En las lecturas de hoy, 1ª y 3ª, hay un denominador común: la
soledad. El desierto en la primera, la
montaña en la segunda. Abraham está en
el desierto, que si imponente es de día, mucho más lo es de noche. Es un
inmenso espacio cuya bóveda jalonan incontables estrellas mudas, que no
deslumbran por muchas que sean, pero que iluminan tenuemente. Las dudas, las
cuitas del Patriarca, corroen su interior. Le duele su esterilidad. Le preocupa
la falta de continuidad de su familia. Tiene atractiva esposa, bien lo sabe, y
extenso ganado, pero le falta descendencia. Se queja en su interior al Dios que
en Siquem se le ha confiado y hecho amigo, al Dios que le ha sido fiel en la
empresa que acaba de culminar: la salvación de su sobrino, secuestrado por
gentes enemigas, que habitan en el país.
El
segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada
la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de una montaña para orar. Es
éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad: "su rostro
cambió, sus vestidos brillaban de blancos". El rostro iluminado refleja la
presencia de Dios. El Señor Jesús quiso dar fuerza a sus discípulos para que aguantaran
los terribles sucesos que llegarían con el prendimiento del Maestro y el inicio
de Su Pasión. Jesús enseñaba la Gloria de Dios en compañía de Moisés y Elías.
Luego, desde la nube, Dios Padre habló para recomendar a su Hijo Unigénito.
Pero la respuesta atolondrada de Pedro, era, en el fondo, muy humana y hasta
coherente… Deseaba alargar para siempre el momento del Monte Tabor construyendo
tres chozas, tres refugios, para los protagonistas de la Transfiguración. Lo
que no entendió Pedro es, precisamente, lo quería advertirle Jesús: el inicio
de unos tiempos terribles que iban a terminar no obstante con Gloria, con la
Gloria de la Resurrección.
La narración de
este c. 15 contiene una variedad de fuentes de difícil distinción. En principio
la división más clara se sitúa entre el primer párrafo y el resto de la
lectura.
Este capítulo
presenta dos partes claramente diferenciadas (1-6- 7-21). La primera está
construida a partir de la segunda, más antigua. Probablemente, los vv 3 y 13-16
son adiciones posteriores. La estructura formal es ésta: promesa de Yahvé,
lamentación de Abrahán, respuesta de Yahvé a la lamentación (acompañada de
actos significativos y confirmativos) y palabra final de Yahvé.
- "Mira al cielo, cuenta las estrellas si
puedes...” Así será tu descendencia": Abrán es invitado por Dios a
salir de su tienda, donde se cuestionaba sobre la contradicción entre la
promesa y la realidad de su existencia.
- "Abrahán creyó al Señor": El
narrador se dirige ahora al lector para darle la interpretación teológica de la
situación de Abrán.
Se afirma su fe sin
más explicaciones. Externamente la expresión de esta fe es un silencio
contemplativo de la promesa, interpretado como una aceptación del plan de Dios.
Ahora, Dios actuará en favor de Abrán.
- "El Señor le dijo: Yo soy el Señor...":
Un nuevo comienzo narrativo. Dios se presenta a Abrahán. En un mundo lleno de
manifestaciones de lo sagrado o de fuerzas amenazantes. Dios se identifica como
el Dios de la promesa. En este texto encontramos por primera vez la promesa de
la posesión de la tierra.
- "Tráeme una ternera de tres años...":
Dios pasa de las palabras a los hechos. Da órdenes para preparar un ceremonial
de alianza según la costumbre de los pueblos antiguos. Se colocaban animales
partidos por la mitad, "colocando cada mitad frente a la otra", y
quienes hacían el pacto debían pasar por el medio profiriendo contra sí mismos
una maldición parecida a la muerte de los animales, para el caso de violación
del pacto. Mientras Abrán lo prepara "los buitres bajaban a los
cadáveres": podría tratarse de fuerzas malignas que intentan oponerse a la
alianza.
- "Cuando iba a ponerse al sol...":
Empieza entonces un cuadro de expectación tensa y aterradora: el terror de la
oscuridad que cae en el exterior y en el interior de Abrán. Es un contexto de
revelación. Entonces "una humareda de horno y una antorcha ardiendo"
pasan entre los animales. No se identifica directamente con Dios, pero la presencia
del fuego nos recuerda la escena de la alianza del Sinaí. Notemos cómo es Dios
quien se compromete en el pacto, mientras se subraya la pasividad del hombre.
- "Aquel día el Señor hizo alianza con Abrahán":
La narración termina con una nueva explicación del hecho para deja constancia
jurídica de los términos de la alianza.
La actitud de
Abrahán es de duda, y exige una señal (v. 8). Muchas veces, en la Biblia, pedir
un signo no implica una falta de fe, sino todo lo contrario (cfr. Is. 7,
10-14). El Señor considera legítima esta postura y va a dar un signo en los
vs.9-12. 17-18a: pasar entre las partes de un animal descuartizado.
