El tema de la sed recorre todo el Evangelio de Juan: desde el encuentro con la samaritana, a la gran profecía durante la fiesta de las Tiendas (Jn 7,37-38), hasta la Cruz, cuando Jesús, antes de morir, dijo, para que se cumpliera la Escritura: «Tengo sed» (Jn 19,28). La sed de Cristo es una puerta de entrada al misterio de Dios, que se hizo sediento para saciarnos, como se hizo pobre para enriquecernos (2 Co 8,9). Sí; Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es Él mismo.
La mujer de Samaría
representa en cambio la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo
que busca: ha tenido «cinco maridos» y ahora convive con otro hombree; su ir y
venir al pozo para sacar agua ! expresa una existencia repetitiva y resignada.
Sin embargo para ella todo cambió aquel día, gracias a la conversación con el
Señor Jesús, que le estremeció hasta el punto de hacer que abandonara el
cántaro de agua y corriera para decir a la gente de la ciudad: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo
lo que he hecho. ¿No será el Cristo» (Jn 4,28-29).
Lectura del libro del Éxodo 17, 3-7. El capítulo diecisiete de Éxodo es una de
esas experiencias duras de aprendizaje. Israel acampo en Refidim, "y
no había agua para que el pueblo bebiese" (Éxo. 17, 1). Dios ya había
provisto milagrosamente para ellos, la carne, el maná y el agua dulce. ¿No
podría Él proveer de una manera maravillosa otra vez? ¿No demostraría Él su
amor por ellos? ¿Por qué es duro para ellos creer que el Señor quiere lo mejor
para ellos? La situación comenzó a estar tan mal que Moisés nombró
el lugar Masah (significa, "intentar, tentar, prueba, tentación") y
Meriba (significa "reprender, pelear, distensión o disputa"). Fueron
pruebas y peleas de los hijos. La gente de Israel "probó al Señor,
diciendo, '¿Está, pues, Yahvé entre nosotros, o no?'" ¡Claro que Él estaba
allí! Ellos tenían un recordatorio constante de la presencia de Yahvé por la
columna de nube de día, y la nube de fuego de noche. ¿Cómo posiblemente podrían
ellos fallar en saber que Él estaba allí y Él cuidaba de ellos?
La gente comenzó a quejarse y a pelear
contra Moisés. "Y disputó el pueblo con Moisés, diciéndole: 'Danos agua
para que bebamos. ¿Por qué disputáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Yahvé?' les
respondió Moisés" (Éxo. 17, 2). "Así que el pueblo tuvo allí sed, y
murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para
matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? (Éxo. 17, 3)
Esto se puso tan mal, que las personas estuvieron listas para empedrar a
Moisés, cuando él le oraba a Yahvé (Éxo. 17, 4). Moisés estaba desesperado. Él
"clamó al Señor".
"Yahvé respondió a Moisés: 'Pasa
delante del pueblo y toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en
tu mano la vara con que golpeaste el río, y ve. Allí yo estaré ante ti sobre la
peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el
pueblo.' Moisés lo hizo así en presencia
de los ancianos de Israel" (Éxo. 17,5-6).
Esta "vara de Dios" es la que
utilizó Moisés para golpear las aguas del Nilo y convirtió las aguas en sangre
(Éxo. 7, 20). La vara era un símbolo de poder. Sosteniéndola en su mano Moisés
demostró dependencia y confianza en Dios. No había magia en la vara de Moisés.
El poder estaba inclinado en la presencia de Dios con Sus líderes elegidos.
Dios proveyó el agua.
Salmo responsorial:
Salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9 (R.: 8)
El salmo de
hoy ha sido definido, -y como tal es utilizado tanto en la liturgia judía como
en la cristiana-, como la Gran Invitación: el invitatorio por excelencia, por antonomasia
. Toda 'in-vita-ción', es un canto y una apuesta a la vida (vida = vita en latín);
en este caso el convite, el envido, viene hecho por el Señor-Dios, y
en-su-Nombre:
El ser humano
está siempre “en camino”, -¡encaminándose!-, camino que marcha hacia adelante,
avanzando sin retorno. Adán es tierra que sube, que asciende: creación que llega
a estado de consciencia. Tierra que sabe de silencios y de cantos, cuando a
cantar se anima...; tierra que se postra y adora; o…, blasfema. Siendo, al
mismo tiempo, consciencia de toda la historia: de esta nuestra historia de bien
y de mal. Ser humano por el cual Dios hace fiesta, cuando lo contempla cual
síntesis viviente de lo creado. Pero por el cual se encoleriza e indigna; y
hasta se arrepiente de haberlo creado, cuando, a causa de su corazón errabundo,
no marcha por sus senderos escuchando
HOY, su voz, su PALABRA: y que, de persistir en su errar, en sus errores,
ciertamente no entrará en Su reposo.
