Comentario
a las Lecturas del II Domingo de Pascua 16 de abril de 2023
Durante
los domingos que siguen a Pascua, la Resurrección del Señor, las lecturas
litúrgicas se refirieren a los
encuentros del Señor con los Apóstoles, lo que con ellos habló y lo que a ellos
les encomendó. Pero no fueron exclusivamente estas las reuniones en las que
participó con los que en Él confiaban. Si hubieran sido las únicas, el devenir
del grupo de los 12, las mujeres y los discípulos, se hubiera convertido en una
secta, o hubiera sido necesario que actuara sectariamente para poder subsistir.
En los Hechos de los Apóstoles 13, 30 se refiere a otras, sin detallar apenas
circunstancias y contenidos y San Pablo en su primera carta a los corintios
(15,5) recuerda que en una ocasión los reunidos eran 500.
Se llama a este Domingo, el de Tomás, por la especial escena sobre su fe. Pero además son las apariciones del Señor Jesús en Domingo, lo que produciría la institución del primer día de la semana como Día del Señor, sustituyendo a la veneración por el sábado que profesaba la religión judía. Hoy nos llega el mensaje de la fe de Tomás y de su arrepentimiento por no creer. Y, así, desde entonces en la cristiandad resuena su “¡Dios mío y Señor Mío!” como una de las oraciones más bellas que podemos recitar en presencia del Señor Jesús Resucitado.
La primera lectura es del libro
de los hechos de los apóstoles (Hch 2, 42-47), nos presenta las cuatro bases
sobre las que reposa la vida de la primitiva comunidad.
Primeramente la catequesis apostólica, es decir, la profundización de los
hechos y palabras de Jesús de Nazaret; ésta es la primera actividad que
agrupa a los cristianos y edifica la Iglesia (cf. Ef 2,20 y 1 Pe 2,4.5).
La segunda actividad básica de la primitiva comunidad es la exigencia de
vivir en unión y de compartir el amor, por fidelidad al mensaje de Jesús
de Nazaret; los bienes en común son una forma de expresar esta unión y
amor. La catequesis apostólica y el amor compartido toman su significado
más profundo en la tercera actividad del grupo cristiano: la fracción del
pan, esto es, el ágape religioso de acción de gracias en memoria de Jesús, el
Señor.
Es
una instantánea de la vida en la primitiva Iglesia. Tiempos de una importancia
especial, momentos en los que vivían los apóstoles, cuando vibraban aún en el
aire las palabras del Maestro. Tiempos paradigmáticos, modélicos, cuando se
echan los fundamentos de la Iglesia, y se vive con más pureza y autenticidad el
mensaje que Cristo trajo a la tierra. Se utiliza como una descripción histórica
de la primera comunidad cristiana. A partir de ahí se sacan consecuencias, a
veces polémicas o desalentadoras, comparándolo con las comunidades cristianas
actuales. Pero esa interpretación es demasiado idealista. Parece claro que
Lucas no pretende tal descripción histórica y que, de hecho, las cosas no
pasaron tal como están presentadas aquí. Todo ello no quiere decir que el texto
en cuestión no sea útil. Todo lo contrario. Lucas quiere mostrar cuál es la
comunidad cristiana ideal, a dónde ha de tender todo grupo cristiano en la
convivencia y cómo ha de repercutir la fe en los aspectos materiales y
económicos.
San
Agustín pensaba que, si la sociedad civil viviera también según el estilo de
vida de esta primera comunidad cristiana, la sociedad, nuestra sociedad sería
una sociedad perfecta. Pensemos cada uno de nosotros hasta qué punto y en qué
medida podemos cumplir dentro de nuestras familias, y cada uno de nosotros
mismos, este ideal de vida común. Que este ideal de vida en común sea nuestro
modelo de vida a seguir, aunque necesariamente debamos adaptarlo a las
situaciones y momentos particulares que cada uno de nosotros nos vemos
obligados a seguir.
El responsorial es el salmo 117 (Sal 117, 2-4.13-15.22.24).
Salmo compuesto para la liturgia hebrea, este salmo recibe un puesto destacado
en la cristiana, que encuentra reflejados en él los misterios redentores de la
vida de Cristo. El Señor cantó este salmo al finalizar la Ultima Cena: así
consta -además de otras fuentes- en las notaciones de los salterios más
antiguos. Y así, la liturgia de acción de gracias de la Nueva Alianza,
inaugurada con la Eucaristía, encontró en la expresión de este salmo una
admirable conclusión.
Describe
el salmista como de nuevo emergieron repentinamente desde la oscuridad, y se me
aproximaron peligrosamente hasta poner sus manos sobre mí, y me empujaban una y
otra vez con intención de derribarme en la fosa; pero el Señor se transformó
para mí en un muro de contención (v. 13).
El
coro estalla en una cantata vibrante, y el estallido va saltando de grupo en
grupo en la gran asamblea de los justos: «La diestra del Señor es poderosa, la
diestra del Señor es excelsa» (v. 15).
Al
ser liberado de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de
victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor"
(cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son
conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada
por los malvados.
El
coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de
liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron
pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas
venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora
ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).
Es
un «milagro patente» (v. 23), todo fue obra del Señor: «ha sido un milagro
patente» (v. 24), «es el Señor quien lo ha hecho» (v. 23). «Este es el día en
que actuó el Señor'» (v. 24) ¡cantos de victoria para el Señor! ¡Aleluyas y
hurras para nuestro victorioso salvador!, «sea nuestra alegría y nuestro gozo»
(v. 24), resuene la música en nuestra trastienda, sea nuestra existencia una
fiesta, nuestros días una danza, y la alegría sea nuestra respiración. Sucedió
que el Señor irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles,
sacó prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones. ¡Hosanna! Señor,
¡sálvanos! (v. 25).
San Juan Pablo II comentando
este salmo dice: " otro símbolo es el
de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por
san Ambrosio, el cual, en su Exposición
sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de
Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que
"también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que
también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la
perseverancia, la firmeza de la fe".
San
Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú
también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la
piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta
piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de
los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la
Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas
del infierno no prevalecerán contra ti"
(VI, 97-99: Opere esegetiche IX/II, Milán-Roma 1978, SAEMO 12, p.
85)" .(San Juan Pablo II.
CATEQUESIS 12-02-2003 ).
La
segunda lectura es de la primera carta del apóstol San Pedro (Pe 1, 3-9)., Esta carta de Pedro fue escrita -según parece- en un ambiente de
persecución, va dirigida a paganos convertidos al cristianismo, que viven su fe
en un ambiente hostil. El autor aconseja a diferentes clases de personas: a
los esclavos cristianos de amos paganos, a las esposas cristianas de esposos
paganos, a los dirigentes de las comunidades cristianas; a cristianos en general
que tienen que habérselas con las costumbres paganas y con la hostilidad que
provocan siempre los grupos minoritarios y singulares en medio de una
civilización desarrollada.
El fragmento que hoy hemos
leído ha sido equiparado a una homilía bautismal pues habla de la acción de
Dios, por medio de la resurrección de Jesucristo, que nos hace nacer de nuevo,
"a una esperanza viva, a una herencia incorruptible". Se trata pues
de Dios Padre que nos hace sus hijos y, como a tales, nos tiene destinada una herencia
digna de su magnificencia y de su infinita misericordia y ternura. El autor nos
exhorta a perseverar aun en las dificultades, pues así se consolidará y
purificará la fe que profesamos, como el oro en el crisol, una imagen muy viva
y muy usada en la Biblia. Esta fe tiene por objeto a Jesucristo quien, dice el
autor, amamos y en quien creemos sin haberlo visto. De quien procede la alegría
que experimentamos en este tiempo pascual.
Es una colección de enseñanzas
sobre los temas más apreciados del cristianismo Está dirigida a creyentes de la
segunda generación procedentes de diversas nacionalidades (1 Pe 1, 8) . El
pasaje que presentado desarrolla una exhortación para mantener viva la
esperanza cristiana (1 Pe 1, 3b). Contiene dos partes claramente distinguibles:
la primera (1 Pe 1, 3-5), explica la resurrección como una herencia
incorruptible que Dios otorga a su nuevo pueblo; la segunda (1 Pe 1, 6-9),
muestra cómo la esperanza se hace realidad en la difícil situación que
atraviesa la comunidad a causa de las persecuciones: es una prueba de amor y
fidelidad a Cristo.
El texto pone en relación la
"regeneración en Cristo" ó "nacer de nuevo" con la
resurrección de Jesucristo. La realidad del resucitado no nos alcanza
únicamente después de la muerte. Por medio de los símbolos cristianos
instituidos por la práctica de Jesús, los creyentes reciben un continuo llamado
para realizar en su existencia el ideal del Ser Humano nuevo. Pero este ideal
no es una idea imposible que se pierde en el infinito. Es una realidad que nos
interpela en la existencia histórica de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.
