sábado, 30 de julio de 2022

Comentario a las lecturas del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario 31 de julio de 2022

 Comentario a las lecturas del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario 31 de julio de 2022

El mensaje bíblico de hoy es una invitación a relativizar en nuestro corazón valores como el dinero -que es el que hoy directamente se nombra-, pero también otros como el poder, el éxito, el prestigio, el placer, la buena vida. La tentación de la avaricia, de la ambición exagerada, de la idolatría de la riqueza, van directamente contra el primer mandamiento: "no tendrás otro Dios más que a mí".

La primera lectura  es del  libro del Eclesiastés  (Ecl 1,2; 2,21-23). Eclesiastés o Cohelet que es el término con que los judíos designaron al libro sapiencial que sigue en la Biblia a Proverbios. Es el apelativo que el mismo texto sagrado da al autor de las sentencias que en él se contienen. Los LXX lo tradujeron por Εκκλησιαστής, vocablo en que se inspiró San Jerónimo para darnos el título con que ordinariamente lo designamos los cristianos.

Vanidad de vanidades y todo vanidad es el pensamiento con que el Eclesiastés abre su libro, el que irá aplicando a lo largo del libro a aquellas cosas que prometen al hombre la felicidad, y con el que pondrá punto final a su obra. "Si los poderosos, los que gozan de autoridad, comprendieran la verdad que esta sentencia del sabio encierra, lo escribirían en todas las paredes y en sus mismos vestidos; en las portadas de sus casas la harían grabar. Porque son muchas las meras apariencias, las imágenes falsas que engañan a los incautos, es preciso recordar cada día este verso saludable, y en los banquetes y en las reuniones susurrarlo cada uno a su prójimo y escucharlo con gusto de él, porque realmente vanidad de vanidades y todo vanidad." (San Juan Crisóstomo.  Paraenetica ad Eutropium).

Qohelet es un autor inconformista que perteneciendo a la escuela de la sabiduría la somete a crisis tras serena reflexión.

La evaluación de toda su reflexión la expone al comienzo y final de su obra: "¡vanidad de vanidades... todo es vanidad!" (1,2;12,8). Esta conocidísima expresión, "vaciedad de vaciedades", que ha pasado a todas las literaturas, tiene un valor de superlativo (como "Cantar de los Cantares"). Podríamos traducir por el "total sin-sentido". Esta palabra se emplea 37 veces en el libro del Eclesiastés y el tema central del libro se encuentra expresado en ella: una reflexión sobre lo limitado de la vida, hasta llegar al desengaño. De una fuerza destructora impresionante, y de un realismo que nadie puede contestar, esta reflexión sobre la inutilidad de nuestras utilidades llegará hasta el final del libro.

Este es el mensaje que predica a la asamblea: duración de la vida, sabiduría, trabajo..., todo es decepción y desilusión. Pero Qohelet no es un nihilista, ya que Dios dirige el sentido de la historia; todo es don divino, hasta el comer, beber y disfrutar de su trabajo (2,24), pero el hombre no sabe captar este sentido profundo de la historia.

"¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?" (1,3;2,22).

El v 2 enuncia lo que constituye el tema central del libro: «¡Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades. Todo es vanidad!». La forma repetida «vanidad de vanidades» es el superlativo hebreo con valor extensivo e intensivo. Todo el libro está vertebrado por esta fórmula.

Desde el principio se invita al lector a participar activamente en las inquietudes de esta vida con la pregunta retórica, que espera una respuesta negativa: «¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?» (v 3).

En 2, 21-23 Qohelet nos recuerda que existen hombres para quienes su única ilusión es trabajar: de día sufren y penan, y por la noche su mente no descansa. ¡No tienen tiempo para disfrutar! Y la gran ironía de la vida es que su trabajo no les reporta ningún provecho, otros lo disfrutan. Trabajar para otros, sin disfrutar, es una de las clásicas maldiciones de la ley y los profetas

"¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol?".  Nuevas consideraciones convencen a Cohelet de la vanidad de las riquezas.      En primer lugar, quien trabajó, tal vez con sudores, cuando llega la hora de la muerte, tiene que dejar el fruto de sus trabajos a sus herederos, sin que pueda llevarse más allá del sepulcro nada de cuanto con sus afanes logró acumular.

