sábado, 14 de septiembre de 2019

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario 15 de septiembre de 2019.


Comentarios a las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario 15 de septiembre de 2019.
Las lecturas de este Domingo hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. Insistimos en que es una realidad, aunque en nuestra sociedad cada vez más olvidada de Dios se busque negar, ignorar, dejar atrás, diluir, sustituir con otros nombres o explicaciones: «un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387).
¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.
El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.
¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

La primera lectura  tomada del Libro del Éxodo (Ex 32,7-11.13-14 ). Esta lectura del libro del Éxodo nos habla de la capacidad que tuvo Moisés para interceder por su pueblo, porque conocía en corazón de Dios y sabía que su Dios era un Dios misericordioso, que se compadecía siempre de la debilidad humana. "En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: anda, baja de la montaña que se ha pervertido tu pueblo. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado… Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo".
Nos presenta una vez más al pueblo escogido que se ha olvidado de Dios, que le vuelve la espalda y busca un dios más fácil, más hecho a la corta medida de sus corazones. Un dios manejable, un dios al que traigan y lleven de un lado para otro. Por eso se hicieron un becerro de oro, un ídolo semejante al que habían visto en Egipto.
En un lenguaje antropomórfico Moisés habla con Dios como quien habla con un padre lleno de amor hacia sus hijos. Sabe que Dios ama a su pueblo Israel con un amor entrañable y que esa es la causa de su enfado y de su ira cuando ve que su pueblo predilecto, Israel, le ha abandonado y ha preferido adorar al dinero, a un becerro de oro. Es tanta su ira, al no verse correspondido en el amor, que, por un momento, piensa abandonarlo y destruirlo. Pero Moisés conoce el corazón de Dios, un Dios cuyo corazón es puro amor, y se atreve a interceder por el pueblo que Dios mismo ha puesto bajo su dirección.
El Señor se irrita y Moisés tendrá que interceder a favor de los suyos ya que se han desviado del camino verdadero.
La intercesión-súplica viene descrita en los vs. 10-14 y se apoya en tres argumentos: 1) v.11: ¿Qué significado tendrá la liberación que Dios ha obrado hasta el momento presente si todo viene a destruirse ahora? 2) v.12 argumento del ridículo: si el Señor destruye al pueblo. El quedará en ridículo ante los egipcios perdiendo, por tanto, toda reputación; y 3) v.13: ¿dónde irá a parar la promesa hecha a los padres? Dios debe continuar su obra liberadora si quiere llevar a feliz término la promesa jurada a los antepasados.
Si Dios destruye al pueblo, el único descendiente de la promesa que queda es Moisés. Y el Señor le propone un plan muy halagüeño al sentir humano: "Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti, sacaré un gran pueblo" (v.10). Pero Moisés no acepta esta honrosísima excepción, y por eso responde: "o perdonas sus pecados, o me borras de tu registro" (v.32). Al solidarizarse con los suyos, si Dios le hace morir, quedan invalidados el juramento y la promesa (algo imposible ya que la promesa debe continuar). Al querer correr la misma suerte que su pueblo, intercede eficazmente por ellos. Así el Señor tendrá que arrepentirse "de la amenaza que había pronunciado".
Tres ideas  en el texto:
Apostasía de Israel.
Intercesión de Moisés.
Perdón de Dios.
*El pecado de Israel fue contravenir la orden divina de no fabricarse imágenes de Dios. De suyo no era esto acto de idolatría, sino obediencia y camino para la idolatría. El Señor muestra a Moisés cuán irritado está por las veleidades y rebeldías de aquel pueblo. Propone a Moisés el plan de abandonar a aquel pueblo y hacerle a él caudillo de otro pueblo más dócil, con el que más fácilmente y más gloriosamente realizaría su obra salvífica.
