En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch, 9, 26-31) Se nos habla de San Pablo. El texto hace referencia, sobre todo, a la primera ida de Saulo a Jerusalén después de su conversión. Aunque intentaba unirse a los discípulos de aquella comunidad, ellos recelaban de él debido a su reciente pasado de perseguidor de la Iglesia.
El texto no nos dice nada nuevo sobre el Saulo que ya conocíamos: el apóstol de los gentiles. Es interesante resaltar el papel de Bernabé, cuando presenta a Saulo a los apóstoles. Entre los discípulos de Jesús había algunos que no se fiaban nada del Saulo que ellos habían conocido en Jerusalén y en Damasco, antes de que este se convirtiera. Por eso ahora el papel de Bernabé ante los apóstoles fue determinante. San Pablo había sido uno de los más tenaces perseguidores de la Iglesia de Cristo. Hacía poco que marchó hacia Damasco "respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor", con cartas para la Sinagoga, dispuesto a encadenar a los que creían en Cristo, tanto hombres como mujeres.
Pero ese Cristo que él perseguía se le cruzó en el camino y
Pablo cayó a tierra, deslumbrado por el fulgor del Señor. Y cuando comprendió
que era el Mesías prometido por los profetas, cuando supo que Jesús de Nazaret
había resucitado de entre los muertos, Pablo se entrega totalmente, emprende el
camino que Dios le señalaba. Un camino con una dirección contraria a la que él
traía. Y toda la fuerza de su personalidad la pone al servicio de ese Jesús que
le ha derrumbado. Pablo es un hombre auténtico, consecuente con sus principios,
enemigo de las medias tintas, audaz y decidido. Ejemplo y estímulo para nuestra
vida de cristianos a medias, para nuestro querer y no querer, para esta falta
de compromiso serio y eficaz de quienes decimos creer.
"Entonces Bernabé lo tomó consigo y lo llevó a los apóstoles; y les refirió cómo en el camino Saulo había visto al Señor, que le había hablado..." (Hch 9, 27) No le creían. Era imposible que aquel terrible perseguidor quisiera ahora vivir entre los cristianos, que fuera verdad que se había convertido. Fue preciso que Bernabé, uno de los predicadores de más categoría, intercediera presentándolo a los mismos Apóstoles. Y a pesar de ello Pablo tendrá que sufrir durante toda su vida el recuerdo, siempre vivo en sus detractores, de sus pecados pasados. Siempre será un sospechoso, una presa fácil para la calumnia y la maledicencia. Y sus enemigos se empeñan en mantener la mala fama de su actuación anterior.
Saulo se quedó con ellos (con los discípulos) y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. El Pablo cristiano es el Saulo judío purificado de muchas creencias y comportamientos incompatibles con la vida de Cristo. Como se nos dice en el libro de los Hechos, los judíos más celosos de la ley judía no perdonaron nunca esta conversión de Pablo al cristianismo y, por eso, “se propusieron matarlo”.
En el Salmo responsorial, proclamamos hoy los últimos versos del salmo 21 que son muy apropiados para este tiempo de Pascua que estamos viviendo, hablan del gozo y alegría por la intervención del Señor en nuestras vidas, pero también el salmo 21 refleja proféticamente los momentos duros de la Pasión del Señor, que todavía está muy cercana en nuestros recuerdos. Son muchos los salmos que expresan primero la angustia para acabar con la alegría de sentir la mano amable del Señor Dios.
Literariamente este salmo 21 es un poema perfecto. La belleza de sus imágenes, la profundidad de su pensamiento teológico, la emoción que vibra en toda la descripción de sus males hacen de él una obra maestra. Con alegorías fácilmente comprensibles (la mención de los animales) y con un lirismo acabado (descripción de su espíritu angustiado), el salmista nos va llevando a la comprensión perfecta del drama que desgarra su vida, que lo lleva a la muerte.
Así nos ha escrito la primera parte del poema, los versículos 1-22, mezcla de dolor, angustia, fe y confianza.