Es el pensamiento que frecuentemente tortura a quienes consumieron su vida en el afán de conseguir bienes terrenos. Pero hay además incertidumbres que aumentan esa desilusión: ¿irán a parar sus riquezas a manos de un sabio, que hará con ellas honor a sus antepasados, o a las de un necio, que disipará en poco tiempo la herencia que sus padres le legaron? Esto último acaeció a Salomón con su hijo Roboam, a quien el Targum aplica estos versos.

"Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo". No solo la codicia le obsesiona, igualmente le desilusiona el pensamiento de que riquezas conseguidas con su inteligencia y destreza sean heredadas tal vez por quienes no pusieron en su consecución ni el más mínimo esfuerzo.

 

El responsorial es el salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17)  Es uno de los llamados salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades: algunos salmos que hablan sobre el rey de Israel y otros que muestran la realeza divina. La tradición de ambos grupos de salmos es davídica en el sentido de que se apoya tanto en la elección divina del Rey David como en la promesa que Yahveh le hizo sobre la perpetuidad de su dinastía. Inicialmente usados para la consagración de reyes o para ceremonias reales, con la caída de la monarquía son reutilizados en sentido mesiánico. Los más representativos son el Salmo 2, el 45, el 89 y el 110 (para los directamente relacionados con la dinastía davídica).

En este salmo, un himno al Señor rey del universo (vs. 1-18) y una evocación de las promesas hechas a David y a su descendencia (vs. 19-37) sirven de base para una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo fue compuesto probablemente hacia fines de la época de los reyes, cuando el creciente poderío de Babilonia se había convertido en una grave amenaza para el reino de Judá.

El hombre de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni intenta ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la relatividad de las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la condición efímera de la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta agobiado, por no decir abrumado, por el peso de la contingencia.

"Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación".

El salmista se presenta en el escenario, y de entrada, comienza por levantar la cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de los horizontes y los siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una cierta estabilidad en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En efecto, necesitábamos una roca porque las generaciones subían y bajaban como las olas, y la vida era un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.

Y, por encima de las estaciones y vaivenes, el Señor estuvo con nosotros, como una constelación sosegada sobre las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo de nuestros pensamientos como testigo, en el fondo de nuestros sueños como confidente; y, desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados, apenas conseguimos rescatarlo a El como un ser familiar con el típico encanto de un antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las alegrías. Nuestro refugio de generación en generación.

En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido.

"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna... "(Sal 89,4)

"Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato " (v.12).

El Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12).

Sabiduría de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la medida de mis años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular nuestros años» para, de esta manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la fuente y el camino de la sabiduría.

Corazón sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre todo su entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar, cuando corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de hacer una correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la apariencia y la realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que todo lo humano es caduco.

"Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)

Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.

Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».

Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).

Las cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.

Dios hace estos prodigios, no el Dios de la venganza, que ya «murió» sobre el monte de las bienaventuranzas, sino el Dios de las Misericordias, el verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.

Después de beber este «vino», los días y los años que se abren ante nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15). Y el salmo acaba con una estrofa en que una esperanza invencible llena por completo y guarda nuestro futuro.:

" Baje a nosotros la bondad del Señor  y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prosperas las obras de nuestras manos" (vv. 16-17).

 

En la segunda lectura  continuamos con la carta a los colosenses (Col 3,1-5.9-11). San Pablo nos invita a buscar las realidades de arriba. El texto, de hondas resonancias pascuales, contrapone, los bienes de arriba y los bienes de abajo, de acuerdo con la simbología que contrapone con esquemas geográficos o espaciales los valores trascendentes e imperecederos con los intrascendentes y perecederos.

En este texto San Pablo presenta dos temas preferidos: la unión con Cristo y el ser prolongación de Cristo. Pablo insiste siempre en que nosotros debemos completar lo que Cristo hizo ya por nosotros. Este texto contiene todo el campo conceptual y teológico de la complementariedad. Para Pablo hay dos tipos de complementariedad tomados del AT y que no son intercambiables. El primero se expresa con la fórmula paulina "por nosotros, por todos". Quedan eliminadas todas las diferencias de clases. Esta fórmula tiene su origen en los poemas del Siervo de Yahvé.

