Comentario a las Lecturas de La Epifanía del Señor 6 de enero de 2024
Los
que buscan a Dios son encontrados por Dios.
La
Iglesia celebra la epifanía a los doce días de la navidad. Se trata de una
fiesta que tiene un carácter similar al de la anterior.
Navidad y epifanía surgen en la Iglesia como dos fiestas idénticas. En lugares distintos, en fechas y con nombres distintos, pero con un mismo contenido fundamental. Al menos en su fase
original, ambas solemnidades celebraron el nacimiento del Señor. Sin embargo, después de un proceso de sedimentación, al asentarse ambas fiestas definitivamente en Oriente y Occidente se configuran con perfiles distintos, hasta ofrecer un contenido específico con matices propios e independientes.La epifanía es de origen oriental
y, probablemente, comenzó a celebrarse en Egipto. De allí pasó a otras iglesias
de Oriente, y posteriormente fue traída a Occidente, primero a la Galia, más
tarde a Roma y al norte de Africa. La aparición de esta fiesta al principio del
siglo IV coincidió aproximadamente con la institución de la navidad en Roma.
Durante este siglo tuvo lugar un proceso de imitación recíproca de ambas
iglesias. Mientras que las iglesias occidentales adoptaban la fiesta de la
epifanía, las orientales, con algunas excepciones, no tardaron mucho en
introducir la fiesta de navidad. Como resultado de esta nivelación o
"gemelización", ya en el siglo IV o v las iglesias orientales y
occidentales celebraban dos grandes fiestas en el tiempo de navidad.
Se ha descrito la fiesta del 6
de enero como la navidad de la Iglesia de Oriente. Podríamos considerar exacta
esta descripción si nos atenemos al período de los orígenes. No hay duda de
que, en el tiempo de su institución, la epifanía conmemoraba el nacimiento de
Cristo y, en este sentido, no era tan diferente de nuestra navidad; ambas eran
fiestas de natividad.
Cuando la epifanía se
popularizó, se implantó la costumbre de añadir las tres figuras de los magos a
la cuna de navidad. Ellos llegaron a conquistar la fantasía popular. La leyenda
les dio unos nombres y los convirtió en reyes. En la gran catedral gótica de
Colonia se puede ver la urna de los tres reyes. Sus "huesos" fueron
llevados allí, desde Milán, en 1164, por Federico Barbarroja.
Los grandes padres latinos, san
Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados por esas tres
figuras, pero por una razón distinta. No sentían curiosidad por conocer quiénes
eran o su lugar de procedencia. No tenían interés alguno en tejer leyendas en
torno a ellos. Su interés se centraba en determinar lo que ellos representaban,
su función simbólica, la teología subyacente en el relato evangélico. En
sus reflexiones sobre Mateo 2,1-12 llegaron a la misma conclusión: los sabios
de Oriente representaban a las naciones del mundo. Ellos fueron los
primeros frutos de las naciones gentiles que vinieron a rendir homenaje al
Señor. Ellos simbolizaban la vocación de todos los hombres a la única Iglesia
de Cristo.
Con esta interpretación de
epifanía, la fiesta toma un carácter más universal. Amplía nuestro campo de
visión, abre nuevos horizontes. Dios deja de manifestarse sólo a una raza, a un
pueblo privilegiado, y se da a conocer a todo el mundo. La buena nueva de la
salvación es comunicada a todos los hombres. El pueblo de Dios se compone ahora
de hombres y mujeres de toda tribu, nación y lengua. La raza humana forma una
sola familia, pues el amor de Dios abraza a todos.
La Epifanía es el otro nombre que recibe la Navidad, el nombre que le
dieron las iglesias orientales desde el principio.
Si la Navidad, fiesta de origen
latino, alude al nacimiento: "La
Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros", Epifanía significa
manifestación y sugiere la idea de alumbramiento o de dar a luz: "y hemos visto su gloria, gloria propia del
Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad". Por consiguiente, la
metáfora bíblica de esta fiesta es la luz: "la gloria del Señor que amanece sobre Jerusalén", "la
revelación del misterio escondido", la estrella de los magos que
vienen de oriente.