Pero después, fruto también de su experiencia, nos describe su salvación: cómo Dios, en realidad, no le ha abandonado, cómo le ha escuchado, cómo le ha mirado: "porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado". Su fe y su confianza han triunfado. La alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Por esto siente ahora la necesidad de dar gracias, de alabar con todo su corazón a Dios. Es el tema de la segunda parte, versículos 23-32.
Invita a los fieles a alabar al Señor, a todo el pueblo de Israel a que glorifique a Dios que se ha mostrado el Salvador. El salmista puede ser un buen maestro en esta enseñanza de la confianza y en la respuesta que Dios da cuando se espera en él. Cumplirá sus votos, sus promesas, las que haría cuando se veía en la aflicción y en el dolor. La última parte (los vv. 28-32) son en realidad un añadido posterior al salmo ya acabado, pero están en línea con las ideas expresadas en la segunda parte. Invita a todos los pueblos de la tierra a que se conviertan y vuelvan a Dios, ya que él únicamente es el rey de las naciones, el rey del universo.
Esta alabanza viene expresada en la estrofa repetida; "El Señor es mi alabanza en la gran asamblea".
San
Juan en la segunda lectura de hoy (Primera carta del apóstol San Juan 3, 18-24)
: nos dice que cuando estamos unidos a Cristo damos fruto de buenas obras.
Juan
llama la atención sobre un principio que le obsesiona: así como no puede uno
contentarse con un conocimiento puramente abstracto de Dios, de igual manera no
puede uno amar a sus hermanos con solo palabras (v. 18).
El v. 18 es una aplicación parenética
de los dos versículos anteriores. Nuestra caridad no debe consistir en
discursos bonitos, ni en mítines demagógicos, sino que debemos amar: a) con
obras: el amor indica solidaridad. "Si uno posee bienes de este mundo y,
viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar
en él el amor de Dios?; y b) de verdad, La verdad es el órgano interno de las
obras; la fe es la raíz de la que dimana el amor, "lo que vale es una fe
que se traduce en amor" (Gál. 5, 6). La unión entre obras y verdad expresa
la armonía que debe existir entre fe y obras.
Este amor es la prueba evidente de que
estamos de parte de la verdad y así podremos apaciguar ante Dios nuestra
conciencia (vv. 19-22). Estar de parte de la verdad es afirmar que nuestro
actuar se rige por un nuevo principio de acción: nuestra fe. Por eso, cuando el
hombre comparece ante Dios (contexto judicial: cfr. Mt. 10, 32; 25, 32...) en
el foro interno de su conciencia, esta práctica del amor hace rebrotar en
nosotros la confianza y la paz interna aun cuando nuestra conciencia pueda
echarnos en cara nuestras culpas. La razón última es que Dios está por encima
de nuestra conciencia y detecta y ve lo escondido de nuestra corazón y que
estamos de parte de la verdad.
Nuestra oración es escuchada por
nuestra comunión con el Señor, porque observamos sus mandamientos que se
reducen, en el v. 23, a la fe y el amor. El Espíritu es el que nos provoca al
reconocimiento de Jesús como Mesías (v. 24: confesión de fe). Y este es el
Espíritu de verdad del que nos habla en 4, 1-6.
Amar no de palabra o de boca, sino de verdad y con obras. ¿De qué obras está hablando? De guardar sus mandamientos y de amarnos unos a los otros, tal como nos lo mandó. Entonces experimentaremos que Él permanece en nosotros. Por tanto, permanecer en Cristo no es sólo estar muchas horas en la capilla contemplándole. Es, sobre todo, contemplar el rostro de Dios en el hermano que sufre. Como dice San Agustín, "que cada uno examine su obra y vea si brota del manantial del amor y si los ramos de las buenas obras germinan de la raíz del amor". Hay personas que sufren mucho en este mundo, padres que ven como sus hijos se tuercen, esposos traicionados, pobres que no tienen nada que comer, inmigrantes que no acaban de encontrar un trabajo digno, personas que sufren el aguijón de la enfermedad, pero sin embargo, mantienen siempre la confianza en Dios. ¿Cuál es su secreto? Si examinamos su vida descubriremos la causa de su paz interior: están unidos a Dios.
Ya lo decía San Juan la semana pasada: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!
Y si somos hijos de dios, hay que vivir como
tales."
