El Cuarto Domingo de Adviento es siempre el preámbulo necesario para mejor entender litúrgicamente el Nacimiento del Señor. Nos lo dice el Salmo. "Va a entrar el Señor: Él es el Rey de la Gloria". El Señor va a llegar y nosotros debemos tener al corazón abierto a su llegada y el espíritu limpio para mejor recibirle. Y de algo tan grande hemos de ser muy cuidadosos en la atención a lo que contiene esta Misa. Isaías, una vez más va a aproximar su acción profética, afirmando que la gran señal de Dios --la que no quiere pedir Acaz-- será precisamente "que la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel". El Nacimiento de Belén estaba anunciado por los profetas y conviene que lo tengamos en cuenta. El Antiguo Testamento es una preparación para los tiempos plenos del Nuevo y nexo de unión entre las Alianzas entre Dios y los hombres
A
partir de la lectura de Isaías y del evangelio de Mateo podríamos decir que hoy
es el domingo, el día que celebra al Señor como el
"Dios-con-nosotros". La presencia salvadora de Jesús (el que salva),
el enviado de Dios, es lo que más se ha de subrayar en el inmediato ciclo de
Navidad. El niño que ha de nacer es Dios presente, Dios cercano, que se hace
uno de nosotros, como un hombre cualquiera (nos dirá Pablo). Pero él está con
nosotros como el que salva, el que lleva a término el designio salvador del
Padre.
Son
años difíciles para el pueblo de Dios (735), su independencia política está
amenazada desde dentro y desde fuera. Interiormente se la veía como castigo de
tantas infidelidades a Dios.
El
pueblo de Judá está amenazado, por una parte, por Asiria, y, por otra, los
pueblos vecinos, Siria, edomitas y filisteos. La disyuntiva era clara; aliarse
con Asiria, o con sus vecinos. Y Acaz, el rey de Judá, había escogido al más
poderoso, Asiria, como amigo. Isaías se presenta y aconseja al Rey el tercero y
único camino salvador para Judá, una postura no de alianzas políticas ni
diplomáticas, sino de fe. Precisamente de lo que carecía el rey Acaz y sus
asesores; que tenga fe, que sea providencialista, que confíe única y
exclusivamente en el Dios de la Alianza y las Promesas.
No
podía Acaz prescindir de Dios en sus decisiones y convertirse en un rey como
los demás reyes de la tierra. Si obraba así era como una usurpación divina.
Isaías, consciente de la infidelidad del rey y de no haber sido escuchado, se
presenta ante la corte demostrando cómo Dios puede hacer lo que desea y cómo
deben fiarse de él, que le pidan un "signo" a cualquier nivel, en lo
hondo del abismo o en lo alto del cielo.
El
rey Acaz y el profeta Isaías se hallan frente a frente. Acaz solicita la ayuda
a Siria para vencer a sus vecinos enemigos: bajo una falsa religiosidad oculta
una absoluta falta de fe en la intervención divina.
" Y dijo Isaías a Acaz: Pide
a Yahvé, tu Dios, una señal en las profundidades del Seol o arriba en lo alto" (Is 7,
10).
El rey Acaz desconfía de Yahvé, no cree en la palabra que le promete protección
y ayuda. Y se vuelve aterrado hacia sus enemigos, los reyes de Asiria y de
Israel, que se han aliado contra él. No se acuerda de recurrir a Dios y se echa
a temblar "como tiemblan los árboles del bosque a impulso del viento".
Isaías
le ofrece un signo: el nacimiento de un niño, encarnación de la benevolencia de
Dios, de su presencia salvadora -Enmanuel- Dios con nosotros.
El
niño pudo ser históricamente el mismo hijo del rey, próximo a nacer. Pero en el
contexto profético designa ya al Mesías. Y con él -como parte integrante del
mismo signo- se asocia la madre.
El
niño es puro don de Dios, fruto de la fe. aquella maternidad se entenderá
pronto dentro de las maternidades prodigiosas del AT.
El
escéptico Acaz debió sonreir ante una respuesta divina para solucionar los
problemas humanos. El profeta, indignado, se torna amenazador. "Si no
tenéis fe, no subsistiréis". Israel era un pueblo teocrático. El rey era
simplemente el representante de Dios. Debía actuar siempre en depedencia de él,
debía creer.
