Comentario a las lecturas del XVI Domingo del Tiempo Ordinario 19 de julio de 2020
Las lecturas de hoy tienen como hilo conductor la cercanía bondadosa y activa de Dios en nuestro peregrinar terrenal. Así nos muestran el deseo de Dios de perdonar y de olvidar, cuantas veces fuese necesario, el pecado del hombre.
La lectura del Antiguo Testamento nos indica con claridad qué es lo que, sobre todo, debe retener y centrar nuestra atención: la larga paciencia de Dios, su juicio indulgente, el don de la conversión para quienes han pecado: ". diste a tus hijos una buena esperanza, pues concedes el arrepentimiento a los pecadores." Sb 12,19(
San Pablo afine aún más la acción divina en nosotros y dentro de la búsqueda del arrepentimiento y de la paz. Dice Pablo: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables". No hemos de temer por nuestros pocos medios personales, ni por una voluntad rota, ni por, tampoco, la repetición de nuestras faltas. Llegará el equilibrio, vendrá el Espíritu en nuestra ayuda.
El evangelio al hablar de la cizaña, solo se nos pide el reconocimiento de la existencia de la misma, no significa nada más que el reconocimiento de que existe. No se trata de una afirmación de su poder o de su capacidad para doblegarnos. No es dicho reconocimiento un planteamiento pesimista, ni truculento. Es la constatación de una realidad que nos circunda.
La primera lectura es del libro de la Sabiduría (Sb 12, 13. 16-19) Este pasaje forma parte de la reflexión sapiencial sobre los castigos infligidos por Dios a los cananeos (v. 12). Es parte de los "juicios históricos" de los caps. 11-12 y 16-19 que comentan, de forma midrásica, los relatos de las plagas del libro del Éxodo. Dos fuerzas antagónicas se enfrentan, Israel y Egipto, y el Señor es el juez que emite su veredicto. El Dios de Israel no puede permanecer indiferente a la historia de su pueblo sino que en ella manifiesta su fuerza, su poder, su justicia.
-"Justicia, juicio y poder" son tres palabras que el autor de este libro repite machaconamente mientras exhorta a los poderosos de este mundo a la praxis de la justicia... Y una duda asalta la mente del autor: ¿Dios es justo? Entonces, ¿por qué castiga a la gente cananea que es inocente? Pase el que Dios castigue al Egipto opresor, pero ¿qué pecado han cometido los pobres cananeos para que su territorio sea invadido? ¿No es un abuso del poder divino? El autor trata de responder a estos interrogantes en los vv. 12. 13-21
Dios no actúa con moderación por miedo o debilidad, sino por su gran misericordia, pues Yahvé es el único Dios que juzga de todo y no tiene que dar cuentas a nadie de su proceder, pero quiere demostrarnos que sabe juzgar con justicia. El poder de Dios no es un motivo para que obre como un tirano, arbitrariamente; por el contrario, es el fundamento de su serena justicia. Su poder sólo se hace sentir contra los que le desafían estúpidamente.
Dios es tan poderoso para cumplir sus planes que no necesita aliarse con la injusticia y recurrir al terror. "Porque tu fuerza es el principio de la justicia, y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos" (V. 16).Por eso castiga con moderación incluso a pueblos extraños. Con mayor razón tratará con indulgencia a su pueblo Israel. El rigor excesivo no es propio de Dios, pues es la señal más clara de la debilidad de los tiranos.
Obrando así, Dios enseña que "el justo debe ser humano". La justicia deja de serlo cuando no se deja aconsejar por la misericordia. Dios no se precipita en sus castigos y da lugar al arrepentimiento, "concedes el arrepentimiento a los pecadores" (V. 19), pues no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
El autor aplica estos principios a los hechos concretos y distingue en Dios dos comportamientos.
*Dios se muestra fuerte y severo con quienes no creen en su soberano poder, siguiendo la conducta de los paganos; y también con los que creen, pero viven como si no creyeran, siguiendo la conducta de los judíos apóstatas (Rom 1, 21). Dios castiga el orgullo de una vida descreída y la insensatez de una conducta ilógica.
