La
resurrección, la ascensión y pentecostés son momentos diversos del misterio
pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la
liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de
pasar Cristo de este mundo al Padre.
La
resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la ascensión su
retorno al Padre y la toma de posesión del reino y pentecostés, su nueva forma
de presencia en la historia.
El hilo
conductor de este domingo es la partida
de Jesús, la ascensión del Señor va
unida al tiempo de la responsabilidad
cristiana.
El domingo que
viene acabaremos las fiestas de Pascua celebrando el don del Espíritu Santo. Es
el don que Jesús prometió a sus discípulos cuando se iba al cielo. El don que
da fuerza para ser testigos de la Buena Nueva de Jesús, continuadores de la
obra del amor de Dios que hemos conocido en Jesús. Preparémonos para ello de
todo corazón.
La primera lectura es
del libro de los hechos de los apóstoles (Estas primeras
palabras del libro sirven de introducción y de conexión con el tercer evangelio
perteneciente al mismo autor y dedicado igualmente al mismo amigo Teófilo. Aquí
no se habla ya de Jesús recorriendo Palestina con sus discípulos, sino de Jesús
resucitado. Por supuesto que es la misma persona, pero Jesús ha pasado
definitivamente las puertas de la muerte. Ya vive en el más allá, compartiendo
la gloria del Padre; solamente que por algunos días quiere manifestarse a sus
seguidores y entregarles sus últimas instrucciones.
Lucas
nos ha dejado dos relatos muy diferentes. El primero sirve de doxología a la
vida pública del Señor; el segundo sirve de introducción al Libro de los Hechos
y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc
24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9,
11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración
cósmica y misionera, es mucho más simbólico y exige una cierta desmitificación.
En efecto, mientras que algunos relatos de la ascensión (primer y tercer
Evangelios, porque el de Marcos es muy tardío) sólo la presentan como la otra
cara del misterio pascual, el relato de los hechos materializa el
acontecimiento y exige, por tanto, un tratamiento especial.
La Ascensión
aparece la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta
días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del
Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de
preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de
espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no
es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia
de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. Es muy
significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no
quedarse mirando al ciclo (v. 11).
No quedarse «ahí plantados mirando al cielo». Volver
a la ciudad,... pero siendo sus testigos aquí y allá. Que la memoria de Jesús
no sea nostalgia ni simple recuerdo, sentimiento intimista inoperante, intrascendente.
Sino impulso de seguirle hacia los hombres, hacia el Reino.
Y se vuelven a
Jerusalén con la alegría metida en el alma.
Es todo un
programa de vida. Y para ello:
"Seréis bautizados con Espíritu Santo".
Esta será la fuerza de Dios en nuestra debilidad. Uno se sorprende al ver la
serenidad, la ciencia y fortaleza de aquellos primeros discípulos, pescadores
temerosos y desalentados; ¡cómo cambió su suerte! Durante esta semana pidamos
con insistencia la venida del Espíritu Santo.
Cristo sentado
a la derecha de Padre es evidentemente una imagen. Lucas no quiere localizar la
presencia del Señor, sino solamente hacer comprender que el Resucitado es a
partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y
origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter
universalista en el mundo.
La imagen de
la nube es el signo de la presencia divina. No se trata de un fenómeno
meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de
Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo.
Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios
en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
San Lucas da
al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como
"arrebatado" (v. 11; cf. Mc
16, 19) o "llevado" (v. 9).
Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la
afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia
(v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse
(v. 11). Sin duda San Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que
separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino
(v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que
pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar
que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo
carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de
los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas
sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la
Iglesia.
La finalidad
de todo este fragmento es la de presentar el grupo de los apóstoles como
depositario legítimo y oficial de la doctrina y de la misión de Jesús. Por
consiguiente todo el desarrollo posterior de la vida de la Iglesia, de su
predicación, de su vida, su misión, encontrarán su punto de apoyo en este grupo
nuclear. El autor de Hechos piensa ya en la extensión de la misión eclesial
entre los paganos y los conflictos que ello ocasionó en el seno de la primera
generación cristiana. Esta decisión de la Iglesia encuentra su fundamento en la
autoridad del Resucitado depositada en el grupo apostólico.
El carácter
histórico de la resurrección y ascensión de Jesús nos permite afirmar también
el carácter trascendente y escatológico de la Iglesia. Si Jesús resucitado y
glorificado vive en su Iglesia, ésta tiene una dimensión trascendente y escatológica.
Si negamos el
carácter histórico de la resurrección y ascensión, negamos al mismo tiempo el
carácter trascendente y escatológico de la Iglesia de Jesús. La Iglesia no nace
porque Jesús se va o porque no retorna, sino que nace justamente porque el
resucitado no se va. Es la presencia y no la ausencia de Jesús resucitado lo
que hace posible la Iglesia. La teología liberal ha presentado el surgimiento
de la Iglesia, especialmente en los Hechos de los Apóstoles, como una necesidad
para suplir la no-realización de la segunda venida de Jesús, que se pensaba era
inminente. Para responder a la frustración de la no venida de Cristo, la
segunda generación cristiana, y en ella especialmente Lucas, plantea la
necesidad de la construcción de la Iglesia para esta época entre la
resurrección de Jesús y su venida al final de los tiempos.
El responsorial es el Salmo 46 (46,2-3.6-7.8-9). Uno de los
días de la "fiesta de los Tabernáculos", Jerusalén festejaba a
"su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el
fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba"
hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de
"mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su
realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su
pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella
significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde
siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma,
Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo.
Como en toda
ideología real, se veía a Dios como "el gran rey" (término
babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"...
Vencedor de sus enemigos, (él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos
los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta
"subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas
de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de
guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a
gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros
gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"...
Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían
temblar.
Este salmo
aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran
victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente,
este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una
procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto
para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la
figura del monarca.
Tocad con
maestría. Esta maestría -'sapienter'- es la propia de los Santos, que son los
que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo; incluye la
comprensión espiritual de aquello que se canta
y concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de
modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces, dice San Benito.[1]
Invoquemos al
Espíritu Santo para que nos conceda el don de sabiduría -'sapienter'-, a fin de
que esta celebración nos resulte 'sapida scientia', una ciencia sabrosa acerca
de Dios mismo y también de sus designios para con nosotros.
La segunda lectura de la carta del
apóstol san Pablo a los efesios (Ef 1,17-23). presenta dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, la
petición a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y
revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el
principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para
conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad
abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la
aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios.
La sabiduría que Pablo pide a Dios para los
efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del
Antiguo Testamento, pero considerablemente ampliado en su definición cristiana,
pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad
divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación
del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de
ello, en total contraste con la miseria de la resistencia humana ; es el
descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo
(v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
Este poder
divino San Pablo lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y
fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear
la tierra e imponerle su voluntad, sino que incluso cambia estas leyes, puesto
que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de
poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto
la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el
mundo del Dios de Jesucristo.
El poder de
Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que
desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de
todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Estas
actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos
corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señala como subordinadas a
cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las
consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan ya a los
creyentes como miembros del cuerpo de aquél
San Pablo
suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para
comprender las actuaciones de Dios:
* en primer
lugar, qué gran esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los ha
llamado; en
*segundo lugar, qué riqueza supone la herencia
que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse en la comunidad de
los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios;
*en tercer
lugar, qué admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y,
además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una
vida eterna.
San Pablo ha
pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo
cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En
efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del
universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente
sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya
indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza.
aleluya mt 28, 19. 20 Id y haced discípulos de todos
los pueblos --dice el Señor--; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo.
