domingo, 13 de agosto de 2023

Comentario a las lecturas del Domingo XIX del Tiempo Ordinario 13 de agosto de 2023

 




Las lecturas de este domingo nos interpelan de cómo es nuestra fe. También nos hablan de la presencia de Dios.

En la primera lectura  una presencia que no es un viento huracanado que agrieta los montes, ni un terremoto que rompa los peñascos, ni un fuego que lo arrase todo. Sino que es la presencia de un susurro: la presencia del amigo que acompaña y ofrece su mano.

Todo esto es importante para nosotros. Es como una invitación a reforzar nuestra relación con Dios, nuestra relación con Jesús. Y es, sobre todo, una invitación a creer y una invitación a orar.

Una invitación a creer que, en verdad, Dios nuestro Padre y JC nuestro hermano están ahí, junto a nosotros, junto a nuestra barca. Están ahí, ofreciendo su compañía y su amistad, y sostienen nuestro camino incluso cuando el viento contrario nos impide avanzar y parece que no hay solución. Una invitación a creer, una invitación a escuchar las palabras que el mismo Señor nos transmitía en el salmo: «Dios anuncia la paz. La salvación está cerca de sus fieles».

 



La primera lectura es del primer libro de los reyes (1 R. 19, 9a. 11-13ª)
El texto es parte del  ciclo de Elías (caps. 17-22) pone de relieve la figura de este gran profeta comparable a Moisés. A Elías le toca un problema hondo y delicado: el pueblo abandona a Dios, quiere cambiar de Dios, la tarea demoledora de Jezabel, mujer del rey, en estrecha colaboración con los cultos cananeos y con los sacerdotes de los baales es la causa inmediata del desastre. Elías lucha con denuedo: será el que retenga la lluvia (cap. 17) y el que la dé (cap. 18), poder que pretendían usar a su antojo los sacerdotes de Baal, dios de la fecundidad. Estos mismos sacerdotes perecerán a sus manos (cap. 18).

Amenazado de muerte por la impía Jezabel, Elías huye del país y se dirige al monte Horeb o Sinaí (v. 2s). Su marcha dura cuarenta días a través del desierto, durante los cuales revive la experiencia del éxodo de Israel. Dios le proporciona el agua y el pan que necesita (vv. 5-8) y, al llegar al Sinaí, se refugia en la misma cueva en la que se escondió Moisés esperando el "paso del Señor" (cf. Ex 32. 22). Elías, representante de los profetas, vuelve a las raíces del pueblo de Israel y a los orígenes de su historia. Con ello significa que su reforma religiosa, por cuya causa es perseguido, entronca directamente con la obra de Moisés: toda reforma autentica de Israel es una restauración de la alianza con Yahvé.

Yahvé se revela al profeta Elías en el susurro de una brisa.. La brisa es el símbolo del espíritu de Dios y de la fuerza renovadora que ejerce por medio de los profetas.

 

El responsorial  es el salmo (Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14) El salmo 84 es un salmo variado en tonos y emociones. No es fácil encontrar su género literario y por esto los autores han dado sobre el particular múltiples opiniones: quién lo coloca entre los himnos, quién entre las súplicas, quién entre los cantos a Yahvé. Lo que sí podemos decir es que el salmo presenta una gran riqueza de temas y acentos

Este salmo está marcado en su totalidad por el tema del "retorno". La situación que dio origen a este salmo no es otra que el regreso de los deportados de Babilonia. Con base en este acontecimiento histórico, considerado como un acto de perdón de Dios, se le pide una nueva gracia. Luego del entusiasmo por el retorno de las primeras caravanas de prisioneros liberados, se encuentra uno súbitamente ante la decepción de lo "cotidiano": la reconstrucción del Templo tomaba tiempo y los enemigos hostigaban sin cesar a los nuevos repatriados (Esdras 4,4).

Su estructura la podríamos ver en estos puntos:

—Presentación: Dios ama a su pueblo (vv. 2-4).

—Súplica y confianza (vv. 5-10).