Las palabras iníciales "venid",
aclamemos al Señor...; "entremos" a su Presencia dándole gracias, con cantos, caracterizan
a nuestro poema que empieza por una doble profesión de fe: fe en la acción
creacional de Dios (vv. 3-5) y en la acción desplegada a lo largo de la
historia de la salvación (v. 7), canto que se transforma en un oráculo
profético que interpela a los escuchas, llamándolos a realizar un duro y
exigente examen de conciencia (vv. 8-11). Viene evocado el acontecimiento
central de la fe bíblica, el nacimiento de Israel en el desierto, luego de la
liberación realizada por el Señor mediante el Éxodo y su Pascua; en esos
comienzos Israel desplegó toda la paleta de sus rebeliones; el poeta cita en
particular los episodios de Masá y Meribá narrados en Éxodo 17,1-7 y Números 20,2-13. Dios, entonces,
asqueado de su pueblo, al que ama, lo amenaza: no entrarán en mi descanso, vale decir,
en la Tierra de la Promesa; palabra que obró contra aquella generación y puede
obrar contra toda generación, -¡la nuestra Hoy!-, si no escucha y no guarda
memoria de las maravillas obradas por el Señor.
La escucha de la Palabra es un acontecimiento
siempre nuevo; es por eso mismo que el Deuteronomio insiste en que es “hoy” el
momento en el que es necesario escuchar: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que
les enseño para que las pongan en práctica (Dt 4,1). La escucha es un acontecimiento
perenemente nuevo: ¡toda vez que la palabra de Dios viene proclamada, todo debe
transcurrir como aquella primera vez en que se la escuchó: el Señor, nuestro Dios, no ha establecido esta
alianza con nuestros padres, sino con nosotros, los que estamos aquí hoy (Dt 5,2-3).
La memoria
histórica del primer “hoy” en el cual le fue dirigida la palabra a Israel sirve
de paradigma permanente. La tradición hebrea pregunta: “¿cuándo es “hoy”?, y
responde: “¡Hoy es el preciso instante en el cual escuchas/obedeces Su voz!”.
La escucha es el “espacio-interior” de la presencia-comunión con Dios. La
escucha “hoy”, es un acontecimiento que “crea” las condiciones de posibilidad
de entrar en el tiempo de salvación ofrecido por el Señor, entrando en el
Espacio de Dios = Tierra Prometida y en el Reposo de Dios:
Lectura de la carta
del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 1-2. 5-8
La nueva vida que resulta de
la justificación se realiza en la fe y en la esperanza (Rm 5,1-2), que tienen
la garantía del amor de Dios (Rm 5,5). Así pues, fe, esperanza y caridad, «las
tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la
auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana» (S. Josemaría
Escrivá, Amigos de Dios, n. 205), se suceden actuando en nosotros,
contribuyendo al crecimiento de la vida de la gracia.
El fruto de este crecimiento
es la paz (Rm 5,1), que se hace, de algún modo casi inalterable, como
anticipo, aunque imperfecto, de la vida eterna. Una paz, que no consiste en la
apatía de quien no quiere tener problemas, sino en la firmeza, llena de
esperanza, para sobreponerse a las contradicciones y mantenerse fiel.
El amor del que se habla en
el v. 5 es, a la vez, el amor con que Dios nos ama —que se manifiesta en el
envío del Espíritu Santo—, y el amor que Dios pone en nuestras almas para que
le podamos amar.
El Concilio II de Orange,
citando a San Agustín, se expresa así: «Amar a Dios es exclusivamente un don de
Dios. El mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos. Fuimos
amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo
con que agradarle. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien amamos
con el Padre y el Hijo, derrama la caridad en nuestros corazones» (De gratia,
can. 25; cfr San Agustín, In Ioannis Evangelium 102,5).
