Comentarios a las
lecturas del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario 8 de septiembre de 2019.
"Señor,
que yo te conozca a Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por
Ti". Encontró, después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad,
encontró la felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la
felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma". (San Agustín).
¿Qué es lo que Dios espera de mí? ¿Qué hombre
conoce el designio de Dios?. ¿Buscamos a Dios de verdad?. ¿Anhelamos su sabiduría?.
¿Se nota, no solo de palabra, que
el Señor es nuestra riqueza?. Comprender el designio de Dios.
Dios como refugio, el cambio que
supone la vida cristiana de recibir a todos como hermanos, la exigencia de
renuncia de la propia vida cristiana para ser discípulos de Jesús, las
condiciones del seguimiento.
Todas estas preguntas y realidades resonarán hoy en las lecturas
propuestas.
La primera lectura es del Libro de la Sabiduría (
Sab 9,13-18), nos presenta a la Sabiduría auténtica como que es el mismo
Espíritu de Dios, es Dios mismo. La razón es de los hombres, la
sabiduría es de Dios y ¡qué difícil es para nuestra pobre razón conocer los
designios de Dios, si Dios no nos da su santo Espíritu!. Ante el misterio de
Dios, el hombre debe proceder siempre con humildad y reconocimiento de nuestros
límites.
Los designios de Dios solo los podrá conocer
el hombre con ayuda del Espíritu Santo. Sin la ayuda permanente del Espíritu es
imposible conocer lo que Dios quiere de nosotros. Es verdad que Jesús "fue
la imagen del Dios invisible" y nos enseñó a reconocer el amor desbordante
del Padre hacia sus criaturas. Pero eso mismo, sin la ayuda del Espíritu, no
nos llegaría, no lo entenderíamos. Muchas de las especulaciones
"cientificistas" que hacen algunos respecto a la figura de Cristo, o
en torno a la presencia de Dios en la creación, y que se pierden por caminos de
adivinanzas o de conjeturas interminables, se deben a la ausencia del Espíritu.
Cuando el Espíritu Santo está en nosotros todo llega fluidamente y con una
profundidad que no procede de nosotros mismos. Pretender llegar al
"fondo" de Dios cerrándose al Espíritu es –casi—una pérdida de
tiempo. Eso no quiere decir que no tengan mérito los esfuerzos de personas que,
sin recibir al Espíritu, buscan a Dios. El contenido del texto que leemos hoy
en el Libro de la Sabiduría nos demuestra que eso ya lo sabían muchas
generaciones antes del nacimiento de Cristo.
"¿Qué hombre comprende el designio de
Dios, quién comprende lo que Dios quiere...?" (Sb 9, 13). Los planes de
Dios, sus intenciones, sus pensamientos están ocultos a los hombres. Los
deseos, las motivaciones humanas son más o menos previsibles. Muchas veces
sabemos lo que nuestro interlocutor piensa con sólo mirarle a los ojos. Sabemos
qué es lo que desea, qué es lo que está buscando. Con Dios no ocurre lo mismo.
Él se escapa a nuestras previsiones, está por encima de nuestros cálculos. Y a
menudo nos sorprende su forma de actuar, nos extraña quizá su pasividad, su
prolongado silencio. Y nos preguntamos, inútilmente, el porqué de las cosas.
Hoy nos dice el sabio inspirado por Dios: Los pensamientos de los mortales son
mezquinos y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo es el lastre
del alma y la tienda terrestre abruma la mente del que medita... Por eso ante
Dios sólo nos queda en ocasiones el silencio por respuesta, la aceptación
rendida de cuanto Él quiere disponer. Conscientes de que sus planes son siempre
justos e inapelables. Contentos al pensar que, además de inteligente como
nadie, Dios es sobre todo amor.