La fiesta de la Epifanía del Señor nos
dice que Dios encuentra al que le busca, al que busca su rostro. Dar igual ser
judío o gentil. Si nosotros buscamos al Señor, él nos encuentra. Y cuando el
Señor nos encuentra , alegres, sentimos la necesidad de comunicar el gozo del
encuentro a los demás, a todas las personas que amamos. La fiesta de la
epifanía del Señor nos anima a buscar siempre a Dios y a ser anunciadores y
evangelizadores de su presencia entre nosotros.
Jesús nace en Belén para todos los hombres, para los de cerca y para los
de lejos, para los judíos y para los gentiles, para los pastores y para los
magos que vienen de oriente.
En la Epifanía, celebramos la
buena nueva de la salvación que es comunicada a todos los hombres. El pueblo de
Dios se compone ahora de hombres y mujeres de toda tribu, nación y lengua. La
raza humana forma una sola familia, pues el amor de Dios abraza a todos.
En la primera lectura, tomada del Libro de Isaias
( Isaias 60, 1-6 ), se nos presenta un
texto que forma parte de la tercera parte del libro de Isaías, la
recopilación escrita después del retorno del exilio de Babilonia.
El profeta predice el retorno
de los exiliados a Jerusalén. Se representa a la ciudad como a una madre que
guarda luto por la dispersión de sus hijos y que se regocijará pronto por su
vuelta. La liturgia considera que esta profecía se ha cumplido en la Iglesia.
Ella es una madre, y se regocija al ver que sus hijos vienen de lejos:
“Alza en torno los ojos y contempla, /todos se reúnen y vienen a
ti, /tus hijos llegan de lejos, y tus hijas son traídas en brazos.”
vv. 1-3: se habla de una manifestación o
epifanía salvadora del Señor. El poeta está tan seguro de ese futuro que usa
los tiempos en pasado, como si ya se hubiese realizado (pasado profético).
Hay un
contraste entre la luz y las tinieblas (=presencia y ausencia de Dios). La luz,
tan ansiada, ya está amaneciendo sobre la Ciudad Santa, en contraste con las
tinieblas que se extienden sobre las otras naciones. Este amanecer no guarda
relación alguna con la salida del sol sino que hace más bien referencia a la
gran epifanía o manifestación de Dios. Donde está Dios está la luz y está la
vida; si Jerusalén desea vivir deberá estar unido a su Dios. Y ante esta
epifanía del Señor también los otros pueblos se ponen en movimiento saliendo de
la oscuridad.
vv. 4-7:
recalca el carácter de urgencia e inmediatez del mensaje. Una nueva época se
instaura en la ciudad: no sólo vuelven los desterrados sino también los otros
pueblos, atraídos por la luz del Señor se dirigen a Jerusalén. Es la antítesis
de la dispersión del año 586. El edicto de repatriación de Ciro sólo hizo
volver a algunos, pero la epifanía de Dios, a todos, incluso a los más lejanos
que traen los dones más preciados de Oriente. Cuando todo esto acaezca ya no
será necesario dar ánimos a Jerusalén. Ella lo verá con sus propios ojos y su
rostro se volverá risueño.
Los exiliados ya han vuelto, la
ciudad aún está por reconstruir, pero el profeta ve y anuncia la gloria de esta
reconstrucción. En el fondo, es una llamada a los que han vuelto para que vivan
la tarea de reconstrucción como una labor gozosa, que Dios guiará y llevará a
feliz término.
Todo el
capitulo es un himno a la nueva Jerusalén como símbolo de una humanidad
transformada por Dios en un pueblo justo, pacífico y feliz. Dios será todo en
todos y todos se sentirán como hijos de Dios, sin odios ni ruines ambiciones.
El prestigio de la ciudad santa será inmenso y se incorporará a ella lo mejor
de todas las naciones, sus hijos más nobles.
