“El Espíritu Santo, de quien hemos recibido
ahora la prenda, es el que nos garantiza que llegaremos a la plenitud de que
habla el mismo Apóstol: Entonces le veremos cara a cara”. (San Agustín.
Comentarios sobre el evangelio de San Juan 96,4).
Este domingo
celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, un solo y único Dios en tres personas. Describe una realidad misteriosa
que conjuga la unidad absoluta (monoteísmo) con la trinidad de personas,
familia comunidad de amor. El Padre es el principio sin principio, el Hijo es
reflejo del Padre, engendrado en la eternidad de la misma naturaleza. El
Espíritu Santo es el Aliento del Padre y del Hijo, es el Amor que los abraza.
Los tres coexisten desde toda la eternidad, sin comienzo y para siempre. El
proyecto de Dios es hacernos a nosotros partícipes de esa felicidad, y para eso
hemos sido creados.
En esta fiesta la Iglesia nos propone el testimonio de las
vocaciones contemplativas. Los religiosos de vida contemplativa han descubierto
este misterio de Dios tan atrayente y se han sentido fascinados por él. Toda
una vida para contemplar, alabar, interceder, dar gloria a Dios, reparar con
amor ante el Amor que no es amado. ¿Qué hace en la Iglesia una comunidad
contemplativa? ¿Qué provecho alcanza de ello la sociedad de nuestro tiempo? Los
contemplativos responden a una vocación de Dios, que se convierte en profecía
para todos: amar y buscar a Dios sobre todas las cosas, y son para la sociedad
como oasis de paz y de silencio que invitan a encontrarse con Dios y restaurar
nuestras fuerzas.
Hay una antigua leyenda llamada de “San Agustín y el niño de la concha”, tal como está representada en el famoso cuadro de Rubens. En este cuadro aparece el santo obispo de Hipona paseando por la playa; cuando ve que un niño está echando agua del mar en un pequeño hoyito, con una concha que lleva en la mano. El santo se acerca al niño y le pregunta: ¿qué haces? A lo que el niño responde sin dudar: voy a meter toda el agua del mar en este agujero. El santo, paternal y bondadoso, le responde al niño: toda el agua del mar no va a caber en este agujero. El niño le mira y le dice: tampoco Dios cabe en tu inteligencia. Esta respuesta del niño hizo reflexionar al santo, que llevaba varios años pensando en el libro que iba a escribir, y que de hecho escribió, sobre misterio de la Trinidad.
El cap. 8 de Proverbios es una reflexión nueva
sobre el ser de las cosas. El texto presenta
la tercera parte del capítulo (vs. 22-31), en ella, la sabiduría
intentará probar su capacidad para llevar a cabo este orden entre los hombres.
Ella se mueve entre Dios creador (v. 22) y los mortales que aparecen al final
(v. 31). Es primogénita y mediadora: y el orden existente en el mundo no es
independiente de ella ya que cuando Dios pone orden y estabilidad al universo,
ella como primera criatura, está junto a El.
La "sabiduría",
aparece como algo muy próximo a Dios y que queda casi personificado en el mismo
Dios. Después del exilio en Babilonia, a medida que el politeísmo fue dejando
de ser una amenaza para la fe en el Dios único, se fue desarrollando la idea de
una Sabiduría personificada, como la que encontramos en el texto de hoy.
En el v. 22 se habla de la Sabiduría "establecida desde el principio". El entender las cosas desde Dios tiene su raíz en Dios mismo.
Al principio
habla de sus relaciones con Dios (sólo en el v. 22 aparece el nombre del
Señor). Ha sido engendrada (en sentido figurado), tejida con nervios y hueso al
igual que el embrión en el seno materno (v. 23) y dada a luz con dolor por el
Señor (v. 24). La sabiduría es anterior al mundo que el hombre ve (cfr.
repetición de "antes" en los vs. 23-26) y está junto a Dios cuando
organiza el mundo (cfr repetición de "cuando" en los vs. 26-29). No
tiene ningún papel activo en la creación (v. 30), sino que es como un niño de
pecho en el que Dios pone su complacencia; y ella tendrá sus mayores delicias
en estar junto a los hombres (vs. 30 ss.).