Acaz
no está dispuesto a cambiar su política de pacto con Asiria y lleno de
hipocresía rechaza el signo. Isaías no aguanta más. Y reprochando su conducta
hace este maravilloso anuncio de que la fidelidad y garantía de Dios estará siempre
con el pueblo que se fía de él.
"El Señor mismo os dará la señal: He aquí que la Virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel" (Is 7, 14). La gran señal del amor y del poder divinos; el gran prodigio de todos los tiempos. Una doncella, una muchacha virgen, concibe en sus entrañas sin intervención de varón al Verbo de Dios, a Dios mismo que baja a la tierra para ser hombre, un niño pequeño y frágil que nace en el silencio de la media noche. Y el nombre del Niño será Emmanuel, Dios-con-nosotros. El nombre para un semita indica lo que se es. Por eso Jesús es Dios-con-nosotros. Dios que viene a la tierra para llenarla de amor y de esperanza, de alegría y de paz. Dios que viene a sacarnos de nuestra miseria, de nuestro triste egoísmo.
El responsorial es el salmo 23 (Sal 23,1-2,3-4ab.5-6 ) Para poder descubrir con claridad el hilo
conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres
presupuestos fundamentales.
*El
primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor.
*El
segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos
comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras.
*El
tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la
historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una
relación de profunda comunión.
De
las tres partes del salmo 23,el texto de hoy nos presenta dos. La primera es
una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus
habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos
y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como
una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de
las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas,
condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida
sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la
conserva en el ser y en la vida.
La
segunda parte (vv. 3-6), nos situa ante el templo de Jerusalén. La procesión de
los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de
ingreso: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar
en el recinto sacro?". Los sacerdotes
responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión
con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y
exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y
existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un
acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
Son
tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener
"manos inocentes y corazón puro". "Manos" y
"corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del
hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda
exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a
la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos
son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer
mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se
presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo:
"No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una
civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser
instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales
inspiradas en la justicia y la rectitud.
Siguiendo
la costumbre, Pablo comienza su carta consignando la dirección en una
dedicatoria a los destinatarios: "Pablo, siervo de Jesucristo..., a todos
los de Roma a quienes Dios ama" (1a y 7a). Y siguiendo también la
costumbre, continúa manifestando sus buenos deseos en primera persona: "Os
deseo la gracia y la paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor
Jesucristo" (v. 7b). Pero estas formalidades adquieren aquí, y
frecuentemente en las epístolas paulinas en general, una profundidad insólita,
y reciben un contenido en el que se anticipa ya en buena parte lo que después
expondrá exhaustivamente y en detalle en el cuerpo de la carta.
En
primer lugar, Pablo determina su situación respecto a Jesucristo y respecto a
sus lectores. En relación a Jesucristo Pablo se considera "siervo",
porque ha sido redimido con la sangre del Señor y ahora le pertenece por
entero; en relación a los romanos y a los hombres en general Pablo se considera
"apóstol", porque ha sido escogido y enviado a predicar el Evangelio de
Dios. El servicio de Pablo, siervo de Jesucristo, no es otro que el de
proclamar como apóstol el Evangelio a los hombres. Este evangelio es "de
Dios", porque Dios de procede para todos los hombres.
En
segundo lugar, Pablo afirma que el Evangelio de Dios no es otro que el que ya
anunciaron los profetas como Promesa; pero ahora es Buena Noticia, pues las
promesas se han cumplido en Jesucristo.
Una
vez aclarada la situación de cada uno, de Pablo y de los romanos, y definido
formalmente el Evangelio, Pablo ofrece una concentración del contenido
evangélico: Jesús, hijo de David (título mesiánico proclamado por los
profetas), es también el Hijo de Dios (por lo tanto, este hombre, Jesús, es
igualmente Dios) y el Señor, el cual, habiendo resucitado de entre los muertos
por la fuerza del Espíritu Santo, ha recibido ya el poder y la gloria que le
corresponden.
Por
mediación de este Señor Jesucristo le ha sido dada a Pablo la misión y la
gracia de anunciar el Evangelio a todos los gentiles. Por el mismo Señor
Jesucristo, los romanos han sido también llamados a responder con fe al
Evangelio. De manera que tanto la predicación del apóstol como la fe de los
creyentes ha de ser para mayor gloria del nombre de Jesucristo.
