La primera lectura es del libro de Isaías 55, 6-9. Este texto parte de la conclusión del libro del consuelo de Isaías, en estrecha relación con el prólogo. El texto empieza con unos imperativos que recalcan la urgencia con que debemos afrontar lo ordenado: "Buscad al Señor", "invocadlo" (vv 6-7). Y las razones que nos da tienen su fundamento: en la perennidad de la palabra divina, en el hecho de que los planes y caminos divinos en nada se parecen a los de los mortales (vv. 8 ss.).
Se
urge mediante dos imperativos, a buscar
al Señor; no ha muerto sino que se halla muy cerca de aquél que le busca (v.
6). En el AT "buscar al Señor" puede denotar una llamada cúltica:
acudir al santuario con sacrificios y oraciones, pero no se agota aquí su
sentido. Ya desde los tiempos de Amós, la búsqueda del Señor no consiste en
hacer numerosos sacrificios de vacas y de ovejas, ni en peregrinar a los
grandes santuarios de Guilgal, Betel, Berseba . Buscar al Señor es hacer caso
de la palabra profética que Is II está dirigiendo a su pueblo: a Dios se le
puede encontrar en el desierto, ahora mismo..., sólo se exige la conversión (v.
7).
Dios,
mediante el profeta, pide a los malvados que se arrepientan de sus malas
acciones, con la seguridad de que el Señor tendrá piedad de ellos y les
perdonará. El perdón de Dios, les dice, es superior al pecado del ser humano.
Aceptemos nosotros siempre la voluntad de Dios en nuestras vidas y, aunque
algunas veces nos equivoquemos y pequemos, si sabemos pedir perdón Dios es
seguro que nos perdonará. Ante Dios, la humildad y el amor tienen siempre la
última palabra, porque el Señor está siempre cerca de los que le invocan, como
nos dice el salmo 144.
"Mis
planes so son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos". El profeta
Isaías contrapone directamente en este texto los planes de los malvados y
criminales con los planes de Dios. ¿En qué se diferencian los planes divinos y
los humanos? Los planes y caminos de Israel, a consecuencia de la grave
situación en que se encuentra, son los de la duda, falta de fe, escasa
confianza en sí mismos, en los otros
En
esta lectura se nos invita a "Buscar al Señor" Descubrir los planes
de Dios. ¿En qué se
diferencian los planes divinos y los humanos? Los planes y caminos de Israel, a
consecuencia de la grave situación en que se encuentra, son los de la duda,
falta de fe, escasa confianza en sí mismos, en los otros. Porque la palabra
divina es siempre eficaz, el Segundo Isaías urge a los suyos, mediante dos
imperativos, a buscar al Señor; no ha muerto sino que se halla muy cerca de
aquél que le busca. En el Antiguo Testamento "buscar al Señor" puede
denotar una llamada cultica: acudir al santuario con sacrificios y oraciones,
pero no se agota aquí su sentido. Ya desde los tiempos de Amós, la búsqueda del
Señor no consiste en hacer numerosos sacrificios de vacas y de ovejas, ni en
peregrinar a los grandes santuarios. Buscar al Señor es hacer caso de la
palabra profética que Isaías está dirigiendo a su pueblo: a Dios se le puede
encontrar en el desierto, ahora mismo..., sólo se exige la conversión y la
escucha de su Palabra.
El
responsorial es el salmo 144, ( Sal 144, 2-3. 8-9. 17-18).
Este salmo es de los llamados alfabéticos y es un canto
de alabanza a Dios.
Su inspiración literaria viene de otros salmos y era considerado por los judíos
contemporáneos de Jesús como uno de los grandes poemas de alabanza a Yahvé
compuestos por el Rey David. La realidad es que el salmista expresa, con
maestría, su gozo ante esa gran realidad que es la grandeza y la ternura de
Dios, Nuestro Padre y Padre de la toda la creación.
Los
judíos recitan este salmo todos los días en el oficio matinal, respondiendo a
la invitación del comienzo: "cada día, quiero bendecirte..." Jesús
debió recitarlo miles de veces. El vocabulario de la alabanza hímnica es de una
gran densidad: Exaltar... Bendecir... Alabar... Decir... Proclamar...
