La primera lectura es de la profecía de Malaquías (Ml 1, 14b-2, 2b. 8-10 ). Después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén (a. 516; Esd 5. 6) y la restauración del culto, Malaquías censura de nuevo la corrupción religiosa. La reforma había durado muy poco.
El
profeta critica en primer lugar el comportamiento de los fieles que ofrecen
menos de lo que prometen (1. 14a). Seguidamente, alza su voz contra los
sacerdotes. Ellos habían sido objeto de una bendición especial de Dios (Dt 33.
11; cf. Ex 32. 29) y a ellos les había sido confiada la misión de bendecir al
pueblo (Nm 6. 22). Pero ahora, todos sus privilegios se convierten en motivo
especial de maldición divina, de la que sólo podrán escapar si corrigen su
conducta negligente.
"Y
ahora os toca a vosotros. Si no obedecéis..." (Ml 2, 2) En tiempos del
profeta Malaquías, los sacerdotes de la Antigua Alianza habían olvidado sus
obligaciones como hombres de Dios. Rompieron el pacto hecho con Yahvé y en
lugar de guiar al pueblo por buenos caminos, lo descarriaban por senderos
torcidos que no conducían hasta Dios. Por su negligencia, cuando no por su
malicia, muchos se olvidaron del Señor y se apartaron de su divina ley. Delito
grave que hace clamar al profeta con tonos airados contra esa actitud indigna y
nefasta para el pueblo.
"Pues
yo os haré despreciables y viles ante el pueblo" (Ml 2, 9) Despreciables
y viles. Terrible condena de Dios que con frecuencia ha sido una realidad en la
Historia. Sin embargo, muchas veces ese desprecio contra el sacerdote ha sido
injusto
(v.
8). Pues esta generación de sacerdotes vive en desacuerdo con la Ley de Dios y
descuida su enseñanza al pueblo. Su pereza es la causa de que el pueblo
desconozca la Ley y se aparte del camino recto, de la religión agradable a
Dios. De esta manera invalidan con su conducta la alianza especial que hizo el
Señor con la tribu de Leví, la tribu sacerdotal.
(v.
9). Si los sacerdotes desprecian la Ley de Dios y no cumplen con su deber de
enseñarla al pueblo (cf. Ex 24. 7; Dt 33. 10; Ez 44. 33), merecen ser
igualmente despreciados por el pueblo. El comportamiento de los sacerdotes se
manifiesta también en la arbitrariedad que practican al aplicar la Ley y en la
aceptación de personas.
(v.
10). Yahvé es el Creador (Is 43. 1 y 15) y Padre (Ex 4. 22; Jr 31. 20) de
Israel. Pues es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que Israel llegó a
ser como una comunidad sociológica y religiosa cuyos miembros deben tratarse
como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre
los israelitas. La explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la
injusticia, es una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de
quienes debieran respetarla en primer lugar: los sacerdotes.
El
responsorial es el salmo
130 (Sal 130, 1-3)
Este es un salmo de Peregrinación, o salmo Gradual. Se cantaba este salmo, para
expresar esta especie de hartura que se apoderaba del peregrino cuando, después
de las ceremonias bulliciosas, se encuentra sólo ante Dios, en el silencio. Al
subir a Jerusalén, los judíos no podían menos de experimentar la nostalgia y el
pesar de los fastos reales de antaño: el prestigioso pasado de tiempos de David
y Salomón. Pidiendo la "paz para Jerusalén", alimentaban en su
corazón, los sueños de dominación temporal ¿No se veía acaso al Mesías, como
una restauración de la monarquía Davídica?
Escuchamos
a un Israel tranquilo, que renuncia a toda esperanza de grandeza política y se
contenta con ser el pueblo "amado" de Dios. Llega a renunciar hasta
las "maravillas" del tiempo del Éxodo hechas en su favor. Está feliz
únicamente con ser un "niño" amado.
Su
estructura es muy sencilla. Tan sólo tres versículos:
a)
"Señor, mi corazón no es ambicioso
ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superen mi capacidad".
El
salmista confiesa que no es ambicioso, no le devora el afán, no se ve dominado
por el orgullo ni esclavizado por la envidia. El hombre que enmienda la página
de Adán a quien sedujo aquello de "seréis como dioses". No, el
salmista ha seguido el camino de la paz que no es otro que el camino de la
sencillez y de la humildad. Ya nos lo dijo Jesús: "Aprended de Mí que soy
manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz para vuestras almas"
(/Mt/11/29-30).