La resurrección es, de este modo, una utopía y una realidad de la comunidad de
discípulos de Jesús: es la gran herencia de Dios a los defensores de la
justicia.
El evangelio es de San Juan (Jn 20, 19- 31), en el texto nos
encontramos que los
discípulos, que habían comenzado su éxodo siguiendo a Jesús, se encuentran
desamparados en medio de un ambiente hostil. No tienen experiencia de Jesús
vivo. pero están en la noche en que el señor va a sacarlos de la opresión.
Jesús viene a liberar a los suyos. su primer saludo de paz recuerda a los
discípulos su presencia anterior en medio de ellos y su victoria, eliminando el
miedo y la incertidumbre. se les da a conocer como el que les demuestra su amor
hasta la muerte, con las señales que indican su poder (manos) y la permanencia
de su amor (costado).
El
Evangelio nos presenta a Jesús irrumpiendo al atardecer del primer día en medio
del temeroso grupo de discípulos. En la mañana se ha manifestado a María
Magdalena. Ella ha recibido del Maestro la primera catequesis sobre la
resurrección. Luego, entusiasta, comunica la buena Noticia al resto de
discípulos y discípulas. En una doble escena nos presenta la situación de la
comunidad frente al resucitado.
En
la primera (Jn 20, 19-23), los discípulos se encuentran reunidos a puerta
cerrada; temerosos del ambiente hostil representado por las autoridades judías.
Jesús irrumpe justo en medio del grupo. La puerta cerrada es símbolo de la condición
de la comunidad: por una parte, el ambiente los obliga a replegarse sobre sí
mismos; por otra, la experiencia del resucitado acontece al interior de la
comunidad aunque ésta no esté resuelta a dar testimonio de El.
La
paz que Jesús les comunica es realización de una promesa (Jn 14, 27-28) y
cumplimiento de un Gozo (Jn 16, 21-22). El saludo de Jesús manifiesta la nueva
condición que experimentan con el resucitado. De la incertidumbre pasan al
gozo, del temor al entusiasmo. La identificación del resucitado con el
crucificado ahuyenta cualquier intento de ver a Jesús como un ser abstracto. El
resucitado es el hombre masacrado por la injusticia y abandonado por sus
amigos. Ahora, por la acción de Dios, manifiesta su nueva condición y
compromete a la comunidad a identificarlo a partir de su pasión.
Al
reiterarles el saludo de paz, el gozo pascual, el resucitado extiende el
alcance de su envío. Los discípulos y discípulas reciben ahora el encargo de
reconciliar a la humanidad con Jesús. El Espíritu comunica la fuerza de la
resurrección: la utopía humana vence la negatividad de una historia de
violencia y muerte. El Dios de la vida recompone la comunidad por la fuerza de
su Palabra.
La
segunda escena se contrapone a la anterior. Un personaje representativo, Tomás,
se muestra reticente ante la experiencia del grupo. Tomás no puede creer que en
el cuerpo del hombre masacrado se manifieste la gloria de Dios. Por eso, exige
rehacer la experiencia del grupo como requisito para participar de la misma fe.
El
resucitado irrumpe el domingo siguiente en medio del grupo. En un ambiente
eucarístico, como en la anterior escena, invita a Tomás a palpar la realidad
del crucificado en la nueva condición del resucitado. Tomás le manifiesta de
inmediato su adhesión personal: "Señor mío, Dios mío". Comprende que
para creer en el resucitado es necesario "meter la mano" en la
realidad del crucificado. La fe de Tomás resulta contradictoriamente
paradigmática para la comunidad de creyentes. Muchos aceptarán la fe del Señor
haciendo el mismo proceso de la comunidad, pero ya no en la experiencia
inmediata con Jesús, sino conociéndolo a través de los miles de crucificados en
los que germina una inquebrantable esperanza de resurrección.
El evangelista concluye recordándonos que su obra no es una simple biografía de Jesús. Es ante todo un testimonio de una comunidad que muestra un camino para llegar a Jesús. Los evangelios son caminos comunitarios para alcanzar la fe en Jesús, el Mesías crucificado y resucitado.
Para nuestra vida.
Los cristianos estamos
convencidos de la presencia del Señor (según el Misal, IGMR 28, con el
saludo "El Señor esté con vosotros", el presidente
"manifiesta a la comunidad reunida la presencia del Señor"). También
nosotros le descubrimos en su Palabra ("Cristo, por su Palabra, se
hace presente en medio de sus fieles": (cf.IGMR 7. 9. 33). También
nosotros nos gozamos de la presencia y la donación de Cristo que se hace
nuestro alimento en cada Eucaristía.
El domingo, la Pascua semanal,
el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete día de
la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial. Como a los apóstoles,
nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar la
reconciliación y fortalece nuestra fe.
Nuestra reunión eucarística dominical es algo más que cumplir un precepto o satisfacer unos deseos espirituales. Vale la pena presentar los valores del domingo cristiano en unos tiempos en que está peligrando su misma existencia, o al menos su sentido profundo.
Hoy es el domingo de la Misericordia, y en este marco de la misericordia de Dios Padre, celebramos al Señor resucitado que nos llama a la vida y a ser misericordiosos, ¡ iconos de la misericordia de Dios, Padre rico en misericordia! . Para ello pidamos : ¡Señor qué vea! ¡Señor, que viva! ¡Señor, que crea en ti!. Exclamaciones que deben brotar desde de lo más hondo de
nuestro corazón, lleno de ganas de celebrar, sentir y vivir a Jesús. Con Santo Tomás, hacemos un acto de fe: “Señor mío y Dios mío”.. Están aún muy vivos los recuerdos de las celebraciones del Triduo Pascual y este domingo las lecturas nos centran en el efecto de la Resurrección del Señor. La aparición del Señor Resucitado en el cenáculo en el “primer día de la semana” es el origen de la consagración del Domingo –el Día del Señor, que eso significa domingo—frente al sábado ritual de los judíos. La importancia del descubrimiento de la divinidad de Cristo, acrisolada por el hecho inaudito de su Resurrección y de la visible glorificación de su cuerpo, hizo que se modificara la ancestral costumbre judía de reservar el sábado a la oración y al descanso.Continuamos con la actitud exultante que tan bien describía el Cardenal Montini, posteriormente Papa San Pablo VI y que recordábamos la semana pasada: «Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice San Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y San Jerónimo afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!"( G. B. Card. Montini, Discurso pronunciado el 3 de abril de 1961 en la Catedral de Milán, en Discorsi, vol. II. Milano, Arcivescovado, 1962 p. 253 ss.).
La
primera lectura nos presenta la vida de las primeras comunidades. "Los hermanos eran constantes en escuchar la
enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las
oraciones…" Comían juntos alabando a Dios con alegría y de
todo corazón. Este es uno de los “sumarios” del autor de Hechos que más han
impresionado a lo largo de la historia del cristianismo a muchos Padres de la
Iglesia. San Agustín, en concreto, quiso hacer del estilo de vida de la primera
comunidad cristiana de Jerusalén el modelo y el ideal que deberían tratar de
vivir sus frailes dentro del monasterio: rezarían juntos, celebrarían juntos la
eucaristía, todos los bienes materiales los tendrían en común y, lo que no
necesitaran para vivir lo darían a los pobres.
La
gente estaba maravillada ante aquel espectáculo. Mirad cómo se aman, decían. Y
la multitud de creyentes crecía sin cesar hasta el punto de exclamar sin
jactancia: Somos de ayer y lo llenamos todo... La Iglesia, nosotros los
cristianos, es, somos, un signo de salvación para todos los pueblos. Un
testimonio evidente del amor infinito de Dios. Un testimonio que ha de estar
hecho de una vida honrada y laboriosa, una vida sincera y casta. Dando
testimonio de comprensión y de apertura, de perdón, de lealtad a unos principios y a una moral, de
constancia y fidelidad en escuchar y practicar lo que enseña la Iglesia.
No
nos desanimemos si no podemos vivir siempre con perfección cristiana, porque
sabemos que también dentro de la primera comunidad cristiana de Jerusalén hubo
sus fallos. Lo importante es que lo tratemos siempre de vivir con alegría y de
todo corazón, como buenos creyentes cristianos, fiándonos de la cercanía y
fidelidad del Señor.
El Salmo 117 revela claramente un uso
litúrgico en el interior del templo de Jerusalén. Los fieles
exaltan la protección de la mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los
que confían en él incluso cuando irrumpen adversarios crueles. Al ser liberado
de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria"
en honor de la "poderosa diestra del Señor", que ha obrado
maravillas.
Por
consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de
la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la
última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte.
Para expresar la dura prueba que Jesús ha superado y la glorificación que ha
tenido como consecuencia, le compara a la "piedra que desecharon los
arquitectos", transformada luego en "la piedra angular".
En la segunda lectura San Pedro, habla de que no
hemos visto a Jesús y lo amamos. Las duras pruebas que la comunidad enfrenta
son un crisol que templa la fidelidad al Señor. La fe se prueba en el servicio
a los hermanos. El servicio a los excluidos es la verdadera fragua de la fe
cristiana. Pero el servicio a los hermanos no es un mar de rosas. Como la
realidad histórica es constitutiva de la humanidad, nadie está exento de las
irremediables tentaciones, dificultades y pruebas de la vida . Cuando la fe es
de "buena calidad", como un metal bien caldeado, enfrenta con vigor y
sobriedad las dificultades. La comunidad se robustece, siendo camino de
redención para la humanidad explotada y deprimida. Este es el testimonio de
fidelidad a Jesús, al Dios de la vida.
En
el texto resuena el agradecimiento al Señor que brota de las palabras del
apóstol Pedro en la segunda lectura: por la resurrección de Jesucristo de entre
los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Durante estos
domingos pascuales iremos leyendo fragmentos de esta carta que tiene un regusto
de gozo pascual-bautismal que nos invitará a llenarnos de un gozo inefable y
transfigurado.
Y
desde esa vivencia nos invita a la alegría "
La fuerza de Dios
os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento
final… Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco". Sí,
alegrémonos, como nos dice hoy el apóstol san Pedro, con un gozo inefable y
transfigurado. El evangelio es siempre buena noticia y nunca amarga la vida. Es
lo contrario de un cristianismo de cumplimientos mínimos o de actitud
resignada. Será precisamente esta satisfacción interior la fuerza psicológica
que moverá espontáneamente a la evangelización de los demás. La diferencia
entre el obrar por amor y el obrar por obligación no sólo tiene repercusiones
en el interior del sujeto, sino también en su talante exterior.
La fe, acompañada de la confianza
cristiana, debe producirnos la alegría de saber que la fuerza de Dios nos
salvará por los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Una fe sin alegría sería
una fe sin esperanza, y, como sabemos, sin esperanza, no se puede vivir.
También las primeras comunidades cristianas tuvieron que sufrir, a veces hasta
el martirio, y san Pedro les recomienda que no perdieran nunca la alegría de
ser cristianos.
La
enseñanza trasmitida por los Apóstoles y sus herederos nos ha dado el
conocimiento autentico de Jesús. Y los elementos para reforzar una fe que, sin
duda viene de la profundidad del Espíritu. Hay gracias especiales en estos
tiempos de Pascua. Debemos aprovecharlas. Hemos de poner nuestra mirada
espiritual en estos textos que tanto nos ofrecen. No podemos perder la
oportunidad. Hemos de leerlos y meditarlos con entrega y esperanza.
El evangelio nos presenta el choque
del Resucitado con los apóstoles que les llevaba a dar su testimonio, como algo
natural, espontáneo y lógico: disfrutaban hablando de Aquel que, bajando a la
muerte, subió de la tierra tal y cómo les anunció en los días de su pasión.
Estando
reunidos en casa... entró Jesús. La comunidad es el ámbito de la presencia de
Jesús. Sin comunidad no hay presencia. Así lo entendieron y practicaron los
primeros cristianos: Vida común, todos unidos. Esto es lo que impresionaba y
atraía a los judíos. Y esa comunidad, llevada a las consecuencias de compartir,
ayudarse y ayudar. Así podía el Espíritu ir agregando nuevos brotes de olivo
alrededor de la mesa del Señor.
La
presencia de Jesús trae Paz y perdón. "Y
entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»". El signo
de la presencia de Jesús era y es la paz. Alegría y gozo, que alejaban la
tristeza y la turbación.
En
el pasaje de hoy, el Señor transmite a sus apóstoles el poder de perdonar los
pecados, "dicho esto, exhaló el aliento
sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados les quedan perdonados»". Con su soplo, simbolizó que les
comunicaba la vida de Dios para perdonar los pecados, como se la insufló a Adán
en el paraiso. Es el fin principal de Cristo, Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo, como obstáculo que impide que el Reino de Dios entre en el
mundo. Mientras reine el pecado, no puede vivir Dios. Los que quieren convertir
a la Iglesia en una institución social benéfica, en una ONG más, no han
penetrado en su vida mistérica. Ignoran que la Iglesia es un misterio. La
Iglesia ha recibido la misión de prolongar a Cristo con sus poderes
sacramentales, quitando los pecados y dando la vida de Dios, que incluye la
filiación divina, la amistad de Dios, la fraternidad con Jesús y la herencia
eterna y gloriosa, "incorruptible, pura e imperecera".
Ese
soplo de Cristo sobre los apóstoles recuerda pues, el soplo de Yahvé sobre el
rostro del primer hombre, En el caso de Cristo, también ese soplo hizo posible
una nueva creación, una nueva historia en la que el hombre puede reconciliarse
con Dios, ser perdonado y restituido en su condición de hijo de Dios.
Como,
en todos los grupos, salió una voz discordante y disconforme. Tomás, el
incrédulo, no solamente no creía que Jesús hubiera resucitado, es que además se
negaba a dar por válido y serio el testimonio del resto de sus compañeros. Su
fe, la de Tomás, estaba sostenida por su forma particular de comprender y de
acoger las cosas: todo lo que no veo, queda fuera de mí.
Pronto,
Jesús, se hizo presente. Las puertas estaban tan cerradas como la mente de
Tomás y, a la vez, tan fáciles de abrir como el corazón de aquel testarudo
apóstol con la simple presencia del Resucitado.
En
ese momento, y no lo olvidemos, todos los esquemas de Tomás caen por el suelo.
Aquel que, sin ver no creía, de pronto se fía. ¿Y por qué cree? ¿Por qué ve?
¿Por qué siente que su rostro se sonroja ante la evidencia de la nueva vida?
¿Tal vez por qué, Jesús, no merecía tanta incertidumbre, racionalidad o dudas?
En el fondo, Santo Tomás, creía pero…quería un cara a cara con el Señor. Pudo
más en él, el afán de seguridades, que el misterio de la fe. Su confesión
“Señor mío y Dios mío”, no solamente es un grito de fe. También lo es de
arrepentimiento.
La
respuesta de Tomás a Jesús resucitado –tras verlo-- ha dado origen a una de las
hermosas y breves oraciones de la cristiandad. La jaculatoria "¡Señor Mío y Dios
Mío!" tan repetida después por miles y miles de
hermanos en el momento de recibir la
Comunión.
También,
a nosotros, el Señor nos reclama la fe. No tenemos la suerte de asomarnos a ese
sepulcro que todavía conserva el calor del cuerpo de Jesús. No poseemos el
privilegio de sentarnos frente a Pedro, Juan o Santiago para preguntarles sobre
el cómo Jesús resucitó y cómo era. Pero, precisamente por ello, nuestra fe vale
lo que el oro fino: creemos por el testimonio de los apóstoles. Creemos por lo
que nuestros padres nos han transmitido. Creemos porque, en la experiencia que
otros tuvieron del Resucitado, tenemos también puesta nuestra esperanza,
nuestra ilusión y nuestra certeza de que Jesús es el principio y final de todo.
Creemos porque, la Iglesia, nos ha ido transmitiendo todo esto con sufrimiento,
convencimiento y amor: ¡Jesús ha resucitado!
Nosotros
no hemos tenido la oportunidad de meter nuestros dedos en el costado o en las
marcas que, la pasión de Jesús, dejó en su cuerpo. Pero, también es verdad, que
en la Eucaristía, la escucha de la Palabra, la oración personal, los dramas del
mundo, la celebración del resto de los sacramentos nos pueden hacer sentir en
propia carne la alegría y la experiencia de Cristo Resucitado.
En
una visión de conjunto, Lucas nos presenta lo fundamental de la Comunidad
cristiana de todos los tiempos: escuchar la Palabra, participar en la fracción
del pan (=Eucaristía), oración y vida en común. ¿Son éstas las características
de mi Comunidad?
-
Como cristianos, peregrinos hacia una patria definitiva, sufrimos dificultades
y desánimos. ¿Puede más nuestra esperanza, nuestra fe en el Amor del Padre? ¿O
nos puede el abatimiento, y dudamos de su cercanía cuando llegan los problemas?
- ¿También nosotros reclamamos, como el apóstol, ver para creer? ¿Nos sentimos enviados de Jesús a anunciar el Evangelio a los pobres, igual que el Padre lo envió a El?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@
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