El profeta
mira a la Jerusalén humilde que apenas renace de sus ruinas. Esa, de repente,
se transfigura con la luz de la futura Jerusalén, llena de las riquezas de
Yavhé, y que será su propia esposa.
Allí se
realizarán todas las aspiraciones de una humanidad purificada y reunida en la
luz de Dios (cf. Ap 21). Allí, la humanidad tendrá plenamente lo que anhelaba.
El autor
describe, con imágenes de gran belleza, el resplandeciente resurgimiento de la
derruida ciudad de Jerusalén. Sión se convierte de nuevo en el lugar de la
presencia de Yahvé, que con su manifestación esplendorosa domina las tinieblas
que estrechan y ahogan a los pueblos paganos. Largas filas de hombres y de
bestias marchan hacia el centro ecuménico de todas las naciones. Aparecen, en
primer lugar, los pueblos de Arabia, los hijos de la esclava, siempre
despreciados, que se reintegran así a la descendencia de Abrahán, del que
provienen a través de Ismael. La visión universalista se completa con el
homenaje de los antiguos enemigos que reconocen el kabod ( = manifestación
poderosa y salvadora de Dios) del Señor.
El oráculo
tiene la forma de una llamada a la ciudad de Jerusalén para que se dé cuenta de
todo lo que está pasando y lo viva como una gran alegría. La Jerusalén
recobrada, dice el profeta, se ha convertido nuevamente en luz entre las
tinieblas, porque en ella está el Señor.
Y, a partir de
aquí, el profeta imagina como una nueva caravana que se acerca a la ciudad.
Esta nueva
caravana está formada, por una parte, por los "hijos e hijas" que aún
no están en Jerusalén: tanto los que se han quedado en el exilio como los que
están dispersos por otros países. Y, por otra parte, está formada también por
los pueblos extranjeros que, atraídos por la luz del Señor, se acercan con sus
dones para ayudar en la reconstrucción de la ciudad.
Este oráculo,
de hecho, es un texto de exaltación nacionalista (el país reconstruido, y los
extranjeros ayudando a la reconstrucción). Pero apunta a otro sentido nuevo y
universalista, entendiendo Jerusalén como símbolo de la presencia de Dios en el
mundo: así es comprendido en la liturgia de hoy.
El profeta
invita a la ciudad a que se deje ya de lamentos y levante la cabeza para que,
iluminado su rostro con la luz que viene sobre ella, resplandezca de alegría:
"Levántate, brilla Jerusalén...!".
El
advenimiento de Yavé convierte a Jerusalén en un foco de luz para todo el
mundo, en un faro que orienta todos los caminos. Los pueblos que yacían en las
tinieblas de la muerte se levantan y emprenden la marcha bajo la nueva luz.
El profeta
invita a Jerusalén a levantar la vista en torno suyo: He aquí que sus hijos y
sus hijas vuelven hacia ella de la diáspora y del destierro, y los mismos
pueblos extranjeros que los detuvieron en la cautividad son ahora los que les
ayudan para que les sea aún más agradable la repatriación. Jerusalén se
convierte en el centro del universo, en el lugar señalado para la reunión de
los hijos de Israel y para el encuentro de todos los pueblos; pues el Señor
convoca a todas las naciones para celebrar la misma salvación que ha surgido en
Jerusalén.
Jerusalén,
asombrada ante lo que ve venir, ensancha las murallas y el corazón para recibir
muchedumbres y regalos innumerables. En ella hay lugar para todos. Con naves y
camellos, por el mar y por el desierto acudirán a Jerusalén los pueblos de
Occidente, "las Islas", y los de Oriente. Traerán en las manos el oro
y el incienso; y en sus labios, una canción de alabanza a Yavé. Y todos se
unirán en una misma ofrenda al Señor y en una misma reconciliación entre los
pueblos. Ya no habrá cautivos ni exiliados, todos serán un solo pueblo en presencia
del Señor.