Los vv. 6-8 enseñan que la
medida del amor que Dios nos tiene se demuestra en la «reconciliación» que se
operó mediante el sacrificio de la cruz, cuando Cristo, dando muerte en sí
mismo a la enemistad, estableció la paz y nos reconcilió con Dios (cfr Ef
2,15-16). Si, cuando éramos pecadores, nos manifestó ese amor, cuánto más
ahora, una vez reconciliados, podemos confiar en que nos salvará. La
reconciliación en Cristo aparece, pues, con perfiles muy nítidos: no es que
Dios estuviera enemistado con los hombres; éramos nosotros quienes estábamos
enemistados con Dios por nuestros pecados; no era Dios el que debía cambiar de
actitud, sino el hombre; sin embargo, ha sido Dios quien ha tomado la
iniciativa por medio de la muerte de Cristo para que el hombre vuelva a la
amistad con Él.
Lectura del santo
evangelio según san Juan 4, 5-15.19b-26.39a.40-42
División del texto para ayudar a la lectura:
Jn 4,5-6: Crea el escenario donde se
entabla el diálogo
Jn 4,7-26: Describe el diálogo entre
Jesús y la Samaritana
7-15: Sobre el agua y la sed
16-18: Sobre el marido y la familia
19-25: Sobre la religión y el lugar de la adoración
Jn 4,27-30: Describe el resultado del
diálogo en la persona de la Samaritana
Jn 4,31-38: Describe el resultado del
diálogo en la persona de Jesús
Jn 4,39-42: Describe el resultado de
la misión de Jesús en la Samaría
Este relato, uno de los más extensos y bellos del
evangelio, presenta el siguiente desarrollo: conversación de Jesús con una
mujer, centrada en los temas del agua viva, la adoración al Padre y la
revelación de Jesús como Mesías (v.1-26); diálogo con sus discípulos (27-38);
escena final, con la aclamación de Jesús como salvador del mundo (32-42).
El evangelista lee la
revelación del misterio profundo de la persona de Jesús en las vicisitudes
cotidianas. Es mediodía y junto al pozo de Sicar (v. 5; cf. Gn 48,22) tiene
lugar el encuentro y el diálogo insólito (v. 8) entre una mujer samaritana y un
judío (v. 9), un "profeta" (v. 19) mayor que Jacob
(v. 12), "el Cristo" (v. 29). Sucesivamente van
llegando los discípulos (w. 27-38), finalmente otros samaritanos paisanos de la
mujer (w. 40-42): los estrechos horizontes tradicionales se abren a la
universalidad.
¿Quién es, pues, aquel rabbí que
se atreve a conversar con una mujer (v. 27), y encima samaritana, es decir,
considerada herética, idólatra (w. 17-24; cf. 2 Re 17,29- 32) y pecadora (v.
18)? Las personas que salieron a su encuentro lo declaran "Salvador
del mundo" (v. 42): estamos en la cumbre de la narración y de su
contenido teológico. Y, sin embargo, Jesús se presentó como un sencillo
caminante que no duda en pedir un poco de agua. Incluso este dato no carece de
significado: su sed -sed de salvar a la humanidad- remite a numerosos pasajes
del Antiguo Testamento. Junto a la zarza ardiente, Moisés, destinado a ser guía
del pueblo elegido en el Éxodo, había pedido a Dios revelarle su nombre;
finalmente aquella pregunta encuentra ahora respuesta: "Yo soy,
el que habla contigo" (v. 26; cf. Ex 3,14). Sobre la sombra del
pecado, el Mesías proyecta la luz de la esperanza: la conversión abre el camino
para adorar al Padre "en espíritu y en verdad" (v.
23; cf. Os 1,2; 4,1).
Ahora va a cumplirse una larga
historia de deseo y fatiga, de fe y de incredulidad. La plenitud está en el
encuentro con Cristo, cuyas palabras son hechos: en el Calvario brotará la
fuente de agua viva, en la pasión se saciará totalmente su hambre y su sed de
hacer la voluntad del Padre (v. 28, cf. Jn 19,28). De su muerte nace la vida
para todos –ahora cualquier hombre puede considerarse "elegido",
amado-; de su fatiga en el sembrar (w. 6.36-38) se abre para los discípulos el
gozo de la siega (v. 38) y del testimonio, como la mujer samaritana deja
entrever en su ímpetu de auténtica misionera (v. 28).