El
salmista no puede contenerse de "dar gloria" a su rey que es Dios. Alaba
su "gloria", su "magnificencia", su "grandeza" su
"poder", su "esplendor"... ¡Cualidades eminentemente
reales! Pero canta también su "bondad", su "justicia", su
"ternura", su "piedad", su "amor", su
"fidelidad", su "proximidad"... Cualidades más que todo
paternales.
El
salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v.
1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20).
El texto liturgico presenta una selección de versiculos que llegan hasta el v.
18. En la parte inicial está expresada la intención del salmista de elevar
hacia Dios su alabanza por la grandeza de su divinidad y la majestad de su
realeza.
El
cuerpo del salmo, en sus dos secciones, desarrolla los temas enunciados en la
introducción: la divinidad y la realeza del Señor. La trascendencia divina del
Señor se expresa en la avalancha de adjetivos y de substantivos que utiliza el
autor. Esta redundancia quiere crear, en el lector, la sensación que Dios
ultrapasa todo lo que el hombre diga por mucho que añada. La realeza se expresa
en el interés del Señor por las criaturas y por la justicia con la que gobierna
a los hombres. El versículo conclusivo recupera el motivo inicial de la
alabanza, sea en boca del salmista, sea en boca de cualquier ser vivo. Una
alabanza que perdura siempre.
El
salmo se inicia con una invitación a ensalzar al Señor. El concepto ensalzar,
igual que exaltar y enaltecer, parte de una concepción espacial de la
divinidad. La zona alta de la tierra es la más noble, por eso, el rey está
sentado más alto que el resto de las personas. Dios, más poderoso que cualquier
rey humano, es el altísimo, y habita en la cima de los montes donde se le
construyen santuarios. Alabar a una persona o a Dios mismo, es, por tanto,
ensalzarlo, exaltarlo, enaltecerlo pues todos estos términos proceden de la
raíz alto.
«Una
generación a la otra» es la manera cómo el salmista expresa la constancia
divina: las generaciones pasan y cambian, pero Dios mantiene la majestad de sus
favores de un modo constante.
Los
primeros versículos alaban a Dios de un modo genérico, sin especificar su
contenido; pero al llegar al v. 8 nos encontramos con una fórmula tradicional:
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». La
formulación más solemne que hay en toda la Escritura es la revelación que Dios
hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor
por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a).
Un
rasgo notable del salmo es su universalismo. No hace distinciones entre los
fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender
que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación
de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha
creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en
él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un
lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
Los
versículos 15-16 parecen inspirados en el salmo 103, 27 manifiestan la
providencia diaria de Dios, imaginado como un campesino que cada día da de
comer a sus animales. Da un carácter cercano y simpático a la realeza sublime
de Dios, que poco antes había presentado el salmista.
Así
comenta Benedicto XVI este salmo: "Queridos
hermanos y hermanas:
1. Hemos elevado la oración del Salmo
114, una gozosa alabanza al Señor que es exaltado como un rey cariñoso y
tierno, preocupado por todas sus criaturas. La Liturgia nos presenta este himno
en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos
poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora nos detendremos en la primera
parte, que corresponde a los versículos 1 a 13.
El Salmo está dirigido al Señor a quien se invoca y describe como «rey» (Cf.
Salmo 144, 1), representación divina dominante en otros himnos de los salmos
(Cf. Salmo 46; 92; 95-98). Es más, el centro espiritual de nuestro canto está
constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza
divina. En ella se repite en cuatro ocasiones --como indicando los cuatro
puntos cardenales del ser y de la historia-- la palabra hebrea «malkut»»,
«reino» (Cf. Salmo 144,11-13).
Sabemos que esta simbología regia, que
tendrá un carácter central también en la predicación de Cristo, es la expresión
del proyecto salvífico de Dios: él no es indiferente a la historia humana, es
más, tiene el deseo de actuar con nosotros y para nosotros un designio de
armonía y de paz. Toda la humanidad está también convocada a cumplir este plan
para obedecer a la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a
todos los «hombres», a «toda generación» y a «todos los siglos». Una acción
universal, que arranca el mal del mundo y entroniza la «gloria» del Señor, es
decir, su presencia personal, eficaz y trascendente.
