Comentario a las lecturas del Viernes Santo: Celebración
de la Pasión del Señor 19 de abril de 2019
Desde los primeros tiempos de la Iglesia no se celebra Eucaristía hoy,
Viernes Santo, ni mañana, Sábado Santo. Y las normas y costumbres litúrgicas
son iguales que desde hace siglos. Ayer, Jueves Santo, el Altar quedó desnudo,
sin mantel, sin candelabros, sin cruz y el Cuerpo de Cristo se reservó en el
“monumento”, sagrario especialmente adornado para el culto de los fieles. Esa
desnudez del altar nos ha conmovido, sin duda. Es ya una imagen de soledad que
no podemos obviar
La celebración de hoy nos sitúa ante la soledad de Jesús crucificado y ante
nuestra soledad en las cruces de nuestra vida. y una tristeza enorme llena
nuestra alma. No puede ser de otra forma.
Hoy recordamos como a las tres de la tarde murió Jesús y desde esa hora –salvo por cambios por razones pastorales—los fieles de todo el mundo no unimos para dar los pasos junto a la cruz.
Nos reunimos y
escuchamos la narración que nos recoge el evangelio de Juan de la Pasión del
Señor. Escucharla fue la “cura paliativa” de tantos fieles que sufrían dolor.
Todavía lo es para muchos.
Se comienza con la liturgia de la Palabra. El cuarto canto del Siervo de
Yahvé que es la profecía que de manera
prodigiosa narra la Pasión de Jesús, su sufrimiento y sus efectos salvadores.
Dicen que los antiguos judíos jamás repararon en estos cantos del Siervo de
Yahvé y mucho menos le dieron aplicación mesiánica. Esperaban un triunfador.
El Salmo 30 reproduce las palabras de Jesús al expirar. “Padre a tus manos
encomiendo mi espíritu. Sin duda él rezaba este salmo en esos momentos, lo cual
también puede enternecernos.
La Carta a los Hebreos nos comunica
la sublime obediencia de Cristo a la misión encargada por el Padre y de ahí
nace nuestra salvación.
La primera
lectura ( Is
52,13-53,12)
es un texto
que está escrito, según parece, al final del exilio babilónico. El autor
sagrado ve cómo declina la estrella babilónica ante el resplandor persa. El más largo
y profundo de los llamados cánticos del Siervo de Yahvé es el cuarto, que se
halla en los versículos de esta primera lectura. A medida que el anónimo
profeta del exilio, el Segundo Isaías, va analizando a este personaje
misterioso, difumina sus trazos regios y destaca en mayor proporción los
proféticos, hasta ofrecernos una imagen única en el AT. El texto empieza
refiriéndose al siervo «glorificado», sin duda para significar que el cántico
sólo puede entenderse a la luz del resultado de la obra del protagonista.
El cántico,
que presenta rasgos parecidos a los de los salmos de lamentación, da detalles
sobre los sufrimientos del protagonista: desprecio, enfermedad, desfiguración,
cárcel, muerte entre malhechores, abatimiento, sepultura deshonrosa, etc. El
profeta afirma insistentemente que el Siervo no sufrió por sus propios pecados,
sino a causa y en favor de los de los demás miembros de su pueblo. El justifica
a muchos, es decir, restablece las relaciones justas entre los hombres y Dios.
Comienza el
cántico con un oráculo divino (52, 13-15), en el que se anuncia de antemano el
éxito de su siervo. Éxito obtenido no por cálculos humanos, sino por su
docilidad al Señor. El desfigurado por su dolor hasta causar espanto es
admirado por reyes y pueblos después de su exaltación. "Yo soy un gusano,
no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme se burlan
de mí, hacen visajes, menean la cabeza..." (Sal 22, 07ss). Y los que antes
se espantaron de su figura, ahora deben permanecer callados en señal de
admiración.
En el cuerpo
del relato (53, 1-11a), un grupo anónimo nos habla del nacimiento, sufrimiento,
muerte, sepultura y glorificación del Siervo.
El mensaje de
este cántico es tan inaudito que los oyentes no se lo creen (v. 1); y esta
incredulidad nace ante la humana debilidad de la que nos hablan los vs. 2-9 . El
nacimiento y crecimiento del siervo es oscuro como raíz en tierra árida (v. 2).
Hombre desfigurado por el dolor, por el sufrimiento y abandonado por los otros
hombres, dejado de lado por la sociedad como lo son todos los insignificantes
de este mundo. Soledad, ostracismo, al que son condenados por este sociedad
llamada civilizada. Este grupo anónimo considera su dolor como castigo por sus
pecados (v. 3). Y aquí surge su sorpresa; ante su exaltación se pregunta: ¿No
será él justo y nosotros los criminales? El pueblo se confiesa reconociendo que
el sufrimiento del siervo tiene un valor salvífico para los demás; sus
cicatrices tienen un valor curativo. El sufre, pero nosotros somos los
pecadores (vs. 4-6). Un juicio y una condena injusta acaban con él en la
sepultura (vs. 8-9) y la suma ironía consiste en reconocer su inocencia después
de su muerte. Pero su muerte no ha sido inútil y el profeta presenta al siervo
superviviendo de alguna manera (vs. 10-11a). Afirmar la resurrección sería
forzar el texto, pero su muerte no ha sido algo inútil; el fracaso ha conducido
al éxito, la muerte no es el punto final, sino que conduce a la vida.
El oráculo
divino de los vs. 11b-12 cierra el poema recordándonos que el siervo recibe el
premio de sus sufrimientos, de su abnegación. El vive y dará la vida a una gran
multitud. Debilidad y fuerza, inocencia y persecución, sufrimiento y paciencia,
humillación y exaltación, constituyen una parte importante de la vida de Jesús.
Su silencio impresiona a Pilatos; es humillado y acepta la humillación; después
de muerto, el centurión reconocerá su inocencia. Dios lo exaltará a su derecha
y le dará en herencia una multitud inmensa entre la que nosotros no contamos.
El
Deuteroisaías se presenta como un hombre reflexivo: toda la historia, también
el destierro, tiene sentido y se orienta a la salvación de Israel. En cuanto a
la figura histórica del Siervo ya hemos hecho mención de las posibles
interpretaciones. Personalmente, en cierto sentido, no las considero
excluyentes unas respecto a otras. La Iglesia desde el primer momento a mirado
a Jesucristo como Siervo‑Mesías.
Los cuatro evangelistas tenían presente la
figura del Siervo y san Marcos narra la vida y pasión de Jesús como cumplimiento
de lo descrito en los Cantos del Siervo.
La figura del
Siervo tiene varias interpretaciones, que se pueden resumir en tres:
1) interpretación colectiva,
que lo identifica con el Israel histórico –es una de las líneas de explicación
más antiguas y una de las que goza con más adeptos en la actualidad‑;
2) una interpretación
individual no mesiánica, han sido muchos los personajes del Antiguo
Testamento que han sido relacionados con el Siervo sufriente, es una visión del
Siervo vetusta que ha gozado actualmente nuevas adhesiones.
3) La tercera interpretación es la
individual mesiánica: el Siervo es el Mesías anunciado por los profetas y
esperado por el pueblo de Israel.
El Siervo muere para dar vida; se
humilla para salvar al género humano. Por el esfuerzo de su alma, el Padre le
dará un nombre que es sobre todo nombre, lo ensalzará y le nombrará Juez
Supremo. El Siervo padece por nosotros, nos sustituye a la hora del castigo: él
padece por nosotros, pecadores. Padece por todos los hombres de todos los
tiempos, su alcance es universal, beneficia desde el primer al último hombre, a
la creación entera, que gime por la llegada de la exaltación del Hijo del
Hombre.
El responsorial es el salmo 30 (: Sal 30,2.6.12-17.25) Este salmo 30 se canta el Viernes
Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su "última palabra" antes
de morir: "En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas
23,46). Pero todo el salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado. Para
hacer esta aplicación personal, Jesús no tuvo necesidad de forzar el sentido.
Efectivamente, el salmo, antes de que Jesús se lo apropiara en su oración
personal, era ya una doble oración:
El comienzo es
la súplica de un acusado inocente, de un enfermo, de un moribundo, expuesto a
la persecución: es un maldito, excluido de la comunidad, y "que produce
miedo en sus amigos" porque se lo considera como embrujado por malos
espíritus... Se huye de él como de un apestado.. . ¿Será su mal contagioso?
En los cinco
primeros versículos vemos al salmista bastante tenso, inseguro, aprensivo. La
razón de este estado de ánimo es la siguiente: el salmista está encerrado en sí
mismo. Si bien es verdad que dirige a Dios algunas miradas furtivas, fugaces,
el centro de atención, y hasta de obsesión, es él mismo y su situación. Por eso,
sentimos que en estos versículos la tensión y la inseguridad avanzan en un
crescendo incesante: que yo no quede defraudado, ponme a salvo, ven aprisa a
liberarme; por el amor de tu nombre, dirígeme, guíame, sácame de la red que me
han tendido (vv. 2-5).
«Tú, el Dios leal, me librarás»(v.6), el
salmista despierta. Toma conciencia de su situación de encierro, y sale ¡otro
verbo de liberación! Toda liberación es siempre una salida. El salmista se
suelta de sí mismo -estaba preso de sí- y salta a otra órbita, a un Tú. «A tus manos encomiendo mi espíritu» (v.
6). Y, al colocarse en ese otro «mundo», en ese otro «espacio», como por arte
de magia se derrumban los muros de la cárcel, se ensanchan los horizontes y
desaparecen las sombras.
La parte final
del salmo es oración de intimidad de un huésped de Yahveh: a pesar de las
acusaciones injustas de que es objeto este moribundo, continúa cantando la
felicidad de su vida de intimidad con Dios: "Me confío en Ti, Señor... Mis
días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a
aquellos que confían en Ti!".
Fijémonos en las
expresiones del salmo:
«Tú, el Dios leal, me librarás» (v. 6).
Me librarás, ¿de qué? De los enemigos. ¿Qué enemigos? De aquellos que
fundamentalmente eran «hijos» del miedo. Y, aun cuando antes hubieran sido
objetivos, el mal del enemigo es el miedo del enemigo, o mejor, es el miedo el
que constituye y declara como enemigos a las cosas adversas. Pero, al situarse
el hombre en el «espacio» divino, al experimentar a Dios como roca y fuerza, se
esfuma el miedo y, como consecuencia, desaparecen los enemigos.
Es difícil
sintetizar, en tan pocos versículos (vv. 10-14), tan horrible descripción: los
enemigos se burlan, los vecinos se ríen de él, los conocidos evitan cruzarse en
su camino (v. 12), se le deja olvidado como a un muerto, se le desecha como a
un trasto viejo (v. 13), todos hablan en su contra, todo le da miedo, conjuran
contra él, traman quitarle la vida (v. 14).
"Soy el hazmerreir de mis adversarios...".
Fariseos, Escribas,... se burlaban de El.
"Huyen de Mi... Mis amigos me tienen miedo...".
A pocas horas de la Ultima Cena tomada con ellos, los apóstoles todos huyeron
en el momento del arresto en Getsemaní...
"Oigo las burlas de la gente; se ponen de
acuerdo para quitarme la vida...". Escuchamos a las multitudes
excitadas por sus jefes pedir su muerte.
"Me han olvidado como a un muerto, como a un
cacharro inútil...". Expresiones de una violencia inaudita. No, la
muerte de Jesús no fue una muerte "natural"... Fue una muerte
"de desprecio", la muerte de los esclavos y de los condenados,
"como una cosa"... que se puede, si se quiere, "clavar".
"Sin embargo, confío en Ti, Señor, y digo: ¡Tú eres mi Dios!".
«pero yo confío en ti, Señor; yo te digo: tú
eres mi Dios» (v. 15).
"En tu mano está mi destino... En tus manos
encomiendo mi espíritu". Palabras del salmista en las que expresa la
plena confianza en Dios.
El salmista
reclina la cabeza en el regazo del Padre, coloca en sus manos las tareas y los
azares (v. 16).
La libertad
profunda, esa libertad tejida de alegría y seguridad, consiste en que «brille
tu rostro sobre tu siervo» (v. 17), en «caminar a la luz de su rostro» (Sal
89), en experimentar que Dios es mi Dios. Entonces, las angustias se las lleva
el viento, y los enemigos rinden sus armas por el poder de «su misericordia»
(v. 17), ya que los enemigos se albergan en el corazón del hombre: en tanto son
enemigos en cuanto se los teme; y el temor tiene su asiento en el interior del
hombre, pero el Señor nos libra del temor.
"Sálvame por tu amor... Bendito sea Dios, su
amor ha hecho en mi maravillas...". En el texto hebreo, aparece la
famosa palabra "Hessed", el amor.
En los
versículos finales, el salmista avanza jubilosamente, de victoria en victoria,
hasta clavar en la cumbre más prominente este enorme grito de esperanza: «Sed fuertes y valientes los que esperáis en
el Señor» (v. 25).
La segunda lectura : Heb 4,14-16; 5,7-9 El autor se dirige a unos judíos convertidos,
posiblemente de estirpe sacerdotal, que añoran el templo de Jerusalén y el
esplendor de su culto externo, el autor les quiere mostrar la grandeza y la
eficacia del culto cristiano "en espíritu y en verdad". El sacerdocio
levítico -el de los lectores- debe ceder ante el sacerdocio de Cristo, único
mediador de la nueva alianza. El sacerdocio de Cristo supera el de los
sacerdotes levíticos, e incluso el del sumo sacerdote del templo, porque está
al mismo tiempo más elevado junto a Dios y más rebajado al lado de los hombres:
ha atravesado los cielos hasta llegar a la derecha del Padre, y por otra parte
"no es incapaz de compadecerse de nuestra debilidades, sino que ha sido
probado en todo... excepto en el pecado". El sumo sacerdote judío no
llegaba ni tan arriba ni tan abajo. Se mantenía excesivamente distante de Dios
y de los hombres.
En el texto
vemos como después de haber anunciado que hemos sido salvados por la mediación
sacerdotal de Jesucristo, el autor pasa a exhortarnos a permanecer en la
"confesión de la fe".
El autor alude
a un símbolo de la fe recitado en la liturgia bautismal y conocido muy bien por
sus lectores. Y, aunque nosotros desconocemos exactamente la forma de este
credo primitivo, sabemos que en él se confesaba que Jesús es el Señor y el
mismo Hijo de Dios.
Siendo Jesús
el Hijo de Dios, el único Hijo, y, por otra parte, uno de nosotros y solidario
con todos los hombres, es Mediador y nuestro sumo sacerdote. Su sacerdocio es
"grande" y superior al de los sacerdotes del Antiguo Testamento. Si
éstos penetraban una vez al año en el "santo de los santos", lugar
construido por manos de hombre, por más que fuera el signo de la presencia de
Dios en medio de su pueblo, Jesús, atravesando el cielo, llegó de una vez por
todas a la inmediata presencia del Altísimo. Jesús es el verdadero pontífice
que tiende el puente entre las dos orillas, entre Dios y los hombres. En él y
por él hemos sido reconciliados con Dios.
En la segunda
parte del texto, el autor describe con palabras conmovedoras y llenas de
realismo la oración y la angustia de Jesús. Evidentemente se refiere al trance
de Getsemaní, cuando Jesús tuvo que experimentar en su propia carne la
repugnancia natural ante una muerte que se acercaba. El que iba a ser
constituido mediador y sacerdote de la nueva alianza se acercó a los hombres y
bajó hasta lo más profundo de nuestro dolor.
Sabemos que
Jesús padeció y murió en la cruz después de su oración en Getsemaní. Si, no
obstante, se dice aquí que fue escuchado, esto sólo puede tener dos sentidos
igualmente válidos: que Jesús venció su repugnancia natural a la muerte y
aceptó la voluntad del Padre o/y que el Padre lo libró de la muerte
resucitándole al tercer día.
Por su
obediencia al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús alcanzó una vida
cumplida, perfecta, gloriosa, y fue constituido en Señor que ahora da la vida a
todos cuantos le obedecen.
El
evangelio de hoy es la Pasión según San
Juan (Jn 18,1-19,42). San Juan expone la exaltación hacia la gloria total del
Señor Jesús. Escrito el Evangelio de San Juan muchos años después que los sinópticos ya
ha habido tiempo para conocer los dones maravillosos de la Pasión salvadora de
Cristo. Y por eso la Iglesia nos la ofrece, para que en esta tarde tan triste
haya sitio para la esperanza.
El relato de
la pasión según san Juan coincide en gran parte con los sinópticos, pero hay
diferencias muy claras. La característica especial de San Juan es el punto de
vista teológico desde el que enfoca todo el evangelio: la revelación de la
gloria de Jesús, la llegada de su exaltación. Para él también en la pasión se
revela la gloria del Hijo de Dios. San Juan no presenta la pasión y muerte de
Jesús desde la reacción natural psicológica, sino que trata de dar el sentido
espiritual de la misma. La muerte de Jesús es su glorificación.
El relato
histórico y la forma literaria están en función de unos temas doctrinales que
explican la originalidad y las diferencias de la narración de Juan en relación
con los otros evangelios.
Presenta la
pasión en cuatro cuadros: Getsemaní (18,1-11); ante Anás (18,16-27); ante
Pilato (18,28-19,15); en el Calvario (19,19-37). En cada uno de estos cuadros
hay un rasgo característico, un tema principal y una declaración importante.
Un tema clave
es la libertad de Jesús ante la muerte. Jesús va a la muerte con pleno
conocimiento de lo que le espera: conociendo todo lo que iba a acontecer
(18,4), consciente de que todo está cumplido (19,28). Como pastor de las ovejas
entrega su vida por ellas (10,17-18). Nadie le quita la vida. La da. Conoce la
intención de Judas. Prohíbe a Pedro que le defienda. Se entrega cuando quiere.
En las escenas
de la pasión aparece siempre dueño de sí mismo y de sus enemigos. El lleva la
cruz y con ella se aparece como rey vencedor. Juan presenta la pasión como la
epifanía de Cristo Rey.
San Juan, como
San Lucas, ve en la pasión el combate con el poder de las tinieblas y subraya
el carácter voluntario de la entrega de Jesús. En San Juan, como en San Mateo,
Jesús es rechazado por Israel no sólo porque ha preferido a Barrabás, sino
porque ha elegido al César. El poder de Jesús no es sólo afirmado, sino que se
manifiesta en forma visible en el huerto de Getsemaní y se impone en los
interrogatorios ante Anás y Pilato. Como en Marcos su relato conserva el
carácter de testimonio vivido no por el joven que huye en la oscuridad, sino
por el discípulo amado que testifica oficialmente los hechos (Jn 19,26.35).
Fijémonos en el final del texto. La
sepultura de Jesús es narrada también por los otros evangelistas pero en San Juan,
una vez más, lleva otros acentos con el fin de acentuar la soberanidad de
Jesús. No es sólo el tradicional José de Arimatea el que aparece en escena sino
un personaje propio del cuarto evangelio, Nicodemo, que había ido donde Jesús
"de noche" (3,1-10). Nicodemo va ahora donde Jesús, abiertamente
(19,39). Se cumplen de nuevo las palabras de Jesús: "Cuando yo sea
levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (12,32). Cristo
glorificado es la meta de todo hombre sobre la tierra. Por otra parte, el
cuerpo de Jesús, el nuevo y eterno santuario destruido por los hombres y
levantado por Dios (2,19-22), en donde los hombres encontrarán la comunión
plena y podrán adorar a Dios "en Espíritu y Verdad" (4,24), es
venerado como tal. Es el cuerpo de un rey, santuario lleno de gloria. Por eso
es "envuelto en vendas con aromas" (19,40) y con una cantidad inmensa
de mirra y áloe (19,39). Su sepulcro no es cualquiera, "es un sepulcro
nuevo" (19,41), acorde con la novedad absoluta de su gloria.
Y terminamos donde iniciamos, en el
jardín. De principio a fin la pasión de Jesús en el cuarto evangelio es la
narración de una victoria. "Yo he
vencido al mundo" (16,33). La realeza de Jesús ha quedado de
manifiesto. "En él estaba la vida, y
la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las
tinieblas no la vencieron" (1,4). Cada creyente, cada comunidad, unida
a Jesús, Verdad, Luz y Vida, vence al mundo. "A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a
los que creen en su Nombre" (1,12).
La pasión
según san Juan no es sólo una invitación a un acto de fe como en San Marcos, o de adoración como en San Mateo, o a
la participación como en San Lucas; sino que es sentirse comprometido en el
camino que lleva a la cruz.
De la lectura
de la Pasión que hemos escuchado, podemos destacar tres elementos que nos
suscita la contemplación de Jesús en la Pasión, y que son propios del relato
según san Juan.
En primer
lugar, Cristo no deja indiferente a nadie, aparece a lo largo de todo el relato
con autoridad, desde la oración en el huerto de los Olivos hasta la
crucifixión.
En segundo
lugar, a lo largo de todo el proceso al que es sometido hasta su condena a
muerte, Cristo se manifiesta como rey.
En tercer
lugar, Jesús se muestra en todo momento obediente a la voluntad de Dios Padre.
Para nuestra
vida.
La celebración de hoy tiene varias partes, junto con la Palabra y la oración de los fieles, destaca
la adoración de la cruz y la comunión.
“Mirad
el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. La cruz,
que era símbolo de tortura y de muerte, se ha convertido en signo de salvación.
Por ello, tras la oración universal, que en este día tiene un carácter
especial, contemplaremos el árbol en el que estuvo clavada la salvación del
mundo. La cruz será desnudada poco a poco, y así contemplaremos este misterio
tan admirable ante el que sólo cabe postrarse y adorar en silencio.
Un simple
cruce de dos maderos o troncos, sin imagen, dicen acertadamente las rúbricas. A
continuación, cada uno a su manera, que la adore. Cada uno que comprenda que
nuestra salvación depende de lo unidos que nos sintamos a ella. Victoria, tu
reinarás, Oh Cruz, tu nos salvarás, dice el precioso himno francés, traducido a
tantas lenguas. Hay que cantarlo arrodillado o postrado, mirando a la cruz
elevada cuanto más se pueda, cual bandera o estandarte, el más insigne, que,
sin duda, lo es.
“Éste es el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo”. Después de venerar al
Crucificado tendrá lugar la comunión. Comulgaremos del mismo cuerpo de Cristo
consagrado en el día de ayer, Jueves Santo, en la Misa de la Cena del Señor, y
que ha permanecido en el Monumento. Es el Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo, como proclama el sacerdote en cada Eucaristía, y hoy lo volverá a
repetir tras la oración del Padrenuestro. El Cordero de Dios entregado a la
muerte para el perdón de los pecados, el cuerpo de Cristo entregado por amor en
la cruz es para nosotros pan que nos fortalece en nuestro camino de seguimiento
a Cristo.
La primera lectura del profeta Isaías, nos
presenta el poema del Siervo de Yahvé .
El
"cántico" está muy bien construido. Con una simplicidad aparente,
consigue implicar al lector-oyente en la contemplación del Siervo. Con una
descripción penetrante, pero alejada del sentimentalismo barato, nos lleva a
sentirnos formando parte del "nosotros" que ocupa la sección central
del "cántico".
En efecto, al
inicio y al final es Dios quien habla de su Siervo, que "tendrá éxito, y
subirá y crecerá mucho" porque "cargó sobre él todos nuestros
crímenes", y así, "intercedió por los pecadores". Pero en el
resto del "cántico" hablan unos "nosotros" que, al
contemplar todo lo que le ha sucedido al Siervo de Dios, confiesan el propio
pecado, por el cual el propio Siervo ha padecido hasta morir.
El Siervo de
Yahvé desfigurado, sin aspecto humano, sin figura ni belleza, despreciado y
evitado de los hombres, herido de Dios y humillado. que nos prefigura a Cristo
es el Siervo sufriente. Pero sus heridas nos han curado, ha cargado con nuestro
pecado e intercede por los pecadores. Cristo cumple así las profecías antiguas
sobre el Mesías prometido. Por ello, Jesús exclama desde la cruz: “Todo está
cumplido”. Obediente al Padre ha cumplido con el plan que Él tenía preparado:
salvar a la humanidad a través de la entrega voluntaria de su vida. Cristo,
obediente hasta la muerte, se ha convertido para todos los que le obedecen en
autor de salvación eterna, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos
en la segunda lectura.
El texto nos
presenta al Siervo de Yahvé desfigurado por los pecados de los hombres. En el
ambiente de viernes santo, ante el misterio de la cruz, adquiere un valor
especial. El inocente puesto en lugar del culpable. El pecado es la causa de su
humillación, pero el siervo acepta la misión y da a su vida un valor de expiación
y se convierte en salvador. Ya en el desierto Moisés y Aarón expiaron las
faltas del pueblo e intercedieron por él. El drama personal de Jeremías abrió
el camino que conduce a la figura del siervo y Cristo, con su vida, pasión y
muerte, ha realizado lo que el siervo figuraba. La finalidad directa de este
texto no es ni la gloria ni la desgracia del siervo, sino el cambio de
situación. Se subraya con fuerza el éxito del siervo. Las naciones tienen un
doble motivo de asombro. La profundidad del anonadamiento y la gloria inaudita
que la sigue. Al rostro desfigurado sigue la unción real que ilumina el rostro
del Siervo.
El NT refiere
los textos del Siervo de Isaías a Cristo. Como en el Siervo de Isaías, la cruz
y la glorificación pasan a ser los hechos centrales para entender su persona.
El sentido de la vida y de la muerte de Cristo radica en haber soportado hasta
el fin el conflicto fundamental de la existencia humana: realizar el sentido
absoluto de este mundo ante Dios a pesar del odio, de la incomprensión, de la
falsía y de la muerte. Para el Siervo de Dios neotestamentario, el mal es algo
que no ha de ser comprendido, sino asumido y derrotado por el amor. El hecho de
que la muerte de Jesús no fuera un simple suceso acaecido en un insignificante
lugar del Imperio Romano y se convirtiera en fermento de un cambio social y
religioso significa que la alternativa del Crucificado sigue adelante, que los
hombres se sienten afectados por ella y que la cruz de Jesús continúa siendo un
acontecimiento decisivo para el hombre.
Del salmo 30 tomó Jesús en la cruz, su
"última palabra" antes de morir: "En tus manos, Señor,
encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Pero todo el salmo se aplica
perfectamente a Jesús crucificado. Para hacer esta aplicación personal, Jesús
no tuvo necesidad de forzar el sentido. Efectivamente, el salmo, antes de que
Jesús se lo apropiara en su oración personal, era ya una doble oración:
-El comienzo
es la súplica de un acusado inocente, de un enfermo, de un moribundo, expuesto
a la persecución: es un maldito, excluido de la comunidad, y "que produce
miedo en sus amigos" porque se lo considera como embrujado por malos
espíritus... Se huye de él como de un apestado.. . ¿Será su mal contagioso?
-Pero la parte
final del salmo es la dulce oración de intimidad de un huésped de Yahvé: a
pesar de las acusaciones injustas de que es objeto este moribundo, continúa
cantando la felicidad de su vida de intimidad con Dios: "Me confío en Ti,
Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas.
Habiendo
puesto este salmo "en labios" de Jesús, hay que ponerlo "en
nuestros propios labios", repetirlo por cuenta nuestra, y para el mundo de
hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares y en los hospitales! ¡Tantos
perseguidos, tantos despreciados, tantas personas consideradas como
"cosas"! ¡Tantos aislados, abandonados! Pero vayamos hasta el fin del
salmo, y repitamos también la acción de gracias.
La segunda
lectura nos ayuda a penetrar profundamente en el papel de Cristo como víctima,
altar y sacerdote.
La carta a los Hebreos, en el conjunto de los escritos del NT, representa una
actitud interpretativa de la figura de Jesús. En efecto, lo presenta como
sacerdote y sumo sacerdote cuando él era un laico y murió como un blasfemo.
El texto que
nos ocupa nos presenta los dos aspectos de este "sumo sacerdote": es
el "Hijo de Dios" misericordioso con nuestras debilidades, y es un
hombre como nosotros, que, como todo hombre, ha sido tentado a lo largo de toda
su vida, con la diferencia que nunca ha sucumbido en la tentación: ha sido
obediente a Dios, es decir, ha vivido la humanidad en plenitud. Más aún,
"a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer".
La
característica de nuestro "sumo sacerdote" es que asume del todo la
humanidad (es tentado, sufre, quiere ahorrarse la muerte) y confía plena- mente
en Dios. Es uno de los nuestros y vive cerca de Dios. Realmente podemos acercar
a él con confianza. Ah, y por él sabemos que la única manera de "atravesar
el cielo", es decir, de llegar a Dios, es asumiendo a fondo la humanidad.
Su sufrimiento
se convirtió, a través de la plegaria, en una ofrenda. En la plegaria de Jesús
hay un movimiento de asimilación de la voluntad de Dios, un paso desde el deseo
humano de librarse de la muerte hasta la aceptación de plan de Dios. Es una
plegaria que se educa y se transforma en el sufrimiento. En JC encontramos el
hombre nuevo, el hombre de la obediencia a la voluntad de Dios hasta la muerte.
El evangelio de hoy,
sigue la Pasión según San Juan,
contemplamos a Cristo que entrega su vida en la cruz por los pecados del
mundo. El Verbo eterno, «siendo de condición divina se despojó de sí mismo tomando la condición
de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Éste fue un primer
abajamiento de su condición divina por amor a los hombres. Pero el Señor Jesús
quiso sobreabundar en su amor. No solo se encarnó para asumir la naturaleza
humana y rescatarla del pecado, sino que quiso ofrecer su vida en oblación de
amor hasta el extremo: «habiendo amado a
los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
La misericordia de Dios es infinita e inefable, y rompe nuestros pobres
y raquíticos esquemas; su misericordia es sobreabundante y derrocha ternura. En
la cruz, que hoy contemplamos, Cristo derrama toda su sangre hasta la última
gota. Cuando el soldado le abrió el costado con la lanza, salió todo lo que le
quedaba: sangre y agua (cf. Jn 19, 34). Ante tanta sobreabundancia de amor, se
nos invita dar gracias a Dios y a romper nuestras actitudes egoístas y calculadoras.
A veces parece que amamos “a cambio de”; nos falta entregarlo todo, sin
reservas. Contrasta su gran e infinito amor con nuestra entrega limitada y
racionada. Aprendamos de Él a no escatimar en nuestra entrega diaria.
Consecuentes
con nuestro corazón que se ha ensanchado en la meditación y en la plegaria,
para lograr continuar viviendo con sus exigencia, un poco presurosos,
comulgamos. Es preciso salir y, en algunos sitios, mediante procesiones, o de
otras maneras, comunicar el hallazgo que hemos hecho. Nunca continuar
indiferentes.
Sobre ello nos advertía el Papa en
el mensaje para la Cuaresma 2015,y que titulaba: : «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8). En el texto advierte que “la indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios
es una tentación real también para los cristianos”. Hablaba de una globalización de la indiferencia. Nos
invitaba a despertar al amor de Dios, ante un mundo que “tiende a cerrarse en
sí mismo” y rechazar el mensaje de la Iglesia. “El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser
indiferente y para no cerrarse en sí mismo” decía el Papa. Así
aconsejaba que “para superar la
indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia es necesario una
conversión del corazón. “Tener un
corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea
ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero
abierto a Dios”. Ante la Cuaresma pedía cuidar
“un corazón pobre, que conoce
sus propias pobrezas y lo da todo por el otro”. De ese modo, “tendremos
un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje
encerrar en sí mismo y no caiga en el
vértigo de la globalización de la indiferencia.
Os sugerimos tres textos de
meditación.
«Si un
miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26)
«¿Dónde
está tu hermano?» (Gn 4,9)
«Fortaleced
sus corazones» (St 5,8)
Ante tu cruz
Señor ¿Qué pecados míos quiero yo que hoy se sepulten definitivamente con
Cristo?
La liturgia de
hoy nos sitúa ante el dolor, el sufrimiento. generalmente solemos huir del
dolor por escandaloso e incómodo. Pero es inevitable cuando alguien hace de su
vida una entrega por los demás, por pequeña que sea. El choque con las
estructuras de pecado del mundo hacen difícil y costoso el camino.
Hoy desde la Fe, contemplamos a Jesús entregado según el
designio de Dios: "La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en
una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del
designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su
primer discurso de Pentecostés: «fue entregado según el determinado designio y
previo conocimiento de Dios» (Hch 2,23.
– Muerto por
nuestros pecados según las Escrituras:.
– La Muerte de
Cristo es el sacrificio único y definitivo:.
Los hechos narrados y celebrados hoy, nos urgen a cumplir la
voluntad de Dios: "Jesús dijo al
entrar en el mundo: «He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad»
(Hb 10,7; Sal 40,7). Sólo Jesús puede decir: «Yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 8,29). En la oración de
su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: «No se haga mi voluntad sino la
tuya» (Lc 22,42). He aquí por qué Jesús «se
entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios» (Ga
1,4). «Y en virtud de esta voluntad somos
santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del Cuerpo de
Jesucristo» (Hb 10,10)" .
En esto consiste el testimonio
cristiano. Un testimonio que emana del árbol de la cruz y desde el recibe
fortaleza. «La Vida desciende para hacerse matar; el Pan
desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la
Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?"
(S. Agustín, serm. 78, 6)» (556). Aquel que «se sembró» en dolor para dar fruto
ha arrebatado a la muerte la última palabra sobre el hombre. Aquel que se ha
entregado en dolor y cruz nos invita a que apartemos de los hombros de nuestros
hermanos la cruz y el dolor.
Nuestra vida
cristiana es un “vía crucis” si se acepta la invitación de Jesús de llevar la
propia cruz detrás de Él cada día.
Podemos ser
condenados al desprecio, podemos sentir el silencio que hiere y condena nuestra
fidelidad cristiana. En nuestro “vía crucis” hay también momentos de caída, de
fragilidad y de cansancio, pero también nosotros tenemos una Madre (María) que
nos acompaña en nuestro caminar como a Jesús.
El camino de la cruz de Cristo y el nuestro
son unas vías de salvación y de apostolado, porque hemos sido invitados a
colaborar en la salvación de nuestros hermanos. Todos los cristianos somos
responsables del destino eterno de quienes nos rodean. Cristo nos enseña con la
cruz a salir de nosotros mismos, y a dar así un sentido apostólico a nuestra
vida.
Cuando contemplemos el crucifijo, cuando
veamos la figura sufriente de Cristo en la cruz, pidamos la gracia de recordar
que los dolores de Cristo crucificado son fruto del pecado. Evitemos, y pidamos
la fortaleza a Dios para ello, cada una de las ocasiones de pecado que se nos
presenten en nuestras vidas.
" Cantemos la nobleza de esta guerra / el
triunfo de la sangre y del madero;/ y un Redentor que, en trance de Cordero,/
sacrificado en cruz, salvó la tierra./ Tú sólo entre los árboles crecido/ para
tender a Cristo en tu regazo/ tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo/ de Dios
con los verdugos del Ungido..." (Liturgia de la Horas, Himno de Laudes
del Viernes Santo).
Vivamos con
piedad sincera esta celebración. Alimentados con la Palabra, fortalecidos por
el relato de la Pasión del Señor, dispongámonos a recibir el árbol de la cruz.
De él pende el salvador, el Dios hecho hombre que, por amor, ha dado su vida
por nosotros y nos libra del pecado. Adoremos en silencio al Crucificado y
alimentémonos de su Cuerpo. Después interrumpiremos de nuevo la celebración y
marcharemos a casa en silencio para acompañar a María en la espera gozosa de la
resurrección de Cristo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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