A la pregunta de
Abrahán en el v. 8, el Señor responde pasando a través de los animales (humo y
antorcha=fuego, son símbolos clásicos para indicar la presencia de Dios). El
paso a través de los animales descuartizados hace que este compromiso adquiera
suma solemnidad. Abrahán sólo es el destinatario, no se compromete a nada; y el
Señor no puede nunca correr la suerte de ser descuartizado, ya que siempre ha
sido, es y será fiel a su compromiso.
El responsorial es el
salmo26 (Sal 26,1.7-9.13-14
El salmo de hoy expresa confianza en Dios, es rezado por el orante en
el templo en tres situaciones de vida diferentes: momentos bélicos, abandono
familiar, agresiones sociales. El título hebreo lo atribuye a David, perseguido
por Saúl y antes de ser ungido rey en Hebrón, aunque para los especialistas hay
que considerarlo como de la época exílica o postexílica.
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo y lo titula “La ternura de Dios, confianza
del creyente”
1.
La Liturgia de las Vísperas ha dividido en dos partes el Salmo 26, siguiendo la
estructura misma del texto que es parecida a la de un díctico. Acabamos de
proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en
el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7 a 14 del Salmo:
comienzan con un grito lanzado al Señor: «ten piedad, respóndeme» (versículo
7); después expresan una intensa búsqueda del Señor con el temor doloroso de
sentirse abandonado por él (cfr vv. 8-9); por último, presentan ante nuestros
ojos un horizonte dramático en el que los mismos afectos familiares desfallecen
(Cf. versículo 10), mientras aparecen «enemigos», «adversarios», «testigos
falsos» (versículo 12).
Pero
también ahora, como en la primera parte del Salmo, el elemento decisivo es la
confianza del que ora en el Señor que salva en la prueba y ofrece su apoyo en
la tempestad. En este sentido, es bellísimo el llamamiento que se dirige a sí
mismo al final el salmista: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera
en el Señor» (versículo 14; Cf. Salmo 41,6.12 y 42,5).
También
en otros Salmos estaba viva la certeza de que del Señor se obtiene fortaleza y
esperanza: «a los fieles protege el Señor... ¡Valor, que vuestro corazón se
afirme, vosotros todos que esperáis en el Señor!» (Salmo 30, 24-25). El profeta
Oseas exhortaba así a Israel: «espera en tu Dios siempre» (Oseas 12, 7).
2.
Nos limitamos ahora a destacar tres símbolos de gran intensidad espiritual. El
primero de carácter negativo es el de la pesadilla de los enemigos (Cf. Salmo
26,12). Son descritos como una bestia que acecha a su presa y, después, de
manera más directa, como «testigos falsos» que parecen resoplar violencia por
la nariz, como las fieras ante sus víctimas.
Por
tanto, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene por guía e inspirador a
Satanás, como recuerda san Pedro: «vuestro adversario, el Diablo, ronda como
león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pedro 5, 8).
3.
La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar del
abandono incluso por parte de los padres: «Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá» (Salmo 26, 10).
También
en la soledad y en la pérdida de los afectos más queridos, el orante nunca está
totalmente solo porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento
se dirige a un célebre pasaje del profeta Isaías que atribuye a Dios
sentimientos de compasión y de ternura más que materna: «¿Acaso olvida una
mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues
aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Isaías 49, 15).
A
todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas de todos, a las que nadie dará
nunca una caricia, recordemos estas palabras del salmista y del profeta para
que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con
amor sus rostros sufrientes y quizá regados por las lágrimas.
4.
Llegamos así al tercer y último símbolo, repetido en varias ocasiones por el
Salmo: «Buscad mi rostro.Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro»
(versículos 8-9). El rostro de Dios es, por tanto, la meta de la búsqueda
espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible, la de poder
«gozar de la dicha del Señor» (versículo 13).
En
el lenguaje de los salmos, «buscar el rostro del Señor» es con frecuencia
sinónimo de la entrada en el templo para celebrar y experimentar la comunión
con el Dios de Sión. Pero la expresión comprende también la exigencia mística
de la intimidad divina a través de la oración. En la liturgia, por tanto, y en
la oración personal, se nos concede la gracia de intuir ese rostro que nunca
podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (Cf. Éxodo 33,20).
Pero Cristo nos ha revelado, de manea accesible, el rostro divino y ha
prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad --como nos recuerda
san Juan-- «le veremos tal cual es» (1 Juan 3, 2). Y san Pablo añade: «Entonces
veremos cara a cara» (1 Corintios 13, 12).
5.
Al comentar este Salmo, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes,
escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá la gloria del Señor de
manera desvelada y, al hacerse igual que los ángeles, verá siempre el rostro
del Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281).
