Ese día el Señor, nos invitó a la conversión. Nos recordó que éramos su viña. Pueblo de su propiedad. Nación consagrada. Y que, esa viña (con higuera incluida) ese pueblo o nación, han de ser cuidados con la oración, la penitencia manifestarse en obras de caridad. ¿Cómo van esos propósitos? ¿Hemos avanzado en algo? ¿Hemos salido del vacío para llenar nuestra vida de contenido? ¿Hemos socorrido alguna necesidad material o espiritual? ¿Nos hemos alejado de algunos aspectos extremadamente opulentos, artificiales o superficiales? ¿Somos conscientes de la variedad de oportunidades que Dios nos da para realizarnos?.
Los textos bíblicos de este Domingo plantean temas importantes para nuestra reflexión: el de la primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) y el salmo responsorial [Salmo 104 (103), 1-2.3-4.6-7.8 y 11]- se refieren al encuentro con Dios que nos libera; en el de la segunda lectura (1 Corintios 10, 1-6.10-12) el apóstol Pablo exhorta a la vigilancia; y en el del Evangelio Jesús nos invita a la conversión, propia de este tiempo de Cuaresma.
nos
encontramos a Moisés en el desierto del Sinaí, en la tribu de Madián, en donde
se casa con la hija del jefe y en donde recibe una formación religiosa y
jurídica conforme a las tradiciones de los nómadas. Seguramente Moisés encontró
al lado de Jetró hasta el nombre del Dios de sus padres y algunos ritos como la
circuncisión (Ex. 4, 24-26). Esta experiencia debió de ser particularmente
interesante para Moisés, que enriquecía así su formación jurídica y
administrativa egipcia con una vuelta a las fuentes tradicionales y una
preparación más apropiada al estado nómada que habría de compartir con su
pueblo.
En este
contexto se sitúa una experiencia religiosa particularmente decisiva. Cuando
estaba apacentando los ganados de su suegro, Moisés, que sin duda no estaba
suficientemente iniciado en las costumbres religiosas de Madián y desconocía la
localización de sus lugares sagrados, penetra casualmente, quizá para ponerse
al abrigo de una tormenta (v. 5), en uno de esos lugares, cerca de Horeb (allí
donde un día volverá a sellar la alianza; al redactor le gustan estas
premoniciones). El recinto rodea un árbol sagrado que es repentinamente
fulminado por un rayo (vv. 2-3).
Moisés medita
sobre estos acontecimientos misteriosos y esta experiencia mística le lleva a
comprender que el Dios de sus antepasados es también el Dios de la promesa (v.
6). La profundización del contenido de esa promesa permite a Moisés abrir los
ojos respecto a la desgraciada situación de los hebreos en Egipto y le hace
comprender que esa situación no puede eternizarse sin que Yahvé quede por
mentiroso. De todo eso llega Moisés a una conclusión: Yahvé no tardará ya en
venir en ayuda de los hijos de aquellos a quienes ha prometido una tierra y una
descendencia numerosa (vv. 7-8).
El encuentro
entre Moisés y Dios es real. Pero Dios está menos en la zarza fulminada que en
el corazón de Moisés, que busca un significado a los sucesos que está
viendo.
Pero un
enviado no tiene probabilidad alguna de ser bien recibido si no dice en nombre
de quién cumple su misión (v. 13).
El nombre que
Moisés revelará a sus hermanos es el de Yhwh-Yahvé (v. 15); quizá se trate del
nombre de uno de los dioses del panteón de aquella época, especialmente
venerado en el Sinaí. Lo que importa es que designe al Dios, un tanto olvidado,
de los patriarcas y de las promesas.
El texto da
una etimología nueva de la palabra "Yahvé": "Yo soy el que
soy" (v. 14). No se trata de una definición metafísica de la naturaleza de
Dios, sino de una afirmación de doble vertiente: una vertiente evasiva en
primer lugar (como cuando decimos en castellano: "hay que hacer lo que hay
que hacer"): Dios, de todas formas, está por encima de todo nombre y no
puede ser aferrado, y también una vertiente histórica: podría traducirse, en
efecto, con mayor exactitud: "seré el que seré", que vendría a decir:
me conoceréis en lo que haré por vosotros: "es la historia la que me
desvelará".