*Es ejemplarizante la conducta de Moisés en este momento. La propuesta del Señor no halaga su vanidad. Moisés es fiel a la misión que el Señor le confió, de “Mediador” de su pueblo. Y puesto a prueba, demuestra que es el siervo fiel y el intercesor poderoso. De momento parece que su mediación a favor del pueblo va a fracasar: “Déjame” (10), le dice Dios: “Déjame que mi cólera se encienda contra ellos.” Este antropomorfismo indica cómo la oración es eficaz ante Dios. Con la oración trocamos el castigo en gracia.
* La oración de Moisés-Mediador. Moisés en este momento está a la altura de su función. Dios le ha dicho: “Tu pueblo se ha prostituido, se ha desviado del camino que le tenía Yo trazado”. A este reproche de Dios contra Israel, ¿Qué podrá responder el Mediador? “Y Moisés, acariciando el rostro de Yahvé su Dios, le decía: ¿Por qué, Yahvé, se ha de encender tu ira contra tu pueblo que hiciste salir de Egipto?” (11). La oración es “acariciar” el rostro del Padre. Y Moisés asegura el éxito de su plegaria cuando con tanta confianza como habilidad le dice a Dios: “No, Señor, no es “mi” pueblo; no lo saqué yo de Egipto. Es “tu” pueblo; el que Tú sacaste de Egipto; el que desciende de los Patriarcas por Ti tan amados; el portador de la Promesa y de las bendiciones mesiánicas” (11). ¿Cómo no se va a rendir Dios? ¿Qué otra cosa quiere Dios que la conversión del pecador para poderle perdonar? Moisés gana la partida.
El episodio nos descubre una ley esencial de la oración, que debe ser ante todo teocéntrica. Demasiadas veces, cuando nos  acercamos en la oración a Dios como pecadores tratamos a veces de disculparnos, pedimos un perdón que nos restituya la integridad perdida, prometemos obrar mejor en el futuro. Pero todo esto es todavía es muy egocéntrico: nos colocamos en el centro de la oración y tratamos de recuperar una paz y un equilibrio interiores. Moisés se sitúa de muy distinta manera en la oración: contempla a Dios en su benevolencia constante, en su permanente paciencia, en su fidelidad a la alianza. Esta oración es escuchada necesariamente: Dios no puede por menos de proseguir la obra de su misericordia.
Orar es compartir la mentalidad de Dios.
Moisés ha sido presentado frecuentemente como el intercesor por excelencia entre Dios y los hombres.
Este concepto del mediador nace espontáneamente en un contexto en el que el pueblo se encuentra fatalmente pecador y débil frente a un Dios poderoso y severo. Entonces, el pueblo delega fácilmente, para hablar con Dios, en quien se le presenta como el más justo, revestido de poderes divinos. Este concepto de mediador se enriquece en este relato con un punto de vista nuevo y absolutamente decisivo: Dios no reconoce como intercesor habilitado ante Él más que a quien se desposa con la humanidad y se solidariza totalmente con ella, cualquiera sea su pecado. Para Dios, el interlocutor válido no es el "justo" en el sentido legalista de la palabra, sino quien se entrega totalmente al servicio del pueblo, corriendo el riesgo de perderse con él si es preciso.
Dios está mejor representado cerca de los hombres por un servidor que se desprende de todo por ellos, mejor sin duda que por un testigo vengador de su poder y de su santidad.

El  responsorial es el salmo 50  (Sal 50,3-4.12-13.17.19) . El salmo 50 llamado  Miserere es el más famoso de los siete salmos llamados «penitenciales» en la tradición cristiana. Se trata de una confesión individual de pecado seguida de una plegaria para obtener el perdón.
La dinámica de este salmo la podemos sintetizar en estos dos movimientos:
a) Confesión sincera del pecado (vv. 1-8).
b) Oración pidiendo la renovación (vv. 9-21).
El salmista reconoce su pecado. Frente a la confesión sincera de su culpa, de sus delitos, coloca la confianza segura de la misericordia de Dios, de su bondad, de su compasión. El pecado no se quita si no es arrojándolo en el océano infinito de la bondad de Dios. Si el pecado es grande, mayor, mucho mayor es la misericordia de Dios.