Jesús cansado del camino y sediento le pide agua a la samaritana:
Jesús, caminante divino en
nuestra búsqueda, ha querido compartir nuestra sed para hacernos conscientes de
que la sed de un amor tierno e ilimitado nos asedia y nos inquieta y que de
nada vale querer ignorarla o aplacarla con multitud de amores humanos.
Ofreciéndole el “agua viva” a
la samaritana:
Sólo él puede verter en
nuestros corazones la fuente que brota para la vida eterna, el Espíritu Santo,
alegría inagotable de Dios. Pero, antes, Jesús debe cansarse, y mucho, para
desenmascarar nuestra falsa sed, por la que cada día estamos dispuestos a
recorrer tan largo camino llevando sobre nuestras espaldas cántaros pesados.
Frente a judíos y samaritanos, Jesús ilustra una
concepción distinta de Dios. En términos del diálogo: Jesús trae el don de
Dios, el agua viva que aplaca la sed.
Jesús no se limita, pues, a proporcionar el agua viva
como desde el exterior: revela a cada hombre a sí mismo y le descubre el
misterio de su personalidad, allí donde se alcanza la fuente de agua viva en
uno mismo (Jn 7. 38). Este descubrimiento de la personalidad de cada uno es
probablemente lo que en cierto modo se dibuja en el discurso en que Jesús
desvela progresivamente a la samaritana quién es ella (VV. 17 y 29).
Dios es Espíritu y
verdad:
El Padre pide verdaderos adoradores. Sabíamos que Dios
podía apagar nuestra sed, pero sin este evangelio, ¿quién se atrevería a pensar
que Dios tiene sed de nosotros? La única manera de ser digno de esta fe es
tener sed de él.
Jesús dialoga con sus
discípulos
El diálogo Jesús-discípulos tiene lugar
"mientras" la gente "está de camino" hacia Jesús. Las
palabras de Jesús durante este diálogo son un comentario a "ese camino
hacia él". A este "estar en camino" se le llama "alimento",
y este alimento es hacer la voluntad del Padre, que es ofrecernos a todos, sin
distinción, la salvación que brota del agua de su costado y nos
lanza hacia la vida eterna.
La samaritana busca agua que no
le quita la sed:
A lo largo del fatigoso camino
de la vida siempre podemos decir: "En estos días el pueblo padece
sed". El hombre, hecho para lo infinito, es atormentado por la árida
finitud que le rodea y no le sacia, y percibe, sediento, la necesidad de una
agua viva que le hidrate y regenere, que le vivifique y haga fecundo el
sentido de sus días.
Tiene cinco maridos:
El diálogo pasa del símbolo "agua" al
símbolo "maridos". Es la propia mujer quien facilita la clave en el
v. 20: el culto. El pozo de Jacob tiene un agua contaminada: en él
beben personas y animales. (Ironía y simbolismo del cuarto evangelista). El
agua que Jesús trae es viva, es decir, limpia y cristalina. Pero para hacerse
acreedora a ella, la samaritana tiene que salir de su Torá (los cinco maridos).
El marido representa también la búsqueda de seguridades
opuestas al designio de Dios, toda alianza contraria a la suya, la
pretensión engañosa de encontrar solución fuera de Él, todo aquello a lo que
nos atamos como un refugio a nuestra debilidad y mediocridad.
La mujer deja el cántaro
Hay, pues, que dejar el cántaro: el agua estancada, el
templo. Ya no sirven. Comienza la marcha hacia Jesús, la
peregrinación hacia el nuevo templo. La gente deja la ciudad y se pone en
camino hacia Jesús (v. 30).
La llegada de la gente crea una situación nueva (vs.
