Comenzamos el llamado Tiempo
Ordinario, que comprende las más de treinta semanas del año litúrgico que no
están comprendidas en los tiempos fuertes de Adviento-Navidad y Cuaresma-Pascua.
Merece toda nuestra atención pues, como no está enfocado hacia alguna fiesta
especial, tiene por objeto celebrar y alimentar la vida cristiana en cuanto
centrada en la fe en Cristo muerto y resucitado.
En este tiempo litúrgico hemos de poner todo nuestro empeño en la celebración del domingo, el día del Señor, que es como un símbolo de la vida cristiana, pues, en él, recordamos a Cristo muerto y resucitado que se hace presente en la Palabra y en el Sacramento de la misa dominical.
Es un día distinto de los demás
y nos advierte que nuestra condición de cristianos debe dejar un sello especial
a nuestra presencia en el mundo.
Las lecturas de hoy nos pueden
ayudar a descubrir el factor cristiano que debe marcar nuestra vida. San Pablo
se dirige a la comunidad de Corinto, muy tentada de dejarse llevar por el
libertinaje de aquella ciudad portuaria, y escribe una frase que nos da una
clave importante para nuestra tarea: "No os poseéis en propiedad, porque
os han comprado pagando un precio por vosotros".
La lectura evangélica describe
la escena entrañable y programática de la primera llamada que hace Jesús a sus
futuros discípulos. En resumen, es el itinerario de todo encuentro con Cristo.
Puede ser provechoso que
recorramos, en una actitud de oración, la sugerente serie de verbos que se
acumulan en el diálogo entre Jesús y aquellos hombres: "Qué buscáis?...
Maestro, dónde vives?... Venid y lo veréis".
En la primera lectura del Libro
primero de Samuel (1 Sam 3, 3b-10. 19),
se nos proclama la bella historia de Samuel y
nuestra necesidad de estar disponibles a la llamada del Señor: "El
Señor llamó a Samuel y él respondió: Aquí estoy..." (1 S 3, 4).
Los dos libros de Samuel, en
realidad dos partes de una misma obra, nos describen la formación de Israel
como Estado, etapa de dura gestación con grandes reformas políticas y
religiosas. Samuel es el gran protagonista de esta transición política: es el
último juez, y de gran autoridad entre la gente, y a la vez el instaurador de
la monarquía. Como juez es el último representante de esas figuras
carismáticas, capaces de reunir a las diversas tribus en momentos difíciles
para su subsistencia política o religiosa. Pero Samuel es consciente de que
para hacer frente a la terrible amenaza filistea, para obtener la unidad de las
tribus..., se hace necesario el instaurar la monarquía en su pueblo, al igual
que lo han hecho los pueblos vecinos.
El texto de hoy está
entresacada de la historia de la juventud de Samuel (cap. 1-3): nacimiento,
consagración en el Santuario de Silo bajo las órdenes de Elí... El momento más
importante de esta primera etapa es el de la llamada divina para que Samuel sea
su profeta juez y anuncia el castigo a la casa de Elí (3, 1-21).
Los vs. 1-3 preparan la escena
de la llamada divina. La palabra divina es muy rara en aquella época (v. 1).
Tiempo, pues, triste y difícil en el que sólo se escuchaba el silencio de Dios
como en tantas y tantas etapas de la historia en la que los mortales ahogamos
el ruido de esta palabra con nuestras sandeces. Samuel vive en el Santuario de
Silo, ciudad de Efraim, al N. de Betel. El origen de este santuario es muy
oscuro, pero su importancia fue muy grande por aquellos años: allí estaba el
arca, símbolo de la presencia divina, allí subían las doce tribus cuando lo
aconsejaban las ocasiones... La proclamación, allí, del Libro de la Alianza
invitaba a cada una de las tribus a formar un pueblo unido. Es precisamente en
este santuario donde el personaje de nuestro relato va a ser interpelado por la
palabra.
-vs. 4-10: y en medio de ese
denso silencio retumba esta palabra que interpela al hombre. La llamada divina
es mal interpretada ya que aún no se le había revelado a Samuel (v. 7). Para
poder captar el mensaje divino, para discernir su palabra... se requiere el don
de espíritu que sopla donde quiere, cuando quiere y como quiere. Sólo a la
cuarta llamada Samuel reconoce al Señor, y el que hasta ahora sólo había
escuchado las palabras de Elí de ahora en adelante deberá escuchar la voz
divina. La primera misión que se le encomienda no es nada agradable: comunicar
la amenaza, el final de la "casa" de su jefe Elí (vs. 11-18; 2, 12
ss.), pero esta es la misión profética. La palabra divina no siempre es de
parabién.