Una visión de universalidad,
como una gran procesión de pueblos que proceden de todas las partes del mundo y
convergen en la ciudad santa, la Iglesia. Y estos pueblos no vienen con las
manos vacías, sino llevando dones: "Porque a ti afluirán las riquezas del
mar, y los tesoros de las naciones llegarán a ti". ¿Cómo tenemos que
entender esos dones? ¿Se trata simplemente de riquezas y de recursos naturales,
o representan riquezas espirituales? En mi opinión, son lo último, los tesoros
invisibles; y éstos incluyen la sabiduría, la cultura heredada y las
tradiciones religiosas de cada nación. Todo esto tiene que entrar en relación
con la Iglesia si ésta ha de ser verdaderamente católica. No se puede aceptar
todo. Algunos elementos deberán pasar por una purificación, o incluso deberán
ser rechazados; pero la Iglesia reconoce que cuantos valores de verdad y de
bondad se encuentran entre esos pueblos son signos de la presencia oculta de
Dios entre ellos.
El profeta
Isaías habla de una luz de Dios que se posará sobre una Jerusalén triunfadora y
radiante, luz que llenará de orgullo y de alegría a un pueblo que ha sido
guiado a la victoria final por su Dios, por Yahveh “Los pueblos caminarán a su luz”.
Nosotros tenemos que aprender a ver la luz de Dios en la humildad de sus
criaturas, de manera especial en las personas humanas. Lo importante para
nosotros es aprender a ver la luz de Dios en el pobre, en el niño y en el
anciano, en una puesta de sol o en una relampagueante tormenta, en la ternura
de una flor o en la santidad del héroe o en el testimonio de quien da razón de
su fe.
Tenemos, sobre
todo, que aprender a ver a Dios en el interior de nuestro corazón, como nos
recuerda San Agustín “¡Tarde te amé,
Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo
afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y
ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y
deseé con ansia la paz que procede de ti” .
Y
el elemento simbólico de esta fiesta de
la Epifanía , aparece ya en esta primera lectura, cuando esa manifestación se
concreta en Jerusalén, centro religioso universal: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz!”. Esa luz que
aparece en Jerusalén, alcanzará a todas las naciones de la tierra.
El
salmo responsorial, nos presenta el salmo 71, (Salmo 71,2.7-8.10-13) salmo escrito
después del exilio, en una época en que ya la dinastía de David no estaba en el
trono, se refiere directamente al "rey-Mesías", ¡al reino Mesiánico
esperado como "universal' y "eterno"! Sólo Dios puede tener un
reino eterno, "que dure tanto como el sol, hasta la consumación de los
siglos". En vano un rey cualquiera puede pretender tal cosa. Como en los
demás salmos, encontramos en éste, el procedimiento literario llamado de
"revestimiento": se trata de un lenguaje florido, que utiliza el
"estilo de las cortes reales de oriente", con sus hipérboles
gloriosas y su ideología real, para expresar un "misterio", para
"revestir" una revelación no sobre un sistema político sino sobre
Dios mismo.
Salmo marcadamente mesiánico, con la riqueza y la fuerza
evocativa de sus imágenes proclama el reino universal de justicia y de
prosperidad, de paz y abundancia de liberación y rehabilitación del rey-mesías,
el esperado de Israel.
En el texto se destaca la figura
ideal del descendiente de David, el verdadero ungido de Dios, dibujado
con prerrogativas grandiosas; en efecto, él realizará cosas maravillosas y
manifestará su gloria, que es la gloria misma de Dios.
La oración de Israel por su rey era una oración por la justicia, por el
juicio imparcial y por la defensa de los oprimidos. Mi oración por el gobierno
de mi país y por los gobiernos de todo el mundo es también una oración por la
justicia, la igualdad y la liberación.
«Dios mío, confía tu juicio
al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a
tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia.
Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y
quebrante al explotador».
Israel seguirá rezando por su rey:
«Porque él librará al pobre
que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la
violencia, su sangre será preciosa a sus ojos».
Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo:
«Que dure tanto como el sol,
como la luna de edad en edad; que baje como lluvia sobre el césped, como
llovizna que empapa la tierra; que en sus días florezcan la justicia y la paz
hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la
tierra».
