Las
lecturas de hoy destacan por el carácter social que tienen. Las tres lecturas
nos ayudan a visualizar las necesidades de nuestro entorno y señalar las
actitudes adecuadas en un cristiano.
La primera lectura del profecía
de Amós (Am 6,1a.4-7).
Los
caps. 3-6 de Amós están formados por una serie de breves oráculos contra Israel
y que desarrollan la temática del oráculo de amenaza de 2,6 ss. Empiezan todos
ellos con las fórmulas: "Escuchad esta palabra...", "Ay de los
que...".
En
Am. 6,1-7 se describe, con amplitud, la conducta de los dirigentes de Israel
(vs.1-6), y acaba con un breve oráculo de condena (v.7).
Amós
describe en los vv. 4-6 el lujo y goces
a los que se entrega la gente despreocupada: el "arrellanarse en
divanes" no sólo es un lujo inaudito en Israel sino que también indica una
actitud de apoltronamiento, de "aquí me las den todas", de vivir la
vida bien sin abrir los ojos a la realidad.
Como
David, tocan el arpa pero con un fin muy diverso: divertirse; beben en copas
que sólo estaban destinadas a uso cúltico. Creen servir a los intereses del
pueblo , dedicándose a los placeres de la mesa; sólo viven para la fiesta.
El
"pues ahora" del v. 7 introduce el oráculo de condena: la inminencia
del juicio divino caerá como jarro de agua fría sobre las ilusiones alienantes
de los samaritanos.
Los
caps. 3-6 de Amós están formados por una serie de breves oráculos contra Israel
y que desarrollan la temática del oráculo de amenaza de 2,6 ss. Empiezan todos
ellos con las fórmulas: "Escuchad esta palabra...", "Ay de los
que...".
En
Am. 6,1-7 se describe, con amplitud, la conducta de los dirigentes de Israel
(vs.1-6), y acaba con un breve oráculo de condena (v.7).
El responsorial es el salmo 145 (Sal 145,7.8-9a.9bc-10).
Es
un "himno" del reino de Dios. A partir del salmo 145, hasta el
último, el 150, tenemos una serie que se llama el "último Hallel",
porque cada uno de estos seis salmos comienza y termina por "aleluia".
En esta forma el salterio termina en una especie de ramillete de alabanza.
Recordemos que la palabra "hallélouia" significa, en hebreo
"alabad a Yahveh", "alabad a Dios".
El
salmo contrapone la suerte del que confía en el hombre y la del que confía en Dios.
Es el primero de los cinco salmos «aleluyáticos», que cierran el Salterio. En
él abundan las reminiscencias de otros salmos y textos bíblicos, y abundan
también los paralelismos sinónimos.
El
salmista inicia su poema exhortándose a sí mismo a alabar a Yahvé. La idea
central del salmo es la confianza en Dios, de quien únicamente puede venir el
auxilio seguro al hombre. En consecuencia, es inútil confiar en poderes
humanos, por muy altos que sean, pues los mismos príncipes dejan de existir y
después de la muerte no pueden prestar ayuda a nadie. Sólo el Dios de Jacob
puede inspirar verdadera confianza, pues es el mismo que ha formado el cielo y
la tierra, y, por otra parte, es fiel a sus promesas de protección a sus
devotos. Especialmente muestra su solicitud y favor con los necesitados: los
oprimidos, los hambrientos, los ciegos, los contrahechos, los peregrinos, los
huérfanos y las viudas. Ese Dios providente y justo tiene su morada en Sión y
desde ella mantiene su dominio por la eternidad.
En
este salmo junto al afecto básico de la alabanza, se abre paso la confianza del
salmista, como experiencia propia y como invitación a otros. La confianza se
funda en los predicados hímnicos del Señor
En
los VV. 6-9, después de recordar la acción creadora, recuenta una serie de
obras de misericordia, que caracterizan a Dios.
En
el V. 10 indica en qué consiste el reinado de Dios. El Dios del universo es el
Dios de Sión, porque eligió un pueblo y un templo.
