sábado, 5 de diciembre de 2020

Comentario a las Lecturas del II Domingo de Adviento 6 de diciembre de 2020

 Primera lectura Libro de Isaías (Is 40, 1-5.9-11) 

El responsorial es el salmo 84, 9-14.

Segunda lectura: Segunda carta del Apóstol San Pedro (2 Pe 3, 8-14)

El  evangelio es de San Marcos (Mc. 1, 1-8). 

Hoy  entra en escena un personaje singular: Juan Bautista. Llamaba la atención por su forma de vestir, por su alimentación (un tanto peculiar) y, sobre todo, por su forma de ser: no cuidaba tanto de su cuerpo como de la esperanza del Pueblo de Israel. Era una trompeta que rompía de arriba abajo el silencio sobre el Mesías y emplazando a la conversión; a mirar de 
otra forma la venida del Salvador; a regresar de los palacios de la injusticia, del todo vale o de la comodidad.

Este segundo domingo de Adviento y el siguiente –el Tercero— la figura del Bautista es eje central para nuestra meditación. Desde la austeridad, la justicia y la honradez, Juan se dirige a sus contemporáneos y les anuncia que la llegada de Dios está muy cercana. Les pide reordenar sus vidas, mejorar sus caminos y pedir perdón por sus pecados. Y ello es igual para nosotros hoy: no podremos cambiar si no somos capaces de entender y evaluar con honradez nuestras propias faltas. Podemos, tal vez, tener en el corazón un rescoldo de presencia del Señor, pero su nuestra vida cotidiana está marcada por el desorden, por la injusticia, por la insolidaridad, por el pecado en definitiva; no podremos ver a Jesús aunque El pase por delante de nosotros. Y lo primero de todo, por tanto, es nuestra disponibilidad, hacer el camino posible. Si no estamos dispuestos a recibir el Señor el tiempo de Adviento no sirve para nada.

En la primera lectura vemos como las palabras de Dios son consuelo porque son acción: hacen lo que dicen. Y Dios pide «perdón». El pueblo ha purgado su gran pecado -doble pecado y se encuentra dispuesto, tras la «instrucción» de Dios en el destierro, a se­cundar sus planes. Dios olvida la injuria y tiende de nuevo la mano amiga para abrazar a sus fieles. Es el abrazo santo y creativo del pacto. Con él sus dones y su bendición; más, él mismo. El los acompañará, el los guiará; él será su fuerza, él será su gloria. Y tal va a ser la explosión de su poder que hasta las más lejanas gentes quedarán estupefactas: todas las naciones con­templarán la gloria de Dios. Dios ha hablado.

La voz se expande por valles y collados, por páramos y vergeles, por frondas y desiertos. La recogen los barrancos, rebota en las laderas y el viento viajero la silba por soledades, cobijo de alimañas y fieras.  Avanza  fuerte por el camino que conduce a Jerusalén. El Señor viene con su pueblo; el Pastor, solícito, al frente de su rebaño hacia los pas­tos de Sión. Y las criaturas todas, a la voz de su Amo, tocadas de su presen­cia, dan paso fácil al pueblo que lo aclama. Un nuevo Éxodo, una creación nueva. El poeta inspirado lo ha oído; lo proclama y lo lanza al viento. Dios consuela a su pueblo con un abrazo eterno.

También a nosotros llega hoy, el gran Rey con ánimo de morar en nuestros corazones, de entablar nuevamente una amistad profunda con cada uno de nosotros. Por eso es preciso prepararse, despertar el dolor del amor herido por ofenderle, el ansia de reparar nuestras culpas y el deseo de hacer una buena conversión para recomenzar una vida limpia y alegre.

El Señor llega cargado de bienes, él mismo es ya el Bien supremo. Viene con el deseo de perdonar y de olvidar, de prodigar su generosidad divina para con nuestra pobreza humana. Viene con poder y gloria, con promesas y realidades que colmen la permanente insatisfacción de nuestra vida. Este pensamiento de la venida inminente de Jesús, niño inerme en brazos de Santa María, ha de llenarnos de ternura y gozo, ha de movernos a rectificar nuestros malos pasos y enderezarlos hacia Dios.


