Hoy, la Iglesia que peregrina en la
tierra, vuelve los ojos a la Iglesia del cielo, a la ciudad de los santos, para
celebrar la gloria de sus hermanos, contemplar lo que espera alcanzar, y unir a
la alabanza de Dios que resuena en las moradas eternas el canto de alabanza que
resuena festivo en la asamblea eucarística.
La fiesta de Todos los Santos remite
al cielo: a la dicha que es Dios, al consuelo que viene de él, a la tierra
nueva que él ha preparado para sus hijos.
Remite al cielo, pero no nos aparta de
esta tierra nuestra, del tiempo que nos ha tocado vivir, pues aquella dicha,
aquella consolación, aquella tierra, aquella herencia, aquel reino, son para
los pobres: para los que ahora lloran, para los que aquí son sufridos, para los
que en esta tierra tienen hambre, los que han hecho de la misericordia su forma
de vida, los que tienen corazón de niño y se han puesto a la tarea de construir
la paz.
En la Eucaristía, en la palabra de
Dios que escuchamos, en el Cuerpo de Cristo que recibimos, se unen el cielo que
esperamos y la tierra en la que caminamos. Hoy, en el misterio de nuestra
celebración, el reino de los cielos y los pobres se abrazan, el consuelo divino
y las lágrimas humanas se besan. Hoy, en la comunidad eclesial, los hambrientos
se sientan gozosos a la mesa que Dios ha preparado para ellos.
La fiesta de
Todos los Santos es muy antigua y parece que su origen está en la dedicación
del Panteón Romano a Santa María y los mártires. En el Siglo IV la iglesia
oriental ya conmemoraba esta fiesta. En el siglo IX se comienza a celebrar en
lo que hoy es Francia para luego extenderse a toda la Iglesia latina. En los
primeros textos cristianos, escritos inmediatamente después del Nuevo
Testamento, nos encontramos con una pieza muy singular que son las Actas de los
Mártires. Se trata de los documentos que reflejan los juicios a que fueron
sometidos un cierto número de cristianos que se oponían a las leyes romanas de
adorar ídolos y de presentar sacrificios rituales a las estatuas de los
emperadores. Dichos relatos que, por supuesto, contienen interesante doctrina,
también consagran documentalmente a un cierto número de santos por su martirio.
El culto a los
mártires fue muy importante entre esos primeros cristianos y de ahí se originó
la devoción a esos hermanos singulares que supieron dar su vida por Cristo. Lo
que los fieles pedían a esos mártires es muy parecido a lo que nosotros hoy
solicitamos en nuestras devociones. Y la tradición de "hacer santos",
de canonizar a cristianos de singulares méritos, es muy antigua. Y el día que
litúrgicamente se dedica a recordar a todos los santos, a los conocidos y
desconocidos, es este primero de noviembre, en el que las oraciones de la Misa
van dirigidas a ese gran número de intercesores que nosotros necesitamos para
seguir adelante con nuestros trabajos de ser buenos cristianos.
Las Iglesias
reformadas, tras la protesta de Lutero, prescindieron de esa práctica canónica.
No así las Iglesias ortodoxas que han continuado buscando ejemplos de santidad
y venerándolos. En nuestra Iglesia Católica, el pontificado del San Juan Pablo
II se caracterizó por un incremento notable del número de las beatificaciones y
canonizaciones. Y ha pasado a la historia como el Papa que más santos ha
elevado a los altares. Él mismo, santo, junto a su antecesor Juan XXIII por una
histórica decisión del Papa Francisco en
los primeros meses de su pontificado.
La primera lectura es del libro del
Apocalipsis
7, 2-4.9-14. La
primera lectura del Apocalipsis, nos presenta el número de los elegidos. El
número simbólico de los salvados.-
El Apocalipsis, como sucede en la literatura de este tipo, literatura
religiosa por excelencia, pero radicalmente mítica, necesita ser interpretado
con la riqueza de los símbolos.
"Después de esto vi una gran muchedumbre que nadie
podía contar..." (Ap 7, 9). Estamos ante
una de la visiones de Juan en su destierro de la isla de Patmos. El Cielo abre
sus puertas y deja que la mirada penetrante del evangelista, simbolizado por el
águila, contemple los misterio del más allá. Hoy nos habla de los que fueron
sellados en la frente, es decir los que se han salvado de la hecatombe
apocalíptica. Habla primero de los pertenecientes al pueblo elegido, y luego de
las demás naciones.