Las
razones de la actitud de bienaventuranza de Dios con su pueblo se reducen a
actos de fe en el poder de Yahvé, que se presenta como el gran Auxiliador en
toda clase de necesidades del hombre, en contraste con la impotencia y
fragilidad de éste. Él es Creador; siempre
fiel y valedor de oprimidos,
hambrientos, cautivos, ciegos, peregrinos o huéspedes, huérfanos y viudas, y, por antítesis, castigador de los malvados.
Así comenta San Juan Pablo II, este salmo: " 1. El salmo 145, que
acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que
termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este
himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la
proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al
final del salmo se declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).
De ello se sigue una verdad
consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de
nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los
acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta.
A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en
Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus
atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).
2. Dios es creador del cielo y de
la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien
hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los
cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya
se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien
sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los
malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.
Son doce afirmaciones teológicas
que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la
acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que
está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando
en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
3. Así, el hombre se encuentra
ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la
tentación de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios
inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata
de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una
senda llena de revueltas» (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.
En efecto, el salmista nos
recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo 'adam,
que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite
a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1-7),
como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de
hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16).
Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a
convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen
sus planes» (Sal 145,4)
4. Ahora bien, ante el hombre se
presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza:
«Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el
Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel.
El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado
en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito.
Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza,
antes descrita, ha puesto de relieve.
Es necesario vivir en la adhesión
a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener
y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a
los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las
Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta
vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el
que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de
servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el
desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá
entonces el Señor."[1]
La segunda lectura es de la
primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (1 Tim 6,11-16).El texto es el
final de esta carta.
El
texto subraya lo que en las cartas pastorales se denomina la sana doctrina. El
tema se halla dentro de la exhortación a «conservar el mandamiento sin tacha ni
culpa», es decir, todo el mensaje religioso de Cristo (14), y en el v 20, que
manda igualmente «guardar el depósito».
El
texto recoge la conclusión de un himno litúrgico, de ahí que contengan una
doxología con el "amén" final. Se contrapone la realeza de Jesús a
cualquier apoteosis humana y al señorío de los emperadores. Porque sólo Jesús
es el Señor.
El
hombre de Dios debe buscar la “Justicia” (Diakaiosune) Lo recto, lo equitativo.
Lo recto y equitativo tiene que ver con nuestros pensamientos, actos,
conductas. Debido a que seguimos a Dios debemos ser justos en nuestros juicios
respecto a las personas, debemos ser cuidadosos es como juzgamos las cosas, ya
que debemos hacerlo con “justo juicio”. El uso de nuestros recursos que Dios no
dio debemos usarlo de forma “justa”, si somos empleadores debemos ser justos
con los trabajadores, sino somos trabajadores debemos servir “justamente” a los
empleadores. En la comunidad de creyentes debemos ser justos con el trato con
los hermanos, evitando toda discriminación que no fuera justa. La justicia es
todo lo que demos perseguir.
El
hombre de Dios debe perseguir la piedad (gr. Eusebia) debe seguir lo devoto, lo
reverente. La piedad tiene que ver con el esfuerzo, el sacrificio, para ser
piadoso, el camino no es fácil.
El
hombre de Dios debe buscar la fe (gr. Pistis) significa persuasión,
credibilidad, convicción, confianza. Esta palabra aparece 19 veces en la carta,
por lo que parece ser también de suma importancia.
Un
hombre de Dios sigue el amor (Gr ágape) afecto, benevolencia. Aparece 5 veces
en esta carta. Pablo dice que el mandamiento para refutar a los falsos maestros
es el amor (1:5) que el amor de Dios es abundante (1:14) la mujer cristiana
debe permanecer en el amor (2:15) debemos ser ejemplos en amor (4:12).
El
hombre de Dios sigue la paciencia (Gr. Jupomoné) resistir o aguantar
alegremente. San Pablo argumentando sobre la justificación por la fe, hace esta
extraordinaria conexión con la paciencia (Rom 5:3-5) La paciencia nos enseña a
esperar en Dios y en su plan salvador que tiene para la humanidad y para cada
uno de sus hijos, la paciencia nos invita a gozarnos en Dios pase lo que pase.