-Termina el cap. asegurando que
el Señor está con Samuel y su palabra es eficaz. El es el profeta acreditado,
en su palabra el pueblo reconoce la voz de Dios (vs. 19-21).
¿Quien era Samuel?. Samuel
vivía en el templo de Jerusalén. Su madre, Ana, era estéril y, a fuerza de
oraciones y lágrimas, había conseguido de Dios tener hijos. Y ella, agradecida,
había consagrado a Dios a Samuel, el primogénito... Y una noche Dios llamó a
Samuel. El niño despierta al oír su nombre y acude a la habitación de Helí, el
sacerdote y le dice: "Aquí estoy,
vengo porque me has llamado". "No te he llamado --responde el anciano--, vuelve a acostarte, hijo
mío". Pero Dios sigue llamando por segunda y tercera vez. Hasta ser
escuchado. Y es que Dios es un Padre providente y bueno que se preocupa de sus
hijos, que tiene un proyecto maravilloso para cada uno de nosotros. Y nos llama
para que sigamos el camino concreto que él ha soñado con cariño desde toda la
eternidad.
La voz de Dios
resuena también en la noche y en las oscuridades de nuestra vida. De mil
maneras nos puede llegar la llamada del Señor. Un pensamiento que resuena en el alma, un acontecimiento que conmueve, unas palabras que afectan especialmente, un ejemplo que arrastra y suscita preguntas. Cualquier cosa
es buena para hacer vibrar en nuestro espíritu la voz de Dios. Llamará y
seguirá hablando al corazón, esperando nuestra respuesta.
Y ante la
llamada la respuesta: “¡Samuel,
Samuel! Él respondió: Habla, Señor, que tu siervo escucha"
(1 S
3, 10). Dios nos conoce por nuestro
nombre propio. Para la sociedad, para el Estado, somos unos números, una sigla
que ocupa un lugar determinado en unos ficheros, a veces incluso lo somos
también en la misma Iglesia. Pero Dios, no. Él nos lleva "escritos en sus
manos", metidos en su corazón...
Samuel, el pequeño primogénito de la que fue estéril, responde: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Actitud de entrega sin condiciones, de docilidad y
disponibilidad total. Consciente de que lo que Dios diga, es, sin duda alguna,
lo mejor.
Con el salmo hoy (Salmo 39, 2 y 4ab. 7.
8-9. 10),
expresamos la espera confiada en el Señor. Ël antes se ha inclinado hasta nosotros y ha escuchado
nuestro angustiado clamor, sacándonos de la fosa mortal, del fango cenagoso.
Es
el Señor quien pone en nuestra boca un cántico nuevo, un himno de gozo que
canta la grandeza y el amor de Dios. En agradecida respuesta nosotros le
respondemos: ""Aquí
estoy--como está escrito en mi libro--para hacer tu voluntad" .
"Yo esperaba con ansia al
Señor..." (Sal 39, 2) Reflexión
sobre esos momentos en los que uno entiende que sólo Dios es fuerte, sólo él
dice siempre la verdad, sólo él no nos puede fallar, sólo él hace más cortas
las palabras prometedoras que los beneficios concedidos.
¿Cuál es
nuestra actitud ante el Señor?. "Tú no quieres sacrificios
ni ofrendas..."
(Sal 39, 7) Pero las palabras no bastan. Y
esos sentimientos de gratitud y de gozo, que nos embargan al contemplar la
grandeza de Dios, han de traducirse en obras concretas; nuestro agradecimiento
y nuestro gozo al sentirnos queridos de Dios, ha de cuajar en una vida concorde
con lo que el Señor nos indica como voluntad suya; conscientes de que, además,
el único que sale ganando es uno mismo, ya que Dios lo tiene todo y nada
necesita, mientras que tú y yo nada tenemos y todo lo necesitamos.
"Tú
no quieres sacrificios ni ofrendas, --dice el salmo--,y en cambio
me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio,: entonces, yo digo: "Aquí estoy--como está
escrito en mi libro--para hacer tu voluntad. "Dios mío, lo quiero y llevo
tu ley en las entrañas...".
