jueves, 2 de junio de 2022

Comentario a las lecturas de la Solemnidad de Pentecostés 5 de junio de 2020



El domingo pasado decíamos que Jesús había mostrado a la humanidad el único camino posible para llegar a ser seme­jantes a Dios (la entrega por amor en favor de los hombres) y que, tras realizar él este camino, está permanentemente al lado del Padre.

Diez días después de la Ascensión, según las cuentas que hace San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Dios volvió a bajar a la tierra para acompañar y despedirse de un puñado de hombres que estaban asustados pero que se hallaban dispuestos a tomar el relevo y a andar también ellos el camino que anduvo Jesús.

En esta solemnidad de Pentecostés vamos a prestar atención en las tareas del Espíritu en el interior de los creyentes y en el conjunto de la comunidad creyente. El Espíritu ejercita, primeramente, la tarea de consolador y abogado protector del cristiano, combinando esta tarea con la de maestro interior (evangelio). En la primera lectura el Espíritu, bajo la imagen del viento y del fuego, cumple su tarea de potencia transformante del hombre y promotora del Evangelio en todas las naciones. Finalmente, él es fuerza vivificadora, a la vez que testigo y artífice de nuestra filiación divina (segunda lectura).

 

La primera lectura es del Libro de los Hechos de los apóstoles ( Hch 2,1-11),. En la primera lectura de hoy, del libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos el relato del momento culmen del inicio de  la vida de la Iglesia. Después de que el Espíritu Santo bajara sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, éstos salieron con fuerza a anunciar la Buena Noticia en todas las lenguas conocidas, para que todos aquellos que los escuchasen pudiesen entender el Evangelio que predicaban. Podemos decir que con este acontecimiento se ponía en marcha la Iglesia, salía del miedo para llevar a todos la palabra de Dios. El don de lenguas, don que da el Espíritu Santo, es una señal de la universalidad del Evangelio: todos podían entenderles.

Cincuenta días después de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de Pentecostés, o la fiesta de las Tiendas. En esta fiesta celebraban que siete semanas después de salir de Egipto, en el Éxodo, el pueblo llegó al monte Sinaí, y allí Dios les entregó por medio de Moisés las tablas de la Ley. Dios hizo alianza con su pueblo. Ese día de Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo, los apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, y allí recibieron el don del Espíritu Santo. La alianza ya no está escrita en tablas de piedra, sino que está inscrita en el corazón de cada hombre, grabada a fuego por el Espíritu Santo. Es la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que impulsa a la Iglesia a salir fuera y a anunciar el Evangelio de Cristo.

Es un relato germinal, decisivo y programático; propio de Lucas, como en el de la presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere da a entender que no se puede ser es­pec­tadores neutrales o marginales a la experiencia del Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los otros hombres. Y así, para expresar es­ta realidad de la acción libre y renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la historia hu­mana.

"Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería". La lengua del Espíritu es siempre la bondad, la justicia misericordiosa, la verdad, el amor. Es un lenguaje fácilmente inteligible para todos los que nos ven y nos escuchan. Hace falta estar lleno de espíritu, de Espíritu Santo. Esto es siempre una gracia, un don que se ofrece siempre, generoso, a todo el que lo pide con humildad y amor. Pero, como nadie da lo que no tiene; si no estamos habitados por el Espíritu no podemos hablar la lengua del Espíritu. En nuestra sociedad faltan personas llenas de espíritu, de Espíritu Santo; la mayor parte de nosotros somos simples charlatanes, vendedores de palabras sin Espíritu. ¡Así nos va! No vivimos en un mundo de hermanos. Hablando en general, se puede afirmar que en la calle, en los medios de comunicación, en el lenguaje intrafamiliar, en la política y en el comercio, se oyen siempre palabras interesadas, lengua de tratantes, mercaderes o vendedores de humo. Hay, gracias a Dios, personas distintas, lenguas distintas, pero son minoría. Espiritualmente hablando, no vivimos en el mejor de los mundos posibles.

 

El responsorial de hoy es el salmo  103 (Sal 103, 1.24.29-31.34). Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas.

Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8, 18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios.

En la parte inicial el salmista describe la grandeza real de Dios.