Sus
ojos no son altivos ni altaneros, nadie se siente humillado ni despreciado a su
lado. Nadie se ve marginado de su presencia. Acoge, comprende, ama. Tiene un
corazón entero, no deshecho por inquietudes ni remordimientos. No desea nada
que le supere o que pueda ser simplemente como una fachada de sola apariencia.
Es el hombre que Jesús nos describirá en el sermón de la montaña: el hombre de
corazón humilde, sencillo, recto, puro, confiado. Que sabe esperarlo todo de
Dios, que confía en él. Y que todo lo recibe de él, mucho más aún de lo que
podría esperar o imaginar. Así es el trato de Dios con aquellos que se fían de
él.
b)
"Sino que acallo y modero mis deseos
como un niño en brazos de su madre."
Aquí
tenemos una confesión semejante, pero en la que junto a la confianza hemos de
ver también la parte que el salmista aporta: la colaboración, el esfuerzo. Este
acallar y moderar los propios deseos expresa un dominio, una voluntad, una
cooperación. No es un alma floja, temerosa y cómoda. Ella también tiene deseos
y aspiraciones. Siente también el amor propio y la vanidad. Pero sabe refrenar,
sabe acallar todo aquello que considera orgullo, superioridad, aquello que sus
fuerzas no pueden alcanzar. Lucha para mantenerse en un nivel de serenidad y de
paz. Rara prudencia y conocimiento del propio corazón que le permite una vida
de equilibrio, que le permite habitar en un remanso tranquilo, lejos de los
vaivenes de las ambiciones y de los afanes.
La
comparación no puede ser más bella: como el niño en brazos de su madre. El niño
que está seguro con su madre, nada teme. El niño que se siente protegido,
porque sabe que alguien vela por él, que nada le faltará. Y el niño que se
siente feliz: porque percibe el amor de su madre. Su pequeño horizonte es
luminoso, sereno. Ni en su interior hay divisiones ni amarguras, ni en su
exterior peligros ni temores.
Es
un corazón que conoce el corazón de Dios. Que sabe por experiencia lo que dice
Isaías: "Como uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré"
(/Is/66/13). Es una persona que sabe decir con Thomas Merton: "Aquello estaba en manos de uno que me amaba
más de lo que yo mismo me pudiese amar: y mi corazón estaba lleno de paz".
"Estaba en manos de Dios. Y no había nada que yo pudiese hacer mejor que
dejarme a mí mismo a su beneplácito. El es mucho más solícito en tener cuidado
de nosotros que nosotros mismos... Solamente cuando rehusamos su ayuda,
resistimos su voluntad, encontramos conflicto, turbación, desorden,
infelicidad, ruina...".
Jesús
nos lo repetirá en el sermón de la montaña: "No os preocupéis... si Dios
alimenta las aves del cielo y viste los lirios del campo como jamás Salomón se
vistió, ¿no lo hará mucho más con vosotros? (/Mt/06/25-34). Saber fiarse de
Dios. Ahí está todo.
c)
"Espere Israel en el Señor ahora y
por siempre".
La
mente del salmista, buen israelita, está siempre unida a su pueblo. Y el bien
que él experimenta y enseña lo proyecta sobre su pueblo. Así debiera ser
Israel. Israel, que es el pueblo amado y escogido, que ha recibido pruebas
innumerables de la providencia y de la bondad de Dios debería vivir de esta
forma. El Dios que empezó la buena obra la llevará a cabo: y el Dios que de un
poco de polvo hizo la maravilla del hombre, así también del pequeño pueblo de
Abraham podría hacer una auténtica maravilla. Por esto, Israel, que no se
desvirtúe, que no sueñe en grandezas ni en dominios, que no piense en avasallar
a otros pueblos: que se fíe de Dios, que conserve su corazón en la paz y en la
libertad. Así cumplirá su misión. Solamente si sabe confiar en su Dios, el Dios
de la salvación y de la vida.
La segunda
lectura es de la primera carta del apóstol San
Pablo a los tesalonicenses (Tes 2 7b-9. 13) En esta primera parte de la
Primera a los Tesalonicenses, hasta 2, 16 en concreto, expone Pablo sus
relaciones con la comunidad de Tesalónica. Tal es el contexto de la pericopa
presente.