Sin
duda que es un cuadro consolador. De cada una de las doce tribus son ciento
cuarenta y cuatro mil, esto es, una cantidad muy elevada. No se dice que todos
se salven, pero sí se insiste en que son muchos, como se deduce al hablar de la
muchedumbre que no se puede contar y que procede de todos los pueblos. No podía
ser de otra forma, la sangre derramada del Cordero bien valió esa salvación de
alcance universal.
La historia se va desarrollando poco a poco y está llegando a su término
final. La apertura de los «siete sellos» -tal como se describe en el Apocalipsis-
impone un ritmo a esta duración y va mostrando sus componentes a medida que
se revelan (capítulos 6ss). El fragmento de hoy se inserta entre el sexto y el
séptimo -o sea, el último- sellos como una gran liturgia que, al mismo tiempo,
crea expectativas y promesas para el futuro.
La lectura nos muestra la apertura del misterio de la historia con la
visión del ángel que trae el sello para guardar a aquellos que deben ser
liberados de la destrucción. El sello sobre los siervos de Dios sella su
pertenencia a El y, por lo mismo, la garantía de ser salvados.- La visión de la
multitud inmensa, incontable, con su simbolismo propone algo de las diferencias
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la antigua y la nueva Alianza.
Por eso se dice que, si en la primera visión se habla 144.000, era para hablar
del pueblo de la Antigua Alianza, mientras que el “número incontable”
representa al nuevo pueblo de Dios que ha ganado Cristo, el Cordero
sacrificado, con su sangre.
Como premonición y como signo de esta salvación, aparece un grupo
elegido marcado con «el sello del Dios vivo». No está claro lo que
significa este sello (¿se trata de una cita de Ez 9,4?, ¿de la unción
bautismal?, ¿de la cruz?). Probablemente resulta más fácil identificar a los «ciento
cuarenta y cuatro mil» (v 4) que están marcados con él: son la plenitud del
nuevo pueblo de Dios, el Israel renovado en todos sus componentes y puesto en
la historia como signo de que el poder de Dios se revela en sus «servidores»
(v. 3).
Los ángeles, los mensajeros de Dios, realizan sus planes del juicio y de
salvación. Por eso, cuatro de ellos están en los cuatro puntos cardinales,
dispuestos a desencadenar los vientos que destruyan el mal de la historia; pero
de Oriente llega otro mensajero (donde nace el Sol: Dios), que trae la gran
noticia, de que antes deben poner un señal en las puertas como sucedió a los
israelitas en el momento de la Pascua de Egipto.
Esta liturgia celeste celebra, en efecto, la salvación ya presente. Esa
salvación está destinada a una «muchedumbre enorme» (v 9), a todos los «que
vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en
la sangre del Cordero» (v 14). Se trata, por consiguiente, de una salvación
universal, abierta a todos, en particular a todos los que se han visto sometidos
de algún modo por la persecución (thlipsis, «tribulación», se convierte
en el signo de toda persecución) y salen de ella purificados.
En el texto se nos quiere hablar de mártires, pero también de todos
aquellos que han pasado por la tribulación de la historia, se han lavado en el
bautismo, en nombre de Jesucristo, en el misterio Pascual...y están ante el
trono de Dios. Las palmas, en la antigüedad, son signo de los vencedores. Y,
aunque pudiera centrarse en los que han sido martirizados y han vencido por el
martirio, no se puede pensar que todos son mártires. Por eso, más bien se trata
de una palma para alabar a Dios y a Cristo que son los auténticos vencedores de
la historia.
El himno es una confesión de fe: la salvación se debe a Dios y al
Cordero. La salvación, la liberación... no dependen de los hombres, sino que es
una gracia de Dios que ellos han acogido y se han mantenido fieles a la fuerza
salvífica del amor crucificado, de la Pascua. Por eso lo proclaman en la
liturgia celeste. Y entonces, toda la asamblea celeste (ángeles, ancianos y
vivientes), se prosternan ante Dios y lo adoran cantando: Amen… Bendición y
gloria, sabiduría y acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios
por los siglos de los siglos. Amen (v. 12). Los que han muerto fieles a Dios y
a Cristo, bien en el martirio, bien en su fidelidad a la fe cristiana centrada
en el misterio Pascual, han pasado por la tribulación de la historia, donde
reina el poder del mal. Pero ahora gozan de la fidelidad eterna, aunque hayan
pasado por la muerte.