Así, pues, el nombre de Dios salvaguarda su misterio y su trascendencia y descubre al mismo tiempo su inmanencia a la historia y a la misión del patriarca. El hombre actual apenas si ha progresado sobre Moisés cuando quiere nombrar a Dios. Posiblemente experimenta con más fuerza la vanidad de los esfuerzos del mundo y de la metafísica para dar a Dios un nombre válido. Dios no está a merced de los proyectos míticos, ni de los fracasos o de los éxitos de la empresa metafísica. Sin embargo, nosotros sabemos que Dios no puede ser encontrado más que en la condición del hombre, sobre todo desde que esta condición encontró en Jesucristo su clave y finalidad.
. El salmista desde
el principio se siente conmovido por la benevolencia divina y levantando en
alto el estandarte de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo
a sí mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un
grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo
enseguida «con todo mi ser».
En el
versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando
consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E
inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión
panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las
enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso:
y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de
inspiración:
"te colma de gracia y ternura, sacia de bienes
todos tus anhelos y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).
No importa que
digan que somos polvo y humo, y que, incluso, cada uno así lo experimentemos.
La gracia y la ternura revestirán nuestros huesos carcomidos de una nueva
primavera, y habrá esplendores de vida sobre nuestros valles de muerte. ¿Por
qué temer? Una juventud que siempre se renueva, como la del águila, te visitará
cada amanecer; y tus anhelos, aquellos que palpitan en tus estancias más
secretas, serán completamente saciados de dicha. Todo será obra del Señor.
Miedo ¿a qué? ¿Por qué llorar?
En el
versículo 6 el salmista hace una transición: de la experiencia personal pasa a
la contemplación de los hechos históricos protagonizados por el Señor a favor
del pueblo. Fue una historia prodigiosa. Por su pura iniciativa, enteramente
gratuita, el Señor extendió sus alas sobre Israel, que fue tribu nómada primero
y pueblo esclavizado después, errante de país en país, y siempre despreciado
bajo cielos extraños.
Como
protagonista absoluto de la historia, el Señor los defendió contra la
prepotencia de los poderosos, oscureció la tierra de los opresores, en vez de
lluvia les envió granizo, sus viñas y bosques fueron pasto de las llamas, nubes
de insectos asolaron sus campos, y en fin, el terror cayó sobre la tierra
entera. Y así, los opresores no tuvieron más remedio que dejar en libertad a
Israel que fue conducido amorosamente e instalado en la tierra prometida. Todo
esto está sintéticamente descrito en los versículos 6 y 7, y ampliamente
narrado en el salmo 105.
Resuena con
fuerza la palabra Misericordia.
Desde luego no
hay otra palabra que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente los
rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y
hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.
Todas las experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de Israel: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (v. 8).
es un ejemplo
característico de interpretación tipológica del AT. Esta interpretación es
posible gracias a una determinada comprensión de la historia de salvación, en
la que la continuidad de la acción salvífica de Dios permite establecer una relación
entre los tiempos de la antigua alianza y los de la nueva. El dato temporal que
da Pablo cuando habla de «el fin de los tiempos» (v 11) debe entenderse del
momento típico en el cual se sitúan los cristianos: la encrucijada en que acaba
el tiempo viejo y comienza el nuevo y definitivo.
La
interpretación del Apóstol acepta no sólo la historicidad de los hechos
antiguos, sino también la concreta realidad salvífica que significaron para el
pueblo de Israel en un momento determinado. Además de signos externos, eran
actualización de la salvación de Dios o, si se prefiere, el hecho mismo implica
la presencia salvífica de Dios manifestada mediante unos signos.
-"Nuestros
padres... fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar": Todos los
cristianos, tanto los que proceden del judaísmo como de los gentiles, son hijos
de Abrahán, por su incorporación a Cristo, descendencia de Abrahán. El paso a
través del mar Rojo lleva la referencia hacia el bautismo: el paso por el agua
como liberación de la esclavitud y del pecado.