2. Hacia el corazón de este salmo, que
aparece precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza
orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y que hoy querría
ser portavoz de todos nosotros. La oración bíblica más alta es, de hecho, la
celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor por sus
criaturas. El Salmo continúa exaltando «el nombre» divino, es decir, su persona
(Cf. versículos 1-2), que se manifiesta en su acción histórica: se habla de
«obras», «maravillas», «prodigios», «potencia», «grandeza», «justicia»,
«paciencia», «misericordia», «gracia», «bondad» y «ternura».
Es una especie de oración en forma de
letanía que proclama la entrada de Dios en las vicisitudes humanas para llevar
toda la realidad creada a una plenitud salvífica. No estamos a la merced de
fuerzas oscuras, ni estamos solos con nuestra libertad, sino que hemos sido
confiados a la acción del Señor poderoso y amoroso, que instaurará para
nosotros un designio, un «reino» (Cf. versículo 11).
3. Este «reino» no consiste en el
poder o el dominio, el triunfo o la opresión, como sucede por desgracia con
frecuencia con los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de
piedad, ternura, bondad, de gracia, de justicia, como confirma en varias
ocasiones en los versículos que contienen la alabanza.
La síntesis de este retrato divino
está en el versículo 8: el Señor es «lento a la cólera y rico en piedad». Son
palabras que recuerdan la presentación que el mismo Dios había hecho de sí
mismo en el Sinaí, donde dijo: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y
clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Tenemos
aquí una preparación de la profesión de fe en Dios de san Juan, el apóstol, al
decirnos simplemente que Él es amor: «Deus caritas est» (Cf. 1 Juan 4,8. 16).
4. Además de fijarse en estas bellas
palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad»,
dispuesto siempre a perdonar y ayudar, nuestra atención se concentra también en
el bellísimo versículo 9: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas
sus criaturas». Una palabra que hay que meditar, una palabra de consuelo, una
certeza que aporta a nuestra vida. En este sentido, san Pedro Crisólogo (nacido
en torno al año 380 y fallecido en torno a 450) se expresa con estas palabras
en el «Segundo discurso sobre el ayuno»: «"Grandes son las obras del
Señor": pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la Creación, este
poder es superado por la grandeza de la misericordia. De hecho, habiendo dicho
el profeta: "Grandes son las obras de Dios", en otro pasaje añade:
"Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia,
hermanos, llena el cielo, llena la tierra… Por esto la grande, generosa, única
misericordia de Cristo, que reservó todo juicio para un solo día, asignó todo
el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia… Por eso confía totalmente en
la misericordia el profeta, que no tenía confianza en la propia justicia:
"Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi
culpa" (Salmo 50, 3)» (42,4-5: «Sermoni 1-62bis», «Scrittori dell’Area
Santambrosiana», 1, Milano-Roma 1996, pp. 299.301). Y nosotros decimos también
al Señor: «Piedad de mí, Dios mío, pues grande es tu misericordia» "
(Benedicto XVI. Audiencia general miércoles, 1 febrero 2006).
La segunda
lectura es de la carta del apóstol san Pablo a los filipenses (Fil 1, 20c-24.
27a). En este domingo vigésimo
quinto del Tiempo Ordinario se inicia la lectura de cuatro pasajes de la Carta
de San Pablo dirigida a los filipenses. Filipos era una ciudad importante y
tenía también una numerosa Iglesia. Pablo escribe desde su prisión de,
probablemente, Roma.
La
precariedad de su situación no le produce desesperanza, sino una gran alegría.
Si muere sabe que se reunirá con Cristo, pero si no muere podrá encargarse de
la cura espiritual de quienes él mismo ha llevado al conocimiento del Evangelio
de Jesús. "Me encuentro –dice San Pablo—en
ese dilema: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho
lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para
vosotros". Pero a l final va a declarar que dicha alternativa
tiene menos importancia que la necesaria vida digna que deben llevar los fieles
de Filipo. Pablo acepta los planes de Dios y aunque su inteligencia analiza
bien las opciones que tiene, deja en manos del Señor lo que tenga que ocurrir.
Y esa confianza en el Señor toma mayor relevancia si consideramos que San Pablo
vive la incertidumbre personal que produce el hecho de estar encarcelado.
San Pablo formula la experiencia de su
vinculación a Cristo: el sentido, el principio, y el fin de su vida es Cristo.
Por
eso, incluso la muerte es para san Pablo una ganancia, pues así espera llegar a
unirse definitivamente con el Señor.