El texto
presenta la Sabiduría de Dios hablando de ella misma y afirmando que existe
desde antes "del principio de las
tareas" de Dios, lo que significa no sólo una precedencia en el
tiempo, sino una preeminencia sobre toda criatura.
La afirmación
según la cual "en un tiempo remotísimo fui formada" trajo muy pronto
problemas entre los cristianos, ya que algunos la utilizaban para defender que
el "Logos" había sido creado por Dios.
La Sabiduría
no dice sólo que existe antes que todo, sino que estaba presente en la obra
creadora de Dios, que explica de acuerdo con la concepción del relato del
Génesis. Sorprende esta imagen tierna de la Sabiduría, que hace las delicias de
Dios, jugando en su presencia y por toda la tierra, y su proximidad con los
hombres, con los cuales comparte sus delicias.
El autor de
este capítulo pensaba en la sabiduría de Dios dada a conocer a Israel y
formando parte de su propia mentalidad y sabiduría.
"Esto dice la sabiduría de Dios: El Señor me
estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas"
(Pr 8, 22), estas
palabras se pierden en la bruma de los
tiempos, y nos llegan envueltas en los tupidos velos del misterio. Nos hablan
de cuando no había nada, de un tiempo fuera del tiempo. Contemplar con nuestros
ojos la hondura de la esencia de Dios, sin comparaciones ni metáforas. Pero es
imposible, Dios no cabe en nuestras palabras, no podemos conocerlo
directamente. Tan sólo llegamos hasta él por analogía, por aproximación. Es
suficiente esa aproximación para que podamos entrever algo tan sublime, que nos
rindamos ante tanta grandeza. Sí, por la revelación de Dios podemos llegar
hasta donde nuestro pobre entendimiento no pudo si soñar, hasta la misma cumbre
divina. Y desde allí, el hombre sólo puede hacer una cosa, adorar en silencio.
Estamos ante lo sagrado, lo trascendente, lo inefable. Pretender preguntar
siempre, querer saberlo todo es profanar la revelación, las palabras llenas de
la sabiduría de Dios.
"Cuando ponía un límite al mar; y las aguas no traspasaban mis mandatos...” (Pr 8, 29). Dios uno y trino. Tres personas y una naturaleza. El Padre, Dios, dando forma y color al mundo, haciendo brotar de las tinieblas un torrente de luz, colgando sin hilos los millones de astros que pueblan los espacios siderales, tallando en hielo las imponderables filigranas de una brizna de escarcha... El Hijo, Dios hecho hombre, nacido de madre virgen. Trabajando sobre nuestra tierra, predicando la Buena Nueva y curando a los enfermos, amando a los hombres hasta morir por ellos colgado de una cruz... El Espíritu Santo, Dios que procede del Padre y del Hijo. Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
Este himno a la realeza de Yahveh debía cantarse en una fiesta nocturna, bajo el encanto de un cielo estrellado, y la transparencia de las noches sin nubes del oriente. Este salmo es la traducción en oración de la enseñanza elemental de la religión de Israel, el Génesis: Un Dios creador de todo, que confía todo al hombre y lo coloca en lo más alto: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. .. Dominad la tierra y sometedla. . . Os doy todo. .." (Génesis 1;2).
El himno es una celebración del hombre, una
criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una
"caña" frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas
Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin embargo, se trata de una
"caña pensante" que puede comprender la creación, en cuanto señor de
todo lo creado, "coronado" por Dios mismo (cf. Sal 8, 6). Como
sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza
y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se
manifiesta en todo el universo: "¡Señor,
dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (vv.
2. 10).
La primera
estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios,
el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria
cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que
brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos
presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se les califica
de "adversarios", "enemigos" y "rebeldes",
porque creen erróneamente que con su razón y su acción
pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13, 1).
A continuación
se abre el escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito,
surge la eterna pregunta: "¿Qué
es el hombre?" (Sal 8, 5). La respuesta primera e inmediata
habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre
todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el
salmista, es "tuyo", "has creado" la luna y las estrellas,
que son "obra de tus dedos" (cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que
se usa en vez de la más común: "obra de tus manos" (cf. v.