La invitación introductoria, "Bendice, alma mia, al Señor", la hallamos también en el salmo 102 que nos habla de Dios como un padre misericordioso para con sus hijos. La bendición que el hombre dirige a Dios es un humilde reconocimiento de su bondad y un vivo agradecimiento por la acción de esta bondad hacia el salmista y el mundo que le rodea. La bendición hebrea abarca un contenido más amplio que la bendición cristiana, hasta el punto que una buena parte de las plegarias litúrgicas judías son bendiciones, que van rimando la jornada del creyente.

Nos presenta una alabanza global a las obras del Señor con una referencia a la vida del mundo marino, desde una perspectiva optimista: el mar, ancho y dilatado, en él bullen, sin número, animales pequeños y grandes, lo surcan las naves y el retozón Leviatán (v.24-26); finalmente, este cuerpo del salmo, subraya la providencia divina, sosteniendo la vida de las criaturas y nutriéndolas con el alimento cotidiano (v.27-29).

El salmo 103 proclama a Dios admirable en las obras de la creación. Para el creyente, la creación se hace transparente, y ve en ella la mano de Dios. Especialmente, en el misterio de la vida. Una misma palabra, "ruah", designa en hebreo el viento, el aliento y el espíritu vital (los traductores griegos lo llamarán pneuma, y los latinos spiritus). Si un hombre, animal o planta muere, el salmista que contempla la naturaleza entiende que Dios le ha retirado el ruah, y por eso vuelve al polvo de donde había salido (v. 29). Pero Dios no cesa de enviar su espíritu a la tierra, renovando así la creación y repoblando la faz de la tierra . Todo aliento de vida de la creación es una participación o reflejo del ruah de Dios. Si hay vida sobre la tierra es porque Dios no cesa de enviar su aliento. Por eso la vida es sagrada.

 

La segunda lectura es de la primera carta a los corintios (1 Cor 12,3b-7.12-13). La comunidad de Corinto pasa por la tentación del sincretismo: el mundo pagano pretende obtener un "conocimiento" de Dios por medio de trances y de fenómenos extáticos. Pero, como hemos visto en la lectura anterior (Act 2, 1-11), las comunidades cristianas gozan también de ciertos carismas. De ahí el peligro de confundir el conocimiento de Dios por la fe con los signos que lo acompañan.

 San Pablo habla de los "carismas" o gracias que edifican la comunidad. Siendo el amor que Dios nos tiene un amor personal es un amor que distingue a cada uno con su favor. Todos tienen su carisma, aunque todos lo tienen para bien de la comunidad. Por eso nadie debe ser marginado, o marginarse, de la comunidad de Jesús. Los que desprecian el carisma del hermano atentan contra la integridad del cuerpo de Cristo. Puede ocurrir que los carismáticos -y todos lo son en el sentido expuesto- se vean tentados a valorar cada cual sus propias dotes o dones, poniendo así en peligro la unidad. Pablo recuerda por eso que todos los carismas tienen un mismo destino, la comunidad, y un mismo principio. El Espíritu, el Señor (Jesús) y Dios (el Padre, en este contexto) no son tres causas independientes, son "uno" en la diversidad de personas. El misterio de Dios, uno y trino, está por encima de nuestras divisiones y de nuestras unidades. Lo que más se asemeja a este misterio es la unidad del amor, en la que todos somos "nosotros". Con esta imagen del cuerpo, usada ya en la literatura clásica de los estoicos para explicar tanto la unidad política como la del universo, se nos enseña que todos somos miembros vivos y, por lo tanto, activos de la iglesia, cuya cabeza es Cristo.

El texto nos presenta los criterios para enjuiciar los carismas, fruto de la obra del Espíritu.

En los vv. 1-3, Pablo define el criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v.3).

Un segundo criterio de juicio se verifica en la colaboración de los carismas más diversos al único designio de Dios (vv. 4-6). El politeísmo pagano ostentaba carismas muy variados concedidos por dioses diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo se unifica en la vida trinitaria, ya se trate de gracias particulares, de funciones comunitarias o de prodigios maravillosos.

Puesto que un único Dios es la fuente de los carismas, no puede haber oposición entre ellos, del mismo modo que no puede haber competencia entre los beneficiarios. Si existe alguna oposición entre ellos, quiere decir que no provienen del Dios trinitario.