Si su sinceridad humana es grande, reconociendo y confesando su pecado, más grande aún es su visión de fe: cree en un Dios que ante todo es bondad y compasión, "lento a la ira, pronto al perdón, rico en misericordia". Y a él eleva su alma, en él desahoga su corazón. Conoce y reconoce su pecado y su recuerdo le atormenta sin cesar, sabe que en su culpa ha pecado contra Dios porque es una iniquidad toda acción que vaya en contra del querer de Dios, la maldad que él aborrece: y todo esto que le humilla lo confiesa a Dios.
En consecuencia, será del todo aceptable la sentencia que Dios dará por su pecado: no le importa tener que padecer, todo lo estimará justo, venido de Dios, todo será bueno si puede recuperar la amistad de Dios, su relación cordial con él.
El salmista manifiesta todo lo que siente. Su sinceridad junto con su humildad es lo que enternecerá el corazón de Dios.
Por esto, a continuación (v. 9 en adelante) pasa a una oración de insistente petición para su renovación espiritual, para su alegría, para su amistad con Dios, para la confirmación de su conversión. Que el hisopo, con el cual se asperjaba el agua del perdón, rocíe su alma y la limpie completamente, que su vida sea una nueva existencia, que recobre la paz, con la certeza de sentirse perdonado y amado. Su alegría le hará olvidar la humillación de los huesos quebrantados por la culpa y el dolor. Ahora todo tiene que ser nuevo.
Esta es la conversión: un reconocerse pecador, confiar en la bondad de Dios, salir de uno mismo, ir al encuentro de Dios, romper con lo anterior, caminar por una senda nueva, fijarse un compromiso: es decir, recibir una nueva existencia, una re-creación llevada a cabo por la gracia misericordiosa de Dios.
El salmista sabe que todo pecado tiene como primer referente a Dios mismo; la culpa llega a su corazón y es sólo él quien, con el perdón, puede recrear. Aunque, efectivamente, el orante tiene una profunda conciencia de ser pecador desde su propia concepción, sabe también con certeza que Dios puede intervenir llevando a cabo una salvación que es una nueva creación.
El orante dirige a Dios, presente en el templo, una acongojada e implorante oración de perdón, apelando a la misericordia del Señor y reconociendo sus propias culpas: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (vv. 3-5).
A la confesión sincera elevada por el orante a Dios, que siempre se muestra compasivo con el pecador, le sigue la súplica confiada en favor de la liberación de la culpa: «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (vv. 9-12).
Es la oración de un hombre arrepentido que desea ser liberado del pecado, obtener la alegría de vivir. Quiere que se realice en su vida una nueva creación, un «corazón puro» y una renovación interior. Eso le permitirá volver a encontrar la comunión con Dios, experimentar la salvación, volver al estado de inocencia y estar disponible al servicio de un culto agradable al Señor (vv. 13ss).
Los dos últimos versículos del salmo parecen ser una añadidura posterior en tiempo del exilio cuando el templo estaba destruido y los muros de Jerusalén derruidos, pero sintonizan perfectamente con toda la composición, ya que se refieren al cumplimiento de toda confesión de los pecados: los sacrificios en el templo. Cuando se restablezca y haya de nuevo culto en Jerusalén, estos sacrificios ofrecidos con un corazón humillado y contrito, serán bien aceptados por Dios: la reconciliación será absoluta.
San Agustín nos dice de los últimos versículos del texto de hoy: " Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro" (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).

La segunda lectura de la Primera carta a Timoteo (1 Tim 1,12-17)
La lectura es una densa presentación de la vocación apostólica de Pablo, el que persiguió a la Iglesia, por ignorancia de que en Cristo Jesús estaba la salvación del hombre y la suya propia.
El comienzo de la carta subraya algo muy esencial en toda la eclesiología paulina: los ministerios provienen de la voluntad de Dios; la iglesia no es una reunión puramente democrática, donde el origen del ministerio se deba a una mera delegación de la comunidad en aquél que lo ejerce.
