" Esta Trinidad de la fe Católica es presentada y
creída de una manera inseparable... que todo lo que por ella se realiza debe
considerarse realizada por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo.
Nada hace el Padre que no lo haga también el Hijo y el Espíritu Santo, ni nada hace el Espíritu Santo que no lo hagan el Padre y el Hijo,
y nada hace el Hijo que no
lo hagan también el Padre y el Espíritu Santo... " (San Agustín).
Hoy
celebramos la Fiesta de la Santísima
Trinidad y en ella la Iglesia celebra la Jornada “Pro orantibus”. En este día
se nos invita a orar por aquellos que oran continuamente por nosotros;
invitación más significativa en este año de la Vida Consagrada; orar para que
los llamados a esta vocación singular vivan su vocación de contemplación en
total fidelidad al Espíritu. El lema de este año, “Sólo Dios basta””, es un
conocido verso de un poema de Santa Teresa de Jesús y nos recuerda que seguimos
celebrando el Año Jubilar Teresiano. En una fase tan corta se resume lo
esencial de la vida contemplativa: entender la vida únicamente desde Dios,
relativizando todo aquello que tanto nos ocupa y así recordarnos a todos que
estamos llamados a vivir deseando el mundo futuro.
La fiesta de la Santísima Trinidad, que guarda una clara relación con la de Pentecostés, celebrada el domingo pasado, es el principio del Tiempo Ordinario. Generalmente nos ha preocupado con exceso querer desentrañar cerebralmente el misterio, que no es lo importante. Intelectualmente no se conseguirá nunca. Ahora bien, el corazón es capaz de gozar de la relación personal con Dios, y esto sí que importa y convence.
Hoy la primera lectura tomada del
libro del Deuteronomio (Dt . 4, 32-34.39-40) nos presenta a Dios a partir del recuerdo y la meditación de sus grandes
manifestaciones salvadoras en la historia.
Atribuidas a Moisés, las
exhortaciones contenidas en este pasaje, pertenecen en realidad a un autor
anónimo que vivió en Babilonia en el siglo VI a.C. entre los israelitas
conscientes de ser responsables de la condición de la esclavitud en la que se
encontraban, y convencidos de haber comprometido definitivamente su historia
con los pecados que habían cometido. Están tristes, desalentados y necesitan
escuchar palabras de consuelo y esperanza.
El profeta se dirige a estos
deportados y les invita a repensar el pasado. Les pide recordar las obras de
salvación realizadas por el Señor en Egipto y compararlas con las gestas que
los otros pueblos atribuyen a sus dioses. La conclusión es obvia: en todo mundo
nadie ha oído hablar nunca de un Dios que haya intervenido con tanto poder para
liberar a su pueblo, como el Señor ha hecho con Israel. Ningún Dios ha hablado
jamás como Él hizo con Abraham, con los patriarcas y con Moisés en la zarza
ardiente; nunca se ha escuchado que ningún Dios haya obrado maravillas
extraordinarias, como ha hecho el Señor para salvar a su pueblo (vv. 32-34).
El recuerdo de la liberación de la
esclavitud en Egipto (vv. 34.37), de la alianza en el Sinaí (vv. 33.35), y del
don gratuito de la tierra prometida (v. 38), hace concluir al autor
deuteronomista: "Reconoce, pues, y graba hoy en tu corazón que el Señor es
el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro" (v. 39). De esta afirmación
teológica fundamental para la fe de Israel, se deriva la exigencia ética
esencial de la alianza: "Cumple sus leyes y mandamientos, que yo te
prescribo hoy" (v. 40). La fe en el único Dios verdadero, que lo ha
liberado y elegido como propiedad suya, exige a Israel la obediencia radical a
su voluntad, condición para vivir felizmente a través de todas las generaciones
en la tierra que el Señor le ha dado.
Los dioses
de otros pueblos viven en el cielo y no están interesados en lo que sucede en
la tierra, moran en templos donde esperan a ser atendidos y recibir los
sacrificios de sus devotos; el Dios de Israel, por el contrario, está implicado
en la historia de su pueblo.
Si los
deportados a Babilonia confían en este Dios atento a las vicisitudes del
hombre, no pueden permanecer de brazos caídos: Él ciertamente acudirá a
liberarlos, como hizo en tiempos pasados.