El
hombre de Dios busca la mansedumbre (Gr praótes) gentileza, humildad. La
palabra en griego también expresa humildad. El hombre que es manso es el hombre
que sabe quién es por la gracia de Dios, conoce sus limitantes.
El
hombre de Dios debe huir de los que no se conforman a las sanas palabras del
Evangelio, del envanecimiento y del amor al dinero. Y debe seguir la justicia,
la piedad, el amor, la paciencia y la mansedumbre. Pero en el fondo de todo
este escenario el hombre de Dios debe huir del pecado, lo más rápido y fugaz
que pueda y correr con todas sus fuerzas y energías, como corriendo por su vida
a los brazos de Jesús, aferrarse en su sacrificio y en su justicia, porque él
es su único y suficiente salvador.
El evangelio continua siendo de san
Lucas (16,19-31). Dentro de la perspectiva de camino
Lucas vuelve a ofrecernos una parábola de Jesús.
En esta ocasión la parábola forma parte de una más amplia réplica, es contundente. Buenos conocedores de la Ley y de los Profetas como son los fariseos, éstos deberían saber que aquello que los hombres tienen por más elevado, para Dios es sólo basura (Lc.16,15). Pero parecen desconocerlo, a pesar de que el principio mantiene toda su vigencia, especialmente ahora que el Reino de Dios es una realidad. Para recalcar esa vigencia cuenta Jesús la siguiente parábola: Había una vez un judío rico, que, tras llevar una vida regalada, vivía atormentado en el infierno. En este punto de la parábola Jesús se sirve de los mismos espacios figurativos con que sus interlocutores fariseos concebían el más allá de la muerte. Estos espacios eran el seol o infierno como lugar de tormento y el seno de Abrahán como lugar de dicha. Seno de Abrahán es en realidad una imagen que designa el puesto de honor en un banquete, es decir, el puesto a la derecha del anfitrión.
La
parábola tiene dos partes. En la primera, se contrasta la vida de un hombre
rico con la de un hombre pobre, un mendigo. El mendigo se llama Lázaro, pero no
parece que tenga ninguna relación con Lázaro hermano de Marta y María, del
evangelio según san Juan.
La
primera (vv. 19-26), la única parábola del Evangelio en la que uno de los
protagonistas aparece con su nombre, Lázaro ("Dios ayuda"). La
segunda parte (vv. 27-31)tiene un objeto
distinto: Lázaro no desempeña en ella
más que un papel secundario y el interés se centra en torno a la suerte de los
cinco hermanos del rico, buenos vividores a quienes la amenaza del Día de Yahvé
no llega a convertir (cf. Mt 24, 37-39).
a)
La primera parte aplica, la teoría judía de la retribución por trastrueque de
las situaciones a los pobres y a los ricos, lo mismo que en las
bienaventuranzas (Lc 6, 20-26; cf, también Lc 12, 16-21). No se trata, de saber
si el rico era un buen o mal rico y Lázaro un buen o mal pobre. La parábola no
se interesa por las condiciones morales de sus vidas, sino por el anuncio de la
proximidad del Reino en un mundo sociológicamente determinado. De hecho nos
encontramos en esta parte de la parábola con el clima de la comunidad primitiva
de Jerusalén, constituida de pobres y bastante revanchista respecto a los ricos
(Act 4, 36-37; 5, 1-16). En la parabola
aparecen estos incapaces de optar por una vida nueva, ligados como están a la
vida presente por el disfrute de todos sus bienes; los pobres están más
disponibles; por eso es más accesible para ellos el Reino.
-"Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino..."