-"Todos comieron el mismo alimento espiritual":
Unos nuevos hechos del Éxodo ilustran la Eucaristía: el maná y el agua que
brota de la roca en el desierto. La expresión "espiritual" se ha
interpretado de varias maneras: como sinónimo de simbólico; o por su origen
milagroso; pero la mejor lectura es referirlo a Cristo resucitado. La
Eucaristía es una comida y una bebida que hacen participar al hombre de la
situación gloriosa de Cristo. Notemos cómo Pablo añade una leyenda rabínica
sobre la roca que seguía al pueblo en el desierto: la roca se convierte en un
símbolo de Cristo.
-"Todo esto les sucedía como un ejemplo": Pese a las maravillas que Dios realizó en favor de su pueblo, algunos cayeron en la idolatría o murmuraron y murieron castigados en el desierto. Conviene que los cristianos lean el AT como una advertencia también para ellos, ya que están insertos en la misma historia de la salvación.
. El texto
evangélico se encuentra dentro de la narración del viaje a Jerusalén. Dos
episodios violentos dan pie a Jesús para notar que no son sólo culpables los
que sufren algún castigo, sino todos: los galileos y los habitantes de
Jerusalén. Y que es necesario, por tanto, entrar en el camino de la conversión.
Jesús es
informado del asesinato de unos galileos por soldados romanos. -"Se presentaron algunos a contar a Jesús lo
de los galileos...": El primer caso es el de unos galileos que fueron
muertos mientras ofrecían un sacrificio. Parecería que se trataba del
sacrificio del cordero pascual que debía realizarse en el recinto del Templo.
No sabemos a qué hecho se refiere el evangelista; per sí sabemos, por ejemplo,
que Pilato actuó violentamente contra los samaritanos cuando subían a su
santuario de Garizim, el año 35 d.C.
Nada dice el
texto acerca de la intencionalidad de los informantes. Por el comentario de
Jesús se deduce que lo que a Lucas le interesa es la lectura religiosa del
hecho. Existía entonces, en efecto, la creencia generalizada de que
determinadas desgracias personales eran consecuencia de un pecado precedente.
Contando con
esa creencia hace Jesús la siguiente pregunta: "¿Creéis que, por haber sufrido tal suerte, esos galileos eran más
pecadores que el resto de galileos?"
Las palabras
posteriores dejan bien a las claras que la pregunta no es en realidad tal, sino
que se trata de un recurso retórico para hacer una afirmación rotunda: Esos
galileos no son más pecadores que el resto de galileos. Para a continuación
añadir: Y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Este añadido es lo que
a Jesús le interesa y no la creencia, en la que Jesús parece más bien no creer
mucho. El problema no está en los muertos; el problema está en los vivos, que
teorizan dando por sentado que la cosa no va con ellos.
Jesús añade un
segundo hecho, a partir del cual formula la misma pregunta retórica cambiando
únicamente de personas. -"Y aquellos
dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé[1]":
En vez de galileos habla de jerosolimitanos. Galilea en el norte, Jerusalén
en el sur. Galilea y Judea, es decir, la totalidad de Israel. La totalidad del
pueblo de Dios es invitado a convertirse.
Se parecería
que es un hecho conocido, recientemente, por los oyentes de Jesús. Uno y otro
hecho desembocan en una advertencia: "si
no os convertís, todos pareceréis de la misma manera".
El texto
concluye con la historia de la higuera que no da fruto, pero a la que no se
arranca en la confianza de que lo dará. La parábola desempeña un doble papel,
crítico y esperanzador. A su vez ilumina el sentido de la conversión, que no es
sólo ruptura con algo mal hecho, sino también realización de algo nuevo y
diferente.
-"Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera...": La parábola que Lucas añade en este contexto refuerza la advertencia sobre la conversión. Los galileos y los que murieron bajo la torre, no murieron porque fueran más pecadores que los demás. Toda muerte repentina debe hacernos mirar hacia nosotros mismos: tenemos un tiempo para nuestra vida y debemos aprovecharlo. La llamada de Jesús es la última oportunidad que se nos da; como en la parábola, a la higuera se le da un tiempo para que no sea improductiva.
Para nuestra vida.