Los
cristianos de Tesalónica ayudaron al Apóstol en su ministerio. Sobre todo por
la manera de corresponder a su predicación. Ellos supieron descubrir y aceptar
que las palabras de aquel judío de Tarso tenían una fuerza divina, eran no sólo
palabra de hombre, sino también Palabra de Dios. Nos puede parecer que aquello
era inadmisible, decir que lo que hablaba Pablo era Palabra de Dios. Desde el
punto de vista de la sola razón así es, pero no desde la perspectiva de la fe.
Para quien tiene fe, también hoy la Palabra de Dios sigue resonando en nuestros
oídos, revestida con el pobre ropaje del decir humano. Es preciso creer, saber
que a través del hombre nos habla Dios. Hay que escuchar y leer, meditar y
vivir la sagrada Escritura como lo que en verdad es, Palabra de Dios.
En
esta primera sección (2, 7b-9) de la lectura es importante notar los rasgos del
apóstol Pablo en su relación con su comunidad: relación personal, no
profesional, cariño individualizado a las personas, deseos de no gravar a nadie
con su vida apostólica, sino trabajo personal para evitarlo. Apóstol, pues,
humano y serio.
v.
7b: Estas palabras pertenecen al segundo miembro de una oración adversativa,
cuyo primer miembro es: "Aunque pudimos haceros sentir nuestro peso por
ser apóstoles de Cristo...". San Pablo quiere decir que en vez de darse importancia
y hacer valer su autoridad, incluso para vivir a expensas de los
tesalonicenses, ha preferido tratarles con el amor y la solicitud de una madre
que se desvive por sus hijos.
v.
9: Si bien san Pablo defiende el derecho de los apóstoles a vivir de la
predicación evangélica (1 Co 9. 1-15; cf. Lc 10. 7), él mismo y sus
cooperadores renunciaron siempre a ser mantenidos por los recién convertidos al
Evangelio. Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo
acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser
gravoso a los tesalonicenses.
Durante
su estancia en Tesalónica, Pablo recibió por dos veces ayuda de la comunidad
cristiana de Filipos (Flp 4. 16); si aquí no hace mención de este asunto, es
para que no creyeran que les echaba en cara ninguna desatención por su parte.
v.
13: La conducta del Apóstol y sus colaboradores contribuyó sin duda alguna a
que su predicación fuera aceptada en Tesalónica como Palabra de Dios y no como
simple palabra humana (cf. Ga 6. 6; 2 Co 12. 13). Pablo da gracias a Dios por
la fe de los tesalonicenses.
Aquí
recuerda que su actividad no es puramente humana, sino también inspirada por
Dios. Su obra no es un simple deseo, sino
esta movido por el Espíritu. Y eso no simplemente porque él lo diga así,
sino porque los tesalonicenses lo han aceptado de ese modo.
Aleluya Mt.
23, 9b. 10b. "Uno solo es vuestro padre, el del cielo y uno solo es
vuestro maestro, el mesías".
El evangelio es de San Mateo (Mt 23, 1-12 ). Este pasaje
sirve de preámbulo a las maldiciones de los escribas y de los fariseos (Mt 23,
12-32). Jesús presenta a sus adversarios ya desde el primer versículo: ocupan
indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la
interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt
17, 8-12); 31, 9-10; Miq 3, 11: Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los
escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han
sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al
designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los
escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.
Mateo
es el único de los evangelistas que recoge las palabras reproducidas en los vv.
8-10. Unido al texto anterior por la palabra clave "Rabbi", este
pasaje está redactado conforme al ritmo ternario en el que se hace
sucesivamente mención del "Maestro", del "Padre" y del
"Doctor" (o, mejor, del "Director"). No son tanto esos
títulos lo que Cristo condena como la religión de exégesis y de profesores que
representan y afirma que no hay que acudir a profesores para conocer a Dios.