El segundo tipo se expresa con la fórmula "con él". La lectura de hoy trata preferente de este tipo. Nuestra participación en la obra de la salvación es distinta de la de Cristo. No podemos decir que lo que él es para nosotros, seamos nosotros para él.

Pero se trata de llevar a plenitud la obra salvífica y en ella tenemos asignada nuestra parte. Esto presupone que toda la existencia humana entra en comunión con Cristo. Los cristianos quedan insertos en el destino de Cristo.

La actitud equilibrada del cristiano de hoy y de siempre, le viene dictada por la realidad que ha surgido en él con su bautismo. Resucitado con Cristo, debe buscar las realidades de arriba Ahí reside el sentido de su vida.

El cristiano es un hombre nuevo, rehecho sin cesar por el Creador a su imagen para irle conduciendo al verdadero conocimiento.

Si hay que hacer desaparecer lo vicios que S. Pablo enumera, entre los que subraya el deseo de placer y el culto a los ídolos, es por lograr el conocimiento verdadero que conduce a la gloria. Buscar las realidades de arriba no es únicamente un consejo moralizante de S. Pablo, sino una consecuencia de toda una ontología nueva: pertenecemos al Reino de arriba; es por tanto normal que estemos libres de las convulsiones y preocupaciones del hombre viejo.

San Pablo amplía la perspectiva del texto que nos presenta el evangelio: junto a la codicia, cita otras maneras de matar el espíritu, sobre todo la fornicación. Eran dos vicios que en el mundo pagano dificultaban la praxis del espíritu evangélico, por lo que San Pablo apela al orden nuevo que ha establecido en el mundo la resurrección de Jesús. La Pascua establece una escala de valores y propicia el sentido de la vida humana que se afianza en la búsqueda del Reino y en la construcción de un hombre a la medida de Cristo.

Tan cierto es esto que, si se viviera a fondo el Evangelio, debieran desaparecer, postula San Pablo, hasta las grandes diferencias raciales, sociales y religiosas sobre las que se asentaba la vida del imperio romano.

 

El evangelio  es de San Lucas (Lc 12,13-21). Este texto es parte del cap. 12, en el que San Lucas, reuniendo fragmentos de tradición, compone una instrucción para los discípulos. Jesús reclama una confesión intrépida (12,1-12), libertad frente a los bienes de la tierra y frente a la ansiosa preocupación por la vida (12,13-34), vigilancia y fidelidad con vistas al Señor que ha de venir, que obliga a una decisión (12,35-53).

El discípulo de Jesús debe adoptar la debida posición frente a estos bienes. Jesús se niega a hacer de árbitro en una cuestión de repartición de herencia (12,14), pone en guardia contra la avidez y la codicia (12,15) y con una parábola muestra cómo se asegura verdaderamente la vida (12, 16-21).

"Díjole uno de la multitud: Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. 14 Pero él le contestó: ¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros? El hombre del pueblo acude a Jesús, al que trata como a doctor de la ley, a fin de que en el asunto de su herencia dé un dictamen y con su autoridad ejerza influjo sobre su hermano injusto. Jesús es considerado como acreditado doctor de la ley, que se presenta y actúa con autoridad.


Cuando las gentes acuden a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo halla dispuesto a socorrerle. En cambio, el hombre que se presenta con su pleito hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí esta palabra suena áspera y dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en los asuntos de los hombres. En su obrar se inspira Jesús en las decisiones expresadas por la palabra de Dios en la Sagrada Escritura. La palabra de la Escritura le muestra también los inconvenientes que tiene el constituirse árbitro en tales asuntos.

Con su palabra se niega Jesús a intervenir para poner orden en las condiciones perturbadas de este mundo y a decidir con su autoridad en favor de este o del otro orden social. Su misión y la conciencia de su vocación que le da la voluntad de Dios, la dejó ya bien establecida reiteradamente al comienzo de su actividad en Nazaret y todavía antes en la tentación en el desierto. Ha sido enviado para anunciar a los pobres el Evangelio, para llamar a los pecadores (5,32), para salvar a los que estaban perdidos (19,10), para dar su vida en rescate (Mc 10,45), para traer al mundo la vida divina (Jn 10,10).

