sábado, 4 de noviembre de 2023

Comentario a las lecturas del XXXI Domingo del Tiempo Ordinario 5 de noviembre 2023


La primera lectura
es de la profecía de Malaquías (Ml 1, 14b-2, 2b. 8-10 ). Después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén (a. 516; Esd 5. 6) y la restauración del culto, Malaquías censura de nuevo la corrupción religiosa. La reforma había durado muy poco.

El profeta critica en primer lugar el comportamiento de los fieles que ofrecen menos de lo que prometen (1. 14a). Seguidamente, alza su voz contra los sacerdotes. Ellos habían sido objeto de una bendición especial de Dios (Dt 33. 11; cf. Ex 32. 29) y a ellos les había sido confiada la misión de bendecir al pueblo (Nm 6. 22). Pero ahora, todos sus privilegios se convierten en motivo especial de maldición divina, de la que sólo podrán escapar si corrigen su conducta negligente.

"Y ahora os toca a vosotros. Si no obedecéis..." (Ml 2, 2) En tiempos del profeta Malaquías, los sacerdotes de la Antigua Alianza habían olvidado sus obligaciones como hombres de Dios. Rompieron el pacto hecho con Yahvé y en lugar de guiar al pueblo por buenos caminos, lo descarriaban por senderos torcidos que no conducían hasta Dios. Por su negligencia, cuando no por su malicia, muchos se olvidaron del Señor y se apartaron de su divina ley. Delito grave que hace clamar al profeta con tonos airados contra esa actitud indigna y nefasta para el pueblo.

"Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo" (Ml 2, 9) Despreciables y viles. Terrible condena de Dios que con frecuencia ha sido una realidad en la Historia. Sin embargo, muchas veces ese desprecio contra el sacerdote ha sido injusto

(v. 8). Pues esta generación de sacerdotes vive en desacuerdo con la Ley de Dios y descuida su enseñanza al pueblo. Su pereza es la causa de que el pueblo desconozca la Ley y se aparte del camino recto, de la religión agradable a Dios. De esta manera invalidan con su conducta la alianza especial que hizo el Señor con la tribu de Leví, la tribu sacerdotal.

(v. 9). Si los sacerdotes desprecian la Ley de Dios y no cumplen con su deber de enseñarla al pueblo (cf. Ex 24. 7; Dt 33. 10; Ez 44. 33), merecen ser igualmente despreciados por el pueblo. El comportamiento de los sacerdotes se manifiesta también en la arbitrariedad que practican al aplicar la Ley y en la aceptación de personas.

(v. 10). Yahvé es el Creador (Is 43. 1 y 15) y Padre (Ex 4. 22; Jr 31. 20) de Israel. Pues es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que Israel llegó a ser como una comunidad sociológica y religiosa cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. La explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia, es una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar: los sacerdotes.

 

El responsorial es el salmo 130 (Sal 130, 1-3) Este es un salmo de Peregrinación, o salmo Gradual. Se cantaba este salmo, para expresar esta especie de hartura que se apoderaba del peregrino cuando, después de las ceremonias bulliciosas, se encuentra sólo ante Dios, en el silencio. Al subir a Jerusalén, los judíos no podían menos de experimentar la nostalgia y el pesar de los fastos reales de antaño: el prestigioso pasado de tiempos de David y Salomón. Pidiendo la "paz para Jerusalén", alimentaban en su corazón, los sueños de dominación temporal ¿No se veía acaso al Mesías, como una restauración de la monarquía Davídica?

Escuchamos a un Israel tranquilo, que renuncia a toda esperanza de grandeza política y se contenta con ser el pueblo "amado" de Dios. Llega a renunciar hasta las "maravillas" del tiempo del Éxodo hechas en su favor. Está feliz únicamente con ser un "niño" amado.

Su estructura es muy sencilla. Tan sólo tres versículos:

a) "Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superen mi capacidad".

El salmista confiesa que no es ambicioso, no le devora el afán, no se ve dominado por el orgullo ni esclavizado por la envidia. El hombre que enmienda la página de Adán a quien sedujo aquello de "seréis como dioses". No, el salmista ha seguido el camino de la paz que no es otro que el camino de la sencillez y de la humildad. Ya nos lo dijo Jesús: "Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz para vuestras almas" (/Mt/11/29-30).