—Alianza cumplida (vv. 11-14)

La primera estrofa recuerda las intervenciones de Dios en el pasado: seis verbos en pasado que tienen a Dios como autor. Luego dos estrofas que expresan la oración actual, y que se resume en dos peticiones: "Haznos volver". "¿No volverás?".

Desde el punto de vista literario, once palabras se repiten: regresar, salvación, amor, verdad, justicia, cólera, dar, tierra, pueblo, decir... paz...

"La salvación está cerca de los que lo temen,y la gloria habitará en nuestra tierra”

El texto original hebreo dice: "Señor, has amado a tu tierra", y la versión griega de los Setenta traduce: "Te has complacido en tu tierra. Nos quiere mostrar la actitud fundamental, eterna, de Dios, que es el amor, y ahora, concretamente, su amor hacia el pueblo escogido, hacia Israel.

El v.13 da la clave para descubrir la situación de vida de la que parte el salmo: «El Señor nos dará la lluvia». Se trata de unas rogativas ante la sequía que ponen en peligro la cosecha. De acuerdo con la teología deuteronomista, la lluvia es una bendición de Dios y la sequía un castigo, especialmente por el pecado de infidelidad a Yahvé . Una de las expectativas de los tiempos mesiánicos es que «aquel día» habrá gran abundancia de lluvias, y por tanto de cosechas. La sequía puede ser aviso de Dios, que llama a su pueblo a conversión. Del hecho material de la falta de lluvias y la preocupación por las cosechas se pasa a unas perspectivas teológicas o salvíficas mucho más amplias. Pero, además, este salmo no se limita a exhortar al pueblo a convertirse, sino que implora la «conversión» de Dios: que se gire hacia él, vuelva a él su rostro y cambie su suerte.

Por lo que dice en su inicio y en su final este salmo ha sido llamado también el "salmo de la Encarnación", ya que esta realidad de amor no es sino la culminación de la dinámica del salmo:

"La salvación está ya cerca de sus fieles
y la gloria habitará en nuestra tierra,
la misericordia y la fidelidad se encuentran..."

 

r. muéstranos, señor, tu misericordia y danos tu salvación

 

La segunda lectura es de la carta del apóstol san Pablo a los romanos (Rm 9, 1-5) Durante tres domingos leeremos fragmentos de Rm 9.-11.: el destino de Israel. Pablo nos implica en su proceso que va de la desolación (porque su pueblo según la carne rechaza el misterio de Cristo) a la esperanza, y de la esperanza a la certeza de la salvación (que es el destino de Israel). Los tres fragmentos que leeremos sólo lo esbozan y evitan los escollos.

Los capítulos 9, 10 y 11 de Romanos tratan de un problema específico de Pablo: el destino y la comprensión del destino de su pueblo, de Israel. Quieren "probar" la afirmación general de 8.31-39: Dios es misericordioso en extremo. Para ello Pablo no va a lanzar diatribas contra el pecado del hombre sino que se dedicará a exaltar la misericordia de Dios como contraposición a la rebelión de Israel, modelo de rebeliones. Pablo toma muy en serio la desobediencia de Israel, pero toma a Dios más en serio si cabe, por encima de la rebelión de Israel. Este principio es el verdadero motor de estos pasajes sobre el Dios de la misericordia, a pesar de la tragedia de Israel.

"Proscrito": literalmente "yo pediría ser un anatema en Cristo por mis hermanos". El anatema no es una simple excomunión. En el AT la palabra "herem" implica la destrucción total de los enemigos de Dios y de sus bienes (cf. Dt 7. 26). En el NT comporta la idea de maldición: el que está marcado por el anatema no está solamente excluido de la comunidad, sino que él mismo es un maldito (/Hch/23/12; /Ga/01/08). Esta declaración de Pablo muestra hasta qué punto siente el destino de su propio pueblo. Para él, como apóstol, es un gran dolor ver que la fuerza del evangelio, la ley santa y última que busca el pueblo judío, haya llegado a constituir una comunidad donde abundan los gentiles y escasean los judíos. A veces ocurre que donde menos crédito se da a una visión de vida (cristianismo, por ejemplo) es precisamente entre los llamados a heredar y vivir esa promesa (cristianos, por ejemplo).