39-42). La evangelización surge del encuentro con Jesús. El gradual
conocimiento de Jesús lleva a la mujer a un nuevo conocimiento de sí misma:
Jesús es judío, ella samaritana; Jesús es “Señor”, ella una creatura llena de
debilidades; Jesús es profeta, un hombre de Dios, ella- en cambio- se reconoce
pecadora, alejada de Dios; Jesús es Mesías que desborda las fronteras de
Israel, ella ansía saciar su sed de Dios; Jesús es Salvador, ella experimenta
la salvación por la palabra del Mesías: “Me ha dicho todo lo que he hecho”
(4,39). Según la conclusión del relato, su testimonio se hace evangelización
(misión) y convierte en discípulos de Jesús a hombres y mujeres que la
escucharon hablar del Mesías y se encuentran con él por lo que pueden decir:
“Nosotros mismos lo hemos oído” (4.42).
Curiosa alternancia de esta doble sed. "Dame,
dice Jesús; luego: "Pídeme". Y un poco más adelante: " Deseo por
deseo, amor por amor. Así es como hay que pedir el agua que nos dará deseos de
Dios: "Pídeme el agua viva y yo haré que brote en ti una fuente de amor.
Podremos ser uno de esos adoradores que busca el Padre".
" Llega una mujer de
Samaria a sacar agua
Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de
serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin
saber nada, encontró a Jesús, y Él se
puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria a sacar
agua. Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos;
no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa
algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una
extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo
de Israel. Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de
nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella,
demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la
realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la
realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella
una figura. Llega, pues, a
sacar agua.
Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se
habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le
dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Ved cómo se trata aquí de
extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus
vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua,
se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer
esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en
realidad, de la fe de aquella mujer.
Fíjate en quién era aquel
que le pedía de beber: Jesús
le contestó: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te
pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
Le pedía de beber, y fue
él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene
indigencia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras –dice- el don de Dios. El don de
Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a
la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está
doctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que
esta exhortación? Si
conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú,
y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de
aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed
los que se nutren de lo sabroso
de tu casa?
De manera que le estaba ofreciendo un majar apetitoso y la saciedad del
Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía,
¿qué respondió? La mujer le
dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni
tendré que venir a sacarla.» Por una parte, su indigencia la
forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía al
trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que
Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la
mujer aún lo no entendía.( San Agustín, Tratados, Tratado sobre el evangelio de San
Juan
(Tratado 15, 10-12. 16-17: CCL 36, 154-156)
En aquel diálogo en el pozo, la
samaritana reconoció en Jesús al Mesías. Por eso, apenas lo supo, «dejó su
cántaro, fue a la ciudad y le dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será
él el Cristo?”» (Jn 4,28-29). A continuación, el evangelio nos cuenta que
«muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la
mujer» (Jn 4,39).
En ningún momento leemos que
Jesús exhortara a la samaritana a anunciar su presencia; no le dio ningún
encargo explícito ni ninguna misión especial, como sí haría con otras personas,
empezando por los apóstoles. Proclamar lo que había vivido fue simplemente algo
que brotó del corazón de aquella mujer. Tenía la necesidad de comunicar a su
gente la maravilla que acababa de presenciar, la paz que da saber que Dios la
conocía como nadie en este mundo y, por eso mismo, le tendía la mano: «Me ha
dicho todo lo que he hecho» (Jn 4,39). El panorama que Jesús le había abierto
le impulsó a salir al encuentro de sus conocidos. «El ideal del amor a Dios y a
los demás nos lleva a cultivar la amistad con muchas personas: no hacemos
apostolado, ¡somos apóstoles! Así va la “Iglesia en salida” de la que habla con
frecuencia el Papa, recordándonos la importancia de la ternura, de la
magnanimidad, del contacto personal».
De todos modos, no fue la mujer
quien cambió al resto de samaritanos. Lo que ella hizo fue llevar a Jesús a su
gente. Y ellos, al conocer al maestro de Galilea, le pidieron que se quedara
más tiempo. «Entonces creyeron en él muchos más por su predicación. Y le decían
a la mujer: “Ya no creemos por tu palabra; nosotros mismos hemos oído y sabemos
que este es en verdad el Salvador del mundo”» (Jn 4,41-42). Esta es la misión
del apóstol: poner a las personas delante de Jesús y pasar él mismo a un
discreto segundo plano.
Para
nuestra vida.
La
sed es el signo de que estamos caminando en el desierto. La sed es el signo de
que la vida está por delante, más allá de la frontera.
Cuaresma
es el tiempo en que el hombre descubre su sed, esa sed profunda de vivir, de
amar, de crecer, de ser feliz, de crecer como hombre.