7): Dios ha creado estas realidades inmensas con la facilidad y la finura
de un cincel.
¿Cómo puede
Dios "acordarse" y "cuidar" (cf. v. 5) de esta criatura tan
frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura
débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco inferior
a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco
inferior a un dios (cf. v. 6).
La segunda
estrofa del salmo (cf. vv. 6-10) describe al hombre como el lugarteniente regio
del mismo Creador. Dios lo ha "coronado", destinándolo a un señorío
universal: "Todo lo sometiste
bajo sus pies", y el adjetivo "todo" resuena mientras
desfilan las diversas criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se
conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene
con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un
dominio que Dios regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del
hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su
armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra
sus secretos y desarrolle sus potencialidades.
Como declara
la constitución pastoral Gaudium et Spes del concilio Vaticano II,
"el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y
amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas
terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios" (n. 12).
La
segunda lectura es de la carta a los
romanos (Rom 5,1-5 ),
su mensaje es claro. Nada
ni nadie podrá separarnos del amor de Dios “EL amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Se trata del
amor especial que Dios nos tiene y del que nadie podrá separarnos.
El cap. 5 de
Rom expone una de las piezas claves de la teología de San Pablo: el hombre
justificado, reconciliado y salvado. En este texto trinitario paulino podemos
ver algunas de las características más importantes de la presentación de la
Trinidad que Pablo suele hacer en su catequesis. Aparecen, desde luego, los
Tres de la Trinidad ("Dios" es el Padre en la terminología Paulina) y
aparecen obrando la salvación. Este es el rasgo sobresaliente de la predicación
trinitaria de san Pablo: no hablar tanto de la Trinidad en sí misma,
ontológicamente considerada, sino de su función salvífica. Habla de ella tanto
cuanto sea preciso para explicar el misterio de la salvación humana, sin
grandes preocupaciones teóricas: en cambio procura conectar la vivencia
cristiana (justificación, esperanza, otras actitudes cristianas básicas tal
como aparecen en el texto de hoy) con la Trinidad. Se trata, pues, de un Dios
cercano a los hombres, hombres creyentes.
El estar en
paz con Dios no quiere decir tanto buscar la paz, sino el caer en cuenta de que
ya se nos ha dado la paz en Jesucristo (Ef 2, 14). La paz se convierte así en
el mayor bien mesiánico y no en una simple dimensión del alma, en una mera
virtud (Is 9, 6; Lc 1, 79; Ef 2, 17). Estar en paz con Dios es saberse salvado
y con fuerza para emprender una labor constructiva.
Después de que
en los capítulos anteriores Pablo ha expuesto que "hemos recibido la
justificación por la fe", ahora describe los efectos de esta
"justicia". El primero de todos es la paz: la reconciliación obrada
por Jesucristo hace que estemos en paz con Dios. No es la paz del estúpido que
no se apercibe de los problemas o la del cínico que pretende ignorarlos y los
rehúye, sino que se trata de aquella paz que se mantiene firme incluso en las
pruebas, porque es un don de Dios.
Al lado de la
paz, está la gracia y la esperanza. En nosotros todavía no se ha realizado en
plenitud el gozo de la vida en Dios, pero la esperanza, basada en la fe en
Jesucristo, nos lleva a no sentirnos defraudados.
De hecho,
estos efectos se incluyen en uno: el Espíritu Santo. El, que es el amor de Dios
derramado en nuestros corazones, es quien hace posible que vivamos de la misma forma
que Jesús, quien, lleno de este mismo Espíritu, ha vivido, en las pruebas y el
sufrimiento, con aquella paz y aquella esperanza que provienen de la confianza
total en un Dios-Amor.
El
evangelio es de San Juan (Jn 16,12-15) Este Evangelio
es considerado por la liturgia como el Evangelio pascual por excelencia. En las
dominicas que preceden a Pentecostés, nos presentan una y otra vez sus páginas
inspiradas, llenas del recuerdo luminoso del discípulo amado. En especial las
escenas y diálogos de la Ultima Cena tienen el acento entrañable de una
despedida cargada de promesas y de ternura. Jesús dijo entonces a los suyos, y
nos lo dice ahora a nosotros, que muchas cosas tiene que enseñarnos, pero que
todavía no podemos cargar con ellas; aún no podemos comprenderle del todo.