Pablo enumera siete dones grandes que Dios ha hecho a su pueblo: es un número de totalidad. Es decir, Israel ha heredado todo lo necesario para llegar al conocimiento de Jesús como en una evolución progresiva, sin ningún trauma. Ha heredado el linaje humano (Ex 4. 22), la presencia de Dios (Is 40. 5; Sal 85. 10), la alianza (Gn 15. 18), el culto al Dios verdadero, la ley (expresión de su voluntad), los patriarcas depositarios de esa revelación, y, sin embargo, ha permanecido fuera de la órbita del evangelio. Pablo se hace cruces ante este hecho de por sí insólito. No hay rechazo de su pueblo, sino un profundo sentimiento de decepción, aunque quede un poco de esperanza (cf cap. 11).

El mayor de los privilegios que Israel ha recibido históricamente es la persona misma de Jesús. Sin embargo, esto tampoco ha sido suficiente ya que ver en Jesús a Dios salvador es, como la aceptación del Dios del AT, una cuestión de fe en la promesa. Por eso, aunque parezca otra cosa, Jesús no ha fracasado porque los judíos no le hayan aceptado históricamente. Una llamada a la comprensión y una advertencia seria para el que se dice cristiano, heredero de la verdadera promesa que es Jesús.


aleluya sal 129, 5

espero en el señor, espero en su palabra.


El evangelio es de san Mateo (Mt 14, 22-33) En este relato, lo mismo que en el que le precede (la multiplicación de los panes), los discípulos ocupan un puesto importante. No son pasajes directamente relacionados con la teología del discipulado, pero sí que encierran una relación directa con la postura del que quiere acercarse a Jesús. La fe en él pasará por la superación y asimilación de la duda. La fuerza del viento y el peligro de la vida son temas para dibujar la situación de dificultad que presupone el reino de Dios y el esfuerzo necesario para superar la actitud de duda. Pero la idea dominante no es el peligro en el que se encuentran los 
discípulos, ni su inquietud; Mt concentra su relato en la persona de Cristo, cuyos discípulos van a descubrir nuevamente, en el esfuerzo y la duda, su autoridad soberana y su voz apaciguadora. El progresivo acercamiento a la realidad que es Jesús supone un continuo estar a la escucha de la Palabra en una actitud fuerte de superación.

Este diálogo de Pedro con Jesús exclusivo de Mt, parece presentar a Pedro como un prototipo de discípulo por su amor a Jesús y por la insuficiencia de su fe. No es aquí un líder que haya captado mejor que otros su relación con Jesús, sino que se hace portador de la situación en que se encuentra "todo" discípulo. La duda parece ser un integrante continuo y siempre presente en los que quieren vivir su fe día tras día.

Pedro es aquí la figura del que confunde el entusiasmo un tanto presuntuoso con la fe, y no se da cuenta que debe su salvación más a un gesto salvador de Jesús, como lo hace observar el mismo Maestro (v. 31). Si la fe conlleva una gran carga de duda, también contiene la promesa del apoyo de Jesús a todo el que cree. Dios no solamente rehabilita al hombre por la muerte de Jesús, sino que también lo salva, es decir, lo acompaña en su caminar diario (cf Rm 5.)

v 33:Aunque como expresión hay que situarla en una elaboración tardía, la confesión de Pedro encierra la confianza fundamental que el creyente y toda la Iglesia, pone en la persona de Jesús.

Esta es la revelación que diariamente hace Jesús y acepta el creyente. Sin ella es imposible construir el camino de la fe. Dios y hombre coinciden en la tarea.