Los
dos primeros versículos no son originales en este sitio (cf. Mt 20, 26). En
este pasaje Cristo apunta a la hipocresía de los escribas y de los jefes de la
sinagoga. Esta actitud consiste esencialmente en engañar a otro por medio de
gestos religiosos o de prerrogativas sacrales indebidas. El hipócrita, en este
caso, se atribuye honores que le hacen pasar por un representante de Dios
(versículos 6-7), parece tributar un culto a Dios, pero no trata más que de
darse importancia a sí mismo (v. 5) y las prácticas más religiosas son también
despojadas de su significación ante el deseo exagerado de hacerse notar (cf. Mt
6, 2, 5, 16). Finalmente, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de
su egoísmo aprovechando su erudición casuística para escoger entre los
preceptos los que le convienen y cargando a otro de mandamientos de los que se
dispensa a sí mismo (v. 4; cf. Mt 23, 24-25).
El
colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un
poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el
corazón de cada cual al encuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la
decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los
argumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado humanos para que
puedan ser signos de Dios.
La
hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una tentación a todo lo largo
de la historia de la Iglesia.
Para nuestra
vida
Hoy
las lecturas presentan dos tipos de religiosidad:
*
una religiosidad vacía, arrogante, pomposa, formalista, caracterizada por la
exterioridad y por un legalismo inútilmente cruel, dominada por hombres ávidos
de poder, honores y triunfos,
*
una religiosidad de servicio. Jesús contrapone a lo anterior, el cuadro de una
comunidad evangélica, de la que surgen las verdaderas, radicales exigencias de
su mensaje; en donde los miembros se reconocen hermanos (advirtamos que el
mandato "vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "maestro",
porque uno solo es vuestro maestro", no viene seguido por la conclusión
"y todos vosotros sois discípulos", sino «todos vosotros sois
hermanos»); en donde no hay hinchados poseedores de la verdad, sino humildes y
apasionados buscadores; en donde hay abundancia de "ministros de la
paciencia de Cristo"; en donde los responsables reivindican el colosal
privilegio de servir; en donde la grandeza está medida por la... pequeñez; en
donde la "carrera" esta determinada por los impulsos de... caridad;
en donde quien ejerce la autoridad no oscurece y no tiene la pretensión de
sustituir la única presencia del único jefe, sino que la hace visible, casi
sensible, con su trasparencia y su capacidad de "desaparecer"; en donde
nadie pretende dominar o controlar y manipular a los otros; en donde los únicos
títulos válidos son los de la fe y... del "aspirante cristiano".
En la primera lectura el profeta
Malaquías habla a un pueblo judío que acababa de salir del destierro hacia su
patria y que estaba reconstruyendo el templo de Jerusalén. Los
sacerdotes desempeñaban un papel muy importante en la restauración del culto y
de la religión judía. Pero no actuaban según los intereses de Dios, sino según
sus propios intereses. Eran egoístas, peseteros, y atendían mejor al que mejor
pagaba. Aunque los sacerdotes judíos del tiempo del profeta Malaquías tenían
una función muy distinta de la que tenemos los sacerdotes de la Nueva Alianza,
no estaría mal que este texto del profeta Malaquías nos hiciera a
nosotros examinar nuestra relación con Dios y con el prójimo. No nos perdonará
Dios fácilmente que seamos egoístas, peseteros, aduladores de los ricos y
poderosos, dejando en segundo o último lugar a los más pobres y marginados de
la sociedad. La conducta de Jesús fue exactamente lo contrario: aunque quiso
ser amigo de todos, mostró una especial predilección por los más pobres,
frágiles y últimos de la sociedad. Procuremos cuidar esta actitudes de sobre
las que reflexiona el profeta.
Malaquías
recuerda al pueblo de Israel que Dios es Creador y Padre. Es el autor de la
Alianza en el Sinaí, por la que el pueblo llegó a ser una comunidad religiosa,
cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el
fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. Sin embargo, a pesar de
la experiencia del exilio y tras la reconstrucción del Templo, los sacerdotes
son cómplices de la explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la
injusticia. Esto una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio
de quienes debieran respetarla en primer lugar. Clara llamada a la situación de
la Iglesia hoy.
Fijémonos
en los sacerdotes de entonces que cometieron el tremendo delito de alejar a los
hombres del verdadero Dios. Hoy también se puede repetir ese hecho. Y, aunque
sea duro reconocerlo, también se repite, empezando por mí... Quizá sea una
buena ocasión para hacer examen de conciencia y rectificar.
Y
también puede ser el momento de pensar que todos hemos de echar una mano a los
sacerdotes y rezar por ellos. Para que sean fieles a la misión salvífica que
Dios les ha encomendado y sean un estímulo continuo para el bien y no para el
mal.