El responsorial es el salmo 23 (Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6)
Este "salmo del Reino" describe la entrada de una procesión en el
Templo... Es Yahveh, el Dios creador del Universo, nuestro Rey Yahveh,
que viene a tomar posesión de su palacio y de su ciudad. Al aclamarlo
Israel lo hacía reinar efectivamente y le profesaba sumisión. Pero ¿cómo
reina Dios? A las puertas del templo se respondía mediante una
catequesis: son los comportamientos morales del hombre los que hacen
reinar a Dios. ¡Tener un corazón puro, las manos no manchadas de
intrigas, el corazón libre de todo ídolo, liberado de todo aquello que no
es Dios, leal al prójimo, sediento de justicia, ávido de Dios.
San Juan Pablo
II comentó así este salmo en la audiencia general del miércoles 20 de junio
2001.
" 1. el
antiguo canto del pueblo de dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el
templo de Jerusalén, para poder descubrir con claridad el hilo conductor que
atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos
fundamentales. el primero atañe a la verdad de la creación: dios creó el
mundo y es su señor. el segundo se refiere al juicio al que somete a sus
criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre
nuestras obras. el tercero es el misterio de la venida de dios: viene en
el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los
hombres una relación de profunda comunión. un comentarista moderno ha
escrito: "se trata de tres formas elementales de la experiencia de
dios y de la relación con dios; vivimos por obra de dios, en presencia de dios
y podemos vivir con dios" (G. Ebeling, sobre los salmos, Brescia
1973, p. 97).
2. A estos tres presupuestos
corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar,
considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera
es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus
habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos
y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como
una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de
las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas,
condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida
sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la
conserva en el ser y en la vida.
3. Desde el horizonte cósmico
la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte
del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv.
3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a
los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso: "¿Quién
puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?".
Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados
por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is
33, 14-16; Mi 6, 6-8)- responden enumerando las condiciones para poder
acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente
rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y
existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un
acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
4. Son tres las exigencias
planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos
inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan
la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de
orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no
mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino
sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses,
es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del
Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la
tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No
jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización
oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño;
por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la
justicia y la rectitud.
5. Así llegamos al tercer
cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el
templo para encontrarse con el Señor (vv. 7-10). En un sugestivo juego de
llamamientos, preguntas y respuestas, se presenta la revelación progresiva de
Dios, marcada por tres títulos solemnes: "Rey de la gloria; Señor
valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos". A las puertas del
templo de Sión, personificadas, se las invita a alzar los dinteles para acoger
al Señor que va a tomar posesión de su casa.
El escenario triunfal, descrito por
el salmo en este tercer cuadro poético, ha sido utilizado por la liturgia
cristiana de Oriente y Occidente para recordar tanto el victorioso descenso de
Cristo a los infiernos, del que habla la primera carta de san Pedro (cf. 1 P
3, 19), como la gloriosa ascensión del Señor resucitado al cielo (cf. Hch
1, 9-10). El mismo salmo se sigue cantando, en coros que se alternan, en la
liturgia bizantina la noche de Pascua, tal como lo utilizaba la liturgia romana
al final de la procesión de Ramos, el segundo domingo de Pasión. La solemne
liturgia de la apertura de la Puerta santa durante la inauguración del Año
jubilar nos permitió revivir con intensa emoción interior los mismos
sentimientos que experimentó el salmista al cruzar el umbral del antiguo templo
de Sión.
6. El
último título: "Señor de los ejércitos", no tiene, como podría
parecer a primera vista, un carácter marcial, aunque no excluye una referencia
a los ejércitos de Israel. por el contrario, entraña un valor cósmico: el
señor, que está a punto de encontrarse con la humanidad dentro del espacio
restringido del santuario de sión, es el creador, que tiene como ejército todas
las estrellas del cielo, es decir, todas las criaturas del universo que le
obedecen. en el libro del profeta Baruc se lee: "brillan las
estrellas en su puesto de guardia, llenas de alegría; las llama él y
dicen: "aquí estamos". y brillan alegres para su hacedor"
(ba 3, 34-35). el dios infinito, todopoderoso y eterno, se adapta a la
criatura humana, se le acerca para encontrarse con ella, escucharla y entrar en
comunión con ella. y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en
el diálogo y en el amor." (Papa San Juan Pablo II. Ciudad del Vaticano.
Audiencia general del miércoles 20 de junio 2001.)
La segunda lectura de la primera carta del apóstol
san Juan 3, 1-3. San Juan en su
primera carta resume muy bien en qué consiste la esperanza cristiana: todos los
bautizados somos ya, aquí y ahora, hijos de Dios, pero todavía con
limitaciones, tenemos la esperanza de llegar a serlo un día en plenitud.