"Pues,
¿quién rastreara las cosas del cielo, quien conocerá tu designio?" (Sb 9,
17). Los
planes de Dios están escondidos para los hombres, el Señor puede mostrarlos con
el fulgor de tu luz, esa luz que luce en las tinieblas y que las tinieblas no
sofocaron, esa luz verdadera que, con su venida a este mundo ilumina a todo
hombre. La luz, nos ha penetrado, sembrando el gozo y la alegría en nuestros
corazones, porque sabemos lo que buscas, lo que intentas desde el principio de
los tiempos. Salvar a los hombres, a todos. Esa es la voluntad del Señor, su
deseo de universal salvación. Y para que esa redención no fuera como una limosna
que nos humillase, permite que podamos cooperar a nuestra propia salvación,
conquistar con nuestro pequeño esfuerzo, sostenido por tu gracia, ese Reino
maravilloso que él ha venido a proclamar.
El responsorial es el
salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17). Volvemos a presentar el comentario hecho el Domingo XVIII del Tiempo Ordinario. 4 de agosto de 2019.
Decíamos que este es uno de los llamados
salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades: algunos salmos
que hablan sobre el rey de Israel y otros que muestran la realeza divina. La
tradición de ambos grupos de salmos es davídica en el sentido de que se apoya
tanto en la elección divina del Rey David como en la promesa que Yahveh le hizo
sobre la perpetuidad de su dinastía. Inicialmente usados para la consagración
de reyes o para ceremonias reales, con la caída de la monarquía son
reutilizados en sentido mesiánico. Los más representativos son el Salmo 2, el
45, el 89 y el 110 (para los directamente relacionados con la dinastía
davídica).
En este salmo, un himno al Señor rey del universo (vs. 1-18) y una
evocación de las promesas hechas a David y a su descendencia (vs. 19-37) sirven
de base para una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo fue compuesto
probablemente hacia fines de la época de los reyes, cuando el creciente poderío
de Babilonia se había convertido en una grave amenaza para el reino de Judá.
El hombre de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni
intenta ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la
relatividad de las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la
condición efímera de la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta
agobiado, por no decir abrumado, por el peso de la contingencia.
"Señor, Tú has sido
nuestro refugio de generación en generación".
El salmista se presenta en el escenario, y de entrada, comienza por
levantar la cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de los
horizontes y los siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una
cierta estabilidad en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En
efecto, necesitábamos una roca porque las generaciones subían y bajaban como
las olas, y la vida era un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.
Y, por encima de las estaciones y vaivenes, el Señor estuvo con nosotros,
como una constelación sosegada sobre las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo
de nuestros pensamientos como testigo, en el fondo de nuestros sueños como
confidente; y, desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados, apenas
conseguimos rescatarlo a El como un ser familiar con el típico encanto de un
antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las alegrías.
Nuestro refugio de generación en generación.
En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la
impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89
es la de la caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad,
frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla
confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio,
el olvido.
"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó ,una vela nocturna...
" (Sal 89,4)
"Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón
sensato" (v.12).
El Señor nos enseña a «contar
nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón»
(v. 12).
Sabiduría de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la
medida de mis años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular
nuestros años» para, de esta manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la
fuente y el camino de la sabiduría.
Corazón sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre
todo su entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar,
cuando corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de
hacer una correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la
apariencia y la realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que
todo lo humano es caduco.
"Por la mañana sácianos de tu misericordia
y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)
Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos
buscado al salmista y lo hemos encontrado acorralado por la muerte, asfixiado
entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de
la tempestad.
Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del
salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier
metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la
muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar
por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar
todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la plenitud total,
entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta
metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la
cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el
miedo, y el humo, y la sombra, como hierbas secas se llevó todo el viento, y la
vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que
todo es alegría y júbilo (v. 14).
Las cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser
vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está,
reiteramos, en llenarnos. Dios es banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo)
y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene la embriaguez en
que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo
caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.
Dios hace estos prodigios, no el Dios de la venganza, que ya «murió» sobre
el monte de las bienaventuranzas, sino el Dios de las Misericordias, el
verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.
Después de beber este «vino», los días y los años que se abren ante
nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15). Y el salmo acaba con una
estrofa en que una esperanza invencible llena por completo y guarda nuestro
futuro:
"Aparezca tu obra ante tus siervos y tu esplendor sobre tus hijos.
La dulzura del Señor sea con nosotros. Confirma tú la acción de nuestras
manos" (vv. 16-17).
En la segunda lectura carta a Filemón (Flm 9b-10.12-17). San Pablo está en la cárcel,
detenido por causa del Evangelio, y desde la cárcel ha conocido a un tal
Onésimo, que ha resultado ser un esclavo que se había escapado de la casa de su
amo Filemón.
San Pablo pide clemencia por el
esclavo Onésimo, fugado de su casa y, posteriormente, reunido con el Apóstol. Al
encontrarse con Onésimo, pasa bastante tiempo con él, y lo convierte a la fe.
Luego decide devolverlo a su amo, pero acompañándolo con la carta de
recomendación que hemos leído.
Filemón es cristiano,
convertido también por Pablo, y por eso el apóstol tiene autoridad sobre él y
puede pedirle lo que hemos escuchado en la carta. Le dice que, como cristianos
que son los dos, cuando ahora se vuelvan a encontrar la relación que deben
tener entre ellos no debe ser la de un amo que castiga al esclavo que se le
había escapado, sino la de dos hermanos que se reúnen.
San Pablo nos
va a dar siempre esa aproximación insuperable a la realidad de su tiempo sin
dejar de dar mensajes válidos para todas las épocas. La esclavitud era un
"sistema de producción" dentro de la economía de ese tiempo. Sin
duda, esa mano de obra barata y fiel había ayudado a construir imperios.
Hombres, mujeres y niños constituían parte del botín de las guerras y pasaban a
ser utilizados por los vencedores. En el Antiguo Testamento aparecen las
deportaciones que sufrió el pueblo judío. Egipto, Babilonia son destinos de
esclavitud. San Pablo pide hermandad entre esclavo y amo y, sorpresivamente, no
pide la liberación de Onésimo. Pero es que el respeto por la ley civil del
Apóstol es lo que dio marcha a su largo camino.
San Pablo pone
en práctica las exigencias del evangelio de Jesús. Por la aceptación del
evangelio y merced al bautismo, el esclavo tampoco es ya simplemente esclavo,
ya no es un objeto sin derechos perteneciente a su propietario, de modo que
éste pueda hacer lo que le plazca, sino que es un liberto del Señor, un hermano
en Cristo. La relación de amo respecto a su esclavo ha quedado modificada. La
llamada de Cristo acarrea una transformación radical de las relaciones: el
esclavo se convierte en un liberto de Cristo y el libre se hace esclavo de
Cristo. Onésimo quiere decir "útil". No habrá ya entre los hombres
una relación de "utilidad" sino de "fraternidad. Esta libertad gracias
a Cristo es la solución dada por el cristianismo primitivo al problema de la
esclavitud. San Pablo manifiesta que merced al evangelio se produce una nueva
relación del hombre para con Dios, y ella crea a su vez una nueva relación
respecto a los demás hombres, cuyo determinante es el amor.
El Evangelio de este domingo de San Lucas (Lc 14,25-33),,
se encuentra dentro de la sección de
Lucas -iniciada en 9,51- que nos presenta a Jesús en viaje hacia Jerusalén. El texto está
formado por dos comparaciones enmarcadas por tres frases de Jesús sobre el
discipulado.
Como en otras
ocasiones, también en la que nos refiere hoy el texto encontramos a Jesús
rodeado de mucha gente. Era fácil seguir al joven rabino de Nazaret que hablaba
con autoridad y que amaba a los niños y prefería a los humildes. No obstante,
el Señor les dice que para seguirle hay que posponerlo todo a su amor: los
padres, la mujer y los hijos, incluso uno mismo ha de estar en segundo plano
respecto de Jesucristo. La doctrina no puede ser más clara en lo que respecta a
las exigencias que comporta, el Maestro no palió las dificultades, podríamos
decir que incluso parece exagerarlas un poco.
En los vv.
25-26, Jesús explica que ser su discípulo no significa simplemente caminar
detrás de Él. Por esta razón, al ver que tantos lo siguen, se voltea y explica
que para poder ser su seguidor de verdad, hay que preferirlo a Él por sobre
todos. El amor que pide Jesús para sí es mayor que los lazos familiares más
profundos, como el padre, la madre, los hijos o hermanos. Como ya había hecho
en 9,57-62, el Señor enseña que solo poniéndolo a Él en el centro de nuestro
corazón, prefiriéndolo incluso a la propia vida, podemos ser sus seguidores.
El v. 27, nos
indica que para seguir a Jesús, es necesario cargar con la propia cruz. Del
mismo modo que Él camina sin dudar hacia Jerusalén para entregar su vida (cf.
Lc 9,51), quien quiere seguirlo debe hacer de su existencia un camino de
entrega y servicio, y no de comodidad.
Al final del
texto, en el v. 33, Jesús deja ver que tampoco puede ser discípulo suyo quien
no renuncia a todo lo que tiene, es decir, a los bienes materiales que posee.
Nuestro pasaje nos enseña así que el Señor debe ser preferido a todos y a todo.
Es de notar
que las tres frases sobre el discipulado que hemos leído no son consejos para
seguir mejor a Jesús, sino condiciones sin las cuales es imposible seguirlo (en
las tres ocasiones se repite la expresión “no puede ser mi discípulo”). De este
modo, el Evangelio nos invita a revisar nuestra escala de valores y prioridades
para asegurarnos que Jesús esté siempre en el lugar más alto.
Jesús advierte de la absoluta necesidad de
discernir antes de tomar una decisión tan importante: “¿Quién de vosotros, en efecto, si quiere construir una torre, no se
sienta primero a calcular los gastos...? Y ¿qué rey, si quiere presentar
batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si le bastarán diez mil
hombres para hacer frente...?” (los vv.
27-32). Los dos ejemplos propuestos sirven para demostrar que la decisión no
puede hacerse a la ligera. Los medios humanos con que se puede contar son del
todo insuficientes para acometer la construcción del reino de Dios y para
afrontar las dificultades humanamente insuperables que se derivan de ello. La
única escapatoria inteligente de este callejón sin salida es sopesar la
gravedad de la situación, renunciando a contar exclusivamente con los propios
medios. Solamente así se podrá hacer la experiencia del Espíritu, la fuerza de
que Dios dispone para la construcción del Reino.
Para nuestra vida.
El texto de la primera lectura de hoy del Libro de
la Sabiduría nos dice que sólo es posible comprender los caminos de Dios cuando
el Espíritu Santo ilumina con la fe. Y esas resonancias del Espíritu, que
tienen un claro matiz cristiano, ya se expresaban en tiempos de los judíos, lo
que nos demuestra la unidad –en el tiempo y en el espacio-- de toda la Palabra
de Dios.
Se formula hoy a modo de interrogante la
dificultad que tiene conocer el designio de Dios y comprender lo que Dios
quiere. Será necesario para ello recibir de Dios sabiduría y Espíritu Santo
desde el cielo para adecuar nuestra vida a la voluntad de Dios manifestada por
Jesús. Necesitamos ir contra corriente y tener la capacidad de renuncia total
que pide el evangelio y a la que debemos estar dispuestos, llegado el caso.
¿Qué hombre
conoce el designio de Dios? Los sabios de todos los tiempos han buscado la
verdad y el sentido de la vida. Los astrólogos han buscado en los astros el
destino de los hombres. Hoy se ha puesto de moda de nuevo el ansia de descubrir
el propio futuro acudiendo al horóscopo o al adivino de turno que descifra la
carta astral. Sabemos que son estafadores que se aprovechan de la ingenuidad y
de la falta de seguridad que sufren muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
También en el siglo I en el Libro de la Sabiduría un judío de Alejandría se
pregunta ¿quién rastreará las cosas del cielo? El sabio, que utiliza el
seudónimo de Salomón, llega a la conclusión de que nuestros razonamientos son
falibles, que apenas conocemos las cosas terrenas. Dios es el que nos concede
la auténtica sabiduría, iluminando nuestra oscuridad. Cuando descubrimos la
verdad aprendemos lo que Dios quiere de nosotros y alcanzamos la felicidad (la
salvación). Fue el gran anhelo de San Agustín "Señor, que yo te conozca a
Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por Ti". Encontró,
después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad, encontró la
felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El
encuentro con Dios es la felicidad misma".