La primera lectura nos presenta la relación entre
Dios y Moisés, sin duda una de las más asombrosas de toda la Biblia. El propio
Señor le enseña a Moisés como ha de comportarse en su presencia. Es, pues, un
ejemplo de una insondable belleza y pleno de lógica. Dios anuncia a Moisés que
librará a su pueblo de la opresión egipcia y que ha de ser el mismo Moisés
quien anuncie a ese pueblo lo que va a hacer el Señor. Y, entonces, la pregunta
es sencilla, muy obvia. ¿Y cuál es tu nombre? ¿A quién tengo que
anunciar? ¿De parte de quien digo que voy? El texto presenta una grandiosa
lección teológica: Dios responde que no tiene nombre, que esta tan grande su
realidad que solamente puede ser definido con una frase demasiado obvia y casi
oscura: “Soy el que Soy”. Al conjugar ese verbo surge la fórmula del nombre
hebreo de Dios “El que es”, Yahvé. Luego, muchos años después, al intentar
pasarlo al griego se dio la traducción de una palabra que da una concreción
ajena al pueblo hebreo, Teos, Dios.
¿Cómo ocurrieron los
hechos?.
"En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su
suegro Jetró..." (Ex 3, 1). Moisés ha huido de Egipto, se ha
refugiado en la tierra de Madián. Él había querido ayudar a su pueblo, se
interpuso en aquella pelea de hermanos, entre aquellos hombres que llevaban la
misma sangre de los patriarcas en sus venas. Pero no aceptaron su mediación, le
echaron en cara el haber defendido con la violencia a un hebreo, tratado con
crueldad por un capataz egipcio. Ante aquella actitud desconcertante de
repulsa, ante aquel peligro de ser denunciado por la gente de su mismo pueblo,
Moisés abandona precipitadamente la corte del faraón y se refugia en la heredad
de Jetró.
Ahora su vida
ha cambiado, lleva cayado de pastor; su piel curtida por el viento solano del
desierto, su vida transcurre por el silencio y la soledad de los campos de
Madián. Un día la voz de Yahvé, el Dios de su pueblo, se dejó oír entre el
chisporroteo de una zarza que arde: "¡Moisés,
Moisés! Y él respondió: Aquí estoy".
La voz de Dios que llama. "El
Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas
contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos" (Ex 3, 7). Israel gime atormentado por la opresión del yugo
de su esclavitud. El faraón pretende exterminarlo lentamente, sacándole todo el
provecho posible, explotándolo miserablemente. El trabajo aumenta y la ración
de comida disminuye. Los hebreos claman en el estrépito del trabajo y en el
silencio de las claras noches junto al Nilo. Dios se compadece de aquella
situación y decide libertarlos. Ese amor infinito del Señor va a desplegarse en
mil prodigios y señales. Él no puede consentir por más tiempo aquella penosa
situación. Es como si no sufriera el ver a los suyos maltratados de aquella
forma.
Demasiadas
veces hoy también hay opresión, también existen injusticias, penas, sinsabores,
angustias, miedos, situaciones insostenibles. Hay muchos que gimen y que lloran
en mil rincones del mundo. Muchos que pasan hambre, muchos que no tienen fe,
muchos que malviven sin ninguna esperanza, muchos que mueren sin un poco de
cariño... Una multitud de seres desgraciados que extiende sus brazos
escuálidos, pidiendo compasión para tanta miseria. También le pedimos a Dios
que vuelva a nuestra tierra, que saque de la esclavitud a quienes están sumidos
en ella, condúcenos con mano firme, a través del desierto, hacia la Tierra de
Promisión.
Como a Moisés también a nosotros nos llama Dios. Ojalá sepamos responder como Moisés: Ojala digamos "Aquí estoy". El Señor espera disponibilidad, rapidez para secundar los planes que tiene para nuestra vida. Prontitud para seguir la voz de la conciencia, la voz del Señor que resuena constantemente en nuestra vida de cada día, pidiendo nuestra colaboración, nuestra lealtad a los compromisos de cristiano, "hijo querido de Dios".
El salmo de hoy, es el gran salmo de la ternura
misericordiosa de Dios. El concepto de amor contiene variados y múltiples
alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de entrar
la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la
transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
La ternura es,
ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la
compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una
carga especial de benevolencia. En las raíces de la ternura, descubrimos
siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la ternura.
Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera que
ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de
debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran
figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.
La Biblia,
cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura
paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura
en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el
contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que
estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño,
perdón, benevolencia. En suma, la ternura.
Las palabras del salmo resuenan en
nuestros labios, “El Señor es compasivo y misericordioso”.
Entre todas las atribuciones que la Biblia da a Dios, es quizás esta la más
frecuente. Antes que juez severo, Dios es padre compasivo; no condena, sino que
salva; no nos envía desgracias, sino ternura; no se enoja, sino que tiene una
infinita paciencia con nosotros.
Cuando oímos decir a tantas personas que Dios es distante, que no se ocupa
de nosotros, que, incluso, se ríe y juega con el mundo; o bien que es cruel y
nos somete a duras pruebas, estamos asistiendo a una triste caricatura de Dios,
¡tan errónea! Qué lejos este Dios deformado y espantoso del Dios de Moisés, del
Dios de Jesús de Nazaret, del Dios que no espera nuestra búsqueda, sino que
sale a nuestro encuentro y se revela, porque le conmueve nuestro dolor y no
puede resistir vernos sufrir más…
Pero Dios está ahí, sufriendo con los que sufren, ayudando con los que
ayudan, alentando la fuerza de los que luchan por sobrevivir y rescatar la
belleza de la vida. Dios nunca se alejó. En todo caso, podríamos preguntar: ¿no
seremos nosotros los que nos hemos alejado de Él?
Los versos de este salmo son una esplendida oración que vale la pena recitar, recordar y meditar en el corazón. Dios es nuestra vida. Él nos libera, de la enfermedad del cuerpo y del alma; el nos da alegría, fuerza, inteligencia, capacidad para discernir. “Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”… Como el sol, que luce para todos, así brilla el rostro de Dios sobre nosotros. ¿Por qué especifica el salmo “sobre sus fieles”? Porque, aunque su amor es para todos, es cierto que no todos sabrán o querrán verlo. Siempre hay quien rechaza la luz… Y a veces necesitamos esos momentos de tiniebla, de tropiezo, de intenso dolor interior, para darnos cuenta de que hemos de cambiar de rumbo y buscar esa luz que se nos ofrece, gratuita, generosamente. En el momento en que giramos nuestro rostro hacia Dios, ha comenzado nuestra conversión.
La segunda lectura, comienza con un aviso para caminantes. “El
que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”, dice el apóstol san Pablo a los
cristianos de la ciudad griega de Corinto (1 Corintios 10, 1-6.10-12),
a quienes él mismo había evangelizado en uno de sus viajes misioneros.
Esta exhortación nos ayuda a reforzar la vigilancia constante para no caer
en la tentación, la hace el apóstol evocando la historia del pueblo de Israel
después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, en su camino por el
desierto hacia la tierra prometida. Durante ese camino, fueron muchas las
tentaciones que experimentaron los hebreos y muchos los que cayeron
descuidándose y dejándose seducir por los apetitos desordenados. Pero también
hubo un resto de personas que permanecieron fieles a Dios, poniendo toda su
confianza en él y esforzándose para no apartarse del camino del bien.
El plan de
Dios se va cumpliendo inexorablemente, siglo tras siglo. San Pablo relata el
camino recorrido por Moisés y el pueblo hebreo diseñado por “El que es”. Un
camino que es válido para los habitantes de Corinto.
Destaca san
pablo como en ese peregrinar por el desierto ya estaba prevista la salvación
ejercita por Cristo Jesús. Él era la fuente de agua viva necesaria para
subsistir en terreno de zarzas y alimañas y, también, alimento venido del cielo
para recorrer el camino hacia la salvación. El hecho de haber sido elegido por
Dios no da ya al pueblo ninguna garantía mágica de salvación
(1 Cor 10,1-6.10-12). Los israelitas durante el éxodo experimentaron las
grandes hazañas realizadas por Dios a su favor: estuvieron protegidos por la
nube, atravesaron el mar, comieron el maná, bebieron agua que brotó
milagrosamente de la roca. Pero esto no les sirvió de nada a muchos que no
agradaron a Dios con su conducta pecadora: codiciaron el mal, protestaron.