El evangelio vuelve a ser el propio del ciclo
A (San Mateo) (Mt 28,16-20). El relato se
sitúa en Galilea. Este dato nos remite al comienzo de la actividad de Jesús
(Mt. 4, 12). San Mateo hace, pues, coincidir el lugar de comienzo de la
actividad de la Iglesia con el de comienzo de la actividad de Jesús. Este
procedimiento está al servicio de una intencionalidad precisa: unidad
indisociable entre Jesús y su Iglesia. Galilea es para Mateo, algo más que un
dato geográfico. Galilea funciona en calidad de símbolo de país desilusionado y
sin horizontes, al que Jesús devuelve la ilusión y la esperanza. Para Mateo,
pues, la Iglesia devuelve la ilusión y la esperanza a una tierra desilusionada
y sin horizontes. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, que toma el relevo del
viejo pueblo judío surgido del monte Sinaí (cfr. La mención del monte en el v.
16). Los once funcionan en Mateo en calidad de germen eclesial.
El v. 17 es un
breve apunte de toda la experiencia pascual de los discípulos . Estos tuvieron
el gozo de ver a Jesús, pasaron por la indecisión de dudar y terminaron con la
certeza de adorar.
"Al verlo ellos se postraron, pero algunos
vacilaban". Se postran al aceptarlo como Señor. A la vez vacilan
porque aún no tienen la fe suficiente para asumir el destino de Jesús con todas
sus imprevisibles consecuencias. Es la duda constante que embarga a los
cristianos sobre el sentido de la presencia de Jesús y sobre su acción en la
Iglesia.
Los vs. 18-20
son una síntesis de lo más esencial del pensamiento de Jesús acerca de sí
mismo, de la Iglesia y del mundo. En estas palabras se respira el gozo profundo
de una comunidad que vivía la experiencia de tener al Señor Jesús, Vida, Luz y
Fuerza de Dios.
Las primeras
palabras de Jesús (v. 18b) son una revelación: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra". El
Padre ha comunicado al Hijo la plenitud de su soberanía sobre el universo. El
parecido de este poder con el poder humano se limite a la sola fonética de la
palabra "poder". El poder
de Dios es creativo y liberador. Jesús resucitado ha recibido del Padre
"pleno poder" sobre toda la realidad, fruto de su entrega total. Un
poder que es servicio, porque se fundamenta en el amor. Este poder universal y
absoluto del Resucitado es la raíz de donde brota el universalismo de la
misión.
Versículos
19-20a. El Mesías omnipotente no aspira a hacer de la universal comunidad
humana su imperio. Ser discípulo es entrar en una nueva relación con el Padre,
el Hijo y el Espíritu de Dios. Esta relación relativiza y está muy por encima
de todas las formas humanas de convivencia. En San Mateo el fin de la misión es "hacer
discípulos" (19a).
Versículo 20b.
Los discípulos tendrán que llevar a término su misión universal en un contexto
de sufrimiento, crisis y persecución. Cuando, en la historia bíblica, Dios
encomienda a alguien una misión, asegura al hombre comprometido su asistencia
eficaz. Esta asistencia es garantía de eficacia y estímulo de audacia humilde.
Para nuestra vida
La Ascensión
se celebra el domingo anterior a Pentecostés. Han quedado acumuladas así dos
fiestas, separadas tradicionalmente por un domingo que era preparación y espera
para la venida del Espíritu Santo.
La Ascensión
es un doble de la Pascua: ésta subraya que el crucificado vive y no ha
abandonado a los suyos; aquella, que fue exaltado a la derecha del Padre, al
ámbito de Dios. No celebramos una partida o una despedida: a la partida de
Jesús asistíamos conmovidos el viernes santo y su despedida la celebrábamos el
jueves, con la Cena. Jesús nos "deja" como nos dejamos todos nosotros:
por la muerte. La Ascensión no tiene nada de sentimiento; todo es en ella
alegría exultante, porque celebramos la exaltación del crucificado.
La primera lectura es el comienzo del Libro de los hechos de los apóstoles. Estos
primeros versículos enlazan con el evangelio, del mismo autor. Pero lo primero
importante que aparece es el encargo de Jesús a los apóstoles sobre la espera
del Espíritu Santo: precisamente por la despedida de Jesús, el Espíritu Santo
entra más de lleno en el campo de mira y actuación de los apóstoles.
Jesús se
despide y parte de los suyos a la gloria del Padre, deja el encargo de esperar
la fuerza de lo alto, que es el Espíritu de Dios, con la que podrán llevar a
cabo la misión encomendada. Sin embargo, todavía aparece la pregunta sobre el
momento de la restauración del reino de Israel. La respuesta es contundente: no
tienen por qué preocuparse los discípulos de la alta intención de Dios; más
bien tienen que pensar en la tarea que están a punto de comenzar con el impulso
del Espíritu: como testigos de Jesús, llevar a los hombres la realidad de la
salvación establecida por él en la palabra y en la gracia.
En el texto es
importante el significado fundamental de la palabra "testigo" en
relación con el esquema del campo de misión ("Jerusalén-Judea-Samaría-
confines de la tierra"), es decir, la tarea se orienta universalmente, a
lo ancho del mundo; esquema que ya es repetición de Lc 24, 47s. En este sentido
es importante ver que sólo el Jesús resucitado da esta misión ("confines de
la tierra", "a todos los pueblos", "a toda criatura"),
mientras que Jesús al principio se había limitado a Israel.
Junto al
testimonio de la real ascensión de Jesús al Padre, el consuelo de estas
revelaciones se centra en la promesa de su retorno. Entre el Señor que marcha y
el que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda
fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los
apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de
la parusía
El relato de
la ascensión de Jesús tiende a subrayar la responsabilidad nuestra como creyentes. Así como "en el principio creó
Dios el cielo y la tierra" y todas las cosas y, una vez creado el mundo,
lo sometió a la responsabilidad del hombre, que habrá de dar cuenta de la
gestión ante el Creador, así también el relato de la ascensión acentúa la
subida al cielo de Jesús, para que quede patente que la tierra queda en manos y
bajo la responsabilidad de los discípulos de Jesús, que tendremos que responder
ante Jesús, que ha de volver a pedirnos cuentas.
La ascensión
expresa el cambio en Jesús resucitado, una nueva manera de ser, gloriosa,
glorificada, pero siempre histórica, pues Jesús glorificado sigue viviendo en
la comunidad.
La Ascensión
es una invitación al realismo cristiano y no una evasión a un falso cielo
deseado. Los ángeles invitan a mirar a la tierra y preparar su vuelta aquí
entre los hombres. La fe es una alienación si uno se despreocupa del mundo.
Pero esta fe alienante está condenada por los mismos ángeles: «Galileos, qué hacéis ahí plantados mirando
al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le
habéis visto marcharse».
Es más fácil
ubicar a Cristo, el Hijo de Dios, a la derecha del Padre en el cielo, que hacer
sitio al Hijo del hombre en nuestro mundo y por encima de nuestros intereses.
Creer en Dios no es muy difícil, sobre todo si lo situamos en el cielo. Lo
difícil -y eso es el cristianismo- es aceptar que Dios se ha hecho hombre, que
es hombre, que vive y está con nosotros, precisamente en el prójimo. Eso es
difícil de creer, porque eso nos compromete y nos complica la vida,
cuestionando nuestra seguridad, nuestro bienestar, nuestro progreso frente al
riesgo, malestar y subdesarrollo de tantos millones de cristianos vivientes...
en los que no creemos y a los que olvidamos y rechazamos.
La Ascensión
es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura
aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia
actual. Fácilmente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino
y esta creencia obstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta
en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún
provisional, en Reino definitivo y absolutizar algunos de sus rasgos
provisionales.
Lo que importa
no es admirar o criticar a la Iglesia, sino crearla. Pero en tanto en cuanto se
la "crea" es que aún no se "ve" el Reino.
En realidad la
Iglesia se define con relación al Reino a partir de nociones como "todavía
no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya"
(lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha
venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). La
Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela
hoy a los hombres pecadores.
La
Iglesia nace, de una presencia gozosa de
Jesús vivida históricamente. La presencia de Jesús es histórica, no como
presencia visible y empírica, sino como presencia trascendente vivida en la
historia. La experiencia escatológica fundamental de la Iglesia es esta
experiencia histórica de la resurrección de Jesús en el mundo y en la
comunidad. La Iglesia en los Hechos de los Apóstoles es una Iglesia
escatológica, no porque espera para pronto la segunda venida de Jesús, sino
porque vive desde ya históricamente la experiencia de Cristo resucitado y
glorificado en el mundo y en la comunidad. Esta dimensión escatológica de la
Iglesia se expresa en los Hch en las apariciones de Jesús resucitado en los
momentos difíciles de la Iglesia (a Esteban, a Pedro, a Pablo), pero sobre todo
la vive en la experiencia permanente del Espíritu Santo. La eclesiología de
Lucas es histórica, justamente porque es definitivamente una eclesiología
escatológica y pneumática.
Con el salmo 46, los cristianos aclamamos a Cristo
resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube
a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su
triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad,
porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al
cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia,
sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios
con gritos de júbilo.
El salmo 46
tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por
medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y
su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la
Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de
la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.
Ellas muestran
hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en
eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza
humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad
pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la
sustancia corpórea de Cristo.
En la segunda lectura se ofrece otro significado
teológico de la ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto
paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es propio de San
Lucas principalmente.
Aquí se habla
de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la
Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es trabajo
destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo mismo; o,
por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la glorificación
de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.
Se trata de
fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien
aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas
independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este
Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará
completa la obra del Señor Jesús.
El misterio de
nuestra salvación nos desborda. Necesitamos "espíritu de sabiduría» y la sabiduría del Espíritu, para llegar a
comprender «la extraordinaria grandeza»
de los dones que Dios nos concede por medio de Jesucristo.
Lo que
nosotros esperamos, «la riqueza de gloria que nos da en herencia», podemos
imaginarlo viendo el despliegue de poder y gloria realizado en Jesucristo.
Veamos cómo Dios, «el Padre de la gloria»,
resucitó a su Hijo, lo sentó a su derecha y lo puso por encima de todo. La
Iglesia, nosotros, somos su complemento y plenitud.
El evangelio presenta el final del evangelio de San
Mateo.
Los discípulos van a "un monte"
de Galilea. En un monte Jesús sufrió la tentación del poder, en un monte se
transfiguró, en un monte proclamó su mensaje. Seguramente que hay que tener en
cuenta todas estas indicaciones del evangelio de San Mateo para captar toda la
riqueza del "monte", que,
además, es lugar de la presencia de Dios.
Los discípulos
se prosternan. Se hallan ante una manifestación divina. Jesús, que había
rehusado todo tipo de poder, ha recibido todo el poder de Dios. Y, con este
poder, confía una misión a los discípulos. Los envía a todos los pueblos,
también al de Israel, para "hacer discípulos".
Los discípulos
deben tomar el relevo de su obra. Jesús ya no está visible para anunciar su
buena noticia a los hombres. Somos los que creemos en él los que debemos
hacerlo, los que debemos proclamar que hay un Dios que es amor, un Dios que
quiere que los hombres vivamos en plenitud. Esta es la única razón de la
Iglesia: continuar con fidelidad el camino marcado por Jesús. E Iglesia somos
todos. La misión a la que envía Jesús a sus seguidores es universal, y consiste
en "hacer discípulos". No se trata de ofrecer un mensaje, sino de
establecer entre los hombres y Jesús resucitado una relación personal y un
seguimiento. Lo fundamental es posibilitar el encuentro con Jesús, no la
doctrina, para que el hombre se comprometa a compartir su proyecto de vida.
Este "haced discípulos" se concreta en
"bautizar" y "enseñar". Bautizar en el nombre de
alguien significa establecer con él una relación personal. Por el bautismo
entramos en relación personal con el Dios de Jesús, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. La enseñanza no es otra que la misma de Jesús. "Enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado". La fe es un don al que hay que permanecer fieles. Los
cristianos tenemos que vivir en permanente recuerdo-presencia de la persona,
palabras y acciones de Jesús. Su Espíritu nos ha sido dado para ello. Jesús es
origen, camino y meta de toda nuestra vida. La vitalidad de la Iglesia, de cada
comunidad y de cada cristiano, será proporcional a la fidelidad con que escuche
la voz del Espíritu y la siga. Voz que quiere llevarnos siempre a Jesús, para
que, reencontrándonos a nosotros mismos mediante la contemplación amorosa del
Hijo, la meditación atenta y asidua de su palabra y la encarnación arriesgada
de su mensaje, nos renovemos incesantemente.
Jesús no
encarga a sus discípulos únicamente que enseñen una doctrina, sino que animen a
practicarla. Deben enseñar su mensaje completo a través de sus propias vidas,
de su propia fidelidad a las palabras de Jesús. Es la vida de las comunidades
cristianas la escuela donde se inician los nuevos creyentes. Deben enseñar
sabiendo que no son maestros, sino discípulos del único Maestro; que no enseñan
algo propio. Su enseñanza debe tener la fidelidad y la dependencia más
absolutas de la de Jesús. Nace de una escucha.
Finalmente
Jesús promete su presencia continuada en sus discípulos hasta el fin del mundo.
Aquel deseo
del pueblo de Israel se ha cumplido. Dios es el Emmanuel, Dios-con-nosotros.
Así, el final del evangelio remite al comienzo, cuando el ángel comunica a José
que al niño "le pondrán Emmanuel".
La Ascensión
es la plenitud de la Encarnación. Cuando se hizo carne no se pudo encarnar más
que en un solo hombre, al que asumió personalmente el Verbo de Dios. Pero
mediante la Ascensión, por la fuerza del Espíritu que lo resucitó de entre los
muertos, se hace «más íntimo a nosotros que nosotros mismos», de tal modo que
Pablo pudo decir «vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en
mí».
La Ascensión
supone pues:
-Vivir
la certeza de que Él "está con
nosotros todos los días hasta el fin del mundo". Que la Encarnación es
un gesto de Dios irreversible. Está, pero de otro modo. Y los apóstoles
necesitaron semanas para comprender y hacerse a la idea. Es el sentido de lo
sorprendente de cada "aparición". Reconocerle en tantas mediaciones:
Iglesia, comunidad concreta, sacramentos, Eucaristía, los más abandonados, el
perdón, etc. Encontrar al Señor en todo y de tantas maneras.
-No
quedarnos "ahí plantados mirando al
cielo". Volver a la ciudad, al trabajo..., pero siendo sus testigos
aquí y allá, en medios eclesiales y fuera de ellos. Que "la memoria de
Jesús" no sea nostalgia ni simple recuerdo, sentimiento intimista
inoperante, intrascendente. Sino impulso de seguirle hacia los hombres, hacia
el Reino, hacia el Padre.
-"Seréis bautizados con Espíritu Santo.",
ésta será la fuerza de Dios en nuestra debilidad. Es sorprendente ver la serenidad, la ciencia y fortaleza de
aquellos primeros discípulos, pescadores temerosos y desalentados. Es ejemplar y
ayuda valiosa para poder encontrar en cada circunstancia qué hacer de nuestra
pequeña historia personal y colectiva para que llegue a ser historia de
salvación que no decepcione a Dios.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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