Las palabras
con que empieza el c. 3 de la 1 de Juan son una expresión de la admiración que
nace de la fe y de la experiencia del Resucitado. Dios nos ha amado en Cristo,
en su entrega y solidaridad hacia los hombres, hasta el punto de hacernos
"hijos".
El autor de la
carta expresa mediante tres términos la realidad de la situación humana
presente y futura ante Dios: "ser hijos", "ver a Dios" y
"ser puro". Hay una continuidad y una ruptura entre lo que somos y lo
que seremos. Continuidad pues, en el bautismo y la conversión, hemos ya
inaugurado nuestra relación reconciliada con el Padre, gracias a la vida de
Cristo. Ruptura, pues la esperanza a la que somos llamados la vivimos todavía
desde nuestra limitación, desde nuestra debilidad frente a la tentación y el
pecado. Vemos a Dios, pero no tal cual es.
Parece
escogida como una forma de resaltar algunos aspectos de la santidad, su
naturaleza y su modo de realización.
Lo primero en
el camino de la santidad es lo que Dios ha hecho por nosotros;
las maravillas obradas por Dios no solo en el pasado, más aún las que ha obrado
con la venida de su Hijo. “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre!”. Aunque
no se exprese, la admiración toca en primer lugar a la manifestación inaudita
del amor de Dios enviándonos a su Hijo; pero fundándose en ello, nuestro pasaje
contempla y admira directamente las consecuencias de esa manifestación: el
Padre, “que envió al mundo a su Hijo Unigénito” (4,9), nos ha llamado “hijos
de Dios” y lo ha hecho con llamada eficaz, “pues lo somos”.
Lo que Dios ha
hecho ya en nosotros está abierto a la plenitud, que consistirá en ser “semejantes
a él”; y esta afirmación toca a la naturaleza de la santidad.
La semejanza
no puede interpretarse como una especie de asimilación que implicara la
ausencia de toda distinción entre Dios y nosotros. El ser humano contemplará a
Dios: “ lo veremos tal cual es”; y esta visión nos transformará de tal
modo que participaremos de la misma vida de Dios.
El evangelio según san Mateo 5, 1-12a nos presenta el Sermón de la
Montaña. El Sermón de la montaña ha sido llamado la Carta
magna del Reino. Es el primero de los cinco grandes discursos que vertebran el
primer evangelio y que giran siempre en torno al Reino de Dios que Jesús ha
venido a instaurar.
La
Bienaventuranzas hacen de pórtico a esos puntos programáticos que el Señor
proclama ante la multitud. Tienen el sabor de los antiguos salmos, que también
se iniciaban a veces con esa misma fórmula de dicha y felicidad.
Las bienaventuranzas tienen un ámbito muy coherente en la literatura
sapiencial, la que enseña a vivir, a comportarse, a elegir lo que da o no da
sentido a la vida. La propuesta de Jesús, por lo tanto, no está lejos de este
contexto sapiencial: con las bienaventuranzas Jesús quiere proclamar el Reino
de Dios y quiere enseñar a vivir en ese Reino al que dedica su vida.
Las
bienaventuranzas no son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús
declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes
situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda
a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución
por causa de la justicia o por seguir a Jesús.
Las personas
que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la
consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les
abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen
en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido.
Son expresiones que nos muestran a un Jesús “profeta escatológico” (no
necesariamente apocalíptico), que quería anunciar lo que debería cambiar esta
historia.
Las personas
que Jesús declara dichosas son todas ellas activas y comprometidas en la
consecución de un orden de cosas diferente al habitual. A todas ellas Jesús les
abre un futuro y una esperanza: el futuro y la esperanza que tienen su origen
en el orden de cosas en el que Dios en persona está comprometido.
Cada una de
las bienaventuranzas está constituida por dos miembros: el primero enuncia una
opción, estado o actividad; el segundo, una promesa. Cada una va precedida de
la promesa de felicidad («dichosos»). El código de la nueva alianza no impone
preceptos imperativos; se enuncia como promesa e invitación.
De las ocho
bienaventuranzas hay que destacar la primera y la última, que tienen idéntico
el segundo miembro y la promesa en presente: «porque ésos tienen a Dios por
rey».
Cada una de
las otras seis tiene un segundo miembro diferente y la promesa vale para el
futuro próximo («van a recibir, van a heredar, etc.»).
De estas seis,
las tres primeras (vv. 4.5.6) mencionan en el primer miembro un estado doloroso
para el hombre, del que se promete la liberación.
La cuarta,
quinta y sexta (vv. 7.8.9), en cambio, enuncian una actividad, estado o
disposición del hombre favorable y beneficiosa para su prójimo, que lleva
también su correspondiente promesa del futuro.