El
Apóstol considera las dos posibles sentencias que le esperan: la muerte o la
libertad. No sabe qué escoger. Pues si la muerte es el paso de la esperanza a
la posesión de Cristo y de la fe a la visión cara a cara del Señor, su vida en
el mundo puede ser todavía útil a la Iglesia.
Pablo
deja el asunto en las manos de Dios y acepta su voluntad en cualquier caso,
pues todo contribuye tanto la vida como la muerte, para bien de los que se
salvan. Lo importante es que los cristianos vivan dignamente y conformen su
conducta a las enseñanzas del Señor (cf. Ef 4, 1; Col 1, 10).
Si muere sabe que se reunirá con Cristo, pero
si no muere podrá encargarse de la cura espiritual de quienes él mismo ha
llevado al conocimiento del Evangelio de Jesús. Dice San Pablo, "Me encuentro, en ese dilema: por un lado,
deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro,
quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros". San
Pablo acepta los planes de Dios y aunque su inteligencia analiza bien las
opciones que tiene, deja en manos del Señor lo que tenga que ocurrir. Y esa
confianza en el Señor toma mayor relevancia si consideramos que San Pablo vive
la incertidumbre personal que produce el hecho de estar encarcelado.
!Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir. Pero si el vivir
esta vida mortal me supone trabajo fructífero no sé qué escoger". San Pablo,
como sabemos, creía firmemente en la resurrección con Cristo, cuando Cristo
volviera en la segunda y definitiva venida que él creía que iba a ser
inmediata. Por eso, el morir para san Pablo era una ganancia porque dejaría de
sufrir y se incorporaría para siempre a Cristo. Pero él también sabía que había
sido el mismo Cristo el que le había dado la vocación de predicar el evangelio
a los gentiles y, por tanto, su trabajo era fructífero. Si para él su vida es
Cristo debe aceptar el vivir para los demás, por Cristo, aunque para esto tenga
que sufrir en esta vida mortal Este mismo sentimiento lo han tenido también
otros santos del cristianismo y podemos tenerlo también en algún momento
nosotros, cuando la vida nos resulte demasiado dura y penosa. Lo importante es
que todos nosotros hagamos en cada momento lo que Dios nos pide y dejemos
después que sea el mismo Dios el que decida la hora de nuestra muerte y de
nuestra unión definitiva y gloriosa con Cristo.
ALELUYA Cf. Hch 16, 14b
Señor, abre nuestro corazón para que aceptemos las
palabras de tu Hijo.
El evangelio
es de San Mateo (Mt 20, 1-16 ). Presenta la
parábola del dueño de la viña. Se inicia
con la fórmula fija, v. 1a. La acción transcurre en dos fases, alrededor de
la iniciativa del dueño:
1) Contrato de los trabajadores, vv. 1b-7:
cuatro salidas, trabajo con contrato; última salida, trabajo sin contrato, es
cuando el dueño establece una breve diálogo con los que todavía están en la
plaza esperando a ser contratados (6-7).
2)
Pago a los trabajadores y discusión, vv. 8-15: orden de pago (8-11); protesta
de los "primeros" (12); respuesta del dueño (13-15) y sentencia
conclusiva-aplicación, v.16 (cf. Mt 19, 30).
Jesús
invita a los oyentes, primero, a identificarse con los que protestan y,
después, a tomar partido.
Sorprende
el orden del dueño que alimenta la ilusión de los "primeros".
Sorprende, todavía más el sistema de pago: los trabajadores que han realizado
toda la jornada son tratados igual que aquellos que sólo han hecho una hora y
en el momento más favorable; eso, ciertamente, ¡no es justo! Este es el punto
de vista de los primeros, pero no el de los últimos que tienen todo derecho a
vivir aunque el dueño les haya contratado a última hora. Sorprende, pues, la libertad
y la generosidad del dueño: v. 15.
En
su contexto histórico, expresa simbólicamente una situación conflictiva o
polémica: las opciones de Jesús, a favor de los que no contaban para nada en el
mundo socio-religioso de entonces, hacen explotar las críticas de los
observantes y comprometidos (fariseos y escribas). Jesús, con esta parábola, se
remite al estilo de Dios Padre. El actuar de Jesús revela y hace presente esta
libertad del amor de Dios Padre, que ya tiene sus precedentes en la historia
bíblica.