Salmo responsorial es un salmo de lamentación,  con oráculo de salvación.

El estribillo mantiene el tono de súplica " muéstranos, señor, tu misericordia y danos tu salvación; el cuerpo del salmo, el oráculo de salvación. A la súplica confiada responde la voz salvadora de Dios. Es la se­cular experiencia de Israel. Dios responde siempre que el hombre lo invoca. Gran dignidad del hombre, gran bondad de Dios. Excepcional fuerza del hombre, consoladora «debilidad» de Dios. La voz del cielo es eficiente, lleva la vida; la tierra, solícita al eco, capaz de germinar. Del cielo la lluvia; del vientre de la tierra, fecundado, la flor. Del cielo la paz y la justicia, la fideli­dad y la misericordia. «Voy a escuchar lo que dice el Señor».

Escuchemos la paz y hagamos la paz; oigamos la justicia y seamos justos; recibamos la mi­sericordia y hagamos misericordia; cobijémonos en su fidelidad y Domingo II de Cuaresma fieles. Perfecta colaboración a la voz de Dios. Y la voz creadora de Dios, su Palabra, es Cristo Jesús. He ahí la paz que llueve el cielo. He ahí la misericordia hecha carne. He ahí la justicia, rocío divino que justifica. He ahí la Fidelidad de Dios, fruto Magnífico del Espíritu en el vientre de María. Escuchemos su voz: ¡Nos anuncia la Paz! Son los bienes mesiánicos.

El salmista conoce el constante actuar de Dios sobre su pueblo; por esto está seguro de él, se fía de él. Y así con certeza y delectación, habla a continuación de la felicidad escatológica, anunciada por los profetas, que brotará de aquella Alianza observada con fidelidad.

De la tierra, de la gente, brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé. Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades momentáneas.

Si de la tierra brota la fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé.

Esta justicia amorosa de Dios marchará delante de él, lo precederá, se hará notar en seguida. Y la salvación del pueblo seguirá sus pasos: habrá una compenetración total, perfecta, entre Dios y su pueblo.

Visión anhelada, suspirada por todos, que el Apocalipsis ha visto hecha realidad en la gloria de Cristo y su Iglesia. Visión que muchas veces ha sido realidad en el pueblo de Dios, en la vida de los santos, de muchas comunidades que se han sentido llamadas a una mayor correspondencia y compromiso, y se ha visto brillar la alegría, la paz, el amor fraterno, el auténtico espíritu del Evangelio.

 

La segunda lectura es una fuerte y segura llamada a la esperanza escatológica. Estamos llamados a vivir en  un mundo nuevo. No se trata de repetir la creación. Es una creación de naturaleza completamente nueva. Un mundo donde habite la justicia. La carta a los hebreos lo llama «Descanso» de Dios, Dios mismo. Cristo tiene la llave. El nos abre la puerta. Algo grande, algo inefable, algo divino. El momento se aproxima, está a las puertas, no tardará. ¿Qué son los años, qué son los siglos, qué los milenios? ¿No fue ayer cuando el Altísimo sopló la luz, esparció las estrellas, encendió el sol, soltó la luna y modeló la tierra? ¿No fue ayer cualquier acontecimiento de la historia? ¿No somos no­sotros ya de ayer camino del «Mañana»? ¿Qué es el tiempo para Dios? ¿Qué queda de todo ello? Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Ese es nuestro destino, esa es nuestra Patria. Fuera de ella seremos como ser sin sentido, como mar sin agua, como luz sin luz.

El Señor lo ha prometido. El Señor viene. Sólo la misericordia lo retarda. El Señor tiene paciencia. Hermosa paciencia esta que nos invita a vivir un «Hoy» de gracia, despertando de ese ayer borroso para entrar en un «Mañana» espléndido, lleno de luz y de sol. Vigilancia pues para el que duerme -vendrá como ladrón-, paciencia para el que suspira, vida santa y pura para el que espera. Puro y santo, en justicia, es el mundo nuevo que esperamos. Así la preparación.

Fijémonos en la frase siguiente de San Pedro  "esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia".