"Y un mendigo llamado Lázaro...":
Las
situaciones de estos dos personajes quedarán totalmente invertidas, y de una
manera irreversible, en la vida del más allá, con el paso de la frontera de la
muerte. Se trata de un tema relacionado con el del evangelio del domingo pasado:
los dos consideran las riquezas como impedimento para conseguir la vida
verdadera. En esta primera parte de la parábola se establecen dos momentos: en
un primer momento, el contraste entre el rico y el mendigo y en un segundo
momento, el diálogo entre el rico y Abraham a propósito de la situación en el
más allá. El mensaje de la parábola radica en la valoración que hace Dios de
los hombres y de su conducta, bien distinta de nuestras valoraciones. Se han
encontrado algunos paralelos de esta parábola en escritos de la época: un
documento del año 47 d.C. narra una historia egipcia en la que aparece
igualmente la situación invertida de un mendigo y un rico en la vida del más
allá. También en la literatura rabínica se encuentran narraciones parecidas.
Jesús podía estar familiarizado con estas narraciones de la época, pero la
parábola del evangelio tiene muchos elementos propios.
La
segunda parte de la parábola "El
rico insistió: Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi
padre...", nos orienta hacia la perspectiva de las condiciones de la
espera escatológica y corrige singularmente el concepto demasiado sociológico y
demasiado materialista de la primera parte. Aquí, en efecto, no son ya la
riqueza y la pobreza las que reciben un premio, sino la irreligión y el egoísmo
los que oscurecen el corazón de los hombres hasta el punto de no poder leer los
signos que Dios le ofrece, incluso a través de los milagros. Los hombres
irreligiosos viven en un egoísmo que les cierra a priori a todas las anticipaciones
de Dios; en este punto se encuentran a ras de tierra de forma que no pueden en
absoluto ver el menor signo de Dios en los acontecimientos. Para ellos la
muerte pone fin a la existencia (v. 28); ni siquiera les convencerá una prueba
de la resurrección de los cuerpos porque han perdido el hábito de ver los
signos de la supervivencia en su vida misma. La exigencia de signos no es más
que un falso pretexto: el hombre no es salvado más que por la audición de la
Palabra ("Moisés y los profetas") y por la vigilancia, no por las
apariciones y los milagros.
El
centro del relato es el destino de los cinco hermanos del rico. ¿Cómo hacer que
se conviertan? La conversión no es fruto de milagros espectaculares, sino de
escuchar a Moisés y a los profetas (Cf.Rm 10,17). Este camino no es imposible
(Dt 30,11-14). La alusión a un resucitado de entre los muertos se refiere a la
muerte y a la resurrección de Cristo, y es una advertencia a los que aun se
comportan despreocupadamente como los cinco hermanos del rico.
Para nuestra vida
Las
lecturas de hoy denuncian la desigualdad
y el injusto reparto de las riquezas que es mayor cada día. A la luz del texto
del profeta Amós y de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro , debemos
hacer nosotros, hoy, en este domingo, un examen de conciencia sincero y
comprometido.
Así leemos en la primera lectura:
" Esto dice el Señor omnipotente:
¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión… se acuestan en lechos de
marfil, se arrellanan en sus divanes…, pero no se conmueven para nada por la
ruina de la casa de José". Las palabras de profeta Amós, pastor de
Tecoa, escritas unos quinientos años antes de Cristo, nos mandan a nosotros el
mismo mensaje que nos dará la parábola
de Cristo a los fariseos sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro. Hoy día, más
de dos mil años después de Cristo podríamos repetirlas nosotros con un lenguaje
distinto, pero con el mismo contenido y mensaje. La sociedad actual sigue
poniendo el dinero y la buena vida por encima de todo lo demás.
La palabra de Amós sigue sonando con gran
actualidad. Hoy su protesta es contra los que confiaban en Dios, pensando
tenerlo propicio por el sólo hecho de que su templo estuviera sobre el monte
Sión en Jerusalén, o sobre el monte Garizim, en Samaria. Se fiaban de sus
prácticas religiosas, creyendo que dando culto a Dios ya se podía faltar,
impunemente, a los más sagrados deberes de justicia y de caridad.
Son situaciones que todavía se dan. Sí, hay quienes
piensan que con asistir a Misa, con comulgar de cuando en cuando, con rezar
determinadas oraciones o dar algunas limosnas, ya está todo arreglado. Y viven
completamente al margen de lo que es el camino señalado por Dios, seguros de
que al final todo se solucionará, de que habrá tiempo de arrepentirse. Y
mientras llega ese momento, tan lejano al parecer, viven como paganos, sin
pensar más que en sí mismos.