Que reine la justicia en la tierra.
Fundamentándose
en las promesas a David, se proclama un doble deseo: una actuación en favor de
los pobres y los débiles, y una ampliación de sus dominios.
“Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra”
La lectura litúrgica ve aquí el
sentido pleno de la bendición perenne realizada en Jesucristo.
Así comenta San
Juan Pablo II el salmo 71 “Es fácil intuir que la figura del
rey davídico, con frecuencia decepcionante, fuera sustituida --ya a partir de
la caída de la dinastía de Judá (siglo VI a.C.)-- por la fisonomía luminosa y
gloriosa del Mesías, según la línea de la esperanza profética expresada por
Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los
pobres de la tierra» (11,4). O, según el anuncio de Jeremías, «Mirad que días
vienen --dice el Señor-- en que suscitaré a David un germen justo: reinará un
rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (23,5).
3. Después de esta viva y apasionada imploración del
don de la justicia, el Salmo amplía el horizonte y contempla el reino
mesiánico-real en su desarrollo a través de dos coordinadas, las del tiempo y
el espacio. Por un lado, de hecho, se exalta su duración en la historia (Cf.
Salmo 71, 5.7). Las imágenes de carácter cósmico son vivas: se menciona el
pasar de los días al ritmo del sol y de la luna, así como el de las estaciones
con la lluvia y el nacimiento de las flores.
Un reino fecundo y sereno, por tanto, pero siempre
caracterizado por esos valores que son fundamentales: la justicia y la paz (Cf.
versículo 7). Estos son los gestos de la entrada del Mesías en la historia. En
esta perspectiva es iluminador el comentario de los padres de la Iglesia, que
ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.
4. De este modo, san Cirilo de Alejandría en su
«Explanatio in Psalmos» observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo
del que habla san Pablo: «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Efesios 1,
10). «En sus días florecerá la justicia y abundará la paz», como diciendo que
«en los días de Cristo por medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y
al orientarnos hacia Dios surgirá la abundancia de la paz». De hecho, nosotros
somos precisamente los «humildes» y los «hijos del pobre» a los que socorre y
salva este rey: y, si llama ante todo «"humildes" a los santos
apóstoles, porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos ha salvado en cuanto
"hijos del pobre", justificándonos y santificándonos por medio del
Espíritu» (PG LXIX, 1180).
5. Por otro lado, el salmista describe también el
espacio en el que se enmarca la realeza de justicia y de paz del rey-Mesías
(Cf. Salmo 71, 8-11). Aquí aparece una dimensión universal que va desde el Mar
Rojo o el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, del Éufrates, el gran «río»
oriental, hasta los más lejanos confines de la tierra (Cf. versículo 8),
evocados con Tarsis y las islas, los territorios occidentales más remotos según
la antigua geografía bíblica (Cf. versículo 10). Es una mirada que abarca todo
el mapa del mundo entonces conocido, que incluye a árabes y nómadas, soberanos
de estados lejanos e incluso los enemigos, en un abrazo universal que es
cantado con frecuencia por los salmos (Cf. Salmos 46,10; 86,1-7) y por los
profetas (Cf. Isaías 2,1-5; 60,1-22; Malaquías 1,11).
El broche de oro de esta visión podría formularse con
las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los Evangelios aplicarán a
Cristo: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén!
He aquí que viene a ti tu rey. Es justo... Suprimirá los cuernos de Efraím y
los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y proclamará la
paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los
confines de la tierra» (Zacarías 9, 9-10; Cf. Mateo 21, 5)." (San Juan Pablo II. Audiencia general del miércoles 1 diciembre 2004).
En este salmo, volvemos a la idea propia de la
Epifanía, de los tres reyes : "Los reyes de Tarsis y las islas le pagarán tributo. Los reyes de Arabia
y de Sabá traerán presentes".
Tal vez fue este salmo el que dio pie a la tradición, presente ya en
Tertuliano, de que los magos eran reyes. Posteriormente se dio una
interpretación mística incluso a los dones mismos. Significaban misterios
divinos. El oro reconocía el poder regio de Cristo; el incienso, su sumo
sacerdocio, y la mirra, su pasión y sepultura.
