad frente a formalismo (en determinados ambientes el término formalismo se  solapa con el de profesionalidad) y de espíritu frente a letra. Enunciada así la problemática,  la cuestión resulta fácil y evidente; la práctica, sin embargo, dice que no es ni fácil ni  evidente.

Las formas y la letra son, en efecto, absolutamente necesarias: responden a la esencia  misma de nuestro ser humano, que es forma corpórea en relación con los demás. La  tradición es, desde esta perspectiva, absolutamente necesaria. Donde no hay tradición no  hay vida que valga la pena. ¿Cómo hacer, sin embargo, que las formas y la letra no acaparen la totalidad del ser  humano, que es también incorporeidad, interioridad, individualidad? En este cómo está la  verdadera dificultad. Este cómo se mueve en el campo de las actitudes, un campo lo  suficientemente fluido como para resistirse al imperio absoluto de las formas y de la letra,  aunque precisamente por ser fluido toma sin resistencia la forma del recipiente que lo  contiene.

Del texto de hoy se deducen las siguientes conclusiones:

1. La tradición que vale la pena es aquélla en la que convive una sana tensión entre  fondo y forma, espíritu y letra.

2. Cuando la forma y la letra predominan o se anquilosan, se impone la ruptura con  ellas.

3. Esta ruptura no significa negar la tradición ni ir en contra de ella.

Fijémonos en una lacónica frase de Jesús, que algunos manuscritos intercalan en el texto  de hoy: El que tenga oídos para oir, que oiga.

 

Para nuestra vida.

La primera lectura, por boca de Moisés, nos  advierte que tendremos vida sólo si  cumplimos la voluntad de Dios en nuestra existencia.

En los mandamientos de Dios está la clave del éxito en nuestra vida, y el camino de la  felicidad, y la fuente de la verdadera sabiduría. Si el pueblo de Israel, en el Antiguo  Testamento, se sentía tan satisfecho de la cercanía de Dios que les hablaba por los  profetas, ¿cuánto más nosotros, los que hemos escuchado la voz del Profeta por excelencia,  el Hijo, Cristo Jesús?.

El salmo ha insistido en la misma perspectiva: sólo merece el nombre de buen creyente y  miembro del pueblo elegido "el que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene  intenciones leales y no calumnia... el que no hace mal a su prójimo... El que así obra, nunca  fallará".

También la segunda lectura -hoy hemos comenzado a leer la carta de Santiago- nos ha  invitado enérgicamente, no sólo a oír la Palabra de Dios (como hacemos en cada  Eucaristía), sino a ponerla en práctica, porque si no, nos engañaríamos. Y nos ha dicho que  la "religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre" es ayudar a los huérfanos y a las  viudas, y no dejarse contaminar con los criterios de este mundo cuando son contrarios a los  dé Cristo.

La verdadera sabiduría no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas de  este mundo, sino en conocer y seguir la voluntad de Dios, que nos comunica en su Palabra  revelada.

Escuchar la palabra de Dios y cumplirla. Ese podría ser el tema base de este domingo.

La primera lectura nos recuerda que la Ley del Señor- es el pensamiento fundamental del Deuteronomio- está dada para la vida. Dios no quiere la muerte ni las sombras; ama la luz y la vida. Y sus palabras no tienen otra finalidad que ofrecerlas, conservarlas y defenderlas. Urge, pues, escucharlas con devoción y sosiego. Nos va en ello la vida.

Las palabras del Señor llevan el nombre de «mandatos» y «preceptos», términos en verdad poco simpáticos a nuestros oídos, sensibles como son a todo aquello que pueda adherir nuestra autonomía personal. Son preceptos y decretos en la forma de expresión. Tras ellos, con todo, en el fondo, se escon­den la voluntad decidida de Dios de preservarnos del mal y de conducirnos a la vida. Considerados bajo otro punto de vida, los preceptos, son expresión concreta de una forma de vida que haga posible y real la convivencia con Dios, origen de todo bien.

Dios ama a su pueblo y quiere vivir en medio de él. Para que no sucumba, para que no muera. Si el pueblo le sigue, si el pueblo se deja llevar por él- ahí están los preceptos-, tendrá la bendición y la vida. No habrá adversario que pueda con él. Nadie ha podido con un Dios tan grande como Yavé, Señor de los Ejércitos. El les va a dar una tierra hermosa y fértil, llena de bienes. Israel será una nación numerosa, un pueblo grande. Llegará a ser la admi­ración de las gentes por su destino, por su grandeza, por su sabiduría. Pue­blo grande, pueblo sabio, pueblo de Dios. Y todo a condición de observar los preceptos sabios y justos del Señor. La fidelidad del Dios de los Padres los ha llevado hasta allí, a las puertas de Canaán. Los preceptos los hará vivir. Basta observarlos.