Tercer criterio para discernir los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v. 7) y a la unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas al bien común: todo cuanto aprovecha sólo a una persona, o no tiene repercusión en la asamblea, habrá que excluirlo de la comunidad, como, por ejemplo, las escenas de éxtasis o embriaguez. Los carismas, además, deben servir para el crecimiento y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este aúna a los miembros más diversos, la Iglesia aúna todas las funciones que en ella se realizan, en la unidad del Espíritu que la anima (versículos 12-13).

Es el Espíritu Santo quien fortalece a los apóstoles y les impulsa a salir. Pero además es el Espíritu Santo quien hace posible que podamos proclamar a Dios como Padre y a Jesucristo como Señor. Así nos lo dice san Pablo en la segunda lectura que escuchamos hoy. Ya lo anunció Jesús a sus discípulos antes de su pasión: el Espíritu serían quien nos lo enseñase todo y nos recordase todo lo que Él había dicho.

La fe no es una certeza que cada uno puede construirse. No depende de nosotros. La fe es un don de Dios. ¿Quién puede entender el misterio de Dios si es infinitamente superior a nuestro entendimiento? ¿Quién puede siquiera imaginar que Dios se hace hombre, que muere por nosotros, o que incluso está presente en el pan de la Eucaristía? Por muy grande que sea nuestra inteligencia, Dios es siempre mayor, nos supera. Por eso, la fe no depende sólo de nuestro entendimiento.

La fe es un don de Dios que nos da por medio del Espíritu Santo. Por eso, los apóstoles, que después de la resurrección todavía no habían terminado de entender y por eso no podían salir a evangelizar, una vez que reciben la fuerza del Espíritu salen sin miedo, hablando con claridad sobre el misterio de la fe.

" En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común" . San Pablo nos recuerda también que el don del Espíritu Santo no es sólo para cada uno de nosotros. No es que yo recibo este don para mi propio provecho. Dios da el Espíritu Santo para el bien común. Y a cada uno nos da unos dones distintos. Es muy ilustrativa la comparación que hace san Pablo con el cuerpo humano. Del mismo modo que el cuerpo tiene muchos miembros, y cada uno, según sus características, realiza una función distinta en el cuerpo, y todas las funciones son necesarias y ayudan al resto del cuerpo, del mismo cada uno de nosotros hemos recibido por medio del Espíritu Santo unos dones distintos, unos carismas, para que cada uno realicemos en la Iglesia la función que nos corresponde, según los carismas que Dios distribuye, para el servicio de todo el cuerpo que es la Iglesia. Pero es que, además, la Iglesia necesita de todos estos carismas. Si yo he recibido un don, no puedo quedármelo sólo para mí. Esto no sirve de nada. He de compartirlo, he de ponerlo al servicio de los demás, al servicio de la Iglesia. Así es como el Espíritu Santo no sólo da fuerza a la Iglesia y la impulsa a ser misionera, sino que además la organiza en ministerios y en funciones diversas que sirven al bien común.

 

El evangelio de hoy  es de San Juan (Jn 20,19-23). Destaca el texto la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse el primer día de la semana, es decir, el mismo día de la resurrección de Jesús. El evangelista quiere demostrar que con la resurrección de Jesús se ha creado una situación totalmente nueva. La resurrección señala el inicio de una nueva creación que toma forma en la comunidad neotestamentaria de la salvación.

Por este motivo, desde muy temprano, a este día se le dio el nombre en griego de "kyriaké hemera" (cf. Apoc 1,10). Traducido al latín suena "dominica dies" y traducido al castellano, "día domínico"; de aquí viene nuestra palabra "domingo". En todas estas lenguas significa: "Día del Señor".

El evangelista da por descontado el hecho de que ese día debían encontrarse todos los discípulos reunidos: "estaban cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos". El Evangelio no relata en qué momento se reunieron todos los discípulos, excepto Tomás. Más bien relata lo que hicieron esa mañana dos de ellos -Pedro y Juan- y concluye que estos dos, después de verificar que el sepulcro de Jesús estaba vacío, "volvieron a sus casas". Si el evangelista no explica más, es porque a él mismo y al lector debía parecerles obvio el hecho de que todos los discípulos de Jesús se encontraran reunidos el primer día de la semana.