*Dios se muestra condescendiente y bondadoso con quienes reconocen su omnipotencia divina y obran en consecuencia. Dios gobierna a los hombres con moderación e indulgencia, porque es poderoso y sabe que, con sólo quererlo, puede recurrir a su fuerza y su severidad.
Esta conducta de Dios enseña a su pueblo dos cosas.
*A ejemplo de la sabiduría debe mostrarse humanitario, y esto no sólo con sus hermanos de raza, como prescribía la ley israelita, sino con todos los hombres. Es un jalón importante en el camino hacia el amor universal del Evangelio (Mt 5, 43-48).
*Nunca debe perder la esperanza, pues siempre hay lugar para el arrepentimiento y el perdón.
El responsorial es el salmo 85, (Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16a ). Este salmo , nos brinda una sugestiva definición del orante. Se presenta a Dios con estas palabras: soy "tu siervo" e "hijo de tu esclava" (v. 16). Desde luego, la expresión puede pertenecer al lenguaje de las ceremonias de corte, pero también se usaba para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o de una tribu.
El salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero": "todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade: "porque tus juicios se hicieron manifiestos" (Ap 15, 4).
El salmista, que se define también "fiel" del Señor ( v. 2), se siente unido a Dios por un vínculo no sólo de obediencia, sino también de familiaridad y comunión. Por eso, su súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y esperanza.
El Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en su amor (vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un "Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal" (v. 15). Estos reiterados y convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se abandona al "Señor (...) bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (v. 5).
En el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los pueblos (vv. 8-13).
Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los pueblos" adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a "todas las gentes" (Mt 28, 19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto, él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).
El salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.
Aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado.
La segunda lectura de la carta del apóstol San Pablo a los romanos (Rom 8, 26-27) Este texto, es un buen complemento a las parábolas del Reino.
No sólo gime el universo y gemimos nosotros, sino que también es el Espíritu mismo quien gime. El Espíritu, en nuestro interior expresa mucho más intensa y vivamente que nosotros mismos este anhelo de vida y plenitud que es el Reino. ¿Cómo podríamos vivir lo que vivimos, sentir lo que sentimos, anhelar lo que anhelamos, si no fuera por el Espíritu que hay en nosotros?
La humanidad vive un continuo parto, ilusionada con dar a luz una criatura perfecta. Pero su debilidad radical (el egoísmo, el vivir para sí) puede más que su ilusión y por eso sus parto es trabajoso y decepcionante.
Como parte integrante de la humanidad, los cristianos vivimos la grandeza y la miseria de esa misma humanidad. Demasiadas veces los cristianos experimentamos la debilidad (v. 26), es decir, el egoísmo paralizante, que encierra en uno mismo borrando todo horizonte e imposibilitando toda colaboración en la tarea de creación de una nueva criatura.
"nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables". (V 26). Los "gemidos inefables" son los sentimientos y vivencias internas, de los que nosotros mismos no somos demasiado responsables ni a un conscientes, pero que nos abren a Dios.
El segundo versículo subraya el modo de ser del Espíritu en nosotros.
Por una parte el modo de ser para el Espíritu en sí, y ese Espíritu que está presente en nosotros y nos impulsa a actuar de modo determinado. Muchas veces ni nos damos cuenta de El. Pero Dios se está comunicando con nosotros. Algo así como si fuésemos una especie de espejo del propio Dios cuando el Espíritu actúa.
Dentro de la vida en el Espíritu un tema particularmente importante es el de la oración. La condición cristiana no supone una total transformación del hombre, sino que continúa con aspecto de debilidad. Sobre todo cuando se trata de la comunidad con Dios. Es punto donde se hace más sensible la importancia del hombre que ha de ser suplida por el propio Espíritu.
Demasiadas veces se da por supuesto que podemos organizar y podemos establecer nuestra oración. Que es cuestión de adecuada preparación y buena voluntad. Sin duda es importante tener habito de oración, pero no puede bastar cuando se trata de ponerse en comunicación con el Señor. Fijémonos en nuestras peticiones y sus resultados prácticos. Frecuentemente no conseguimos lo que pedimos . Y ello no se debe a falta de interés por parte de Dios, sino a que quizá no hemos sabido pedir lo que nos conviene.
Si somos sinceros con nuestra vida espiritual, nuestra limitación nos cierra el paso hacia los designios de Dios y la prisión de nuestro cuerpo nos pone en peligro de no dejarnos acceder a lo que debería ser nuestro verdadero anhelo. Pero el Espíritu ora en nosotros y su intercesión por nosotros corresponde a las perspectivas de Dios, que es la realización de su plan de salvación. De la misma manera que el Espíritu une a los cristianos entre sí en la comunidad y hace de ellos una sola cosa, su unidad con el Padre le posibilita conocer sus caminos y lo que conviene a nuestra vida encerrada cn la complejidad de lo que constituye la recreación del mundo en la unidad.
Aleluya Mt. 11, 25 "Bendito seas, padre, señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del reino a la gente sencilla".
El evangelio es de San Mateo (Mt 13, 24-30) El pasaje del Evangelio de S. Mateo que proclamamos hoy, es denso y nos invita a recorrer varios caminos de reflexión.
San Mateo, reagrupa diversas parábolas que están todas unidas por un significado semejante: el juicio final, cuando el Reino haya llegado a su madurez. Al final de este pasaje del Evangelio, encontramos una breve explicación del uso que Cristo hace de las parábolas y el comentario que el mismo Jesús hace para sus discípulos de la parábola de la cizaña.
La parábola de la cizaña ocupa el puesto central. El comentario nos lo da el mismo Jesús. Pero la explicación se complementa en las otras dos parábolas, de las cuales una expresa en qué consiste el crecimiento del Reino, semejante a un grano de mostaza que es la más pequeña de las semillas y sin embargo se convierte en un árbol grande, y la otra muestra el Reino mediante la comparación con la levadura que hace que fermente la masa.
Si Jesús se expresa en parábolas es para realizar lo que decía el Profeta: "Hablaré en parábolas y proclamaré las cosas ocultas desde los orígenes". En realidad no es posible identificar a qué profeta alude S. Mateo, pero encontramos este texto en el salmo 78, 2: "Voy a abrir mi boca en parábolas, a evocar los misterios del pasado". Las "cosas ocultas" desde los orígenes, son sin duda los misterios del Reino que solamente se revelan a los discípulos.
Dos parábolas mas nos presenta el texto evangélico: la parábola del grano de mostaza y la de la levadura en la masa nos muestran otro aspecto del modo de proceder de Dios. El Reino es algo aparentemente pequeño y de poca fuerza; sin embargo, su energía es tal, que termina por doblegar lo que aparece como fuerte. La fuerza del Reino no tiene que ver nada con la fuerza de los hombres; es un concepto distinto. Las dos parábolas sobre el Reino subrayan sobre todo el lento trabajo de crecimiento del Reino de los cielos. Podría decirse: el inexorable crecimiento del Reino en el que no interviene el hombre. El poder de Dios es el único que ha creado todas las cosas y está sustentando este crecimiento que nadie puede detener; mientras, los hombres viven practicando la justicia o inspirados por el mal. Pero el Reino continúa creciendo, animado por la levadura de Dios, hasta que llegue a la madurez.
Se adivina, bajo estas dos parábolas descriptivas del Reino, la larga paciencia creadora de Dios que se encamina al perfeccionamiento de su obra, el plan de salvación concebido desde toda la eternidad en beneficio del hombre.
Esta paciencia vigilante se pone de relieve en la parábola de la cizaña que es el centro del Evangelio de hoy.
El campo ha sido sembrado de buen trigo. El Hijo del hombre ha sembrado en el mundo a los hijos del Reino. Por la noche viene el enemigo; Satanás siembra la cizaña. Y en el mundo se produce la confusión, buenos y malos crecen juntos. A las miradas superficiales se les hace a veces difícil no someter a Dios a juicio: ¿Cómo deja crecer también al mal? A veces parece que los malos están más al resguardo en su vida material que los buenos. Es un problema que se suscita todos los días y no sólo entre las gentes sencillas. Dios deja hacer. Deja crecer a los que El mismo ha sembrado, a sus hijos de adopción, a los que ha dado la gracia bautismal, a los que el Espíritu ha transformado en imágenes de su Hijo. Les deja crecer al mismo tiempo que deja que crezca también la cizaña que El no ha sembrado, que es imposible que El haya sembrado. Y espera pacientemente. El mundo tiene que recorrer su propio camino y Dios le deja seguirlo. Espera el tiempo de la cosecha; las cosas están tan mezcladas en la vida del mundo que es mejor no intervenir demasiado pronto para no machacar lo que todavía vive. Pero el Reino no deja de crecer como el grano de mostaza, como la masa en la que la levadura está actuando. El Señor aguarda a que todo llegue a su madurez.
Cuando S. Mateo escribe esto no hace caso omiso del estado de la comunidad que tiene bajo su responsabilidad. Ve que crece como el grano de mostaza, muy pequeño, pero que se convierte en árbol; cae en la cuenta de que la levadura está en la masa, pero tampoco ignora que la cizaña está mezclada con el buen trigo. Sin duda alguna, como en nuestros días, esto era un problema para sus fieles y no era sencillo calmar sus inquietudes y reanimar la fe en la Providencia de Dios. El objetivo del Evangelista es mostrar la dinámica del Reino, a pesar de los enemigos, a pesar de los pecados y, al mismo tiempo, ayudar a su comunidad a reflexionar sobre sus responsabilidades mientras espera el día de la cosecha.
Para nuestra vida
La primera lectura es del libro de la Sabiduría. Este es el último libro del Antiguo Testamento. En el fragmento que leemos hoy se nos dice que el Dios de Israel mira siempre a sus hijos con una mirada misericordiosa, dispuesto a perdonarle todos sus pecados. Aplicando este texto a cada uno de nosotros, es consolador escuchar que nuestro Dios nos juzga siempre con moderación y gobierna nuestras vidas con gran indulgencia. Esta certeza en un Dios que nos ama y nos perdona debe acrecentar nuestro amor a él y debe ahuyentar de nuestras almas el miedo y la desesperación. Por supuesto que el saber que Dios nos va a perdonar siempre no debe permitir que se introduzca en nuestras vidas la laxitud y la tibieza espiritual, sino todo lo contrario. Precisamente, porque sabemos que Dios nos ama y nos perdona, debemos nosotros amarle a él y no hacer nada que le desagrade. Ante Dios no debemos ser ni miedosos, ni escrupulosos, ni abandonados y espiritualmente tibios. Un buen hijo siempre quiere amar a sus padres buenos y hace todo lo que puede para no ofenderles. Saber que Dios es clemente y misericordioso, como nos dice el salmo, debe elevar nuestro corazón hacia él y decirle “Señor, mírame, ten compasión de mí”
El texto hace referencia al poder humano que suele ser opresivo, dictador, porque es limitado y se teme que otros nos lo puedan arrebatar. Por eso se manda cerrar filas para no dejárselo quitar. El fiel de turno será premiado; el díscolo, condenado al ostracismo; el sumiso, que suele ser tonto, es ascendido, mientras que el crítico y listo es marginado. No importa el bien de la comunidad, sino la manutención del poder. ¿Se puede gobernar así a una comunidad, ya sea religiosa o política? -Y como el poder divino es ilimitado, por eso excluye el miedo (v. 13) y lleva a la compasión. Y amor y compasión no pueden conjugarse con la injusticia y el oportunismo... Por su poder ilimitado el Señor es fuente de misericordia y perdón (v. 18). Todo juicio de Dios en la historia da tiempo a la conversión, incluso la busca, la provoca.
"Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el hombre justo debe ser humano..." (19). Poder, justicia, compasión. Términos difíciles de conjugarlos con nuestra vida... y por eso convertimos nuestro planeta en un antro de injusticias y en el reino de intransigencia, de desesperación, de luchas, de rencor...
-"El justo debe ser humano". Dios es humano, más humano que nosotros, y perdona a todos. Y no solamente "porque puede hacer cuanto quiere", sino porque nos ha creado, nos conoce y nos ama: "nos amó primero' (1 Jn 4. 10). El contacto con Dios sólo nos puede humanizar: "amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4. 7-8).
El salmo nos invita a una oración confiada en la bondad de Dios. "Tú, Señor, eres bueno y clemente", dice el salmo que cantamos hoy. Y es perfectamente expresivo y diría que muy útil. Se trata de rezar siempre invocando la bondad y la clemencia de Dios, pues esa será la llave de la Salvación. La Esperanza total de que un día seremos salvos por la generosidad de Dios, no nos puede hacer olvidar que el mal está en nosotros. Pero también Dios está cerca para escuchar los gemidos de nuestro corazón "humilde y contrito".
Así comenta el Papa San Juan Palo II este salmo:
" Oración a Dios ante las dificultades . 1. El salmo 85, que se acaba de proclamar y que será objeto de nuestra reflexión, nos brinda una sugestiva definición del orante. Se presenta a Dios con estas palabras: soy "tu siervo" e "hijo de tu esclava" (v. 16). Desde luego, la expresión puede pertenecer al lenguaje de las ceremonias de corte, pero también se usaba para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o de una tribu. Desde esta perspectiva, el salmista, que se define también "fiel" del Señor (cf. v. 2), se siente unido a Dios por un vínculo no sólo de obediencia, sino también de familiaridad y comunión. Por eso, su súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y esperanza.
Sigamos ahora esta plegaria que la Liturgia de las Horas nos propone al inicio de una jornada que probablemente implicará no sólo compromisos y esfuerzos, sino también incomprensiones y dificultades.
2. El Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en su amor (cf. vv. 1-7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un "Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal" (v. 15; cf. Ex 34, 6). Estos reiterados y convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se abandona al "Señor (...) bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (v. 5).
En el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los pueblos (cf. vv. 8-13).
3. Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los pueblos" adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a "todas las gentes" (Mt 28, 19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto, él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).
En este contexto el salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.
4. En este momento aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado (cf. vv. 12-13; Sal 15, 10-11).
El salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yôm Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero": "todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade: "porque tus juicios se hicieron manifiestos" (Ap 15, 4).
San Agustín dedicó a este salmo un largo y apasionado comentario en sus Exposiciones sobre los Salmos, transformándolo en un canto de Cristo y del cristiano. La traducción latina, en el versículo 2, de acuerdo con la versión griega de los Setenta, en vez de "fiel" usa el término "santo": "protege mi vida, pues soy santo". En realidad, sólo Cristo es santo, pero -explica san Agustín- también el cristiano se puede aplicar a sí mismo estas palabras: "Soy santo, porque tú me has santificado; porque lo he recibido (este título), no porque lo tuviera; porque tú me lo has dado, no porque yo me lo haya merecido". Por tanto, "diga todo cristiano, o mejor, diga todo el cuerpo de Cristo; clame por doquier, mientras sufre las tribulaciones, las diversas tentaciones, los innumerables escándalos: "protege mi vida, pues soy santo; salva a tu siervo que confía en ti". Este santo no es soberbio, porque espera en el Señor" (Esposizioni sui Salmi, vol. II, Roma 1970, p. 1251).
5. El cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y ora con el salmista: "Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal 85, 9). Y san Agustín comenta: "Todos los pueblos en el único Señor son un solo pueblo y forman una unidad. Del mismo modo que existen la Iglesia y las Iglesias, y las Iglesias son la Iglesia, así ese "pueblo" es lo mismo que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora forman un solo pueblo. ¿Por qué un solo pueblo? Porque hay una sola fe, una sola esperanza, una sola caridad, una sola espera. En definitiva, ¿por qué no debería haber un solo pueblo, si es una sola la patria? La patria es el cielo; la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de oriente a occidente, desde el norte hasta el sur, en las cuatro partes del mundo" (ib., p. 1269).