¡Cuánta necesidad tenemos de que se cumpla la palabra profética de Isaías!. Recibir  luz a nuestros ojos, sensibilizar nuestros oídos, comunicar agilidad a nuestros miembros, palabras a nuestra lengua. Mantente firme. No flaquees, resiste. Basta con que pongas todo el empeño que te sea posible, seguro de que Dios te ayudará. Él está para llegar, y trae el desquite de tanta miseria. Él te resarcirá, te salvará. Te dará la valentía necesaria para seguir caminando en la noche hacia el Señor de la Luz.

"Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35, 5).  Que nuestra tierra se llene de gozo: "Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial".

El profeta Isaías: creía y así lo predicaba, que Dios puede hacer lo que nosotros, con nuestras solas fuerzas, no podemos conseguir: que brote agua en los desiertos y estanques en los páramos, que los sordos oigan y que hablen los mudos. La esperanza cristiana puede y debe llegar mucho más allá de donde puede llegar la sola razón teórica. No se trata de ser ingenuos, sino de confiar en que si nosotros ponemos de nuestra parte lo que Dios nos pide, podremos llegar hasta donde los cobardes de corazón y faltos de esperanza no podrán llegar nunca. La persona cristiana debe ser siempre una persona valiente y esforzada; los cobardes de corazón deben saber que hay un Dios que siempre está viniendo a salvarnos. Para eso vino Jesús al mundo, para salvar lo que estaba perdido y para dar vida a lo que estaba muerto.

 

El salmo 14 es un salmo sapiencial de tipo cultual. Llama la atención el carácter muy "humano" de sus condiciones. Para acercarse a Dios,  no exige El condiciones, "rituales" ni prescripciones "litúrgicas" o "cultuales" sino morales:  ¡ser simplemente un hombre! Hacer el bien, ser íntegro, practicar la justicia, decir la verdad,  no hablar desconsideradamente, no frecuentar aquellos que practican deliberadamente el  mal (los impíos), sino frecuentar "los hombres de adoración", (los hombres de Dios), no  apegarse al dinero, prestar sin interés, no dejarse corromper por el vino. En resumen, lo  que Dios espera del hombre es la calidad de sus relaciones humanas. Esto es algo muy  moderno.

** "¿Señor, quién será recibido en tu casa?". Un día alguien propuso a Jesús una  pregunta equivalente: "Maestro, ¿qué debo hacer para entrar en la vida eterna?" y la  respuesta de Jesús fue también la de proponer reglas de rectitud humana (Marcos 10,17 -  19). Lo que mejor prepara al encuentro con Dios, es respetar nuestra propia naturaleza  humana creada por Dios.

Entre los preceptos concretos del Evangelio, se encuentran a menudo semejanzas con  este salmo:

- "buscad primero el Reino de Dios y su Justicia" (Mateo 6,33)

- "Que vuestra manera de hablar sea "sí" si es "sí", y "no" si es "no" (Mateo 5,37)

- "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mateo 6,24).

Más profundamente aún, ¿Jesús no realizó acaso el ideal de este salmo, siendo este  "justo perfecto" que "habita con Dios en su santa montaña"?

Ante el número creciente de "no bautizados" o de  "bautizados no practicantes"... surge la pregunta sobre la vida eterna, la salvación eterna:  ¿cómo conseguir la vida de Dios? ¿Cómo evitar la condenación? La fórmula de este salmo  es terrible, pues pide simplemente considerar a los impíos (los réprobos en hebreo) como  despreciables. La mentalidad moderna rechaza estas clasificaciones abruptas: ¿es posible  sondear los corazones y lanzar un juicio definitivo afirmando que fulano de tal es réprobo,  impío? La aventura de Jesús, Hijo de Dios encarnado por los hombres y por su salvación,  nos dice que Dios "quiere salvar a todos los hombres" (I Timoteo 2,4). No es Dios  estrictamente hablando quien "condena" al hombre, es el hombre quien deliberadamente  rechaza las propuestas salvadoras del amor de Dios. Vemos en este salmo que las  condiciones para llegar a Dios están al alcance de todo hombre, creyente o incrédulo, ateo  o pagano de buena fe: se trata simplemente de vivir de acuerdo con las reglas de la  conciencia humana universal. El ideal propuesto aquí no es ni siquiera original, es en el  fondo el de todo hombre que respeta a su hermano. De ahí, el criterio con que Jesús hará  el juicio final a los hombres: "¿Cuándo te hemos servido, Señor? Cada vez que habéis  servido al más pequeño de mis hermanos, lo habéis hecho conmigo". (Mateo 25, 31 - 46).  El cristiano debería más que nadie sentirse llamado a esta rectitud de vida, sabiendo que  tal es la voluntad de Dios: "Quien no ama a su hermano a quien ve, tampoco amará a Dios  a quien no ve." (1 Juan 4,20). Por otra parte, ningún hombre honesto puede contentarse,  por así decirlo, con la "rectitud de vida" dejando de lado la "búsqueda sincera de Dios",  para entrar con alegría en el grupo de aquellos que habiendo descubierto a Dios, lo adoran.  Así lo afirma este salmo.