Este origen divino de los ministerios en la Iglesia no quiere decir que los "responsables" tengan que presentarse siempre como los puros e intocables ante la comunidad y ante los de fuera. Todo lo contrario. Pablo se presenta como el antiguo "blasfemo, perseguidor y ultrajador". Solamente por la "gracia" de Jesús pudo realizarse aquel sorprendente cambio. Pablo se presenta a sí mismo como pecador redimido por el gesto gratuito de Cristo. En una comunidad eclesial no se deberían oir jamás elogios a ningún responsable humano, por alta que fuera su jerarquía.
San Pablo recuerda ante el discípulo la historia de su propio apostolado. En ella aparecen las persecuciones, los insultos y las blasfemias de Pablo. Es lógico que en ella Pablo se confiese pecador..., pero lo más admirable es el tiempo en que el verbo está redactado, un presente: "Yo soy el primero (pecador)" (1. 15). San Pablo no quiere darnos lecciones de humildad. Generosamente piensa en los que le seguirán a él y a Timoteo. No quiere que admiremos su comportamiento ni sus virtudes, sino la manifestación de la misericordia de Dios en él. La misericordia de Dios conmigo, nos dice Pablo, es una simple muestra de lo que hará también con vosotros.(cf.v.16).
San Pablo nos da en síntesis las tres etapas de su vida:
 - Etapa de perseguidor: Recarga las tintas al hablarnos de aquel período triste. “Fui blasfemo y perseguidor, y ultrajador”. La sincera humildad de Pablo se trasluce al definirse y clasificarse como “el primero entre los pecadores”
.- Gracia de conversión: Cristo ha mostrado su magnanimidad y bondad en el perdón del gran perseguidor. Pablo será en la Iglesia el monumento viviente de la bondad de Cristo.
- Elección para el ministerio del apostolado: Pablo considera esta elección como una predilección y una especial confianza que deposita en él Cristo: “Considerándome digno de confianza me estableció en el ministerio”. Por lo cual está sumamente agradecido a Jesús. Jesús le ha revestido de poder. Este “poder” es la virtud salvífica de Cristo. Ahora está en manos de los Apóstoles, que prosiguen en nombre de Cristo su obra salvífica: “Como me enviaste Tú al mundo, Yo también los envío al mundo” (Jn 17,18). La plenitud de su virtud salvífica la transmite Jesús a sus Apóstoles, y entre éstos está Pablo, elegido personalmente por el mismo Jesús.

El evangelio  de san Lucas  (Lc 15,1-32 ). En el evangelio de San Lucas se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En los tres relatos se repiten los binomios, perdido-encontrado y tristeza-alegría. La lejanía de Dios es lo que produce la pérdida y su cercanía la posibilidad del encuentro. La tristeza por la soledad experimentada lejos de Dios se transforma en alegría tras el encuentro. Es Dios quien toma la iniciativa de buscar al extraviado, simbolizado en la oveja perdida, la moneda o el hijo pródigo. Es Dios el auténtico protagonista de las tres parábolas.
En el evangelio de hoy nos ofrece una parábola que es  praxis, declaración programática del Reino que esperamos, y, sobre todo, espejo del amor de Dios por sus criaturas. Es la parábola del Hijo Pródigo tan meditada y esplendorosamente manifestada en esa magnífica pintura del maestro Rembrandt que acoge, en un ambiente de una cierta penumbra al huido y tapa su humanidad arrodillada por la fuerza de sus brazos de padre amoroso.
Comienza el texto con esa afirmación: “se acercaba a él todos los publicanos y pecadores”. Es muy propio de San Lucas subrayar el “todos”, como en 14,33 cuando decía que quien no se distancia (apotássomai) de todos los bienes… Y también merece la pena tener en cuenta para qué: “para escucharle”. Escuchar a Jesús, para aquellos que todo lo tienen perdido, debe ser una delicia. También se acercaban, como es lógico, los escribas de los fariseos, pero para “espiar”.
En esta parábola los fariseos están representados por el hijo mayor que no comprende la actitud del padre, que reclama para sí un trato mejor y para su hermano el castigo y rechazo. Aquel hijo, aunque siempre había permanecido en la casa del padre, se hallaba lejos de él porque su corazón no sintonizaba con el corazón misericordioso del padre. Cegado por la ira, por el enojo, reclamaba un trato duro. Su corazón estaba cerrado a la misericordia, por tanto era incapaz de compartir el gozo que el padre experimenta al recuperar a su hijo. Así se mostraban aquellos fariseos que pensaban que estaban cerca de Dios porque cumplían la Ley, cuando en realidad estaban lejos de su corazón por su falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor: «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9, 13; ver también: Mt 12, 7; 23, 23; Lc 10, 37).
La salvación y reconciliación que el Señor Jesús vino a traer no es exclusiva para los fariseos o para los judíos, sino que es un don del amor de Dios Padre para todos los hombres de todos los pueblos y de todas las generaciones, incluyendo a quienes menos lo merecen pero más lo necesitan. El Hijo de Dios ha venido a buscar y salvar también a los gentiles (Lc 7, 1ss), a los samaritanos (Lc 10, 33ss; 17, 16ss), a publicanos y prostitutas que desean volver a la casa del Padre (Lc 5, 32; 15, 1ss), a los despreciados por la sociedad (Lc 4, 18; 6, 20; 7, 22; 14, 13; 18, 22; etc.). Para Dios nadie está excluido,absolutamente todo ser humano es sujeto de redención porque es sujeto de su amor y misericordia.

Para nuestra vida
La historia descrita en la primera lectura  de un modo o de otro, se repite también hoy día. Todos los hombres somos iguales, pueblo de dura cerviz, que se empeña en seguir su propio camino, en lugar de recorrer el que Dios ha señalado... Ojalá que seamos capaces de reconocer nuestro pecado de idolatría y lo abandonemos. Ojalá volvamos nuestros ojos al Dios verdadero, el que de veras nos libra y nos salva, en vez de crearnos dioses a nuestra medida e interés.
En la historia descrita hay un intercesor Moisés. Como resultado de la intercesión de Moisés Dios se arrepiente de su amenaza y perdona, una vez más, a su pueblo. También en este caso, como en las parábolas de la misericordia, vemos que el amor tiene siempre para Dios la última palabra. Fijémonos también, en este caso, en el poder de la intercesión. Moisés intercede por amor y Dios, que lo sabe, perdona también por amor. esa intercesión es la que realiza la Iglesia y tantos creyentes unos por otros. La gran intercesión la realizó Jesucristo.
Profundicemos en el texto proclamado. Mientras que Moisés se encuentra en la cima del monte Sinaí, donde Dios le dio las tablas de la ley, el pueblo permanecía a los pies del monte esperando. Como Moisés tardaba en bajar, el pueblo decidió dar la espalda a Dios y construirse un toro de oro al que adorar. Los israelitas dejaron de adorar a Dios y comenzaron a adorar a este ídolo construido por manos humanas. Decían los israelitas que era el toro el que les había sacado de la esclavitud de Egipto. Por este motivo Dios se enfadó, y decidió exterminar a su pueblo. Así se lo dijo a Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura. E incluso le ofreció a Moisés ser el único hombre del que haría un gran pueblo. Pero Moisés suplicó a Dios por su pueblo, intercedió por los israelitas y pidió a Dios que no castigara de ese modo a su pueblo. La ira no es propia de Dios, más bien al contrario. Así se lo recuerda Moisés, que le pide que tenga compasión de su pueblo. De este modo, Moisés consigue que Dios recapacite y vuelva a ser Dios, vuelva a tener unas entrañas de misericordia, capaz de perdonar a su pueblo a pesar de que los israelitas le hubiesen vuelto la espalda. Dios se arrepiente, se compadece y tiene misericordia de su pueblo. Esto sí es propio de Dios.
Sepamos ser también nosotros intercesores ante nuestro Dios para que perdone nuestros pecados y los pecados del mundo entero. Seguro que Dios se va a alegrar cada vez que una persona se convierte debido a nuestra intercesión.

El salmo nos sitúa ante la realidad del pecado.