En la segunda
lectura (Ef 3,2-6) se nos habla del misterio celebrado en la Epifanía y oculto
desde generaciones pasadas, pero revelado ahora a través del Espíritu, "que los paganos comparten ahora la misma herencia, que forman parte del
mismo cuerpo y que se les ha hecho la misma promesa, en Cristo Jesús, a través
del evangelio".
El texto es parte de la sección Ef 3. 1-13 en la que se habla de la misión del
apóstol como anunciador y pregonero del Misterio, que es el tema principal de
Efesios.
Este Misterio es, en el fondo, el de
la Revelación total de Dios en Cristo. El misterio de Dios es aquí lo mismo que
el plan de Dios, concretamente el plan de llamar a todos los hombres sin
excepción para que sean partícipes en Jesucristo de la promesa hecha a Abrahan
y a sus descendientes. Naturalmente ello no era conocido antes de la venida del
Hijo. Pero una vez realizado entre nosotros, no hay fronteras para ese anuncio.
Nos habla del carácter de
"revelación" que asume el plan de Dios. El "misterio" que
se ha dado a conocer a Pablo es el plan salvífico que estaba escondido desde la
eternidad en Dios. Su revelación es una decisión libre de Dios, fruto del amor
que tiene al hombre. Es la salvación que se realiza en Cristo y por Cristo.
Pablo afirma que en el tiempo
presente se da una más profunda penetración del misterio de Dios. El proceso de
penetración del plan de salvación con frecuencia sigue un camino lleno de
dificultades como lo demuestra la misión apostólica de Pablo.
San Pablo confiesa abiertamente que
con la gracia y la misión apostólica ha recibido también la revelación del
misterio, de aquel misterio en otro tiempo oculto en la intimidad de Dios y
ahora manifestado por el Espíritu Santo a los apóstoles y profetas.
Los gentiles, que estaban "sin
esperanza y sin Dios" (Ef. 2, 12), han sido equiparados en todo a los judíos.
Unos y otros, si creen en el Evangelio de N. S. Jesucristo, forman una misma
iglesia y son como un mismo cuerpo.
San Pablo
afirma que los gentiles "son
coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa..."
(Ef 3,6).Esa es la gran revelación que hoy celebramos, la gran manifestación
que en esta festividad conmemoramos, la gran epifanía del amor y el poder de
Dios: Todo hombre, sea cual fuere su raza o condición, está llamado a
participar de la Promesa de salvación que los profetas habían anunciado desde
antiguo, y que muchos decían que se limitaba sólo a los descendientes de
Abrahán, al pueblo judío.
La iglesia de judíos y gentiles ha
de ser para los hombres y los pueblos como una señal y un instrumento de
reconciliación, pues Dios ha querido recapitular todas las cosas en Cristo.
Así la fiesta
de la epifanía es la fiesta de la
catolicidad de la Iglesia de Cristo. Todos estamos llamados a formar parte del
rebaño del único pastor, Cristo Jesús. Los católicos sabemos que somos hermanos
de todas las personas del mundo, sin distinción de raza, ni de lengua, ni de
color, ni de posición social. Nosotros queremos ser hermanos hasta de los que
no quieran ser hermanos nuestros. Nuestras manos siempre estarán tendidas y
nuestras puertas abiertas para que entre todo el que, con sincero corazón,
busque la verdad y el verdadero rostro de Dios. Ser discípulo de Cristo es ser
católico, es decir, ser universal, teniendo a Cristo como nuestro verdadero
camino, verdad y vida.
El
Evangelio de hoy de San Mateo (Mateo, 2,
1-12), contiene
el principio del capítulo 2 al que le siguen otros tres cuadros narrativos: la
fuga a Egipto (2,13-15): la matanza de los inocentes (2,16-18) y el regreso a
Egipto (2,19-23). Si en el primer capítulo del evangelio de san Mateo el
intento del evangelista es mostrar la identidad de Jesús (quién es Jesús), en
el segundo, el misterio de la figura de Jesús viene engarzado con algunos
lugares que señalan el comienzo de su vida terrestre.