Pidamos todos a Dios, con palabras del
salmo 130: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. Mi corazón no es
ambicioso, ni mis ojos altaneros.
"Señor,
mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros..." (Sal 130 ,1) Es muy difícil
frenar las ambiciones del hombre. Todos, de una forma u otra, llevamos dentro
el deseo innato de ser más, de tener más. Podemos decir que eso es algo bueno,
como bueno es todo lo que hay en la condición humana de modo connatural. En el
fondo esa continua ambición, ese anhelo siempre insatisfecho es prueba de que
hemos nacido para cosas mayores, para un destino muy alto que sólo en el mismo
Dios se realizará. Por eso si la ambición que late dentro de nuestro corazón la
encauzamos hacia el bien, si siempre aspiramos a ser mejores, si crecemos más y
más en el amor, esos deseos y anhelos, esa continua insatisfacción de nosotros mismos
puede llevarnos a metas muy elevadas, a estar siempre jóvenes en la ilusión y
en la esperanza, a luchar con espíritu deportivo contra los obstáculos que se
interponen en nuestro afán de ser santos.
"...no
pretendo grandezas que superan mi capacidad" (Sal 130, 1) Ser ambiciosos
en el amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres. Y no serlo para nada más.
Es decir, saber conformarse con lo que uno tiene y con lo que uno buenamente
pueda tener. Luchar por el bienestar personal y el de los nuestros, pero al
mismo tiempo saber conformarse con lo que la vida nos depare, estar contento
con lo que Dios quiere disponer para nosotros. Pensemos que quien sabe
contentarse con menos tendrá siempre más, que quien sabe vivir con poco vivirá
siempre con mucho, persuadido de que Dios es un Padre providente y bueno,
poderoso y sabio.
En la estrofa hemos repetido:" guarda mi alma en la paz, junto a ti, señor."
La
paz, la calma, el silencio. Nuestro mundo actual es un mundo de violencia, de
ruido, de velocidad acelerada. Y por contraste quizá, muchos hombres aspiran a
la tranquilidad.
Este
deseo de la paz deseada, nos invita a ser realistas. La paz es una especie de
conquista. La tranquilidad del alma se construye por el rechazo de la
agitación. Hay que renunciar al "corazón soberbio", a la "mirada
ambiciosa", a las "grandes proezas". Hay que renunciar a las
preocupaciones excesivas, a los deseos perturbadores. Pero la "paz de Dios" no nace de una vida sin preocupaciones
ni dificultades. Nace sobre todo de situaciones destructoras. He tenido una
gran decepción. Un fracaso, una pérdida, una enfermedad, un duelo. La amargura
nos invade en ciertos momentos. Todo esto nos puede rebelar internamente y
destruir nuestra paz. Del fondo mismo de estas situaciones debe surgir la paz que
viene de lo alto.
En la segunda lectura, San Pablo da
gracias a Dios por la fe de los Tesalonicenses y la acogida que le dispensaron. El les
recuerda el cariño que puso en su evangelización. En vez de darse importancia y
hacer valer su autoridad, incluso para vivir a expensas de los tesalonicenses,
ha preferido tratarles con el amor y la solicitud de una madre que se desvive
por sus hijos. Aunque Pablo defiende el derecho de los apóstoles a vivir de la
predicación evangélica, él mismo y sus cooperadores renunciaron siempre a ser
mantenidos por los recién convertidos al Evangelio. Su predicación quedaba así
a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un
trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.
La lectura
nos presenta una seria de reflexiones acerca de cómo tratarnos los cristianos. "Os tratamos con delicadeza, como una madre" (1 Ts
2, 7) San
Pablo es modélico en esas actitudes. Su enorme capacidad de ternura y de
cariño, era como una madre que trata a sus hijos con delicadeza y hasta con
mimo. Tanto los quiere, explica, que no sólo les ha entregado el Evangelio de
Dios, lo mejor que tenía, sino que se les entregó a sí mismo, sin escatimar
sacrificio alguno por ayudarles. Su figura es un modelo, una muestra de lo que
han sido los buenos ministros de Dios, una imagen de lo que es el sacerdote en
la Iglesia, llamada con razón nuestra santa Madre Iglesia.