La
vocación a la fe es una muestra del amor que Dios tiene a los hombres, en este
caso concreto a los fieles de Roma. Es, además, una llamada de Dios a formar
parte de su pueblo santo extendido por toda la tierra y que es la Iglesia. La
fe es un encuentro con Dios en Jesucristo, pero también un encuentro con los
hermanos. La fe se mantiene con la gracia de Dios, y la misma fe es la que
construye en la comunidad cristiana aquella paz que sólo Dios puede dar. Pablo
pide para los romanos la gracia y la paz que viene de Dios.
El evangelio de san Mateo ( Mt 1,18-24 ) nos
sitúa frente a tres elementos de primera importancia para la historia de la
salvación: La Encarnación del Verbo en la estirpe de David, la intervención del
Espíritu y el papel del que va a nacer y cuyo nombre, "Jesús",
significa "El Señor salva", ya que salvará al mundo de sus pecados.
Todo esto es anunciado por el ángel y la respuesta a este anuncio es un acto de
fe.
En
efecto, José tenía un cierto nivel de escrúpulos ante el misterioso embarazo de
su esposa, María. Pero iba a recibir de Dios, mediante el mensaje del ángel, un
encargo muy importante dentro de la sociedad judía: el de poner nombre al Niño.
Podría decirse -sin comparaciones de tipo físico- que si dar a luz era muy
importante, lo era en igual medida el hecho de imponer el nombre al recién
nacido. Y la comunicación angélica hecha a José da cumplimiento a la profecía
de Isaías.
"La Madre de Jesús estaba desposada con
José..." (Mt 1, 18).Este pasaje ha sido llamado la
anunciación de san José. Como a la Virgen, también un ángel llega hasta él de
parte de Dios, para anunciarle el nacimiento milagroso del Hijo del Altísimo,
que será el Emmanuel, Dios-con-nosotros.
"Muerto
Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo:
Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de
Israel…" José re retiró a la región de Galilea y fue a
vivir en una ciudad llamada Nazaret. Como podemos deducir de este texto, del
capítulo segundo del evangelio según san Mateo, el Adviento de José no sólo
consistió en esperar y preparar el nacimiento del Niño, sino en defenderle de
la muerte, después de la llegada de los Reyes Magos. José fue, en efecto, un
fiel custodio de la madre y un defensor prudente e intrépido de la vida del
Niño. Por eso fue a Egipto, en un viaje que tuvo que ser largo y accidentado, y
volvió a Galilea después de la muerte de Herodes.
"José, hijo de David, no tengas repara en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo". Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el Señor y se llevó a casa a su mujer. Y ¡con qué alegría esperaría el Justo José, desde ese momento, el nacimiento de este hijo, que venía del Espíritu Santo!.
Para nuestra vida
En
el Adviento, tiempo de esperanza confiada en el Señor nos viene bien contemplar las figuras bíblicas que nos propone la Palabra de Dios,
asi como las expresiones de esperanza ilusionada que nos presentan.
En
la primera lectura encontramos a Isaías que
se presenta ante el rey Acaz y le echa en cara su cobardía, le exhorta a
que recurra a Dios, a que confíe en su divino poder. Acaz vacila, no tiene fe,
no cree que Dios pueda sacarlo del apuro en el que está metido. Pide una señal,
le dice el profeta, pide un prodigio y Dios lo realizará. Para que no dudes,
para que no tiembles, para que creas... También nosotros adoptamos a veces esa
postura absurda para un creyente. Temblar, temer, angustiarse, preocuparse
hasta perder la paz. Todo eso es inconcebible en quien cree y espera en Dios,
en quien le ama y le adora como Señor Todopoderoso, infinitamente bueno.
En el responsorial de hoy, la
respuesta elegida expresa la dignidad divina del que va a nacer: "Va a
entrar el Señor: El es el rey de la gloria. Del Señor es la tierra y cuanto la
llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la
afianzó sobre los ríos". Y el salmo 23 continúa cantando las condiciones
requeridas en aquellos que quieran acercarse a ese rey. "El hombre de
manos inocentes y puro corazón".