Jesús marchaba sobre las aguas como Señor del mar. Así nuestra historia se halla en estrecha relación con la anterior. En la multiplicación de los panes, Jesús se había dado a conocer como el Mesías a la muchedumbre. Caminando sobre el mar, al estilo de una teofanía o cristofanía, Jesús se revela a los discípulos que le reconocen como el Hijo de Dios. Se da incluso el paso importante que va, desde el Mesías, a la confesión del Hijo de Dios. Un notable progreso en la fe. Al lector del evangelio de Mateo no debe sorprenderle esta confesión de fe de los discípulos. Nuestro evangelista ha afirmado la filiación divina de Jesús explícita o implícitamente en otras ocasiones: la voz que se dejó oír desde el cielo con ocasión de su bautismo, la historia de las tentaciones, la confesión de los espíritus malos e, implícitamente, cuando se habla de la filiación divina de los discípulos (5,9. 16. 45.48), que deriva de la de Jesús (6,9).

Pudiéramos tener la impresión de que este milagro tiene como finalidad única la demostración de la divinidad de Cristo. En otra ocasión (ver el comentario a 8, 1-4) dijimos que los milagros evangélicos no tienen esa finalidad. También en nuestro caso, el milagro es predicación y anuncio del evangelio, porque es provocado por la necesidad en que se ven los discípulos. Como consecuencia de haberla remediado Jesús de forma tan milagrosa surge el reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios.

Dijimos que nuestra historia tiene aspecto de teofanía. En el Antiguo Testamento, aunque sea en textos poéticos, se describe la soberanía de Yahvéh recurriendo también al dominio que tiene sobre las olas del mar "...por el mar fue tu camino, por las grandes olas tu sendero" (/Sal/077/20), "...camina sobre las alturas del mar" (/Jb/09/08). La marcha de Jesús sobre las aguas le coloca al mismo nivel en que era puesto Yahveh en el Antiguo Testamento. Habla por sí misma de la divinidad de Cristo. Pero nuestra historia pone de relieve al mismo tiempo una peculiaridad singular: este Hijo de Dios recurre con frecuencia a la oración; en la que pasa largas horas: "subió al monte para orar. Entrada ya la noche..."

Exactamente es lo que recoge la fe cristiana al confesarlo verdadero Dios y verdadero hombre. Con necesidad de recurrir con frecuencia a la oración, como todo mortal, y dando el ejemplo de su necesidad para el hombre.

El texto también gira en torno a la figura de Pedro. Quiere poner a prueba la palabra de Jesús, que ya se les ha presentado en su categoría divina con la frase "Yo soy", "...si eres tú..." La fe de Pedro busca su apoyo más en el milagro que en la palabra de Jesús. Fe, por tanto, muy imperfecta, porque la verdadera fe se halla determinada por una abertura total a Dios y una confianza absoluta en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta ("hombres de poca fe") es precisamente aquella que se acepta como consecuencia de algo extraordinario y milagroso. Ante las fuerzas de las olas Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la palabra de Jesús). Pedro comienza a caminar hacia Jesús (v. 29) y, sin embargo, la violencia del viento y de las olas le hace dudar y comienza a hundirse (v. 30). Dos rasgos que parecen excluirse: caminar hacia Jesús y hundirse. La paradoja se resuelve diciendo que, desde que comenzó la duda, dejó de caminar hacia Jesús.

La actitud de Pedro es verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas (28, 17; Rom 14, 1.23) porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham -salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies les falta la arena, como en las grandes resacas... y entonces nos vemos suspendidos en el vacío. Entonces el único grito apropiado es el lanzado por Pedro: "Señor, sálvame". Acudir a Jesús convencidos de lo que significa y realiza su nombre: "salvador" (1, 21).

 

Para nuestra vida

Las lecturas de hoy tratan distintos temas relacionados con la presencia de Dios y nuestra actitud orante. una invitación a orar, a aprender a orar. La oración es ponerse ante el Padre, ponerse ante Jesús y presentarle nuestra realidad, nuestras ilusiones y nuestros desencantos, nuestras pobrezas y nuestras esperanzas. Las nuestras y las de la gente que tenemos a nuestro alrededor, y las del mundo entero. Y así, con sencillez, sin necesidad de grandes razonamientos, como el que se dirige a un amigo verdadero, manifestarle nuestra esperanza en él, nuestra confianza en su amor, nuestros deseos de que su vida crezca en nosotros y en todos los hombres.