Sus ojos no son altivos ni altaneros, nadie se siente humillado ni despreciado a su lado. Nadie se ve marginado de su presencia. Acoge, comprende, ama. Tiene un corazón entero, no deshecho por inquietudes ni remordimientos. No desea nada que le supere o que pueda ser simplemente como una fachada de sola apariencia. Es el hombre que Jesús nos describirá en el sermón de la montaña: el hombre de corazón humilde, sencillo, recto, puro, confiado. Que sabe esperarlo todo de Dios, que confía en él. Y que todo lo recibe de él, mucho más aún de lo que podría esperar o imaginar. Así es el trato de Dios con aquellos que se fían de él.

b) "Sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre."

Aquí tenemos una confesión semejante, pero en la que junto a la confianza hemos de ver también la parte que el salmista aporta: la colaboración, el esfuerzo. Este acallar y moderar los propios deseos expresa un dominio, una voluntad, una cooperación. No es un alma floja, temerosa y cómoda. Ella también tiene deseos y aspiraciones. Siente también el amor propio y la vanidad. Pero sabe refrenar, sabe acallar todo aquello que considera orgullo, superioridad, aquello que sus fuerzas no pueden alcanzar. Lucha para mantenerse en un nivel de serenidad y de paz. Rara prudencia y conocimiento del propio corazón que le permite una vida de equilibrio, que le permite habitar en un remanso tranquilo, lejos de los vaivenes de las ambiciones y de los afanes.

La comparación no puede ser más bella: como el niño en brazos de su madre. El niño que está seguro con su madre, nada teme. El niño que se siente protegido, porque sabe que alguien vela por él, que nada le faltará. Y el niño que se siente feliz: porque percibe el amor de su madre. Su pequeño horizonte es luminoso, sereno. Ni en su interior hay divisiones ni amarguras, ni en su exterior peligros ni temores.

Es un corazón que conoce el corazón de Dios. Que sabe por experiencia lo que dice Isaías: "Como uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré" (/Is/66/13). Es una persona que sabe decir con Thomas Merton: "Aquello estaba en manos de uno que me amaba más de lo que yo mismo me pudiese amar: y mi corazón estaba lleno de paz". "Estaba en manos de Dios. Y no había nada que yo pudiese hacer mejor que dejarme a mí mismo a su beneplácito. El es mucho más solícito en tener cuidado de nosotros que nosotros mismos... Solamente cuando rehusamos su ayuda, resistimos su voluntad, encontramos conflicto, turbación, desorden, infelicidad, ruina...".

Jesús nos lo repetirá en el sermón de la montaña: "No os preocupéis... si Dios alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo como jamás Salomón se vistió, ¿no lo hará mucho más con vosotros? (/Mt/06/25-34). Saber fiarse de Dios. Ahí está todo.

c) "Espere Israel en el Señor ahora y por siempre".

La mente del salmista, buen israelita, está siempre unida a su pueblo. Y el bien que él experimenta y enseña lo proyecta sobre su pueblo. Así debiera ser Israel. Israel, que es el pueblo amado y escogido, que ha recibido pruebas innumerables de la providencia y de la bondad de Dios debería vivir de esta forma. El Dios que empezó la buena obra la llevará a cabo: y el Dios que de un poco de polvo hizo la maravilla del hombre, así también del pequeño pueblo de Abraham podría hacer una auténtica maravilla. Por esto, Israel, que no se desvirtúe, que no sueñe en grandezas ni en dominios, que no piense en avasallar a otros pueblos: que se fíe de Dios, que conserve su corazón en la paz y en la libertad. Así cumplirá su misión. Solamente si sabe confiar en su Dios, el Dios de la salvación y de la vida.

 

La segunda lectura  es de la primera carta del apóstol San Pablo a los tesalonicenses (Tes 2 7b-9. 13) En esta primera parte de la Primera a los Tesalonicenses, hasta 2, 16 en concreto, expone Pablo sus relaciones con la comunidad de Tesalónica. Tal es el contexto de la pericopa presente.