La
Liturgia percibe en este salmo un anuncio profético del misterio de la
Encarnación y se sirve de sus estrofas para celebrar el ingreso de Cristo
en este mundo. [1]
Para nuestra reflexión en este tiempo de conversión que es el
Adviento nos sirven las preguntas y respuestas siguientes (VV 3-5).
¿Quién puede subir al monte1
del Señor?
¿Quién puede estar en el
recinto sacro? (v. 3).
La respuesta de los levitas
porteros vuelve sobre el tema ya desarrollado en el salmo 15. Las
condiciones de admisión no se refieren tanto a una purificación ritual, como
al comportamiento con el prójimo. Un examen que se refiere al
pasado:
El hombre de manos
inocentes, y puro corazón,
que no confía en los
ídolos
ni jura contra el prójimo en
falso (v. 4).
Cuatro condiciones. «Manos
inocentes», es decir, usadas para hacer bien al prójimo y no mal. Manos.
libres, que no están atadas por compromisos, por «regalos» de calidad.
«Corazón puro»: ocupado totalmente por un único Señor y por un único
amor. Después la voluntad de dirigirse hacia el Señor, de observar su ley
y de no dirigirse hacia tantos ídolos como existen.
Finalmente el respeto al nombre
del Señor, que no puede tomarse jamás para jurar contra el hermano y
hacerle daño. Con el nombre de Dios sólo se puede bendecir y no maldecir.
Decir la verdad y no engañar. Ayudar y no dañar. Servir y no dominar.
Nadie puede ver el rostro de Dios y vivir. Sin embargo se puede estar en su
presencia con tal de tener relaciones fraternas con el prójimo. «Ese
recibirá la bendición del Señor» (v. 5).
La potencia de Dios que ha sido
cantada en la primera parte como dominio cósmico, es trasferida al plano
personal del amor. Dios domina cuando un hombre rompe en pedazos la
costra de su egoísmo, de su comodidad, de sus intereses, para salir fuera de sí
mismo, para abrir su corazón a todos sus hermanos.
Las puertas exteriores del
templo se abren solamente para los «fieles» que han sabido abrir las de
su corazón.
San Pablo anuncia a los Romanos que él
ha sido elegido Apóstol para anunciar la Buena Noticia. Esta Buena
Noticia concierne al Hijo de Dios: según lo humano, ha nacido de la estirpe de
David; según el Espíritu Santo, constituido Hijo de Dios, con pleno poder por
su resurrección de la muerte: Jesucristo nuestro Señor". San Pablo subraya
así la estrecha unión entre la Encarnación y la Pascua, unión que justifica la
posibilidad de actualización del misterio del Nacimiento de Cristo en la
celebración de la liturgia.
Pablo se presenta como
"siervo" de Jesucristo, en la línea de los "siervos" de
Dios que hallamos en el Antiguo Testamento. Se presenta como
"apóstol", poniéndose así al mismo nivel de los demás apóstoles,
figuras capitales de la Iglesia. Es apóstol porque ha sido "llamado"
a serlo: lo es por gracia. Y su misión es "anunciar el Evangelio (la Buena
Nueva)".
Después concreta cuál es esta
buena noticia que él anuncia de parte de Dios: es Jesucristo. Pablo presenta a
Jesucristo como hombre ("de la estirpe de David") y como Hijo de
Dios, y afirma que es a partir de la resurrección que Jesucristo ejerce por
toda la tierra su poder como Hijo de Dios.
Así como Pablo ha sido
"llamado", también lo han sido los cristianos. Dos veces repite que
los cristianos de Roma han sido "llamados". Su fe es fruto del amor
de Dios, lo que comporta una respuesta agradecida y amorosa.
A esa misma misión estamos
llamados nosotros en el aquí y ahora de nuestra historia.
En el evangelio encontramos a san
José, desposado ya con María, quien esperaba casarse ya con ella y tener
descendencia, cuando descubre que su esposa y prometida, María, estaba
embarazada, antes de convivir con él. Según la Ley judía podía denunciarla como
adúltera y las consecuencias para María serían crueles y nefastas. ¿Qué hacer?