Lo dicho por San Pablo, no es una historia pasada sino que constituye toda una advertencia de lo que nos puede pasar a nosotros si no nos convertimos en serio. De nada nos servirá el decir que somos cristianos, miembros de la Iglesia, si luego nuestra conducta es más bien la de los paganos.
También a nosotros los cristianos, nos parece exagerado o inapropiado a veces el Antiguo Testamento para nuestro concepto de fe y de religión. Y, sin embargo, todo está relacionado. Dios Padre, “El que es”, procura, intenta, a lo largo de toda la descripción veterotestamentaria, que su pueblo no le olvide, que no adore a ídolos, a dioses extranjeros”. Está, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, esperando en lo alto del promontorio del camino a que aparezca la figura del hijo perdido. En un momento dado, en un tiempo ya de madurez de la existencia humana, ese Dios totalmente enamorado de un pueblo, siempre díscolo y errático, envía a su propio Hijo –se envía a sí mismo—para lograr la reconciliación definitiva. Si la disponibilidad de Dios está siempre presente, ¿hemos, nosotros, de darle la espalda?, ¿no hemos de corresponder a ese amor entregado con un estado de cosas más afín a lo que el Señor quiere?.
El Evangelio
vincula la paciencia con el crecimiento, la vida y los frutos de la higuera.
Unos
desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos
galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más,
Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya
mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.
No sabemos por
qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que
les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan
ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte
sacrílega en su propio templo?
Jesús responde
recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de
dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana
a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma
afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su
intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».
La respuesta
de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que
las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios
"justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o
allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.
Después,
cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones
teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las
víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los
enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de
Dios a la conversión y al cambio de vida.
Jesús toma
ocasión de esos hechos en los que algunos han sufrido la muerte, para recordar
a sus oyentes. Y a todos nosotros, que es preciso convertirse para no perecer
por nuestras culpas, para que si viene el mal nos sirva de salvación y no de
condenación. Sí, hemos de arrepentirnos de nuestros pecados, hemos de cambiar a
una vida santa, si realmente queremos estar con Dios. Y que nadie diga que él
no necesita convertirse. Si alguno piensa de esa forma, es un pobre soberbio
que más que nadie corre el peligro de ser castigado por Dios. Recordemos otra
vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras
que el impío cae y permanece en su caída. La diferencia entre uno y otro no
está, por tanto, en que uno peca y el otro no, sino en que uno se arrepiente y
se convierte, mientras que el otro se obstina en su pecado.
"...y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo” (Lc 13, 3).De ordinario
tendemos a juzgar con ligereza a los demás. Nos inclinamos a pensar mal acerca
de la conducta de los otros. En el pasaje de este evangelio algunos se acercan a
Jesús para contarle que unos galileos han sido ejecutados por Pilato. El Señor
les escucha y al mismo tiempo lee sus pensamientos. Por eso les pregunta si se
creen que aquellos que murieron eran más pecadores que los que se libraron. Si
piensan así, están equivocados. Los males que sobrevienen al hombre no siempre
se han de considerar como un castigo de Dios. A veces puede incluso ser un bien
inapreciable, una ocasión para purificar el alma, un sacrificio que ofrecer al
Señor en reparación de los pecados propios y ajenos, una oportunidad para
unirse a Jesús crucificado y cooperar con el propio dolor a la redención de las
almas. Por tanto, no seamos ligeros al juzgar, ni pensemos que el mal que nos
puede sobrevenir es señal de una culpa, que Dios castiga. Alguna vez puede ser
así, pero no siempre lo es.
Termina el
pasaje evangélico con la parábola de la higuera que no acaba de dar fruto. Tres
años sin echar higos, deciden al dueño a cortarla de una vez. Pero el viñador
le pide al amo un año más. Él la cavará y la abonará bien, a ver si así da
fruto, y si no, se cortará el árbol.