¿De
qué tenemos sed nosotros? La Palabra de Dios de este domingo, tercero de
Cuaresma, nos invita a plantearnos hasta el fondo esta cuestión. También Jesús
tuvo sed y hambre, y los sació con el cumplimiento de la voluntad del Padre. Y
comprendió nuestra sed, y se ofreció a sí mismo como fuente de agua viva.
Hoy
Jesús va a dialogar con nosotros, va a preguntarnos por el agua que tomamos y
si realmente esa agua calma nuestra sed. Nos obligará a mirarnos dentro de
nosotros mismos para que no busquemos fuera de la fuente de la vida.
Hoy
nos dice, como le dijo a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién
es el que te dice: "Dame de beber", tú me pedirías el agua de la
vida.» Con esta invitación tan sugestiva, nos disponemos a participar de la
Eucaristía.
En la primera lectura
constatamos como pasada la emoción por haber sido liberado de la esclavitud, el
pueblo de Israel, torturado por la sed, comienza a murmurar contra Moisés:
«¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos morir de sed, a nosotros, a
nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17,3). A pesar de haber sido testigos
de las maravillas de Dios, su presencia se hace menos evidente y, con el pasar
del tiempo, les asaltan dudas: «¿Está el Señor entre nosotros, o no?» (Ex
17,17). Buscan pruebas sensibles que les confirmen en su camino, necesitan
fortalecer su fe. El Señor entonces le dice a Moisés que golpee una roca, de la
que «saldrá agua para que beba el pueblo» (Ex 17,6).
En la vida de toda persona
existen momentos difíciles. Nos gustaría que todo se desarrollara sin
imprevistos que alteren nuestros planes, pero la realidad no es así. Como el
pueblo de Israel, podemos atravesar situaciones en las que nos sentimos como si
Dios se hubiera alejado. Nos hallamos entonces superados por obstáculos
externos o invadidos por una tristeza interior. Pero nos puede llenar de
consuelo saber que ninguna prueba es mayor que la fuerza del Señor. Por muy
fuerte que sea la sed de paz, de tranquilidad o de seguridad, Dios no dejará de
velar por cada uno de sus hijos.
Este
salmo se divide en dos partes, versos 1 y 2, es un himno de alabanza al
Señor Dios Creador del mundo y protector de Israel y profecía
divina sobre la incredulidad e indocilidad de los israelitas, versos 6 y
9. El salmista invita a no imitar a la generación perversa del desierto.
En la primera parte se destaca el carácter litúrgico procesional del
himno, que ha sido compuesto para alguna festividad religiosa solemne. En
el transcurso de la procesión, un levita invita a no ser rebeldes como
los antepasados, que excitaron la ira de Yahvé en el desierto.
En
la versión de los LXX, también este salmo es adjudicado a David, y así es
aceptado por el autor de la Epístola a los Hebreos: “Por eso,
como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros
corazones como en la querella, el día de la provocación en el
desierto” (Hebreos 3, 7-8). Las nuevas generaciones que volvían
del exilio estaban defraudadas con los modestos comienzos de la
restauración, muy diversos de las idealizaciones proféticas de Is 40-52.
El salmista parece responder a este estado de descontento y depresión
nacional.
Himno
de Alabanza al Creador
Como
es de ley en los himnos, el poeta invita a sus compatriotas a asociarse a
sus alabanzas en honor del que constituye la salvación del pueblo. La
historia de Israel es la historia de las manifestaciones protectoras del
Señor. El salmista aprovecha la ocasión de una asamblea
solemne para invitar al pueblo a tomar parte en esta manifestación gozosa
de reconocimiento al Señor. En primer lugar, es digno de toda alabanza
por ser el Creador: “¡Venid, cantemos con júbilo al Señor….
Entremos, inclinémonos para adorarlo! ¡Doblemos la rodilla ante el Señor
que nos creó! Porque Él es nuestro Dios”. Todo
es obra de sus manos. El ser humano no puede explorar las
profundidades de la tierra ni las del mar, sólo el supremo Hacedor puede llegar
hasta sus escondites.