"Entonces les dijo: Guardaos muy bien de toda avidez, pues no por estar uno en la abundancia, depende su vida de los bienes que posee". La vida es un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la abundancia de bienes de la tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre el que dispone de la vida, sino Dios.

Jesús después con la parábola del laburador avaricioso, presenta gráficamente lo que se ha expresado con la sentencia: la vida no se asegura con los bienes. El rico labrador revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo: vivir es disfrutar de la vida: comer, beber y pasarlo bien; vivir es disponer de una larga vida: para muchos años; vivir es tener una vida asegurada: ahora descansa ¡Ética del bienestar! ¿Cómo puede alcanzarse este ideal de vida? Almacenaré: hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de esta seguridad. El labrador edifica graneros. ¿El moderno hombre de negocios...? La economía de este labrador no tiene otro sentido que el de asegurar la propia vida.

La entera forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano la vida como dueño y señor. No puede contentarse con hablar consigo mismo: Dios interviene también en el diálogo. Este hombre debería también tratar con otros hombres, pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es insensato si piensa así, como si la seguridad de su vida estuviera en su mano o en sus posesiones. El que no cuenta con Dios, prácticamente lo niega, y es insensato. Que nuestra vida no se asegura con la propiedad y con los bienes lo pone al descubierto la muerte. Te van a reclamar tu alma: los ángeles de la muerte, Satán por encargo de Dios. ¡Esta misma noche! El rico había contado con muchos años.

Así comenta San Agustín esta fragmento de la liturgia de hoy: " Si careces de codicia, todo será tuyo.

Jesucristo que otorga el amor, recrimina la codicia. Quiere arrancar el árbol malo y plantar el bueno. Del amor mundano no brota ningún fruto bueno, del divino ninguno malo. Son estos los dos árboles de los que dijo el Señor: El árbol bueno no produce frutos malos; en cambio, el malo los da malos (Mt 7,17). Nuestra palabra, cuando procede de Dios, el Señor, es la segur puesta a la raíz del árbol malo. La misma palabra del evangelio leído hirió a los malos árboles; pero poda, no tala. Sábete que no te conviene lo que no quiere que tengas el que te creó. El Señor no quiere que haya en nosotros codicia mundana.

Nadie, por tanto, diga: «Busco lo. mío, no lo ajeno». Guárdate de toda codicia (Lc 12,15). No ames demasiado tus bienes que pueden perecer, pues perderás sin duda los imperecederos. «Yo -dices- no quiero ni perder lo mío, ni apropiarme de lo ajeno». Esta excusa o pretexto es señal de cierta codicia, no gloria del amor. Del amor se dijo: No busca las cosas propias, sino lo que interesa a los demás (1 Cor 13,5; Flp 2,4). No busca su comodidad, sino la salvación de los hermanos. Pues si prestasteis atención y os disteis cuenta, también buscaba su propio interés, no el ajeno, aquel que solicitó apoyo del Señor. Su hermano se había llevado todo el patrimonio dejándole sin la parte que le correspondía. Vio al Señor justo —no podía haber encontrado mejor juez— y requirió su ayuda diciéndole: Señor, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia (Le 12,13). ¿Hay algo más justo? «Que tome él su parte y me deje a mí la mía. Ni todo para mí, ni todo para él, pues somos hermanos».

Si, en cambio, viviesen en concordia, tendrían siempre la totalidad de la herencia, pues lo que se divide disminuye. Si viviesen concordes en su casa, como cuando estaba en vida su padre, cada uno lo poseería todo. Si, por ejemplo, tuviesen dos fincas, las dos serían de ambos, y a quien preguntase por ellas ellos responderían que eran suyas. Si preguntares a uno de ellos de quién era la finca, te respondería: «Nuestra». Y, si siguiesen preguntando: «¿De quién es la otra?», respondería de igual forma: «Nuestra». Si cada uno se quedase con una, disminuiría la posesión y cambiaría la respuesta. Si preguntases entonces: «¿De quién es esta finca?», te respondería: «Mía». —«¿Y la otra?»—. «De mi hermano». No adquiriste una, sino que perdiste la otra, porque dividiste la herencia. Como le parecía que era justa su codicia, puesto que reclamaba su parte en la herencia y no deseaba la ajena, como presumiendo de lo justo de su causa, pidió el apoyo del juez justo. Pero. ¿qué le respondió? Di, ;oh hombre!, —tú que no percibes las cosas que son de Dios, sino las de los hombres—, ¿ quién me ha constituido en divisor de la herencia entre vosotros? (Lc 12,14). Le negó lo que le pedía, pero le dio más de lo que le negó.