Esta
revelación de Dios amigo y protector, dirigida por el profeta a los
israelitas que están en Mesopotamia, se dirige también hoy a todos los hombres
para que, en todas las circunstancias de la vida, se sientan acompañados por el
Señor y sepan que Él se alegra de sus éxitos y participa en sus desilusiones.
Quienes creen en este Dios, no pierden nunca el ánimo, incluso si existen
errores en sus vidas, pues el Señor les comprende y les muestra siempre cómo
remediarlos.
Lejos de
inducir a cometer pecados, la fe en el Dios de Israel, que es sólo amor y
ternura y está siempre dispuesto a rescatar a su pueblo, es un incentivo para
cultivar la confianza y acoger sus preceptos como palabras de vida. Por eso la
lectura termina con la exhortación: “Guarda los mandamientos y preceptos;
así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan” (v. 40).
En el salmo de hoy se nos recuerda la condición de
bienaventuranza que supone pertenecer al pueblo escogido. ( Salmo 42)
R.- "Dichoso el pueblo que el Señor se escogió en
heredad".
" La
palabra del señor es sincera,
y todas sus
acciones leales;
El ama la
justicia y el derecho,
y su
misericordia llena la tierra.
La palabra
del Señor hizo el cielo,
el aliento
de su boca, sus ejércitos,
porque El lo
dijo y existió,
Él lo mandó
y surgió.
Los ojos del
Señor están puestos en sus fieles,
en los que
esperan su misericordia,
para librar
sus vidas de la muerte
y reanimarlos
en tiempo de hambre.
Nosotros
aguardamos al Señor:
Él es
nuestro auxilio y escudo;
Señor, que
tu misericordia
venga sobre
nosotros,
como lo
esperamos de ti ".
En la segunda lectura de la Carta de
san Pablo a los romanos (Rom 8, 14,17), nos recuerda el don del Espíritu y nuestra constatación de
condición de hijos.
La Carta
a los Romanos fue escrita por san Pablo entre el 57 y 58 d.C. cuando se decidía
a evangelizar España y para eso tenía que pasar por Roma. No se conocen los
orígenes de la comunidad cristiana de Roma y la carta no nos aporta un indicio
de la estancia del Apóstol allí al momento de su escritura.
Podemos
identificar toda una unidad retórica en 8,1-17 que se compone de la siguiente
manera:
A. Proposición
v.1
B. Razón v.2
C. Desarrollo
de la argumentación vv.3-17
C1. En el pasado
vv.3-4: la misión del Hijo de Dios.
C2. En el presente
vv.5-13: los bautizados son animados por el Espíritu.
vv.5-8 Principios generales de la carne vs. Espíritu
vv.9-11
Aplicación de los principios de vv.5-8 a los bautizados
vv.12-13
Exhortación moral
C3. Glorificación
vv.14-17
La sección litúrgica (8,14-17) es la
última parte de la argumentación del Apóstol acerca de 8,1-2: Por lo
tanto, ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo
Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, me libró, en
Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte.
Los bautizados por
haber recibido el Espíritu de la filiación divina debemos comportarnos como
hijos de Dios y herederos de la gloria con Cristo pero ¿de qué sufrimientos se
trata cuando nos dice que tenemos que tomar parte en los sufrimientos de
Cristo? Más aún, en esta época que intenta negar todo sufrimiento humano, en donde
han surgido grupos religiosos, como hongos, ofreciendo la "felicidad
total" y el "sufrimiento cero" como mercancía a cambio de
generosas dádivas para "dejar de sufrir". Pablo no explica de qué
sufrimientos se trata pero en el v.18 nos da a entender que se trata de
sufrimientos ligados a la condición humana, por los efectos del pecado: Yo
considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la
gloria futura que se revelará en nosotros.
El Espíritu guía al cristiano en el
camino de la historia, como Yahvé guiaba a Israel en el desierto (Deut. 1,33):
"Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios" (v. 14) . Mientras caminamos, el Espíritu nos hace partícipes de la
vida del Hijo, a tal punto que podemos dirigirnos al Padre con la familiaridad
con que lo hacía Jesús, no como esclavos llenos de temor, sino como verdaderos
hijos: "Padre" (Abbá) (v. 15). El Espíritu, en lo profundo de nuestro
espíritu, continuamente da testimonio de que somos hijos de Dios (v. 16). El
gran testigo de la filiación divina es el Espíritu. Al final del camino,
después de los sufrimientos y pruebas de la historia, el mismo Espíritu nos
introducirá en la gloria de Cristo, como "coherederos", "puesto
que sufrimos con él para ser glorificados junto con él" (v. 17).