Los cristianos de Tesalónica ayudaron al Apóstol en su ministerio. Sobre todo por la manera de corresponder a su predicación. Ellos supieron descubrir y aceptar que las palabras de aquel judío de Tarso tenían una fuerza divina, eran no sólo palabra de hombre, sino también Palabra de Dios. Nos puede parecer que aquello era inadmisible, decir que lo que hablaba Pablo era Palabra de Dios. Desde el punto de vista de la sola razón así es, pero no desde la perspectiva de la fe. Para quien tiene fe, también hoy la Palabra de Dios sigue resonando en nuestros oídos, revestida con el pobre ropaje del decir humano. Es preciso creer, saber que a través del hombre nos habla Dios. Hay que escuchar y leer, meditar y vivir la sagrada Escritura como lo que en verdad es, Palabra de Dios.

En esta primera sección (2, 7b-9) de la lectura es importante notar los rasgos del apóstol Pablo en su relación con su comunidad: relación personal, no profesional, cariño individualizado a las personas, deseos de no gravar a nadie con su vida apostólica, sino trabajo personal para evitarlo. Apóstol, pues, humano y serio.

v. 7b: Estas palabras pertenecen al segundo miembro de una oración adversativa, cuyo primer miembro es: "Aunque pudimos haceros sentir nuestro peso por ser apóstoles de Cristo...". San Pablo quiere decir que en vez de darse importancia y hacer valer su autoridad, incluso para vivir a expensas de los tesalonicenses, ha preferido tratarles con el amor y la solicitud de una madre que se desvive por sus hijos.

v. 9: Si bien san Pablo defiende el derecho de los apóstoles a vivir de la predicación evangélica (1 Co 9. 1-15; cf. Lc 10. 7), él mismo y sus cooperadores renunciaron siempre a ser mantenidos por los recién convertidos al Evangelio. Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.

Durante su estancia en Tesalónica, Pablo recibió por dos veces ayuda de la comunidad cristiana de Filipos (Flp 4. 16); si aquí no hace mención de este asunto, es para que no creyeran que les echaba en cara ninguna desatención por su parte.

v. 13: La conducta del Apóstol y sus colaboradores contribuyó sin duda alguna a que su predicación fuera aceptada en Tesalónica como Palabra de Dios y no como simple palabra humana (cf. Ga 6. 6; 2 Co 12. 13). Pablo da gracias a Dios por la fe de los tesalonicenses.

Aquí recuerda que su actividad no es puramente humana, sino también inspirada por Dios. Su obra no es un simple deseo, sino  esta movido por el Espíritu. Y eso no simplemente porque él lo diga así, sino porque los tesalonicenses lo han aceptado de ese modo.

 

Aleluya Mt. 23, 9b. 10b. "Uno solo es vuestro padre, el del cielo y uno solo es vuestro maestro, el mesías".

El evangelio es de San Mateo (Mt 23, 1-12 ). Este pasaje sirve de preámbulo a las maldiciones de los escribas y de los fariseos (Mt 23, 12-32). Jesús presenta a sus adversarios ya desde el primer versículo: ocupan indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12); 31, 9-10; Miq 3, 11: Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.

Mateo es el único de los evangelistas que recoge las palabras reproducidas en los vv. 8-10. Unido al texto anterior por la palabra clave "Rabbi", este pasaje está redactado conforme al ritmo ternario en el que se hace sucesivamente mención del "Maestro", del "Padre" y del "Doctor" (o, mejor, del "Director"). No son tanto esos títulos lo que Cristo condena como la religión de exégesis y de profesores que representan y afirma que no hay que acudir a profesores para conocer a Dios.