El evangelio
de hoy es un fragmento del discurso de despedida de Jesús en la última Cena. El
tiempo es breve para Jesús y tiene aún muchas cosas que comunicar a los suyos.
Por eso, al no poder ahora decirlo todo, habla del Espíritu de la Verdad, el
Defensor (Paráclito), diciendo que será él quien les hará conocer todo lo que
les enseñó Jesús. No les dirá cosas distintas o referentes a otras verdades no
explicadas por Jesús. La función del Espíritu será ir iluminando las palabras
de Jesús, las mismas que él dijo a los discípulos. Estando Jesús ausente
corporalmente, su Espíritu permanece en medio de los suyos, y les va recordando
y aclarando el sentido de sus enseñanzas.
El Espíritu se
va a convertir, por tanto, en el Maestro que enseña en los corazones de los
discípulos todo lo que salió de la enseñanza de Cristo, y siempre les hará ver
más clara la esperanza en el futuro y en la recompensa.
El Espíritu
ayudará a descubrir la gloria de Jesús haciendo descubrir todo lo que Jesús
dijo e hizo por los hombres. Jesús glorificó al Padre revelando el Padre a los
hombres (Jn 17, 4), el Paráclito glorifica a Jesús revelándolo a los hombres.
Todo lo que es
del Padre es de Jesús. El mismo misterio del Padre relacionado con el Hijo es
lo que el Espíritu anunciará mostrando en realidad quién es Jesús, cuál es su
dignidad, cuál la misión que ha tenido, qué gloria va a compartir con todos
nosotros.
Al Espíritu se
le designa como "Espíritu de la verdad". La verdad de la que aquí se
habla es la revelación que promete la vida y que ha traído Jesús. Se trata de
la penetración profunda en el contenido de la revelación y simultáneamente de
su aplicación al comportamiento de la comunidad en medio del mundo. En
comparación con otras funciones que se le asignan al Espíritu en el cuarto
evangelio, ésta es la que cobra mayor relieve en la experiencia cristiana.
El Espíritu no
oscurece la posición reveladora de Jesús. La función de guía del Espíritu está
en conexión con Jesús, al igual que Jesús lo está con el Padre. La comunicación
de lo que está por venir no debe entenderse como algo completamente nuevo más
allá de la revelación de Jesús, algo así como la manifestación de sucesos
futuros. "Hablar de lo oído y comunicar lo que está por venir" son,
en realidad, expresiones mutuamente complementarias. El Espíritu no anuncia
nada nuevo, sino que abre el mensaje mismo de Jesús a las nuevas y cambiantes
situaciones de la comunidad, de forma que ese mensaje vaya adquiriendo su
sentido siempre actual. La guía del Espíritu saca a la luz del día a día
cambiante las insospechadas e insondables virtualidades de la revelación del
Padre traída por Jesús. Lo que está por venir no son sucesos futuros, sino la
actualización de la definitiva revelación que Jesús hizo del Padre, revelación
que en este texto y en el resto del cuarto evangelio recibe el nombre de
"la verdad".
Para
nuestra vida.
Lo que nos
enseña el Misterio de la Santísima Trinidad.
-Dios es ÚNICO y, nosotros,
le damos gloria y alabanza porque nuestra FE nos dice que en Él está puesta
nuestra esperanza, nuestro ser iglesia, nuestra vida cristiana que ha de ser
siempre trinitaria.
-Dios es AMOR y, nosotros,
participamos de esa fusión única y maravillosa que existe entre las tres
personas.
-Dios es
COMUNIÓN
y, nosotros, la contemplamos y la comemos, la vivimos y la palpamos, la
añoramos y la necesitamos ante la fragmentación existente en nuestro entorno,
en las galaxias de nuestros afectos, en nuestras luchas, proyectos y fatigas.
- En nuestra
vida cotidiana, nos enseña que DIOS es familia y que, nosotros, formamos
parte de ella aunque no lleguemos a comprender ni entender todo el entresijo y
la riqueza que encierra.
