domingo, 9 de octubre de 2022

Comentario a las lecturas del domingo XXVIII del Tiempo Ordinario 9 de octubre de 2022

Los textos de hoy nos presentan el encuentro con Dios. Encontrarse con Dios es el gran reto del hombre sobre la tierra. Quiera o no reconocerlo, así es. Encontrarse con Dios es, sobre todo, el gran reto para un cristiano que, por el hecho de serlo, no quiere decir que lo haya ya encontrado, ni mucho menos. Podemos vivir toda una vida llamándonos cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera haberlo barruntado.

Curiosamente, los dos hombres que se encuentran con Dios en las páginas de las lecturas de hoy son «extranjeros» un sirio y un samaritano. Ninguno de los dos pertenecía al pueblo elegido, ninguno estaba, al parecer, en las mejores condiciones para tener el encuentro con Dios. Sin embargo, ambos hombres, el sirio y el samaritano, supieron ver más allá de la «primera lectura» (como se diría ahora) de su propio acontecimiento para llegar a una segunda lectura donde se encontraron nada más y nada menos con el hecho, más sorprendente todavía que el de su curación, de que habían descubierto a Dios.

La primera lectura es del segundo libro de los reyes  (Rey 5, 14-17) corresponde al bello episodio en que el profeta Eliseo convierte y cura de la lepra al magnate sirio Naamán. Naamán era un gran soldado sirio, querido de su rey por su valor y su lealtad. Pero su cuerpo estaba podrido. La lepra le corroía la piel y la carne. Una muchacha hebrea, botín de guerra, esclava de su esposa, interviene. En su tierra, dice, vive un profeta que puede curar a su amo de aquella terrible enfermedad. Naamán cree y se pone en camino hacia Israel. El profeta le atiende: "Lávate siete veces en el Jordán y quedarás limpio". El bravo soldado sirio se resiste, le parece que aquello es un remedio absurdo. Por fin accede a bañarse en el Jordán. Y su carne quedó limpia como la de un niño.

Ni el rey de Siria ni el general de su ejército entienden nada de lo que se trata, creen que el poder de devolver la salud a un noble enfermo debe ser cosa del rey, y que han de obtener este favor enviando una fastuosa embajada. Los malentendidos se irán deshaciendo uno tras otro gracias a la pedagogía de las actitudes sorprendentes que toma el profeta.

Un caso más de fe en la palabra de Dios, un prodigio más que nos anima a creer contra toda esperanza, a vivir todo lo que nos exige nuestra condición de creyentes. Un hecho que nos empuja a la generosidad, a la entrega por encima de todo egoísmo, de toda incomprensión, de toda ingratitud.

Naamán reconoce que Yahvé es el único Dios verdadero, y en homenaje de adoración quiere hacer un presente a su profeta, Eliseo (v.15). Este no lo acepta (v.16). Naamán, con todo, sigue manteniendo su concepción primitiva de la religión. Se quiere convertir en adorador de Yahvé, pero, como en general los antiguos, piensa que cada tierra tiene sus dioses, y por ello se quiere llevar dos mulas cargadas con sacos de tierra de Israel, que se llevará a Damasco para venerar allí al Dios de Israel (v.17). Naamán no ha descubierto aún que Yahvé no es Dios sólo de Canaán, sino que es el creador y señor de cielo y tierra.

Naamán se vuelca gozoso en ese Dios bueno que ha tenido compasión de su dolor. Es un corazón agradecido el suyo, un corazón noble. Y su agradecimiento es algo más que un puñado de palabras. Él llega hasta las obras.

 

El responsorial es el Salmo 97, (Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4) nos sitúa ante  el momento en que todas las naciones acudirán al Monte Santo para aclamar a Dios. Ese era para los judíos, contemporáneos de Jesús, el momento final de la historia.

Breve salmo, pero entusiasta, que ha sabido mostrar estupendamente el sentido de la alabanza y dar su motivación, en un alarde de experiencia divina y de sentido profético. Escuela de alabanza en la cual se inspiró el mismo Magníficat de María, y que nos enseña a todos el sentido de admiración, de esperanza y alegría frente a las obras de Dios, de su providencia, de su salvación.

Como tantas veces, si el salmista logró componer un himno tan perfecto y que tan profundamente expresa sus sentimientos religiosos, cuánto más profundamente lo pueden comprender y hacer suyo los cristianos, nosotros que hemos visto la realización completa del plan de Dios, de su venida a nuestro mundo, que hemos visto su "victoria" en la redención del hombre, triunfando sobre el pecado y la muerte, resucitando e inaugurando las nuevas realidades de su reino entre los hombres. A partir de entonces, la misma historia de los hombres se ha dividido en dos, como para indicar con este elemento profano que realmente Dios ha venido a regir la tierra y a darle los cauces para una nueva etapa de vida.

La primera frase del salmo es una invitación a la alabanza a Dios con un canto nuevo. Las maravillas de Dios son tan grandes, tan inesperadas, que el pueblo no puede contentarse con las alabanzas rituales conocidas: parece que requiere algo nuevo y grandioso. Dios es el obrador de grandes cosas, y su victoria ha sido total. Su «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (Cf. versículo 1). La proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (Cf. versículos 1-3).

Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora. La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).

El salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad.

El versículo 3: "se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel"

Estos versículos han inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los humildes.

Breve salmo, pero entusiasta, que ha sabido mostrar estupendamente el sentido de la alabanza y dar su motivación, en un alarde de experiencia divina y de sentido profético. Escuela de alabanza en la cual se inspiró el mismo Magníficat de María, y que nos enseña a todos el sentido de exultación, de admiración, de esperanza y alegría frente a las obras de Dios, de su providencia, de su salvación.

Como tantas veces, si el salmista logró componer un himno tan perfecto y que tan profundamente expresa sus sentimientos religiosos, cuánto más profundamente lo pueden comprender y hacer suyo los cristianos, nosotros que hemos visto la realización completa del plan de Dios, de su venida a nuestro mundo, que hemos visto su "victoria" en la redención del hombre, triunfando sobre el pecado y la muerte, resucitando e inaugurando las nuevas realidades de su reino entre los hombres. A partir de entonces, la misma historia de los hombres se ha dividido en dos, como para indicar con este elemento profano que realmente Dios ha venido a regir la tierra y a darle los cauces para una nueva etapa de vida.

El campo de la fe del cristiano es mucho más vasto, mucho más claro y mucho más grandioso que el campo de la fe del salmista. Por esto nuestra alabanza debería ser todavía más intensa, más auténtica y más sentida.

El salmo de hoy es un buen ejemplo para un ejercicio de admiración y de alabanza frente a las maravillas de Dios, que culminan en el centro de la fe cristiana, la vida y la obra de Cristo Jesús, Rey de la paz y Rey del universo.

A nosotros, hoy este salmo, nos sirve para aclamar la grandeza de Dios y el amor por sus criaturas

Así comenta San Juan Pablo II este salmo “ 1. El Salmo 97 que acabamos de proclamar pertenece a un género de himnos conel que ya nos hemos encontrado durante el itinerario espiritual que estamosrealizando a la luz del Salterio.

Se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (Cf. versículo6). Es definido como un «cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblicosignifica un cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por músicafestiva. Además del canto del coro, de hecho, se evoca el sonido melodioso dela cítara (Cf. versículo 5), la trompeta y el son del cuerno (Cf. versículo6), así como una especie de aplauso cósmico (Cf. versículo 8).

Además, incesantemente resuena el nombre del «Señor» (seis veces),invocado como «nuestro Dios» (versículo 3). Dios, por tanto, está en elcentro del escenario en toda su majestad, mientras realiza la salvación en lahistoria y es esperado para «juzgar» al mundo y los pueblos (versículo 9).El verbo hebreo que indica el «juicio» significa también «gobernar»: hacereferencia por tanto a la acción eficaz del Soberano de toda la tierra, quetraerá paz y justicia.

2. El Salmo se abre con la proclamación de la intervención divina dentro dela historia de Israel (Cf. versículos 1-3). Las imágenes de la «diestra» ydel «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitudde Egipto (Cf. versículo 1). La alianza con el pueblo de la elección esrecordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).

Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confinesde la tierra» (versículos 2 y 3) para que toda la humanidad sea atraída porDios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora.

3. La acogida reservada al Señor que interviene en la historia está marcadapor una alabanza común: además de la orquesta y de los cantos del templo deSión (cfr vv. 5-6), participa también el universo, que constituye unaespecie de templo cósmico.

Los cantores de este inmenso coro de alabanza son cuatro. El primero es el marcon su fragor, que parece un contrabajo de este grandioso acto de alabanza(Cf. versículo 7). Le siguen la tierra y el mundo (Cf. versículos 4. 7) contodos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificaciónes la de los ríos que, al ser considerados como brazos del mar, parecen batirpalmas con su flujo rítmico (Cf. versículo 8). Por último, aparecen lasmontañas que parecen bailar de alegría ante el Señor, a pesar de ser lascriaturas más macizas e imponentes (Cf. versículo 8; Salmo 28, 6; 113, 6).

Un coro colosal, por tanto, que tiene un único objetivo: exaltar al Señor,rey y juez justo. El final del Salmo, como se decía, presenta de hecho a Dios «que llega para regir (juzgar) la tierra... con justicia y los pueblos conrectitud» (versículo 9).

Esta es nuestra gran esperanza y nuestra invocación: «¡Venga tu reino!», un reino de paz, de justicia y de serenidad, que restablezca la armoníaoriginaria de la creación.

4. En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (Cf. Romanos 1, 17), «se ha manifestado» (Cf. Romanos 3, 21).

La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego», es decir el pagano (Romanos 1,16).

Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3), sino que la han recibido.

5. En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo, interpreta el «cántico nuevo» del  Salmo como una celebración anticipada dela novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico.

«Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado --algo que nunca antes se había escuchado--. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas. Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo» («74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74 omeliesul libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 309-310).”( San Juan Pablo II. “Catequesis del Papa 6-XI-2002).

 

La segunda lectura es de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo  (II Tim 2, 8-13) escribe San Pablo ya en prisión. Es la última carta escrita por el apóstol. Poco después llegaría su martirio. Pablo, pasa un momento de gran desencanto ya que, prácticamente, le han abandonado todos, salvo Lucas y la familia de Onesíforo. Es, según la mayoría de los expertos, la última de las cartas escritas por Pablo. Y, además, de ese fin de enseñanza doctrinal busca que vengan a visitarle el propio Timoteo y Marcos, también.

Esta lectura pertenece a la primera parte de la carta en la que Pablo exhorta a Timoteo a la fidelidad. Los falsos maestros habían sembrado en la comunidad cristiana de Timoteo una confusión tanto más peligrosa cuanto mayor era también la persecución que padecían los fieles por parte del mundo pagano.

San Pablo presenta brevemente el contenido del evangelio, y ofrece después a Timoteo su propio ejemplo de fidelidad a Cristo. Señala igualmente que esta fidelidad al evangelio y a Cristo no es posible sin aceptar el riesgo del sufrimiento y aun de la misma muerte. Pero el que muere con Cristo, resucitará con él y por él.

En estos primeros versículos, San Pablo utiliza posiblemente una fórmula o símbolo de la fe. La muerte y resurrección de Jesucristo, el Señor, y su descendencia de David según la carne, constituyen el núcleo del mensaje evangélico predicado por Pablo.

La fe, como memoria de Jesucristo, no es sólo la aceptación de un mensaje, sino también la aceptación del mismo Cristo. Por la fe habita Cristo en el corazón de los creyentes y se constituye en principio de la nueva vida. Es Cristo el que ha de vivir en nosotros.

Por amor al evangelio está Pablo encarcelado como si fuera un criminal. Pero el evangelio, que es palabra de Dios, no está encadenado y se extiende por todo el mundo (cf.Flp 1,12-14). Es el evangelio la "buena noticia" que se p0ublica en las plazas y se predica desde las azoteas, pero también el "rumor" de los acontecimientos de Jesús que se dice al oído y se propaga de boca en boca sin que nadie pueda controlarlo.

El apóstol, a quien no le dejan ir predicando por calles y plazas, sigue dando testimonio del evangelio con sus cadenas. Sus padecimientos pertenecen igualmente a su misión apostólica y son tan elocuentes como sus palabras. Además, estos padecimientos por Cristo fructifican en beneficio de todos los creyentes. San Pablo alude al misterio de la solidaridad entre todos los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf.Col 1,24). En este versículo afirma, de una parte, la fe de que cuantos padecen y mueren con Cristo resucitarán con él; de otra, se amonesta a cuantos niegan a Cristo y no quieren seguir su misma suerte.

San Pablo recuerda y alecciona a Timoteo a que los padecimientos por Jesús –Pablo los está pasando en la cárcel—les llevarán al Reino de los Cielos, donde reinarán con el Señor Jesús. “Por eso –dice—lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación”. La tristeza por su encierro y su abandono se ve dulcificada por el convencimiento pleno de que sus sufrimientos se alinean con los que el Señor sufrió en la Cruz y que fueron camino total de salvación.