En la segunda lectura de la primera carta de San Pablo a los
Corintios (1 Cor 6,13c-15a.17-20).
Hasta el Domingo Sexto del Tiempo Ordinario vamos a leer fragmentos de la
Primera Carta de San Pablo a los Corintios. Es una obra maravillosa que
condensa de manera magistral el pensamiento cristiano y que mantiene su
actualidad. Pablo va a tratar de la enseñanza positiva para mejor vivir el
cristianismo. En el fragmento de hoy se
resalta la actitud de alabanza al Señor con nuestro comportamiento corporal, el
cuerpo rescatado se señala como medio privilegiado de alabanza al Señor.
"¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros
del Cuerpo de Cristo?" (1 Cor. 6, 15) El
cuerpo es un don que Dios nos ha entregado para poder vivir nuestra vida de
hombres. El cuerpo humano no es una cosa mala. Todo lo contrario, es algo bueno.
San Pablo nos dice que ese cuerpo nuestro es un miembro del Cuerpo Místico de
Cristo. Y más adelante afirmará categóricamente que nuestro cuerpo es templo
del Espíritu Santo.
Esa es la razón fundamental que determina la
visión cristiana del cuerpo humano. Visión que implica respeto, cuidado,
estima. Respeto para no utilizarlo como instrumento de pecado. Cuidado para
mantenerlo siempre en forma para la función que ha de cumplir. Estima para no
exponerlo sin un grave motivo a ningún riesgo que pueda mermar su fuerza.
"Glorificad, pues, a Dios en
vuestros cuerpos " (1 Co 6, 20) El cuerpo es
el instrumento que Dios ha confiado al hombre, para que pueda cumplir su misión
en la tierra. Misión que, en último término, se reduce a glorificar a Dios.
Para eso tenemos los sentidos, para que al oír, al ver, al tocar, al gustar
todo lo bueno y lo bello que tiene la vida nos mostremos agradecidos, felices
de tener un Dios que ha sabido darnos un cuerpo tan maravilloso.
Y esto
siempre. También cuando ese cuerpo falle, cuando no esté completo, cuando nos
duela. Porque siempre, mientras estemos con vida, nos quedará la posibilidad de
mirar -aun estando ciegos- con amor y esperanza a nuestro buen Padre Dios.
El evangelio nos relato la búsqueda y encuentro
con Jesús (Juan, 1,
35-42)
"Este es el Cordero de Dios" (Jn 1, 36). En tiempo de Jesús hubo
muchos que pretendieron erigirse en guías salvadores del pueblo, según nos
refiere Gamaliel en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Fueron hombres
que, aprovechando la situación de desamparo y desconcierto que había en el pueblo,
se presentaban como Mesías redentores, capaces de liberar a la gente de las
cadenas del imperio romano que les subyugaba.
La lección del relato es muy
simple: unos amigos, probablemente Felipe y Andrés (siempre juntos, por lo
demás en el Evangelio: Jn 2, 40-45; 6, 5-9; 12, 20-21; Act 1, 13), que son
también discípulos del Bautista (v. 35), descubren al Mesías y le siguen. Este
es el origen de su vocación apostólica. E inmediatamente previenen a sus
hermanos o a sus conocidos (v. 41 y 45) y suscitan otras dos vocaciones
apostólicas: Pedro y Natanael. Por consiguiente, tras este relato se encierra
toda una teología de la vocación. La red de relaciones humanas puede contribuir
al nacimiento de una vocación: amistad, conciudadanía, coparticipación de un
mismo ideal en torno al Bautista, fraternidad según la carne, son las
circunstancias de la vocación de cuatro discípulos. La vocación no es, pues, un
llamamiento deshumanizado; adquiere consistencia en las relaciones humanas más
naturales y más ordinarias. Y, sin embargo, la vocación es claramente
llamamiento de Dios y de Cristo: la autoridad con la que Cristo cambia el
nombre de Simón (v. 42b), la mirada que Jesús fija en Pedro y que dice muchas
cosas (v. 42a), el conocimiento misterioso que Jesús tiene de Natanael (v. 48)
y, sobre todo, el misterioso atractivo que ejerce el Señor sobre los dos
discípulos de Juan Bautista (v. 38) ponen claramente de manifiesto que, por muy
arraigada que esté en lo humano, la vocación es iniciativa de Dios. Así, la
vocación, que es a la vez llamamiento divino y atractivo humano, prolonga en la
vida de cada "llamado" el misterio del Hombre-Dios.