Los cielos nuevos han comenzado ya a existir con el triunfo de Jesús resucitado y la tierra nueva también empieza a nacer con el triunfo de Jesús y la obra del creyente unido a él (cf. Ap 21. 1). Son maneras muy peculiares de describir la existencia cristiana que constituyen lo básico del programa de los que siguen a Jesús. El trabajo cristiano, cuando se realiza en esta línea, viene a demostrar que esto es algo más que una utopía cualquiera.

Habla de justicia y no de riqueza o de bienestar físico. Pedro narra en su Segunda Carta un tiempo final y a alguno si tiene inclinaciones milenaristas le agradaría dicho comentario, si no fuera porque lo que espera Pedro en la Segunda Venida del Señor es esencialmente muy parecido a la que se ha producido tras de la Primera es una tierra nueva o vieja "donde habite la justicia". Por tanto, lo más importante del mensaje que nos trae este segundo domingo de Adviento incide en la espera atenta a la llegada del Señor Jesús. Es tiempo pues de conversión. No lo dejemos pasar.

Este último fragmento de la segunda carta de Pedro contiene una llamada a la santidad, una exhortación final y una doxología. Pero ni la llamada a la santidad ni la exhortación hacen otra cosa que volver sobre los aspectos que más interesan al autor con respecto al tema central que lo ha movido a escribir: la venida final del Señor. Es evidente que también aquí usa ciertos clisés literarios sobre las postrimerías: «Ese día incendiará los cielos, hasta desintegrarlos, atrasará los elementos hasta fundirlos» (v 12). Sin embargo, el elemento que el autor quiere retener y subrayar, porque le parece acorde con la revelación, no es precisamente el terror de la destrucción, sino «el cielo nuevo y la tierra nueva»: «Ateniéndonos a su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia» (13). El autor está seguro de ello porque Is 65,17 y 16,22 lo habían anunciado ya; por eso los cita.

Dos palabras resuenan: Paciencia y esperanza. Son dos virtudes que se necesitan mutuamente, y mutuamente se engendran y se sostienen.

La paciencia es impensable sin una esperanza en el horizonte. La esperanza alegra y dinamiza la paciencia, llevándola hasta límites insospechados. Dios, tiene mucha paciencia con nosotros, porque espera «que nadie perezca». Tengamos también paciencia nosotros, sin límites, y crezca nuestra esperanza también sin límites hasta que consigamos «un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia». El tiempo no importa -un día o mil años-, lo que importa es la intensidad y la calidad: esperemos confiando en «la promesa del Señor», esperemos con «una vida santa y piadosa», esperemos siendo «inmaculados e irreprochables». Este tipo de esperanzas no sólo consigue lo que desea, sino que adelanta lo esperado: «Apresurad la venida del Señor». Diríamos que en la misma esperanza ya está el Señor. En toda esperanza hay algo de la realidad deseada.

 

El evangelio de hoy nos invita a recordar lo que significa la palabra evangelio, "Buena Nueva". Algo bueno, algo grande. Algo capaz de hacernos felices, algo capaz de rebosar esta vasija de barro. El mensaje toca al individuo y toca a la so­ciedad; toca al cuerpo y toca al alma, toca lo más profundo del espíritu. Una Buena Nueva que nos transforma, que nos eleva, que nos «realiza» según el plan de Dios nuestro Creador. El portador y consumador es Cristo, Hijo de Dios. Y la Buena Nueva nos la trae a nosotros. Nosotros somos los destinatarios.

La Buena Nueva que debe hacernos felices comienza con un llamamiento a la penitencia, a la conversión. Hay que volver. Hay que reco­nocer la propias culpas, hay que dejar los malos hábitos, hay que pedir per­dón. La figura del heraldo es sintomática. Un hombre suelto y libre. Sin pa­lacios, sin ropajes, sin adornos, sin ataduras de ninguna clase. Voz de Dios en el desierto. Una piel de camello, un cinturón, un puñado de saltamontes. Libre de toda traba y de todo impedimento. Todo un hombre.