Invitación
a la docilidad espiritual
El
poeta, dramatizando el canto procesional, invita a oír la voz de Dios y a
mostrarse más dóciles que la generación del desierto. “Ojala hoy
escucheis la voz del Señor: “No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto”. Una voz profética
quiere prevenirlos contra la exigencia de tentar a Dios
pidiendo manifestaciones asombrosas, como hicieron los antepasados en las
estepas sinaíticas. Estos, a pesar de haber sido testigos de los
prodigios al salir de Egipto, exigieron un milagro en Meribá y en Masa. Ambos
nombres son simbólicos; el primero significa “querella,” porque en
Refidim se “querelló” Israel al Señor porque no les daba agua. Y allí
hizo un milagro, proporcionándoles agua de la roca: “y
acamparon en Refidim, donde el pueblo no encontró agua para beber. El
pueblo entonces se querelló contra Moisés, diciendo: Danos agua para
beber.” (Éxodo 17, 1-2). El mismo milagro volvió a repetirse
en la zona de Cades. Masa significa “tentación,”
porque los israelitas “tentaron” al Señor reclamando un milagro: me
probaron a pesar de haber visto mis obras de salvación de la
esclavitud faraónica. Esta actitud de desconfianza y rebeldía persistió
durante los cuarenta añosde estancia en el
desierto. El resultado fue que Dios se disgustó de esta generación y
decidió que no entrara en la tierra de Canaán: el reposo.
Por
su corazón extraviado no supieron captar el valor de
los caminos y preceptos de su Dios. Fueron por ello excluidos
de la tierra de promisión, el reposo conferido por
Dios a los hijos de Israel. El salmista recuerda esta trágica
historia para que sus contemporáneos se guardaran de tentar a
Dios como la generación del desierto, para no ser reprobados como estos
desdichados antepasados. La invitación es puesta en boca de Dios para
impresionar más en la concurrencia.
Invitación
a oír a Dios
“Ojala
hoy escuchéis la voz del Señor”. «Este es mi Hijo, el
elegido, escúchanlo», nos pide el Señor Dios, “Desde una nube se oyó
entonces una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchadlo».
(Lc 9, 28-36). Esta es nuestra gran instrucción de Dios, «escucharlo»,
eso nos debe caracterizar para ser un servidor de verdad, oír siempre a
Jesús, esta actitud receptiva es para la palabra y la total aceptación de
Cristo, es una invitación a descubrir lo divino de sus enseñanzas y toda
su obra, Ojala hoy escuchen la voz del Señor.
La Segunda Lectura es
un precioso testimonio paulino sobre el inaudito anuncio de la redención: Dios
nos ha justificado no por nuestros méritos, sino porque su Hijo ha muerto
generosamente por nosotros, siendo aún pecadores.
En los tres
últimos domingos de Cuaresma del ciclo A se leen los evangelios de las tres
grandes catequesis con que la Iglesia antigua formaba a sus catecúmenos: la
samaritana (Jn 4), el ciego (Jn 9) y Lázaro (Jn 12). Agua, luz y vida son
ciertamente los dones del bautismo.
En el evangelio de hoy se nos presenta el encuentro de
Jesús y la samaritana.
Jesús quiere estar a solas con ella, quiere declararle
su amor profundo en intimidad.
Jesús le dice "Dame de beber". Ella no
entiende que El tiene sed, no de agua natural, sino de ella. Jesús desea su
amor.
El Creador de todas las aguas tiene sed por un agua
que El no puede obtener si ella no se la da libremente: su amor. Ella queda
libre para darle amor.
Jesús es un amante que se declara, pero no se
impone.
Ella pone objeciones: El es judío, ella samaritana.
Estos no se tratan.
Pero Jesús está dispuesto a vencer las barreras, no se
da por vencido. Sabe que no puede forzar pero que si puede seguir ofreciéndose
para vencer las dificultades que los separan.
Jesús le ofrece su agua viva. Se trata de un amor
incomparable.
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te
pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
Si nosotros conociéramos el amor de Jesús moriríamos
de alegría. Nunca cometiéramos pecado porque pecar apartarse del verdadero
amor, es buscar amor donde no hay.
Los amantes se juran amor eterno, pero ninguno sino
Jesús puede darlo en verdad. El amor de Jesús salta hasta la vida eterna. Solo
con la gracia de Jesús podemos amar para siempre
Nuestra oración debería ser como el encuentro de Jesús
y la samaritana: darle nuestro amor y desear el suyo. La oración es una cita
con nuestro enamorado: Jesús.