Por encima de esta escena tan sencilla
de la vocación de los primeros apóstoles, Juan invita a su lector a desarrollos
doctrinales importantes y válidos para todos los discípulos de Cristo. El
relato gira en torno a unas palabras-clave: dos actitudes del discípulo: seguir
y buscar (v. 37-38), y una triple recompensa: encontrar, ver y permanecer (v.
39 y 41). Para Juan, "seguir a Cristo" tiene una resonancia más
escatológica que en los demás evangelistas: supone poner los medios requeridos
para llegar un día allí donde " permanece" Cristo (cf. Jn 12, 26; 10,
9-10). Ahora bien, Cristo vive en una gloria adquirida por medio de la Cruz;
es, pues, normal que el discípulo se abrace a su vez a esa cruz para seguir a
Cristo
Apenas aparece
Jesús por las riberas del Jordán, el Bautista le señala sin titubeos: ·"Este es el Cordero de Dios". Ante
sus palabras algunos de sus discípulos van tras el nuevo Rabí. La impresión del
primer encuentro fue tan profunda, que dejan al antiguo Maestro y siguen a
Jesús el Nazareno.
Juan es
intermediario para encontrar a Jesús. Es a lo que nos llama muchas veces el
Señor: presentarlo a los demás.
Juan presenta
a Jesús con el título de Cordero de
Dios, este es un título que en aquel tiempo tenía un sentido que implicaba
realeza y poderío.
Ese título
cristológico está bíblicamente relacionado con el cordero pascual con cuya
sangre, según el libro del Éxodo, fueron señalados los dinteles de las casas
israelitas, librando así de la muerte a sus moradores, cuando el ángel
exterminador pasó ejecutando el castigo de Yahvé. Esta figura deriva de los
poemas de Isaías sobre el Siervo paciente de Yahvé, que marcha al sacrificio
sin protestar, lo mismo que un cordero hacia el matadero. De esa forma aparece
el Siervo paciente de Yahvé, que con su muerte redime al pueblo y es constituido
como Rey de Israel y de todo el universo,
Para nuestra vida.
Hoy las lecturas tienen tres núcleos: Llamada,
discernimiento y respuesta.
Una
vez que sentimos con cierta seguridad que Dios nos llama entra en juego la
respuesta por parte del hombre/mujer. Las respuestas de Samuel y de los dos
discípulos fueron modélicas: "Habla, Señor, que tu siervo escucha",
Dios nos invita a experimentar su vida y a gozar de los dones que nos regala.
"Fueron, vieron y se quedaron" .¡Qué generosidad y que amor demostraron!
No sabían bien lo que implicaba su decisión, pero se han dejado seducir, se han
enamorado de Dios. Andrés, uno de los discípulos comunica su alegría a su
hermano Simón: "Hemos encontrado al Mesías" y lo llevó a Jesús. La
felicidad que da el sentir la gracia de la llamada y el vivir de cerca la
experiencia de Jesucristo te lleva a comunicarlo. Nosotros, que seguimos a
Jesús, también debemos mostrarlo a los demás. No tengamos miedo el Señor nos
dará a conocer la misión que nos encomienda, como a Pedro, y nos dará la fuerza
para realizarla.
Llamada.
La llamada es pura gracia, don que Dios da. Él se fija en cada uno de
nosotros y nos llama por nuestro nombre como a Samuel. Te
está diciendo primero que te ama; después, que cuenta contigo; al fin, pide tu
colaboración para que trabajes por el Reino, que seas instrumento de paz, que
hagas de tu profesión un servicio, que proclames con tu vida la Buena Noticia e
incluso que lo dejes todo por El.
Dios no llama
sólo una vez en la vida. Su llamada se mantiene a lo largo de toda tu vida. Te
puede llamar también a través de las mediaciones que Dios utiliza para darnos a
conocer su voluntad. Como en el Evangelio después de la llamada está el
"Ven y verás". Ellos fueron y vieron donde vivía y se quedaron con él.
Otro paso en el camino de la intimidad con el Señor. Desde esa intimidad iremos
profundizando en el conocimiento de la voluntad del Señor.