Y así, aunque se siente profundamente solo todavía intenta enseñar a su discípulo que la perseverancia –sin importar los duros trabajos y el sufrimiento—nos llevará a reinar con Cristo.

Muertos con él, viviremos con él (2 Tm 2, 8-13).

Timoteo ha sido invitado a recordar y avivar en sí mismo la gracia que recibió por la imposición de las manos; es un carisma de fortaleza para anunciar el evangelio y predicar la sana doctrina. Pablo se encuentra encadenado como un malhechor, pero a la Palabra de Dios no se la puede encadenar y Pablo ha recibido la misión de anunciarla. Por eso, lo aguanta todo en favor de los que Dios ha elegido, para que ellos alcancen también la salvación, lograda por Jesucristo, con la gloria eterna.

La exhortación termina con un himno pascual que quizá fue un canto litúrgico utilizado en el momento de la iniciación cristiana:

Es doctrina segura:  "Si morimos con él, viviremos con él.

 Si perseveramos, reinaremos con él.

 Si lo negamos,  también él nos negará.

 Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo".

Se ha puesto de manifiesto a menudo cómo a san Pablo le gusta componer versos con la partícula "sun" ( = con) para indicar nuestra íntima comunión con Cristo. Esta intimidad significa nuestro sufrimiento con Cristo, pero también nuestra glorificación con él. Sufrir con Cristo (Rm 8, 17; 1 Co 12, 26); ser crucificado con él ( Rm 6, 8; Ga 2, 2O); ser sepultado con él ( Rm 6, 4; Col 2, 12; 3, 1); revivir con Cristo (Ef 2, 5; Col 2, 13); ser conforme a él (Flp 3, lO); ser glorificados con él (Rm 8, 17); estar sentados con él en los cielos (Ef 2, 6). En ese canto pascual encontramos la misma búsqueda expresiva para subrayar nuestra íntima comunión con Cristo: morir con él (2 Tm 2, 11; 2 Co 7, 3), vivir con él (2 Tm 2, 11; Rm 6, 8), reinar con él (2 Tm 2, 12; 1 Co 4, 8).

 

El evangelio de hoy según san Lucas  (Lc 17, 11-19) narra el episodio de los diez leprosos, del capítulo 17 del Evangelio de San Lucas. Hasta el v.14 el relato tiene simplemente una función preparatoria. Se nos narra un hecho con vistas a su comentario. Los vv. 15-19 son este comentario en acción.


Hasta el v.14 el relato tiene simplemente una función preparatoria. Se nos narra un hecho con vistas a su comentario. Los vv. 15-19 son este comentario en acción. La clave nos la da el propio narrador cuando nos dice que el que retornó era un samaritano. Se trata de un retorno religioso. En esto está lo que el narrador quiere resaltar. Alguien no sociológica ni institucionalmente religioso reconoce la acción de Dios en él y se abre a ella. Lo que en él ha acontecido no lo interpreta como algo que le sea debido, como algo normal. Así es como lo interpretan los que no retornan: son oficialmente religiosos, el pueblo de Dios. Por lo tanto, piensan que Dios se debe a ellos.

No tienen nada que agradecerle, es normal que actúe en ellos salvíficamente. Desde el punto de vista de Jesús, el pueblo de Dios no tiene fe; sólo el samaritano la tiene. Y ésta es precisamente su salvación.

San Lucas refiere con frecuencia que Jesús caminaba hacia Jerusalén. De ordinario los viajes a la Ciudad Santa para los hebreos eran una peregrinación hacia el Templo de Dios Altísimo. Eran viajes, por tanto, cargados de un profundo sentido religioso en el que se caminaba con la mirada puesta en Dios, y con el deseo de adorarle, y de ofrecerle un sacrificio de expiación o de alabanza. Jesús se nos presenta en el tercer evangelio en un continuo camino hacia el monte Sión, el lugar sagrado en el que se inmolaría él mismo como víctima de amor para redimir a todos los hombres.

A lo largo de ese camino, el Señor enseña a cuantos le siguen; cura y sana a los enfermos que acuden a él. La fama de su poder y compasión era cada vez más grande. En el pasaje que contemplamos son diez leprosos los que se acercan cuanto pueden, más quizá de lo permitido, para implorar que los sane de su repugnante enfermedad. Exclamación angustiada y dolorida, súplica ardiente de quienes se encuentran en una situación límite, oración vibrante y esperanzada, que solicita con todas las fuerzas del alma que sus cuerpos se vean libres de aquella podredumbre que les roía la carne.

El texto presenta el encuentro con Dios. Entrar en relación con Dios, mediante el culto vinculado al templo, era el deseo de todo judío. Los leprosos han encontrado a Jesús y en él a Dios, pero los judíos no han comprendido que quedar limpios de la lepra, entrar de nuevo en comunión con Dios y con los hombres no es fruto de ser miembro del pueblo elegido, sino que se ofrece, como un don, a todo el que acepta y encuentra a Dios en el Mesías, Jesús. Sólo uno, y este samaritano, ha comprendido el significado del encuentro salvífico y da culto, glorifica, a Dios sin templo.

Al curar a los leprosos, Jesús los reintegra a la sociedad y demuestra que en él se ha hecho presente el reino de Dios y la superación de toda forma de esclavitud y marginación. En Jesús la salvación llega hasta la salud del cuerpo, supera la resignación, se abre a la esperanza y se retorna a la alabanza a Dios.

Sólo uno ha comprendido esta realidad. Los otros han vuelto a la religiosidad del templo sin descubrir que se han encontrado con Dios no en unas prácticas religiosas sino en un hombre, en Cristo.

La clave nos la da el propio narrador cuando nos dice que el que retornó era un samaritano. Se trata de un retorno religioso. En esto está lo que el narrador quiere resaltar. Alguien no sociológica ni institucionalmente religioso reconoce la acción de Dios en él y se abre a ella. Lo que en él ha acontecido no lo interpreta como algo que le sea debido, como algo normal. Así es como lo interpretan los que no retornan: son oficialmente religiosos, el pueblo de Dios. Por lo tanto, piensan que Dios se debe a ellos.

No tienen nada que agradecerle, es normal que actúe en ellos salvíficamente. Desde el punto de vista de Jesús, el pueblo de Dios no tiene fe; sólo el samaritano la tiene. Y ésta es precisamente su salvación.

Para nuestra vida.

Hoy las lecturas nos recuerdan una acción tan humana como la acción de gracias. El agradecimiento, la postura de esperanza confiada, la alegría, no son precisamente signos muy visibles en nuestra Iglesia. El mismo acto de acción de gracias que constituye nuestra reunión más importante parece convertido, las más de las veces, en un acto frío y gris donde todo está perfectamente sometido a unas reglas formales y pasivas.

Nuestra oración hace más hincapié en pedir cosas que en agradecer otras muchas, y la participación y reconocimiento de los sencillos, de los de a pie, en nuestro sistema institucional deja mucho que desear.

Los que parecen extraños, los que no parecen buenos, los que son de otra manera distinta, incluso los que calificamos de rebeldes y poco religiosos, pueden estar más próximos a Dios que nosotros mismos y hacerlo presente de un modo más eficaz que el nuestro.

Pero reconocerlo es peligroso para nuestra seguridad, para nuestro ordenamiento institucional, para nuestra pretendida verdad total, aunque el Evangelio nos lo repita constantemente y nos invite a ser más abiertos, más sencillos, más inquietos y más agradecidos.

 

En la primera lectura, Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, está enfermo de lepra. Una cautiva israelita le habla de la portentosa actuación del profeta Eliseo en Samaría. Eliseo significa "Dios salva". Naamán se pone en camino para verse con Eliseo llevando consigo una carta de recomendación de su rey. Naamán había ido a visitarlo cargado de oro y plata y dispuesto a someterse a mil ritos esotéricos. Y, claro está, con una recomendación del rey de Aram para el rey de Israel. Pero a pesar de la intervención de ambos reyes, Eliseo ni siquiera le recibe personalmente; no acepta nada de los regalos y el dinero que le ofrecían; en lugar de fórmulas mágicas y operaciones misteriosas, Naamán debe limitarse a creer la palabra que Eliseo le dirige -indirectamente, a través de un mensajero- e ir a bañarse al Jordán. Naamán, que estaba dispuesto a todo, se resiste a aceptar tanta simplicidad. Son sus servidores los que deben convencerle de que vale la pena hacer la prueba.

El profeta sabe muy bien que sólo Dios puede curar a Naamán, pero éste piensa que es Eliseo el que cura mediante una virtud maravillosa que posee. A fin de no confirmar al enfermo en su falsa opinión, Eliseo evita todo contacto directo con Naamán. Se limita a dar a conocer a Naamán las condiciones que Yahvé le impone si quiere curarse. Y, por la misma razón, el profeta tampoco aceptará los presentes de Naamán, una vez curado. Las palabras de Naamán son algo más que una alabanza al "Dios de la tierra" de Israel (cf.1 Re 10,9) o un reconocimiento de que Yahvé es el más poderoso de entre los dioses de los pueblos (cf.Dn 2,47;3,96;4,31;6,27s). Son la clara expresión de que Naamán, el sirio, se ha convertido al único Dios verdadero (cf.v.18). La salvación del enfermo comienza con la curación de su cuerpo y prosigue con la aceptación de la fe.

Eliseo aparece aquí como un fiel servidor de Yahvé que no busca su provecho, sino la gloria de Dios y la salud de Naamán. Su actitud contrasta con la de otros profetas cortesanos de su tiempo, que sólo buscaban medrar sirviéndose de Dios para sus propios fines.

Naamán reconoce que Yahvé es el único Dios verdadero, y en homenaje de adoración quiere hacer un presente a su profeta, Eliseo (v.15). Este no lo acepta (v.16), a diferencia de su criado Giezi, que aprovecha la buena disposición de Naamán para pedir por su cuenta un regalito (es lástima que no leamos la "simonía" de Giezi y su castigo, vv.19-27). Naamán, con todo, sigue manteniendo su concepción primitiva de la religión. Se quiere convertir en adorador de Yahvé, pero, como en general los antiguos, piensa que cada tierra tiene sus dioses, y por ello se quiere llevar dos mulas cargadas con sacos de tierra de Israel, que se llevará a Damasco para venerar allí al Dios de Israel (v.17). Los sacos de tierra de Israel harán las veces de templo, y si entra en el templo de Remmón no será para ofrecer sacrificios, sino tan sólo en razón de su cargo, que le obliga a acompañar a su rey para que éste pueda apoyarse en su mano (v.18). Naamán no ha descubierto aún que Yahvé no es Dios sólo de Canaán, sino que es el creador y señor de cielo y tierra.

Aunque Naamán confiesa que Yahvé es el único Dios, y no sólo un Dios territorial, descubre la relación especial de Yahvé con la tierra y el pueblo de Israel. Por eso desea que el altar sobre el que, de ahora en adelante, ofrecerá sacrificios a Yahvé, se construya sobre tierra de Israel. Por esta causa lleva consigo a Siria una carga de tierra.

Naamán reconoció a través de la acción que le había ordenado el profeta Eliseo, que sólo el Dios de Israel era el verdadero Dios, y quiso recompensar materialmente al profeta por su buena acción. El profeta no aceptó recompensas materiales, porque para él la única recompensa era la conversión del magnate sirio. Actuemos también nosotros siempre con generosidad de espíritu.

 

El responsorial es el salmo 97 en sus primeros versículos.

El sentido original de los salmos es aquel querido y orado por el pueblo de Israel. Este es un "salmo del reino": una vez al año, en la fiesta de las Tiendas (que recordaban los 40 años del Éxodo de Israel, de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una gran fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo, lugar de culto, sino en toda la ciudad, ya que se construían "tiendas" con ramajes por todas partes... Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad admirable de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme "ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el Señor!".

Originalmente, grito de guerra del tiempo en que Yahveh, al frente de los ejércitos de Israel, los conducía a la victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría, mientras resonaban las trompetas, los roncos sonidos de los cuernos, y los aplausos de la muchedumbre exaltada.

¿Por qué tanta alegría? Seis verbos lo indican: ¡seis "acciones" de Dios! Cinco de ellas están en "pasado" (o más exactamente en "acabado": porque el hebreo no tiene sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho maravillas"... "Ha salvado con su mano derecha"... "Ha hecho conocer y revelado su justicia"... "Se acordó de su Hessed"... (Amor-fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El vino-el viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo mejor (ya que esta última acción de Dios está solamente sin terminar aunque comenzada): "El regirá el orbe con Justicia y los pueblos con rectitud"...

La salvación (justicia-fidelidad-amor) de que ha sido objeto la Casa de Israel... está, efectivamente destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama como su único Rey, será un día el rey que gobernará la humanidad entera. ¡Será poca toda la naturaleza, el mar, los ríos, las montañas, para "cantar su alegría y aplaudir"!