Los dos primeros versículos no son originales en este sitio (cf. Mt 20, 26). En este pasaje Cristo apunta a la hipocresía de los escribas y de los jefes de la sinagoga. Esta actitud consiste esencialmente en engañar a otro por medio de gestos religiosos o de prerrogativas sacrales indebidas. El hipócrita, en este caso, se atribuye honores que le hacen pasar por un representante de Dios (versículos 6-7), parece tributar un culto a Dios, pero no trata más que de darse importancia a sí mismo (v. 5) y las prácticas más religiosas son también despojadas de su significación ante el deseo exagerado de hacerse notar (cf. Mt 6, 2, 5, 16). Finalmente, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su egoísmo aprovechando su erudición casuística para escoger entre los preceptos los que le convienen y cargando a otro de mandamientos de los que se dispensa a sí mismo (v. 4; cf. Mt 23, 24-25).

El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al encuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los argumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado humanos para que puedan ser signos de Dios.

La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una tentación a todo lo largo de la historia de la Iglesia.

 

Para nuestra vida

Hoy las lecturas presentan dos tipos de religiosidad:

* una religiosidad vacía, arrogante, pomposa, formalista, caracterizada por la exterioridad y por un legalismo inútilmente cruel, dominada por hombres ávidos de poder, honores y triunfos,

* una religiosidad de servicio. Jesús contrapone a lo anterior, el cuadro de una comunidad evangélica, de la que surgen las verdaderas, radicales exigencias de su mensaje; en donde los miembros se reconocen hermanos (advirtamos que el mandato "vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "maestro", porque uno solo es vuestro maestro", no viene seguido por la conclusión "y todos vosotros sois discípulos", sino «todos vosotros sois hermanos»); en donde no hay hinchados poseedores de la verdad, sino humildes y apasionados buscadores; en donde hay abundancia de "ministros de la paciencia de Cristo"; en donde los responsables reivindican el colosal privilegio de servir; en donde la grandeza está medida por la... pequeñez; en donde la "carrera" esta determinada por los impulsos de... caridad; en donde quien ejerce la autoridad no oscurece y no tiene la pretensión de sustituir la única presencia del único jefe, sino que la hace visible, casi sensible, con su trasparencia y su capacidad de "desaparecer"; en donde nadie pretende dominar o controlar y manipular a los otros; en donde los únicos títulos válidos son los de la fe y... del "aspirante cristiano".

 

En la primera lectura el profeta Malaquías habla a un pueblo judío que acababa de salir del destierro hacia su patria y que estaba reconstruyendo el templo de Jerusalén. Los sacerdotes desempeñaban un papel muy importante en la restauración del culto y de la religión judía. Pero no actuaban según los intereses de Dios, sino según sus propios intereses. Eran egoístas, peseteros, y atendían mejor al que mejor pagaba. Aunque los sacerdotes judíos del tiempo del profeta Malaquías tenían una función muy distinta de la que tenemos los sacerdotes de la Nueva Alianza, no estaría mal que este texto del profeta Malaquías  nos hiciera a nosotros examinar nuestra relación con Dios y con el prójimo. No nos perdonará Dios fácilmente que seamos egoístas, peseteros, aduladores de los ricos y poderosos, dejando en segundo o último lugar a los más pobres y marginados de la sociedad. La conducta de Jesús fue exactamente lo contrario: aunque quiso ser amigo de todos, mostró una especial predilección por los más pobres, frágiles y últimos de la sociedad. Procuremos cuidar esta actitudes de sobre las que reflexiona el profeta.

Malaquías recuerda al pueblo de Israel que Dios es Creador y Padre. Es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que el pueblo llegó a ser una comunidad religiosa, cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. Sin embargo, a pesar de la experiencia del exilio y tras la reconstrucción del Templo, los sacerdotes son cómplices de la explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia. Esto una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar. Clara llamada a la situación de la Iglesia hoy.

Fijémonos en los sacerdotes de entonces que cometieron el tremendo delito de alejar a los hombres del verdadero Dios. Hoy también se puede repetir ese hecho. Y, aunque sea duro reconocerlo, también se repite, empezando por mí... Quizá sea una buena ocasión para hacer examen de conciencia y rectificar.

Y también puede ser el momento de pensar que todos hemos de echar una mano a los sacerdotes y rezar por ellos. Para que sean fieles a la misión salvífica que Dios les ha encomendado y sean un estímulo continuo para el bien y no para el mal.