¿Para qué se reunían? Si nos fijamos, en ambas apariciones percibimos otra insistencia del evangelista: "Estando las puertas cerradas, se presentó Jesús en medio". Jesús resucitado en medio de la comunidad de sus discípulos reunidos. Esta es la descripción de lo que ocurre hoy cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía dominical. Esto es lo que hacía la comunidad cristiana original, según se deduce de este Evangelio que estamos comentando; esto es lo que ha hecho la comunidad cristiana en toda la historia; esto es lo que debe seguir haciendo cada domingo.

El Evangelio insiste también en que "estaban las puertas cerradas". Y, no obstante, Jesús entra y se pone en medio. No es un fantasma. Por eso él muestra las heridas de los clavos en sus manos y de la lanza en su costado: "Les mostró las manos y el costado". Era Cristo resucitado según la carne. Pero con un cuerpo glorioso, es decir, no sujeto ya a muerte ni corrupción ni enfermedad ni ninguna de las molestias corporales que se sufren en esta vida, y tampoco a la resistencia de las puertas cerradas. En esta misma forma está él actualmente en el cielo sentado a la derecha de Dios, y en esta misma forma se hace presente en medio de sus fieles en la Eucaristía y se nos da como alimento de vida eterna. Allí se hace efectiva su promesa: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,54).

Una última insistencia del evangelista es la frase de Jesús resucitado y presente en medio de sus discípulos: "Paz a vosotros". Se repite tres veces. Esto es lo que Jesús tiene de más precioso que ofrecer a los suyos. Lo había prometido durante la última cena: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27). Los discípulos, que habían negado a Jesús y lo habían abandonado ante su pasión, y que estaban llenos de temor a los judíos, necesitaban escuchar de labios de Jesús una palabra que pusiera su corazón en paz. Por eso, en la celebración de la Eucaristía hoy, cuando ya Cristo va a hacerse presente resucitado y vivo en medio de sus fieles, el sacerdote comienza con ese mismo saludo: "La paz esté con vosotros". El don de la paz y el perdón ofrecido por Jesús a sus discípulos es el signo más claro de su misericordia.

El texto nos presenta la despedida y el don del Espíritu Santo "Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo". El Espíritu de Jesús es el que nos hace ser cristianos, el Espíritu de Jesús debe ser el fundamento y la fuente de nuestra vida espiritual.

A modo de síntesis, el texto presenta cuatro hechos principales:

1. El saludo, el don de la paz, que ahora es la paz mesiánica prometida para los tiempos escatológicos. Paz que, para los discípulos reunidos, quiere decir perdón por la infidelidad durante la pasión, superación de la incredulidad y victoria sobre el miedo.

2. La identificación de Cristo. Es aquel con quien convivieron, al que crucificaron... sus manos y sus pies...

3. La misión. La paz y el perdón que ellos reciben deben transmitirlo a todos los hombres.

4. El "aliento" que indica la realidad y la naturaleza del don que se les ha hecho. "Recibid el Espíritu". Al principio de la creación el espíritu planeaba sobre las aguas -Gn 1. 2-, es el soplo de Dios que ha dado vida al hombre (Gn 2. 7). Así ahora el Espíritu plasma el hombre nuevo e inaugura la nueva creación.

 

Para nuestra vida.

La Iglesia exulta hoy de júbilo, porque es como el aniversario de su fundación, y porque hoy se renuevan en ella los prodigios de los orígenes, pues el Espíritu Santo sigue colmándola de dones.

Viernes Santo, pascua de resurrección, ascensión y pentecostés: en esta secuencia temporal celebra la fe el único misterio pascual de la exaltación de Jesús y de la salvación del hombre.

También el envío del Espíritu pertenece al acontecimiento pascual y se proclama en el evangelio de Juan el domingo de pascua y hoy.

Las lecturas de hoy nos presentan los frutos del Espíritu Santo; él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones. El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados.

 

En la 1ª lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos el relato del Pentecostés cristiano.

La venida del Espíritu Santo, prometido por Jesucristo, sobre los apóstoles y los demás componentes de la Iglesia naciente, entre ellos María, la madre de Jesús, y otras mujeres. Pentecostés era una fiesta judía que se celebraba a los cincuenta días de la Pascua, inicialmente una fiesta agraria, de campesinos, que había sido asociada al recuerdo de la llegada del pueblo de Israel al pie del monte Sinaí, y al don de la ley y de la alianza en medio de los portentos que lo acompañaron: fuego en la montaña, viento huracanado, sonar de truenos y trompetas. San Lucas, el autor del libro de los Hechos, ha querido presentar la inauguración oficial del ministerio apostólico, en el marco de esta celebración judía, cuando llegaban a Jerusalén miles de peregrinos, como sucedía también en Pascua y en la fiesta otoñal de los tabernáculos o de las tiendas.