Lo importante es saber gritar como Pedro: «Señor, sálvame». Saber levantar hacia Dios nuestras manos vacías, no sólo como gesto de súplica sino también de entrega confiada de quien se sabe pequeño, ignorante y necesitado de salvación.

No olvidemos que la fe es «caminar sobre agua», pero con la posibilidad de encontrar siempre esa mano que nos salva del hundimiento total.

 

La primera lectura nos presenta a Elías sale en busca de Yahvé, hacia Horeb y la montaña del Sinaí, allí donde, según las tribus del Norte, Dios está más presente que en el monte de Sión, en donde David le ha aposentado recientemente.

Elías se agazapó en la concavidad de la roca, en donde el mismo Moisés se había refugiado para asistir a la teofanía (Ex 33, 18-34, 9), y también él recibió el beneficio de una aparición divina.

Esta experiencia le lleva a la comprensión de que Dios no se encuentra en los fenómenos naturales: huracán, temblor de tierra y rayo, en donde los paganos le situaban preferentemente (vv. 11-12). Dios tampoco está en el fuego, en donde se lo imaginaba la tradición yahvista del Sur (Ex 19, 18). En su lucha en pro del monoteísmo absoluto, Elías aprende a desacralizar la naturaleza y a liberar la noción de Dios del naturalismo baálico de los fenicios y de Jezabel.

Elías percibe, el paso de una brisa ligera. La brisa llega ligera (cf. Gén 3, 8) no es el signo de la dulzura de Dios, puesto que no va a mostrarse nada tierno en las órdenes que va a dictar a Elías (vv. 15-17): ungir a unos usurpadores que sembrarán odio y violencia en el Oriente Próximo. La brisa ligera sirve, en realidad, para proteger el incógnito y el silencio de Dios. Dios guarda silencio y solo el creyente puede oírle.

 La experiencia de Elías es una representación muy significativa de la fe vivida en el mundo moderno, un mundo que ha desacralizado la Naturaleza. En la medida en que la ciencia ha "profanizado" la Naturaleza y el mundo, ha prestado un gran servicio a la idea de Dios, ya que Dios no puede ser más que el Todo-Otro, el Incognoscible para el pensamiento del hombre. El proceso de progresivo desprendimiento por el que ha tenido que pasar Elías para no captar ya a Dios en los fenómenos naturales tiene como compensación un encuentro íntimo con él: ha reconocido a quien no podía conocer, se ha encontrado con quien vive en el incógnito.

Lo mismo sucede con el creyente. Junto con el mundo ateo en el que vive, reconoce el silencio de Dios y, sin embargo, le oye, se cubre el rostro, como Elías, y sale de su refugio para cumplir su misión.

 

Hoy el salmo tiene un carácter profético, escatológico, que nos hace ver cuál será la maravillosa realidad del amor, de la amistad perfecta entre Dios y su pueblo.

El salmista canta la actitud amorosa de Dios, esta benevolencia manifestada en la bendición y en la restauración de Israel, perdonando sus pecados, olvidando sus errores, conduciendo su vida y llevandola hacia aquella amistad que preconiza la Alianza y que será un día patrimonio de la eternidad feliz.

El salmo constituye una oración de súplica y llena de  confianza en la salvación de Dios. La gloria del Señor se establece en la tierra; gloria que, como la del Éxodo, monta su tienda entre las del pueblo en marcha. De un extremo de la tierra sale Misericordia, del opuesto Fidelidad, y también llegan Justicia y Paz. Todos estos personajes-atributos se encuentran en el centro de la tierra de Israel y se abrazan. Del cielo baja Justicia y del fondo de la tierra sube Fidelidad. Y, en correspondencia con esta ultima pareja, volvemos a lo que fue el punto de partida del salmo: del cielo desciende la lluvia, y de la tierra brota la cosecha. Esta lluvia es signo o casi sacramento de todo el resto. Finalmente, otra imagen: Dios llega como un rey, precedido del heraldo Justicia y seguido del escudero o alabardero Paz . En realidad, se trata de Dios mismo, que viene a salvar a su pueblo.