El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.
Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios.
El salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". El sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios.
Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos.
El hombre contemporáneo busca de todos los modos posibles la manera de cancelar todo sentido de culpa, llamando con frecuencia bien al mal y viviendo en una pretendida autosuficiencia ética, vive uno de los más grandes tormentos y de las más profundas soledades precisamente porque le falta la alegría de recibir el perdón.
En el fragmento del salmo se expresan dos sentimientos: el reconocimiento de nuestro pecado ante Dios y la seguridad de ser renovados por su Espíritu en lo más íntimo de nuestro ser. El pecado es una infidelidad al amor que Dios nos tiene, y no una mera infracción de un código externo. El pecado nos separa de Dios, principio de vida. El perdón que Dios nos regala es una nueva creación, una renovación interior expresada mediante la imagen de "un corazón nuevo". La purificación profunda que el salmista pide a Dios produce la restauración de las relaciones con Dios. El pecador arrepentido se siente perdonado por Dios y quiere que todos los conozcan: "Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza". Quiere que todo el mundo experimente la misericordia de Dios y se hace pregonero de su amor. Dios acepta como única ofrenda "un corazón quebrantado y humillado".
Esta experiencia, que acompaña al ser humano en su historia y que tan bien expresa  el Miserere nos conduce, a un horizonte en el que se puede medir la gravedad de las acciones humanas, porque respecto a todo pecado debemos decir a Dios: «Contra ti, contra ti, sólo pequé» (v. 6). Pero pone también de manifiesto la maravillosa novedad que Dios, en su gran amor, puede llevar a cabo: hace nuevas todas las cosas, o sea, recrea. Por eso la invocación: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (v. 12), expresa al mismo tiempo arrepentimiento y experiencia de salvación.
¡Cuántas veces, en efecto, después de una mala acción, tras pronunciar una palabra injusta, nos sorprendemos pensando: podíamos no haberlo hecho. Pero sólo Dios puede cancelar nuestro pecado hasta restituirnos una integridad total; es ésta una fuente de alegría que necesita el corazón humano para recomenzar, para volver a partir con una vida nueva.
San Agustín nos ayuda a meditar este salmo. " «Yo reconozco mi culpa», dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.
¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios " (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).

En la segunda lectura (1 Tim. 1, 12-17)tenemos la confesión de San Pablo a su discípulo Timoteo. Este tipo de testimonios son importantes en la vida cristiana. La sinceridad de nuestra experiencia religiosa manifestada de forma sencilla es una forma perfecta de evangelizar.
En esta Carta San Pablo reconoce haber sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia de Cristo. Y habla de cómo el Señor -a pesar de todo eso- le había tenido confianza para ponerlo a su servicio. San Pablo le asegura a Timoteo que “Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores”. Recordemos eso nosotros: el propósito de la venida de Cristo al mundo fue para buscar y salvar a los pecadores. Como hizo con Pablo, quien, en palabras de su Carta, se confiesa el más grande pecador.
La misericordia de Dios Padre se nos muestra a través de su Hijo Jesucristo. Cristo es el rostro de la misericordia del Padre. De este modo, Cristo, Dios hecho hombre que ha venido al mundo para manifestar el amor de Dios, hace visible al mundo la misericordia del Padre. Así lo explica el apóstol san Pablo a Timoteo. San Pablo ha experimentado la misericordia de Dios en su encuentro con Cristo, pues Cristo le llamó y le eligió como apóstol, le hizo capaz, se fio de él. Y eso que San Pablo, como él mismo reconoce, era un pecador, un blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero la misericordia de Dios va más allá del pecado. EL amor de Dios puede a todo tipo de mal. Y cuando alguien se encuentra con este maravilloso don del amor de Dios, toda su vida cambia, como cambió la de san Pablo. Y así, el que era un pecador, un perseguidor de Cristo, se convierte ahora en un apóstol de Cristo. Dios, por medio de su Hijo, ha manifestado a Pablo su amor, un amor que perdona, que siente compasión y que elige no al que es válido o al que lo merece, sino que elige al pecador. Porque son precisamente los pecadores los destinatarios de la Buna Noticia de Cristo.