 

La segunda lectura, con el evangelio, nos ofrece un catálogo de obras buenas. Obras que purifican al hombre y al mundo y que son expresión de la auténtica religiosidad. El mundo está manchado por homicidios, codicias, envidias, adulterios, injusticias. No nos ensuciemos de él. Tratemos, por el contrario, de sanearlo: caridad para con el prójimo, para con el pobre, para con la viuda, para con el huérfano; humildad, compasión, piedad… El cora¬zón del hombre impuro desluce la creación. El corazón del hombre bueno la restituye a su primer esplendor. He ahí nuestra tarea.

Queda, por último, el tema de las tradiciones. No vale la tradición que olvida o impide el cumplimiento de la caridad cristiana. Conviene repasar, para valorarlas, esas venerables tradiciones. No digo desecharlas sin mas. Busquemos el sentido religioso que las informó en un tiempo y tratemos de vivirlo. Y si en algún caso desdicen de la caridad, por muy venerables que parezcan habrá que desecharlas. Los mandamientos de Dios son fuente de vida, no las imposiciones humanas.

El «mundo» nos ofrece muchas «costumbres» y formas de comportamiento: etiqueta, educación, máximas, valores, actitudes… Adoptemos respecto a ello una actitud de sana crítica. Todo es bueno y santo si conduce al bien. Pero en el momento en que, los «deberes sociales» pongan en peligro la cari¬dad cristiana, la auténtica religiosidad, se demuestran ya, por ello, falsos y nocivos. En este campo habría muchos ejemplos que aducir.

El fragmento de la Carta del Apóstol Santiago que se nos ha proclamado, es un clásico de la doctrina de la Iglesia sobre la mala práctica en la acepción de personas y que nos pone inevitablemente sobre uno de los principales cometidos de la Iglesia: su opción por los pobres.

Santiago, probablemente el «hermano del Señor», presenta en forma de carta una serie de consejos prácticos de tipo sapiencial con marcado carác­ter ético. El cristianismo es, después de todo, una vida. Y una vida necesita, de una forma o de otra, de orientaciones morales o máximas de tipo práctico. La carta de Santiago abunda en ellas.

A todos maravillan, sobre todo en aquellos tiempos, la grandiosidad del firmamento, el sol brillante y bondadoso, la luna juguetona y bella, las estre­llas diminutas y lejanas, las estaciones, los cambios. Muchos los adoraban como dioses o fuerzas superiores. Pero ya el Génesis les había asignado su puesto debido: obras maravillosas de Dios al servicio del hombre. Dios está sobre ellas. Dios bondadoso las crea, Dios inmutable las mueve, Dios provi­dente las gobierna. Son un don del Dios Altísimo. El no cambia, ni se encuen­tran en él lagunas o sombras que lo mancillen. Es en su totalidad perfecto. Y todo don perfecto y todo beneficio vienen de él.

Beneficio estupendo ha sido que nosotros, sin merecerlo, llegáramos a ser sus hijos, mediante el Evangelio, en el bautismo. Hemos obtenido el primer puesto en el mundo, primicias de sus criaturas. Es una condición de excelen­cia y de prestigio. Pero no es, sin más un mero puesto de honor. Es, más bien, una responsabilidad y una vocación. Tenemos la vida, y si la vivimos, nos salvará. Es una planta que requiere cuidados y atenciones. No basta mirarla y admirarla; es necesario cultivarla. No consiste tan sólo en oír la palabra; es menester practicarla. Sería un error terrible, fatal, no entenderla así. Por los frutos sabremos si nuestra religión es auténtica. Asistencia a los menesterosos - huérfanos, viudas, pobres… - y «no mancharse las ma­nos con este mundo». ¡Y cuánto hay en el mundo que puede mancillar nues­tra condición de hijos! ¿Ya nos damos cuenta de ello?