"...la
acogisteis, no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de
Dios" (1 Ts 2, 13) La gente ha llamado siempre al
sacerdote con el entrañable nombre de padre. Con ello se pone de manifiesto la
fe del pueblo sencillo que ve en el servicio de la Iglesia, a través del Papa y
de los sacerdotes, un servicio de amor y de entrega, de abnegación y
desinterés. Y si no fuera así estaríamos traicionando a Cristo y a sus primeros
apóstoles, que nos marcaron con su conducta y con su palabra el camino que
habíamos de seguir.
Esta
lectura presenta el contraste de las lecturas de hoy. Narra la felicidad y
dicha por la fundación de esa Iglesia y el mantenimiento de la fe por sus
miembros. Y es que la vida en la Iglesia, la buena relación entre los hermanos
es también un agente muy directo para obtener la felicidad. Es cierto que hemos
de estar atentos al mal uso de los carismas que Dios no da. Pero tampoco
debemos crear un clima de problema permanente, de protesta generalizada. La
Iglesia es nuestro hogar, y como toda casa propia, es cálida y acogedora. Vamos
acercándonos al Adviento. Se va volver a producir, una vez más, el milagro del
nacimiento del Niño Dios. El templo entonces coge ese sabor familiar, íntimo,
entrañable, de felicidad de niños, de pequeños. Eso también lo marca el camino
enseñado por el único maestro.
Fijémonos ahora en el evangelio. Jesús ha ido trazando en estos domingos del
Tiempo Ordinario un auténtico discurso subversivo contra el poder religioso de
Israel. Queda muy bien reflejado en el evangelio de Mateo estas críticas
hacia fariseos, saduceos y maestros de la ley.
Hoy
en el evangelio, Jesús dirige la palabra a los discípulos y al pueblo para
denunciar la conducta de escribas y fariseos y prevenirlos de su mala
influencia. San Mateo, inmediatamente después del presente relato, recoge la
invectiva que pronuncia Jesús directamente contra los escribas y fariseos. En
efecto, habían creado un fárrago legislativo en torno a la Ley para regularla
hasta los más mínimos detalles. Esto constituía una carga insoportable que ni
ellos mismos cumplían. Jesús denuncia la hipocresía de estos
"maestros" que no ayudan en absoluto a llevar la carga que imponen a
los demás indebidamente, y contrapone a esa carga innecesaria el "yugo
suave y la carga ligera" del Evangelio. Se hacían llamar "rabí",
es decir, "maestro mío"; un título que llegó a conferirse
solemnemente. También se hacían llamar "padre" y
"preceptores". Pero a su vez tenían esclavizado al pueblo llano
mediante más de 600 mandamientos o decretos de obligado cumplimiento. Y con
graves sanciones si no se cumplían dichos preceptos. Para darnos cuenta de lo
opresivo de dichas normas, la mitad de ellas eran negativas, con prohibiciones
concretas. Asimismo, despreciaban considerablemente a la gente sencilla por no
estar a su altura "moral o intelectual".
Jesús
critica todo ese interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro
Padre y, todos, nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos
alcanza literalmente a todo clericalismo, también de nuestros días, pues hoy
podemos caer en lo mismo que Jesús critica.
“Haz
lo que te digo”. Si quiero ser discípulo de Jesucristo, si
quiero seguirle y que le sigan los demás, he de dar primero buen ejemplo. ¿Cómo
voy a explicar a los demás que el trabajo y el estudio son medios de
santificación, si luego no tengo prestigio profesional, si hago las cosas de
cualquier manera, o me conformo con cumplir los mínimos o ir aprobando? Y no
sólo en el trabajo, sino también en mi relación con los demás, en el uso de los
bienes materiales, en las diversiones, en el descanso, en las dificultades,
etc. San Agustín nos aconseja: “Cualquiera que sea yo, atiende a lo que se dice
no por quién se dice... Si hablo cosas buenas y las hago imítame; si no hago lo
que digo, tienes el consejo del Señor: haz lo que digo, no hagas lo que hago,
pero no te apartes de la cátedra católica”.
Hoy,
a nosotros, nos sigue preguntando: ¿Qué hacéis con vuestra fe? ¿Cumplís lo que
escucháis todos los domingos? ¿Lleváis a la práctica aquella fe que recibisteis
en el día de vuestro Bautismo? ¿Tenéis miedo a mostraros tal y como sois? ¿Cómo
lo lleváis?.