Le pidió que juzgase sobre la posesión de la herencia, y Jesús le dio un consejo sobre el despojo de la codicia. ¿Por qué reclamas las fincas? ¿Por qué reclamas la tierra? ¿Por qué tu parte en la herencia? Si careces de codicia lo poseerás todo. Ved lo que dijo quien carecía de ella: Como no teniendo nada y poseyéndolo todo (2 Cor 6,10). «Tú, pues, me pides que tu hermano te dé tu parte en la herencia. Yo —respondió— os digo: Guardaos de toda codicia. Tú piensas que te guardas de la codicia del bien ajeno; yo te digo: Guardaos de toda codicia. Tú quieres amar con exceso tus cosas y, por tus bienes, bajar el corazón del cielo; queriendo atesorar en la tierra, pretendes oprimir a tu alma». El alma tiene sus propias riquezas como la carne tiene las suyas". (San Agustín. Sermón 107 A, 1)

 

Para nuestra vida.

Una vez más la liturgia dominical nos centra con enorme sabiduría nuestro propio y deseable camino. Cuando Dios creó al mundo y al hombre quiso que hubiera un desarrollo armónico. El trabajo produce bienestar y riqueza. No se trata –por supuesto—de que todos vivamos en el desierto vestidos de saco.

 

La primera lectura es del libro llamado Eclesiastés. Tras el nombre de «Eclesiastés» se oculta la función del hombre que dirige la palabra de la ekklesía a la comunidad para hacerle pensar. Se le llama también «hijo de David», porque Salomón podía representar la experiencia y la sabiduría que exige este tipo de reflexión. El autor vive en una Jerusalén judía, pero con pinceladas culturales griegas, en una ciudad codiciosa de cosas inauditas y de visiones, pero también embrutecida por la rutina. La primera virtud pedagógica del autor es invitar a sus destinatarios a pensar por sí mismos: es necesario aceptar con lucidez y libertad las incertidumbres y contradicciones de la vida, así como su finitud. Las creencias comunes o recibidas por herencia que no soportan un examen de la razón, iluminada o no por la fe, han de rechazarse.

El Eclesiastés es un hombre más viejo en doctrina y conocimientos humanos que en años, tan creyente como sincero, enemigo de visionarios y apocalípticos, distanciado de la secta de los esenios, los monjes soberbios, intransigentes y provincianos de Qumrán. No se entrega a especulaciones, sino a experiencias. Su honestidad lo lleva a mirar cara a cara a la realidad, y rehúsa violentarla para meterla en las coordenadas "seguras" de una moral o de una teodicea.

El v 2 enuncia lo que constituye el tema central del libro: «¡Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades. Todo es vanidad!». La forma repetida «vanidad de vanidades» es el superlativo hebreo con valor extensivo e intensivo. Todo el libro está vertebrado por esta fórrnula. La vanidad de que habla el Pseudo-Salomón es la inconsistencia, la caducidad y la falacia que hay en todas las cosas, en todos los asuntos, en todos los trabajos. Absolutizar las cosas, dirá en el v 14, es intentar cazar el viento.

Desde el principio se invita al lector a participar activamente en las inquietudes de esta vida con la pregunta retórica, que espera una respuesta negativa: «¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?» (v 3). La naturaleza, con los ciclos de sus generaciones, con sus elementos (ríos y mares, sol y viento), es símbolo de la inconsistencia cósmica; la historia humana, con el paso de las generaciones, con el fatal olvido de los hombres y de sus obras, es símbolo de inconsistencia; la misma sabiduría, con su esfuerzo por entender todo, ha significado dolor e inconsistencia. El Eclesiastés es siempre noble, pero no le falta la grandeza de los espíritus fuertes; por eso decide ensayar la necedad.

Este libro paradójico entró en el canon de la comunidad creyente de Israel y de la Iglesia porque la fe no exige sacrificar la inteligencia, sino el fanatismo.

El texto   plantea el tema de la consecución de las riquezas que supone destreza y esfuerzo prolongado; su posesión no está exenta de angustia y temor ante la posibilidad de que un azar desfavorable las arrebate; y la incertidumbre sobre la suerte de tantos trabajos y ansiedades es causa de profunda desilusión. Evidentemente, el afán por las riquezas es también vanidad e intentar perseguir el viento: "Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad".

Nos encontramos todavía en el ambiente del Antiguo Testamento, en que las perspectivas del más allá permanecían aún en la oscuridad para los autores sagrados. Nosotros sabemos que los trabajos humanos, aun privados de éxito material, ofrecidos por un motivo sobrenatural por quienes viven en la amistad de Dios, contribuyen a una eternidad más feliz.

El Libro de Eclesiastés habla de la vanidad y es este defecto lo que lleva a mucha gente a la persecución de distinciones y riquezas.

El libro del Eclesiastés viene a ser, en sentido negativo, una preparación para la revelación del Nuevo Testamento. La constatación de la vanidad de las cosas del mundo y su incapacidad para llenar las ansias de felicidad que el Creador ha puesto en el corazón humano, hace añorar bienes superiores y lo preparan para la revelación de los mismos, que comienza con los últimos libros del Antiguo Testamento y se culmina con las enseñanzas de Jesucristo en el Evangelio. Nosotros ya tenemos la revelación plena de Dios, por ello mayor es la certeza de lo que nos interesa.

Se pueden tener muchas cosas y estar vacío por dentro. Se puede ser humanamente rico y espiritualmente pobre. El egoísmo de acumular y llenar bien los propios graneros nos puede dejar vacíos ante Dios.

 

El salmo responsorial de este domingo, nos da una clara pista de quien es nuestro refugio seguro, de generación en generación.

Esta vivencia no es posible sin un corazón sensato. Un corazón sensato sabe que es locura llorar hoy por cosas que mañana no son, sabe que los disgustos se los lleva el viento (¿para qué sufrir?), que la vida es flor de un día, que la gloria es sonido de flauta cuyo final es el silencio, que la moda es lo que muda, que la caducidad es la verdad, que la transitoriedad es la verdad, que las apariencias son la mentira, que sufrimos y agonizamos por la mentira de las cosas, que la apariencia nos seduce y tiraniza, nos obliga y doblega, por todo lo cual vivimos obsesionados, temerosos y tristes.

Así comenta San Juan Pablo II este salmo: " 1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón constituyen una meditación sapiencial que tiene, sin embargo, el tono de una súplica. El orante del Salmo 89 pone en el centro de su oración uno de los temas más explorados por la filosofía, más cantados por la poesía, más sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el devenir del tiempo.

Basta pensar en ciertas páginas inolvidables del Libro de Job en las que se presenta nuestra fragilidad. Somos como «los que habitan en casas de arcilla, que hunden sus cimientos en el polvo y a los que se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados. Para siempre perecen sin advertirlo nadie» (Job 4, 19-20). Nuestra vida sobre la tierra es «como una sombra» (Cf. Job 8, 9). Y Job sigue confesando: «Mis días han sido más raudos que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa» (Job 9, 25-26).

2. Al inicio de su canto, parecido a una elegía (Cf. Salmo 89, 2-6), el salmista opone con insistencia la eternidad de Dios al tiempo efímero del hombre. Esta es su declaración más explícita: «Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna» (v. 4).

Como consecuencia del pecado original, el hombre vuelve a caer por orden divina en el polvo del que había sido tomado, como se afirma en la narración del Génesis: «¡Eres polvo y al polvo tornarás» (3,19; Cf. 2,7). El creador, que plasma en toda su belleza y complejidad la creatura humana, es también el que reduce «el hombre a polvo» (Salmo 89, 3). Y «polvo», en el lenguaje bíblico, es también la expresión simbólica de la muerte, de los infiernos, del silencio sepulcral.

3. En esta súplica es intenso el sentimiento del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que despunta al alba; enseguida oye el silbido de la hoz que la convierte en un haz de heno. A la frescura de la vida muy pronto le sigue la aridez de la muerte (Cf. versículos 5-6; Cf. Isaías 40,6-7; Job14,1-2; Salmo 102, 14-16).