El principal
mensaje que nos dice a los cristianos este misterio es que el Dios en el que
creemos es un Dios familia, un Dios comunidad, un Dios amor.
Nuestro Dios
no es un individuo aislado e incomunicado, como una isla remota e inaccesible.
Es un Dios universal. La fe nos dice que Dios es nuestro Padre, que el Hijo es
nuestro redentor y que el Espíritu Santo es el amor que une al Padre con el
Hijo. Por consiguiente, si nosotros queremos entender algo de este misterio,
sólo podremos hacerlo entendiendo a Dios como amor. Y si nosotros queremos
entender vivencialmente algo de este misterio, sólo podremos hacerlo viviendo
en el amor de Dios. Todos nosotros somos criaturas de Dios, hijos de Dios, y
podemos ser, vivir y existir en Dios, si amamos a Dios. Un cristiano no puede
ser una persona egoísta, que sólo piensa en sí mismo, porque entonces no está
creyendo en un Dios Trinitario. El individuo, y la familia cristiana, debe
tener como ideal vivir creyendo y amando a un Dios que es, en sí mismo, una
familia.
En el fragmento del Libro de los Proverbios, la
Sabiduría de Dios habla en primera persona y señala su origen. El texto es
una reflexión sobre el ser de las cosas. Este origen de las cosas, adquirió
consistencia en lo que llaman "sabiduría", como algo muy próximo a
Dios (cf. Sab 7) y que queda casi personificado. En el v. 22 se habla de la
Sabiduría "establecida desde el principio". El entender las cosas
desde Dios tiene su raíz en Dios mismo. Cualquier criterio religioso tiene que
nacer de un criterio de fe.
Por antigua
que sea la Sabiduría, tiene su origen. En esto se distingue de Dios, que es
anterior y que la ha engendrado. Pero a la vez es anterior a toda creación.
Aquí se apunta la cuestión del ser misterioso de esta Sabiduría a la que se
asimilará Cristo, "Sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 30) El Antiguo
Testamento desconocía el misterio de la Trinidad. Por eso nunca habla de él.
Sin embargo, hace muchas referencias al Espíritu, entendido como una fuerza de
Dios, como un poder o un impulso de Dios con el que obra en el mundo y en la
historia de los hombres, especialmente en su pueblo.
El monoteísmo
absoluto del A. T. no podía hacer la menor referencia a un hijo de Dios. Será
el Nuevo Testamento quien va a darnos la maravillosa doctrina del Hijo eterno
de Dios hecho hombre para salvar al mundo.
Pero hoy, en
el libro de los Proverbios, libro sapiencial con un gran material antiguo
(anterior al Exilio), se nos habla de la sabiduría de Dios, sabiduría que se
presenta personalizada, como la primera de las criaturas de Dios, muy unida a
Dios y a su actuación, como un discípulo, que constituía la delicia de Dios, y
su propia alegría consistía en estar entre los hombres.
Dios no es un
ser solitario, ni aburrido, ni egoísta. Dios es una comunicación infinita, una
generosidad sin medida, una risa eterna.
La creación es
un signo de su generosidad y de su sabiduría. Dios es vida que se desborda.
Pero ya antes de ser creados Él se complacía en nosotros y en todas las cosas,
como los esposos que sueñan con el hijo deseado. Y antes de todo, desde la
eternidad, la Sabiduría jugaba en presencia de Dios, y era su encanto cotidiano.
Y del amor de Dios surgía un gozo inexplicable que era el Espíritu. Dios es una
comunidad de Espíritu.
La mayor
hermosura coincide en las últimas palabras: "...yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo
el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con
los hijos de los hombres."
En el salmo 8, el salmista se pregunta: "¿qué es el hombre para que te
acuerdes de él?, lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria
y dignidad”. Pregunta que
en estos inicios del siglo XXI continuamos haciéndonos, contemplando las obras
acertadas de los hombres las acertadas y especialmente las menos acertadas.
Por medio de
esta exclamación llena de admiración y entusiasmo -que atraviesa el salmo desde
su inicio hasta el final-, nos trasladamos a la atmósfera del Paraíso, al
momento en el que las criaturas salían luminosas y transparentes de las manos
del Creador, como manifestación de su grandeza y bondad.
"Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te
acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?".
Hay en estos
dos versículos una doble mirada:
* una mirada
hacia afuera y
*una mirada
hacia adentro: mirada global de la que nace la sabiduría, que es una visión
objetiva y proporcional; y esta visión, a su vez, surge espontáneamente al
medir el hombre la altura del Altísimo con su propia pequeñez. No es necesario
comparar, basta con contemplar; y se hace patente, como primera evidencia, su
condición de criatura, contingente y precaria. Tiene, pues, el salmo una fuerte
dimensión antropológica.
El salmista
sale y contempla una noche estrellada, y
queda anonadado por la profundidad, misterio, silencio y serena belleza del
firmamento. Este es el punto de partida. Abrumado por el espectáculo, que, por
vía de evocación, le recuerda a Dios, comienza a reflexionar: semejante
hermosura no es más que la huella digital de Dios, «obra de sus dedos»; y si
así de ardiente es el esplendor de sus obras, qué no será la hermosura de su
Autor.
A continuación
el salmista vuelve la mirada sobre sí mismo, y descubre la insignificancia del
hombre. Pero, en lugar de sentirse avergonzado o triste a causa de su pequeñez,
con simplicidad y tranquilidad, deja abierto un interrogante que ni siquiera es
una pregunta o una duda. Es, más bien, una pasmada exclamación, hecha de
afirmación, interrogación, admiración: «¿Qué
es el hombre, para que te acuerdes de él?»
El salmista,
en lugar de sentirse sonrojado por su pequeñez, se siente feliz de que Dios sea
Dios, tan indiscutible, tan incomparable, tan único. Y esto sucede porque, en
lugar de fijar su mirada sobre su propia insignificancia, queda clavado, casi
extasiado contemplando la munificencia del Otro. Se trataba, pues, de una
pascua. Y al aceptar que Dios es Dios, al quedar «vencido» por el peso de la
Gloria, entra el salmista a participar de la eterna juventud de Dios, de su
omnipotencia y plenitud.
En medio de
tanto deslumbramiento, el salmista alcanza a saborear, por contraste, un
vislumbre de la ternura de Dios, ternura, por cierto, absolutamente gratuita,
porque el objeto de su predilección no es ese firmamento majestuoso, sino el
hombre en su pequeñez: «... para que te acuerdes de él». Fijémonos en el
«Acordarse», la palabra tiene aquí un sentido muy concreto y muy humano. Si uno
se acuerda de otro, significa que éste ya «vivía» en el corazón de aquél.
A pesar de
sentir una cierta extrañeza, para el salmista, el hombre es el predilecto de la
creación.
Los versículos
6-7 resumen y contienen cuanto la Biblia dice sobre el hombre:
" Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo
coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies."
Desde los
primeros días de la creación, como si dijéramos, desde el principio, entra el
hombre en el escenario como un señor, «coronado de gloria y dignidad» (v. 6).
No es Dios, pero sí «poco menos que un dios» (v. 6). Su dependencia respecto de
Dios no es una condición de vasallaje, sino una relación de padre a hijo.
El objeto
único de contemplación en el salmo es el hombre. Después que el hombre salió a
la luz de las manos de Dios, en un ambiente de gran solemnidad, fue colocado en
una comarca hermosa y feraz, para que la cuidara y cultivara. Viéndolo
demasiado solitario, un buen día, el Señor Dios presentó ante el hombre una
muchedumbre de mamíferos y aves, para que, como en una ceremonia de vasallaje,
tomara posesión de todos los seres vivientes. Y, efectivamente, poniéndoles un
nombre a todos ellos, fue asumiendo y expresando un señorío y soberanía sobre
todos los animales de la tierra. A esta ceremonia hacen referencia los
versículos 6-9 del salmo.
En la segunda lectura se nos anuncia que a la hora
de esforzarnos por llevar a cabo el plan de Dios, los cristianos tenemos un
incentivo.
Los primeros versículos del capítulo 5 nos hablan de la salvación que hemos
recibido nosotros en nuestra justificación. Al quedar justificados por la fe en
Cristo, estamos en paz con Dios: gozamos de su amistad, confianza, amor, nos
sentimos próximos a él sin ningún temor ni distancia. Gracias a Cristo, la fe
nos ha permitido esta entrada en la familia y la familiaridad con Dios, y gozar
de la esperanza de la gloria.