La higuera a
la que se refiere el texto evangélico es el pueblo de Israel, pero nosotros
deberemos aplicar esta parábola de la higuera estéril a la actualidad de la
Iglesia, a la vida de cada uno de nosotros. Confiar en la misericordia
salvadora de nuestro Dios no puede llevarnos a ir retrasando nuestro propósito
de conversión hasta el último día de nuestra vida. Dios quiere que nos
convirtamos ya hoy, que no lo dejemos para mañana. Si la cuaresma es un tiempo
especial de conversión, no dejemos que pase esta cuaresma sin un propósito
firme de conversión. Para eso, abonemos todos los días nuestro corazón con
obras de misericordia, con amor y con espíritu de sacrificio.
La vida crece despacio, tiene sus horas, sus tiempos, nos hace ir por
muchos caminos y rodeos, especialmente cuando se refiere a nuestro crecimiento
espiritual, muchas veces somos como la higuera del Evangelio. Quien no ama la
vida no tiene paciencia con ella. Dios es el gran paciente porque es el amor y
fuente de toda vida. Removemos la tierra, quitemos todo aquello que hace
infecunda nuestra vida y dejemos que la Gracia de Dios la abone.
Como la higuera estéril chupamos del terreno que hay a nuestro alrededor
sin pensar que los demás esperan los frutos. No podemos negar hoy la vigencia
de criterios tales como la "utilidad", la "rentabilidad"...
a la hora de juzgar, no sólo cuestiones económicas, sino aprecios y valías de
las personas, comportamientos sociales y personales. Valoramos lo práctico, lo
útil, lo que es rentable. Nos hemos instalado en la mediocridad. ¡Y ni siquiera
nos molesta! Hemos acabado acostumbrándonos a ella, como termina uno de
acostumbrarse a una vieja prenda o a un vecino desagradable. Se nos ha dado casi
todo, pero... ¿Estamos produciendo los frutos que Dios espera de nosotros? Tal
vez tu vida esté siendo también estéril... porque estás centrándola en torno
tuyo y todo lo valoras en la medida en
que te sirven. Dar fruto significa justamente lo contrario. Es estar pendiente
de quien necesita algo de ti: una palabra, un gesto, una parte de tu tiempo...
Dar fruto es estar disponible, ser servicial, pensar en los demás, ser capaz de
amar al otro sin exigir respuesta... Dios espera que dé frutos. Debes ser capaz
de dar frutos si no quieres que tu vida transcurra lánguida y mediocre.
Practicar la misericordia y la compasión es dar frutos de amor.
La parábola de
«la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una
clara advertencia para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros. No hay
que perderse en lamentaciones estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida
en Cristo y despertar la creatividad y los frutos del Espíritu.
Miremos
nuestra vida, veamos si somos como esa higuera, consideremos que quizá sea este
el último año que el Señor nos concede para que demos el fruto debido. Tratemos
de rectificar nuestra conducta indolente, nuestra vida vacía de amor a Dios y
de buenas obras. Hagamos un esfuerzo para conseguir frutos de penitencia, no
sea que el Señor se acerque a buscar nuestro fruto y estemos sin él.
Hoy el
evangelio nos reconcilia con el Dios de la misericordia y de la paciencia.
Interpretando Jesús unos hechos recientes de muertes violentas y desgracias,
enseña claramente que no son castigos, que Dios no entra en ese juego. Lo mismo
dirá cuando le pregunten sobre el pecado del ciego de nacimiento. Que nadie
juzgue al otro. Que todos nos juzguemos a nosotros mismos.
No acabamos de
convencernos de que Dios no castiga, que Dios no quiere la muerte, que todo
sucede según las leyes naturales, para malos y buenos. Es casi blasfemo decir,
cuando alguien muere prematuramente: «Dios lo ha querido», «Dios se lo ha
llevado». ¿Tanta prisa tiene Dios, con toda una eternidad por delante? ¿Le
necesitaba Dios más que sus hijos o sus padres? La diferencia entre los buenos
y los malos no está en que se sufra más o menos, sino en la manera de sufrirlo.
El Dios de la
paciencia. Dios no castiga, sino que espera, como el agricultor el fruto. Una
paciencia infinita, un año y otro... y otro.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1]
Se trata de una de las torres de la
antigua muralla de Jerusalén, cerca de la piscina, en el torrente Cedrón.
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