La palabra clave de este salmo es el verbo shub, que en distintas formas verbales sale cinco veces. Su significado básico es que uno que se movía en una dirección determinada, empieza a moverse en la opuesta (se supone que para regresar al punto o situación de partida). De este significado espacial o de movimiento se pasa al sentido moral de girarse hacia Dios, volver a él uno que se había apartado de él, o sea convertirse (que etimológicamente significa esto: girarse). En sus formas causativas, este verbo significará hacer que alguien regrese, o que se convierta. El pueblo se alejó moralmente de Dios por el pecado, y entonces Dios lo alejó físicamente por la deportación de Babilonia. Pero lo hará volver. Primero moralmente, por la conversión, y luego físicamente, por la repatriación: shub shebut/shebit (cambiar la suerte del pueblo, hacerlo volver de la cautividad. La iniciativa es de Dios: «Hazme volver y volveré» = «Conviérteme y me convertiré» (Jr 31, 18 = Lam 5,21). Para convertirnos nosotros a Dios, necesitamos que antes él se convierta a nosotros. Traducción del hebreo shub es el griego metanoia, que es una palabra básica en el Nuevo Testamento.

Para el cristiano, este salmo expresa el misterio del ya y el aún no; la salvación histórica operada ya en raíz por Cristo y su plena actualización en el hoy de la liturgia, en espera de la consumación futura. De ahí la aplicación de este salmo a la liturgia de Adviento y Navidad. Jesús ya vino, pero lo esperamos cada año, y anhelamos su venida definitiva al fin de los tiempos. Se aplica, más concretamente, al misterio de la encarnación, por el que el Verbo, gloria del Padre, habita entre nosotros, y hemos contemplado esta gloria. Y también a María, que es la tierra donde la lluvia del Espíritu ha dado su fruto de salvación.

Si Dios ama a su pueblo, ¿por qué esta petición de ayuda o de restauración, la mención del enojo y de la ira de Dios?

Los verbos de los primeros versículos, en perfecto según el texto hebreo, no expresan de por sí acciones pasadas terminadas, ni son verbos que hablan de acciones exteriores, sino de la actitud interna de Dios hacia su pueblo. Esta actitud no es algo que sucede y se termina; es algo permanente, atemporal, que pertenece al mismo ser de Dios. Esta actitud o estos sentimientos parecen estar al presente ocultos, aparentemente inoperantes. De ahí que el salmista suplique, recuerde a Dios su modo de proceder habitual con su pueblo.

"La salvación está ya cerca de sus fieles  y la gloria habitará en nuestra tierra".

El salmista conoce la constante en el actuar de Dios sobre su pueblo; por esto está seguro de él, se fía de él. Y así con certeza y delectación, habla a continuación de la felicidad escatológica, anunciada por los profetas, que brotará de aquella Alianza observada con fidelidad.

Canta la mutua correspondencia entre Dios y su pueblo. Israel ha sido muchas veces infiel, pero arrepentido, ha obtenido el perdón generoso de Dios. Ahora se dispone a vivir auténticamente según el designio de Dios.

Y hace una hermosa enumeración de realidades, de actitudes de Dios, de virtudes del pueblo: el amor que proviene de Dios, con su iniciativa salvífica, se encontrará con la fidelidad del pueblo que corresponderá también con amor.

La justicia de Dios, es decir, su modo de actuar para con Israel, besará la paz que el pueblo poseerá, fruto de la bendición divina.

De la tierra, de la gente, brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé. Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades momentáneas.

Si de la tierra brota la fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé.

Esta justicia amorosa de Dios marchará delante de él, lo precederá, se hará notar en seguida. Y la salvación del pueblo seguirá sus pasos: habrá una compenetración total, perfecta, entre Dios y su pueblo.

Esta es la tensión que canta el salmo: el camino hacia la realización definitiva y completa de la Alianza.