San Lucas en la llamada "Parábola del Hijo Pródigo" manifiesta  la ternura de un Dios que nos invita a estar a su lado. Dios Padre refleja en su rostro los rasgos de la vida.
" Me pondré en camino adonde está mi padre". Pero el perdón y la misericordia de Dios requieren de nosotros que demos un paso adelante. Cuando desviamos nuestro camino y nos apartamos de Dios, nos perdemos. Pero Dios no se resigna a perdernos. Él sale en nuestra búsqueda. Y cuando nos encuentra, hace fiesta. Porque para Dios vale más la conversión de un pecador que noventa y nueve que no necesitan conversión. Pero la tercera parábola, la conocida como parábola del Hijo pródigo, nos muestra que no sólo basta con que Dios salga en nuestra búsqueda. Nosotros no somos seres inertes como una moneda, ni seres irracionales como una oveja. Dios nos ha dado entendimiento y voluntad, y espera de nosotros que respondamos a su llamada, que salgamos en su búsqueda. Como el Hijo pródigo, también nosotros hemos de dar un paso adelante y salir al encuentro de Cristo. Cuando lo hagamos en serio descubriremos que ya antes de que nosotros saliéramos a buscar al Señor, Él estaba esperándonos, con los brazos abiertos, como el padre de la parábola, para llenarnos de besos, darnos una túnica nueva, devolvernos la dignidad perdida y hacer una fiesta. Porque la alegría de Dios está en nuestra conversión.
El da vida a aquellos que, libremente, deciden seguirle. Dios Padre nos da vida porque es Amor. Habitar en la casa del Padre es gozar de la misericordia y el cariño de Dios. El hijo menor representa al discípulo autosuficiente que se ha alejado del camino. Lejos de la casa del padre no hay vida verdadera, sino desgracia y muerte. Pero el discípulo decide volver al buen camino y allí goza de la profundidad de la vida.
Cada atardecer se asomaba al camino aquel padre que no podía olvidar a su hijo menor y perdido, deseando su retorno con toda el alma. Por eso cuando le ve venir sale corriendo a su encuentro, lo estrecha entre sus brazos, le besa, ríe gozoso y también llora.
El Padre lo acoge de nuevo y, de alguna manera, vuelve a engendrarlo. La acogida paternal y amistosa del Padre devuelve a aquel hombre la certeza de sentirse querido y lo rehabilita como persona. El hermano mayor es el paradigma del cristiano que siempre se ha creído en el camino adecuado, pero le ha faltado lo más importante: el amor que supone el encuentro personal con el Dios que nos da vida. Había vivido en la misma casa del Padre, ha pertenecido desde su bautismo a la Iglesia, quizá ha trabajado duramente en defensa de su fe, pero no ha experimentado el gran gozo del amor del Padre. Por eso pone dificultades a la misericordia, no entiende a una Dios que perdona siempre sin límites.
El Padre es el auténtico protagonista de la Parábola. Debería titularse: "Parábola del Padre Pródigo en amor". El Dios de Jesucristo es el Dios de la vida. Cuando nos alejamos de El nuestra vida se debilita. Cuanto más estemos lejos del fuego de su amor, más frío tendremos. Nos sentimos solos y abandonados, como la oveja perdida. Cuando nos cerramos a su amor, como el hijo mayor, nos invade la rutina, la desesperación y el desamor. Lo más significativo que nos enseña la parábola no es ni nuestra huida ni nuestra cerrazón, lo más importante es la misericordia y la ternura de Dios, que quiere que vivamos de verdad.
Jesús piensa en el Padre que tanto ama a sus hijos que no ha dudado en entregar al Unigénito para redimir a los pecadores. Reflexionemos en todo esto, dejemos de una vez el andar tras del pecado, retornemos una vez más, siempre que haga falta, pobres hijos pródigos hasta la casa paterna, donde Dios nos espera con los brazos abiertos.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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