Él era justo y, por tanto, debía actuar según su conciencia de observante y
piadoso israelita. Pero él estaba seguro de que su esposa era inocente y a una
persona inocente, a la que, además, amaba ardientemente, no se la podía
denunciar. Lo que hizo san José nos lo cuenta el evangelista: “como era justo y
no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto”. Es decir, que san José
se fio más de su conciencia, que de la ley, y lo dejó todo en manos de Dios. La
justicia legal le decía que podía denunciar a su esposa, pero su sentido moral
de la justicia le impedía hacerlo. Y san José se fio de Dios. Dios proveerá, se
dijo a sí mismo. Y, como no podía ser de otra manera, Dios proveyó.
Con
el mensaje recibido por boca del ángel, se disiparon los temores de SAn José,
que conoció entonces el acontecimiento grandioso de la Encarnación y que
aceptó, con una aceptación parecida a la que formuló la Virgen con su
"fiat". Desde ese momento san José pasa a ser una figura de primera
magnitud en la Historia de la salvación.
A
pesar de que aparece pocas veces en los relatos evangélicos, la misión de San
José es de gran importancia. Desde muy antiguo, el pueblo de Dios ha mirado con
particular veneración y cariño a San José, humilde carpintero de Nazaret. En él
han encontrado los hombres lecciones fundamentales para la perfección, un
ejemplo sencillo que invita a volar hacia las más altas cimas de la vida
interior.
Demos,
pues, gracias a Dios por la vida de san José, porque Dios se valió de él para
que su hijo, Jesús, naciera y viviera entre nosotros, siendo, en esta vida,
nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida.
En
San José encontramos:
¨*
trato íntimo y familiar con el Señor. Quizá por esto ha sido considerado san
José como maestro de oración. Él por propia experiencia, nos puede enseñar, si
acudimos a su protección, a tratar de cerca a Jesucristo, a quererle con
ternura y profundidad, a servirle en silencio y con generosidad.
*
Servir en silencio, pasar desapercibido, vivir siempre en actitud de sincera
humildad.
*
la reciedumbre, él supo crecer ante las dificultades y contratiempos que fueron
surgiendo en su vida. Ni una palabra de queja se escapa de sus labios. Acepta y
hace en cada momento lo que tenía que hacer.
Es
grato pensar todo esto de san José, en este tiempo del Adviento.
Unámonos
a la alegría de José y esperemos ilusionados nuestra Navidad cristiana.
Esperemos la Navidad preparando nuestro corazón para que pueda nacer y quedarse
a vivir en él el Niño de Belén. Nuestro corazón humano está lleno de raíces
egoístas y de afanes materialistas; arranquemos de raíz todo aquello que se opone,
en nuestro corazón, a una estancia espiritual de Jesús en nuestra vida.
En Navidad celebramos el acercarse
Dios a nosotros en carne mortal.
Cuando
Dios se acerca a una persona, la desconcierta. Entrar en el Misterio es dejar
de tener en nuestras manos las riendas de nuestra pequeña vida y de nuestro
mundo familiar y social; es aceptar que "el Otro" nos envuelva y nos
guíe.
Dios
se nos manifiesta siempre por caminos inauditos. Es indomesticable: Mis planes
no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es
más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes
que vuestros planes.(Is 55,8-9)
Dejar
entrar a Dios en nuestras vidas significa exponernos a constantes sobresaltos,
a tener que renunciar a nuestras seguridades y abrirnos a la esperanza, a dejar
nuestras míseras pero palpables riquezas, a dejarnos a merced del Padre, a
prescindir de nuestra voluntad personal y de nuestras propias ideas y planes de
futuro. Curiosamente, la religión se ha vivido -y se vive en gran parte- como
un seguro que nos permite dominar lo imprevisto.
Tendría
que ser lo contrario: Dios es aquel que rompe nuestros planes y nuestras
defensas. José había hecho sus planes, como cualquier joven. Había elegido
esposa, y ve con evidencia que sus planes de matrimonio han sido desbaratados.
Se imaginaba seguir caminos de justicia y amor; sin ambiciones mundanas -por
ser hombre justo-, trabaja y ama, desea formar una familia en el temor de Dios
y en la práctica de la ley..., y de pronto...
¿Hemos preparado bien el camino
de nuestras familias para que el Señor entre en ellas?
¿Hemos dispuesto el corazón y las entrañas de
nuestras personas para que Dios hable?
¿Buscamos a Dios como fuente de toda esperanza
y razón suprema de la próxima Navidad?
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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