El campo de la fe del cristiano es mucho más vasto, mucho más claro y mucho más grandioso que el campo de la fe del salmista. Por esto nuestra alabanza debería ser todavía más intensa, más auténtica y más sentida.

El salmo de hoy es un buen ejemplo para un ejercicio de admiración y de alabanza frente a las maravillas de Dios, que culminan en el centro de la fe cristiana, la vida y la obra de Cristo Jesús, Rey de la paz y Rey del universo.

 

En la segunda lectura, se nos recuerda como San Pablo tenía el cuerpo encadenado, pero su espíritu era libre, porque estaba lleno del espíritu de Cristo. Como sabemos, San Pablo llega a decir que no es él realmente el que vive, sino que es Cristo quien vive en él. Este espíritu de san Pablo es el que debemos pedir nosotros todos los días a Dios. ¡Ser libres de espíritu! es una meta y un medio. Socialmente pueden encadenarnos las tentaciones y dificultades de la vida, hasta cierto punto, nuestro cuerpo, las enfermedades corporales también pueden encadenar en cierto modo el cuerpo, pero el verdadero cristiano siempre será una persona libre. Libre para anunciar con nuestra palabra y con nuestra conducta el evangelio de Jesús, el reino de Dios.

Esto nos llevara a plantearnos la vida como lucha (2 Tim. 2,4-7). La libertad de la Palabra que ha crucificado a Jesús ha llevado a Pablo a la cárcel, probando así toda su eficacia: sólo se encarcela al que molesta. Un mensaje que no suscitara oposición no pasaría de ser una bonita palabra.

Pablo pide a Timoteo que tenga en cuenta todo esto, que no desmienta los himnos que canta su comunidad: Jesucristo es nuestra razón de vivir, porque El ha sufrido la muerte; nuestra razón de continuar, porque El continuó hasta el final; nuestra razón de esperar, porque nuestra infidelidad sería ridícula frente a su indomable fidelidad. Tener miedo a los riesgos que puedan derivarse del anuncio del Evangelio, esto sería ya renegar de Jesús.

Este tipo de textos nos permiten hacer una reconstrucción bastante aproxima de la situación de las comunidades cristianas de Asia Menor en el último cuarto del siglo I. Empezaban a surgir las controversias teológicas, enredadas en multitudes de interpretaciones, cada una de las cuales pretendía enlazar directamente con la primerísima tradición y obtener así el monopolio de la interpretación de la fe.

Timoteo evoca y reconstruye los consejos de su viejo maestro Pablo. Antes que establecer una valoración sobre las diversas interpretaciones, hay que partir del único inicio posible en una comunidad cristiana: la persona de Cristo: "Acuérdate de J.C., resucitado de entre los muertos, descendiente de David. Este es mi Evangelio". Para un cristiano la misma teología está sometida a la cristología: ser cristiano es fundamentalmente creer en J.C., aquel hombre histórico y determinado, conocido por todos, pero que sigue estando misteriosamente presente en la comunidad después de su resurrección.

De nuevo nos encontramos con la idea paulina de que  la resurrección de Cristo no es simplemente una marcha triunfante a los cielos, sino una vuelta a la realidad cotidiana y trivial de la comunidad creyente. Nadie ni nada podrá considerarse sucedáneo de esta presencia activa y operante de Cristo entre los creyentes.

Por esta presencia de Cristo, Pablo, encarcelado y olvidado, soporta las cadenas, seguro de que la palabra de Dios no quedará aprisionada ni ahogada en las mazmorras que él padece. Pablo no se cree necesario e imprescindible. Él se irá, pero Cristo sigue estando presente en la comunidad: y esto, de una manera siempre viva y renovada. (...).

 

El evangelio nos presenta la figura de los leprosos. El leproso en tiempo de Jesús era tratado como un muerto en vida y se le obligara a vestir como se vestía a los muertos: ropas desgarradas, cabelleras sueltas, barba rapada. No se les permitía habitar dentro de ciudades amuralladas, pero sí en las aldeas con tal de no mezclarse con sus habitantes. Por eso, vivían en las afueras de los pueblos. Todo lo que ellos tocaban se consideraba impuro, por lo que tenían obligación de anunciar su presencia desde lejos. Eran "impuros” ritualmente y vivían una especie de vida de excomulgados.

El Evangelio pone en escena a diez leprosos curados por la fe en Cristo; esta fe obtiene la salud y no la ley, ya que es un extranjero, un separado, un cismático, profundamente despreciado por los fariseos, el que supera a los demás en la aproximación a Cristo. Los leprosos se fían. Durante el camino son curados. Y entonces pasa esto: Los que están sometidos a la Ley, los nueve judíos, se atienen a la aplicación de esta Ley y con ello se consideran libres de deudas. Sólo el décimo "comprendió". En lugar de ir, con los otros, a cumplir con una Ley inútil, "vuelve sobre sus pasos", "glorificando a Dios", "dando gracias a Jesús". En adelante será por Jesús por donde pase la gloria de Dios y toda la Eucaristía (cf. Jn 4. 20-26). Y es un samaritano el único que ha comprendido esto.

He aquí, pues, la enseñanza principal de este Evangelio: se salva por la fe en J.C. sin distinción de origen, se sea judío o no. Y los paganos (o asimilados) menos "habituados", menos rutinarios de la práctica, menos orgullosos de sus obras tienen más fácilmente el sentido de la gratuidad, de la "gracia", del impulso de la acción de gracias. Aquí como en la época de Jesús, los pobres y marginados son m-as fácilmente dados a la Fe.

En nuestros días la marginación social no sólo ha crecido sino que se ha agudizado; el rechazo a los leprosos, sin ser justificable al menos se podía explicar por el temor al contagio (y la consiguiente impureza legal). Hoy día se sigue marginando a los enfermos; habrán cambiado las formas, pero la marginación sigue: leprosos, enfermos de sida, de cáncer..., pero, además, se margina a personas y grupos que nos pueden contagiar; simplemente se ha creado la costumbre de verlos con malos ojos y se sigue adelante con la tradición: gitanos, prostitutas, drogadictos, obreros, emigrantes, refugiados apatridas...; personas y grupos que, sin duda, tienen sus fallos, sus defectos. La experiencia de la salvación es una experiencia que, felizmente, siguen teniendo muchas personas en nuestros días; pero son muchos más los que no sólo no llegan a tenerla, sino que ni siquiera sienten la necesidad de experimentarla; salvación es, para ellos, el comamos y bebamos, compremos y acumulemos, el tengamos y aparentemos... Así, su salvador es el dinero; ya avisó Jesús lo difícil que resulta para un rico tener la oportunidad de ver en su vida otra necesidad que la de más y más dinero. A bastantes de ellos los podemos equiparar a los leprosos. Todas estas lepras y leprosos con los que nadie quiere juntarse son los que el Papa Francisco llama “los descartados”. Son las personas rechazadas en el mundo y expulsadas de la comunidad. Sin embargo, la curación de los leprosos se presenta en los evangelios como señal mesiánica y cumplimiento de las promesas que ya anunció Isaías. La Iglesia debería ser el “hospital de campaña” que pide el Papa Francisco para atender a aquellos que nadie quiere, a aquellos con los que nadie quiere juntarse.

Los diez leproso fueron curados, pero a uno solo de ellos, al samaritano, Jesús le dice: "tu fe te ha salvado" precisamente porque volvió sobre sus pasos "para dar gloria a Dios", es decir, para reconocer que la curación obrada en él era obra exclusivamente don de Dios, sin ningún mérito propio. Los otros nueve, judíos, podían creer que tenían derecho a ser purificados por el hecho de ser miembros del pueblo escogido y por tanto no tenían nada que agradecer. Como en la parábola del buen samaritano, éste se convierte también en prototipo de persona que sabe recibir y acoger la salvación de Dios.

La salvación está abierta a todos -judíos y samaritanos, judíos y gentiles-, pero es necesaria esta actitud de saber reconocer la propia pobreza ante el don de Dios y al mismo tiempo la actitud de alabanza y agradecimiento.

Este relato también nos sirve para reflexionar acerca de la lepra que viene a ser como un símbolo del pecado, enfermedad mil veces peor que daña al hombre en lo que tiene de más valioso. En efecto, el pecado corroe el espíritu y lo pudre en lo más hondo, provoca desesperación y desencanto, nos entristece y nos aleja de Dios. Si comprendiéramos en profundidad la miseria en qué quedamos por el pecado, recurriríamos al Señor con la misma vehemencia que esos diez leprosos, gritaríamos como ellos, suplicaríamos la compasión divina, confesaríamos con humildad y sencillez nuestros pecados, para poder recibir de Dios el perdón y la paz, la salud del alma, mil veces más importante que la del cuerpo.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

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