Comentarios a las Lecturas del IV Domingo del Tiempo Ordinario 3 de febrero de
2019
El tema de la
liturgia de este domingo invita a reflexionar sobre el “camino del profeta”:
camino de sufrimiento, de soledad, de riesgo, pero también camino de paz y de
esperanza, porque es un camino en el que está Dios. La liturgia de hoy asegura
al “profeta” que la última palabra será siempre de Dios: “no temas, porque yo
estoy contigo para librarte”.
Después de una
breve introducción que sitúa la palabra profética en un tiempo y espacio
determinados (vs. 1-3: obra de un editor posterior), el profeta toma la palabra
para hablarnos de su vocación o nombramiento (vs. 4-10) y de su envío o misión
(vs. 17-19).
"En los días de Josías, recibí esta palabra del Señor: Antes de formarte
en el vientre te escogí, antes de que salieras del seno materno te consagré; te
nombré profeta de los gentiles" (Jr 1, 4-5). Y Yahvé
extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: He aquí que yo pongo mis palabras en
tu boca. Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos,
para arrancar y destruir, para edificar y plantar... Dios ha escogido a Jeremías.
Desde siempre había pensado en él, antes incluso de ser concebido. Ahora ha
llegado el momento de llamarle, de ungirle, de enviarle. Será profeta de los
gentiles, será portavoz del mensaje de Yahvé, plañirá atormentado ante su
pueblo, porque el enemigo está cerca, a punto de caer furiosamente sobre
Jerusalén. Pero su llanto cae en el vacío, su lamento quedará perdido, sus
palabras no serán atendidas. El profeta tendrá que ver, entre la desesperación
y la fe desnuda, que su pueblo no teme el castigo de Dios, que sus
lamentaciones y elegías no sirven para nada.
Los
vs. 17-19 son una continuación de los vs. 4-10. Jeremías debe aceptar su
ministerio sin miedos y con prontitud (cfr. el "cíñete" del v. 17a).
En su luchas psicológica entre el querer decir lo agradable y tener que decir
lo que le repugna no se puede argüir con la timidez; en tal caso, el Señor
"le meterá miedo de ellos". Por el contrario, si es fiel a la
palabra, el Señor hará que su debilidad se convierta en "plaza fuerte y
muralla de bronce", símbolos de fortaleza y resistencia en la lucha. y
contra esta fortaleza se estrellarán todos los poderosos (v. 18b) porque Dios
está con él (v. 19).
Acaba describiendo la obra
de Dios en el profeta: "Tú, cíñete los lomos…” (Jr 1, 17). Estas
palabras indican que el profeta ha de ajustarse la túnica y ponerse en pie. Es
la actitud de quien se dispone a caminar, del que comienza la lucha. Palabras
imperiosas que vencen la resistencia del profeta. Mas en medio de su miedo y de
sus luchas, seguirá hablando con valentía, con audacia, con claridad. Se
cumplió lo que Dios le prometió: "Mira,
yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce
frente a todo el país... Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy
contigo para librarte".
Es un salmo hermoso y entrañable.
En todo momento aparece una profunda intimidad; y una confianza casi invencible
cruza su firmamento de un extremo a otro.
Próximo ya a las puertas del
abismo, el anciano salmista mira atrás, mira hacia adelante, se mueve entre
agitados contrastes, entre la impotencia y la esperanza y, a pesar de estos
contrastes, una serenidad vestida de ternura está presente entre sus líneas en
todo momento. Es un salmo de gran consolación.
En los tres primeros versículos
sentimos al salmista como nervioso, tenso. Se parece a un hombre que se halla
ante un peligro inminente, o, quizá, a un hombre acosado por fieras que le
acechan desde todas partes: ayúdame, sálvame, mira que estoy en grave peligro.
Si sucumbo, ¿qué van a decir mis enemigos? Te necesito. Sé para mí roca de
refugio, fortaleza invulnerable, ancla de salvación (vv. 1-3).
El salmista, lleno de gratitud
y en un tono sumamente entrañable, vuelve, en los versículos siguientes (vv.
17-20), al recuerdo de los años pasados, años cuajados de milagros y
maravillas: desde los años de mi juventud fuiste mi antorcha; desde la aurora
hasta el ocaso me mantenías en vilo, causando yo asombro a todos los espectadores
(v. 17).
San Pablo presenta la Iglesia
como el cuerpo de Cristo. Es necesaria una pluralidad diversificada: varios
miembros que se necesitan y se subvienen entre sí. En el origen del pluralismo
carismático, está el Espíritu, garantía de participación y corresponsabilidad
contra la dispersión y disgregación. Y concluye insinuando que no todos los
carismas son iguales. Existe una jerarquía entre ellos, pero todos son
funcionales y relativos, menos uno, único y excepcional: el ejercicio de la
caridad.
Puede considerarse este pasaje
como un himno de tres estrofas: una primera sobre la dependencia de los
carismas respecto a la caridad (vv. 12, 31 a 13, 3); una segunda que
personaliza la caridad: lo que hace y lo que no hace (vv. 13, 4 a 13, 7 u 8);
una tercera (vv. 13. 8 a 13, 13) que establece una especie de antítesis entre
la caridad y las demás virtudes: la que permanece y las que pasan.
San Pablo describe en primer
término los carismas más gloriosos, entre los que podían seducir a los corintios
(2 Cor. 12): glosolalia, profecía, beneficencia, incluso el suicidio por el
fuego, considerado como el summum de la devoción. Pero todo esto no es nada: la
caridad (amor) es otra cosa.
El apóstol utiliza diez veces
la palabra "caridad" y todas las veces sin artículo ni complemento.
De esta forma personaliza a esta cualidad o, más aún, la convierte en un
absoluto al que nada puede determinar o limitar.
Los vv. 4-8a personalizan a la
caridad. La caridad es paciente, con esa paciencia que soporta las injurias y
domina el resentimiento . Es benévola. No es envidiosa . No se vanagloría . No
es inoportuna. Es desinteresada (en el sentido de que se preocupa de los
débiles. Por último, nunca sucumbe (v. 8), sino que, puesta constantemente a
prueba, siempre triunfa sobre el mal.
La tercera estrofa compara el
conocimiento actual con el que tendremos después de la muerte. San Pablo no
menosprecia el organismo teologal actual, por eso precisa que la fe, la
esperanza y la caridad permanecerán las tres, pero que la caridad es la más
grande. Se impone una traducción exacta del v. 13.
San Pablo no quiere decir que
la fe y la esperanza desaparecerán a favor de la caridad, sino que más bien
sugiere glorificar, con esta virtud, a todo el organismo teologal, que
permanece todo entero, aun cuando la caridad ocupa en él un lugar
preponderante. Pretender que la fe y la esperanza permanecen juntamente con la
caridad parece, sin embargo, estar en contradicción con dos pasajes en que San
Pablo afirma que las dos primeras virtudes desaparecerán ; pero hay que
tomarlas aquí en el sentido bíblico de las actitudes del hombre comprometido en
la aceptación de la Palabra de Dios y que se remite a ella. En la nueva
alianza, la Palabra es Cristo y nos revela el amor. Pero la fe continúa siendo
un compromiso total y una entrega de sí mismo a Dios.
Cuando llegue la plenitud de la
visión celestial, no se ve por qué habrán de desaparecer esta entrega de sí y
este compromiso que son la fe y la esperanza comprendidas de esta forma. Una y
otra se liberarán de la oscuridad presente, condicionamiento provisional debido
al tiempo de prueba en que nos encontramos y que frecuentemente concentra toda
la atención en los textos paulinos.
Fe, esperanza y amor son, pues,
los diferentes aspectos de un organismo espiritual nuevo y complejo,
ciertamente, pero único.
Así comenta San Agustín esta
lectura. " ¿Se duda de que el
Apóstol se refiere a la caridad cuando dice: Os voy a mostrar un camino más excelente? Atención a lo que
sigue: Aun cuando hable las lenguas de
los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como un metal que suena
o un címbalo que retiñe (1 Cor 13,1). Ven ahora, Donato, y grita que
eres elocuente. Anda, Donato, vocea, ya que eres un doctor. ¿Cuánta es tu
elocuencia? ¿Cuánta tu sabiduría? ¿Hablas, por ventura, las lenguas de los
ángeles? Pues aunque las hables, si no tienes caridad, mis oídos no oyen sino
metales que suenan y címbalos que retiñen. Busco algo más sólido. ¡Ojalá
encuentre frutos en las hojas, no sólo palabras!
Dirás,
sin duda, que tienes un sacramento. Dices verdad. El sacramento es cosa divina.
Tienes el bautismo, lo confieso. Pero, ¿sabes qué dice el mismo Apóstol? Aunque conozca todos los misterios, y posea
el don de profecía, y tenga tanta fe que traslade las montañas -lo
último lo dijo para que no digas que basta tener fe-... ¿Sabes lo que dice
Santiago? También los demonios creen,
pero tiemblan (Sant 2,19). Gran cosa es la fe, pero no aprovecha sin la
caridad.. Los demonios confesaban a Cristo. Era la fe, no el amor, lo que les
obligaba a decir: ¿Qué hay entre ti y nosotros? (Me 1,24). Tenían fe, pero no
amor. Por eso eran demonios. No te gloríes de la fe, tú que todavía eres
comparable a los demonios. No digas a Cristo: ¿Qué hay entre tú y yo? La unidad de Cristo te habla: Ven,
conoce la paz, vuelve al corazón de la paloma. Estás bautizado fuera, sí; pero
lleva fruto y ya estás de vuelta en el arca.
Sigues
diciendo todavía: «¿Por qué nos buscáis si somos malos?». Para que seáis
buenos. Os buscamos porque sois malos; si no fuerais malos ya se hubiera dado
con vosotros, no andaríamos en vuestra búsqueda. Al bueno ya le encontramos; es
al malo a quien hemos de buscar. Por eso os buscamos: volved ya al arca. «Pero
si ya tengo el bautismo». Aunque
penetrara todos los misterios y tuviera el don de profecía y tanta fe que
trasladara las montañas, si no tengo caridad, nada soy...
«Pero
¿qué es lo que dices? ¿No ves las muchas persecuciones de que somos víctimas?».
-«Pero eso no lo sufrís por Cristo, sino por vuestros honores». Atentos a lo
que sigue. A veces se jactan de que hacen muchas limosnas, de que dan a los
pobres y de que sufren persecuciones; pero por Donato, no por Cristo. Mira por
quién sufres. Porque si sufres por Donato, sufres por uno que es orgulloso; no
perteneces a la paloma si sufres por Donato. Él no era amigo del esposo; si lo
fuera buscaría su gloria, no la propia personal. Oye al amigo del esposo que
dice: Éste es el que bautiza (Jn 1,33). No es amigo del esposo aquel por quien
padeces. No tiene el vestido nupcial. Si te presentas al banquete se te
expulsará de él. Mejor dicho, ya estás fuera y por eso eres un miserable.
Vuelve ya, por fin, no te engrías.
Oye
lo que dice el Apóstol: Aunque diera
todos mis bienes a los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tengo
caridad... He aquí lo que te falta. Si entregara -dice- mi
cuerpo a las llamas, pero por el nombre de Cristo. Hay muchos que lo
hacen por jactancia, no por caridad; por eso dice: aunque entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad de nada me
aprovecha (1 Cor 13,3). Por amor lo hicieron los mártires que sufrieron
en tiempo de las persecuciones; por amor, sí. Éstos lo hacen por hinchazón y
soberbia, porque, si faltan perseguidores, se dan muerte a si mismos 1. «Ven,
pues; ten caridad». -«También nosotros tenemos mártires»-. «¿Qué mártires? No
son palomas; por eso, al intentar alzar el vuelo, se estrellaron contra la
roca».
Todo
esto, hermanos míos, como veis, da voces contra ellos: las páginas divinas, las
profecías, el evangelio, los escritos apostólicos y todos los gemidos de la
paloma. Y todavía siguen dormidos, todavía no despiertan. Si somos la paloma,
gimamos, suframos, esperemos. La misericordia de Dios dará muestras de su
presencia, hasta que vuestra sencillez encienda el fuego del Espíritu Santo.
Entonces vendrán. No perder la esperanza: orad, predicad, amad: poderoso es el
Señor. Ya empiezan a conocer su desvergüenza. Muchos ya se dan cuenta; muchos
se ruborizan ya. La presencia de Cristo hará que se den cuenta también los
demás. Sí, hermanos míos, recoged todo el grano y que allí quede sólo la paja.
Todo lo que allí lleva fruto sea traído al arca por la paloma. (San Agustín, Comentarios sobre
el evangelio de San Juan 6,20-24.
Retoma del domingo pasado el
comentario de Jesús a la lectura que él mismo había hecho de Is. 61,1-2 en la
sinagoga de Nazaret. Hoy se cumple este pasaje que acabáis de oír.
Estamos en los
comienzos de la actividad de Jesús en versión de Lucas. El autor nos presenta a
un Jesús sintetizando y llevando a cumplimiento el mensaje de gracia acumulado
a lo largo del Antiguo Testamento, mensaje que, sin embargo, el Pueblo de Dios
parece haber olvidado e incluso manipulado en beneficio exclusivo suyo.
San Lucas sugiere que Jesús se
sirvió de un acontecimiento religioso para dar resonancia a su llamada pública.
La cosa sucedió en Nazaret. Jesús propuso un modo nuevo de leer un texto de
Isaías: no verle como un sueño del pasado, sino ponerle en práctica hoy mismo.
Estableció un vehículo de relación entre un año «santo» que debía estarse
celebrando por entonces y la palabra del profeta que anunciaba un año «de
gracia, de favor» del Señor, un año de renovación,
La celebración del año «santo»
estaba integrada en la Ley de Moisés y tenía sus normas bien determinadas: en
él había que dar la libertad a los esclavos, perdonar las deudas, facilitar que
todo el mundo pudiera recobrar su capital inicial vinculado a una parcela de
tierra. El núcleo de esta idea era que cada 50 años todo el mundo tuviera la
posibilidad de volver a comenzar sobre bases nuevas; quedaba claro, de esta
forma, que las relaciones humanas no deben ser ocasión de explotación, sino de
desarrollarse comunitariamente. Así unos y otros recobraban su libertad: el
pobre porque había sido reducido a la esclavitud; el rico porque se ahogaba
bajo el peso de la acumulación de bienes.
Normalmente cada 50 años el
sumo sacerdote debía decretar en Jerusalén un año «santo» y proponer a todos la
renovación que exigía la Ley de Moisés pero de hecho tomaban buenas
precauciones para no llevarlo a la práctica. Por eso se comprende perfectamente
que la llamada de Jesús a entrar en un verdadero año «santo» era, simultáneamente,
una interpelación a todo el pueblo (la Biblia les concernía a todos), la
propuesta de una transformación social y un desafío a la autoridad religiosa.
Jesús, como
era su costumbre, acudió a la sinagoga de Nazaret un sábado. Nazaret era el
pueblo en el que Jesús se había criado. ¿Cuántas veces habría asistido a esta
misma sinagoga a lo largo de su vida, desde que era un niño? En esta ocasión,
sin embargo, había una diferencia fundamental: luego de acudir a Judea, para
ser bautizado por Juan, luego de pasar cuarenta días en el desierto y vencer
las tentaciones del diablo, el Señor «volvió
a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la región.
Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan» (Lc 4, 14). Con esta fuerza
del Espíritu con que ha iniciado su ministerio público y con esta fama que va
creciendo y se va extendiendo, el Señor vuelve nuevamente a Nazaret y acude
aquel sábado a la sinagoga.
Con la venia del jefe de la sinagoga se levantó para
hacer la lectura y el comentario público del texto sagrado ante la asamblea
reunida. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló, hallando la
profecía que hablaba del futuro Mesías. Entonces, teniendo todos los ojos fijos
en Él, declaró con solemnidad en su comentario: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). De
este modo afirmaba que la profecía tenía su cumplimiento en Él. El Mesías
anunciado y prometido por Dios a su pueblo, el Ungido con la fuerza del Espíritu,
estaba ya con ellos: era Jesús de Nazaret.
Sus palabras causaron en un primer momento una gran
admiración entre sus oyentes. La primera reacción era favorable y positiva. Una
consideración inmediata, sin embargo, los hizo cambiar de actitud: pero, «¿no es éste el hijo de José?». ¿Cómo era
posible que alguien que había vivido entre ellos desde pequeño y nunca se había
distinguido especialmente entre sus paisanos pudiese de pronto alzarse entre
ellos y afirmar solemnemente que Él es el Mesías enviado por Dios? Surgió la
desconfianza entre ellos, y la incredulidad dio paso a la dureza de corazón. No
estaban dispuestos a aceptar tan fácilmente que Él fuese el Mesías enviado por
Dios mientras no fuesen ellos mismos testigos de los signos y señales con los
que —según la fama que ya para entonces lo precedía— ya se había manifestado en
otros pueblos vecinos de Galilea. Ni sus palabras llenas de sabiduría ni
tampoco los testimonios que había escuchado sobre Él eran suficientes. Ellos
necesitaban ver por sí mismos una alguna señal inequívoca.
Jesús no hace lo que le piden, no hace milagros para
que le crean, sino que espera que crean en Él para hacer milagros. La fe no
debe brotar de los milagros, sino que antecede a los milagros. La fe es creer
en el Señor Jesús por ser quien es y porque Él es de fiar. Así, pues, lejos de
ceder a sus exigencias les echa en cara su dureza de corazón. Su prédica se
torna entonces hostil e insoportable a sus oídos, de modo que en vez de
convertirse de su incredulidad «se pusieron furiosos» y movidos por la ira lo
sacaron fuera del pueblo con intención de despeñarlo por un barranco.
Resulta curioso cómo el Señor Jesús se
libera tan fácilmente de la turba virulenta que ya estaba a punto de arrojarlo
por el precipicio: «pasando en medio de ellos, continuó su camino». ¿Cómo lo
hizo? ¿No es acaso un milagro liberarse tan tranquilamente de una multitud
enardecida? El Señor tiene el dominio absoluto sobre la situación. El mensaje
parece claro: nadie tiene poder alguno para hacerle daño o para quitarle la
vida si Él mismo no lo permite (ver Jn 10, 17-18). Y su hora no ha llegado aún.
Jesús da su explicación de lo que ocurre. "Os aseguro que ningún profeta es bien mirado
en su tierra". ¿cuál es la verdad que dijo Jesús en su pueblo
para que sus paisanos quisieran despeñarlo? Pues, sencillamente, que ellos no
eran el centro del mundo y que si había hecho obras grandes en Cafarnaúm es
porque allí sí tenían fe en él, y que, en definitiva, también había habido
siempre gente no judía, que no adoraba a Yahvé y que, sin embargo, practicaban
la caridad y la misericordia mejor que los mismos judíos. Tal había sido el
caso de la viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón, y el sirio Naamán. Los
vecinos de Nazaret creían que Jesús por ser su paisano tenía que tratarles a
ellos mejor que a los demás, pero para Jesús lo que contaba era la fe en él, no
el paisanaje, o la vecindad.
Para nuestra vida.
La
primera lectura nos habla de la vocación y llamada de Dios. La vocación es en
la vida de todo hombre lo que da sentido a toda su actividad. Confundir la
vocación puede suponer el fracaso total de una personalidad. Jeremías a los veinte años
tiene clara conciencia de cuál sea su vocación. Ha sido llamado para ser profeta
de las naciones.
Jeremías se sabe conocedor de
Dios al mismo tiempo que ha sido conocido por El. Conocimiento que es amor. En
el lenguaje hebreo se conoce con el corazón. Este conocimiento amoroso ha hecho
de él un consagrado, algo dedicado exclusivamente a Dios y separado de todo lo demás.
“Te escogí… te consagré… te envío… Yo estoy contigo para librarte”.
Jeremías toma conciencia de su vocación como profeta. ¿Cuántos nos vemos
identificados con esta llamada-invitación?, ¿o con esta consagración-misión?,
¿o con esta fiel compañía favorable?... La conciencia de sentirme un
vacacionado, me hace bien, me hace feliz. Y la razón primera y última de esta
elección-consagración-misión es alcanzar y disfrutar lo excelente, lo máximo,
en cristiano,
“ambicionando lo mejor”.
Esta es la paradoja de
Jeremías; su palabra es potente al ser palabra de Dios, y, a la vez, impotente,
ya que no puede forzar a nadie a la fe y a la obediencia. En la promesa del
Señor sólo se le garantiza la asistencia y triunfo final; pero para nada se
habla de triunfalismo y éxitos rotundos. Su camino es arduo y difícil, lleno de
dolor y perseguido (cfr. 18,18; 20,2 ss; 37, 15; 38,4 ss.). Esta será también
la suerte de todo mensajero hoy. Y ante la enorme dificultad de la tarea, ¿no
creen ustedes que damos de lado a nuestro ministerio buscando opciones, caminos
que nos resultan más llevaderos y se nos presentan más atractivos? Creo que
merece la pena examinar nuestra actitud de infidelidad a la palabra.
Como cristianos participamos en la
misión profética de Cristo. Todos y cada uno tenemos la obligación perentoria
de proclamar, con hechos y con palabras, el mensaje de amor que trajo Jesús a
la tierra. Nos da miedo de hablar, tenemos reparo de presentarnos como
cristianos. El Señor como Jeremías, nos
ayuda a sacudir nuestra cobardía. Si le
dejamos nos convierte hoy en plaza
fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce en nuestro entrono cotidiano.
En
el salmo vemos como el salmista extiende
su mirada sobre su pasado, abarca de un golpe de vista todos los años de su
vida, retrocede hasta la infancia, y, conmovedoramente, nos hace una
deslumbrante evocación (vv. 5-8), y nos transmite un mundo de ternura: Dios lo
había hecho vibrar desde la aurora de su vida, y siempre había sido sensible a
los encantos divinos (v. 5).
Y, en una actitud audaz, retrocede
hasta el seno materno. El anciano salmista tiene la conciencia clara de que
desde entonces, desde el embrión, había sido tocado por el dedo de Dios: ya
entonces me apoyaba en Ti más que en mi propia madre; desde entonces Tú fuiste
la esencia de mi existencia; todavía en el seno uterino en Ti respiraba,
subsistía, era. Mi madre me llevaba en el útero, pero yo te llevaba dentro de
mí, y, al mismo tiempo, yo estaba dentro de Ti (v. 6). Y, sintetizando el
contenido de este versículo, y abarcando todos los horizontes, nos entrega el
salmista esta emotiva acotación: «Siempre
he confiado en Ti.»
En sus típicas
transposiciones de planos y alteraciones anímicas, el viejo salmista, lleno de
gratitud y en un tono sumamente entrañable, vuelve, en los versículos
siguientes (vv. 17-20), al recuerdo de los años pasados, años cuajados de
milagros y maravillas: desde los años de mi juventud fuiste mi antorcha; desde la
aurora hasta el ocaso me mantenías en vilo, causando yo asombro a todos los
espectadores (v. 17).
El salmo
trata el tema de la vejez. Nunca como en nuestro mundo moderno la vejez ha sido
una prueba terrible. Cuanto más el hombre moderno logra curar las enfermedades,
más siente el fracaso de no poder curarse de la muerte. Cuanto más confort y
bienestar proporcionan las técnicas y la ciencia, se hace más duro tener que
abandonar esta vida. Nunca como hoy, el anciano ha estado tan aislado: nuestros
abuelos vivían casi siempre en familia, con sus hijos... hay que experimentar
el terrible sentimiento del abandono, esta impresión humanamente dramática de
haber cumplido su tiempo, como un viejo utensilio ya fuera de uso... hay que
afrontar lúcidamente esta cruel vivencia en que una cierta vida ha terminado, y
que, aquel tiempo es irreversible... para comulgar con la esperanza del
salmista: sí, para el verdadero creyente, las leyes biológicas y psicológicas
de la vejez no influyen en quien espera la comunicación de la vida divina.
¡Nuestra nueva juventud, está ante nosotros, en Dios! ¡Allí está la alegría!
El deseo
de vivir. Todo este salmo protesta contra la pérdida de vitalidad, aun en
nombre mismo de la eternidad del amor: ya que Dios nos creó porque El nos ama
(¡Desde el vientre de nuestra madre!), ¿cómo podría El abandonarnos? La
resurrección de los muertos, la Resurrección de Jesucristo, está prevista desde
toda la eternidad, y hace parte del proyecto inicial del creador. No acusemos
jamás a Dios de haber hecho un hombre mortal. Su único proyecto, es el de un
¡hombre resucitado! Esta fe penetra ya este salmo.
El
sentido de la alabanza. Aun en medio de las situaciones más dolorosas, el
hombre de la Biblia continúa su canción, toma su guitarra y da gracias.
La
segunda lectura nos da la clave de cómo vivir nuestra vocación.
Para ello el camino mejor es el amor. Amor paciente,
afable, no envidioso ni presuntuoso, no egoísta ni mal educado… Un amor así, no
pasa nunca, no se acabará.
El texto de san Pablo a los Corintios, es el
himno al amor, es uno de los textos más conocidos por todos los cristianos. El
Himno a la Caridad, brillante y perfecta pieza literaria de valor universal y
de un profundo lirismo; es el canto más bello del amor al prójimo, que
parangona con la fe y la esperanza, pero la caridad es la más grande, no pasa
jamás; es superior a todos los carismas, pues se prolonga en un abrazo perpetuo
de estrecha unión con Dios. No olvidemos que san Pablo dice lo que dice a los
Corintios, porque entre estos lo que predominaba en muchas ocasiones no era el
amor, sino el egoísmo y la envidia entre ellos. También es posible que nosotros
hablemos mucho de amor y luego nuestra conducta sea egoísta. Si al atardecer de
nuestra vida Dios nos examinará en el amor, hagamos el propósito, ya desde
ahora mismo, de poner amor, amor de verdad, amor cristiano, en todo lo que
hagamos. Las obras que no tengan como razón primera y principal el amor no nos servirán
de mucho ante un Dios cuyo nombre es amor y misericordia. Tenemos las tres
virtudes teologales: fe, esperanza, amor; la más grande es el amor.
La
caridad es un amor que se manifiesta en pequeños detalles, en gestos muy
concretos. Lo extraordinario del cristianismo no está en las manifestaciones
prodigiosas o en el poder de hacer milagros, sino en que un hombre ordinario
sea capaz de amar con sencillez, humildad y perseverancia. Un amor que se pone
en actitud de servicio, un amor desinteresado y gratuito que renuncia a sus
propios derechos, a tomarse la justicia por su mano y se dirige precisamente a
aquellos que no le devolverán nada: los pobres y los enemigos. Un amor que
evita las palabras y los gestos ofensivos; un amor que busca la verdad y la acepta,
incluso si la encuentra en los propios enemigos.
El amor es ya aquí y ahora lo
que será eternamente (1Cor 13,8-13). Este amor permanece para siempre, no
cambia jamás; sólo el amor, que es capaz de transformarlo todo, de cambiarlo
todo, no cambiará. El amor no cesa nunca, permanece siempre. Es eterno.
Este amor es también caridad
teológica, superior a todos los dones y virtudes, porque todos desaparecerán
con la muerte, mientras que la caridad es eterna. Todos los prodigios, todas
las magníficas obras humanas no son nada, nada valen, de nada sirven, si no se
tiene caridad: Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los
ángeles…
Situémonos
como los contemporáneos de Jesús. también nosotros somos privilegiados. Escuchando lo que ocurrió en Nazaret, los
cristianos, no podemos olvidar que también cada uno de nosotros podemos cometer
una equivocación parecida a la que cometieron los paisanos de Jesús, cuando
pensamos que nosotros, por el simple hecho de ser cristianos, tenemos ya
asegurado el cielo. Cuentan la fe y las obras, no el lugar donde hemos nacido o
la religión que profesamos. Seguramente que hay muchos alejados que no conocen
a Jesús, o adoran a Dios con ritos distintos a los nuestros, y, sin embargo,
son más gratos a Dios que muchos de los que hemos sido bautizados en el
bautismo de Jesús, o pertenecemos a la religión católica. Dios nos juzgará a
cada uno de nosotros por nuestras obras, sobre todo por las obras de
misericordia que hayamos hecho.
Nosotros, como los contemporáneos de
Jesús, vemos a menudo las cosas de Dios con ojos carnales, consideramos los
acontecimientos de tejas abajo, hablamos de cuestiones referentes a la Iglesia
con una mentalidad ramplona y puramente temporal. Con esta actitud quedamos
incapacitados para comprender el hondo sentido de esos acontecimientos que
intentamos juzgar. Es cierto que, como Jesús, también la Iglesia y los que la
gobiernan presentan a veces un aspecto externo demasiado humano, poco divino.
Pero eso no puede ser óbice para que nosotros sepamos, por la fuerza de la fe,
elevar nuestro punto de mira y juzgar con visión sobrenatural. Sólo así será
posible una correcta visión de las cosas que se refieren a Dios y a nuestra
condición de hijos de Dios, llamados a ser testigos del Reino en medio de los
avatares del mundo.
Analizando nuestra vida de testimonio
cristiano, si Jesús encontró oposición, ¿no la encontraremos también nosotros
cuando anunciemos el Evangelio? Si Él fue rechazado por algunos, calumniado y
perseguido, ¿no lo seremos nosotros también como discípulo suyos? .
Jesús sabe bien de las dificultades que
encontraremos en el camino y por eso Él mismo nos alienta en todo momento: «No
se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27), «en el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Y como a su
profeta Dios nos dice también a nosotros: «Lucharán contra ti, pero no te
vencerán, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer 1, 19). Así pues, si Dios
está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?. ¡Qué importante es confiar en
Dios en los momentos de prueba, y mantenernos siempre fieles al Señor!
Cuando confiados en el Señor vencemos
nuestros miedos e inseguridades y nos lanzamos a anunciar el Evangelio dando
testimonio de nuestra fe, descubrimos que verdaderamente Dios está con nosotros
, que Él nos da la fuerza necesaria para el anuncio y que incluso Él mismo pone
en nuestra boca las palabras adecuadas cuando no sabemos qué decir: «el
Espíritu de vuestro Padre [es] el que hablará en ustedes» (Mt 10, 20)
Como cristianos que somos no podemos
quedarnos callados, no podemos escondernos ni acobardarnos, no podemos
renunciar a la misión que Él nos ha confiado a todos de anunciar el Evangelio.
No podemos defraudar al Señor por miedo al “qué dirán”, por evitar el conflicto
o la incomodidad, por respetar lo “políticamente correcto”, por juzgar que “yo
no soy capaz”, por ceder a la cobardía o al “complejo” de ser y mostrarme
creyente. Se nos pide hoy dar razón de nuestra fe, hablar venciendo nuestros
temores e inseguridades, dar testimonio valiente del Evangelio .
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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