"Os acostáis en lechos de marfil, tumbados en
camas; coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo…" (Am 6,
4). Amós es un hombre de campo, rudo y recio, no tiene
una sensibilidad especial para reaccionar contra toda aquella molicie que
contemplan sus ojos. Y critica duramente la vida fácil y comodona de sus
contemporáneos, les echa en cara su culto al confort, su vida aburguesada y
muelle.
El confort excesivo destruye al hombre, le
corrompe, le pudre. El que no está habituado al sacrificio acaba convirtiéndose
en un hombre inútil, débil, un ser derrotado antes de la lucha. Si no hay
esfuerzo, no hay fortaleza. Y sin fortaleza el hombre no puede realizarse,
salvarse a sí mismo. El que no pone empeño en la vida, acabará prematuramente
sumergido en la muerte.
El salmo 145 ( responsorial de
hoy) es un canto de alabanza al Dios poderoso compuesto con intenciones
didácticas. No se debe confiar en los hombres,
aunque sean poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos. Dios, que
demuestra su poder con doce acciones dirigidas a los más oprimidos de la
humanidad, suscita la auténtica confianza. El salmo se considera una alabanza,
en el verso final se proclama su señorío universal; expresa un augurio de que
Dios ejerce su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en Él. El texto presentado hoy es el final del
salmo, que es una confesión de fe colectiva a cargo de la asamblea (vv. 6-10).
A
pesar de las previsiones que se tomaron- en el AT- para que nunca hubiera
pobres en el pueblo de Israel, como fue la institución del año sabático o la
atribución propia del rey -defensor del pobre, del huérfano y de la viuda-; no
obstante las promesas de la Escritura, los pobres están ahí con el clamor de su
pobreza.
Dios
obra a pesar de las injusticias. La vida del hombre justo se caracteriza por
estar en las manos de Dios. No se le ahorrarán las pruebas de aquellos que
obran mal. Entre los propósitos de éstos figuran oprimir al justo, no perdonar
a la viuda, ni respetar al anciano. Pretenden, en último término, comprobar si
Dios está con el justo: «se ufanan de tener a Dios por Padre, veamos si sus
palabras son verdaderas» (Sab 2,17).
Así valora San Juan Pablo II, la importancia de
confiar en Dios:
"
4. Ahora bien, ante el hombre se presenta
otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza:
«Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el
Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel.
El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado
en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito.
Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y
alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.
Es necesario vivir en la adhesión
a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener
y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a
los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las
Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta
vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el
que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de
servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el
desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá
entonces el Señor.
5. Concluyamos nuestra meditación
del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.
El gran escritor del siglo III
Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: «El Señor da pan a
los hambrientos y liberta a los cautivos», descubre en él una referencia
implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el
pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Los que hablan
así, tienen hambre.
Los que sienten necesidad de pan,
tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento
eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp.
526-527)."[2]
En la Segunda Carta a Timoteo, se
nos ofrece todo un programa. Tiene, incluso,
mucho sentido consignar de final al principio esas virtudes. Delicadeza,
paciencia, amor, piedad, justicia. San Pablo que era un hombre de
extraordinaria fortaleza y empuje estaba "tocado" por la acción del
Espíritu que es quien da esos brillos importantes a nuestra alma. Necesitamos paciencia
y delicadeza para tratar justamente al prójimo y será nuestro amor hacia él –y,
por tanto, a Dios— lo que nos incline a una auténtica piedad.
San
Pablo anima a la práctica de varias virtudes. De las enumeradas- la justicia,
la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza la primera es la
justicia. No hay caridad (amor) sin justicia, la piedad desligada de la
justicia puede ser falsa, la fe que no se traduce en obras está muerta, la
paciencia y la delicadeza no son enemigas de la denuncia y del compromiso
solidario con los oprimidos.
