sábado, 18 de marzo de 2023

Comentario a las lecturas del III Domingo de Cuaresma 12 de marzo de 2023

El tema de la sed recorre todo el Evangelio de Juan: desde el encuentro con la samaritana, a la gran profecía durante la fiesta de las Tiendas (Jn 7,37-38), hasta la Cruz, cuando Jesús, antes de morir, dijo, para que se cumpliera la Escritura: «Tengo sed» (Jn 19,28). La sed de Cristo es una puerta de entrada al misterio de Dios, que se hizo sediento para saciarnos, como se hizo pobre para enriquecernos (2 Co 8,9). Sí; Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es Él mismo.

La mujer de Samaría representa en cambio la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: ha tenido «cinco maridos» y ahora convive con otro hombree; su ir y venir al pozo para sacar agua ! expresa una existencia repetitiva y resignada. Sin embargo para ella todo cambió aquel día, gracias a la conversación con el Señor Jesús, que le estremeció hasta el punto de hacer que abandonara el cántaro de agua y corriera para decir a la gente de la ciudad: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo» (Jn 4,28-29).

Lectura del libro del Éxodo 17, 3-7. El capítulo diecisiete de Éxodo es una de esas experiencias duras de aprendizaje. Israel acampo en Refidim, "y no había agua para que el pueblo bebiese" (Éxo. 17, 1). Dios ya había provisto milagrosamente para ellos, la carne, el maná y el agua dulce. ¿No podría Él proveer de una manera maravillosa otra vez? ¿No demostraría Él su amor por ellos? ¿Por qué es duro para ellos creer que el Señor quiere lo mejor para ellos? La situación comenzó a estar  tan mal que Moisés nombró el lugar Masah (significa, "intentar, tentar, prueba, tentación") y Meriba (significa "reprender, pelear, distensión o disputa"). Fueron pruebas y peleas de los hijos. La gente de Israel "probó al Señor, diciendo, '¿Está, pues, Yahvé entre nosotros, o no?'" ¡Claro que Él estaba allí! Ellos tenían un recordatorio constante de la presencia de Yahvé por la columna de nube de día, y la nube de fuego de noche. ¿Cómo posiblemente podrían ellos fallar en saber que Él estaba allí y Él cuidaba de ellos?

La gente comenzó a quejarse y a pelear contra Moisés. "Y disputó el pueblo con Moisés, diciéndole: 'Danos agua para que bebamos. ¿Por qué disputáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Yahvé?' les respondió Moisés" (Éxo. 17, 2). "Así que el pueblo tuvo allí sed, y murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? (Éxo. 17, 3) Esto se puso tan mal, que las personas estuvieron listas para empedrar a Moisés, cuando él le oraba a Yahvé (Éxo. 17, 4). Moisés estaba desesperado. Él "clamó al Señor".

"Yahvé respondió a Moisés: 'Pasa delante del pueblo y toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en tu mano la vara con que golpeaste el río, y ve. Allí yo estaré ante ti sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el pueblo.' Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel" (Éxo. 17,5-6).

Esta "vara de Dios" es la que utilizó Moisés para golpear las aguas del Nilo y convirtió las aguas en sangre (Éxo. 7, 20). La vara era un símbolo de poder. Sosteniéndola en su mano Moisés demostró dependencia y confianza en Dios. No había magia en la vara de Moisés. El poder estaba inclinado en la presencia de Dios con Sus líderes elegidos. Dios proveyó el agua.

 

Salmo responsorial: Salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9 (R.: 8)

El salmo de hoy ha sido definido, -y como tal es utilizado tanto en la liturgia judía como en la cristiana-, como la Gran Invitación: el invitatorio por excelencia, por antonomasia . Toda 'in-vita-ción', es un canto y una apuesta a la vida (vida = vita en latín); en este caso el convite, el envido, viene hecho por el Señor-Dios, y en-su-Nombre:

El ser humano está siempre “en camino”, -¡encaminándose!-, camino que marcha hacia adelante, avanzando sin retorno. Adán es tierra que sube, que asciende: creación que llega a estado de consciencia. Tierra que sabe de silencios y de cantos, cuando a cantar se anima...; tierra que se postra y adora; o…, blasfema. Siendo, al mismo tiempo, consciencia de toda la historia: de esta nuestra historia de bien y de mal. Ser humano por el cual Dios hace fiesta, cuando lo contempla cual síntesis viviente de lo creado. Pero por el cual se encoleriza e indigna; y hasta se arrepiente de haberlo creado, cuando, a causa de su corazón errabundo, no marcha por sus senderos escuchando HOY, su voz, su PALABRA: y que, de persistir en su errar, en sus errores, ciertamente no entrará en Su reposo.