Como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento, a esta debilidad radical, el Salmista asocia el pecado: en nosotros se da la finitud, y también la culpabilidad. Por este motivo nuestra existencia parece que tiene que vérselas también con la cólera y el juicio del Señor: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti... y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera» (Salmo 89, 7-9).

4. Al comenzar el nuevo día, la Liturgia de los Laudes sacude con este Salmo nuestras ilusiones y nuestro orgullo. La vida humana es limitada, «aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta», afirma el salmista. Además, el pasar de las horas, de los días y de los meses está salpicado por la «fatiga y dolor» (Cf. v. 10) y los mismos años se parecen a «un soplo» (Cf. v. 9).

Esta es la gran lección: el Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12). Pero el salmista pide a Dios algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, aun frágiles y marcados por la prueba. Que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y perennidad a nuestras acciones cotidianas: «Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos» (v. 17).

Con la oración pedimos a Dios que un reflejo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro actuar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará sobre el devenir de los días, la miseria se convertirá en gloria, lo que parece no tener sentido adquirirá significado.

5. Concluimos nuestra reflexión sobre el Salmo 89 dejando la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el Salterio manteniendo en el fondo la figura gloriosa de Cristo. De este modo, para el escritor cristiano Orígenes, en su «Tratado sobre los Salmos», que nos ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo nos da la posibilidad bosquejada por el salmista de que «toda nuestra vida sea alegría y júbilo» (Cf. v. 14). Porque la Pascua de Cristo es el manantial de nuestra vida más allá de la muerte: «Después de haber recibido la dicha de la resurrección de nuestro Señor, por la que creemos que hemos sido redimidos y de resurgir también un día, ahora, transcurriendo en la alegría los días que nos quedan de nuestra vida, exultamos por esta confianza, y con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán, 1993, p. 652)" . (San Juan Pablo II. Audiencia del Miércoles 26 de marzo del 2003).

 

La segunda lectura da pistas de para quien y para qué  hay que vivir "Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo… aspirad a los bienes de arriba... dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros… despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo.

San Pablo dirige a los Colosenses  palabras claras y exigentes, también son para todos nosotros, los cristianos. Venimos a este mundo con un cuerpo que tiene mucha inclinación al mal, porque es un cuerpo material y materialista, apegado a los bienes de la tierra.

San Pablo nos previene de la avaricia. "La avaricia que es una idolatría". El dinero es un ídolo de nuestro tiempo, que está ahí, conviviendo con nuestras creencias y haciéndose sitio. Es muy importante que el cristiano piense en su posición exacta respecto a las riquezas y cuál es el sitio que esas riquezas ocupan en su corazón. Pablo habla también en esa misma frase de la Carta, de la "impureza, la pasión y la codicia". No es cuestión de pasarlo por alto y ya dijimos en nuestro editorial de la semana pasada que el seguidor de Cristo tiene que aceptar la castidad que marca su estado, pero, asimismo, San Pablo enfatiza con el término idolatría --terrible pecado para él y para su tiempo-- el de la avaricia.

San Pablo nos da la pista positiva para vivir, así nos recuerda que por el bautismo hemos sido convertidos en hombres nuevos,  revestidos de gracia y santidad, pero el cuerpo sigue estando ahí con todas sus inclinaciones y pasiones. Cada día debemos esforzarnos para que el hombre nuevo que surgió en nuestro bautismo se parezca un poco más a Cristo. Es muy difícil vivir como hombre nuevo, como verdadero cuerpo de Cristo, y no lo seremos del todo hasta después de resucitados. Por eso, cada día debemos intentar, como nos dice el apóstol, dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros: impureza, pasión, codicia, avaricia, idolatría.

Si bien San Pablo recuerda a los cristianos sus deberes morales -lo hace generalmente al final de sus carta-, anuncia, aclara y explica por qué los cristianos debemos vivir con una vida distinta. Para Pablo, Jesucristo muerto y resucitado es el comienzo de un nuevo orden social y religioso, a pesar de que ni él ni los demás cristianos de su época llegaron a entrever el cambio que se podría producir si esos criterios se hubieran llevado a la práctica. Hoy lo vemos más claro, con la desaparición de la esclavitud y una mayor justicia social; entonces, hubiera sido una utopía encontrar la aplicación total del Evangelio a nivel político-social, pero el principio que lentamente cambiaría la historia de occidente fue postulado con suficiente claridad. Pues en esa utopía continuamos llamados a caminar.