En el texto se nos describe el momento
en el que el Niño de Belén se muestra a unos magos de Oriente que se habían
esforzado mucho para poder encontrarle: “Unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: ¿Dónde
está el Rey de los judíos que ha nacido?”.
Que el Dios de Israel se apareciera a unas personas no judías tenía que
parecer a muchos judíos, en aquella época, algo raro y hasta escandaloso. El
pueblo de la promesa era Israel y ninguno más. Sólo a ellos, a sus profetas, a
sus sacerdotes y a sus reyes, les había hablado el Señor. Sólo al pueblo de
Israel había prometido Yahveh su protección, su alianza y su continuo amor. Ni
Herodes, ni ninguno de los sabios de Jerusalén habían detectado el nacimiento
encarnado de Dios en un niño nacido en Belén. Es verdad que ellos no le habían
buscado, porque no necesitaban buscarle, porque ellos lo conocían ya, lo
adoraban como a su único Dios desde tiempos inmemoriales.
Cuando nace el
Niño Jesús, a Herodes sólo le quedaban unos cuatro años de vida. Ante esas
circunstancias las intrigas palaciegas se multiplicaban. Su mismo hijo Arquelao
forma parte de una conspiración que, descubierta por su padre, le costó no sólo
el trono sino también la vida. Por eso la presencia de unos extranjeros
preguntando por el rey de los judíos que acababa de nacer, produce una gran
consternación en la corte real.
Trató de
engañar a los ilustres visitantes. Pero su astucia y su maldad no sirvió de
nada. Y los Reyes Magos se volvieron por otro camino, llenos de gozo por haber
visto al Rey del mundo, recostado en el regazo de una joven madre llamada
María.
Para una mejor comprensión del mensaje en 2,1-13
dividimos el relato de los Magos en dos partes siguiendo el criterio de los
cambios de lugar: Jerusalén (2,1-6) y Belén (2, 7-12). Debemos aclarar que en
el corazón de la historia de los Magos encontramos una cita bíblica que
focaliza la importancia de Belén en este período de la infancia de Jesús. “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la
menor entre los principales clanes de Judá: pues de ti, saldrá un caudillo que
apacentará a mi pueblo, Israel” (Mt 2,6).
Las dos ciudades constituyen el fondo de esta epopeya
de los Magos y están unidas por dos hilos temáticos: la estrella (vv 2.7.9.10)
y la adoración del Niño (vv 2.11).
Aunque en Is 1-6 la ciudad de Jerusalén está llamada a
“levantarse y acoger la gloria del Señor”, ahora en San Mateo se asiste a una
reacción de rechazo por parte del rey y de Jerusalén con relación al Mesías
nacido en Belén.
Tal conducta prefigura el comienzo de las hostilidades
que llevarán a Jesús a ser condenado precisamente en Jerusalén. No obstante tal
reacción, que impide a los Magos acercarse a la salvación precisamente en la
ciudad elegida para ser instrumento de comunión de todos los pueblos de la
tierra con Dios, los acontecimientos del nacimiento de Jesús se trasladan a
Belén. Dios que guía los sucesos de la historia hace que se vayan de Jerusalén
los Magos, que se pongan en camino y encuentren al Mesías, en la ciudad que fue
patria de David, Belén.
"Jesús
nació en Belén de Judá en tiempo del rey Herodes..." (Mt 2, 1)
En esta ciudad
David había recibido la investidura real con la unción dada por Samuel, ahora,
por el contrario, el nuevo rey recibe una investidura divina: no con óleo, sino
en el Espíritu Santo (1,18.20). A esta ciudad suben ahora los pueblos,
representados por los magos, para contemplar el Emmanuel, el Dios con nosotros,
y para hacer experiencia de paz y de fe...