El evangelio de San Mateo (Mt. 28, 16-20)
Un monte es de nuevo el escenario
propicio para el encuentro del hombre con Dios... En el silencio de las alturas
es más fácil escuchar la palabra inefable del Señor, en la luz de las cumbres
es más asequible contemplar la grandeza divina, sentir su grandiosa majestad.
En esta ocasión que nos relata el evangelio, Jesús se despide de los suyos y
antes de marchar les recuerda que le ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra. Esto supuesto los envía a todo el mundo para que hagan discípulos de
entre todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo.
El
texto narra la aparición pascual de Jesús en Galilea con la que concluye el
evangelio de Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de Cristo, la
misión y la promesa de la presencia del Señor hasta el final de los tiempos. El
escenario es un "monte", símbolo bíblico que representa un espacio
privilegiado de revelación divina .
Jesús
declara solemnemente su señorío absoluto sobre el cielo y la tierra: "Me
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (v. 18). La palabra
"poder" traduce el término griego exousía, que indica el
"poder", el "derecho" y la "capacidad" que
caracterizan la palabra y la obra de Jesús para llevar a cabo el proyecto del
reino (Mt 7,29: "enseñaba con exousía"; 9,6: "el Hijo del
Hombre tiene en la tierra exousía para perdonar pecados"; 21,27:
"tampoco yo les digo con qué exousía hago lo que hago"). Jesús
Resucitado es Señor de cielo y tierra, con el poder mesiánico para transformar
la historia humana y llevarla a la plenitud de Dios.
Jesús
ordena a los discípulos: "Id, pues, y enseñad a todas las naciones,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado" (vv. 19-20). La
misión de la Iglesia aparece sin ningún tipo de límites ni restricciones,
destinada a alcanzar a todos los hombres de la tierra. La fórmula bautismal, de
origen post-pascual, representa la cristalización doctrinal de una larga
reflexión de la comunidad de Mateo sobre el rito más importante de la Iglesia
primitiva. El "nombre", en sentido bíblico, representa la persona.
Bautizar "en el nombre" del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es
introducir al bautizado a una comunión vital con la Trinidad.
La
última palabra de Jesús en el evangelio de Mateo es una promesa: "Yo
estaré con vosotros". En el Antiguo Testamento, la frase: "yo estaré
contigo", o "yo estaré con vosotros", expresa la garantía de una
presencia salvadora y activa de Dios . Jesús, constituido como Señor universal
mediante la resurrección, lleva a plenitud esta presencia salvadora de Dios. El
es "Dios-con-nosotros". La eficacia de la misión y la autoridad de la
enseñanza de los apóstoles se fundamenta en esta presencia de Jesús.
Para nuestra vida
Para
la mayoría de nosotros la Trinidad se presenta como una realidad obscura, como
un misterio ante el cual tenemos que suspender nuestros razonamientos y no
tratar de penetrarlo o comprenderlo. Pero la palabra "misterio" no
significa propiamente una realidad obscura e incomprensible, sino algo que no
puede ser comprendido de manera inmediata y definitiva, pero que está siempre
abierto a una mayor comprensión y penetración. Jamás podremos 'poseer' a Dios,
encerrándolo en la racionalidad de nuestro pensamiento; pues Él es "El
que Es", y está siempre por encima de nuestra capacidad de
comprensión.
No
podemos, pues, reducir el misterio de la Trinidad a un concepto, a una idea; pero
debemos tratar de descubrir su infinita riqueza, fijándonos en las dimensiones
con que se nos manifiesta en la historia humana. De hecho, la Biblia, para
revelarnos la realidad de Dios no nos presenta una serie de conceptos
abstractos; nos presenta la historia de su actuar con nosotros y en favor
nuestro.
Eso sucede en el Antiguo Testamento
(primera lectura).
Recordando lo que ha sucedido a Israel, desde la liberación de Egipto, la
manifestación de Dios en el Sinaí y otras grandes acciones salvadoras suyas, la
tradición del Deuteronomio llega a subrayar el tema fundamental: «El Señor
es nuestro Dios». La fe tiene su fundamento en una historia precedente, de
la que no podemos prescindir, sino que se nos hace presente y nos interpela
directamente; que pide de nosotros no una respuesta abstracta y teórica, sino
una adhesión que pone en juego toda nuestra existencia.