El
mensaje central de Jesús en este domingo está en las siguientes palabras:
"no os dejéis llamar maestro, porque
uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre
vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo."
No hay duda que la Iglesia católica se ha desprendido de muchos títulos y
honores. Es mucho más humilde y no hay tanta ostentación en el culto como en el
pasado. Pero hay que seguir vigilantes en este sentido e, incluso, atemperar
los deseos de vanagloria personal de muchos laicos incluidos ahora en los
distintos ministerios. La Iglesia, las parroquias, no son lugares para medrar,
si no para servir. Al Papa se le llama "el siervo de los siervos de
Dios". Debemos de tenerlo en cuenta. También, una posición idéntica es
refrendada por la primera lectura del libro de Malaquías que dice: "Pues
yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis
caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos
todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre
despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?"
La
invocación de Cristo respecto a la existencia de un solo Padre y un solo
Maestro es muy válida para reflexionar sobre la unidad de los cristianos. En la
medida de que la autoridad única es el Padre de los Cielos y el camino es
mostrado por el Maestro, Jesús, no pueden plantearse separaciones por razón de
jurisdicción o credo. Ha sido el pecado de los hombres lo que separó a las
Iglesias. Y su división, además de traer luchas terribles y mucho sufrimiento,
solo benefició al enemigo de Cristo: al demonio. Y eso es lo que debemos de
tener en cuenta siempre, atemperando opiniones, polémicas. Se producen,
incluso, divisiones y disensiones en el seno de la misma catolicidad de hoy.
Estas --en algún caso-- son tan fuertes que a veces dan una imagen muy frágil
de nuestra Asamblea universal, parece como si el cisma estuviese a la vuelta de
la esquina. Aunque tampoco es como para asustarse, porque el Espíritu viene en
nuestro auxilio.
Con
sentido del humor, G. K. Chesterton, decía poco más o menos que creía en la
Iglesia católica porque había sobrevivido durante dos mil años a pesar de lo
mal que lo habían hecho sus hijos. Ello era prueba de que el Espíritu velaba
por ella. Y es verdad que el Espíritu Santo acompaña a la Iglesia en su
peregrinar terreno, pero todos –a nivel individual y colectivo— debemos
trabajar fuerte para evitar la desunión y los enfrentamientos estériles, sin,
obviamente, romper la sana posibilidad de discrepar. El ecumenismo avanza sin
parar y las iglesias buscan un centro de coincidencia total: sin duda ese
centro --íntimo, universal, cósmico-- es el propio Cristo.
Con
el Evangelio en la mano, y también teniendo como telón de fondo las dos
lecturas de hoy, la Iglesia no está para conquistar ni buena ni mala imagen. Su
labor misionera (dar a conocer el depósito de la fe) no puede estar supeditada
a encuestas o aplausos, a críticas o alabanzas, homenajes o reconocimientos. Su
cometido muchas veces es ir (aparentemente por lo menos) contra corriente;
recordar la dignidad de las personas por encima de elementos pragmáticos; el
derecho a la vida como derecho primario o el peligro de ejercer una autoridad
absoluta en contra del propio ciudadano.
La
Iglesia, y porque está respaldada en el mismo Jesucristo, no puede vivir
pendiente del “qué dirán”. En todo caso, todos nosotros, tendremos que
preguntarnos una y otra vez si –aquello que escuchamos y decimos- lo llevamos
hasta las últimas consecuencias; aun a riesgo de no ser bien recibidos o
tratados; aun a costa de ser colocados en los últimos puestos en “encuestas bien
cocinadas”; aun al precio de ser considerados como freno de una sociedad que
quiere todo a costa del sacrificio de algunos.
Es
bueno recordar, y no lo olvidemos, que la Iglesia está para servir pero con los
parámetros del evangelio y no para asistir como simple y cómoda espectadora a
un mundo en el que se aplaude y se valora el camino fácil; donde todo vale o se
enaltece la mediocridad en detrimento de la perfección personal o colectiva.
¿Que
no somos apreciados como cristianos? Miremos a la cruz, a Jesús, a los
discípulo y tendremos una clara respuesta: tampoco ellos fueron comprendidos.
¡Y fueron grandes…ante los ojos de Dios! ¿Cómo lo llevamos, desde nuestro , a
veces excesivo protagonismo y afán de ser valorados?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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