Esto confiere
seguridad y confianza al corazón cristiano, incluso en medio de las pruebas que
van afinando nuestra fe y nuestra esperanza. Dios nos ha dado su amor dándonos
el Espíritu Santo, Espíritu de amor; y nosotros lo hemos conocido y acogido,
dándole una respuesta de amor, de su mismo amor.
Dios no se ha
guardado su capacidad de querer, sino que nos la ha dado a nosotros. El final
del texto de San Pablo dice: "porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado." El estar
en paz con Dios no quiere decir tanto buscar la paz, sino el caer en cuenta de
que ya se nos ha dado la paz en Jesucristo. La paz se convierte así en el mayor
bien y no en una simple dimensión del alma, en una mera virtud. Estar en paz
con Dios es saberse salvado y con fuerza para emprender una labor constructiva
en favor de la humanidad.
Estamos
justificados, estamos salvados, estamos en paz con Dios, por Jesucristo. S.
Pablo expresa con fuerza esta realidad de gracia. Hay que repetir
constantemente: "Gloria a Dios".
Pero nosotros
estamos en el tiempo de la esperanza aún no vivimos en la gloria. Vivimos en
«la esperanza de la gloria de los hijos de Dios». Y esta esperanza es
inquebrantable. Incluso se crece en los trabajos, en los fracasos, en los
sufrimientos y en las tribulaciones. Y la razón última es que tenemos una
fuerza secreta y una garantía infalible: son las arras del Espíritu, «Amor de Dios derramado en nuestros corazones».
Nuestra fe, a
diferencia de la fe de Abrahán, es fe en unas promesas que ya se han cumplido.
Cristo ha tomado posesión de la tierra prometida, que es la casa del Padre, y
ha obtenido en herencia todos los reinos de la tierra. Por eso, nuestra fe nos
introduce inmediatamente en una especie de cielo: la paz, la filiación divina,
el acceso franco a Dios, la esperanza.
Hay todavía
diferencias entre Cristo y nosotros: por eso hablamos de esperanza (lo cual
significa que el don de Dios no es todavía completo) y sentimos en nuestra
carne las tribulaciones propias de los que viven en este mundo. Pero las
afrontamos con el espíritu de la victoria ya lograda, precisamente porque hemos
participado de la victoria de Cristo. Ni la constancia ni la virtud tienen su
origen en nosotros, sino que todo forma una cadena perfectamente trabada que
arranca de que el Espíritu Santo nos ha infundido el mismo amor de Dios.
Dios ya se ha
puesto totalmente de nuestra parte: cuando éramos débiles, impíos, pecadores y
enemigos, cuando nada se podía esperar de nosotros, entregó a su Hijo para
morir por nosotros, mucho más dispuesto a continuar su obra estará ahora que
hemos creído en Cristo y hemos participado de su vida.
Como cristianos
podemos contar con Dios, gloriarnos en Dios. Del mismo modo que el judío decía
con orgullo ante todos los pueblos de la tierra «éste es mi Dios», así el
pueblo cristiano, sin atribuirse ningún tipo de mérito, puede sentirse
continuador de la obra de Cristo y, por tanto, templo vivo de Dios en la
tierra.
El texto evangélico de San Juan sitúa en las
palabras de Cristo la realidad profunda que es la Santísima Trinidad.
El evangelio
de hoy es un fragmento del discurso de despedida de Jesús en la última Cena. El
tiempo es breve para Jesús y tiene aún muchas cosas que comunicar a los suyos.
Por eso, al no poder ahora decirlo todo, habla del Espíritu de la Verdad, el
Defensor (Paráclito), diciendo que será él quien les hará conocer todo lo que
les enseñó Jesús. No les dirá cosas distintas o referentes a otras verdades no
explicadas por Jesús. La función del Espíritu será ir iluminando las palabras
de Jesús, las mismas que él dijo a los discípulos. Estando Jesús ausente
corporalmente, su Espíritu permanece en medio de los suyos, y les va recordando
y aclarando el sentido de sus enseñanzas.