Por
esa adhesión de fe, se desarrolla en nosotros la vida misma de Dios; don que la
benevolencia del Padre promete a todos los seres humanos por medio de Cristo.
Esa vida -como nos dice hoy San Pablo en la segunda lectura- es actuada
en nosotros por el Espíritu, el cual nos hace participar de tal manera en la
vida del Hijo, que podemos dirigirnos al Padre con la misma familiaridad de
Jesús. No nos dirigimos ya a Dios como esclavos a su señor, sino como hijos,
dándole el nombre de "Abbá Padre".
El
Espíritu que recibimos no es un espíritu que lleva a la esclavitud y al temor,
como sucedía con la ley antigua. Este Espíritu nos hace participar de la
herencia misma de Cristo, de la naturaleza misma de Dios (Cfr. 2 Pe 1,4), y
hace que estemos destinados a la gloria.
En el pasaje del evangelio de
hoy, aparecen las tres personas de la Santísima Trinidad, en la 'fórmula' con
que los discípulos han de bautizar "a todas las gentes" (Mt 28,19). La tarea de esta Iglesia,
formada por creyentes que participan del Espíritu de Cristo, es la misma misión
con la que el Hijo vino a este mundo: llevar a todos hacia el Padre. El
creyente, injertado en la vida de Dios por medio del bautismo, debe disponerse
a cumplir, como Cristo, la voluntad del Padre.
Resumiendo
comprobamos lo difícil que nos resulta a
veces contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Y, sin embargo,
podríamos centrar esa contemplación en una frase tan sencilla como cercana:
«Dios es una comunidad de amor». Contemplamos a Dios como Padre; en Jesús como
el Hijo, y en el Espíritu Santo. El Dios en el que creemos es ante todo Padre,
que no se impone por su poder sino por su bondad amorosa. Este Padre se ha dado
a conocer en su Hijo, Jesús, quien nos revela un Padre profundamente humano y
cercano a todos los seres humanos. Este Dios actúa en la historia por la fuerza
del Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Una
comunidad de amor que se derrama continuamente, eternamente, sobre la
humanidad. No son tres dioses: Dios es como la madre, Dios es como la Palabra,
Dios es como el viento... Dios es como muchas cosas más: como el pastor, como
el médico, como el agua, como el pan. Y todo eso lo sabemos por Jesús, el Hijo,
el que conocía muy bien el corazón de Dios.
Así comenta San Agustin el tema de la
Santísima Trinidad.
" La
inseparable Trinidad de personas
1.
La lectura del Evangelio nos ha propuesto el tema
de que debemos hablar a vuestra caridad, como si fuera un mandato del Señor, un
mandato auténtico. De él estaba esperando mi corazón una como señal para
predicar este sermón; necesitaba advertir que quería que yo hablase de lo que
él había dispuesto que se leyese. Escuchad con atención y devoción, y una y
otra cosa sean de ayuda ante el mismo Señor Dios nuestro para mi trabajo. Vemos
y contemplamos, como ante un espectáculo que Dios nos presenta, que junto al
río Jordán se nos muestra Dios en su Trinidad. Llega Jesús y es bautizado por
Juan, el Señor por el siervo, cosa que hizo para dar ejemplo de humildad. En
efecto, cuando al decirle Juan: Soy yo
quien debe ser bautizado por ti y tú vienes a mí, respondió: Deja eso ahora para que se cumpla toda
justicia, manifestó que es en la humildad donde se cumple la justicia.
Después de haber sido bautizado, se abrieron los cielos y descendió sobre él el
Espíritu Santo en forma de paloma; luego siguió una voz que vino de lo alto: Este es mi Hijo amado, en quien me sentí
bien. Tenemos aquí, pues, a la Trinidad con una cierta distinción de las
personas: en la voz, el Padre; en el hombre, el Hijo; en la paloma, el Espíritu
Santo. Sólo era necesario recordarlo, pues verlo es extremadamente fácil. Con
toda evidencia, por tanto, y sin lugar a escrúpulo de duda, se manifiesta aquí
esta Trinidad. En efecto, Cristo el Señor, que viene hasta Juan en la condición
de siervo, es ciertamente el Hijo; no puede decirse que es el Padre o el
Espíritu Santo. Vino, dice, Jesús: ciertamente el Hijo de Dios.