Desagraciadamente el uso de las apariencias para juzgar a nuestros semejantes es, como se ve, un tema muy antiguo en el proceder de la humanidad. Apreciamos a los ricos, que llevan anillo, a los elegantes que llevan ropas que admiramos; y buscamos estar a bien con aquellos que en algo nos pueden beneficiar. Por el contrario, huimos de quienes nada nos pueden dar, de las gentes que parece que nada tienen, de la pobreza real, que siempre es sucia y deshilachada por el propio efecto de la carencia de medios y bienes.

 

El evangelio de San Marcos nos sitúa ante un tema candente en la predicación de Jesús,  la tradición de los «mayores».  Con buen espíritu probablemente, había introducido los «antiguos» ciertas prácticas de carácter religioso en la vida cotidiana. Trataban de ser aplicaciones de la Ley. Las prácticas se hicieron costumbres. Y éstas, a su vez, quedaron sancionadas como obligatorias y pasaron a engrosar, de este modo, el catálogo de preceptos religiosos. Se hicieron Ley. No estaban escri­tas; se conservaban en la tradición oral. Los fariseos las veneraban sobre­manera. Para ellos eran auténticas prácticas «religiosas» con valor moral. ¿Cuál es la actitud de Jesús ?.

A veces también en la Iglesia tenemos este tipo de “tradiciones” y “practicas”.

La pregunta de los fariseos es una acusación. Y la acusación, en el fondo, es: ¿Por qué los discípulos no observan las «tradiciones» de los mayores? Al parecer la conducta seguida de los discípulos y por Jesús mismo no hacía gran caso de tales prescripciones. Ante los fariseos esto delata una falta grave de religiosidad. En el fondo, pues, la acusación es seria: Jesús y los discípulos no observan la Ley.

La respuesta de Jesús se mantiene a la misma altura. Sus palabras devuelven, por una parte, la acusación y, por otra, declaran cuál es la autén­tica religiosidad. El texto de Isaías cumple la finalidad primera. Ahora, como en tiempos del profeta, creen los hombres cumplir con la obligación de religiosidad ateniéndose tan solo a la práctica material de preceptos ritua­les. Muchos ritos, muchas ceremonias, muchas prácticas de ningún conte­nido ético; pero el corazón permanece duro y vacío. Otra vez la oposición de la religión ritualista a la religión espiritual de los profetas. En realidad, viene a decir Jesús, son ellos los que no observan los mandamientos de Dios por atender a la «tradición» de los mayores. Son preceptos humanos los que enseñan, mientras su corazón, pensamientos y afectos de piedad y amor, está vacío y lejos del Señor. La Ley del Señor hay que cumplir, no los pre­ceptos humanos. Estos han acabado por substituir a los primeros.

Jesús declara, en segundo término, en qué consiste la auténtica religiosidad. No son las comidas ni las bebidas ni cualquier otra cosa externa lo que «ensucian» al hombre. Es más bien su actitud y postura respecto a Dios y a los hombres. No es falta de religiosidad comer con las manos sin lavar o en ollas sin limpiar. La falta grave de religiosidad se da en aquel que en su co­razón concibe y alimenta el odio, la envidia, la codicia, la falta de respeto, la impiedad… Ese es el que mancha todo lo que toca. La verdadera religiosidad se encuentra en el cumplimiento de los mandamientos de Dios, en la confor­midad del corazón humano a la voluntad de su Señor. De sentimientos bue­nos hay que llenar las prácticas rituales y entonces serán buenas. Pero és­tas por sí mismas no hacen al hombre bueno. ¿Cuánto menos se han de im­poner como obligatorias? Semejante postura de Cristo se puede apreciar a lo largo de todo el evangelio.

Tomemos, de momento, como centro de reflexión la queja de Jesús. Jesús se queja, como se quejó en su tiempo Isaías, como se quejaron en todos los tiempos los profetas enviados por Dios: he ahí un pueblo hipócrita, cuya lengua no expresa lo que siente el corazón; o mejor dicho, cuyo corazón está lejos de lo que formula la lengua. Lengua y corazón: he ahí un punto muy importante que conviene considerar. ¿Dónde está nuestro corazón? ¿Qué dicen nuestros labios?. Nos confesamos cristianos; ¿procuramos serlo?. Acudimos a las celebraciones litúrgicas; ¿deseamos elevar el corazón a lo que pronuncian los labios?. Cristianos - padres, madres, esposos, esposas, sacerdotes, religiosos… - ¿qué hay de todo esto en nuestra vida? ¿hasta que punto está justificada la acusación que pueden hacernos de hipócritas o falsarios?. Sería ridículo querer engañar a Dios. Dios no escucha lo que dicen nuestros labios cuando se encoge nuestro corazón. Al parecer, es tentación frecuente querer suplir a falta de calor religioso con fórmulas frías sin contenido alguno. ¿No habremos caído en ese vicio?. No son las palabras las que dan sentido a la vida, sino la vida la que da sentido a las palabras. No nos engañemos, advierte Santiago.

Jesús se queja de que, a pesar de tanto rito y tanta ceremonia, quedan sin cumplirse los mandamientos de Dios. Conocemos de sobra los diez mandamientos, los preceptos del amor; ¿por qué no repasar uno por uno todos sus apartados y emprender una reforma radical en nuestra vida?. Las lecturas de hoy nos invitan a ello: ¡escuchar la palabra de Dios! Es el primer paso. ¿Cómo vamos a conocer el camino de la vida si no atendemos a lo que Dios nos dice?. Sus palabras son la norma de conducta. Aprendámoslas y sigámoslas. Hoy día se está perdiendo la conciencia cristiana. ¡Urge escuchar con atención suma y cuidado exquisito la palabra de Dios! ¡Hay que formar la conciencia!.

La norma, la ley, es necesaria, y nos sirve de camino para el bien y para la armonía  interior y exterior.

Pero Jesús critica en los fariseos un estilo defectuoso en su cumplimiento de la ley. Será  bueno que hagamos examen de conciencia, por si también nosotros merecemos estas  acusaciones.

* Los fariseos exageraban en su interpretación de la ley, creando en los demás un  complejo de angustia y opresión; como cuando discutían de si los discípulos de Jesús  podían en sábado comer unos granos de trigo al pasar por el campo; o si un enfermo podía  extender su mano para que la curara jesús; en el pasaje de hoy la discusión es sobre si  tienen que lavarse o no las manos antes de ponerse a comer. ¿Somos así nosotros?  ¿somos capaces de perder la paz, y hacerla perder a otros, por minucias insignificantes en  la vida familiar o eclesial? ¿sabemos distinguir entre lo que tiene verdadera importancia y lo  que no? Son aspectos en que podemos caer como personas y también como institución,  incluida la Iglesia como tal, a lo largo de la historia.

* Los fariseos daban importancia a la apariencia exterior y descuidaban lo interior; Jesús  les ataca alguna vez llamándoles "sepulcros blanqueados", limpios por fuera y podridos por  dentro. Es el defecto del legalismo o del formalismo exterior. Lo exterior es bueno -la vida  está hecha de detalles-, pero no es lo principal; las actitudes interiores hay que cuidarlas  más. Jesús nos dice hoy, por ejemplo, que no es tanto lo que comemos o dejamos de comer,  sino nuestros sentimientos interiores y las palabras que salen de nuestra boca lo que  importa.

* Los fariseos son atacados por Jesús por hipócritas: "Este pueblo me honra con los labios  pero su corazón está lejos de mí". Somos fariseos cuando aparentamos por fuera una cosa y  por dentro pensamos o hacemos lo contrario. Es fácil juntar las manos o decir oraciones o  cantar o llevar medallas; lb difícil es vivir en cristiano y actuar conforme dicen nuestras  palabras.

* Los fariseos se creían justos, santos, superiores a los demás. Y así se presentaban  también ante Dios en su oración. Cuando Jesús contó la parábola del fariseo y del  publicano, dijo que éste, el publicano, que se reconocía pecador, bajó del Templo  perdonado. Y el fariseo, no.

La Palabra de Dios nos urge hoy, por tanto, a ser cumplidores de la ley y de la voluntad  de Dios. Pero con convicción y con amor. No según el estilo de los fariseos, que puede ser  el nuestro, tanto si somos eclesiásticos como laicos, jóvenes o mayores.

¡Y cumplirla! Lo subrayan de forma explícita la primera y segunda lectura. La primera insiste en la necesidad de llevar a la práctica la palabra de Dios, pues en ello nos va la vida. El cumplimiento de la palabra de Dios nos hará salvos, sabios, admirables, considerados. La vida debe ser expresión de un Dios bueno y salvador entre nosotros. En realidad, ¿qué nación o pueblo puede presentar un Dios tan cercano como el nuestro?. Dios en medio de nosotros: Cristo Cabeza de la Iglesia; Cristo en la Eucaristía; Cristo Esposo; templos del Espíritu Santo; morada de la Santísima Trinidad… Estos pensamientos deben espolearnos a obrar bien. La responsabilidad es grande, como es grande el don de la presencia de Dios en nosotros.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

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