 Las palabras iníciales "venid", aclamemos al Señor...; "entremos" a su Presencia dándole gracias, con cantos, caracterizan a nuestro poema que empieza por una doble profesión de fe: fe en la acción creacional de Dios (vv. 3-5) y en la acción desplegada a lo largo de la historia de la salvación (v. 7), canto que se transforma en un oráculo profético que interpela a los escuchas, llamándolos a realizar un duro y exigente examen de conciencia (vv. 8-11). Viene evocado el acontecimiento central de la fe bíblica, el nacimiento de Israel en el desierto, luego de la liberación realizada por el Señor mediante el Éxodo y su Pascua; en esos comienzos Israel desplegó toda la paleta de sus rebeliones; el poeta cita en particular los episodios de Masá y Meribá narrados en Éxodo 17,1-7 y Números 20,2-13. Dios, entonces, asqueado de su pueblo, al que ama, lo amenaza: no entrarán en mi descanso, vale decir, en la Tierra de la Promesa; palabra que obró contra aquella generación y puede obrar contra toda generación, -¡la nuestra Hoy!-, si no escucha y no guarda memoria de las maravillas obradas por el Señor.

 La escucha de la Palabra es un acontecimiento siempre nuevo; es por eso mismo que el Deuteronomio insiste en que es “hoy” el momento en el que es necesario escuchar: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que les enseño para que las pongan en práctica (Dt 4,1). La escucha es un acontecimiento perenemente nuevo: ¡toda vez que la palabra de Dios viene proclamada, todo debe transcurrir como aquella primera vez en que se la escuchó: el Señor, nuestro Dios, no ha establecido esta alianza con nuestros padres, sino con nosotros, los que estamos aquí hoy (Dt 5,2-3).

La memoria histórica del primer “hoy” en el cual le fue dirigida la palabra a Israel sirve de paradigma permanente. La tradición hebrea pregunta: “¿cuándo es “hoy”?, y responde: “¡Hoy es el preciso instante en el cual escuchas/obedeces Su voz!”. La escucha es el “espacio-interior” de la presencia-comunión con Dios. La escucha “hoy”, es un acontecimiento que “crea” las condiciones de posibilidad de entrar en el tiempo de salvación ofrecido por el Señor, entrando en el Espacio de Dios = Tierra Prometida y en el Reposo de Dios:

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 1-2. 5-8

La nueva vida que resulta de la justificación se realiza en la fe y en la esperanza (Rm 5,1-2), que tienen la garantía del amor de Dios (Rm 5,5). Así pues, fe, esperanza y caridad, «las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 205), se suceden actuando en nosotros, contribuyendo al crecimiento de la vida de la gracia.

El fruto de este crecimiento es la paz (Rm 5,1), que se hace, de ­algún modo casi inalterable, como anticipo, aunque imperfecto, de la vida eterna. Una paz, que no consiste en la apatía de quien no quiere tener problemas, sino en la firmeza, llena de esperanza, para sobreponerse a las contradicciones y mantenerse fiel.

El amor del que se habla en el v. 5 es, a la vez, el amor con que Dios nos ama —que se manifiesta en el envío del Espíritu Santo—, y el amor que Dios pone en nuestras almas para que le podamos amar.

El Concilio II de Orange, citando a San Agustín, se expresa así: «Amar a Dios es exclusivamente un don de Dios. El mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos. Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien amamos con el Padre y el Hijo, derrama la caridad en nuestros corazones» (De gratia, can. 25; cfr San Agustín, In Ioannis Evangelium 102,5).