Lo
realizado por los Magos fue un auténtico camino de fe, mucho más, ha sido el
itinerario de aquéllos que, aunque no pertenecen al pueblo elegido, han
encontrado a Cristo. Al comienzo de un camino hay siempre una señal que pide
ser vista allí donde todo hombre vive y trabaja. Los Magos han escrutado el
cielo, para la Biblia sede de la divinidad, y de allí han tenido una señal: una
estrella. Pero para comenzar el recorrido de fe no basta escrutar los signos de
la presencia de lo divino. Un signo tiene la función de suscitar el deseo, que
necesita para realizarse un arco de tiempo, un camino de búsqueda, una espera.
El motor de su itinerario es el aparecer de una estrella, asociada enseguida al
nacimiento de un nuevo rey: “ hemos visto su estrella en el Oriente” . La
estrella es aquí sólo una señal, un indicio que comunica a los Magos la
iniciativa de ponerse en camino. Al principio puede ser que estén movidos por
la curiosidad, pero enseguida esta curiosidad se transformará en deseo de
búsqueda y descubrimiento. Se da el hecho que aquel indicio de la estrella ha
conmovido a los personajes y los ha empujado a buscar para encontrar una
respuesta: ¿quizás a un profundo deseo? ¡Quién lo sabe! El texto muestra que
los Magos tienen en el corazón una pregunta y que no temen repetirla,
haciéndose inoportunos: “¿Dónde está el rey de los Judíos?”
La pregunta se la hacen al rey
Herodes e, indirectamente, a la ciudad de Jerusalén. La respuesta viene dada
por los expertos, sumos sacerdotes, escribas: es necesario buscar el nuevo rey
en Belén de Judá, porque así lo ha profetizado Isaías: “Y tú, Belén, tierra
de Judá, no eres, no , la menor entre los principales clanes de Judá; porque de
ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel” (Mt 2,6). El texto
profético sale al encuentro de las dificultades de los Magos: la Palabra de
Dios se convierte en luz para su camino.
En fuerza de aquella información,
sacada de la profecía de Isaias, y confortados por el reaparecer de la estrella
los Magos emprenden de nuevo el camino teniendo como meta, Belén. La estrella
que los guía se para sobre la casa en la que se encuentra Jesús. Es extraño que
los que viven en Belén o en los alrededores de la casa en la que se encuentra
Jesús no vean aquella señal. Además, aquellos que poseen la ciencia de las
Escrituras conocen la noticia del nacimiento del nuevo rey de Israel, pero no
se mueven para ir a buscarlo. Al contrario, la pregunta de los Magos había, más
bien, provocado en sus corazones miedo y turbación. En definitiva, aquellos que
están cerca del acontecimiento del nacimiento de Jesús no se dan cuenta de los
acaecido, mientras los lejanos, después de haber recorrido un accidentado
camino, al final encuentran lo que buscaban. Pero, en realidad, ¿qué es lo que
ven los ojos de los Magos? Un niño con su madre, dentro de una pobre casa. El
astro que los acompañaba era aquel sencillo y pobre niño, en el cual reconocen
al rey de los Judíos.
Se postran delante de Él y le
ofrecen dones simbólicos: oro ( porque se trata de un rey); el incienso (
porque detrás de la humanidad del niño está presente la divinidad); mirra (
aquel astro es un hombre auténtico destinado a morir).
El hecho de que estos Magos de Oriente
acudieran a adorar al Niño Jesús le da un carácter de universalidad a su
nacimiento.
Es una manera de decir que Dios ama a todas las personas, de todas las naciones
. Por eso el nombre que recibe esta fiesta de hoy es “epifanía”, que significa
“manifestación, aparición”. Dios se ha manifestado a todos los pueblos, a todas
las personas.
“La
estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a posarse
encima de donde estaba el niño”.
Ante esa estrella distintos personajes tienen actitudes distintas: Herodes y
los pontífices y los letrados del país no supieron ver la estrella que guiaba a
los Magos porque tenían el corazón lleno de orgullo y los ojos sombreados por
la ambición. San Agustín decía que a
los ojos enfermos la luz les resultaba odiosa.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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