A nosotros nos toca esperar esta espléndida realidad, a nosotros nos toca, ahora ya, vivirla en los límites de nuestra pequeñez. El salmo 84 lo recuerda.

 

En la segunda lectura San Pablo, constata el hecho la separación de Israel, "los de mi raza y sangre", el pueblo del Mesías. Después de reconocer que desciende de Israel, que como raza han sido escogidos y predestinados desde antiguo a jugar un papel religioso en la historia del mundo, enumera los privilegios de Israel: 1)la filiación: a lo largo del AT evoluciona la idea de Dios como padre de los justos; 2)la Gloria, la presencia de Dios, definible como "el aspecto visible del Dios invisible", manifestada a Israel en el éxodo o en el retorno del exilio; 3)la Alianza, en el sentido de "testamento": expresión de la voluntad de Dios manifestada a Abrahán, en el Sinaí y, en el futuro, el nuevo testamento prometido en Jr 31. 31; 4)la legislación, el conjunto de leyes dadas a Israel; 5)el culto, la liturgia del Templo en Jerusalén, con sus sacrificios rituales, que Pablo ve instituidos por Dios; 6)las promesas, en relación con la alianza con los testamentos otorgados; y 7)los patriarcas, fundamentalmente los tres grandes, Abrahán, Isaac y Jacob, y quizá también incluyendo a Moisés. Con la venida de Xto según la carne, "según lo humano", todas las promesas realizadas a los patriarcas desde el inicio de la historia de la salvación, se han realizado.

Quisiera ser un proscrito por el bien de mis hermanos, los judíos (Rm 9, 1-5) Para recibir a Cristo es evidente que hace falta una cierta preparación, haber rechazado, entre otras cosas, los ídolos. El pueblo de Israel tiene la mejor preparación posible: tiene a su favor la adopción, la ,gloria, las alianzas, la Ley, el culto, las promesas de Dios; también los Patriarcas; pero sobre todo el que de su raza haya nacido Cristo. Lo tiene todo para entrar en las nuevas perspectivas de Dios, para formar parte del nuevo Pueblo de Cristo. Pero todo esto no ha sido suficiente para acoger a Cristo. Y esto es un motivo de inmensa tristeza para S. Pablo. Como primera parte de la larga reflexión paulina, llaman la atención dos cosas. Por un lado en el v. 3 el que Pablo quiera estar separado de Cristo (eso significa el original "anatema") en bien de sus hermanos. Es un amor integral y absolutamente desinteresado hasta límites absurdos. Naturalmente es algo paradójico, pero indica que en el cristianismo lo más importante es el otro por encima de cualquier otra consideración, aun religiosa. De hecho el Evangelio puede decirse que es un mensaje sobre el hombre y no sobre Dios, imitando el estilo paulino. Y que el hombre está, para nosotros, antes que Dios, si ello fuera posible o necesario. Lo religioso, lo vertical, y con mucha mayor razón lo eclesial, lo institucional, está absolutamente por detrás del amor real al otro.

El otro punto interesante -aunque mucho menos- es la acción de Dios en favor de Israel en la historia de forma definitiva e irrevocable. La realidad de esta intervención es tangible en muchos aspectos. Sobre ella vendrá el desarrollo de los otros acontecimientos.

El cristiano no debe negarse a constatar la riqueza del pueblo judío amado por Dios y de sentirse apenado, como S. Pablo, de que no le haya penetrado la fe en Cristo. Que al menos la caridad y la oración mantengan nuestros vínculos con ellos.

 

El evangelio  nos presenta el relato de Jesús caminando  sobre las aguas. Este poder de Jesús impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron en el relato de la tempestad calmada (Mt/08/23-27) y en el caminar sobre las aguas (nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra de la creación y la lleva a su plena realización triunfal. El Día de Yahvé debía ser un día de victoria sobre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé está, pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que reside en Cristo.

a) La victoria de Dios sobre las aguas es un tema muy importante de la cosmogonía judía. El pensamiento bíblico ha heredado, en efecto, de las viejas tradiciones semíticas la idea de una creación del mundo en forma de un combate entre Dios y las aguas, hasta que el poder creador de Dios se impuso a las aguas y a los monstruos del mal que contenía (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; 73/74,13-14; 88/89, 9-11; Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10). Incluso la historia de la salvación aparece como una victoria de Yahvé sobre las aguas: tal es el significado de la victoria sobre el mar Rojo (Sal 105/106, 9) y de la victoria escatológica sobre el mar (Ap 20, 9-13).