 

Pidamos todos a Dios, con palabras del salmo 130: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. Mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros.

"Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros..." (Sal 130 ,1) Es muy difícil frenar las ambiciones del hombre. Todos, de una forma u otra, llevamos dentro el deseo innato de ser más, de tener más. Podemos decir que eso es algo bueno, como bueno es todo lo que hay en la condición humana de modo connatural. En el fondo esa continua ambición, ese anhelo siempre insatisfecho es prueba de que hemos nacido para cosas mayores, para un destino muy alto que sólo en el mismo Dios se realizará. Por eso si la ambición que late dentro de nuestro corazón la encauzamos hacia el bien, si siempre aspiramos a ser mejores, si crecemos más y más en el amor, esos deseos y anhelos, esa continua insatisfacción de nosotros mismos puede llevarnos a metas muy elevadas, a estar siempre jóvenes en la ilusión y en la esperanza, a luchar con espíritu deportivo contra los obstáculos que se interponen en nuestro afán de ser santos.

"...no pretendo grandezas que superan mi capacidad" (Sal 130, 1) Ser ambiciosos en el amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres. Y no serlo para nada más. Es decir, saber conformarse con lo que uno tiene y con lo que uno buenamente pueda tener. Luchar por el bienestar personal y el de los nuestros, pero al mismo tiempo saber conformarse con lo que la vida nos depare, estar contento con lo que Dios quiere disponer para nosotros. Pensemos que quien sabe contentarse con menos tendrá siempre más, que quien sabe vivir con poco vivirá siempre con mucho, persuadido de que Dios es un Padre providente y bueno, poderoso y sabio.

En la estrofa hemos repetido:" guarda mi alma en la paz, junto a ti, señor."

La paz, la calma, el silencio. Nuestro mundo actual es un mundo de violencia, de ruido, de velocidad acelerada. Y por contraste quizá, muchos hombres aspiran a la tranquilidad.

Este deseo de la paz deseada, nos invita a ser realistas. La paz es una especie de conquista. La tranquilidad del alma se construye por el rechazo de la agitación. Hay que renunciar al "corazón soberbio", a la "mirada ambiciosa", a las "grandes proezas". Hay que renunciar a las preocupaciones excesivas, a los deseos perturbadores. Pero la "paz de Dios" no nace de una vida sin preocupaciones ni dificultades. Nace sobre todo de situaciones destructoras. He tenido una gran decepción. Un fracaso, una pérdida, una enfermedad, un duelo. La amargura nos invade en ciertos momentos. Todo esto nos puede rebelar internamente y destruir nuestra paz. Del fondo mismo de estas situaciones debe surgir la paz que viene de lo alto.

 

En la segunda lectura, San Pablo da gracias a Dios por la fe de los Tesalonicenses y la acogida que le dispensaron. El les recuerda el cariño que puso en su evangelización. En vez de darse importancia y hacer valer su autoridad, incluso para vivir a expensas de los tesalonicenses, ha preferido tratarles con el amor y la solicitud de una madre que se desvive por sus hijos. Aunque Pablo defiende el derecho de los apóstoles a vivir de la predicación evangélica, él mismo y sus cooperadores renunciaron siempre a ser mantenidos por los recién convertidos al Evangelio. Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.

La lectura nos presenta una seria de reflexiones acerca de cómo tratarnos los cristianos. "Os tratamos con delicadeza, como una madre" (1 Ts 2, 7) San Pablo es modélico en esas actitudes. Su enorme capacidad de ternura y de cariño, era como una madre que trata a sus hijos con delicadeza y hasta con mimo. Tanto los quiere, explica, que no sólo les ha entregado el Evangelio de Dios, lo mejor que tenía, sino que se les entregó a sí mismo, sin escatimar sacrificio alguno por ayudarles. Su figura es un modelo, una muestra de lo que han sido los buenos ministros de Dios, una imagen de lo que es el sacerdote en la Iglesia, llamada con razón nuestra santa Madre Iglesia.