Así como en el Sinaí fue constituido el pueblo de Israel con sus instituciones, así también ahora, en Jerusalén, sobre el monte Sión, es constituido el nuevo pueblo de Dios: la Iglesia de Jesucristo. No es obra puramente humana, es obra del Espíritu Divino que el Resucitado envía del Padre como supremo don al mundo. Por eso las manifestaciones portentosas: las lenguas de fuego, el huracán y el ruido. La gente reunida por el portento, asiste a la primera predicación de Pedro y los demás apóstoles. Una predicación que no ha dejado de resonar en el mundo a lo largo de estos 20 siglos y a pesar de todas las dificultades y persecuciones. Para los cristianos ya no rige la ley judía con sus minucias a veces inhumanas, y a la alianza antigua sellada con los sacrificios de animales, sucede ahora la alianza nueva y eterna refrendada por la sangre misma de Cristo.

 

El salmo de hoy  es, quizá, uno de los salmos más antiguos que contiene el libro de los salmos. El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación.

Es un salmo bendicional, de alabanza, que nos invita a una actitud de admiración y alegría, sobre todo por el amor que Dios nos muestra. Empieza y acaba de la misma manera: "bendice, alma mia, al Señor". Es, pues, una autoinvitación a la alabanza, desde lo más profundo del ser, Al final, en el himno solemne con que concluye, invitará también a los ángeles, a los "ejércitos" de Dios (los mismos ángeles) y a la creación entera (las obras de Dios) a bendecir al Dios a quien sirven. Pero lo principal es que cada uno de nosotros -"alma mía"- se decida a esta bendición.

Asi comenta San  Agustín los versículos del salmo de hoy<.

" 2. [v.1]. Luego digamos rodos: Bendice, alma mía, al Señor. Hablemos todos a nuestra alma, porque el alma de todos nosotros, por nuestra única fe, es una sola, y todos nosotros, los que creemos en Cristo, por la unidad de su Cuerpo, somos un solo hombre. Bendiga nuestra alma al Señor por tantos beneficios suyos, por tantas y tan grandes dádivas de su gracia. Estos dones los encontramos en este salmo si ponemos atención, y si, con espíritu valeroso, desechamos, en lo posible, las tinieblas del pensamiento carnal, y el ojo puro de nuestro corazón, y no nos lo impida la vida presente, con sus deseos y ocupaciones, y no nos ciegue la codicia del siglo. Hemos, pues, de oír sus muchos, alegres, llenos de gozo, hermosos y apetecibles dones suyos, que ya veía en espíritu el que compuso este salmo, y con el gozo de su contemplación, lo eructaba, diciendo: Bendice, alma mía, al Señor.

[v.24]. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor! Realmente grandes, verdaderamente magníficas. ¿Dónde se han realizado estas obras tan grandes? ¿Cuál es la residencia, donde Dios está; o cuál el trono, donde está sentado, y realiza estas cosas? ¿Cuál es el lugar en el que ha realizado todo esto? ¿De dónde procedieron en primer lugar estas cosas tan bellas? Si lo tomas en sentido literal, ¿de dónde procede con su orden toda la creación, que se mueve ordenadamente, es ordenadamente bella, que ordenadamente nace en el oriente y tiene su ocaso en occidente, y que cumple con orden todas sus fases? Y si nos referimos a la Iglesia, ¿cómo ha recibido su desarrollo, su progreso y su perfección? ¿Y cómo está destinada a un cierto fin de inmortalidad? ¿Por qué predicadores es anunciada? ¿Cuáles son los misterios que le dan valor? ¿En qué sacramentos se oculta? ¿Por qué predicación se manifiesta? ¿Dónde ha hecho Dios estas cosas? Veo las grandes obras. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor! Busco dónde las ha hecho, y no encuentro el lugar; pero veo cómo sigue el texto: Todo lo has hecho en la sabiduría. Luego en Cristo hiciste todas las cosas. Él fue escarnecido, abofeteado, escupido, coronado de espinas, crucificado, todo lo has hecho en él. Oigo, sí, oigo lo que, desde aquel soldado tuyo, comunicas a los hombres; lo que por medio de aquel santo pregonero, predicas a las gentes: que Cristo es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios. Que se rían los judíos de Cristo crucificado, pues para ellos es un escándalo; que se rían los paganos de Cristo crucificado, pues para ellos es una necedad: Pero nosotros —dice el Apóstol— predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, judíos y gentiles, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios101. Has hecho todas las cosas en la sabiduría.