Los vv. 6-8 enseñan que la medida del amor que Dios nos tiene se demuestra en la «reconciliación» que se operó mediante el sacrificio de la cruz, cuando Cristo, dando muerte en sí mismo a la enemistad, estableció la paz y nos reconcilió con Dios (cfr Ef 2,15-16). Si, cuando éramos pecadores, nos manifestó ese amor, cuánto más ahora, una vez reconciliados, podemos confiar en que nos salvará. La reconciliación en Cristo aparece, pues, con perfiles muy nítidos: no es que Dios estuviera enemistado con los hombres; éramos nosotros quienes estábamos enemistados con Dios por nuestros pecados; no era Dios el que debía cambiar de actitud, sino el hombre; sin embargo, ha sido Dios quien ha tomado la iniciativa por medio de la muerte de Cristo para que el hombre vuelva a la amistad con Él.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan 4, 5-15.19b-26.39a.40-42

División del texto para ayudar a la lectura:

Jn 4,5-6: Crea el escenario donde se entabla el diálogo

Jn 4,7-26: Describe el diálogo entre Jesús y la Samaritana

 7-15: Sobre el agua y la sed

 16-18: Sobre el marido y la familia


19-25: Sobre la religión y el lugar de la adoración

Jn 4,27-30: Describe el resultado del diálogo en la persona de la Samaritana

Jn 4,31-38: Describe el resultado del diálogo en la persona de Jesús

Jn 4,39-42: Describe el resultado de la misión de Jesús en la Samaría

Este relato, uno de los más extensos y bellos del evangelio, presenta el siguiente desarrollo: conversación de Jesús con una mujer, centrada en los temas del agua viva, la adoración al Padre y la revelación de Jesús como Mesías (v.1-26); diálogo con sus discípulos (27-38); escena final, con la aclamación de Jesús como salvador del mundo (32-42).

El evangelista lee la revelación del misterio profundo de la persona de Jesús en las vicisitudes cotidianas. Es mediodía y junto al pozo de Sicar (v. 5; cf. Gn 48,22) tiene lugar el encuentro y el diálogo insólito (v. 8) entre una mujer samaritana y un judío (v. 9), un "profeta" (v. 19) mayor que Jacob (v. 12), "el Cristo" (v. 29). Sucesivamente van llegando los discípulos (w. 27-38), finalmente otros samaritanos paisanos de la mujer (w. 40-42): los estrechos horizontes tradicionales se abren a la universalidad.

¿Quién es, pues, aquel rabbí que se atreve a conversar con una mujer (v. 27), y encima samaritana, es decir, considerada herética, idólatra (w. 17-24; cf. 2 Re 17,29- 32) y pecadora (v. 18)? Las personas que salieron a su encuentro lo declaran "Salvador del mundo" (v. 42): estamos en la cumbre de la narración y de su contenido teológico. Y, sin embargo, Jesús se presentó como un sencillo caminante que no duda en pedir un poco de agua. Incluso este dato no carece de significado: su sed -sed de salvar a la humanidad- remite a numerosos pasajes del Antiguo Testamento. Junto a la zarza ardiente, Moisés, destinado a ser guía del pueblo elegido en el Éxodo, había pedido a Dios revelarle su nombre; finalmente aquella pregunta encuentra ahora respuesta: "Yo soy, el que habla contigo" (v. 26; cf. Ex 3,14). Sobre la sombra del pecado, el Mesías proyecta la luz de la esperanza: la conversión abre el camino para adorar al Padre "en espíritu y en verdad" (v. 23; cf. Os 1,2; 4,1).

Ahora va a cumplirse una larga historia de deseo y fatiga, de fe y de incredulidad. La plenitud está en el encuentro con Cristo, cuyas palabras son hechos: en el Calvario brotará la fuente de agua viva, en la pasión se saciará totalmente su hambre y su sed de hacer la voluntad del Padre (v. 28, cf. Jn 19,28). De su muerte nace la vida para todos –ahora cualquier hombre puede considerarse "elegido", amado-; de su fatiga en el sembrar (w. 6.36-38) se abre para los discípulos el gozo de la siega (v. 38) y del testimonio, como la mujer samaritana deja entrever en su ímpetu de auténtica misionera (v. 28).

Jesús cansado del camino y sediento le pide agua a la samaritana:

Jesús, caminante divino en nuestra búsqueda, ha querido compartir nuestra sed para hacernos conscientes de que la sed de un amor tierno e ilimitado nos asedia y nos inquieta y que de nada vale querer ignorarla o aplacarla con multitud de amores humanos.

Ofreciéndole el “agua viva” a la samaritana:

Sólo él puede verter en nuestros corazones la fuente que brota para la vida eterna, el Espíritu Santo, alegría inagotable de Dios. Pero, antes, Jesús debe cansarse, y mucho, para desenmascarar nuestra falsa sed, por la que cada día estamos dispuestos a recorrer tan largo camino llevando sobre nuestras espaldas cántaros pesados.

Frente a judíos y samaritanos, Jesús ilustra una concepción distinta de Dios. En términos del diálogo: Jesús trae el don de Dios, el agua viva que aplaca la sed.

Jesús no se limita, pues, a proporcionar el agua viva como desde el exterior: revela a cada hombre a sí mismo y le descubre el misterio de su personalidad, allí donde se alcanza la fuente de agua viva en uno mismo (Jn 7. 38). Este descubrimiento de la personalidad de cada uno es probablemente lo que en cierto modo se dibuja en el discurso en que Jesús desvela progresivamente a la samaritana quién es ella (VV. 17 y 29).

Dios es  Espíritu y verdad:

El Padre pide verdaderos adoradores. Sabíamos que Dios podía apagar nuestra sed, pero sin este evangelio, ¿quién se atrevería a pensar que Dios tiene sed de nosotros? La única manera de ser digno de esta fe es tener sed de él.

Jesús dialoga con sus discípulos

El diálogo Jesús-discípulos tiene lugar "mientras" la gente "está de camino" hacia Jesús. Las palabras de Jesús durante este diálogo son un comentario a "ese camino hacia él". A este "estar en camino" se le llama "alimento", y este alimento es hacer la voluntad del Padre, que es ofrecernos a todos, sin distinción, la salvación que brota del agua de su  costado y nos lanza hacia la vida eterna.

La samaritana busca agua que no le quita la sed:

A lo largo del fatigoso camino de la vida siempre podemos decir: "En estos días el pueblo padece sed". El hombre, hecho para lo infinito, es atormentado por la árida finitud que le rodea y no le sacia, y percibe, sediento, la necesidad de una agua viva que le hidrate y regenere, que le vivifique y haga fecundo el sentido  de sus días.

Tiene cinco maridos:

El diálogo pasa del símbolo "agua" al símbolo "maridos". Es la propia mujer quien facilita la clave en el v. 20: el culto.  El pozo de Jacob tiene un agua contaminada: en él beben personas y animales. (Ironía y simbolismo del cuarto evangelista). El agua que Jesús trae es viva, es decir, limpia y cristalina. Pero para hacerse acreedora a ella, la samaritana tiene que salir de su Torá (los cinco maridos).

El marido representa también la búsqueda de seguridades opuestas al designio de Dios,  toda alianza contraria a la suya, la pretensión engañosa de encontrar solución fuera de Él, todo aquello a lo que nos atamos como un refugio a nuestra debilidad y mediocridad.

La mujer deja el cántaro

Hay, pues, que dejar el cántaro: el agua estancada, el templo. Ya no sirven.  Comienza la marcha hacia Jesús, la peregrinación hacia el nuevo templo. La gente deja la ciudad y se pone en camino hacia Jesús (v. 30).

La llegada de la gente crea una situación nueva (vs. 39-42). La evangelización surge del encuentro con Jesús. El gradual conocimiento de Jesús lleva a la mujer a un nuevo conocimiento de sí misma: Jesús es judío, ella samaritana; Jesús es “Señor”, ella una creatura llena de debilidades; Jesús es profeta, un hombre de Dios, ella- en cambio- se reconoce pecadora, alejada de Dios; Jesús es Mesías que desborda las fronteras de Israel, ella ansía saciar su sed de Dios; Jesús es Salvador, ella experimenta la salvación por la palabra del Mesías: “Me ha dicho todo lo que he hecho” (4,39). Según la conclusión del relato, su testimonio se hace evangelización (misión) y convierte en discípulos de Jesús a hombres y mujeres que la escucharon hablar del Mesías y se encuentran con él por lo que pueden decir: “Nosotros mismos lo hemos oído” (4.42).

Curiosa alternancia de esta doble sed. "Dame, dice Jesús; luego: "Pídeme". Y un poco más adelante: " Deseo por deseo, amor por amor. Así es como hay que pedir el agua que nos dará deseos de Dios: "Pídeme el agua viva y yo haré que brote en ti una fuente de amor. Podremos ser uno de esos adoradores que busca el Padre".

 

 " Llega una mujer de Samaria a sacar agua

Llega una mujer.  Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura.  La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y Él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué.  Llega una mujer de Samaria a sacar agua.  Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido.  Y esto ya significa algo:  aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel.  Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros:  reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios.  La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la realidad.  Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura.  Llega, pues, a sacar agua.

Jesús le dice:  «Dame de beber.»  Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.  La samaritana le dice:  «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?»  Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extranjeros:  los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas.  Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos.  Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber:  Jesús le contestó:  «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»

Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua.  Se presenta como quien tiene indigencia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad.  Si conocieras  –dice- el don de Dios.  El don de Dios es el Espíritu Santo.  A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está doctrinando.  ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación?  Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.  ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito:  En ti está la fuente viva?  Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?

De manera que le estaba ofreciendo un majar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió?  La mujer le dice:  «Señor, dame esa agua:  así no tendré más sed, ni tendré que venir a sacarla.»  Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía al trabajo.  Ojalá hubiera podido escuchar:  Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.  Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún lo no entendía.( San Agustín,  Tratados, Tratado sobre el evangelio de San Juan
(Tratado 15, 10-12.  16-17:  CCL 36, 154-156)

En aquel diálogo en el pozo, la samaritana reconoció en Jesús al Mesías. Por eso, apenas lo supo, «dejó su cántaro, fue a la ciudad y le dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será él el Cristo?”» (Jn 4,28-29). A continuación, el evangelio nos cuenta que «muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer» (Jn 4,39).

En ningún momento leemos que Jesús exhortara a la samaritana a anunciar su presencia; no le dio ningún encargo explícito ni ninguna misión especial, como sí haría con otras personas, empezando por los apóstoles. Proclamar lo que había vivido fue simplemente algo que brotó del corazón de aquella mujer. Tenía la necesidad de comunicar a su gente la maravilla que acababa de presenciar, la paz que da saber que Dios la conocía como nadie en este mundo y, por eso mismo, le tendía la mano: «Me ha dicho todo lo que he hecho» (Jn 4,39). El panorama que Jesús le había abierto le impulsó a salir al encuentro de sus conocidos. «El ideal del amor a Dios y a los demás nos lleva a cultivar la amistad con muchas personas: no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles! Así va la “Iglesia en salida” de la que habla con frecuencia el Papa, recordándonos la importancia de la ternura, de la magnanimidad, del contacto personal».

De todos modos, no fue la mujer quien cambió al resto de samaritanos. Lo que ella hizo fue llevar a Jesús a su gente. Y ellos, al conocer al maestro de Galilea, le pidieron que se quedara más tiempo. «Entonces creyeron en él muchos más por su predicación. Y le decían a la mujer: “Ya no creemos por tu palabra; nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es en verdad el Salvador del mundo”» (Jn 4,41-42). Esta es la misión del apóstol: poner a las personas delante de Jesús y pasar él mismo a un discreto segundo plano. 

 

 

Para nuestra vida.

La sed es el signo de que estamos caminando en el desierto. La sed es el signo de que la vida está por delante, más allá de la frontera.

Cuaresma es el tiempo en que el hombre descubre su sed, esa sed profunda de vivir, de amar, de crecer, de ser feliz, de crecer como hombre.

¿De qué tenemos sed nosotros? La Palabra de Dios de este domingo, tercero de Cuaresma, nos invita a plantearnos hasta el fondo esta cuestión. También Jesús tuvo sed y hambre, y los sació con el cumplimiento de la voluntad del Padre. Y comprendió nuestra sed, y se ofreció a sí mismo como fuente de agua viva.

Hoy Jesús va a dialogar con nosotros, va a preguntarnos por el agua que tomamos y si realmente esa agua calma nuestra sed. Nos obligará a mirarnos dentro de nosotros mismos para que no busquemos fuera de la fuente de la vida.

Hoy nos dice, como le dijo a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú me pedirías el agua de la vida.» Con esta invitación tan sugestiva, nos disponemos a participar de la Eucaristía.

En la primera lectura constatamos como pasada la emoción por haber sido liberado de la esclavitud, el pueblo de Israel, torturado por la sed, comienza a murmurar contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos morir de sed, a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17,3). A pesar de haber sido testigos de las maravillas de Dios, su presencia se hace menos evidente y, con el pasar del tiempo, les asaltan dudas: «¿Está el Señor entre nosotros, o no?» (Ex 17,17). Buscan pruebas sensibles que les confirmen en su camino, necesitan fortalecer su fe. El Señor entonces le dice a Moisés que golpee una roca, de la que «saldrá agua para que beba el pueblo» (Ex 17,6).

En la vida de toda persona existen momentos difíciles. Nos gustaría que todo se desarrollara sin imprevistos que alteren nuestros planes, pero la realidad no es así. Como el pueblo de Israel, podemos atravesar situaciones en las que nos sentimos como si Dios se hubiera alejado. Nos hallamos entonces superados por obstáculos externos o invadidos por una tristeza interior. Pero nos puede llenar de consuelo saber que ninguna prueba es mayor que la fuerza del Señor. Por muy fuerte que sea la sed de paz, de tranquilidad o de seguridad, Dios no dejará de velar por cada uno de sus hijos. 

Este salmo se  divide en dos partes, versos 1 y 2, es un himno de alabanza al Señor Dios  Creador del mundo y protector de Israel y  profecía divina sobre la  incredulidad e indocilidad de los israelitas, versos 6 y 9. El salmista  invita a no imitar a la generación perversa del desierto. En la primera parte  se destaca el carácter litúrgico procesional del himno, que ha sido compuesto  para alguna festividad religiosa solemne. En el transcurso de la procesión,  un levita invita a no ser rebeldes como los antepasados, que excitaron la ira de Yahvé en el desierto.

En la versión de los LXX, también  este salmo es adjudicado a David, y así es aceptado por el autor de la  Epístola a los Hebreos: “Por eso,  como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros  corazones como en la querella, el día de la provocación en el desierto”  (Hebreos 3, 7-8). Las nuevas generaciones que volvían del exilio  estaban defraudadas con los modestos comienzos de la restauración, muy  diversos de las idealizaciones proféticas de Is 40-52. El salmista parece  responder a este estado de descontento y depresión nacional.

Himno de Alabanza al Creador

Como es de ley en los himnos, el  poeta invita a sus compatriotas a asociarse a sus alabanzas en honor del que  constituye la salvación del pueblo.  La historia de Israel es la historia de las  manifestaciones protectoras del Señor. El salmista aprovecha la  ocasión de una asamblea solemne para invitar al pueblo a tomar parte en esta  manifestación gozosa de reconocimiento al Señor. En primer lugar, es digno de toda alabanza por ser el Creador:  “¡Venid, cantemos con júbilo al Señor…. Entremos,  inclinémonos para adorarlo! ¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó!  Porque Él es nuestro Dios”.  Todo es obra de sus  manos. El ser humano no puede explorar las profundidades de la  tierra ni las del mar, sólo el supremo  Hacedor puede llegar hasta sus escondites.

Invitación a la docilidad espiritual

El poeta, dramatizando el canto  procesional, invita a oír la voz de Dios y a mostrarse más dóciles que la  generación del desierto. “Ojala hoy escucheis la voz del Señor: “No endurezcáis  el corazón como en Meribá, como en el día de Masá, en el desierto”. Una  voz profética quiere prevenirlos contra la exigencia de tentar a Dios pidiendo manifestaciones  asombrosas, como hicieron los antepasados en las estepas sinaíticas. Estos, a  pesar de haber sido testigos de los prodigios al salir de Egipto,  exigieron  un milagro en Meribá y en Masa.  Ambos nombres son simbólicos; el primero significa  “querella,” porque en Refidim se “querelló” Israel al  Señor porque no les daba agua. Y allí hizo un milagro, proporcionándoles agua  de la roca: “y  acamparon en Refidim, donde el pueblo no encontró agua para beber. El pueblo  entonces se querelló contra Moisés, diciendo: Danos agua para beber.”  (Éxodo 17, 1-2). El mismo milagro volvió a repetirse en la  zona de Cades. Masa significa  “tentación,” porque los israelitas “tentaron” al  Señor reclamando un milagro: me probaron a pesar de haber visto mis obras de salvación  de la esclavitud faraónica. Esta actitud de desconfianza y rebeldía  persistió durante los cuarenta  añosde estancia  en el desierto. El resultado fue que Dios se disgustó de esta generación y  decidió que no entrara en la tierra de  Canaán: el reposo.

Por su corazón extraviado no supieron captar el valor de los caminos y preceptos de su Dios. Fueron por ello  excluidos de la tierra de promisión, el reposo conferido por Dios a los hijos de  Israel. El salmista recuerda esta trágica historia para que sus  contemporáneos se guardaran de tentar a  Dios como la generación del desierto, para no ser reprobados como estos  desdichados antepasados. La invitación es puesta en boca de Dios para  impresionar más en la concurrencia.

Invitación a oír a  Dios

“Ojala hoy escuchéis la voz del Señor”. «Este  es mi Hijo, el elegido, escúchanlo», nos pide el Señor Dios,  “Desde una nube se oyó entonces una voz que decía: «Éste es mi  Hijo, el Elegido, escúchadlo». (Lc 9, 28-36). Esta es nuestra gran  instrucción de Dios, «escucharlo», eso nos debe caracterizar para  ser un servidor de verdad, oír siempre a Jesús, esta actitud receptiva es  para la palabra y la total aceptación de Cristo, es una invitación a  descubrir lo divino de sus enseñanzas y toda su obra,  Ojala hoy escuchen la voz del  Señor.

 

La Segunda Lectura es un precioso testimonio paulino sobre el inaudito anuncio de la redención: Dios nos ha justificado no por nuestros méritos, sino porque su Hijo ha muerto generosamente por nosotros, siendo aún pecadores.

En los tres últimos domingos de Cuaresma del ciclo A se leen los evangelios de las tres grandes catequesis con que la Iglesia antigua formaba a sus catecúmenos: la samaritana (Jn 4), el ciego (Jn 9) y Lázaro (Jn 12). Agua, luz y vida son ciertamente los dones del bautismo.

En el evangelio de hoy se nos presenta el encuentro de Jesús y la samaritana.

Jesús quiere estar a solas con ella, quiere declararle su amor profundo en intimidad.

Jesús le dice "Dame de beber". Ella no entiende que El tiene sed, no de agua natural, sino de ella. Jesús desea su amor.

El Creador de todas las aguas tiene sed por un agua que El no puede obtener si ella no se la da libremente: su amor. Ella queda libre para darle amor.

Jesús es un amante que se declara, pero no se impone. 

Ella pone objeciones: El es judío, ella samaritana. Estos no se tratan.

Pero Jesús está dispuesto a vencer las barreras, no se da por vencido. Sabe que no puede forzar pero que si puede seguir ofreciéndose para vencer las dificultades que los separan.

Jesús le ofrece su agua viva. Se trata de un amor incomparable.

«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva

Si nosotros conociéramos el amor de Jesús moriríamos de alegría. Nunca cometiéramos pecado porque pecar apartarse del verdadero amor, es buscar amor donde no hay.

Los amantes se juran amor eterno, pero ninguno sino Jesús puede darlo en verdad. El amor de Jesús salta hasta la vida eterna. Solo con la gracia de Jesús podemos amar para siempre

Nuestra oración debería ser como el encuentro de Jesús y la samaritana: darle nuestro amor y desear el suyo. La oración es una cita con nuestro enamorado: Jesús.

Pero le tenemos miedo a Jesús porque guardamos en secreto algo bochornoso: nuestro pecado. Por eso nos escondemos como Adán y Eva. 

Jesús conoce nuestro pecado. El no buscó a la samaritana porque era pura y santa, sino porque la ama a pesar de sus grandes pecados. Igual con cada uno de nosotros.

Después de revelar su amor, llega el momento en que Jesús nos habla de nuestros pecados: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.» «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»

Jesús desea reparar lo que está roto. Pero debemos confiar en su tratamiento aunque nos cueste.

Jesús enseña un nuevo comportamiento. No podemos seguir envenenando nuestro corazón. 

Jesús no la condena, no la expone ante otros, sino que en privado le enseña aquello que le impide ser una mujer feliz: su pecado.

La mujer entonces hace una pregunta doctrinal. Quería saber como se debe dar culto a Dios.

Los samaritanos habían mezclado su religión con creencias paganas y se habían confundido el culto al único Dios.

Jesús le dice: "Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos".

Jesús enseña que la doctrina es importante. No es igual un culto que otro como pretenden muchos al caer en el relativismo.

"porque la salvación viene de los judíos".

La doctrina es revelación del Dios que salva. Esta llega a su plenitud en Jesús, el Salvador.

Jesús, por amor, revela a la mujer el camino de salvación que incluye el conocimiento de la moral y la doctrina.

En adelante el culto ha de ser en espíritu y verdad.

Los discípulos no entienden.  Jesús les enseña que su alimento es hacer la voluntad del Padre.

Jesús pasa hambre como todo ser humano. Pero por encima de todo tiene hambre de salvar almas. Así es el amor.  

Jesús ve los campos dorados, listos para la ciega. Hay multitudes que necesitan salvación. Sin embargo Jesús mira a cada persona y tiene sed por cado uno de nosotros en particular.

El demonio a veces nos tienta a pensar que Jesús ama a todos pero como una masa y no personalmente.  Debemos entonces recordar que somos la samaritana en el pozo.

La mujer olvida el cántaro al irse presurosa a su pueblo. Así el evangelista demuestra la profunda impresión que hizo Jesús en la mujer, pues una mujer en aquel tiempo difícilmente se olvida del cántaro.  Es demasiado valioso y útil. 

Tampoco una mujer anuncia a los cuatro vientos sus pecados como hizo la samaritana: "Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?".  Está claro que el encuentro con Jesús ha causado un impacto profundamente transformador en su vida. Ante eso, aun lo mas importante queda pequeño. Ha perdido el usual miedo al que dirá la gente. La experiencia de Jesús se antepone a toda otra preocupación humana.

Ella se convierte en gran evangelizadora. Todos puede ver que es una mujer nueva y quieren ver quien causó ese impacto tan grande.

En nuestro ambiente, ¿saben la gente de nuestro encuentro con Jesús?

Si de verdad lo conocemos, no lo podremos jamás esconder.

La gente del pueblo van a Jesús y ellos mismos llegan a conocerlo.  Este debe ser el deseo de todo cristiano, que nadie se quede solo con lo que le hemos dicho de Jesús sino que vayan a El y le conozcan.

Nos hacemos unas preguntas:

¿Cómo comienza el texto? ¿En qué lugar se sitúa?

¿Qué hace Jesús y con quién dialoga?

¿Quién comienza a dialogar? ¿Qué le responde la mujer? ¿Por qué Jesús no debía hablarle?

¿Cuál fue la respuesta central de Jesús?

¿Qué es lo que la samaritana le pide al Señor?

Jesús le dice que llama a alguien ¿A quién? ¿qué le respondió?

¿Cómo reaccionó la mujer ante la respuesta del Señor?

¿Cuál fue la pregunta que desvió la conversación? ¿Qué contestó Jesús?

¿Qué hizo luego la mujer, a quién fue a buscar?

¿Qué le pedían los discípulos al Señor? ¿Qué contestó Jesús?

¿Quiénes llegaron finalmente y qué reconocieron en Jesús?

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 

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