"...la acogisteis, no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios" (1 Ts 2, 13) La gente ha llamado siempre al sacerdote con el entrañable nombre de padre. Con ello se pone de manifiesto la fe del pueblo sencillo que ve en el servicio de la Iglesia, a través del Papa y de los sacerdotes, un servicio de amor y de entrega, de abnegación y desinterés. Y si no fuera así estaríamos traicionando a Cristo y a sus primeros apóstoles, que nos marcaron con su conducta y con su palabra el camino que habíamos de seguir.

Esta lectura presenta el contraste de las lecturas de hoy. Narra la felicidad y dicha por la fundación de esa Iglesia y el mantenimiento de la fe por sus miembros. Y es que la vida en la Iglesia, la buena relación entre los hermanos es también un agente muy directo para obtener la felicidad. Es cierto que hemos de estar atentos al mal uso de los carismas que Dios no da. Pero tampoco debemos crear un clima de problema permanente, de protesta generalizada. La Iglesia es nuestro hogar, y como toda casa propia, es cálida y acogedora. Vamos acercándonos al Adviento. Se va volver a producir, una vez más, el milagro del nacimiento del Niño Dios. El templo entonces coge ese sabor familiar, íntimo, entrañable, de felicidad de niños, de pequeños. Eso también lo marca el camino enseñado por el único maestro.

 

Fijémonos ahora en el evangelio. Jesús ha ido trazando en estos domingos del Tiempo Ordinario un auténtico discurso subversivo contra el poder religioso de Israel. Queda muy bien reflejado en el evangelio de Mateo estas críticas hacia fariseos, saduceos y maestros de la ley.

Hoy en el evangelio, Jesús dirige la palabra a los discípulos y al pueblo para denunciar la conducta de escribas y fariseos y prevenirlos de su mala influencia. San Mateo, inmediatamente después del presente relato, recoge la invectiva que pronuncia Jesús directamente contra los escribas y fariseos. En efecto, habían creado un fárrago legislativo en torno a la Ley para regularla hasta los más mínimos detalles. Esto constituía una carga insoportable que ni ellos mismos cumplían. Jesús denuncia la hipocresía de estos "maestros" que no ayudan en absoluto a llevar la carga que imponen a los demás indebidamente, y contrapone a esa carga innecesaria el "yugo suave y la carga ligera" del Evangelio. Se hacían llamar "rabí", es decir, "maestro mío"; un título que llegó a conferirse solemnemente. También se hacían llamar "padre" y "preceptores". Pero a su vez tenían esclavizado al pueblo llano mediante más de 600 mandamientos o decretos de obligado cumplimiento. Y con graves sanciones si no se cumplían dichos preceptos. Para darnos cuenta de lo opresivo de dichas normas, la mitad de ellas eran negativas, con prohibiciones concretas. Asimismo, despreciaban considerablemente a la gente sencilla por no estar a su altura "moral o intelectual".

Jesús critica todo ese interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro Padre y, todos, nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos alcanza literalmente a todo clericalismo, también de nuestros días, pues hoy podemos caer en lo mismo que Jesús critica.

 “Haz lo que te digo”. Si quiero ser discípulo de Jesucristo, si quiero seguirle y que le sigan los demás, he de dar primero buen ejemplo. ¿Cómo voy a explicar a los demás que el trabajo y el estudio son medios de santificación, si luego no tengo prestigio profesional, si hago las cosas de cualquier manera, o me conformo con cumplir los mínimos o ir aprobando? Y no sólo en el trabajo, sino también en mi relación con los demás, en el uso de los bienes materiales, en las diversiones, en el descanso, en las dificultades, etc. San Agustín nos aconseja: “Cualquiera que sea yo, atiende a lo que se dice no por quién se dice... Si hablo cosas buenas y las hago imítame; si no hago lo que digo, tienes el consejo del Señor: haz lo que digo, no hagas lo que hago, pero no te apartes de la cátedra católica”.

Hoy, a nosotros, nos sigue preguntando: ¿Qué hacéis con vuestra fe? ¿Cumplís lo que escucháis todos los domingos? ¿Lleváis a la práctica aquella fe que recibisteis en el día de vuestro Bautismo? ¿Tenéis miedo a mostraros tal y como sois? ¿Cómo lo lleváis?.