Discernimiento. Tras la llamada hay
un discernimiento para aclarar mejor por dónde tenemos que ir. Como Samuel necesitamos
alguien que nos acompañe. Samuel fue a ver a Elí. Los dos discípulos acudieron
a Juan, que les mostró a Jesús "que pasaba". El paso de Jesús por
nuestra propia historia personal no es fácil de apreciar. Muchos como Herodes y
el joven rico también se cruzaron con él, pero no fueron capaces de escucharle
y de seguirle.
Dios sigue
llamando, pero no sabemos escucharle porque hay mucho ruido a nuestro
alrededor. No siempre percibimos la Palabra con claridad. En toda vida humana
hay mucho de búsqueda, pero en muchas ocasiones Dios nos da la luz a través de
experiencias y de personas que nos iluminan.
Respuesta. Una vez que sentimos con
cierta seguridad que Dios nos llama entra en juego la respuesta por parte
nuestra. Las respuestas de Samuel y de los dos discípulos fueron modélicas:
"Habla, Señor, que tu siervo escucha", "Fueron, vieron y se
quedaron".
¿Cómo
es nuestra respuesta?. ¿Cómo hacemos
nuestro descernimiento? ¿Que grado de fidelidad ponemos en nuestra
respuesta?.
La primera lectura nos presenta la disponibilidad
de Samuel a la llamada de Dios. “Habla,
Señor, que tu siervo escucha”. El niño
Samuel no conocía al Señor, hasta que el sacerdote Elí le enseñó a reconocer la
voz del Señor. Si el sacerdote Elí no hubiera enseñado al niño Samuel a
reconocer la voz de Dios no habría descubierto su vocación de profeta, no
hubiera llegado a ser el profeta Samuel, el primer profeta yahvista de Israel.
Esta debe ser nuestra actitud ante la voz del Señor que nos habla a través de
nuestra conciencia. Saber discernir la verdadera voz de Dios a través de
nuestra conciencia es algo importantísimo en nuestra vida. Lo más importante
para una persona es acertar con su vocación, con la vocación que Dios le ha
dado. Para conseguir esto es necesario saber escuchar, estar siempre en actitud
de escucha, no dejar que nuestros egoísmos y nuestras pasiones nos confundan.
Aprender a descubrir y realizar en la vida nuestra verdadera vocación depende
en parte de que nos dejemos enseñar por nuestros padres, o educadores, o libros
piadosos, o sacerdotes, o acontecimientos de la vida, o la naturaleza, o todas
aquellas personas y cosas que influyen en nuestra vida. Dejemos que Dios nos
guíe, que Dios nos conduzca todos los días de nuestra vida. Aprendamos a
escuchar la voz del Señor y digámosle, con palabras del salmo 39: aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad.
Samuel será el gran confidente
de Dios, el destinatario de su palabra en medio del pueblo. Veamos, pues, cinco
enseñanzas de esta primera lectura.
1) La apertura y la prontitud
en escuchar al Señor tiene sus raíces en una actitud de apertura y prontitud
humana: "Aquí estoy", dice Samuel a Elí, el sacerdote. Si no estamos
atentos los unos a los otros (si no nos acostumbramos a salir de nosotros
mismos, del círculo cerrado de nuestros intereses y nuestras comodidades),
¿cómo discerniremos la llamada del Señor?
2) Reconocer la voz de Dios no
se puede hacer sin entrenamiento, por decirlo así; al principio, Samuel todavía
no sabía reconocerla.
3) Fue Elí quien "comprendió
que era el Señor quien llamaba al muchacho": incluso en el terreno tan
íntimo e intransferible de nuestra relación con Dios, los demás tienen (o
pueden tener) un lugar: pueden introducirnos en él; pueden ayudarnos a
discernir que, efectivamente, es el Señor quien nos llama.
4) La apertura, la acogida, es
la respuesta del creyente, a la llamada de Dios, desde Abrahám hasta María
("Hágase en mí según tu palabra": Lc 1,38) e incluso Jesús (Hb 4,4-10
le aplica las palabras del salmo 39).
5) A pesar de la ruptura que
implica, la apertura a la fe está en continuidad con la apertura a los demás.
El
salmo de hoy es
de acción de gracias. Un grito de plegaria en una situación dramática, luego
acción de gracias por ser escuchado. Pero no está todo terminado: nueva súplica
en medio de nuevas desgracias.
Algunas imágenes maravillosas
-"estaba en el fondo de un
abismo de pantano...".