San
Mateo, colocándola aquí, hace notar un aspecto del debate en el interior de la
comunidad y del conflicto con el judaísmo: "Así, los últimos serán los
primeros y los primeros los últimos". Los paganos, los últimos, toman el
lugar de Israel, llamado en primer lugar. Y aquellos que en la comunidad son
considerados últimos, los más pequeños de entre los hermanos, en la perspectiva
del Reino y del juicio de Dios serán primeros. Hay que decir que este texto ha
sufrido diversas interpretaciones y que son legítimas en la medida en que no
contradicen su sentido global originario, ligado al contexto histórico de
Jesús.
El
propietario de esta viña pagó lo mismo en denarios, [1]a
los jornaleros que habían trabajado todo el día, que a los que habían trabajado
menos horas. ¿Fue injusto este propietario? Según las costumbres de la época,
según los planes de los hombres, sí, pero según los planes de Dios, no. ¿Por
qué? Porque el propietario de la parábola, que se parece al Reino de los
cielos, no se fijó en la cantidad de horas que habían trabajado unos u otros,
sino en la misma voluntad de trabajar que habían tenido todos los jornaleros
que habían ido a la plaza a buscar trabajo. Por qué habían contratado a unos
antes que a otros no lo sabemos, pero, según la parábola, parece que todos
habían ido a la plaza con la misma voluntad de trabajar. El propietario no hizo
distinción entre jornaleros y jornaleros, entre los más fuertes, o los más
ricos, o los más amigos, y los más débiles, o los más pobres, o los menos
conocidos. Por supuesto, la frase final: los últimos serán los primeros y los
primeros los últimos, tiene un significado histórico y teológico. Se refiere a
que los judíos, que fueron los primeros llamados al Reino de Dios, serían los
últimos en entrar en él, mientras que los paganos, que fueron los últimos
llamados, serían los primeros. San Pablo explicará después esto mismo en muchas
ocasiones.
El plan que
Dios tiene para nosotros es trabajar en su
"viña".
El
evangelio nos habla de este plan y camino de Dios para cada ser humano. La
parábola evangélica es especialmente útil para los tiempos actuales. Hay muchos
creyentes que se creen con todos los
derechos habidos y por haber. Buscan un premio permanente a su fidelidad y pretenden
ser los primeros. La verdad es que habría que tener en cuenta los méritos de
toda una vida dedicada al seguimiento de Cristo. Y hay hermanos verdaderamente
ejemplares en ese camino. Pero son ellos precisamente los que también han de
ejercer la máxima humildad y ponerse en el último lugar de la lista de
retribuciones. No es fácil desprenderse de una cierta complacencia ante la
satisfacción del deber cumplido. Y, sin embargo, no es lo que nos pide Cristo.
Guarda, sin
duda, relación el evangelio de hoy con la doctrina de la conversión de los
pecadores y con la Parábola del Padre Miseriordioso. Aun convertidos en el
mismo momento tendrán la misma paga que los fieles de "toda la
vida". La Misericordia del Señor
les llevara a la gracia de Jesucristo , a la salvación y sanación y a a la vida
eterna. Y, en este caso lo que dice Jesús respecto a las retribuciones es
perfectamente aplicable. Va a dar a sus hijos fieles de siempre lo que les
prometió, si restarles ni un céntimo, ni un gramo: la salvación. La única
receta posible para no caer en pecados de superioridad respecto a los recién
llegados a la gracia está en la última frase: "Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos".
Muchas veces, demasiadas veces nosotros no vivimos esta lógica de Dios.
Pedimos que se nos reconozcan nuestros
méritos, que se hagan santos a personas de nuestra cuerda. Claro que esto lo
hacemos intentando maquillar nuestros
propósitos e intenciones intimas. Repetimos palabras suaves, incluso
"palabras bíblicas". hacemos elocuentes discursos...
Para nuestra vida
En
la primera lectura, el profeta Isaías nos invita a buscar al Señor, pero para
ello nos habla de exigencia y "abandono". Se trata, por tanto, de
buscarlo desde la conversión, abandonando nuestras seguridades, nuestros
esquemas, nuestras certezas. Creyente, no es el que dice saber quien es Dios,
sino el que cada día se arrodilla delante de El para preguntarle: “Señor,
¿Quién eres?” Pues sólo en presencia del Señor, se puede intuir que sus planes
no son nuestros planes.
"Buscad al Señor mientras se le
encuentra..." (Is 55, 6) Hay que
aprovechar las ocasiones, no podemos dejar que pasen las oportunidades que Dios
nos brinda. Todas tienen su importancia, y sólo el que sabe apreciarlas en su
justo valor llegará a triunfar plenamente en la vida. Por el contrario, el que
deja pasar el tiempo sin salir al paso de lo que se le ofrece, acabará
fracasando, quedándose atrás siempre. Y de todas las ocasiones, hay una que
resulta decisiva. Tan decisiva que de aprovecharla o no, depende nuestra
felicidad en esta vida y en la otra.. Porque lo demás, comparado con la
eternidad es bien poquita cosa, nada en definitiva.
El segundo Isaías nos habla de un
Dios “perdonador”. El perdón
que Dios da al que hace lo posible por vivir de acuerdo con la exigencia de la
fe es un acto de una misericordia que no tiene comparación entre los hombres.
Pero es necesario el requisito de cambiar de planes. Una experiencia así
solamente es comprensible desde una óptica de pura fe. La era mesiánica que se
anuncia es de características tan radicalmente nuevas que los planes del hombre
apartado de Dios no tendrán cabida en ella. En esta incomprensión del actuar
del Dios generoso es donde el hombre tiene que afirmar su fe. Solamente el que
tiene corazón agradecido y admite la evidencia de lo maravilloso de la
generosidad de Dios puede comprender esto. El profeta emplea una imaginería
cósmica para corroborar la actuación gratuita y escandalosamente diferente del
actuar de Dios. En último término la actuación de Dios no es pura arbitrariedad
sino un criterio de fidelidad y de amor.
Dios se escapa de nuestras reglas lógicas muchas
veces, rebasa nuestros cálculos y suposiciones, sin que podamos enmarcarlo en
unos moldes determinados.
Como
el cielo es más alto que la tierra, así los caminos de Dios son más altos que
los caminos de los hombres, sus planes que nuestros planes. Hay una diferencia
insondable, distancia infinita, inabarcable. Y, sin embargo, Dios está cercano,
íntimo, entrañable. Grande, inmenso, terrible. Pero al mismo tiempo sencillo, bueno,
comprensivo, amable.
El salmo es una completa alabanza al
Señor, "clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;
cerca está de los que lo invocan sinceramente". Con razón
dice Isaías: "que regrese (el malvado y el criminal) al Señor, y él tendrá
piedad" (1. lectura). "Es incalculable su grandeza"; pero no lo
aleja de nosotros sino que nos lo acerca, ya que "es bueno con todos, es
cariñoso con todas sus criaturas".
El
Señor es cariñoso con todas sus criaturas . La palabra "cariñoso" expresa
bien la cualidad del amor que Dios nos tiene y traduce bien los matices del
original: no es un amor "platónico" o "idealista",
"intelectual" y frío. No nace tanto de la inteligencia como del
corazón, de toda la persona, afecta a las entrañas. Es como el amor de una
madre: "¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse
por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré" (/Is/49/15;d. 8).
Alabad,
bendecid, proclamad, dad gracias. Si, según costumbre de la Sinagoga,
utilizamos frecuentemente este salmo, surgirá poco a poco en nosotros una
actitud esencial: el sentido de la "alabanza". Con frecuencia tenemos
ante Dios la actitud del pedigüeño. Nuestras oraciones se aíslan con frecuencia
en la petición, a riesgo de transformar a Dios en simple "motor
auxiliar" de nuestras insuficiencias: cuando todo va bien, prescindimos de
El... Si algo va mal, pedimos su ayuda...
Releyendo
este salmo, descubrimos otra forma de oración. No hay una sola línea de
"petición". Por el contrario, el vocabulario de alabanza es de una
intensidad y de una variedad admirables: "te ensalzaré, Dios mío...
bendeciré tu nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus
maravillas... Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas
bondades... Todos aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de
cualidades que el salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor...
Poderoso, admirable, glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno,
verdadero, fiel, compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de
oración se transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono
positivo de alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos
encierra en nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!.