El Espíritu se
va a convertir, por tanto, en el Maestro que enseña en los corazones de los
discípulos todo lo que salió de la enseñanza de Cristo, y siempre les hará ver
más clara la esperanza en el futuro y en la recompensa.
El Espíritu
ayudará a descubrir la gloria de Jesús haciendo descubrir todo lo que Jesús
dijo e hizo por los hombres. Jesús glorificó al Padre revelando el Padre a los
hombres (Jn 17, 4), el Paráclito glorifica a Jesús revelándolo a los hombres.
Todo lo que es
del Padre es de Jesús. El mismo misterio del Padre relacionado con el Hijo es
lo que el Espíritu anunciará mostrando en realidad quién es Jesús, cuál es su
dignidad, cuál la misión que ha tenido, qué gloria va a compartir con todos
nosotros.
El texto identifica a Jesús con la verdad. Esta no es
pues un concepto o una categoría, sino una persona. El conocimiento de una
persona no se hace ni se agota una vez por todas: se va haciendo continuamente,
diariamente. Facilitar este conocimiento es la tarea y la función del Espíritu:
El irá llevando al grupo cristiano a un conocimiento cada vez más hondo de
Jesús. Este conocimiento progresivo explica la expresión "muchas cosas me quedan por deciros".
Hay mucho desconocido en la persona de
Jesús, que sólo puede ser conocido a medida que la experiencia coloca a la
comunidad delante de nuevos hechos o circunstancias. Los cristianos deberán
saber estar abiertos, por una parte, a la vida y a la historia –los signos de
los tiempos- y, por otra, a la voz del Espíritu que se la interpreta. Uno de
los cometidos del Espíritu es llevar a los discípulos hasta el conocimiento
pleno de Jesús. Que el Espíritu glorifica a Cristo es realidad en la medida en
que conduce a los discípulos progresivamente al conocimiento de la realidad que
se manifiesta en él.
Se refiere el
Señor a la riqueza inagotable e inabarcable de los tesoros divinos que, poco a
poco, a lo ancho y lo largo de la vida terrena, vamos recibiendo. Dios se
adapta a nuestra capacidad limitada y se nos va acercando más y más, para
descubrirnos paulatinamente su grandeza sin límites. Jesús sabía que los suyos
no comprenderían el sentido de las persecuciones y sufrimientos, ni incluso
después de haber resucitado. Pero no se desanima y les dice que cuando venga el
Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena. Él será quien culmine la obra
de la redención, quien habite en nuestros corazones y actúe, día a día, hasta
transformarnos en hombres nuevos, siempre que nosotros secundemos con docilidad
su acción sobre nuestro corazón .
"Él me glorificará", dice Jesús , "porque recibirá de mí lo que os irá
comunicando". Los apóstoles comprendieron entonces, cuando llegó el
Espíritu de la Verdad, lo que Jesús era y significaba realmente para todos los
hombres. Desde entonces su amor y entusiasmo por Jesucristo creció hasta
límites insospechados, por Él serían capaces de los mayores sacrificios, héroes
de las más grandes hazañas. Jesús es confesado como perfecto hombre y como
perfecto Dios, es proclamado ante todos los hombres a través de todos los tiempos
y sobre todos los espacios, amado y venerado como ningún otro hombre, como
ningún otro dios. Él es el Hombre por excelencia, pero también el único y
verdadero Dios. Al decir que todo lo que tiene el Padre es suyo, Jesús nos
revela su igualdad de naturaleza y dignidad con el Padre y Creador del
universo. También lo que anuncia el Espíritu Santo, y por tanto también con Él
es uno es de Jesucristo e igual a Él.
Estamos ante el
misterio de la Santísima Trinidad, misterio insondable e incomprensible, ante
el que sólo cabe la aceptación humilde y gozosa. La grandeza divina es tan
inmensa que la más penetrante inteligencia humana se siente embotada y lenta
para comprender.
Esta incapacidad en lugar de entristecernos
nos ha de alegrar. Ello significa que Dios es inmenso en todos sus atributos y
perfecciones, digno de nuestro amor y nuestra fe, mantenedor firme de nuestra
esperanza.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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