En el Evangelio, Jesús utiliza un lenguaje parecido al del antiguo sabio de Israel, al condenar la voluntad explícita de querer solamente almacenar para uno mismo, olvidándose de lo fundamental: la urgencia y necesidad de ser rico ante Dios. Es oportuno volver a recordar que el ideal, el sueño dorado del hombre no debe ser la posesión y acumulación de los bienes de la tierra. "Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes". Hay un hecho muy importante, el hombre al morir no puede llevarse ninguno de sus bienes materiales.

Esto significa que no debe pasarse la vida reuniendo tesoros para sí mismo como única obsesión-preocupación-tranquilidad- felicidad, pues en el momento más inesperado (esta misma noche puede sernos arrebatado todo) la vida se escapa de nuestras manos. Pensar solamente en la riqueza material con desprecio y marginación de la riqueza espiritual es un grave error, pues los bienes terrenos han de ser entendidos y usados en la perspectiva y valoración de los bienes celestiales.

La actitud de Jesús delante de las numerosas multitudes que se aglomeraban a su alrededor, hasta el punto de agolparse unos a otros, es siempre la de tomar distancia. Por eso los dejó de lado y se dirigió en primer lugar a sus discípulos para advertirles sobre el peligro de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía (12,1-12).

Uno de la multitud se acercó a Jesús pidiéndole: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Pretende que Jesús, como solían hacer los rabinos, haga de árbitro en cuestiones relacionadas con la herencia. La respuesta de Jesús recuerda una situación análoga entre dos querel­lantes que se discutían, uno de ellos ponía en cuestión el arbitraje de Moisés: «¿Quién te ha constituido jefe o juez sobre nosotros?» (Ex 2,14). Jesús se niega en redondo a asumir el papel de juez. La pregunta formulada por Jesús: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o mediador sobre vosotros?». Pero, de inmediato Jesús va a la raíz del problema: «Vigilad y guardaos de toda codicia, porque no por el hecho de nadar alguien en la abundancia, depende la vida de sus bienes». Para poner un ejemplo recurre a una parábola bien conocida:  "Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente". Pero Dios se persona en la parábola: "Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?".

La respuesta la ha dejado en el aire, pero una glosa posterior, intenta darla : « Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios».

Es la codicia la que cambia nuestros corazones. En este mundo de hoy un cristiano va a medir bien su posición de auténtico seguimiento al Maestro al evaluar su "dependencia" del dinero y su nivel de codicia. Todo el entorno está lleno de adoración por el dinero. El consumismo ha ido complicándose no solo por el deseo de tener muchas, sino además por tenerlas de marcas con alto precio. Una de las mayores estupideces que pueden existir es pagar el doble o el triple por algo que siendo igual que el resto "se distingue" por su "imagen".

Debemos meditar muy en serio sobre nuestra posición respecto a las riquezas y a la codicia. La riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la existencia terrena, no le aprovecha nada. Tiene que dejársela aquí, en manos de otros. Sólo el que se hace rico ante Dios, el que acumula tesoros que Dios reconoce como verdadera riqueza del hombre, saca provecho. El querer el hombre asegurar nerviosamente su vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo la entrega a Dios y a su voluntad la preserva. ¿Cuáles son los tesoros que se acumulan con vistas a Dios?

Puede pasar desapercibida desde el punto de vista cristiano esa mala inclinación, porque en pocas ocasiones se considera como pecado el mal uso de las riquezas. Y, sin embargo, la terrible inestabilidad de este mundo surge de ahí. Los pueblos ricos explotan a los pobres. Y los hombres ricos precarizan el trabajo de otra gente para tener más riquezas.

La oposición del cristianismo al mal uso de las riquezas o a la explotación económica no es un invento moderno de los cristianos progresistas. Hay muchos ejemplos, pero, tal vez, merece la pena leer en estos momentos algunos párrafos de la Carta de Santiago donde se dice: "El jornal de los obreros que segaron vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los lamentos de los segadores han llegado a Dios todopoderoso" (Sant. 5, 4)

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

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