(v.30]. Mira también lo que sigue: Enviarás tu espíritu, y serán creados. Quitarás su espíritu, y enviarás el tuyo: Les quitarás su espíritu, ya no tendrán su espíritu. ¿Han quedado, pues, desamparados? Bienaventurados los pobres de espíritu; no han sido, no, abandonados, porque de ellos es el reino de los cielos38. No han querido tener su propio espíritu; y tendrán el espíritu de Dios. Esto es lo que dijo a los futuros mártires: Cuando os arresten y os lleven presos, no os preocupéis de lo que vais a decir, ni de cómo lo diréis, porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vosotros39. No os atribuyáis la fortaleza. Si es la vuestra, dice, y no es la mía, entonces es terquedad, no fortaleza. Les quitarás su espíritu, y desfallecerán, y volverán de nuevo a ser su polvo; enviarás tu espíritu, y serán creados. Somos, en realidad, hechura suya —dijo el Apóstol—, creados para hacer el bien40. De su espíritu hemos recibido la gracia para vivir en la justicia, porque es él quien justifica al impío41. Les quitarás su espíritu, y desfallecerán; envías tu espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra, es decir, con nuevos hombres que confiesen haber sido justificados, y que no son justos por sí mismos, para que la gracia de Dios resida en ellos. Mira cómo han de ser aquéllos por los que se ha renovado la faz de la tierra. Dice Pablo: He trabajado más que todos ellos. ¿Qué dices, Pablo? Mira a ver si has sido tú, o ha sido tu espíritu. No he sido yo —añade—, sino la gracia de Dios conmigo42.

 [v.31]. ¿Qué hacer, entonces? Puesto que, al retirar el Señor nuestro espíritu, volveremos a ser nuestro polvo, quizá podamos mirar con provecho nuestra debilidad, para recibir su espíritu, y así seamos creados de nuevo. Fíjate en lo que sigue: Sea la gloria del Señor para siempre. No la tuya, ni la mía, no la de éste, o la de aquél otro; sea la gloria del Señor, no por un tiempo, sino eternamente. El Señor se gozará en sus obras. No en las tuyas, como tuyas; ya que tus obras, si son malas, es por tu maldad; y si buenas, es por la gracia de Dios. Se gozará el Señor en sus obras.

[v.34]. Que le sean agradables mis palabras; y yo me regocijaré en el Señor. Que le sean agradables mis palabras. ¿Cuáles han de ser las palabras del hombre ante Dios, sino la confesión de los pecados? Confiesa a Dios lo que eres, y habrás hablado con él. Habla con él, practica las buenas obras, y habla. Lavaos, purificaos —dice Isaías—, apartad de la mirada de mis ojos la maldad de vuestras almas, dejad de obrar inicuamente, aprended a obrar el bien, haced justicia al huérfano, defended a la viuda, y luego venid y hablaremos, dice el Señor46. ¿Qué es hablar con Dios? Mostrarte a él que te conoce, para que se muestre él a ti, que lo desconoces. Que le sean agradables mis palabras. Mira lo que le agrada al Señor cuando le hablas: el sacrificio de tu humildad, la contrición de tu corazón, la ofrenda de tu vida como un holocausto; esto le agrada al Señor. Y a ti, ¿qué te es agradable? Y yo me regocijaré en el Señor. Ésta es la conversación recíproca que ya he citado: muéstrate a él que te conoce, y él se muestra a ti que lo desconoces. Lo mismo que a él le es agradable tu confesión, a ti se te hace agradable su gracia. Él se te ha mostrado. ¿Cómo ha sido? Por la Palabra. ¿Qué Palabra? Cristo. Al hablarte a ti, se manifestó a sí mismo. Al enviarte a Cristo, te ha hablado de sí mismo. Oigamos ya claramente a la misma Palabra: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre47. Y yo me regocijaré en el Señor." (San Agustín. Comentario al salmo 103).