Respecto a la paloma, ¿quién puede dudar?, o ¿quién hay que diga: «Qué es la
paloma», cuando el Evangelio mismo lo atestigua claramente: Descendió sobre él el Espíritu Santo en
forma de paloma? En cuanto a la voz aquélla, tampoco existe duda alguna
de que sea la del Padre, puesto que dice: Tú eres mi Hijo. Tenemos, pues, la distinción de personas en la
Trinidad.
2.
Si ponemos atención a los lugares, me atrevo a
decir —aunque lo diga tímidamente, me atrevo a decirlo—, tenemos la
separabilidad en cierto modo de las personas. Cuando Jesús viene al río, va de
un lugar a otro; la paloma desciende del cielo a la tierra, es decir, de un
lugar a otro; la misma voz del Padre no salió de la tierra ni del agua, sino
del cielo. Hay, pues, aquí una como separación de lugares, de funciones y de
obras. Alguien podrá decirme: «Muestra ahora que la Trinidad es inseparable ».
No olvides que hablas como católico y que hablas a católicos. Nuestra fe, es
decir, la fe verdadera, la recta, la fe católica, así lo profesa; fe que no se
funda en opiniones o conjeturas, sino en el testimonio de la lectura escuchada;
fe que no duda ante la temeridad de los herejes, sino que se cimienta en la
verdad de los Apóstoles. Esto lo sabemos y lo creemos. Y aunque no lo vemos con
los ojos y ni siquiera con el corazón, mientras nos purificamos mediante la fe,
a través de esa misma fe mantenemos con toda verdad y firmeza que el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo forman la Trinidad inseparable, es decir, un solo
Dios, no tres. Pero un Dios tal que el Hijo no es el Padre, que el Padre no es
el Hijo, que el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu
de ambos. Esta inefable divinidad que permanece en sí misma, que renueva todo y
todo lo crea, recrea,
envía y llama a sí, que juzga y absuelve, esta Trinidad inefable es al mismo
tiempo inseparable, como sabemos.
3. ¿Qué hacer,
pues? He aquí que el Hijo viene en cuanto hombre separadamente; de forma
separada desciende el Espíritu Santo del cielo en forma de paloma;
separadamente también sonó la voz del Padre desde el cielo: Este es mi Hijo. ¿Dónde está, pues,
la Trinidad inseparable? Dios se ha servido de mí para despertar vuestra
atención. Orad por mí, y, como abriendo vuestro seno, os conceda él mismo con
qué llenar lo que habéis abierto. Colaborad con nosotros. Estáis viendo lo que
hemos emprendido; no sólo qué cosa, sino también quién; desde dónde lo queremos
explicar, es decir, dónde nos hallamos, cómo vivimos en un cuerpo que se
corrompe y molesta al alma y cómo la morada terrena oprime la mente llena de
pensamientos. Cuando aparto mi mente de la multiplicidad de las cosas y la
recojo en el único Dios, Trinidad inseparable, buscando algo que deciros,
¿pensáis que, para hablaros algo digno, podré decir: A ti, Señor, levanté mi alma, viviendo en este cuerpo que agrava
al alma? Ayúdeme él, elévela él conmigo. Soy débil para esa tarea y me resulta
pesada.
4. «¿Hace algo el
Padre que no haga el Hijo? ¿O hace algo el Hijo que no haga el Padre?» Estas
preguntas suelen ser planteadas por hermanos afanosos de saber, suelen ocupar
las charlas de quienes aman la palabra de Dios, y a causa de ella suele
pulsarse mucho a las puertas de Dios’. Refirámonos por ahora al Padre y al
Hijo. Una vez que haya coronado nuestro intento aquel a quien decimos: Sé mi ayuda, no me abandones, se
comprenderá que tampoco el Espíritu Santo se separa nunca de la operación común
al Padre y al Hijo. Escuchad, pues, la cuestión planteada, pero en relación al
Padre y al Hijo. «¿Hace algo el Padre sin el Hijo?» Respondemos: «No». ¿Acaso
tenéis dudas? ¿Qué es lo que hace el Padre sin aquel por quien fueron hechas
todas las cosas? Todas las cosas, dice
la Escritura, fueron hechas por él. Y
recalcándolo hasta la saciedad para los rudos, torpes e incordiantes, añadió: Y sin él nada fue hecho.