San Pablo en la segunda lectura de la Carta los
Filipenses, afirma lo mismo que el profeta Isaías, con esta hermosa
declaración: "Para mí la vida es Cristo" ¿Podríamos decir
nosotros, de verdad, que Cristo es lo único que cuenta en nuestra vida?.
Demasiadas veces , y aún a pesar nuestro, tenemos que reconocer que lo que
cuenta en nuestras vida es todo lo demás, no Cristo. Iniciamos, hoy, la lectura
de cuatro fragmentos sucesivos de esta epístola paulina.
San Pablo siente un deseo fuerte
de estar unido a Jesús inmediatamente después de la muerte. Solamente si
se entra en categoría de amor podremos llegar a comprender y a desear con
realismo vivir el estilo de vida que vive ya Jesús. Consciente del valor de su
misión, rechaza el Apóstol eso que para él es mejor, como sería el salir
condenado del juicio en el que está metido. No quiere abandonar a medio hacer
lo que ha comenzado. Quiere continuar la misión que ha recibido aquí en la
tierra, aunque en el fondo desearía estar junto a Dios.
En el evangelio de San Mateo se nos ofrece el Reino, pero no como un
salario, sino como un regalo que Dios ofrece a todos por amor.
Vamos
a pensar si realmente estamos trabajando en la viña del Señor, o por el
contrario, nos empeñamos en vivir ausentes de la gran tarea de evangelizar en
el mundo. Es cierto que el amo de esta
viña va a ser comprensivo y bueno, dándonos al final no según el resultado de
nuestro trabajo, sino según la medida generosa de su gran corazón. Pero eso
mismo nos ha de empujar a trabajar con denuedo y afán renovado. En definitiva,
de lo que se trata es que hagamos en cada instante, con sencillez y rectitud de
intención, lo que debemos hacer.
La
parábola es, especialmente útil para los tiempos actuales. Hay muchos creyentes
"de toda la vida" que se creen con todos los derechos habidos y por
haber. Buscan un premio permanente a su fidelidad y pretenden ser los primeros.
Hay que tener en cuenta los méritos de toda una vida dedicada al seguimiento de
Cristo. Y hay hermanos verdaderamente ejemplares en ese camino. Pero son ellos
precisamente los que también han de ejercer la máxima humildad y ponerse en el
último lugar de la lista de retribuciones. No es fácil desprenderse de una
cierta complacencia ante la satisfacción del deber cumplido. Y, sin embargo, no
es lo que nos pide Cristo.
Dios sale una y otra vez,, a contratar jornaleros
para su viña. Esta llamada puede ocurrir en las más diversas circunstancias, en
las épocas más dispares de la vida. Pero nadie, repito, se podrá quejar de no
haber sido llamado a trabajar en la tarea de extender el Reino. Podemos
afirmar, incluso, que esa llamada se repite en más de una ocasión para cada
uno. Hay momentos en los que uno parece haber perdido el rumbo y de pronto
comprende que su camino se está desviando. Resuena entonces, de forma
indefinida quizá, la voz de Dios para indicarnos que hay que recuperar el rumbo
perdido.
En la viña del Señor, su Iglesia,
hay trabajo para todos. Pobres que necesitan atención, catequistas que
exigen formación, enfermos que nos reclaman una visita, personas encerradas en
la soledad que nos piden un poco de nuestro tiempo. ¡Vete a esa viña! Nos dice
Jesús: a ese trozo de tierra en el que, la Iglesia, ofrece lo mejor de sí
misma: el Evangelio. A esa persona que necesita un poco de cariño o a esas
situaciones en las que, por no ser recompensadas, siempre hay huecos libres que
nadie quiere.
Querer
a Jesús no resulta difícil pero querer lo que Él quiere o cuidar lo que el
cuidó…no siempre es gratificante. En cuantos instantes en vez presentarnos
puntuales ante cualquier necesidad que nos reclama la Iglesia, preferimos no
meter excesivo ruido por miedo al “qué dirán” o, simplemente, porque no son
puestos de cierta relevancia.