Para nuestra vida
La liturgia de
esta fiesta está centrada en la santidad.
Hoy damos
gracias a Dios por sus santos. Por formar parte de esa inmensa familia que
afirmamos en el Credo: Creo en la comunión de los santos. A ellos estamos
unidos y ellos son nuestros modelos e intercesores que hoy nos miran felices,
radiantes y misericordiosos, con una mirada activa y creativa.
Celebrar esta
fiesta es sentirnos fascinados por lo alto. Cuando ascendemos a las montañas
vienen a nuestros ojos imágenes de valles y de ríos, de cielos estrellados o de
horizontes lejanos. En esta jornada de Todos los Santos no nos conformamos con
subir a los cerros. Trepamos más arriba. Elevamos nuestros ojos a esa realidad
que ha sido la razón y el motor, el existir y el triunfo definitivo de tantos
hombres y mujeres que se dejaron seducir por la beldad de Dios. No se conformaron
con lo que encontraban en el suelo, con las propuestas caducas de felicidad,
con los atajos traicioneros. Los santos apostaron fuerte: descubrieron que Dios
era lo máximo y dieron firme testimonio de El.
Al honrarles
hoy, adoramos la santidad de Dios que les ha hecho santos, "la salvación
es de nuestro Dios y del Cordero", y nos los da como testigos que nos
ayudan en la lucha por la mansedumbre, la humildad, la generosidad, la
aceptación de la voluntad de Dios.
Precisemos un
poco mas esta Fiesta. La fiesta de Todos los Santos nos invita a celebrar, en
principio, dos hechos. El primero es que, verdaderamente, la fuerza del
Espíritu de Jesús actúa en todas partes, es una semilla capaz de arraigar en
todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o
de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta gozosa, fundamentalmente
gozosa: el Espíritu de Jesús ha dado, y da, y dará fruto, y lo dará en todas
partes.
El segundo
hecho que celebramos es que todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar
tienen algo en común, algo que les une. Todos ellos "han lavado y blanqueado sus mantos en la
sangre del Cordero". Todos ellos han sido pobres, hambrientos
y sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz. Y eso les
une. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no celebramos que
"en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará bien", sino que
celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en
el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo).
Porque hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el
mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier
otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más
entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que
quiere Dios.
Podemos
añadir un tercer aspecto: San Agustín,
en la homilía que la Liturgia de las Horas ofrece para el día de San Lorenzo,
lo explica así: "Los
santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta
la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El
puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha
secado después de haber bebido ellos".
San Agustín se
dirigía a unos cristianos que creían que quizá sólo los mártires, los que en
las persecuciones habían derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria
de J.C. Y a veces pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una
heroicidad propia sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento
fiel y esforzado de J.C., es también para nosotros: para todos nosotros y para
cada uno de nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada,
que tome las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a ir
tirando. Pero somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa
santidad, a ese seguimiento. Como decía San Agustín en la homilía antes citada:
"Ningún hombre,
cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación"
(...). "Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo,
además del derramamiento de sangre, además del martirio". Y
hoy, en la fiesta de Todos los Santos, se nos invita a celebrar que también
nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir a J.C.
La primera lectura
propone el tema de la salvación, en ella se
pone ante nuestros ojos el infinito número de los llamados a ser santos y a
participar aquí y en la eternidad del don de la santidad.
"Después de esto vi una gran muchedumbre que
nadie podía contar..." (Ap 7,9) Estamos ante
una de la visiones de Juan en su destierro de la isla de Patmos. El Cielo abre
sus puertas y deja que la mirada penetrante del evangelista, simbolizado por el
águila, contemple los misterio del más allá. Hoy nos habla de los que fueron
sellados en la frente, es decir los que se han salvado de la hecatombe
apocalíptica. Habla primero de los pertenecientes al pueblo elegido, y luego de
las demás naciones.
Se describe un
cuadro maravilloso y consolador. De cada una de las doce tribus son ciento
cuarenta y cuatro mil, esto es, una cantidad muy elevada. No se dice que todos
se salven, pero sí se insiste en que son muchos, como se deduce al hablar de la
muchedumbre que no se puede contar y que procede de todos los pueblos. No podía
ser de otra forma, la sangre derramada del Cordero bien valió esa salvación de
alcance universal.
Dios ha liberado a los hombres del poder del mal, representado en el
Imperio, como Satanás y como la gran prostituta en las otras dos citas que
hemos mencionado. La victoria, pues, de los hombres y de los mártires pertenece
muy especialmente al Cordero, quien ha dado su vida precisamente para que sea
vencido el poder de los hombres que engendra el odio y la muerte.