5. ¿Qué decir,
hermanos? Por él han sido hechas todas
las cosas. Entendemos ciertamente que toda criatura fue hecha por el
Hijo; que la hizo el Padre mediante su Verbo, Dios a través de su Poder y
Sabiduría. ¿O hemos de decir, acaso, que, efectivamente, en el momento de la
creación, todo fue hecho por él, pero que ahora no gobierna el Padre por él
todo cuanto existe? En ningún modo. Aléjese este pensamiento de los corazones
de los creyentes, rechácelo la mente de los piadosos y la inteligencia de los
devotos. Es imposible que, habiendo creado todas las cosas por él, no las
gobierne también por él. Lejos de nosotros pensar que no es regido por él lo
que tiene el ser por él. Pero probemos también por el testimonio de las
Escrituras no sólo que por él han sido hechas y creadas todas las cosas, según
el texto evangélico: Por él han sido
hechas todas las cosas y sin él nada se hizo, sino también que por él
son regidas y dispuestas cuantas cosas han sido hechas. Vosotros reconocéis que
Cristo es la Potencia y Sabiduría de Dios; reconoced también que se dijo de la
Sabiduría: Se extiende con fortaleza
de un confín a otro y lo dispone todo con suavidad. No dudemos, pues, de
que todas las cosas son gobernadas por quien las hizo. Nada hace el Padre sin
el Hijo y nada el Hijo sin el Padre.
6. Sale al paso
otra dificultad que en el nombre del Señor y por su voluntad nos disponemos a
resolver. Si nada hace el Padre sin el Hijo y nada el Hijo sin el Padre, ¿no
será obligado afirmar también que el Padre nació de la Virgen María, que el
Padre padeció bajo Poncio Pilato, que el Padre resucitó y subió al cielo? En
ningún modo. No decimos esto porque no lo creemos. Creí, y por eso hablé; también nosotros creímos, y por eso hablamos. ¿Qué
se proclama en la fe? Que fue el Hijo quien nació de la Virgen, no el Padre.
¿Que se proclama en la fe? Que fue el Hijo quien padeció bajo Poncio Pilato y
quien murió, no el Padre. No se nos oculta que algunos, llamados Patripasianos,
entendiéndolo mal, afirman que el Padre mismo nació de mujer, que él fue quien
padeció, que el Padre es a la vez Hijo, que se trata de dos nombres, no de dos
realidades. La Iglesia los separó de la comunión de los santos para que no
engañasen a nadie y, separados, discutiesen entre sí.
7. Traigamos,
pues, de nuevo ante vuestras mentes la dificultad del problema. Alguien me
dirá: «Tú has dicho que nada hace el Padre sin el Hijo, ni el Hijo sin el
Padre; además presentaste testimonios tomados de la Escritura que confirman que
nada hace el Padre sin el Hijo, puesto que por él fueron hechas todas las
cosas, y que nada es regido sin el Hijo, puesto que es la Sabiduría del Padre
que se extiende de un confín a otro
con fortaleza y lo dispone todo con suavidad. Ahora, contradiciéndote al
parecer, me dices que fue el Hijo quien nació de una virgen, no el Padre; que
fue el Hijo quien padeció, no el Padre, y lo mismo dígase de la resurrección.
He aquí, pues, que hallo que el Hijo hace algo que no hace el Padre. Confiesa,
por tanto, o bien que el Hijo hace algo sin el Padre, o bien que el Padre
nació, padeció, murió y resucitó. Di una cosa u otra. Elige una de las dos». No
elijo ninguna; no afirmo ni lo uno ni lo otro. Ni digo que el Hijo hace algo
sin el Padre, pues mentiría si lo dijera; ni tampoco que el Padre nació, padeció,
murió y resucitó, porque si esto dijera no mentiría menos. «¿Cómo, me dices,
vas a salir de estos aprietos?».
8. Os agrada la
dificultad propuesta. Dios nos ayude para que os agrade también una vez
resuelta. Fijaos en lo que digo, para que nos libere tanto a mí como a
vosotros. En el nombre de Cristo nos mantenemos en una misma fe, bajo un mismo
Señor vivimos en una misma casa, bajo una sola cabeza somos miembros de un
mismo cuerpo, y un mismo espíritu nos anima. Para que el Señor nos saque de los
aprietos de este dificilísimo problema a todos, a mí que os hablo y a vosotros
que me escucháis, esto es lo que digo: «Es el Hijo, no el Padre, quien nació de
la Virgen María; pero tanto el Padre como el Hijo realizaron ese mismo
nacimiento que es del Hijo y no del Padre. No fue el Padre quien padeció, sino
el Hijo; pero tanto el Padre como el Hijo obraron tal pasión. No resucitó el
Padre, sino el Hijo; pero la resurrección fue obra del Padre y del Hijo». Al
parecer estamos ya libres de esta dificultad, pero quizá sólo por mis palabras;
veamos si también las divinas lo confirman. Me corresponde a mí demostrar con
testimonios de la Sagrada Escritura que el nacimiento del Padre lo obraron el
Padre y el Hijo. Dígase lo mismo de la pasión y resurrección. Tanto el
nacimiento como la pasión y resurrección son exclusivas del Hijo. Estas tres
cosas, sin embargo, pertenecientes al Hijo solamente, no han sido obra de sólo
el Padre, ni de sólo el Hijo, sino del Padre y del Hijo. Probemos cada una de
estas cosas; vosotros hacéis de jueces; la causa ha sido expuesta, desfilen los
testigos. Dígame vuestro tribunal lo que suele decirse a los que llevan las
causas: «Prueba lo que propones». Con la ayuda del Señor lo voy a probar, y lo
pienso hacer con la lectura del código celeste. Me oísteis atentamente cuando
proponía la causa; escuchadme más atentamente aun ahora, al probarla.
9. He de empezar
con el nacimiento de Cristo, probando cómo fue obra del Padre y del Hijo,
aunque lo que hicieron ambos pertenezca sólo al Hijo. Cito a Pablo, insigne
doctor en derecho divino, pues hay abogados que aducen la autoridad de Pablo
para fallar litigios, aun entre los no cristianos. Me remito a Pablo, digo,
como a juez de paz y no de contienda. Muéstrenos el santo Apóstol cómo el
nacimiento del Hijo es obra del Padre. Cuando
llegó, dijo, la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, hecho bajo la ley para redimir a
quienes estaban bajo la ley. Lo habéis escuchado y, dado que su
testimonio es llano y patente, lo habéis entendido. He aquí que es obra del
Padre el que el Hijo naciese de una virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, es
decir, el Padre a Cristo. ¿Cómo lo mandó? Hecho de mujer, hecho bajo la ley. El Padre, por tanto, le hizo
de mujer y sometido a la ley.
10. ¿O acaso os
preocupa el que yo haya dicho de una virgen y Pablo de mujer? No os preocupéis,
y no perdamos tiempo; no estoy hablando a incompetentes. La Escritura dice una
y otra cosa: de virgen y de mujer. De virgen, ¿cuándo? He aquí que una virgen concebirá y dará a
luz un Hijo. De mujer, ya lo escuchasteis. No existe contradicción. Es
característico de la lengua hebrea llamar mujeres a todas las hembras, y no
sólo a quienes han perdido su virginidad. Lo tienes patente en el libro del
Génesis, ya cuando fue hecha Eva: Y la
formó mujer. En otro lugar dice también la Escritura que mandó Dios
separar a las mujeres que no
conocieron lecho de varón. Esto debe resultaros ya conocido; no nos detengamos,
pues, en ello, para que, con la ayuda del Señor, podamos explicar otras cosas
que con razón exigirán más tiempo.
11. Hemos probado,
pues, que el nacimiento del Hijo fue obra del Padre; probemos también que lo
fue del Hijo. ¿Qué afirmamos cuando decimos que el Hijo nació de la Virgen
María? Que asumió la condición de siervo. ¿Qué otra cosa significa para el Hijo
nacer, sino recibir la condición de siervo en el seno de la Virgen? También
esto es obra del Hijo. Escúchalo: El
cual, existiendo en la condición de Dios, no juzgó objeto de rapiña el ser
igual a Dios; antes se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer,
nacido de la descendencia de David según la carne. Vemos, pues, que el
nacimiento del Hijo es obra del Padre; mas como el mismo
Hijo se anonadó a sí mismo tomando la
condición de siervo, vemos que es también obra del Hijo. (San Agustín. Sermón 52, Obras
Completas, Tomo X, BAC, Madrid, 1983, pp. 50-51)
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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