¿Cómo podemos trabajar en la viña
del Señor? ¿Con qué utensilios? La oración que riega lo que se
siembra; la constancia en nuestro testimonio cristiano; la limosna al
necesitado; la escucha atenta y meditada de la Palabra del Señor…son arados que
nos ayudan a cultivar esa inmensa viña del Señor que es su Iglesia y, de paso,
esa porción de tierra que es el corazón o el alma de cada uno. ¿Puede hacer
algo más por cada uno de nosotros Jesús? ¿Por qué tanta resistencia para ir
donde Él nos envíe? ¿Por qué los primeros, cuando ciertos señores de este
mundo, nos piden colaboración y, en cambio, los últimos cuando se trata de
asuntos divinos?
El Señor, nos
necesita. En algunos lugares hay carencia de cariño y de justicia, escasez de
libertad o de alimentos…y eso no es porque Dios no quiere o no puede llegar: es
porque, nuestras manos, se han conformado con estar pendientes exclusivamente
de nuestras necesidades (y sus manos no olvidemos, son las nuestras); es porque
nuestros pies se han cansado de acompañar al triste, al agobiado, al deprimido
o al que ya no cree (y no olvidemos que los pies de Cristo avanzan con los
nuestros); es porque, nuestros corazones, se han quedado tan encerrados en
nuestro pecho que son incapaces de ser sensibles a otros mundos, a otras
personas (y no olvidemos que el corazón de Cristo actúa por el nuestro).
Demasiadas veces, pensamos que el
trabajo que merece le pena es aquel que se ve y se gratifica. Puede incluso,
que en algunos momentos, pensemos que lo invisible a los ojos del mundo no
tiene sentido llevarlo a cabo. Pero, los planes del Señor, son siempre
distintos a nuestros planes y su forma de trabajar, pensar y valorar es muy
distinta a la nuestra: nosotros nos quedamos en la apariencia y El… escudriña
el corazón de cada persona.
Ante
este Evangelio, deberíamos preguntarnos:
¿quiero ir yo a trabajar a la viña del Señor? ¿Qué pienso de los que vienen
detrás? ¿Cómo rindo en el trabajo que se me ha encomendado? ¿Lo hago bien,
regular, mal? ¿Me hago el distraído para que trabajen los demás?
Este
evangélico nos invita también a saber
alegrarse con el bien de los demás. Aquellos que protestaron por ser tratados
los últimos de la misma forma que los primeros, se entristecían de no recibir
ellos más que los de la última hora. Se deberían haber alegrado de la
generosidad del dueño de la viña, de haber servido a un amo tan compasivo y
dadivoso, aunque a ellos sólo les diese lo acordado.
Saber
contentarse con lo recibido, saber vivir con aquello que se tiene. Comportarse
así es tener paz y sosiego, ser felices siempre. A veces por mirar y desear lo
que otros poseen, dejamos de gozar y disfrutar lo que nosotros tenemos. En
lugar de mirar a los que tienen más, mirar a los que tienen menos, no sólo para
darnos cuenta de que tenemos más, sino para ayudar en lo que podamos a esos que
tienen menos, que a veces por no tener no tienen ni lo necesario.
Así
comenta San Gregorio Magno esta parábola: " Según la parábola evangélica,
el "dueño de casa" llama a los obreros a su viña a distintas horas de
la jornada: a algunos al alba, a otros hacia las nueve de la mañana, todavía a
otros al mediodía y a la tres, a los últimos hacia las cinco (cf. Mt. 20, 1
ss.). En el comentario a esta página del Evangelio, San Gregorio Magno
interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las
edades de la vida. "Es posible -escribe- aplicar la diversidad de las
horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la
mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se
puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es
decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está como
en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la plenitud del vigor.
La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol declina desde lo
alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La
hora undécima es la edad de aquéllos muy avanzados en los años (...). Los
obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como para indicar
que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en la juventud,
otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada" (San Gregorio Magno
Hom. in Evang. I, XIX, 2: PL 76, 1155)
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1] .- El denario era una moneda de plata, su peso oscilaba alrededor de los 4 gramos, pero en sucesivas emisiones fue disminuyendo hasta llegar a poco más de 2 gramos. Como se trataba de moneda acuñada, su valor era el facial. Al principio figuraban en anverso y reverso divinidades o diseños simbólicos, más tarde la figura del personaje que las autorizara, por ejemplo el emperador. Acuñada en diferentes cecas y tiempos, era común en todo el imperio romano, “generalmente bien aceptada” como ocurre hoy con el dinero.
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