 

La 2ª lectura, tomada de la 1ª carta a los Corintios, está pensada para una situación de sincretismo que experimentó Corinto, pero el problema que esta lectura suscita no es, en modo alguno, anacrónico. El Espíritu continúa conduciendo a la Iglesia por su jerarquía, pero El suscita todavía las iniciativas personales con vistas a la misión o a la reforma. De esta forma, los criterios permiten afirmar que una tal iniciativa es conforme al Espíritu, incluso los de San Pablo: esta iniciativa debe ser la expresión de la fe más fundamental en el Señor, y no perderse en el dédalo de las ideas y los sistemas (véanse las herejías). Esta iniciativa debe orientarse hacia el bien común y saber hacer pasar el beneficio individual a través de la unidad del cuerpo. No puede ni escandalizar ni plantear dudas o sembrar discordias, pues todo viene de un Espíritu de amor y de unidad.

San Pablo nos recuerda algo fundamental en la vida cristiana "hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu". Lo importante es que cada uno de nosotros, desde nuestra realidad personal, pongamos Espíritu en todo lo que pensamos, hacemos y decimos. No siempre nos va a resultar fácil, pero es necesario que lo intentemos cada día. Jesús de Nazaret vivió siempre habitado plenamente por el Espíritu Santo y este mismo Espíritu es el que quiere llenar ahora nuestro pobre y muy limitado corazón. Dejémonos llenar por el Espíritu del Resucitado y pongamos todo lo que somos y tenemos al servicio del Espíritu, para que, en cada uno de nosotros, el Espíritu de Jesús se manifieste para el bien común. Si estamos llenos del Espíritu de Jesús seremos personas fuertes, en medio de nuestra debilidad, y repartiremos paz, amor y perdón en un mundo lleno de egoísmos y de amenazas paralizantes. Que en este día de Pentecostés, y siempre, el Espíritu exhale su aliento sobre cada uno de nosotros y nos diga: ¡RECIBIDME!.

La obra del Espíritu realiza la unidad de la Iglesia. Utiliza  la imagen de un cuerpo bien coordinado, en el que cada uno de los miembros contribuye al bienestar de todos, desempeñando distintas funciones cada uno. Es cierto que Pablo pudo tomar la imagen de autores paganos que la aplicaban a la sociedad en general, pero lo novedoso es que en la Iglesia la unidad del cuerpo es otorgada por el don del único Espíritu Divino que recibimos en el bautismo, y la diversidad de sus miembros es la manifestación de los diversos dones del mismo Espíritu. Ya no hay distinción entre judíos y paganos, ni entre esclavos y libres, ninguna otra distinción: todos somos llamados a ocupar nuestro lugar en la comunidad, un lugar diverso según los dones, funciones o servicios que se nos hayan confiado, pero un lugar en la unidad de la misma Iglesia, nuevo pueblo de Dios, familia de Dios convocada por el Espíritu.

Hoy podemos pedirle al Espíritu Santo que, manifieste y selle, por fin y definitivamente, esa unidad tan anhelada, concediéndonos a todos comprender las palabras inspiradas de Pablo, de que somos un solo cuerpo de bautizados en el mismo Espíritu.

 

La Secuencia nos recuerda que  el Espíritu es "Luz que penetra en nuestras almas, es Huésped divino dentro de nuestro corazón; es fuente de Vida y del mayor consuelo, es tregua, es brisa, es gozo que enjuga nuestras lágrimas y nos reconforta en los duelos" . Nuestra vida cotidiana debe estar abierta al Espíritu, a sus dones y carismas, para que en nuestra vida se materialicen sus frutos.

 

La lectura del evangelio de San Juan nos da otra versión de Pentecostés, diferente pero no contradictoria de la que leímos en Hechos. Para san Juan el Espíritu es un don que procede directamente de Cristo Resucitado: es su aliento, su soplo vital. Él lo transmite, al atardecer del día mismo de la resurrección, a los discípulos reunidos en una casa de Jerusalén, y llenos de miedo por la hostilidad de los judíos. El Señor resucitado se pone en su presencia deseándoles reiteradamente la paz, identificándoseles como el Jesús de Nazaret que ellos habían conocido, el crucificado, pues les muestra las llagas de las manos y del costado. Enviándolos a predicar la Buena Nueva, como el Padre lo había enviado a El. Aquí la imagen del Espíritu es también el viento, el soplo, el aire en movimiento. Pero no el simple viento de la tierra, sino el soplo que sale de las entrañas mismas del Resucitado, pues en El está presente el Espíritu Divino que lo ha resucitado de entre los muertos y por eso puede comunicarlo a otros sin medida.