Y
san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de este modo la oración
del salmista: «No he buscado en ti algún premio que esté fuera de ti, sino tu
rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta
búsqueda; no buscaré otra cosa insignificante, sino tu rostro, Señor, para
amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso... "No te
alejes airado de tu siervo" para que buscándote no me encuentre con otra
cosa. ¿Qué pena puede ser más dura que ésta para quien ama y busca la verdad de
tu rostro? (Comentarios a los Salmos, 26,1, 8-9, Roma 1967, pp. 355.357).
[Traducción del original italiano realizada
por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó
esta síntesis en castellano].
La
segunda parte del Salmo 26 es un canto de confianza elevado al Señor, que salva
en el momento de la prueba y nos sostiene durante la tribulación. A este
respecto, es muy bella la exhortación que el salmista se dirige a sí mismo:
«Espera en el Señor, sé valiente, ten animo, espera en el Señor» (v. 14). Como
en otros salmos, aparece la certeza de que la fortaleza y la esperanza vienen
del Señor.
Tres
símbolos resaltan en este Salmo. El primero es la pesadilla de los enemigos,
descritos como falsos testigos que respiran violencia, el segundo es la pérdida
de los afectos naturales más queridos y el tercero, varias veces repetido, es
la búsqueda del rostro divino que en el lenguaje de los salmos es sinómino de
la entrada en el templo y más específicamente la intimidad con Dios a través de
la oración.
Con
la confianza que da poder contemplar el rostro de Dios, el cristiano entra en
contacto con su gloria. A este respecto San Agustín completa la oración del
salmista al decir: «No buscaré cualquier cosa insignificante, sino tu rostro,
oh Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso». (San Juan Pablo II en la
audiencia general del miércoles 28 abril 2004. Comentario a la segunda parte
del Salmo 26 (versículos 7 a 14)).
En la segunda lectura (Flp
3,17-4,1 ) vemos la clarividencia de san Pablo en el diagnostico que hace. En el contexto del
texto San Pablo quiere motivar en profundidad a sus cristianos para vivir como
tales. Por ello menciona su propio ejemplo pero como un puro tránsito para
presentar la condición de Cristo y, por tanto, del cristiano. La condición de
Cristo es la que nos espera.
Jesús comenzó a
vivir esa realidad en su propia Resurrección de modo total. Nosotros esperamos
eso mismo. Por la unión que tenemos con El.
Consecuencia de
esto es reconocer la precariedad de nuestra existencia. Pablo no es
inconscientemente optimista. Ve los fallos, pero no se deja dominar por ellos.
Tiene esperanza.
San Pablo invita a
los filipenses a participar en la carrera que él lleva y a seguir su ejemplo.
Ya conocen cuál es el sentido de la vida y lo que deben hacer para alcanzar la
meta cristiana. Pero este conocimiento no es más que un primer paso, del que no
deben retroceder (3, 6). Ahora necesitan lanzarse hacia delante y correr hasta
alcanzar "el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo
Jesús" (3, 4). Hay algunos que ya le siguen en este empeño, pero es
preciso que todos se enrolen en la carrera.
(v. 3,17) "Seguid mi ejemplo": El apóstol no
es sólo un comunicador de un mensaje; es, ante todo, un discípulo del Maestro
que atrae a la imitación de su seguimiento.
(V. 18) "Hay muchos que andan como enemigos de la
cruz de Cristo": la invitación al seguimiento va acompañada también de
un poner de manifiesto los caminos equivocados de entender el Evangelio. La
crítica de san pablo parece que se dirige hacia el grupo de judaizantes que hay
en la comunidad de Filipo. Viendo una referencia a los judaizantes, queda más
claro que "su gloria" en "sus vergüenzas" es la confianza
en la circuncisión y en las obras de la Ley.
(v. 20) «Somos ciudadanos del cielo, de donde
esperamos también como salvador al Señor Cristo Jesús» . Quieras o no, no
se puede negar esta ley de desengaño que entraña vivir la esperanza cristiana.
La fe y la esperanza en Jesucristo como único salvador implican la incredulidad
en cualquier otra cosa y en nadie que no sea él. La esperanza cristiana es la
esperanza de los desengañados de todo aquello que no sea Dios o Cristo. De todo
el resto ¿existe algo en lo que se pueda poner «toda» la esperanza? Sin
embargo, no parece que nadie pueda manifestar por qué todavía. A pesar de la
decepción constante y continuada, aparece ante los ojos de los hombres, hasta
llevárselos tras ella, la ilusión de una vida liberada y completamente feliz
sobre la tierra. Los santos son hombres que, aun creyendo que para Dios nada
hay imposible, no creen ni esperan en otra cosa que no sea él.
La nueva ciudadanía no se logra por el cumplimiento de los preceptos de la Ley -Pablo les da una dimensión sólo humana-, sino por la incorporación transformadora con Cristo resucitado (cf. 1 Co 15,47-55).
El evangelio de hoy (Lc
9,28b-36 ), nos presenta uno de los relatos misteriosos, pero llenos de
esperanza escatológica: estamos en el mundo, pero nuestro destino no es este
mundo.
Se articula dentro
de un contexto en el que Jesús acaba de hablar de su muerte y de su
resurrección, de la necesidad de ese camino para todo el que quiera ser su
discípulo y del anuncio de que algunos de los presentes verán el Reino de Dios
antes de que mueran.
En este contexto
Lucas nos presenta a Jesús subiendo a un monte en compañía de Pedro, Juan y
Santiago, con la finalidad concreta de orar, y no de manifestarse a sus
discípulos. La referencia a la oración es típica de Lucas. Un judío oraba
varias veces al día, pidiendo a Dios la venida del Mesías. Lucas parece
presuponer que se trata de la oración de primeras horas de la noche, puesto que
de los tres discípulos dice más adelante que se caían de sueño.
La descripción de
la transformación de Jesús y el diálogo con Moisés y Elías la sitúa Lucas
durante la oración de Jesús. La escenografía es escatológica: color blanco,
brillo, gloria o resplandor, Moisés y Elías, cuya vuelta se esperaba para el
final de los tiempos. Es decir, Lucas se sitúa en este final y lo describe
desde las concepciones y los símbolos con que los judíos se lo imaginaban. El
diálogo versa sobre el éxodo de Jesús. Es el término que emplea el texto
griego, y no muerte como dice la traducción litúrgica. El término, en sí mismo,
suena al éxodo de Israel, a su salida de la cautividad de Egipto para entrar en
la tierra prometida. Tanto Moisés como Elías habían hecho la experiencia de un
camino que va de la opresión a la liberación.
En medio de la
escenografía escatológica entran en acción Pedro y sus dos compañeros. Su
entrada coincide con la marcha de Moisés y Elías, marcha que Pedro cree poder
evitar haciendo una propuesta desafortunada. No sabía lo que decía. La
situación escatológica sigue. El propio Dios se hace presente bajo el símbolo
de una nube envolvente y habla a los tres discípulos sobre Jesús. Moisés y
Elías no están ya. Sólo Jesús es el importante y a quien hay que escuchar, ya
que se trata de un mensajero o enviado muy especial: es el Hijo de Dios. Los éxodos
pasados, representados por Moisés y Elías, no existen ya, eran prefiguraciones,
anticipos. El éxodo último y definitivo, que completa y da sentido a los
anteriores, es el de Jesús, su muerte y su resurrección. Cuando éstos tengan
lugar realmente, algo decisivo habrá acontecido en el tiempo: éste habrá
empezado a ser efectivamente escatológico, es decir, último y definitivo. Hoy,
segundo domingo de cuaresma, todo esto tiene sólo valor literario. El domingo
de Pascua todo esto tendrá además valor real.
El relato de San Lucas sobre la Trasfiguración es sugerente. Jesús estaba en oración en lo alto del monte --es verdad que el Señor elegía sitios apartados y también altos para mantener su diálogo continuado con el Padre-- pero casi nunca se llevaba a nadie. Prefería quedar en soledad. En este caso son Pedro, Juan y Santiago quienes le acompañan. Lo que Jesús , tenía previsto para Pedro, Juan y Santiago era muy importante, mucho. Tendrían que construir la base para la transmisión de la Palabra del Reino y dar los primeros pasos catequéticos y organizativos para que ello tuviera éxito.
Hay
coincidencia al localizar el monte donde Jesús hizo ver a sus discípulos algo
de su gloria. Unos dicen que fue el monte Hermón, pero la mayoría defienden que
fue el monte Tabor.
En el Tabor, Jesús parece que deja
solos y alejados de las gentes a los discípulos. Esa soledad con un
acompañamiento selectivo gusta a los apóstoles. En el silencio
impresionante de aquella altura, ante el panorama de las llanuras de Galilea
con las aguas del Tiberíades en el horizonte, es comprensible que el Señor
subiera allí para orar. Pedro, Juan y Santiago le acompañaban, lo mismo que le
acompañarán cuando llegue la hora de las angustias en Getsemaní. Los que
participaron de su dolor participaron también en su gloria.
En el texto
se nos presenta a un Jesús
orante:"
Mientras Jesús oraba, el aspecto
de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. Es un pasaje único en los evangelios. Nunca Jesús aparece tan grandioso y
magnífico como entonces. Un resquicio de su inmensa gloria se trasluce por unos
momentos, ante los ojos atónitos de los discípulos preferidos. El rostro de
Jesucristo adquiere un aspecto nuevo y sus vestidos cobran el resplandor de un
blanco rutilante. A su lado otros dos personajes llenos de gloria hablan con Él
de su muerte en Jerusalén. Parece una contradicción el que, precisamente en
medio de aquella gloria, hablen de la pasión de Cristo. Pero en realidad se
trata de algo lógico ya que después de esa pasión y muerte, incluso gracias a
eso, Jesús resucitará glorioso y subirá luego con gran poder y majestad a los
cielos.
Los
apóstoles contemplan a Jesús orando en lo alto del monte. En el monte los tres
apóstoles experimentaron la visión de Jesús como el Hijo de Dios, al que hasta
entonces sólo habían visto como el “hijo del hombre”.
Desde
esta experiencia los apóstoles que acompañaban a Jesús le dicen: "Maestro,
qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías". "No sabía lo que decía",
aclara
el evangelista. El deseo de Pedro era un deseo
muy humano: si se estaba tan bien allí, ¿para qué iban a bajar al llano, a
luchar contra tantas adversidades como les esperaban? Pero había que escuchar a
Jesús, el amado del Padre, y Jesús les decía que había que bajar a la llanura y
seguir camino hacia Jerusalén. Jesús sabía muy bien que en Jerusalén le
esperaba la pasión y la muerte, pero también sabía que la pasión era el camino
necesario para la resurrección. Por la cruz a la luz. Pedro y los demás
apóstoles todavía no entendían esto, lo entenderían después.
Pedro y sus
compañeros no comprendieron entonces lo que estaban escuchando. Pedro lo único
que desea es perpetuar ese momento, o al menos que dure lo más posible. Por eso
quiere hacer un refugio para el Señor, Moisés y Elías, con el fin de que sigan
allí ante su mirada extasiada de gozo, ausente de todo lo que le rodea,
olvidado incluso de sí mismo, dispuesto a estar mirando aquella aparición
celestial por toda la eternidad. Este sentimiento nos hace comprender en cierto
modo, mejor quizá que muchas explicaciones, la dicha que supone la
contemplación de la Gloria. Si esto, que no era más que un pálido resplandor de
la majestad divina, fue suficiente para trastornar de dicha a Pedro, qué no
será la contemplación de Dios en todo su esplendor.
Una nube
descendió sobre la cima del Tabor y los apóstoles se vieron de pronto envueltos
por la niebla. La voz del Padre exclamó: "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle".
(v. 9,28) “Unos ocho días” (primer día de la nueva creación) después de
las palabras duras y desconcertantes de Jesús, ininteligibles para los
discípulos. Entienden a un Mesías glorioso, no a un Mesías que va a la cruz. El
anuncio de Jesús no puede ser tolerado. O Jesús da marcha atrás o le espera la
muerte. Para tomar la decisión de seguir, Jesús ora. El mundo de Dios y el
nuestro se encuentran en la oración y en la escucha de su palabra.
(v. 9, 28b) “Tomó Jesús a Pedro, a
Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar”. El monte alto, como el desierto, son lugares privilegiados de
encuentro con Dios. Jesús solía retirarse al monte a orar, para ser fiel a su
vocación y seguir su misión. La oración ayuda a superar la crisis de fe, que el
sufrimiento y la cruz producen hoy. En la oración descubrimos la identidad de
Jesús y la nuestra.
(v. 9,29) “Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban
de resplandor”. Toda la Biblia es una manifestación de
Dios. El centro de la escena es Jesús con el rostro iluminado. Hay momentos que
nos llevan a decir: ¡Dios me ha abandonado! Y de improviso la persona descubre que
él jamás se ha alejado, sino que la persona tenía los ojos vendados y no se
daba cuenta de su presencia. Entonces todo cambia y se transfigura.
(v. 9,30) “De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías. Dialogan
acerca de su muerte”. Los dos simbolizan el Antiguo Testamento.
Hablan del éxodo doloroso de Jesús. Cruz y resurrección van tan de la mano, que
es imposible separarlas. En el sufrimiento está ya Dios presente, exactamente
igual que en lo que llamamos glorificación. Nos toca descubrir que todo nos ha
sido dado, que es gracia; necesitamos ver nuestro verdadero ser. Lo divino que
ya está dentro de nosotros, no es lo contrario de las carencias que
experimentamos, inherentes a nuestra condición.
(v. 9,33) “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Cuando se habla de cruz, los discípulos duermen. Y cuando
reacción, con el recuerdo de la fiesta de las tiendas, no saben lo que dicen.
Les gusta más la gloria que la cruz, quieren un paraíso narcisista. Jesús no
ocupa todavía un lugar central y absoluto en su corazón. Tendrán que aprender,
hasta decir: "Por toda la hermosura, nunca yo me perderé, sino por un no
sé qué, que se alcanza por ventura".
(v. 9, 35) “Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido,
escuchadlo»”. Moisés y Elías han cumplido su misión.
Ahora la atención se centra en Jesús, a quien hay que escuchar para volver al
Evangelio. Damos el salto al Dios de Jesús. En el vemos lo que somos. Su
Palabra es la única decisiva. Las demás palaras nos han de llevar hasta él. Los
Evangelios son «relatos de conversión» que invitan al cambio, al seguimiento a
Jesús y a la identificación con su proyecto No tiene la Iglesia un potencial
más vigoroso de renovación que el que se encierra en estos cuatro pequeños
libros.
(v. 9,36) “Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo”. Toca bajar del monte a la dureza de lo cotidiano. Los discípulos
querrían quedarse arriba. En el corazón quedan los momentos de gracia, en los
que el amor se convirtió en certidumbre, la fraternidad se hizo palpable y toda
la realidad nos habló un lenguaje nuevo de esperanza y de sentido. Debajo de la
piel, muy dentro, en lo profundo, late Dios.
En la vida hay tiempos o momentos
privilegiados, llenos de sentido, embriagados de amor, de felicidad. ¿Has
tenido alguna transfiguración en tu vida? ¿Te ha ayudado a asumir tu misión?
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». ¿Puedo decir que el proyecto
fundamental de mi vida está en escuchar a Jesús en el Evangelio? ¿Qué mensaje
nos trae el símbolo de la transfiguración a este tiempo de mirada tan corta?
¿Qué aspectos de nuestra personalidad, queremos que sean transformados en este
tiempo? ¿Cuál es el mensaje para nuestra vida hoy y cómo hacerlo
realidad?
Para
nuestra vida.
Luz
y tinieblas son los componentes de nuestra vida. En el salmo
responsorial hemos manifestado en actitud orante y confiada: "El Señor
es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?".
Nos comenta Juan
Mediocre: " Grande
es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se
asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos
exclamar plenamente convencidos no sólo con la boca, sino también con el
corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él
quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el
Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque
ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el
Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros,
y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y
no podáis (Juan Mediocre de Nápoles, «Sermón 7», en PLS 4, cols. 785ss).
La primera lectura, nos muestra la acción de Dios para confirmar su
alianza con Abrahán. Abrahán prepara los animales para el sacrificio y
los pone sobre el altar… Y es el poder de Dios quien completa el holocausto.
“Un terror intenso y oscuro cayó sobre él…” Frase que refleja la soledad
tremenda del hombre ante Dios. Es verdad que Jesús de Nazaret nos muestra la
naturaleza de Dios. Desde que Él llega a la vida de los hombres la imagen de
Dios es otra. Dios es un Padre amoroso y tierno con sus criaturas. Pero eso, no
contradice con el poder infinito de Dios que, sin duda, al ser humano produce
temor por el poder y la grandeza de Dios al, inevitablemente, compararse con su
pequeñez, pobreza y desvalimiento de criatura. Además, es la antorcha de Dios
la que quema la ofrenda de Abrahán. Dios es el que dirige la historia y actúa
en nuestra vida. Con esta actuación de Dios, se abría, una nueva Alianza en el
medio de una noche difícil, como ocurrió igual es esa otra noche terrorífica en
la que Dios pactó con Abrahán.
"En
aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las
estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia" (Gn 15, 5). Abrahán era ya mayor, sus días se terminaban.
Y todo ese acabar de las cosas, todo ese sentirse cada vez más torpe, todo ese
presentimiento de la muerte cercana, todo ello le proporcionaba un vago
sentimiento de nostalgia, de honda pena. Pero lo que más le pesaba era el
envejecer sin hijos, el contemplar el gran amor de Sara totalmente baldío, sin
un hijo tan siquiera que perpetuara su nombre.
En
aquella noche serena, tachonada de mil estrellas, resonó la voz de Yahvé. Abrahán se puso a la escucha
con la misma fe de siempre: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y
los ojos cansados del patriarca se perdían entre aquellos puntos luminosos
sobre el oscuro cielo. Pues así será tu descendencia, concluyó el Señor.
Y
Dios actuó, la fe provocó de nuevo el prodigio. Sara, la estéril, y Abrahán, el
anciano, tuvieron un hijo. De él brotaría el frondoso árbol del pueblo de Dios,
renovado y engrandecido por Jesucristo. Y así, todos los que tienen fe en Jesús
son descendientes de Abrahán. Miembros del pueblo santo, hijos de Dios,
herederos de su gloria. Sí, la fe nos incorpora a la familia de Dios, nos
injerta en Cristo, el primogénito. Pero hace falta que la fe sea viva,
vibrante, consecuente, comprometida, amorosa, confiada, constante. Una fe con
obras, que, aún sin quererlo, se note y atraiga. Señor, que nos empeñamos
seriamente por ser coherentes en toda nuestra vida, la pública y la privada.
"Aquel
día, el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos. A tus descendientes
les daré esta tierra...” (Gn 15, 8). Yahveh le dio una prueba de que su palabra
quedaría cumplida. Hizo un pacto al estilo del que hacían los hombres de aquel
tiempo. Se puso a la altura de Abrahán, con la misma ternura que un padre se
agacha hasta ponerse a la altura de su pequeño… Los animales del sacrificio
estaban descuartizados según el rito usual. Por entre aquellos despojos habían
de pasar los que iban a pactar la
alianza, asumiendo así el serio compromiso de no violarla, so pena de ser
descuartizados al igual que aquellas víctimas...
Abrahán
esperaba, entre ansioso y atemorizado, la conclusión del rito. Y cuando el sol
se ocultó y las tinieblas poblaron la tierra, una llama viva pasó como antorcha
humeante por entre aquellos despojos. Yahvé no había faltado a su palabra.
Nunca faltó Dios a su compromiso. A pesar de no tener ninguna obligación frente
al hombre, de no deberle nada en absoluto, Dios permanecerá siempre fiel a su
compromiso de amor. Seremos nosotros, los descendientes de Abrahán, los que nos
empeñemos en romper el pacto que hicimos con el Señor.
En resumen vemos
que Dios prometió y Abraham creyó. La fe de Abraham fue grande. La promesa de
Dios era inmensa. Abraham pedía un hijo. Dios le concedía millones de hijos.
Incontables como las estrellas. Y, por si fuera poco, le dará también una
tierra, donde sus hijos puedan echar raíces.
Y más. Dios le dará
mucho más. Le dará su ayuda providente, su presencia constante, su amistad
definitiva. Se dará a sí mismo. Es lo que significa la alianza.
¿Qué se le pide al
hombre? Sólo una cosa: fe, fidelidad. Aunque te sientas acabado, aunque te
envuelva la «oscuridad», aunque te invada «un terror intenso», confía y espera
contra toda esperanza.
El salmo de hoy, característico de Cuaresma, nos brinda la ocasión
de hacer la experiencia más prolongada de intimidad con Dios. El salmista se
consideraba "huésped" de Dios: "sólo una cosa le he pedido
al Señor, sólo una cosa deseo: habitar en la casa del Señor todos los
días de mi vida... Me oculta en lo más secreto de su morada... Tu rostro,
Señor, yo busco". ¿Por qué no hacemos la experiencia de la proximidad
sabrosa de Dios? "Jesús inspirado en este salmo, nos invita a una
oración íntima". "Cuando quieras orar: entra en el silencio de
tu habitación la más retirada, cierra la puerta y dirige tu oración al
Padre que está allí, en lo secreto". (Mateo 6,6). Se trata de la misma
fórmula del salmo: "El me oculta en lo más secreto de su
morada". Alejarse en Dios. Ocultarse en Dios. Expresión de
ternura.
Hoy hay un
sentimiento bastante generalizado de la "ausencia" aparente de
Dios. El hombre occidental contemporáneo está realmente traumatizado por
"el silencio" de "Dios". Concluye sin más que Dios no
existe, que "Dios ha muerto". La fórmula de este salmo 26, es
dramática en este sentido: "No
olvido que tú has dicho: ¡buscad mi rostro! Tu rostro busco, Señor".
El salmista de otros tiempos debía, como nosotros, experimentar la
dificultad de encontrar a Dios. Pero su canto termina con un grito de fe:
" Espero gozar de la dicha
del Señor en el país de la vida. ".
El intimismo de
este salmo de confianza, no debe llevarnos a lo ilusorio. La oración,
"la habitación en Dios", la búsqueda de su rostro no justifican
la huida egoísta de la realidad. El salmo está impregnado por una
atmósfera de batalla. Los "malvados", los "adversarios",
los "enemigos", "aquellos que me acechan", están
allí, junto al que ora. “Escúchame,
señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme”. La búsqueda del
rostro de Dios conlleva todo un programa de lucha contra el mal, que puede
convertirse en un verdadero programa para una verdadera Cuaresma.
El primer
cuadro del salmo traza el rostro de Dios con dos símbolos, que son la expresión
de la fe y de la confianza del orante: el Señor es luz y salvación. Dios es luz
por ser principio de la creación y revelador de la vida; Dios es salvación
por ser defensa y fuerza del fiel (v 1).
En el
segundo cuadro del salmo, el orante, ya en el templo, desahoga su corazón con
una profesión de fe en forma de súplica, en la que interpela directamente al
Omnipotente: «Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme» (v 7).
La
conclusión del salmo la lleva a cabo el sacerdote con un oráculo de confianza
dirigido al orante para que no tema, sino que permanezca firme, esperando en la
fidelidad y en la asistencia del Señor (v 14).
El
Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso
el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el
que lo iluminaba. El veía la luz; no esa que muere al atardecer, sino aquella
otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no
caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
Decía
el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras se refería a
aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para
que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es
nuestra luz, es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica,
extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista cuando decía:
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El
hombre interior, así iluminado, no vacila; sigue recto su camino y todo lo
soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las
adversidades, y no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en
Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace
paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo
hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la
infunde a quien quiere y cuando quiere.