-"Se inclinó hacia mí...
para escuchar mi grito".
-"afirmó mi pie sobre la
roca".
-"me puso en la boca un
canto nuevo".
-"abriste mis oídos...
para que escuchara tu voluntad".
-"llevo tu ley en mis
entrañas... mira, no guardo silencio".
-"Se me echan encima mis
culpas y no puedo huir..."
"lo admirable, lo
misterioso (una profecía para el futuro): el orante acaba de ofrecer un
sacrificio "ritual" en el templo, rodeado por una gran muchedumbre...
pero ¿dónde está la víctima?" se preguntan. La respuesta es inaudita: Dios
no quiere ya sacrificios de animales... Io que agrada a Dios es la docilidad de
cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor".
En la segunda lectura San Pablo
nos recuerda:¿No sabéis
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Por tanto,
glorificad a Dios con vuestro cuerpo. Sabido es que los corintios estimaban la
sabiduría humana y se tenían por «sabios». Imbuidos de ideas dualistas, se
servían paradójicamente del desprecio del cuerpo para dedicarse a sus
desenfrenadas orgías y escándalos, mostrándose escépticos sobre la resurrección
de la carne. Si el cuerpo vive en dualismo con el alma, ésta no podría verse contaminada
por las manchas del cuerpo. La consecuencia fue la vía libre al libertinaje.
Pablo quiere corregir semejantes criterios teóricos y abusos prácticos.
Principio fundamental es que el cuerpo pertenece al Señor. En la encarnación
nos da Cristo a entender la dignidad del cuerpo. Y si murió y resucitó, quiere
decir que la encamación no tenía sólo por objeto la salvación del alma, sino
también la del cuerpo como parte integrante que es de la persona humana. El que
se hace miembro de Cristo por el bautismo excluye el uso de su cuerpo para
fines pecaminosos. También la sexualidad pertenece a Cristo que ha redimido el
cuerpo. Si el ser humano es un ser sexuado, no significa por ello que toda la
actividad humana esté orientada a la sexualidad. Se necesita comer para vivir,
pero la vida no está orientada a la comida. De igual manera, las funciones
sexuales tienen una finalidad concreta dentro del plan del creador, pero la
vida entera no está orientada a ellas. El cuerpo pertenece a Cristo y es por
tanto sagrado. El cristiano debe velar contra ese proceso de desacralización
que afecta y rebaja la dignidad del cuerpo humano.
Las
personas somos cuerpos encarnados. Nuestro cuerpo es parte esencial de nuestro
ser personal.
Los pecados de nuestro cuerpo son pecados nuestros y las virtudes que
practicamos a través del cuerpo son virtudes totalmente humanas. Nuestra misión
como cristianos es vivir unidos espiritualmente al Espíritu de Cristo, formar
con el Espíritu de Cristo un solo espíritu, ser miembros de Cristo.
Estas palabras
que escribió san Pablo a los primeros cristianos de Corinto, con motivo de
algunos pecados públicos de fornicación, son palabras que debemos aplicárnoslas
siempre a nosotros mismos. El hombre es un animal sexual y debe dirigir su vida
sexual de acuerdo con su espíritu; no podemos dividirnos en cuerpo y espíritu,
como si fueran cosas siempre opuestas. El cuerpo y el espíritu deben caminar
siempre juntos y bien avenidos. No somos ni sólo ángeles, ni sólo bestias;
somos personas humanas en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu. Glorifiquemos,
pues, a Dios también con nuestro cuerpo.
El evangelio de hoy nos presenta una
pregunta que cada generación debe tener el valor de preguntarse en forma total
y absolutamente nueva quién es realmente Jesús de Nazaret, qué es el
cristianismo, qué es la Iglesia y qué debería o podría ser; qué es lo que
cambió en el pasado y qué es lo que ha de cambiar. Debe ponerse en marcha para
buscar siempre de nuevo a Jesús, a su propio Jesús de hoy.