La imagen que se ha escogido para expresar la felicidad es que están
ante el trono: y Dios los cobija en su tienda, la shekiná, la presencia de
Dios, como Jn 1,14 había escogido para expresar el misterio de la encarnación.
La muerte y la resurrección de
Cristo son el punto clave de la teología del bautismo y de la eucaristía.
Desde el bautismo participamos del cumplimiento de la profecía del
Enmanuel, Dios estará con los resucitados para siempre. No tendrán más hambre,
ni tendrán más sed: expresiones de debilidad, de necesidad; ni caerá sobre
ellos el sol, como si estuvieran en el desierto, porque Dios mismo es la razón
de su existencia. Y Cristo, el Cordero, será el que apaciente a su pueblo, será
pastor siendo Cordero, para llevarlos a las fuentes de agua viva.
Efectivamente, los vv. 15-17 son las imágenes escogidas por el autor del Ap
para hablar de la vida futura, escatológica, de la victoria sobre la muerte.
Esta lectura es una invitación a revisar como vivimos nuestra condición
de bautizados invitados a la mesa eucarística.
El salmo de
hoy nos plantea una claras y concretas preguntas: " ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el
recinto sacro?"
A continuación se dan la respuesta: " El hombre de manos inocentes
y puro
corazón, que no confía en los ídolos.
".
De ahí surge
una petición: ¡Señor, haznos dignos de tu Santidad, Tú que eres el Santo
!
Cada uno de
nosotros debe aplicar este salmo a su propia situación.
La libertad
del cristiano ante las "cosas" de la naturaleza. San Pablo aplicó
este salmo, explícitamente, a un problema de su tiempo: ¿se pueden comer
los alimentos ofrecidos a los ídolos? Responde: "coman sin hacer
problema de conciencia, todo lo que les venden en el mercado, porque la
tierra y todo lo que hay en ella es del Señor". ( I Corintios 10,25
- 26; Salmo 23,1). Considerar la fe en Dios como liberadora, es una esperanza
del mundo actual. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios merece sumisión. Hay, como
se dice a menudo, una cierta "desacralización" del universo,
que corresponde perfectamente a la verdad de Dios. Existe siempre el
peligro de sacralizar abusivamente las realidades terrestres: las costumbres
tradicionales, los tabúes ancestrales, los usos considerados como definitivos
y sagrados cuando son apenas residuos de civilizaciones locales ya
superadas. Pero el gran peligro actual, es la sacralización de las
ideologías y de la política. Digámoslo claramente, ni los partidos de
derecha, ni los de izquierda, son "sagrados"; son simples opciones
humanas, respetables claro está, pero que desmerecen grandemente al
proyectarse sobre ellas un "absoluto" que sólo a Dios debe
darse: el único Rey es El. Bajo esta expresión aparentemente pasada de
moda, hay una reivindicación de libertad, de total independencia.
Existe una
tendencia reciente, que opone la moral y la fe. Este salmo trae a cuento
una verdad esencial que Jesús repitió frecuentemente. Dios más que
aclamaciones rituales, más que recitación de "credos", más que gestos
cultuales...: espera de nosotros rectitud de vida. La conciencia moral es
lo primero. Seremos juzgados sobre el amor. (Mateo 25,31 - 46). No
llegarán a la "montaña de Dios" aquellos que se contenten con
decir: "Señor, Señor" (Mateo 7,21), sino aquellos "que tengan el
corazón puro y las manos inocentes", que cumplan los deberes que les
impone la condición de ser hombres dignos de tal nombre. La reforma
conciliar revalorizó la "liturgia penitencial" al principio de cada
Misa. ¿Quién puede acercarse a Dios? Quien esté libre de toda mancha
consciente o inconsciente, que esté dispuesto a luchar contra su egoísmo,
y toda forma de idolatría. Sólo así Dios se hace fiador de la dignidad
humana y de la conciencia. Decir: "Venga tu Reino", es
comprometerse a hacer cualquier cosa para vivir según sus exigencias.
El texto de la segunda
lectura es una esplendida descripción de la vida cristiana que se representa
bajo la imagen y la experiencia de “ser hijos de Dios”. El autos nos
introduce en la misteriosa relación existente entre el amor que Dios nos tiene,
amor de Padre, y la santidad que nos otorga, en cuanto hijos en su Hijo.