La primera condición para vivir así es romper con el pecado ya que "todo el que peca ni le ha visto ni le ha conocido" (3,6b); la segunda condición es guardar los mandamientos, sobre todo el del amor.
El amor a los hermanos
hecho vida, gestos concretos, nos permite reconocer la presencia permanente de
Dios en nosotros. Dios deja de ser un ser abstracto y lejano para hacerse el
Dios cercano.
No podemos
separar a Dios y al hombre en nuestro amor y entrega. El mandamiento va en esa
dirección: "Y este es su mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo
Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó" (3,23).
Creer en
Jesucristo es creer que el Padre ama, en él, a todos los hombres; pero también
es estar dispuestos a imitar a Cristo en el amor, la renuncia y la obediencia
al Padre.
Vivir los
mandamientos es vivir en Dios y ser, por el amor, signos de su presencia en el
mundo, gracias a la fuerza de su Espíritu en nosotros.
El evangelio de hoy tomado de San Juan (Jn. 15, 1-8) forma parte del segundo discurso de Jesús, que siguió a la Última Cena.
El tema de la
vid estaba muy presente en el Antiguo Testamento: había cepas que daban buenos
frutos y las que daban agrazones; había cepas bien seleccionadas y plantadas;
también se habla de la viña, definiendo con esa imagen al pueblo de Dios, a la
Tierra Prometida; no faltaba la figura del viñador, entre ellos los que no
cuidaban de la viña.
Jesús, en el
Nuevo Testamento, también utilizaría varias veces estas imágenes e, igualmente,
las aplicaba al pueblo de Dios y a los jefes del mismo.
En el texto de hoy, una excepción, él mismo se compara con la vid: "Yo soy la vid" y a los suyos con los sarmientos "... y vosotros los sarmientos".
Después de
tanta vid con malos frutos, ha llegado la vid verdadera, la de los buenos
frutos, la de la fidelidad, la del vino nuevo del cumplimiento de los planes
del Padre.
Y en él, todos
los suyos, como sarmientos que se alimentan de la misma vid. Para dar frutos
hay que estar unidos a la vid, pues separados de ella no se sirve más que para
el fuego.
Ser discípulo
es estar injertado en Cristo, y recibir su vida.
Y lo que el
Padre quiere es que todo el que esté unido al Hijo dé fruto abundante.
"Dar
fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la
vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas
obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan,
"dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es,
llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido
sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la
alegría del Padre (el "labrador"). Los que reciben a Cristo y su
palabra, los que permanecen en él y cumplen lo que él dice, los que mueren con
él para que el mundo viva, dando mucho fruto. Y éste es el fruto que permanece
(Jn 15,16). En este fruto, en esta cosecha, está empeñada la iglesia. Para
llevar adelante su empeño debe continuar unida al Señor, dejando que sea el
Señor el que inspire toda su organización y le infunda la vida.
El texto evangélico nos habla de la gran importancia de estar unidos a Cristo "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí -nos dice Jesús-, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". La comparación y la enseñanza que se desprende no pueden ser más claras. El que no vive unido al Señor es un hombre frustrado, incapaz de hacer nada que realmente sirva.
"A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto". La viña que no se poda, se asilvestra y termina por no dar buen fruto, sólo agrazones.
"Vosotros ya estáis limpios por
las palabras que os he hablado".
Hay dos limpiezas; una inicial y otra
de crecimiento.
La primera se realiza cuando el
cristiano se inserta en la vid separándose del orden injusto, i. e. cuando el
hombre se adhiere a Jesús y renuncia al mundo, lo cual requiere la decisión de
poner en práctica el mensaje de Jesús. Los discípulos ya han hecho esta
elección, por eso ya están limpios.
La segunda limpieza es necesaria para
el crecimiento de la vida cristiana, es esa poda, de la que acabo de hablar.
"Permaneced en mí y yo en
vosotros, como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la
vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí".
Esta fórmula "permaneced en mí y
yo en vosotros", muy típica de este evangelista, define la relación del
discípulo con Jesús como una reciprocidad personal. Y esa relación personal con
Jesús es la condición indispensable para dar fruto.
Una unión con Jesús que no es algo
automático ni ritual: pide la decisión del hombre, y a la iniciativa del
discípulo responde la fidelidad de Jesús "y yo permaneceré en
vosotros". Esta unión mutua entre Jesús y los discípulos será la condición
para la existencia de la comunidad, para su vida y para el fruto que debe
producir.
El sarmiento no tiene vida propia, y
por tanto, no puede dar fruto de por sí, necesita la savia, es decir, el
Espíritu comunicado por Jesús.
El que vive unido a Cristo capta, por
la plegaria, cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo; da fruto
abundante.
La gloria del padre se ha manifestado plenamente en Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar fruto.
Así comenta San Agustín este evangelio
Jn 15,1-8: No dijo: «Sin mí podéis hacer poco», sino: «Sin mí no podéis hacer nada».
Quien no
está unido a Cristo no es cristiano
" Jesús dijo que él era la
vid, sus discípulos los sarmientos y el Padre el agricultor. Sobre ello ya he
hablado, según mis alcances. En la misma lectura, hablando todavía de sí mismo
que es la vid, y de los sarmientos, es decir, de sus discípulos, dice: Permaneced
en mí y yo en vosotros (Jn 15,4). Pero ellos no están en él del mismo modo que
él en ellos. Una y otra presencia es provechosa para ellos, no para él. En
efecto, los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a
ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los
sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De
la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los
discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro
de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la
raíz.
Luego
añade: Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido
a la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15,4). Gran
encarecimiento de la gracia, hermanos míos: con ella instruye a los humildes y
tapa la boca a los soberbios. Que repliquen, si se atreven, los que ignorando
la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se someten a la de Dios
(Rom 10,3). He aquí a qué deben responder los que buscan complacerse a sí
mismos y consideran que no tienen necesidad de Dios para realizar las buenas
obras. ¿No resisten a esta verdad ellos, hombres de corazón corrompido y
réprobos en la fe? (2 Tim 3,8). Esto es lo que dicen: «El ser hombres lo
tenemos de Dios, el ser justos de nosotros mismos» 1. ¿Qué decís, ¡oh ilusos!,
más que asertores demoledores del libre albedrío, que por una vana presunción
caéis desde la altura de vuestro orgullo hasta el abismo más profundo? Afirmáis
que el hombre puede cumplir la justicia por sí mismo: he aquí la cima de
vuestro orgullo.
Pero
la verdad os contradice, cuando afirma: El sarmiento no puede dar fruto de sí
mismo, si no permanece unido a la vid. Corred ahora por lugares abruptos y, no
hallando donde fijar el pie, precipitaos en vuestras parlerias, llenas de
viento: éstas son las vanidades de vuestra presunción. Pero prestad oídos a lo
que sigue, y horrorizaos si aún queda en vosotros algún sentido común. El que
cree que puede dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está
unido a la vid no está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es
cristiano: éste es el abismo al que os habéis precipitado.
Considerad
una y mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la vid, y vosotros
los sarmientos. El que está en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque sin
mí no podéis hacer nada (Jn 15,5). Y para evitar que alguno pudiera pensar que
el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho
que quien permanece en él dará mucho fruto, no dice: «porque sin mi podéis
hacer poco», sino: sin mí no podéis hacer nada. Se trate de poco o se trate de
mucho, no se puede hacer sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento da
poco fruto, el agricultor lo poda para que lo dé más abundante; pero, si no
permanece unido a la vid, no podrá producir fruto alguno. Y puesto que Cristo
no podría ser la vid, si no fuese hombre, no podría comunicar esta virtud a los
sarmientos si no fuese también Dios. Mas como nadie puede tener vida sin la
gracia, y sólo la muerte cae bajo el poder del libre albedrío, continúa
diciendo: El que no permanezca en mí será echado fuera, como el sarmiento, y se
secará, lo cogerán y lo arrojarán al fuego y en él arderá (Jn 15,6). Los
sarmientos son tanto más despreciables fuera de la vid cuanto más gloriosos
unidos a ella. Como dice el Señor por boca del profeta Ezequiel, cortados de la
vid son enteramente inútiles para el agricultor y no sirven al carpintero. El
sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si
no está en la vid estará en el fuego. Permanezca, pues, en la vid para librarse
del fuego.
Si
permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis
y se os concederá (Jn 15,7). Permaneciendo unidos a Cristo, ¿qué otra cosa
pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? Estando unidos al Salvador,
¿qué otra cosa pueden querer sino lo que no es extraño a la salvación? En
cuanto estamos unidos a Cristo queremos unas cosas y en cuanto estamos aún en
este mundo queremos otras. Por el hecho de vivir en este mundo, a veces nos
viene la idea de pedir algo cuyo daño desconocemos. Nunca tengamos el deseo de
que se nos conceda, si queremos permanecer en Cristo, el cual no nos concede
sino aquello que nos conviene. Permaneciendo, pues, en él y reteniendo en
nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido.
Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en
él ni lo que se encierra en sus palabras, que permanecen en nosotros, sino que
pedimos lo que desea nuestra codicia y la flaqueza de la carne.
Estas cosas no se hallan en él, ni en ellas permanecen sus palabras, entre las cuales está la oración que nos enseñó a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. No nos salgamos en nuestras peticiones de las palabras y del contenido de esta oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento separado de la vid. A esta diferencia hace alusión el salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus preceptos para cumplirlos (Sal 102,18). Hay muchos que los conservan en la memoria para menospreciarlos o para escarnecerlos y atacarlos. En ésos no permanecen las palabras de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están adheridos a ellas, y, por lo tanto, no les reportarán beneficio, sino que les servirán de testigos adversos" (San Agustin, Comentarios al evangelio de San Juan 81)l
................
1. Así los
donatistas.
Para nuestra vida.
Estamos en la Pascua, período de gozo y de esperanza, época en la que la naturaleza se reviste del esplendor de sus verdes vivos y la policromía de mil flores. Tiempo por otra parte de honrar a María en este mes de mayo que está en su cenit. Vamos, con su ayuda, a llenar nuestra existencia de buenos deseos y de mejores obras, vamos a ser sarmientos muy unidos a la cepa que es Cristo, para dar frutos de vida eterna.
Por el buen fruto se reconoce el árbol bueno. Y por los frutos, por las buenas obras, reconocemos también a los creyentes. Una fe sin obras es una fe muerte, inexistente por inoperante, pura credulidad o presunción. Por eso, cuando la vida cristiana discurre al margen y aun de espaldas al evangelio, no es cristiana; pero, si la vida cristiana se entretiene al margen de la vida y sus cuestiones, no es vida. La síntesis se verifica en la encarnación de la fe en la vida, en las obras. Estas obras en que se encarna y realiza la fe cristiana no son las prácticas de piedad, ni la recepción de los sacramentos y la oración, recortando y reduciendo el horizonte del compromiso cristiano y encerrando la religión en sí misma. La eucaristía, los sacramentos en general, la oración y las devociones en particular, son confesión y expresión de la fe, pero no son aún su realización y verificación. Son signos de la actitud religiosa, pero no respuesta religiosa al desafío y compromiso de la vida y sus problemas. No son, por tanto, las buenas obras, el fruto que legítimamente espera el viñador. Lo que ha de hacer el cristiano no es sólo bautizarse, ir a misa, rezar y casarse por la Iglesia. Todo eso ha de hacerlo para expresar su fe y para celebrar la fe, pero no es lo que ha de hacer por tener fe. Por ser creyente se espera, además, que traduzca su fe en buenas obras. Es imprescindible que proclame su fe ante el mundo. Pero si la fe es algo más que pura palabrería o ensoñaciones utópicas, ha de acreditarse en la transformación del mundo y transfiguración de su existencia. ¿Qué sentido tiene estar bautizado, si no se vive comprometido? ¿Qué significa la comunión eucarística, si no hay ni siquiera voluntad de compartir los bienes que confesamos haber recibido de Dios? ¿Para qué casarse por la Iglesia, si no se está dispuesto a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia? Ser cristiano no es un título o un diploma de buena conducta, sino un compromiso en la vida y de por vida.
Tener fe no es un lujo, o un privilegio, sino una tarea. Y lo que
legítimamente se espera del creyente no es que diga que lo es, sino que lo
demuestre. No se esperan sólo palabras, gestos, símbolos, sino obras, obras
buenas y que contribuyan a hacer mejor el mundo y la convivencia.
En la primera lectura vemos como San Pablo, después de su conversión, se dirige a Jerusalén buscando el contacto con la primitiva comunidad cristiana. No le sería fácil, pues todos se acordaban del antiguo perseguidor y lo miraban con recelo. Además, los judíos le consideraban un traidor. La primera lectura de los Hechos presenta las dificultades con que se encontró san Pablo cuando intentó incorporarse a la comunidad cristiana de Jerusalén.
Admirable es hoy el
ejemplo de San Pablo. Convertido por la gracia del Señor, se ve situado en un
ambiente de desconfianza y persecución. Quien fue perseguidor de los
cristianos, se ve perseguido por sus antiguos correligionarios, dentro de la
desconfianza lógica de los cristianos a quienes perseguía no hacía mucho. Pero
al San Pablo cristiano no le asustaban ni las persecuciones, ni la misma
muerte, porque su único objetivo era identificarse con Cristo y, si Cristo
estaba con él, todo lo demás lo consideraba sin importancia. Su único objetivo,
como decimos, era identificarse con Cristo, hasta poder llegar a decir: “ya no
soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Este ejemplo de San Pablo debe
animar hoy a muchos cristianos a permanecer fieles a su fe, en medio de las
muchas dificultades y peligros que están sufriendo. En la dificultad se prueba
la verdadera fe.
Lo más difícil , la conversión ya se había realizado. Cierto
que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible,
para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un
santo.
La lectura nos presentan las dificultades que encontró San
Pablo al querer incorporarse a la comunidad,
la razón principal de estas dificultades se hallaba en que los miembros
"antiguos" de la comunidad dudaban de la sinceridad de la conversión
del miembro "nuevo". Ya desde el principio, aquella primera comunidad
cristiana sintió la tendencia a encerrarse en sí misma y a poner obstáculos a
la incorporación de los que no tenían exactamente la misma mentalidad. Este
peligro es constante en la Iglesia. Y en el fondo proviene de una falsa idea de
lo que realmente es la comunidad cristiana. A menudo confundimos la Iglesia con
una sociedad meramente humana, en la que sólo cuentan los factores unitivos de
las afinidades humanas. Por eso excluimos espontáneamente de nuestras
comunidades a todos aquellos que no piensan como nosotros, que no viven como
nosotros, que no "son de los nuestros". Para pertenecer a la Iglesia
no es preciso pertenecer a un pueblo, a una civilización, a una clase social, o
a un partido político determinado. Como dicen las palabras finales de la
lectura, la única realidad capaz de vivificar, multiplicar y construir la
Iglesia, es el Espíritu Santo, que supera todas las diferencias y rivalidades
humanas.
Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo. Y viceversa... Para los que intentan rectificar sus vidas, uno de los obstáculos más difíciles de superar es precisamente la sospecha de los "buenos", la desconfianza, la duda sobre la rectitud de su conducta.
Demasiadas veces surgen dudas y desconfianzas entre nosotros.
Debemos pedirle al Señor que nos dé la
humildad suficiente para no jugar mal a nadie. Para no desconfiar de los que,
habiendo sido antes pecadores, ahora
quieren dejar de serlo. Que no pongamos zancadillas a los que quieren caminar
hacia Dios, persuadidos de tu poder ilimitado para cambiar al hombre y de tu
amor incansable por él.
Para vivir como cristianos en este inicio de siglo XXI. no
debemos olvidar que la Fe supera las divisiones culturales, la Fe está por
encima de la pertenencia a partido político diferente al que uno milita o
simpatiza, se expresará de acuerdo con nuestras realidades actuales, pero sin
dar a esta calificación soberana. La no aceptación de las divisiones étnicas,
de las diferencias de procedencia o de lengua de expresión, marginando al que
es diferente, sin llegar a condenarlo o expulsarlo, eso sí, han hecho mucho
daño a la realidad eclesial y continúan haciéndolo.
Con el Salmo 21 decimos: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura...»
En el salmo 21 hay tres partes casi iguales (v. 2-11, v. 12-22, v. 23-32). Las dos primeras sirven para describir realista y crudamente la propia situación desesperada. Se abren con un lamento («¿Por qué me has abandonado?... te grito y no me respondes» v. 2, 3) y con una oración («no te quedes lejos»: v. 12). La tercera parte se abre con un grito de triunfo. Ha llegado la liberación esperada: «Contaré tu fama a mis hermanos» (v. 23).
Al llegar aquí el salmista siente necesidad de contar en medio de la asamblea la salvación que le ha sido regalada por el Señor. El «público» que poco antes le despreciaba, ahora le escucha alabar al Señor. Son «hermanos» invitados a celebrar esta «acción de gracias». Y nos encontramos con la visión de un banquete en el que participan pobres y ricos. Se han roto todos los confines y son convocados todos los pueblos de la tierra a este banquete en el que «los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan» (v. 27).
Esta última parte del salmo 22 contiene los elementos esenciales de nuestra liturgia, especialmente de la eucaristía. Un banquete en el que participan todos sin distinciones y donde existe una única mesa para todos los hermanos.
Es memorial, es decir, conmemoración de los acontecimientos que tienen como protagonista al Señor, que toma partido por la gente humillada, indefensa, pisoteada. Que interviene para salvar y liberar.
Es acción de gracias, que es mucho más que un simple agradecer. Es el tomar conciencia de la gracia en acción aquí y ahora. Los acontecimientos que son rememorados, contados, no hacen referencia sólo al pasado. También afectan al hombre de hoy. Su conmemoración les hace actuales, no sólo en la memoria, sino sobre todo en su acción real, en sus efectos. Es un recuerdo «eficaz». Por eso podemos decir que la liturgia actualiza la historia de la salvación. Asi en la liturgia podemos actualizar lo expresado en el salmo.
En la segunda lectura de hoy San Juan insiste una vez más en el amor, pero en un amor que no se contenta con hermosas palabras; pues debemos amar como Cristo nos ha amado, ya que "en esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio la vida por nosotros". Y éste es el amor que nos saca de dudas; por él conocemos si somos o no de la verdad; esto es, si hemos nacido de Dios y somos sus hijos. ¿Por qué andamos entonces siempre con complejos de ortodoxia y nos olvidamos tantas veces de la ortopraxis? Porque es aquí, en la ortopraxis o en la práctica correcta del amor, donde está el verdadero problema. Muchas veces, si nos examinamos a fondo, vemos que nuestra conducta no está a la altura de las exigencias del amor cristiano. Y el corazón nos acusa. Lo verdaderamente decisivo para la salvación es creer que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (ésta es la fórmula más breve de la fe cristiana) y cumplir su mandamiento de amor, que resume todas las exigencias morales del evangelio. Ambas cosas están unidas inseparablemente, pues la fe es la aceptación de Jesucristo y el reconocimiento práctico de que él solo es el Hijo de Dios, el Señor. Por lo tanto, el que cree en el nombre de Jesucristo acepta y cumple lo que él mismo nos enseñó.
San Juan nos previene, "Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras…". En esto conocemos que permanece Dios en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Es seguro que si amamos de verdad a Cristo, de verdad y con obras, tenemos su Espíritu, daremos buenos frutos y cumpliremos sus mandamientos, amándonos unos a otros tal como él nos mandó. Dios nos habla a través de nuestra conciencia y, si tenemos fino el oído interior, sabremos en cada momento lo que Dios quiere de nosotros. El que ama de verdad, como Cristo nos amó, puede vivir seguro de que Dios le ama y de que el Espíritu de Cristo habita en él.
Todo esto es fácil decirlo, pero es muy difícil hacerlo; amar
de verdad exige un continuo esfuerzo de purificación de nuestro egoísmo, de
constante poda interior. Sólo los esforzados alcanzarán el reino de los cielos.
Esforcémonos nosotros cada día, hagamos poda interior, para ser siempre
sarmientos vivos de la cepa que es Cristo. En esto, como en muchas otras cosas,
tanto san Pablo, como san Juan y los demás apóstoles, fueron maravillosos
ejemplos de fidelidad a Cristo para nosotros.