Y
debe también tener el valor de dejarse preguntar a su vez por Jesús: ¿Qué
buscáis? Aunque la respuesta pueda sonar de primeras bastante imprecisa y vaga
y quede muy lejos del encorsetado formalismo eclesial: "Maestro ¿dónde vives?" Merece
atención que el Jesús joánico no responda a la pregunta dando una dirección
precisa y fija, no responda con un formulario teológico ni con un catálogo de
dogmas, sino que apela a la experiencia personal: ¡venid y lo veréis! Venid y
vedlo por vosotros mismos, recordad vuestras propias experiencias, vuestra
propia vida, que os es perfectamente conocida; no os alejéis de esas
experiencias, sobre todo de las incómodas y desagradables; poneos en
movimiento, comprometeos; usad vuestros propios ojos, vuestros oídos, vuestras
propia razón y vuestra sana razón humana; no os dejéis manipular; examinad la
realidad tal como es. “¡Venid y veréis!”.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Le
preguntaron: Maestro, ¿dónde vives? Jesús les dijo: Venid y lo veréis. Formar en los
niños y en los jóvenes una buena conciencia, una conciencia cristiana y recta,
es una tarea importantísima que tienen los padres, educadores, catequistas y
evangelizadores. La mayor parte de nosotros nos guiamos, o creemos y queremos
guiarnos, por nuestra conciencia, no por nuestros egoísmos y por nuestras
tendencias pasionales. Un niño, o un joven, que se deja guiar por sus impulsos
y pasiones terminará siendo una persona pervertida y peligrosa para la
sociedad. Los cristianos debemos dejarnos guiar siempre por las palabras y por
la persona de Jesús. Esto es lo que hicieron los dos discípulos que acompañaban
a Juan el Bautista y esto es lo que hizo Simón Pedro, aconsejado por su hermano
Andrés. Jesús quiso siempre que sus discípulos le siguieran, no sólo que le
oyeran, y que aprendieran de él a través de la palabra, del ejemplo y de la
vida. Las palabras mueven, decimos, los ejemplos arrastran. Los educadores y
predicadores de este momento es algo que debemos tener muy en cuenta: educar
con las palabras, acompañadas siempre de un ejemplo coherente y de acuerdo con
lo que decimos y predicamos. Nuestra Iglesia, nos han dicho repetidamente los Papas,
necesita hoy más de testigos que de predicadores, o, dicho de otro modo,
necesita de predicadores del evangelio que, a su vez, sean testigos vivos del
evangelio que predican. Nuestros jóvenes escuchan con dificultad sermones, pero
se fijan mucho en el comportamiento de los que les hablan y tratan de
enseñarles. Llevemos a los jóvenes a Jesús, como hizo Andrés con Simón Pedro.
Seamos catequistas y evangelizadores de palabra y de obra, como quiso siempre
hacer Jesús con sus discípulos.
Más que de encontrar a Jesús,
se trata de dejarse encontrar por él. Y la mejor disposición es una actitud de
búsqueda sincera del bien y la verdad. Si nosotros nos mantenemos abiertos al
bien y a la verdad, podemos esperar que Jesús, a través de su Espíritu, no
dejará de hacerse presente en nuestra vida en forma de paz, de gozo, de
fortaleza, de capacidad para amar y perdonar... Y podemos esperar también que,
en más de una ocasión, en la fe, nos hará experimentar la certeza de su
presencia, la certeza de que aquellos dones nos vienen de él. Y escuchar su voz
significará discernir en cada situación, bajo la acción del Espíritu, lo que es
más conforme al evangelio, a las opciones mayores del Reino, como son la
confianza en el Padre del cielo, el respeto y el amor incondicional a los
demás, la opción por los pobres, la paz, la solidaridad, etc.
Y no podemos despreciar las
diversas mediaciones de este encuentro. Porque, si bien es cierto que el
Espíritu de Dios sopla cuando y donde quiere, también es cierto que hay unas
mediaciones ordinarias que nos permiten experimentar más fácilmente la
presencia del Señor y ver más claramente su voluntad. Por citar algunas, el
silencio y la plegaria, la lectura del evangelio, los encuentros eclesiales, la
celebración de la Eucaristía y de los sacramentos.
Ocupémonos
personalmente de ese Jesús y atendamos a lo que tiene que decirnos. Tomemos su
palabra como una palabra humana clara y simple; juzguemos nuestra propia
dirección humana y pensemos lo que podemos iniciar con ella. Así empieza un
encuentro auténtico con Jesús, y no solo con los principios doctrinales del
catecismo "que hay que tener por verdaderos". Sólo desde la propia
experiencia vital y en diálogo con quienes van a la búsqueda de la fe y se
preguntan personalmente por Jesús puede surgir la fe.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario