jueves, 31 de octubre de 2019

Comentario a las lecturas de la Solemnidad de Todos los Santos 1 de Noviembre de 2019.


Hoy, la Iglesia que peregrina en la tierra, vuelve los ojos a la Iglesia del cielo, a la ciudad de los santos, para celebrar la gloria de sus hermanos, contemplar lo que espera alcanzar, y unir a la alabanza de Dios que resuena en las moradas eternas el canto de alabanza que resuena festivo en la asamblea eucarística.
La fiesta de Todos los Santos remite al cielo: a la dicha que es Dios, al consuelo que viene de él, a la tierra nueva que él ha preparado para sus hijos.
Remite al cielo, pero no nos aparta de esta tierra nuestra, del tiempo que nos ha tocado vivir, pues aquella dicha, aquella consolación, aquella tierra, aquella herencia, aquel reino, son para los pobres: para los que ahora lloran, para los que aquí son sufridos, para los que en esta tierra tienen hambre, los que han hecho de la misericordia su forma de vida, los que tienen corazón de niño y se han puesto a la tarea de construir la paz.
En la Eucaristía, en la palabra de Dios que escuchamos, en el Cuerpo de Cristo que recibimos, se unen el cielo que esperamos y la tierra en la que caminamos. Hoy, en el misterio de nuestra celebración, el reino de los cielos y los pobres se abrazan, el consuelo divino y las lágrimas humanas se besan. Hoy, en la comunidad eclesial, los hambrientos se sientan gozosos a la mesa que Dios ha preparado para ellos.
La fiesta de Todos los Santos es muy antigua y parece que su origen está en la dedicación del Panteón Romano a Santa María y los mártires. En el Siglo IV la iglesia oriental ya conmemoraba esta fiesta. En el siglo IX se comienza a celebrar en lo que hoy es Francia para luego extenderse a toda la Iglesia latina. En los primeros textos cristianos, escritos inmediatamente después del Nuevo Testamento, nos encontramos con una pieza muy singular que son las Actas de los Mártires. Se trata de los documentos que reflejan los juicios a que fueron sometidos un cierto número de cristianos que se oponían a las leyes romanas de adorar ídolos y de presentar sacrificios rituales a las estatuas de los emperadores. Dichos relatos que, por supuesto, contienen interesante doctrina, también consagran documentalmente a un cierto número de santos por su martirio.
El culto a los mártires fue muy importante entre esos primeros cristianos y de ahí se originó la devoción a esos hermanos singulares que supieron dar su vida por Cristo. Lo que los fieles pedían a esos mártires es muy parecido a lo que nosotros hoy solicitamos en nuestras devociones. Y la tradición de "hacer santos", de canonizar a cristianos de singulares méritos, es muy antigua. Y el día que litúrgicamente se dedica a recordar a todos los santos, a los conocidos y desconocidos, es este primero de noviembre, en el que las oraciones de la Misa van dirigidas a ese gran número de intercesores que nosotros necesitamos para seguir adelante con nuestros trabajos de ser buenos cristianos.
Las Iglesias reformadas, tras la protesta de Lutero, prescindieron de esa práctica canónica. No así las Iglesias ortodoxas que han continuado buscando ejemplos de santidad y venerándolos. En nuestra Iglesia Católica, el pontificado del San Juan Pablo II se caracterizó por un incremento notable del número de las beatificaciones y canonizaciones. Y ha pasado a la historia como el Papa que más santos ha elevado a los altares. Él mismo, santo, junto a su antecesor Juan XXIII por una histórica  decisión del Papa Francisco en los primeros meses de su pontificado.

  La primera lectura es del libro del Apocalipsis 7, 2-4.9-14. La primera lectura del Apocalipsis, nos presenta el número de los elegidos. El número simbólico de los salvados.-
El Apocalipsis, como sucede en la literatura de este tipo, literatura religiosa por excelencia, pero radicalmente mítica, necesita ser interpretado con la riqueza de los símbolos.
"Después de esto vi una gran muchedumbre que nadie podía contar..." (Ap 7, 9). Estamos ante una de la visiones de Juan en su destierro de la isla de Patmos. El Cielo abre sus puertas y deja que la mirada penetrante del evangelista, simbolizado por el águila, contemple los misterio del más allá. Hoy nos habla de los que fueron sellados en la frente, es decir los que se han salvado de la hecatombe apocalíptica. Habla primero de los pertenecientes al pueblo elegido, y luego de las demás naciones.
Sin duda que es un cuadro consolador. De cada una de las doce tribus son ciento cuarenta y cuatro mil, esto es, una cantidad muy elevada. No se dice que todos se salven, pero sí se insiste en que son muchos, como se deduce al hablar de la muchedumbre que no se puede contar y que procede de todos los pueblos. No podía ser de otra forma, la sangre derramada del Cordero bien valió esa salvación de alcance universal.
La historia se va desarrollando poco a poco y está llegando a su término final. La apertura de los «siete sellos» -tal como se describe en el Apocalipsis- impone un ritmo a esta duración y va mostrando sus componentes a medida que se revelan (capítulos 6ss). El fragmento de hoy se inserta entre el sexto y el séptimo -o sea, el último- sellos como una gran liturgia que, al mismo tiempo, crea expectativas y promesas para el futuro.
La lectura nos muestra la apertura del misterio de la historia con la visión del ángel que trae el sello para guardar a aquellos que deben ser liberados de la destrucción. El sello sobre los siervos de Dios sella su pertenencia a El y, por lo mismo, la garantía de ser salvados.- La visión de la multitud inmensa, incontable, con su simbolismo propone algo de las diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la antigua y la nueva Alianza. Por eso se dice que, si en la primera visión se habla 144.000, era para hablar del pueblo de la Antigua Alianza, mientras que el “número incontable” representa al nuevo pueblo de Dios que ha ganado Cristo, el Cordero sacrificado, con su sangre.
Como premonición y como signo de esta salvación, aparece un grupo elegido marcado con «el sello del Dios vivo». No está claro lo que significa este sello (¿se trata de una cita de Ez 9,4?, ¿de la unción bautismal?, ¿de la cruz?). Probablemente resulta más fácil identificar a los «ciento cuarenta y cuatro mil» (v 4) que están marcados con él: son la plenitud del nuevo pueblo de Dios, el Israel renovado en todos sus componentes y puesto en la historia como signo de que el poder de Dios se revela en sus «servidores» (v. 3).
Los ángeles, los mensajeros de Dios, realizan sus planes del juicio y de salvación. Por eso, cuatro de ellos están en los cuatro puntos cardinales, dispuestos a desencadenar los vientos que destruyan el mal de la historia; pero de Oriente llega otro mensajero (donde nace el Sol: Dios), que trae la gran noticia, de que antes deben poner un señal en las puertas como sucedió a los israelitas en el momento de la Pascua de Egipto.
Esta liturgia celeste celebra, en efecto, la salvación ya presente. Esa salvación está destinada a una «muchedumbre enorme» (v 9), a todos los «que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero» (v 14). Se trata, por consiguiente, de una salvación universal, abierta a todos, en particular a todos los que se han visto sometidos de algún modo por la persecución (thlipsis, «tribulación», se convierte en el signo de toda persecución) y salen de ella purificados.
En el texto se nos quiere hablar de mártires, pero también de todos aquellos que han pasado por la tribulación de la historia, se han lavado en el bautismo, en nombre de Jesucristo, en el misterio Pascual...y están ante el trono de Dios. Las palmas, en la antigüedad, son signo de los vencedores. Y, aunque pudiera centrarse en los que han sido martirizados y han vencido por el martirio, no se puede pensar que todos son mártires. Por eso, más bien se trata de una palma para alabar a Dios y a Cristo que son los auténticos vencedores de la historia.
El himno es una confesión de fe: la salvación se debe a Dios y al Cordero. La salvación, la liberación... no dependen de los hombres, sino que es una gracia de Dios que ellos han acogido y se han mantenido fieles a la fuerza salvífica del amor crucificado, de la Pascua. Por eso lo proclaman en la liturgia celeste. Y entonces, toda la asamblea celeste (ángeles, ancianos y vivientes), se prosternan ante Dios y lo adoran cantando: Amen… Bendición y gloria, sabiduría y acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amen (v. 12). Los que han muerto fieles a Dios y a Cristo, bien en el martirio, bien en su fidelidad a la fe cristiana centrada en el misterio Pascual, han pasado por la tribulación de la historia, donde reina el poder del mal. Pero ahora gozan de la fidelidad eterna, aunque hayan pasado por la muerte.

El responsorial es el salmo 23 (Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6) Este "salmo del Reino" describe la entrada de una procesión en el Templo... Es Yahveh,  el Dios creador del Universo, nuestro Rey Yahveh, que viene a tomar posesión de su palacio  y de su ciudad. Al aclamarlo Israel lo hacía reinar efectivamente y le profesaba sumisión.  Pero ¿cómo reina Dios? A las puertas del templo se respondía mediante una catequesis:  son los comportamientos morales del hombre los que hacen reinar a Dios. ¡Tener un  corazón puro, las manos no manchadas de intrigas, el corazón libre de todo ídolo, liberado  de todo aquello que no es Dios, leal al prójimo, sediento de justicia, ávido de Dios.
San Juan Pablo II comentó así este salmo en la audiencia general del miércoles 20 de junio 2001.
" 1. el antiguo canto del pueblo de dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén, para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. el primero atañe a la verdad de la creación:  dios creó el mundo y es su señor. el segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas:  debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. el tercero es el misterio de la venida de dios:  viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. un comentarista moderno ha escrito:  "se trata de tres formas elementales de la experiencia de dios y de la relación con dios; vivimos por obra de dios, en presencia de dios y podemos vivir con dios" (G. Ebeling, sobre los salmos, Brescia 1973, p. 97).
2. A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica:  Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
3. Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv. 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso:  "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is 33, 14-16; Mi 6, 6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
4. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo:  "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
5. Así llegamos al tercer cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor (vv. 7-10). En un sugestivo juego de llamamientos, preguntas y respuestas, se presenta la revelación progresiva de Dios, marcada por tres títulos solemnes:  "Rey de la gloria; Señor valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos". A las puertas del templo de Sión, personificadas, se las invita a alzar los dinteles para acoger al Señor que va a tomar posesión de su casa.
El escenario triunfal, descrito por el salmo en este tercer cuadro poético, ha sido utilizado por la liturgia cristiana de Oriente y Occidente para recordar tanto el victorioso descenso de Cristo a los infiernos, del que habla la primera carta de san Pedro (cf. 1 P 3, 19), como la gloriosa ascensión del Señor resucitado al cielo (cf. Hch 1, 9-10). El mismo salmo se sigue cantando, en coros que se alternan, en la liturgia bizantina la noche de Pascua, tal como lo utilizaba la liturgia romana al final de la procesión de Ramos, el segundo domingo de Pasión. La solemne liturgia de la apertura de la Puerta santa durante la inauguración del Año jubilar nos permitió revivir con intensa emoción interior los mismos sentimientos que experimentó el salmista al cruzar el umbral del antiguo templo de Sión.
6. El último título:  "Señor de los ejércitos", no tiene, como podría parecer a primera vista, un carácter marcial, aunque no excluye una referencia a los ejércitos de Israel. por el contrario, entraña un valor cósmico:  el señor, que está a punto de encontrarse con la humanidad dentro del espacio restringido del santuario de sión, es el creador, que tiene como ejército todas las estrellas del cielo, es decir, todas las criaturas del universo que le obedecen. en el libro del profeta Baruc se lee:  "brillan las estrellas en su puesto de guardia, llenas de alegría; las llama él y dicen:  "aquí estamos". y brillan alegres para su hacedor" (ba 3, 34-35). el dios infinito, todopoderoso y eterno, se adapta a la criatura humana, se le acerca para encontrarse con ella, escucharla y entrar en comunión con ella. y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor." (Papa San Juan Pablo II. Ciudad del Vaticano. Audiencia general del miércoles 20 de junio 2001.)

La segunda lectura de la primera carta del apóstol san Juan 3, 1-3. San Juan en su primera carta resume muy bien en qué consiste la esperanza cristiana: todos los bautizados somos ya, aquí y ahora, hijos de Dios, pero todavía con limitaciones, tenemos la esperanza de llegar a serlo un día en plenitud.
Las palabras con que empieza el c. 3 de la 1 de Juan son una expresión de la admiración que nace de la fe y de la experiencia del Resucitado. Dios nos ha amado en Cristo, en su entrega y solidaridad hacia los hombres, hasta el punto de hacernos "hijos".
El autor de la carta expresa mediante tres términos la realidad de la situación humana presente y futura ante Dios: "ser hijos", "ver a Dios" y "ser puro". Hay una continuidad y una ruptura entre lo que somos y lo que seremos. Continuidad pues, en el bautismo y la conversión, hemos ya inaugurado nuestra relación reconciliada con el Padre, gracias a la vida de Cristo. Ruptura, pues la esperanza a la que somos llamados la vivimos todavía desde nuestra limitación, desde nuestra debilidad frente a la tentación y el pecado. Vemos a Dios, pero no tal cual es.
Parece escogida como una forma de resaltar algunos aspectos de la santidad, su naturaleza y su modo de realización.
Lo primero en el camino de la santidad es lo que Dios ha hecho por nosotros; las maravillas obradas por Dios no solo en el pasado, más aún las que ha obrado con la venida de su Hijo. “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre!”. Aunque no se exprese, la admiración toca en primer lugar a la manifestación inaudita del amor de Dios enviándonos a su Hijo; pero fundándose en ello, nuestro pasaje contempla y admira directamente las consecuencias de esa manifestación: el Padre, “que envió al mundo a su Hijo Unigénito” (4,9), nos ha llamado “hijos de Dios” y lo ha hecho con llamada eficaz, “pues lo somos”.
Lo que Dios ha hecho ya en nosotros está abierto a la plenitud, que consistirá en ser “semejantes a él”; y esta afirmación toca a la naturaleza de la santidad.
La semejanza no puede interpretarse como una especie de asimilación que implicara la ausencia de toda distinción entre Dios y nosotros. El ser humano contemplará a Dios: “ lo veremos tal cual es”; y esta visión nos transformará de tal modo que participaremos de la misma vida de Dios.  

El evangelio según san Mateo 5, 1-12a nos presenta el Sermón de la Montaña. El Sermón de la montaña ha sido llamado la Carta magna del Reino. Es el primero de los cinco grandes discursos que vertebran el primer evangelio y que giran siempre en torno al Reino de Dios que Jesús ha venido a instaurar.
La Bienaventuranzas hacen de pórtico a esos puntos programáticos que el Señor proclama ante la multitud. Tienen el sabor de los antiguos salmos, que también se iniciaban a veces con esa misma fórmula de dicha y felicidad.
Las bienaventuranzas tienen un ámbito muy coherente en la literatura sapiencial, la que enseña a vivir, a comportarse, a elegir lo que da o no da sentido a la vida. La propuesta de Jesús, por lo tanto, no está lejos de este contexto sapiencial: con las bienaventuranzas Jesús quiere proclamar el Reino de Dios y quiere enseñar a vivir en ese Reino al que dedica su vida.
Las bienaventuranzas no son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución por causa de la justicia o por seguir a Jesús.
Las personas que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido.
Son expresiones que nos muestran a un Jesús “profeta escatológico” (no necesariamente apocalíptico), que quería anunciar lo que debería cambiar esta historia.
Las personas que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido.
Cada una de las bienaventuranzas está constituida por dos miembros: el primero enuncia una opción, estado o actividad; el segundo, una promesa. Cada una va precedida de la promesa de felicidad («dichosos»). El código de la nueva alianza no impone pre­ceptos imperativos; se enuncia como promesa e invitación.
De las ocho bienaventuranzas hay que destacar la primera y la última, que tienen idéntico el segundo miembro y la promesa en presente: «porque ésos tienen a Dios por rey».
Cada una de las otras seis tiene un segundo miembro diferente y la promesa vale para el futuro próximo («van a recibir, van a heredar, etc.»).
De estas seis, las tres primeras (vv. 4.5.6) mencionan en el primer miembro un estado doloroso para el hombre, del que se promete la liberación.
La cuarta, quinta y sexta (vv. 7.8.9), en cambio, enuncian una actividad, estado o disposición del hombre favorable y beneficiosa para su prójimo, que lleva también su correspondien­te promesa del futuro.

Para nuestra vida
La liturgia de esta fiesta está centrada en la santidad.
Hoy damos gracias a Dios por sus santos. Por formar parte de esa inmensa familia que afirmamos en el Credo: Creo en la comunión de los santos. A ellos estamos unidos y ellos son nuestros modelos e intercesores que hoy nos miran felices, radiantes y misericordiosos, con una mirada activa y creativa.
Celebrar esta fiesta es sentirnos fascinados por lo alto. Cuando ascendemos a las montañas vienen a nuestros ojos imágenes de valles y de ríos, de cielos estrellados o de horizontes lejanos. En esta jornada de Todos los Santos no nos conformamos con subir a los cerros. Trepamos más arriba. Elevamos nuestros ojos a esa realidad que ha sido la razón y el motor, el existir y el triunfo definitivo de tantos hombres y mujeres que se dejaron seducir por la beldad de Dios. No se conformaron con lo que encontraban en el suelo, con las propuestas caducas de felicidad, con los atajos traicioneros. Los santos apostaron fuerte: descubrieron que Dios era lo máximo y dieron firme testimonio de El.
Al honrarles hoy, adoramos la santidad de Dios que les ha hecho santos, "la salvación es de nuestro Dios y del Cordero", y nos los da como testigos que nos ayudan en la lucha por la mansedumbre, la humildad, la generosidad, la aceptación de la voluntad de Dios.
Precisemos un poco mas esta Fiesta. La fiesta de Todos los Santos nos invita a celebrar, en principio, dos hechos. El primero es que, verdaderamente, la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes, es una semilla capaz de arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta gozosa, fundamentalmente gozosa: el Espíritu de Jesús ha dado, y da, y dará fruto, y lo dará en todas partes.
El segundo hecho que celebramos es que todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común, algo que les une. Todos ellos "han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero". Todos ellos han sido pobres, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz. Y eso les une. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no celebramos que "en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará bien", sino que celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo). Porque hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que quiere Dios.
Podemos añadir  un tercer aspecto: San Agustín, en la homilía que la Liturgia de las Horas ofrece para el día de San Lorenzo, lo explica así: "Los santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos".
San Agustín se dirigía a unos cristianos que creían que quizá sólo los mártires, los que en las persecuciones habían derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria de J.C. Y a veces pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una heroicidad propia sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento fiel y esforzado de J.C., es también para nosotros: para todos nosotros y para cada uno de nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada, que tome las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a ir tirando. Pero somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa santidad, a ese seguimiento. Como decía San Agustín en la homilía antes citada: "Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación" (...). "Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio". Y hoy, en la fiesta de Todos los Santos, se nos invita a celebrar que también nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir a J.C.

La primera lectura propone el tema de la salvación, en ella se pone ante nuestros ojos el infinito número de los llamados a ser santos y a participar aquí y en la eternidad del don de la santidad.
"Después de esto vi una gran muchedumbre que nadie podía contar..." (Ap 7,9) Estamos ante una de la visiones de Juan en su destierro de la isla de Patmos. El Cielo abre sus puertas y deja que la mirada penetrante del evangelista, simbolizado por el águila, contemple los misterio del más allá. Hoy nos habla de los que fueron sellados en la frente, es decir los que se han salvado de la hecatombe apocalíptica. Habla primero de los pertenecientes al pueblo elegido, y luego de las demás naciones.
Se describe un cuadro maravilloso y consolador. De cada una de las doce tribus son ciento cuarenta y cuatro mil, esto es, una cantidad muy elevada. No se dice que todos se salven, pero sí se insiste en que son muchos, como se deduce al hablar de la muchedumbre que no se puede contar y que procede de todos los pueblos. No podía ser de otra forma, la sangre derramada del Cordero bien valió esa salvación de alcance universal.
Dios ha liberado a los hombres del poder del mal, representado en el Imperio, como Satanás y como la gran prostituta en las otras dos citas que hemos mencionado. La victoria, pues, de los hombres y de los mártires pertenece muy especialmente al Cordero, quien ha dado su vida precisamente para que sea vencido el poder de los hombres que engendra el odio y la muerte.
La imagen que se ha escogido para expresar la felicidad es que están ante el trono: y Dios los cobija en su tienda, la shekiná, la presencia de Dios, como Jn 1,14 había escogido para expresar el misterio de la encarnación.
 La muerte y la resurrección de Cristo son el punto clave de la teología del bautismo y de la eucaristía.
Desde el bautismo participamos del cumplimiento de la profecía del Enmanuel, Dios estará con los resucitados para siempre. No tendrán más hambre, ni tendrán más sed: expresiones de debilidad, de necesidad; ni caerá sobre ellos el sol, como si estuvieran en el desierto, porque Dios mismo es la razón de su existencia. Y Cristo, el Cordero, será el que apaciente a su pueblo, será pastor siendo Cordero, para llevarlos a las fuentes de agua viva. Efectivamente, los vv. 15-17 son las imágenes escogidas por el autor del Ap para hablar de la vida futura, escatológica, de la victoria sobre la muerte.
Esta lectura es una invitación a revisar como vivimos nuestra condición de bautizados invitados a la mesa eucarística.

El  salmo de hoy nos plantea una claras y concretas preguntas: " ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?"
A continuación se dan la respuesta: " El hombre de manos inocentes
y puro corazón, que no confía en los ídolos. ".
De ahí surge una petición: ¡Señor, haznos dignos de tu Santidad, Tú que  eres el Santo ! 
Cada uno de nosotros debe aplicar este salmo a su propia situación. 
La libertad del cristiano ante las "cosas" de la naturaleza. San Pablo aplicó este  salmo, explícitamente, a un problema de su tiempo: ¿se pueden comer los alimentos  ofrecidos a los ídolos? Responde: "coman sin hacer problema de conciencia, todo lo que les  venden en el mercado, porque la tierra y todo lo que hay en ella es del Señor". ( I Corintios  10,25 - 26; Salmo 23,1). Considerar la fe en Dios como liberadora, es una esperanza del  mundo actual. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios merece sumisión. Hay, como se dice a menudo,  una cierta "desacralización" del universo, que corresponde perfectamente a la verdad de  Dios. Existe siempre el peligro de sacralizar abusivamente las realidades terrestres: las  costumbres tradicionales, los tabúes ancestrales, los usos considerados como definitivos y  sagrados cuando son apenas residuos de civilizaciones locales ya superadas. Pero el gran  peligro actual, es la sacralización de las ideologías y de la política. Digámoslo claramente, ni  los partidos de derecha, ni los de izquierda, son "sagrados"; son simples opciones humanas,  respetables claro está, pero que desmerecen grandemente al proyectarse sobre ellas un  "absoluto" que sólo a Dios debe darse: el único Rey es El. Bajo esta expresión  aparentemente pasada de moda, hay una reivindicación de libertad, de total independencia. 
Existe una tendencia reciente, que opone la moral y la fe. Este  salmo trae a cuento una verdad esencial que Jesús repitió frecuentemente. Dios más que  aclamaciones rituales, más que recitación de "credos", más que gestos cultuales...: espera  de nosotros rectitud de vida. La conciencia moral es lo primero. Seremos juzgados sobre el  amor. (Mateo 25,31 - 46). No llegarán a la "montaña de Dios" aquellos que se contenten con  decir: "Señor, Señor" (Mateo 7,21), sino aquellos "que tengan el corazón puro y las manos  inocentes", que cumplan los deberes que les impone la condición de ser hombres dignos de  tal nombre. La reforma conciliar revalorizó la "liturgia penitencial" al principio de cada Misa.  ¿Quién puede acercarse a Dios? Quien esté libre de toda mancha consciente o  inconsciente, que esté dispuesto a luchar contra su egoísmo, y toda forma de idolatría. Sólo  así Dios se hace fiador de la dignidad humana y de la conciencia. Decir: "Venga tu Reino",  es comprometerse a hacer cualquier cosa para vivir según sus exigencias. 

El texto de la segunda lectura es una esplendida descripción de la vida cristiana que se representa bajo la imagen y la experiencia de “ser hijos de Dios”. El autos nos introduce en la misteriosa relación existente entre el amor que Dios nos tiene, amor de Padre, y la santidad que nos otorga, en cuanto hijos en su Hijo.
Hermosa expresión la de la segunda lectura: ¡somos hijos de Dios!  Toda nuestra dicha viene del Amor Misericordioso de Dios
"Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y los seamos" (1 Jn 3,1) La frase de San Juan tiene matices de asombro que no se captan bien en la traducción castellana. El “potapèn” griego lo traduce la versión oficial latina por “qualem”, que además encuadra esa frase con una admiración. Alguna traducción antigua decía "cuál amor", expresión inadecuada hoy. De todas formas hay que subrayar el asombro del autor, ante la magnitud y profundidad del amor divino que nos hace hijos de Dios. ¡Nada menos!
San Juan constata que aún no se ha manifestado esa ondición nuestra c a la que estamos destinados, pero un día se realizará haciendo que seamos semejantes a Él, "porque le veremos tal cual es". Esta verdad es fundamental en nuestra vida.  Es lo que, concluye nuestro texto: "Y todo el que tiene en el esta esperanza se santifica, como Santo es El".
Se trata de una profunda teología como corresponde al círculo de las comunidades cristianas de Juan, tanto del evangelio como de las cartas. Y en este marco teológico deberíamos pensar que, precisamente el misterio de la santidad que hoy se celebra hace referencia directa a que lo más importante de la vida cristiana es ser, y no perder, la imagen de hijos de Dios.
El título cristológico más coherente de la teología joánica, es lo que afecta a la filiación divina de Jesús, esto también tiene su repercusión en quienes seguimos a Jesús, consiste en la  posibilidad de vivir en el ámbito de las relaciones entre el Padre y el Hijo. Por ello se dice que seremos semejantes a Él.
La afirmación del texto es clara: ¡somos hijos de dios! "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y los seamos" (1 Jn 3,1). La frase de San Juan tiene matices de asombro que no se captan bien en la traducción castellana. Hay que subrayar el asombro del hagiógrafo ante la magnitud y profundidad del amor divino que nos hace hijos de Dios.
 Muchos santos, desconocidos para nosotros, lo son porque han sabido guardar sencillamente la imagen de hijos de Dios en sus vidas. Por eso, la expresión “veremos a Dios tal cual es” viene a ser una de las afirmaciones más teológicas. El misterio de Dios se hará luz y “hijos de Dios” no tendremos miedo de contemplar el “rostro” de Dios, la intimidad de Dios, la misericordia de Dios. Para eso se nos ha creado y para eso hemos nacido. San Pablo nos recuerda la  esperanza a la que estamos llamados.

En el evangelio de este día leemos las bienaventuranzas que Jesús de Nazaret predicó en el sermón del monte, en el resuena de forma clara y llamativa la llamada a constatar la realidad de la Felicidad unida a la santidad: “FELICES VOSOTROS”.
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3) El Sermón de la montaña ha sido llamado la Carta magna del Reino. Es el primero de los cinco grandes discursos que vertebran el primer evangelio y que giran siempre en torno al Reino de Dios, que Jesús ha venido a instaurar. La Bienaventuranzas hacen de pórtico a esos puntos programáticos que el Señor proclama ante la multitud. Tienen el sabor de los antiguos salmos, que también se iniciaban a veces con esa misma fórmula de dicha y felicidad.
Las bienaventuranzas van unidas a la santidad, es decir, la dicha y la felicidad en esta vida y en la otra, a todas aquellas personas que vivan según el espíritu de Jesús de Nazaret. Las bienaventuranzas hay entenderlas y vivirlas en el sentido auténtico que el Señor les dio. Las bienaventuranzas están relacionados el sufrimiento y el esfuerzo con la santidad. Pero no todo sufrimiento y todo esfuerzo producen santidad. Uno puede ser pobre, llorar y sufrir mucho, pasar hambre y sed de justicia, ser perseguido, insultado y calumniado, y, sin embargo, no ser santo ni dichoso en su vida. Porque se puede sufrir, y luchar, y pasar hambre, con odio y con rabia, con violencia y con desesperación, maldiciendo a Dios y al prójimo. Aquí no se habla sólo de sufrir y luchar, sino de sufrir y luchar por mi causa, es decir, sufrir buscando el bien y luchando contra el mal, con el espíritu y a ejemplo de Jesús de Nazaret. No se dice aquí que los que no hagan esto en nombre de Jesús serán condenados; lo que se afirma es que los que sufran y pasen hambre y sean perseguidos y calumniados por causa de Jesús serán salvados. El sufrimiento, y el pasar hambre, y el ser perseguido, no producen santidad por sí mismos; es la causa por la que se acepta el sufrimiento la que hace santas a las personas que sufren.
El evangelio de San Mateo recoge las grandes líneas o rutas, condiciones imprescindibles, por las que se realiza la utopía humana según Jesús. La santidad cristiana es vivir la nueva sociedad que propone Jesús. Sintetiza admirablemente los caminos de la santidad cristiana mediante las bienaventuranzas.
Jesús con las bienaventuranzas  ha pretendido presentar los rasgos de una nueva humanidad, un nuevo pueblo. No se trata de proponer algo exótico, mágico o taumatúrgico, sino algo bien humano. No obstante, es verdad que se plantea un auténtico esfuerzo por conquistar la gloria, la libertad y la paz. Se propone la pobreza que libera el corazón de muchas ataduras, la misericordia que introduce en las relaciones humanas la benevolencia y el perdón, la limpieza de corazón para juzgar y ser juzgados, la lucha por la justicia, porque Dios es justo.
Las bienaventuranzas no son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución por causa de la justicia o por seguir a Jesús.
La fiesta de hoy es propiamente la de aquéllos que, aun sin corona ni altar, son dichosos según las bienaventuranzas, porque son pobres, sufridos, pacientes, misericordiosos, honestos, pacíficos e incomprendidos.
Se describen situaciones en las que el hombre sufre de ordinario y en las que, sin embargo, alcanza la felicidad apoyado en la esperanza. Las promesas son tan extraordinarias y ciertas que fortalecen al justo, e incluso le llenan de gozo íntimo, aún en las situaciones más adversas que se puedan imaginar. Por otra parte hay una nota común en cada uno de esos estados descritos, la humildad y la confianza inquebrantable en Dios nuestro Padre.
Se proclaman bienaventurados por haber elegido lo que el mundo no elige, simplemente porque odia; por haberse decidido por el sentido mejor de la vida. Se trata de una posibilidad de santidad que se debe vivir ya desde ahora, aquí en nuestra historia; no queda para después de que todo haya acabado.
¿Cómo vivo en el aquí y ahora, esta fiesta de Todos los Santos?.
Con la Iglesia, estamos invitados a celebrar a todos los difuntos que ya gozan definitivamente y para siempre del amor a Dios y del amor a los hombres y entre sí. Tenemos la certeza, por otra parte, de que si vivimos en la gracia y amistad con Dios ya somos santos aquí en la tierra. Existe por tanto una comunión de los santos. Es decir, los santos del cielo están unidos a nosotros, se interesan por nosotros, iluminan nuestra vida con la suya, interceden por nosotros ante Dios.
Todos podríamos decir, como Santa Teresa de Lisieux: "Me pasaré en el cielo haciendo el bien a la tierra". Sin embargo, hoy se nos invita vivir  la comunión de los santos de la tierra con los santos de cielo. Son nuestros hermanos mayores, que nos han precedido en la llegada a la meta y que anhelan que toda la familia vuelva a reunirse en la eternidad. Son las estrellas de nuestro firmamento que nos iluminan en la noche, no con luz propia, sino con la que han recibido del Sol Invicto, que es Cristo. Son modelos, por así decir caseros, que nos acercan de alguna manera una virtud o un aspecto de la plenitud de perfección y santidad que es Jesucristo.
Una conclusión final en esta Fiesta de TODOS LOS SANTOS..
Todos estamos llamados a la santidad. Pero no solos, cada uno por nuestra cuenta, sino en comunidad, en Iglesia. La santidad es una hermosa historia que comenzó el día que nos bautizaron, ese día, recibimos la gracia para vivir la santidad cada día de nuestra vida. No hay ningún santo, a excepción de la Virgen María, que no haya conocido el pecado, que no haya pecado alguna vez en su vida. El reto está en saber vivir la conversión del corazón, en cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne que sepa amar, amar como Jesús, amar hasta el extremo, amar incluso a los que no nos aman, ni nos caen bien.
En la Iglesia encontramos los medios adecuados para fortalecer nuestra débil condición humana.
¿No habrá que renovar y vitalizar nuestra comunión con los santos del cielo?.
 Hoy es un buen día para hacerlo.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com



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