Hermosa
expresión la de la segunda lectura: ¡somos hijos de Dios! Toda nuestra dicha viene del Amor
Misericordioso de Dios
"Ved qué amor nos ha
mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y los seamos" (1
Jn 3,1) La frase de San Juan tiene matices de asombro que no se captan bien en
la traducción castellana. El “potapèn” griego lo traduce la versión oficial
latina por “qualem”, que además encuadra esa frase con una admiración. Alguna
traducción antigua decía "cuál amor", expresión inadecuada hoy. De
todas formas hay que subrayar el asombro del autor, ante la magnitud y
profundidad del amor divino que nos hace hijos de Dios. ¡Nada menos!
San
Juan constata que aún no se ha manifestado esa ondición nuestra c a la que
estamos destinados, pero un día se realizará haciendo que seamos semejantes a
Él, "porque le veremos tal cual es". Esta verdad es fundamental en
nuestra vida. Es lo que, concluye
nuestro texto: "Y todo el que tiene en el esta esperanza se santifica,
como Santo es El".
Se trata de una profunda teología como corresponde al círculo de las comunidades
cristianas de Juan, tanto del evangelio como de las cartas. Y en este marco
teológico deberíamos pensar que, precisamente el misterio de la santidad que
hoy se celebra hace referencia directa a que lo más importante de la vida
cristiana es ser, y no perder, la imagen de hijos de Dios.
El título cristológico más coherente de la teología joánica, es lo que
afecta a la filiación divina de Jesús, esto también tiene su repercusión en
quienes seguimos a Jesús, consiste en la
posibilidad de vivir en el ámbito de las relaciones entre el Padre y el
Hijo. Por ello se dice que seremos semejantes a Él.
La afirmación del texto es clara: ¡somos
hijos de dios! "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que
seamos llamados hijos de Dios y los seamos" (1 Jn 3,1). La frase de
San Juan tiene matices de asombro que no se captan bien en la traducción
castellana. Hay que subrayar el asombro del hagiógrafo ante la magnitud y
profundidad del amor divino que nos hace hijos de Dios.
Muchos santos, desconocidos para
nosotros, lo son porque han sabido guardar sencillamente la imagen de hijos de
Dios en sus vidas. Por eso, la expresión “veremos a Dios tal cual es” viene a
ser una de las afirmaciones más teológicas. El misterio de Dios se hará luz y
“hijos de Dios” no tendremos miedo de contemplar el “rostro” de Dios, la
intimidad de Dios, la misericordia de Dios. Para eso se nos ha creado y para
eso hemos nacido. San Pablo nos recuerda la
esperanza a la que estamos llamados.
En el evangelio de este día leemos las bienaventuranzas que Jesús de Nazaret
predicó en el sermón del monte, en el resuena de forma clara y llamativa la
llamada a constatar la realidad de la Felicidad unida a la santidad: “FELICES VOSOTROS”.
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de
ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3) El Sermón de
la montaña ha sido llamado la Carta magna del Reino. Es el primero de los cinco
grandes discursos que vertebran el primer evangelio y que giran siempre en
torno al Reino de Dios, que Jesús ha venido a instaurar. La Bienaventuranzas
hacen de pórtico a esos puntos programáticos que el Señor proclama ante la
multitud. Tienen el sabor de los antiguos salmos, que también se iniciaban a
veces con esa misma fórmula de dicha y felicidad.
Las
bienaventuranzas van unidas a la santidad, es decir, la dicha y la felicidad en
esta vida y en la otra, a todas aquellas personas que vivan según el espíritu
de Jesús de Nazaret. Las bienaventuranzas hay entenderlas y vivirlas en el
sentido auténtico que el Señor les dio. Las bienaventuranzas están relacionados
el sufrimiento y el esfuerzo con la santidad. Pero no todo sufrimiento y todo
esfuerzo producen santidad. Uno puede ser pobre, llorar y sufrir mucho, pasar
hambre y sed de justicia, ser perseguido, insultado y calumniado, y, sin
embargo, no ser santo ni dichoso en su vida. Porque se puede sufrir, y luchar,
y pasar hambre, con odio y con rabia, con violencia y con desesperación,
maldiciendo a Dios y al prójimo. Aquí no se habla sólo de sufrir y luchar, sino
de sufrir y luchar por mi causa, es decir, sufrir buscando el bien y luchando
contra el mal, con el espíritu y a ejemplo de Jesús de Nazaret. No se dice aquí
que los que no hagan esto en nombre de Jesús serán condenados; lo que se afirma
es que los que sufran y pasen hambre y sean perseguidos y calumniados por causa
de Jesús serán salvados. El sufrimiento, y el pasar hambre, y el ser
perseguido, no producen santidad por sí mismos; es la causa por la que se
acepta el sufrimiento la que hace santas a las personas que sufren.