Nosotros, los cristianos del siglo XXI,
tenemos a Jesucristo, la sabiduría de Dios, que es Dios hecho hombre, que nos
ha mostrado el rostro de Dios Padre, que nos ha hablado de lo que Dios quiere
de nosotros, y que nos envió desde el cielo el Espíritu Santo que nos ilumina y
nos guía. Así, si leemos y meditamos cada día el Evangelio, con la ayuda del
Espíritu Santo, encontraremos allí una respuesta a esta pregunta que cada uno
de nosotros hemos de hacernos: ¿Qué es lo que Dios quiere, y qué es lo que
quiere de mí? Sin duda, a lo largo del Evangelio, escuchamos una llamada
constante del Señor a seguirle, a ser sus discípulos. En el Evangelio de hoy,
Jesús nos recuerda qué hemos de hacer, y qué hemos de dejar atrás, para ser sus
discípulos.
El responsorial de hoy es el salmo 89, el primero
del Libro Cuarto del Salterio. Y nos muestra la oración de Moisés. Pero es,
además, el inicio del reconocimiento del género humano de la existencia de un
camino de contrastes entre Dios y el hombre. Se muestra la inconmensurable
grandeza de Dios que supera enormemente la débil condición humana, la cual Dios
remedia si invocamos su misericordia.
La "suscripción" de
este salmo lo atribuye a Moisés, "hombre de Dios": es el único salmo
puesto bajo el patronato de Moisés, a causa de sus lazos literarios con el
Génesis 2,17; 3,12. "Adán sacado del polvo y volviendo a"... y Éxodo
32, 12; Deuteronomio 32,36. "Vuelve de tu cólera"... Oración de
Moisés.
"Es un salmo de súplica
por los pecados", oración "colectiva": el salmista dice siempre
"nosotros"... No ora solamente, ni sobre todo por sus propios
pecados, sino por aquellos de todo su pueblo. ¡Solidaridad admirable!
Este salmo era utilizado, en el
culto de Israel, como "Liturgia penitencial" para pedir perdón... Como
lo hacemos al principio de cada la "solidez y la permanencia inmóvil"
de las montañas, y la "fragilidad efímera" de las flores, que
florecen por la mañana y se marchitan por la tarde! ¡La imagen del
"sueño" de la noche, que al despertar ya no se recuerda!.
En medio de ese remolino de
contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones,
que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad
humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios.
Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las
iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido. ¿Conclusión? Pareciera que
íbamos a aterrizar en el pesimismo fatalista; pero no, el salmista nos
conducirá de la mano hacia la sabiduría de corazón.
"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna..."
(Sal 89,4).
He aquí uno de los lados más
significativos de la sabiduría de corazón: vivir enraizados en las
profundidades de Dios. La raíz, por instinto, por una fuerza misteriosa, tiende
al centro de la tierra; y cuanto más avanza en esa dirección, más vigorosamente
se aferra a esa tierra que nutre y sustenta el árbol; y ese hundimiento es la
condición de nuestra seguridad y la medida de nuestra fuerza.
El desatino está en pretender
echar raíces en realidades de arena que no tienen subsuelo; ya se puede
imaginar el resultado.
En medio del follaje de tópicos
que aborda el salmo, la convicción central es ésta: lo efímero reclama lo
consistente; la experiencia de lo contingente nos lleva a lo absoluto de Dios.
" Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón
sensato". (Sal 89,12).
Pasó la tempestad, las nubes se
alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos
encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por
los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.
¿Será que la esperanza ha
sustituido definitivamente a la tragedia, y la misericordia será en definitiva
más fuerte que la ira?
Todas las verdades, proclamadas
fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la
Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo
en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno
sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por
la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la
Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos
los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma
humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte
de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el
polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como
papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron
frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).
" Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será
alegría y júbilo". (v. 14)
Una vez más lo decimos, las
cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser
vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está,
reiteramos, en saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es
banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino;
hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su
quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno,
la tristeza en alegría, el luto en danza.
"
y toda
nuestra vida será alegría y júbilo; baje
a nosotros la bondad del Señor y haga
prósperas las obras de nuestras manos".(v.
17).
En la segunda lectura de la Carta a Filemón,–la más breve
de todas las del Apóstol San Pablo-- habla de abolir la esclavitud por uso del
amor fraterno. ¿No es esta una buena reflexión para nosotros en estos tiempos
donde la emigración y el trabajo precario –dos formas de esclavitud— forman
parte de nuestra vida?
El texto nos
brinda una consecuencia concreta del seguimiento, y las necesarias renuncias a
los propios bienes. Por haber abrazado la propuesta del evangelio, Onésimo ha
dejado de ser un esclavo para ser un hermano de Filemón. Mediando la caridad y
la buena voluntad de éste, quizá también se convierta en colaborador del
apóstol que se encuentra encarcelado.
Este tal
Onésimo había sido esclavo de Filemón, pero un día se escapó de su casa y se
fue a refugiarse con san Pablo. Ahora, al escribirle Pablo una carta a Filemón,
la envía junto con Onésimo, y le pide que lo acoja sin regañarle, sin echarle
nada en cara, y que lo acepte no ya como esclavo, sino como hermano querido.
Este cambio de actitud que san Pablo pide a Filemón es un claro ejemplo de lo
que supone para nosotros seguir a Jesucristo. El perdón, el amor incondicional,
el considerarse como inferiores a os demás, es la consecuencia de lo que Jesús
nos pide hoy en el Evangelio para poderle seguir auténticamente. Así lo pide
san Pablo a su discípulo Filemón. Esto no es nada fácil, pero sabemos con
certeza que es lo que Dios quiere de nosotros. Esto es ser cristiano: vivir
hacia los demás el mismo amor que Dios nos tiene a nosotros.
Aún siendo
legal la esclavitud en muchas épocas de
la historia, el texto de esta carta,
hace ver que los buenos cristianos siempre tendieron a ver a los
esclavos ya en tiempos de Pablo y posteriormente por las órdenes religiosas más
como hermanos que como esclavos. San Agustín, en sus monasterios no permitía
hacer distinciones entre esclavos y libres, en el trato diario, tanto en el
trabajo, como en la comida, los vestidos y costumbres en general. Lo mismo
podemos decir de casi todas las Órdenes religiosas en general. Los cristianos
de este siglo XXI tenemos que esforzarnos denodadamente para conseguir una
sociedad en la que todos tengamos los mismos derechos y las mismas obligaciones
como personas.
Hoy el evangelio es tremendamente exigente, expresa las duras condiciones de Jesús para
aceptar a sus discípulos. Tales exigencias continúan vigentes para nosotros,
hoy; con la dificultad añadida de que vivimos inmersos en un mundo que prima el
placer y el abandono de todo esfuerzo. La demanda de Cristo, sin duda, nos va
extrañar. Pero hemos de asumirla para poder seguirle.
Cada vez que
Jesús habla en el Evangelio de seguimiento, de ir con Él, tras de Él, habla con
mucha exigencia. Y es que no se puede seguir al Señor haciendo cada uno lo que
quiera. Es necesario dejar otras cosas atrás para poderle seguir. “Quien quiera
venir conmigo, dijo Jesús en una ocasión, que se niegue a sí mismo, que cargue
con su cruz y que me siga”. Seguir a Jesús es optar por Él, y para ello hemos
de renunciar a otras cosas que nos impiden seguirle de verdad. Hoy, en el
Evangelio, por tres veces dice Jesús a qué cosas hemos de renunciar, de modo
que si no renunciamos a ellas no podemos ser discípulos suyos. Quien no pospone
a los suyos, e incluso a sí mismo; quien no lleva su cruz detrás de Él, quien
no renuncia a todos sus bienes. Esto es lo que Jesús pide para ser discípulo
suyo. Se trata de optar. No es que la familia sea mala, ni mucho menos. Tampoco
los bienes son malos. Pero seguir a Jesús requiere despegarse de otras cosas.
La familia es muy importante, y no es que tengamos que abandonarla. Se trata de
poner a Dios por encima de los demás, incluso de los nuestros, y por medio de
Él amar más aún a nuestra familia, pero teniendo siempre primero a Dios. Los
bienes materiales son importantes para poder vivir, pero no han de quitar el
primer puesto a Dios en nuestra vida. No podemos seguir a Jesús si no
renunciamos a nosotros mismos, es decir, si no dejamos de ser los protagonistas
de nuestra vida para que el protagonista sea Dios, si no dejamos de hacer sólo
aquello que a nosotros nos gusta, o nos interesa, para así poder hacer aquello
que Dios quiere de nosotros. EL discípulo es el que sigue a su maestro, y Jesús
nos mostró que el verdadero camino es el de la cruz. Por eso, para ser
discípulos de Cristo, hemos de tomar también nosotros nuestra cruz y así
seguirle auténticamente.
Jesús se
presenta a sí mismo como el centro de su mensaje, Él mismo es el Reino
que predica. Por eso, pide una adhesión sin reservas a su Persona con términos
como jamás se atrevió a usar hombre alguno:“ Si alguno viene a mí y
no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus
hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Por la primera
("si uno quiere venirse conmigo y no
me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío"), el
discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro. Jesús
pide una renuncia total, para que nuestra entrega a Él sea también total,
quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: como Él
es libre ante su familia y ante el ambiente social, así, sus discípulos deben
vivir esa libertad y estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas,
trabajo y al propio egoísmo. Ciertamente Jesús no nos está invitando a odiar o
a despreciar a la familia. Ni a suicidarnos, cuando dice que tenemos que
renunciar incluso a nosotros mismos. Nos está diciendo que tenemos que saber
distinguir entre lo importante, lo absoluto, que es Dios mismo, y lo menos
importante. Ya sabemos que el Señor quiere que amemos a los nuestros. El amor a
los hijos, el amor fraterno, el amor conyugal son santos, pero el amor de Dios
que los sostiene y anima debe ser mayor todavía en cada uno de nosotros.
Si en el
propósito de instaurar el reinado de Dios, evangelio y familia entran en
conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a
Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad alternativa
al sistema mundano están por encima de los lazos de familia.
Por la segunda
("quien no carga con su cruz y se
viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío"), no se trata de hacer
sacrificios o mortificarse, como se decía antes, sino de aceptar y asumir que
la adhesión a Jesús conlleva frecuentemente la persecución por parte de la
sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar conscientemente como
consecuencia del seguimiento. Por eso es necesario no precipitarse, no sea que
prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El ejemplo de la construcción
de la torre que exige hacer una buena planificación para calcular los
materiales de que disponemos, o del rey que planea la batalla precipitadamente,
sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo, es suficientemente
ilustrativo.
La tercera
condición ("todo aquel que no renuncia a todo lo que tiene no puede
ser discípulo mío") parece
excesiva. Por si fuera poco dar la preferencia absoluta al plan de Jesús y
estar dispuesto a sufrir persecución por ello, Jesús exige algo que parece estar
por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene. Se trata, sin
duda, de una formulación extrema, paradigmática, que hay que entender. El
discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto
es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en
sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro
tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando alguien lo
necesita para vivir. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia,
sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede
construir la nueva sociedad, el Reino de Dios, luchando por erradicar la
injusticia de la tierra.
Cuando decimos
que hay que preferir a Cristo a todo lo demás, debemos entender estas palabras
en un sentido estricto. Empezando por uno mismo, por mis bienes corporales y
por todos mis bienes, incluida, por supuesto, mi familia, mi dinero, mis cargos
públicos y privados. Si soy una persona sana y fuerte debo poner al servicio de
Cristo mi salud y mi fortaleza; si soy débil o estoy enfermo, igualmente debo
poner al servicio de Cristo mi debilidad y ni enfermedad. Todos tenemos, o
podemos tener nuestras propias cruces, pongamos estas cruces al servicio de
Cristo. Y si nos consideramos muy felices y afortunados por lo que somos y
tenemos, pongámonos enteramente al servicio de Cristo. Es decir, que lo primero
en mi vida es Cristo, después viene todo lo demás.
Esto que en el
evangelio se nos propone como exigencias radicales de Jesús hoy no es tanto el
comienzo del camino, sino la meta a la que debemos aspirar, aquello a lo que
debemos tender, si queremos seguir a Jesús. Tal vez no lleguemos nunca a vivir
con esa radicalidad las exigencias de Jesús, pero no debemos renunciar a ello,
por más que nos encontremos a años luz de esa utopía.
No hemos de extrañarnos de que a veces
nos cueste el ser fieles al Evangelio, que en ocasiones llegue hasta ser
heroico cumplir con la voluntad divina. Por otra parte, podemos pensar que
quien no nos ha engañado en cuanto a las dificultades, tampoco nos engaña en
cuanto a la promesa y el premio para quienes le sean siempre fieles. Es cierto,
por tanto, que hemos de luchar con denuedo cada día contra todo aquello que se
opone a Dios, contra todo obstáculo que se interponga entre el Señor y
nosotros; aunque ese obstáculo sean nuestros seres más queridos, o nuestro
propio provecho personal. El premio es tan grande y tan duradero que exige un
precio elevado pero no equitativo, pues por mucho que se tenga que sufrir o
sacrificar nunca pagaremos adecuadamente los bienes que el Señor nos ha
preparado para toda una eternidad. Por eso estemos persuadidos de que vale la
pena sufrir un poco durante unos años, para poder un día gozar mucho y para
siempre.
Posponerlo
todo al amor de Dios no significa, por otra parte, que uno haya de prescindir
del amor a nuestros padres o demás familiares, ni que hayamos de anularnos a
nosotros mismos. No se trata de destruir, prescindir o anular, sino de
trascender, de sublimar, de elevar a un plano sobrenatural aquello que de por
sí es sólo natural. Así, quien se haya entregado al servicio de Dios mediante
una consagración a Él, no está exento de querer a sus padres, a los que quizá
ha disgustado con su entrega. Tendrá que quererlos y cuidarlos si es preciso,
estar atento a sus necesidades y procurar atenderlas.
En
cuanto a uno mismo, decíamos que Dios no quiere la anulación de nuestra persona
sino su perfeccionamiento. Lo que hay que destruir es cuánto de malo o torcido
llevemos en nuestro interior, todas esas inclinaciones y deseos, claros o
larvados, que nos incitan al mal. Termina diciendo el Señor que quien no
renuncia a todos sus bienes, no puede ser su discípulo. El Maestro no se limita
a decir claras las cosas, además las repite. Ojalá aprendamos bien su lección
y, con la ayuda de lo alto, sepamos dar un sentido nuevo, trascendente y
sobrenatural, a cuanto constituye el entramado de nuestra vida.
Hemos
de echar cálculos en función de cómo deberemos administrar la dedicación a las cosas de Dios. No se puede pasar, por
ejemplo, de una actitud religiosa privada e intimista a una participación más
directa y pública en las actividades de –por ejemplo— nuestra parroquia. Ello
puede producirnos una notoriedad que nos asuste; o que, por el contrario,
incremente una vanidad personal, de manera innecesaria. Hemos da dar los pasos
bien medidos y hacer nuestros cálculos. Es cierto que Dios nos ayudará en todos
los caminos que tomemos y sean útiles para el desarrollo de su Palabra y el
apoyo a los hermanos. Pero hemos de poner por nuestra parte todo aquello que
nos conduzca a un final término. Asimismo, quien se encuentre en la cercanía de
una vocación religiosa plena también debe echar sus cuentas.
Las grandes decisiones de la vida han de estar
avaladas por la reflexión. Será, sin duda, el Espíritu quien nos envíe dicha
vocación, pero hemos de saberlo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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