En el evangelio proclamado, tomado de San Juan, describe a los discípulos que estaban atemorizados, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. ¿Había tenido algún sentido la cruz?

Hoy estamos atemorizados, igual que los discípulos: terrorismo, guerras preventivas, choque de culturas, hedonismo ilimitado, pérdida de valores, paro, drogas... ¿Cuál es el sentido de la cruz hoy? ¿ cuál es el sentido que da a nuestras vidas el resucitado?.

Parece que los cristianos, además de temor, estamos incluso en actitud conformista ante todo lo anterior, nos da miedo exponer en público nuestra creencia, y muchas veces también en privado.

Ante esta situación existencial, los cristianos invocamos al Espíritu. ¡Ven hoy, Espíritu de Dios y haznos testigos, danos la fuerza para salir de nuestros lugares de cristianos cumplidores, sácanos de nuestra comodidad y haznos proclamadores  de tu palabra en nuestro entorno cotidiano, en el trabajo, en el grupo de amistades, en la opción política,.

Al Señor debemos pedirle que no nos falte nunca su Espíritu, porque, de lo contrario, nuestra vida será una vida espiritualmente vacía y estéril. El Espíritu es para nuestra vida como el sol y el agua para la tierra; si nos falta el Espíritu somos sólo cuerpo, vida mundana, egoísmo, consumismo, materialismo puro y duro. Sin Espíritu, la sociedad y cada uno de nosotros en particular, nos convertimos en puro mercado y la vida humana pasa a ser una competición egoísta, una guerra de todos contra todos, en la que siempre ganan o los más fuertes, o los más listos, o los más aprovechados. Una sociedad que no esté movida por el Espíritu Santo será siempre una sociedad desigual y radicalmente injusta, en la que no tendrán lugar ni los más pobres, ni los más enfermos, ni los menos afortunados. Una sociedad que no esté movida por el Espíritu Santo será siempre una sociedad antievangélica y anticristiana. Los discípulos de Jesús debemos levantarnos cada día invocando al Espíritu, al Espíritu del Resucitado, y abriéndole las puertas y las ventanas de nuestra alma para que nos llene de su luz y de su fuerza. Para que podamos así vivir siempre en un Pentecostés inacabado.

En este evangelio también hemos visto cómo desde la primerísima comunidad cristiana ha sido siempre un deber de los discípulos de Cristo reunirse el domingo para celebrar su presencia viva en medio de los suyos.

 En la carta apostólica " Novo Millennio Ineunte ", al concluir el gran jubileo del año 2000 ", publicada el 6 de enero de 2001, San Juan Pablo II presentaba la recuperación de este deber como uno de los puntos programáticos centrales para el milenio que comenzaba: " Por tanto, quisiera insistir, en la línea de la Exhortación « Dies Domini », para que la participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio que se presenta caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en Países de antigua cristianización. En muchas regiones los cristianos son, o lo están siendo, un « pequeño rebaño » (Lc 12,32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. El deber de la participación eucarística cada domingo es una de éstos. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia[22], que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad. " (N. 36).

Repitamos con fe y constancia las estrofas de la Secuencia:

" ¡Ven Espíritu Santo,

llena nuestros corazones,

 enciende en nuestras almas el fuego de tu amor

y renueva la faz de la tierra!

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo
" (Secuencia).

Una última consideración destacar como el texto concluye destacando que el don del Espíritu Santo está asociado al perdón de los pecados. Porque el pecado es como el paradigma, el ejemplo exacto, de todos los males que nos pueden afligir a los seres humanos. El pecado es la injusticia, la opresión, la violencia y la muerte. Él es la causa de nuestra caducidad, de todas nuestras lágrimas y de todas nuestras perplejidades. Cuando el Espíritu divino perdona nuestros pecados es como si volviéramos a nacer y como si el mundo se renovara milagrosamente delante de Dios, liberado de la carga de males con que lo afligen nuestros crímenes.

 

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

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