En
la segunda lectura San Pablo consagra
la doctrina de la resurrección gloriosa. La imagen del relato se relaciona
bien con el episodio de la Transfiguración. Y hace pensar que los discípulos,
tras contemplar al Resucitado, y su capacidad para superar tiempo y espacio, lo
relacionaron con la escena del monte. Pablo, sin duda, se inspiró en los
testimonios directos de los primeros discípulos. Recuérdenos como él reproduce las palabras de Jesús del
Jueves Santo, en la Institución de la Eucaristía, durante la Cena, en uno de
los textos más antiguos del evangelio: en el capítulo 11 de la Primera Carta a
los Corintios.
"Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del
cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo".
San Pablo les dice a los primeros cristianos de Filipos que ellos no deben
comportarse como hombres carnales, cuyo Dios es el vientre, sino en personas
espirituales, a imagen de Jesucristo. Era difícil para ellos, los cristianos de
Filipos, renunciar a las exigencias y tentaciones del cuerpo; también resulta
difícil para nosotros. Pero esta es nuestra lucha, una lucha que durará
mientras nuestro espíritu esté sometido a las tentaciones de la carne. Mientras
vivimos en el cuerpo, el vivir como personas espirituales será siempre una meta
a la que debemos aspirar, aunque sabiendo que no llegaremos a ella
definitivamente hasta después de nuestra muerte. Es la virtud de la esperanza
la que debe dar alas a nuestro espíritu, creyendo firmemente que también
nosotros podremos participar definitivamente de la victoria de Cristo sobre el
cuerpo y la muerte. Con esta esperanza vivimos los cristianos.
En el evangelio contemplamos
como Jesús como ser humano experimenta a
Dios con la oración.
La oración es la mejor manera que tenemos los humanos para comunicarnos con
Dios y sin oración no hay propiamente religión, o mejor, expresión religiosa.
La oración debe terminar siendo siempre en la transformación y transfiguración
religiosa. Una oración que no nos cambie por dentro tiene poco sentido y poco valor.
La oración debe ser siempre un acto de comunión y comunicación con Dios, porque
en la oración de alguna manera somos habitados por Dios. No oramos tanto para
que Dios nos escuche a nosotros, sino para que nosotros escuchemos a Dios. En
la oración debemos pedir transformarnos nosotros en Dios, no que Dios se
transforme en nosotros. Oramos para que nosotros seamos capaces de aceptar y
hacer la voluntad de Dios, no para que Dios se adapte y haga nuestra voluntad.
Una persona orante debe, además, manifestar en su vida ante los demás que es
una persona habitada por Dios, imagen de Dios, hijo de Dios. La oración, además
de tener una función transformadora de nuestro yo personal, debe tener una
función evangelizadora ante los demás. La oración, como venimos diciendo, debe
transformarnos por dentro y transfigurarnos por fuera ante los demás.
Los apóstoles quieren quedarse
allí, es para nosotros una llamada de atención. Aclara como cada uno de
nosotros debemos de aceptar, nuestras pequeñas cruces, nuestro calvario y
pasión, sabiendo que sólo de esta manera podremos escalar el monte de la
resurrección gloriosa.
Resuenan las palabras de Dios-Padre:
"Este es mi Hijo, el escogido,
escuchadle". Palabras que han de resonar también en nuestros oídos y
en nuestro corazón. Para que nuestra fe en Cristo aumente, y también nuestra
esperanza. Con la persuasión de que el gozo de ver a Dios llenará de consuelo y
felicidad todo nuestro ser, preocupémonos por ser fieles al Señor, cueste lo
que cueste, hasta el fin de nuestro peregrinar
terrenal.
Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías,
representantes de la Ley y los Profetas. Jesús está en continuidad con ellos,
pero superándolos, dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues Él es
el Hijo, el escogido. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de
la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo!
Abram escuchó la voz de Dios y creyó en su promesa: una descendencia como las
estrellas del cielo y una tierra como posesión suya. Abrahán escuchó y aceptó
la alianza con Dios. Era una costumbre sellar la alianza pasando entre las
carnes sangrientas de los animales cortados en dos. Dios toma la iniciativa,
pues sólo El, con el signo del fuego, pasa por entre las dos partes de los
animales. Pero Abram escucha y acepta el plan de Dios. Desde ese momento
transforma su nombre. Ya no será Abram, sino Abraham -padre de muchedumbres-.
La gran tentación es quedarse quieto,
porque en la montaña "se está muy bien". Hay que bajar al llano, a la
vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos
refugiarnos en un mero espiritualismo que se desentiende de la vida concreta.
Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra y es aquí donde
debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir
como hombres nuevos y transformados.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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