Pero le tenemos miedo a Jesús porque guardamos en
secreto algo bochornoso: nuestro pecado. Por eso nos escondemos como Adán y
Eva.
Jesús conoce nuestro pecado. El no buscó a la
samaritana porque era pura y santa, sino porque la ama a pesar de sus grandes
pecados. Igual con cada uno de nosotros.
Después de revelar su amor, llega el momento en que
Jesús nos habla de nuestros pecados: «Tienes razón, que no tienes marido:
has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la
verdad.» «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de
ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
Jesús desea reparar lo que está roto. Pero debemos
confiar en su tratamiento aunque nos cueste.
Jesús enseña un nuevo comportamiento. No podemos
seguir envenenando nuestro corazón.
Jesús no la condena, no la expone ante otros, sino que
en privado le enseña aquello que le impide ser una mujer feliz: su pecado.
La mujer entonces hace una pregunta doctrinal. Quería
saber como se debe dar culto a Dios.
Los samaritanos habían mezclado su religión con
creencias paganas y se habían confundido el culto al único Dios.
Jesús le dice: "Vosotros dais culto a uno que no
conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos".
Jesús enseña que la doctrina es importante. No es
igual un culto que otro como pretenden muchos al caer en el relativismo.
"porque la salvación viene de los judíos".
La doctrina es revelación del Dios que salva. Esta
llega a su plenitud en Jesús, el Salvador.
Jesús, por amor, revela a la mujer el camino de
salvación que incluye el conocimiento de la moral y la doctrina.
En adelante el culto ha de ser en espíritu y verdad.
Los discípulos no entienden. Jesús les enseña
que su alimento es hacer la voluntad del Padre.
Jesús pasa hambre como todo ser humano. Pero por
encima de todo tiene hambre de salvar almas. Así es el amor.
Jesús ve los campos dorados, listos para la ciega. Hay
multitudes que necesitan salvación. Sin embargo Jesús mira a cada persona y
tiene sed por cado uno de nosotros en particular.
El demonio a veces nos tienta a pensar que Jesús ama a
todos pero como una masa y no personalmente. Debemos entonces recordar
que somos la samaritana en el pozo.
La mujer olvida el cántaro al irse presurosa a su
pueblo. Así el evangelista demuestra la profunda impresión que hizo Jesús en la
mujer, pues una mujer en aquel tiempo difícilmente se olvida del cántaro.
Es demasiado valioso y útil.
Tampoco una mujer anuncia a los cuatro vientos sus
pecados como hizo la samaritana: "Venid
a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?".
Está claro que el encuentro con Jesús ha causado un impacto profundamente
transformador en su vida. Ante eso, aun lo mas importante queda pequeño. Ha
perdido el usual miedo al que dirá la gente. La experiencia de Jesús se
antepone a toda otra preocupación humana.
Ella se convierte en gran evangelizadora. Todos puede
ver que es una mujer nueva y quieren ver quien causó ese impacto tan grande.
En nuestro ambiente, ¿saben la gente de nuestro
encuentro con Jesús?
Si de verdad lo conocemos, no lo podremos jamás
esconder.
La gente del pueblo van a Jesús y ellos mismos llegan
a conocerlo. Este debe ser el deseo de todo cristiano, que nadie se quede
solo con lo que le hemos dicho de Jesús sino que vayan a El y le conozcan.
Nos hacemos unas
preguntas:
¿Cómo comienza el
texto? ¿En qué lugar se sitúa?
¿Qué hace Jesús y con
quién dialoga?
¿Quién comienza a
dialogar? ¿Qué le responde la mujer? ¿Por qué Jesús no debía hablarle?
¿Cuál fue la
respuesta central de Jesús?
¿Qué es lo que la
samaritana le pide al Señor?
Jesús le dice que
llama a alguien ¿A quién? ¿qué le respondió?
¿Cómo reaccionó la
mujer ante la respuesta del Señor?
¿Cuál fue la pregunta
que desvió la conversación? ¿Qué contestó Jesús?
¿Qué hizo luego la
mujer, a quién fue a buscar?
¿Qué le pedían los
discípulos al Señor? ¿Qué contestó Jesús?
¿Quiénes llegaron
finalmente y qué reconocieron en Jesús?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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