Si
hay algo que define al cristianismo es la piedad. Pero seamos realista ¿Es lo
que vemos hoy? ¿Vemos a los niños siendo guiados en la piedad? ¿Vemos padres
piadosos? ¿Vemos iglesias piadosas? ¿Vemos pastores piadosos? ¿Vemos jóvenes
hambrientos por ser piadosos? Al parecer es lo que menos vemos. Y Esto es por
el simple hecho de que nuestra sociedad de comodidad tiene más influencia en
nuestra vida que el mismo evangelio. Esto es porque la piedad tiene que ver un
esfuerzo, un sacrificio, debe doler, debes gemir, debes llorar para ser
piadoso, no es un camino fácil. Pablo lo ilustra de esta manera en 4:7-8
“Ejercítate en la piedad” ¿Cuánto nos ejercitamos en la piedad? ¿Cuánto tiempo
asolas con Dios, con la Biblia orando? ¿Cuánto dedicamos a memorizar o estudiar
la Biblia? ¿Aun existen los devocionales diarios?¿Dónde están esos padres que
enseñaban a sus hijos a ser piadosos?
Buscar
la fe. Nosotros debemos ser capaces de siempre auto examinar nuestra fe, no
para torturarnos, sino para poder tener cada día más seguridad de nuestra fe.
Por supuesto que abra algunos que estarán temblando, algunos que tienen fe
débil encontraran mayor confianza y reposo en Jesús y otros porque no
están seguros . Un hombre de Dios siempre sigue la fe y persevera en ella.
Buscar
el amor. Si pensamos en nuestra sociedad es fácil detectar que la ideología del
falso amor ya está por todas las partes. Por “amor” un hombre mata a su pareja,
porque se acabo “el amor” se separan, por “amor” una mujer aborta, por “amor”
se casaran las parejas homosexuales, todo es por “amor”. Ahora pensemos en los
círculos cristianos parece haber invadido la misma ideología falsa del amor.
Dice un Dios de “amor” no puede enviar gente al infierno”, lo que importa es
“amor” no la doctrina, no debes juzgar debes “amar”. Hay que ser sumamente
cuidadosos en cómo se usa la palabra amor hoy en día. Debemos mostrar el amor
en nuestras iglesias, debemos amarnos unos a otros, debemos crecer en amor,
debemos negarnos a nosotros mismos para amar a nuestros hermanos. El amor es el
distintivo del cristianismo, pero definamos bien lo que es amor.
Buscar
la paciencia. Todas las virtudes
recomendadas hay que cultivarlas, pero pienso que esta es una de las que más
necesitamos , no es posible buscar la justicia sino tenemos paciencia, ni
practicar la piedad si esperamos resultados rápidos, ni perseverar en la fe si
no tenemos paciencia. Todas las características que hemos venido enunciando
tienen que tener cierta dosis de paciencia. Además hay que añadir a esto que
nuestra sociedad no promueve la paciencia para nada; si tienes una relación que
no funciona te buscas otra, si hay algo que no te gusta te compras otra, si
quieres comunicarte con alguien lo haces rápidamente, todo lo puedes obtener rápido
¿Para qué esperar? Pero como cristianos sabemos que la paciencia es parte
esencial del cristianismo.
Ser
manso o humilde no significa que es alguien que es pisoteado por todas las
personas. Ni tampoco significa que es alguien necesariamente tranquilo. Ser
manso o humilde es alguien que sabe quién es. Sabe que es un pecador redimido
por Jesús y que ahora es amado por Dios. Incluso Pablo nos dice que el siervo
de Dios debe ser manso y debe corregir a los que se oponen al evangelio (2 Tim
2:25- No confundamos ser manso con ser cobarde.
A Timoteo se le llama "siervo de
Dios" porque ha elegido servir a Dios y no a las riquezas. Como tal siervo
de Dios debe emplear su vida en la consecución de bienes más altos y no dejarse
dominar por el dinero. En consecuencia, deberá practicar aquellas virtudes que
regulan tanto la relación con Dios "la religión" como la que se da
entre los hombres (la justicia), y en ambos casos de acuerdo con las tres
virtudes fundamentales de la vida cristiana que sabe dispensar los defectos
ajenos.