¿No es esto una buena lección? ¿Qué buscamos con tanto afán de este mundo que pasa? ¿Qué pretendemos llevarnos para ese «Mañana» radical­mente nuevo? ¿No nos comportaremos como unos idiotas atiborrándonos de sanguijuelas que nos desangran? ¿No nos sucederá como a esos buitres que se hinchan de carroña y después no pueden volar? ¿Cómo vamos a ser la voz del Señor si nos tapamos la boca? Actual y cristiano: una vuelta a al senci­llez y a la austeridad.

El Evangelio acomoda a Cristo el texto de Isaías. Así recibe su mejor cumplimiento. Cristo cura, Cristo sana, Cristo salva, Cristo lava los delitos, Cristo perdona las culpas, Cristo reconcilia con el Padre. Cristo confiere el don divino del Espíritu Santo. Somos renovados, somos transformados, somos hijos del Padre. Somos sus confidentes, somos sus amigos, somos herederos de su Gloria. Somos hacederos de su Reino. A todo eso llamamos Salvación y nos quedamos cortos. La Salvación opera ya desde ahora en forma admirable, pero el «Mañana», el Día Grande del Se­ñor, nos lo revelará por completo. Hay que prepararse. Hay que hacer peni­tencia y creer en el Evangelio.

Hoy el evangelio nos presenta un pregonero de Cristo , pregonero que previamente había enderezado su propio camino con una existencia nítida, radical y vociferaba a disponer unos caminos dignos por los que, el Señor, pudiera entrar. Y es que, muchos de los que añoraban a Jesús –al igual que nosotros mismos- elegían las avenidas más cómodas, y no precisamente las más santas, para hacerse los encontradizos con El. Dios venía por un camino y el pueblo iba por otro. En dirección contraria.

Juan Bautista, nos pone contra las cuerdas. ¿Qué camino estamos construyendo para la llegada del Salvador? ¿Nos preocupamos de despejar la calzada de nuestra vida de aquellos escollos (envidias, orgullo, soberbia, malos modos, egoísmo….) que convierten nuestra fe en algo irrelevante o simbólico?.

Juan el Bautista es una voz no escuchada ya, aunque siga clamando en el desierto. Bien pudiera ser que el entorno festivo, luminoso y bullanguero de la próxima Navidad nos impidiera oír la voz de Juan. Es buena y muy útil la alegría navideña. Pero esas manifestaciones de júbilo son solo una parte de un todo. Lo esencial es que esperamos el Nacimiento del Niño Dios y ese Niño viene a salvarnos. Si no somos capaces de hacer caso a Juan y enmendar nuestras vidas estaremos muy alejados de lo que Dios nos pide. La tragedia sería que no oyéremos a Juan, que no hiciéramos nada para iniciar una nueva etapa de nuestra conversión y que el único cuidado que realizáramos de cara a la Navidad es vigilar nuestro peso para luego no engordar demasiado. ¿Es esto último una broma? No, desde luego. Porque hay gentes que solo piensan en cosas y efectos materiales. Juan dice que "detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero é1 os bautizará con Espíritu Santo."

En estos próximos días (aunque en algunos lugares ya lo han llevado a cabo semanas atrás por intereses meramente comerciales) se adornan las calles y plazas como antesala de la Navidad. ¿Cómo vamos adornar nuestra vida? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a iluminar el interior de cada uno de nosotros para que, el Señor, cuando nazca pueda entrar con todas las de la ley al fondo de nuestras vidas y nacer de verdad?

Ojala que en estos días que restan para el acontecimiento de la Navidad no nos dejemos seducir por lo que desvirtúa y mancilla la belleza y la grandeza de esos días. Desde ahora, y con una profunda revisión de nuestra vida cristiana nos comprometamos, de la mano de Juan, en encauzar lo que está torcido, iluminar lo que está oscuro, retornar de senderos equivocados, agarrarnos al poder y fuerza de la oración o pedirle al Señor que nos ayude a convertirnos a Él arropados por esa otra versión del mundo, de las personas, de los acontecimientos, del amor y de la paz que nos trae y nos da el Evangelio.

Equivocarse de caminos no es malo…siempre y cuando regresemos a tiempo de ellos.

El Nacimiento, el inicio de la vida de Jesús en la Tierra, es también el principio de su gran hazaña salvadora y redentora. No debemos olvidarlo.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 

 

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