Ahora bien: el poder de Cristo sobre las aguas impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron en el relato de la tempestad calmada (Mt/08/23-27) y en el caminar sobre las aguas (nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra de la creación y la lleva a su plena realización triunfal. El Día de Yahvé debía ser un día de victoria sobre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé está, pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que reside en Cristo.

b) Pero la victoria de Cristo sobre las aguas se sitúa en un momento decisivo de la vida de Cristo. Su vida de rabbí itinerante, ídolo de las multitudes, no conduce a nada. Al confrontar los pobres resultados de ese ministerio con la voluntad salvífica de su Padre (cf. la oración del v. 23), Cristo cambia de política y se dedica a la formación intensiva de un grupo de apóstoles -y de Pedro en particular- separado de la multitud.

La formación de estos apóstoles persigue dos objetivos: enseñarles a utilizar los poderes mesiánicos de Cristo tal como se los transmitiría un día y enseñarles a tener confianza en El.

El episodio de la marcha sobre las aguas responde a este doble objetivo: Cristo convence a Pedro de que posee realmente los poderes que le permitirán vencer al mal (simbolizado por las aguas sobre las que Pedro camina) (vv. 28-29). Cristo enseña igualmente a Pedro que esa victoria no dimana de un poder mágico, sino que depende de la fe (vv. 30-31).

Ante las fuerzas de las olas Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la palabra de Jesús).

La actitud de Pedro es verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas (28, 17; Rom 14, 1.23) porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham -salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies les falta la arena... y entonces nos vemos suspendidos en el vacío.

Entonces el único grito apropiado es el lanzado por Pedro: «Señor, sálvame». Acudir a Jesús convencidos de lo que significa y realiza su nombre: «salvador» (1, 21).

«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» Evidentemente todo parecería más fácil si la presencia de Jesús frente a nuestra barca -y frente a la barca del mundo, y frente a la barca de la Iglesia- fuese una presencia más clara, fuera un empujón que resolviera nuestros problemas de golpe. Pero resulta que no; la presencia y la compañía de Jesús no es ningún empujón que lo arregle todo: es una presencia suave, misteriosa, humana.

 

La victoria sobre las fuerzas del mal es ofrecida, pues, al cuerpo apostólico, con la condición de que a ese poder conferido sobre tales fuerzas correspondan una fe y una adhesión confiadas a la persona de Cristo.

Lo mismo que en la primera lectura, la victoria sobre las fuerzas del mal aparece, por tanto, como una posibilidad ofrecida al hombre en Jesucristo.

Afirmar que Cristo ha vencido al imperio del mal es, en realidad, reconocer a la obra de Cristo sus dimensiones cósmicas. Hasta El existía una solidaridad en el pecado que afectaba a toda la creación. En adelante queda abierta una brecha en el círculo de esa solidaridad. Con Cristo se rompe ese lazo cósmico en beneficio de otra solidaridad: la del amor.

Injertado en ese dinamismo de amor, el cristiano no es solo vencedor de sí mismo y de las zonas oscuras de su persona, su victoria tiene realmente una repercusión cósmica: ha vencido realmente al mundo, ha dominado realmente a los elementos lo mismo que Cristo y Pedro han dominado al mar.

La misión del cristiano en el mundo consiste, efectivamente, en destruir el influjo del imperio del mal en todos los terrenos en que se sigue manifestando y hasta en la muerte que parece ser hasta ahora su mejor sirvienta.

La Eucaristía alimenta al cristiano para el combate efectivo de cada día, puesto que le hace copartícipe de la victoria sobre Satanás y sobre la muerte.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

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