Desde esta perspectiva universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un himno de alabanza y un canto de gloria al Señor en nombre de todas las criaturas" . ( San Juan Pablo II. Audiencia general del día 16-X-2002).
De la segunda lectura resuenan las palabras paulinas: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene".
Esta debilidad se refiere, sobre todo, a nuestra falta de sentido espiritual, a nuestra falta de esperanza. Porque la tensión tan intensa que sentimos entre lo que tenemos en nuestras manos como un comienzo y primicia y lo que será definitivo pero todavía no lo tenemos totalmente asegurado, no es, por su naturaleza, tranquilizante; somos demasiado débiles para soportar pacientemente esa situación. Nos sentimos incluso incapaces de la enérgica reacción que podría suponer la oración. No sabemos cómo orar. Nuestra limitación nos cierra el paso hacia los designios de Dios y la prisión de nuestro cuerpo nos pone en peligro de no dejarnos acceder a lo que debería ser nuestro verdadero anhelo. Pero el Espíritu ora en nosotros y su intercesión por nosotros corresponde a las perspectivas de Dios, que es la realización de su plan de salvación. De la misma manera que el Espíritu une a los cristianos entre sí en la comunidad y hace de ellos una sola cosa, su unidad con el Padre le posibilita conocer sus caminos y lo que conviene a nuestra vida encerrada con la complejidad de lo que constituye la recreación del mundo en la unidad.
Pidamos siempre a Dios que aceptemos su voluntad, porque es verdad que nosotros no siempre sabemos qué es lo que más nos conviene. Hagamos por nuestra parte todo lo que creemos que es mejor para nosotros y lo demás dejémoselo a Dios. Es lo han hecho siempre todos los santos y todas las personas profundamente religiosas. No siempre es fácil aceptar las desgracias personales, o familiares, o sociales, pero no echemos la culpa a Dios de lo que ocurre en nuestras vidas, o en la vida de nuestra familia, o en la sociedad. Lo malo que ocurre a los hombres casi siempre es culpa de los hombres; de nuestra maldad, o de nuestra ignorancia, o de unas leyes físicas y universales que nosotros no podemos controlar. Pidamos a Dios, como nos dice hoy san Pablo en esta carta a los Romanos, que el Espíritu nos guíe siempre al cumplimiento de la voluntad salvífica de Dios, nuestro Padre.
Así comenta san Agustín esta segunda lectura "Rom 8,26-27: El Espíritu gime en nosotros, porque nos hace gemir.
El gemido es propio de las palomas, como todos sabéis, y el suyo es un gemido de amor. Oíd lo que dice el Apóstol y no os extrañe que el Espíritu Santo haya querido mostrarse en forma de paloma. No sabemos -dice- orar como conviene, mas el Espíritu pide por nosotros con gemidos inefables (Rom 8,26). ¿Cómo se puede decir, hermanos míos, que el Espíritu gime, siendo así que goza con el Padre y el Hijo de una felicidad perfecta y eterna? Porque el Espíritu Santo es Dios como es Dios el Padre y es Dios el Hijo. He mencionado tres veces a Dios, pero no he hablado de tres dioses. Mejor es decir tres veces Dios que tres dioses, ya que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios como es sabido por vosotros. El Espíritu Santo no gime, pues, en sí mismo ni dentro de si mismo en aquella Trinidad, en aquella felicidad, en aquella eternidad de sustancias; gime en nosotros, porque nos hace gemir. No es pequeña cosa la que nos enseña el Espíritu Santo. Nos insinúa que somos peregrinos y nos enseña a suspirar por la patria, y los gemidos son esos mismos suspiros.
Al que le va bien en este mundo, mejor dicho, al que cree que le va bien y se goza en la alegría de la carne, en la abundancia de las cosas temporales y en la vana felicidad, ése tiene voz de cuervo. La voz del cuervo es clamorosa, no gimebunda. El que se da cuenta de la opresión de su mortalidad, y de que está alejado del Señor, y de que todavía no posee aquella felicidad prometida ahora en esperanza y luego en realidad, cuando el mismo Señor venga lleno de gloria, quien primero vino oculto por la humildad, el que se da cuenta de esto, -repito-, gime. Y mientras sus gemidos sean por esto, sus gemidos son santos. El Espíritu Santo es quien le enseña a gemir así. Es gemido que aprende de la paloma. Muchos son los que gimen por su desdicha en la tierra, o por las desgracias que los torturan, o por las enfermedades corporales que los oprimen, o por estar encarcelados o combatidos por las olas del mar o cercados en derredor por las asechanzas de los enemigos. Pero éstos no gimen como la paloma, no gimen como hace gemir el amor de Dios, como hace gemir el Espíritu. Por lo cual, esos tales, tan pronto como se ven libres de las desdichas, muestran su alegría con grandes alaridos. Eso muestra que son cuervos, no palomas. ¡Qué bien está cuando se dice que del arca salió el cuervo y no volvió, y que salió la paloma y volvió! Son las dos aves que soltó Noé. Allí había un cuervo y una paloma; ambas especies de aves estaban encerradas en aquella arca, y si el arca es figura de la Iglesia, ya veis por qué es necesario que en este diluvio del mundo encierre la Iglesia ambas especies: el cuervo y la paloma. ¿Quiénes son los cuervos? Los que buscan sus cosas. ¿Quiénes las palomas? Los que buscan las de Jesucristo". ( San Agustín. Comentario sobre el evangelio de San Juan 6,1-2)
En el evangelio de hoy encontramos tres parábolas o comparaciones de lo que es el Reino: la buena semilla sembrada en el campo, el grano de mostaza y la levadura. En los evangelios encontramos hasta 10 parábolas del Reino. Jesús hablaba en parábolas para hacerse entender mejor por la gente que le seguía. Demasiadas veces utilizamos un lenguaje elevado, izado y desencarnado de la realidad. Las tres parábolas de hoy, nos hablan de vida y de crecimiento, pero también del peligro que acecha e impide la realización del reino de Dios. Porque el Reino "no es de este mundo", pero comienza aquí en este mundo, aunque todavía no ha llegado a su plenitud. Es el "ya, pero todavía no". Jesús dejó bien claro que su Reino no es como los reinos de este mundo. En él es primero el que es último, es decir el que sirve, no el que tiene el poder. Muchas veces quisieron hacer rey a Jesús, pero Él lo rechazó porque había venido a servir y no a ser servido. Su mesianismo no es político ni espectacular, sino silencioso y humilde.
La parábola de la cizaña es una enseñanza justa, precisa y muy importante. El Hijo de Dios nos recuerda que el mal existe y que quien lo siembra es el Maligno. El texto del Evangelio de Mateo es claro, conciso e inequívoco. Es verdad que asistimos a muchos episodios de maldad humana y ello nos puede llevar a suponer que es una realidad contingente y cercana, solo imputable al hombre. Por ello, entonces, podríamos suponer que la bondad es obra nuestra también y que solo es generada por nuestro buen corazón. Tampoco es así. La semilla de bondad que reina en nuestras almas ha sido plantada por Dios, por medio de la Palabra --el Verbo-- que es su Hijo. El mal está en nuestra naturaleza, por causa del pecado original. Esa desobediencia cósmica, profunda, inducida por el Malo, cambió el curso de la creación. Pero, además, el mal anida en nosotros, por miles de actos que constituyen un enfrentamiento con Dios. No es sólo un problema de inclinaciones dentro de una naturaleza torcida. Cada vez que hacemos el mal y, entendemos perfectamente, que es una forma más de oponerse a Dios. No debemos tener miedo al mal, pero tampoco desconocerlo o disculparlo a ultranza. El mal --el Maligno-- será derrotado definitivamente al final de los tiempos, pero mientras tanto ejercerá su reinado.
Hoy nos podemos hacer la pregunta que más se han formulado los humanos de todos los tiempos. ¿Por qué existe el mal y por qué Dios lo permite? El mal no existe como una prueba, ni como un test, ni tampoco como un inconveniente que haga brillar a los mejores y hundirse a los peores. El mal existe por voluntad de quienes, un día, se rebelaron, porque Dios hizo su creación en libertad. Creó seres libres, ya que la libertad está en la esencia divina. El Episodio del Edén, el engaño demoníaco frente a un árbol prohibido, tuvo su acción inductora, pero la responsabilidad fue de quienes comieron. El desafío era convertirse en dioses e iniciar su propia auto-adoración. Pues, como ahora. El gran pecado de la soberbia no es otra cosa que preferirse a uno mismo, en lugar de Dios y de los hermanos. Todo acto de rebeldía contra Dios no es un gesto inconsciente. Se trata de hechos concretos con su graduación en el mal perfectamente mensurable y basado en hechos reales.
Hay una resolución al antagonismo entre el bien y el mal, en el tiempo y en el espacio. Y se resolverá en los últimos días, cuando vengan los ángeles a segar. En toda la historia de la Salvación ese momento final está muy presente.
" No arranquéis la cizaña, que podríais arrancar también el trigo". Dejadlos crecer juntos hasta la siega. Nuestra justicia humana, una justicia según la ley, es muchas veces, una tremenda injusticia. Porque donde está la ley está la trampa, y los ricos y los poderosos corruptos tienen siempre la trampa a mano. La ley es la misma para todos, decimos, pero no todos saben, ni pueden, usar la ley para su servicio de la misma manera. Además, que cada uno de nosotros somos un mundo, y no se puede hacer una ley para cada persona, por mucho que los jueces traten de buscar las circunstancias individuales atenuantes o acusantes para cada individuo. Sólo Dios nos conoce por dentro y por fuera a cada uno de nosotros y puede juzgarnos imparcialmente. Y como Dios sabe que somos de barro, de naturaleza frágil y pecadora, nos juzga a todos misericordiosamente. Mira nuestro corazón, antes que a nuestras obras, y nos juzga como lo que realmente somos. Desde que nacemos tenemos la cizaña ya metida en el alma y, aunque en el bautismo se nos perdone la culpa y la pena de nuestra fragilidad original, la inclinación al pecado, la cizaña, nos va a acompañar mientras vivamos. ¿Qué hacer? Confiar en la misericordia de Dios y en su perdón. E intentar juzgar a los demás con amor y misericordia. Porque más de una vez somos muy exigentes con los demás y muy tolerantes con nosotros mismos. Vivimos en un mundo imperfecto, en el que el trigo y la cizaña están muy revueltos y envueltos, y no podemos juzgar precipitada e inmisericordemente a los demás. Tratemos cada uno de nosotros de ser trigo limpio y no pretendamos exterminar de golpe y arrancar lo poco o lo mucho que nosotros consideramos cizaña. Dejemos a Dios ser Dios, es decir, dejemos que Dios sea el que nos juzgue a todos.
La Iglesia puede tener la tentación de pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella no hay más que cizaña. Más de una vez la Iglesia lo ha pensado. La verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón de cada uno de los cristianos.
La parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega.
Nosotros, olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también.
Olvidamos que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos que segar.
Y por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.
Y nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza, nos desalienta.
Quisiéramos medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros.
Llamamos a nuestros tiempos de pluralismo. Y nos gusta que así sea. Pero a veces nuestro pluralismo no es soportado sino a base de anatemas interiores. El pluralismo -también en la Iglesia- no nos ha educado para la convivencia social. Cada uno sigue convencido de que el trigo lo tiene él y que los demás sólo tienen cizaña.
La fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón.
Esta conclusión de tolerancia y humildad sube de tono al aplicarla al interior mismo de la Iglesia. También en la Iglesia tenemos un pluralismo muchas veces no más que soportado y lleno de anatemas interiores. Cada uno suele pensar que la recta opinión (ortodoxia) que se ha de tener hoy día en cuanto a pastoral, liturgia, moral, teología, espiritualidad, etc., es, claro está, la suya. Todos los demás, a derecha e izquierda de uno mismo, no están en la verdad exacta, que es la mía. Esta actitud que tenemos en el corazón tantos cristianos, no es ciertamente la del Reino, según la parábola.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen. com
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