El mensaje central de Jesús en este domingo está en las siguientes palabras: "no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo." No hay duda que la Iglesia católica se ha desprendido de muchos títulos y honores. Es mucho más humilde y no hay tanta ostentación en el culto como en el pasado. Pero hay que seguir vigilantes en este sentido e, incluso, atemperar los deseos de vanagloria personal de muchos laicos incluidos ahora en los distintos ministerios. La Iglesia, las parroquias, no son lugares para medrar, si no para servir. Al Papa se le llama "el siervo de los siervos de Dios". Debemos de tenerlo en cuenta. También, una posición idéntica es refrendada por la primera lectura del libro de Malaquías que dice: "Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?"

La invocación de Cristo respecto a la existencia de un solo Padre y un solo Maestro es muy válida para reflexionar sobre la unidad de los cristianos. En la medida de que la autoridad única es el Padre de los Cielos y el camino es mostrado por el Maestro, Jesús, no pueden plantearse separaciones por razón de jurisdicción o credo. Ha sido el pecado de los hombres lo que separó a las Iglesias. Y su división, además de traer luchas terribles y mucho sufrimiento, solo benefició al enemigo de Cristo: al demonio. Y eso es lo que debemos de tener en cuenta siempre, atemperando opiniones, polémicas. Se producen, incluso, divisiones y disensiones en el seno de la misma catolicidad de hoy. Estas --en algún caso-- son tan fuertes que a veces dan una imagen muy frágil de nuestra Asamblea universal, parece como si el cisma estuviese a la vuelta de la esquina. Aunque tampoco es como para asustarse, porque el Espíritu viene en nuestro auxilio.

Con sentido del humor, G. K. Chesterton, decía poco más o menos que creía en la Iglesia católica porque había sobrevivido durante dos mil años a pesar de lo mal que lo habían hecho sus hijos. Ello era prueba de que el Espíritu velaba por ella. Y es verdad que el Espíritu Santo acompaña a la Iglesia en su peregrinar terreno, pero todos –a nivel individual y colectivo— debemos trabajar fuerte para evitar la desunión y los enfrentamientos estériles, sin, obviamente, romper la sana posibilidad de discrepar. El ecumenismo avanza sin parar y las iglesias buscan un centro de coincidencia total: sin duda ese centro --íntimo, universal, cósmico-- es el propio Cristo.

Con el Evangelio en la mano, y también teniendo como telón de fondo las dos lecturas de hoy, la Iglesia no está para conquistar ni buena ni mala imagen. Su labor misionera (dar a conocer el depósito de la fe) no puede estar supeditada a encuestas o aplausos, a críticas o alabanzas, homenajes o reconocimientos. Su cometido muchas veces es ir (aparentemente por lo menos) contra corriente; recordar la dignidad de las personas por encima de elementos pragmáticos; el derecho a la vida como derecho primario o el peligro de ejercer una autoridad absoluta en contra del propio ciudadano.

La Iglesia, y porque está respaldada en el mismo Jesucristo, no puede vivir pendiente del “qué dirán”. En todo caso, todos nosotros, tendremos que preguntarnos una y otra vez si –aquello que escuchamos y decimos- lo llevamos hasta las últimas consecuencias; aun a riesgo de no ser bien recibidos o tratados; aun a costa de ser colocados en los últimos puestos en “encuestas bien cocinadas”; aun al precio de ser considerados como freno de una sociedad que quiere todo a costa del sacrificio de algunos.

Es bueno recordar, y no lo olvidemos, que la Iglesia está para servir pero con los parámetros del evangelio y no para asistir como simple y cómoda espectadora a un mundo en el que se aplaude y se valora el camino fácil; donde todo vale o se enaltece la mediocridad en detrimento de la perfección personal o colectiva.

¿Que no somos apreciados como cristianos? Miremos a la cruz, a Jesús, a los discípulo y tendremos una clara respuesta: tampoco ellos fueron comprendidos. ¡Y fueron grandes…ante los ojos de Dios! ¿Cómo lo llevamos, desde nuestro , a veces excesivo protagonismo y afán de ser valorados?.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

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