Esta
"profesión de fe ante muchos testigos" la haría Timoteo en su
bautismo, como sigue siendo costumbre hasta nuestros días. Todas las hemos
hecho, como cristianos, hijos de Dios.
Esta
profesión de fe no se hace sólo ante la
iglesia o los fieles sino, principalmente, ante el Dios vivo y su enviado
Jesucristo, el cual dio testimonio de la verdad ante los tribunales y ahora ha
sido constituido en juez de vivos y muertos. A la confesión de fe sigue la
aceptación de Mandamiento: el que quiera alcanzar la vida eterna ha de confesar
la fe, ha de bautizarse y ha de cumplir el mandamiento del amor que es el
resumen de todos los mandamientos. Confrontados con la venida del Señor debemos
cumplir su mandamiento, porque sobre esto, sobre el amor, seremos juzgados
cuando vuelva.
La fe no es solamente una aceptación pasiva de un
credo religioso, sino un combate difícil y encarnizado. Creer no
es cómodo, sino que lleva consigo la disponibilidad para una lucha concreta y
determinada. Creer es comprometerse.
El
evangelio nos presenta la parábola, del rico Epulón y el pobre Lázaro.
En
la parábola hay mucho más que ese camino de justicia referido a las necesidades
de los hermanos que nos pide el seguimiento de Cristo. Aparece el diálogo entre lo cotidiano y el más allá. El rico
Epulón pide al padre Abraham que descienda un muerto para que convenza a sus
hermanos de que tomen el camino adecuado. Abraham va a contestar que no creerán
a un resucitado y, ciertamente, así va a ser. La Resurrección de Cristo sirvió
para impulsar el camino de la Iglesia, la continuidad en la Redención de sus
discípulos. Pero aquellos que le condenaron, le torturaron y le asesinaron iban
a quedar donde estaban. No se convirtieron en su gran mayoría. Es cierto que el
Señor no buscó aparecerse a todos y lograr sobre el Israel de entonces una
generalizada y maravillosa manifestación del poder de Dios. Sin embargo, todo
el que quiso creer, creyó. Es decir, las apariciones de Jesús se multiplicaron
dé tal manera que era difícil sustraerse a ellas. Habla Pablo de que se
apareció a más de quinientos, después de personalizar con nombres otro buen
número de apariciones. Más de quinientos testigos en un ambiente tan
interrelacionado como podía ser Jerusalén –incluso toda la Galilea— armarían
suficiente "ruido". Pero no sirvió para que muchos de sus coetáneos
cambiaran. Y en cuanto a los signos prodigiosos que Jesús realiza durante su
predicación tampoco sirvieron, aunque ellos produjeron un auténtico clamor
popular.
El
texto también plantea - a petición del rico Epulón-la realidad de los milagros.
¿Existen los milagros, los prodigios, los hechos maravillosos? Pues, sí; porque
cuando un hombre –o una mujer— joven lo deja todo para dedicarse a cuidar
enfermos terminales o ancianos que ya no quiere nadie, ahí se está operando un
milagro evidente. Lo que ocurre que tal prodigio no sería nunca advertido por
los hermanos de Epulón aunque volviese a la vida él mismo. Habrá muchos
ejemplos de puros milagros, que lo son si aplicamos la lógica de nuestros días.
Es un prodigio cuando también una mujer –o un hombre— joven se recluye para
siempre en un convento para rezar por quienes nadie reza. Tal vez, no es menos
milagro el caso de muchos hombres y mujeres corrientes que no dejan amilanar o afectar
por lo "corriente", por lo "habitual" de este mundo de hoy
pero que conlleva la injusticia, la violencia, el desamor, la opresión de los
hermanos.
Tratemos de aplicar la parábola a nuestro tiempo. En
nuestra sociedad occidental, somos muchos los que vivimos sin que nos falte
físicamente de nada para poder vivir con dignidad. Realmente podemos decir que
vivimos en la abundancia. Lo importante, como cristianos que somos, es que no
vivamos sin ver a los que pasan necesidad.
Decíamos
en el comentario de la primera lectura que la sociedad actual sigue poniendo el
dinero y la buena vida por encima de todo lo demás.
No
es ese el mensaje que vino a traernos Cristo a este mundo, predicando el reino
de Dios. Realmente, ¿los cristianos, en nuestro apego al dinero, en nuestras
ganas del bien vivir, y en nuestra atención a las personas necesitadas, nos
parecemos mucho a los “hijos de este mundo”?.
Hoy nos habla el Señor de aquel rico que se daba la
gran vida, sin reparar siquiera en el pobre Lázaro que mendigaba a la puerta de
su casa, ávido de recibir unas migajas de las muchas que se caían de la mesa
del epulón. Sólo los perros se le acercaban para lamerle las llagas. El hombre
rico estaba tan abismado en sus negocios y en sus francachelas que no veía,
porque no quería ver, la miseria que rodeaba su grandeza. Pero la muerte iguala
al poderoso y al débil. Ambos murieron y ambos fueron enterrados. El uno con
gran pompa y festejos, el otro de modo sencillo. Uno fue a reposar en un gran
nicho de mármol, el otro en la blanda tierra. Sin embargo, tanto uno como otro
fueron pasto de los gusanos y la podredumbre. Sus cuerpos, que sin nada
llegaron a la tierra, despojados volvieron a ella. Pero ahí terminaba su
historia, pues, digan lo que digan, en el hombre hay un algo distinto de los
animales, y ese algo se llama alma inmortal.
No
debiéramos olvidar que la parábola señala la justicia de Dios, derivada de su
misericordia. En realidad, el rico en la parábola no tiene nombre, el pobre sí:
Lázaro. Quizá es una forma de manifestar que el más importante no es siempre el
que se piensa, pues Dios hace una opción por aquél que lo está pasando mal. El
rico no se daba cuenta del sufrimiento de Lázaro aquí abajo. Sin embargo, lo
reconoce en la estancia de los muertos. ¿Es necesario que las cosas vayan mal
para que nos demos cuenta de nuestra ceguera con respecto a nuestro prójimo
sufriente?.
Demasiadas
veces olvidamos que en las dos ocasiones que el evangelio habla del juicio
final se hace alusión a nuestro comportamiento con el prójimo, no a nuestro
cumplimiento de la ley.
El tribunal de Dios no admite componendas, no hace
distinciones entre el rico y el pobre. Sólo mira en el libro de la vida donde
se hallan escritas las buenas y las malas acciones. Según sea el balance, así
es la sentencia. Aquel que en su abundancia se olvidó de la necesidad ajena fue
arrojado al infierno, el que nada tuvo y aceptó con humildad su pobreza fue
llevado por los ángeles al descanso y la paz. Es verdad que no podemos hacernos
una idea clara del infierno, ni tampoco del cielo. Pero lo cierto es que ambas
realidades existen y que en una se sufre lo indecible y sin remedio, mientras
que en la otra realidad se goza plenamente y sin fin. Casi siempre se habla del
fuego, también del llanto y las tinieblas, de la desesperación que hace
rechinar los dientes, de la sed insaciable, de la separación definitiva de la
imposibilidad de amar y de ser amado. Es la más terrible amenaza, el último y
tremendo recurso que el Amor, sí el Amor, tiene para atraernos y salvarnos. Es
verdad que la lejanía de ese castigo, aunque quizá sea mañana, nos puede dejar
indiferentes.
Es
útil que se ponga a disposición de la Iglesia –a través de nuestra parroquia o
diócesis— de dinero o recursos suficientes para que ésta cumpla su misión. En
este sentido, es posible que la mejor ayuda destinada a los pobres vaya
conducida a través de Caritas dentro de sus amplios sectores de actuación.
En
nuestra vida personal y eclesial no podemos obviar la ayuda inmediata,
perentoria o aquella que te impulsa a acometer el corazón... o el Espíritu. Y
es que no sabremos nunca bien, si alguno de esos pobres que se nos acercan,
aunque algunos tengan un aspecto feo y despreciable, no sea el mismo Cristo. El
remedio "calculador" es dar a todos un poco -un poquito- de lo que
ese día llevamos en el bolsillo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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