El
evangelio de San Mateo recoge las grandes líneas o rutas, condiciones
imprescindibles, por las que se realiza la utopía humana según Jesús. La
santidad cristiana es vivir la nueva sociedad que propone Jesús. Sintetiza
admirablemente los caminos de la santidad cristiana mediante las
bienaventuranzas.
Jesús con las bienaventuranzas ha
pretendido presentar los rasgos de una nueva humanidad, un nuevo pueblo. No se
trata de proponer algo exótico, mágico o taumatúrgico, sino algo bien humano.
No obstante, es verdad que se plantea un auténtico esfuerzo por conquistar la
gloria, la libertad y la paz. Se propone la pobreza que libera el corazón de
muchas ataduras, la misericordia que introduce en las relaciones humanas la
benevolencia y el perdón, la limpieza de corazón para juzgar y ser juzgados, la
lucha por la justicia, porque Dios es justo.
Las
bienaventuranzas no son propiamente una enseñanza sino una declaración. Jesús
declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en las siguientes
situaciones: pobreza voluntaria, no violencia, llanto, ansia de justicia, ayuda
a los demás, limpieza de miras, búsqueda de la paz y, por último, persecución
por causa de la justicia o por seguir a Jesús.
La fiesta de
hoy es propiamente la de aquéllos que, aun sin corona ni altar, son dichosos
según las bienaventuranzas, porque son pobres, sufridos, pacientes,
misericordiosos, honestos, pacíficos e incomprendidos.
Se describen
situaciones en las que el hombre sufre de ordinario y en las que, sin embargo,
alcanza la felicidad apoyado en la esperanza. Las promesas son tan
extraordinarias y ciertas que fortalecen al justo, e incluso le llenan de gozo
íntimo, aún en las situaciones más adversas que se puedan imaginar. Por otra
parte hay una nota común en cada uno de esos estados descritos, la humildad y
la confianza inquebrantable en Dios nuestro Padre.
Se proclaman bienaventurados por haber elegido lo que el mundo no elige,
simplemente porque odia; por haberse decidido por el sentido mejor de la vida.
Se trata de una posibilidad de santidad que se debe vivir ya desde ahora, aquí
en nuestra historia; no queda para después de que todo haya acabado.
¿Cómo vivo en
el aquí y ahora, esta fiesta de Todos los Santos?.
Con la
Iglesia, estamos invitados a celebrar a todos los difuntos que ya gozan
definitivamente y para siempre del amor a Dios y del amor a los hombres y entre
sí. Tenemos la certeza, por otra parte, de que si vivimos en la gracia y
amistad con Dios ya somos santos aquí en la tierra. Existe por tanto una
comunión de los santos. Es decir, los santos del cielo están unidos a nosotros,
se interesan por nosotros, iluminan nuestra vida con la suya, interceden por
nosotros ante Dios.
Todos
podríamos decir, como Santa Teresa de Lisieux: "Me pasaré en el cielo haciendo el bien a la tierra". Sin
embargo, hoy se nos invita vivir la
comunión de los santos de la tierra con los santos de cielo. Son nuestros
hermanos mayores, que nos han precedido en la llegada a la meta y que anhelan
que toda la familia vuelva a reunirse en la eternidad. Son las estrellas de
nuestro firmamento que nos iluminan en la noche, no con luz propia, sino con la
que han recibido del Sol Invicto, que es Cristo. Son modelos, por así decir
caseros, que nos acercan de alguna manera una virtud o un aspecto de la
plenitud de perfección y santidad que es Jesucristo.
Una conclusión
final en esta Fiesta de TODOS LOS SANTOS..
Todos
estamos llamados a la santidad. Pero no solos, cada uno por nuestra cuenta,
sino en comunidad, en Iglesia. La santidad es una hermosa historia que comenzó
el día que nos bautizaron, ese día, recibimos la gracia para vivir la santidad
cada día de nuestra vida. No hay ningún santo, a excepción de la Virgen María,
que no haya conocido el pecado, que no haya pecado alguna vez en su vida. El reto
está en saber vivir la conversión del corazón, en cambiar nuestro corazón de
piedra por un corazón de carne que sepa amar, amar como Jesús, amar hasta el
extremo, amar incluso a los que no nos aman, ni nos caen bien.
En
la Iglesia encontramos los medios adecuados para fortalecer nuestra débil
condición humana.
¿No habrá que
renovar y vitalizar nuestra comunión con los santos del cielo?.
Hoy es un buen día para hacerlo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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