¿Cómo podremos dar los frutos de la vida en Cristo?.
La respuesta nos la da el evangelio. “Quien no está unido a Cristo no es cristiano”, nos dice San Agustín. Lo mismo que el pasado domingo en el evangelio del Buen Pastor, nos sorprende ahora la afirmación absoluta de Jesús: "Yo soy la verdadera vid". No dice que fue o que será, pues él es ya la verdadera vid, la que da el fruto. Tales afirmaciones deben escucharse desde la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del Señor.
Jesús vive y
es para todos los creyentes el único autor de la vida y el principio de su
organización. De él salta la savia, y él es el que mantiene unidos a los
sarmientos en vistas a una misma función: "dar fruto". "Dar
fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la
vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas
obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan,
"dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto
es, llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha
sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria
y la alegría del Padre (el "labrador"). Jesús es la cepa, la raíz y
el fundamento a partir del cual se extiende la verdadera "viña del
Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de
que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es así, también los sarmientos se
alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha prometido estar con nosotros
hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos fieles. El no abandona a los
que no le abandonan.
Clara es la enseñanza que emana del Evangelio de hoy. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos y el Padre es el labrador. Quiere decirnos con estas palabras que no podemos subsistir como cristianos alejados de Él, que es nuestra vida. Tenemos experiencia de momentos en los que hemos intentado vivir sin contar con Dios, hemos creído que podíamos conseguirlo todo con nuestras fuerzas, pero algo nos ha devuelto a la realidad.
Sin El no somos nada... Es el orgullo
y la vanidad lo que nos lleva a pensar que estamos por encima de todo y no hay
nada que se nos resista. Somos necios e insensatos...Si cortamos el contacto
con la fuente, nuestra vida de fe y nuestro entusiasmo se secan. Los
sarmientos, es decir nosotros, necesitamos su presencia provechosa. Así los
sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella,
reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los
sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De
la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los
discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro
de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la
raíz.
El sarmiento que no da fruto es aquel
que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, el que
come el pan, pero no se asimila a Jesús. Es el sarmiento que no responde a la
vida que se le comunica.
El Padre, que cuida de su viña, lo
corta; es un sarmiento bastardo, que no pertenece a esa vid.
"Y a todo el que da fruto lo
poda, para que dé más fruto".
El Señor espera nuestra colaboración.
Las personas humanas si no podamos nuestros brotes malos, nuestras malas
inclinaciones, y si no resistimos con valentía las muchas tentaciones que nos
da la vida, terminamos convertidos en personas espiritualmente secas, en
simples esclavos de nuestras pasiones. Tenemos que podarnos corporalmente, en
la comida y en la bebida, en el ejercicio y en el descanso, y tenemos que
podarnos psicológica y espiritualmente, en pensamientos, palabras y obras.
Somos sarmientos de la cepa que es Cristo y si no podamos todo lo que sea
incompatible con Cristo, nos secamos espiritualmente y terminamos alejados de
Dios. Para poder vivir en comunión con Cristo necesitamos purificar diariamente
nuestro interior y comportarnos exteriormente de tal manera que nuestro
comportamiento sea parecido al comportamiento de Cristo, salvando,
naturalmente, las muchas distancias personales, de tiempo y espacio, que
inevitablemente existirán siempre entre nosotros y Cristo. Podar, en este caso,
significa lo mismo que purificar y sabemos que toda nuestra vida ha de ser un
ejercicio continuado de purificación, porque venimos ya a este mundo con
inclinaciones y tendencias originalmente malas y pecaminosas. En el evangelio
se nos dice que intentemos ser perfectos como nuestro Padre celestial es
perfecto, y sin un ejercicio continuado de poda y purificación, nunca podremos
acercarnos a este ideal, porque no podremos dar fruto abundante de buenas
obras.
Así comenta San Cirilo de Alejandría este texto: «El Señor, para convencernos que es necesario que nos adhiramos a Él por el amor, ponderó cuan grandes bienes se derivan de nuestra unión con Él, comparándose a Sí mismo con la vid y afirmando que los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, que, al participar del Espíritu de Cristo, éste nos une con Él. La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de inhabitación» (San Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de San Juan 10,2).
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario