Comentario a las Lecturas del Domingo XX del Tiempo Ordinario 16 de agosto
de 2020
La Palabra de Dios que hoy
escucharemos nos recuerda que el don de la salvación está abierto a todas las
personas que se abren al Dios de la vida. Por eso, ni Israel ni nadie de
nosotros tenemos “la exclusiva” de la salvación. Dios la ofrece a todos.
Así nos lo presentará el
mensaje evangélico de hoy, como también el resto de las lecturas de este
domingo. Jesús nos descubrirá que es la FE la que abre todas las puertas. Aquella
mujer pagana del evangelio, con su insistencia, nos muestra que ésa es la clave
de la nueva situación. Nosotros, también, somos invitados por el mismo Señor
Jesús a acoger el don del Padre, acogiéndole a él mismo.
La primera lectura es del libro de Isaías (is56, 1. 6-7) Es un texto
comprendido entre los capítulos 56 y 66, ambos incluidos; estos capítulos
constituyen una composición de varias colecciones menores, atribuidas a un
mismo autor, al que llaman los comentaristas Tritoisaías, esto es, tercer Isaías.
Es claro que el texto corresponde en éstos a una situación nueva: Ha pasado el
destierro en Babilonia y ha llegado, gracias al edicto de Ciro el persa, la
repatriación de los judíos. Son los años primeros después del retorno, hacia el
530 antes de Cristo. La ciudad, con su templo y sus murallas, es todavía un
montón de ruinas. Urge la restauración material y espiritual del pueblo, pero
no va a ser fácil ni mucho menos. Por de pronto, los colonos asirios, que
habían reemplazado a los israelitas en Samaría, se opondrán a la reconstrucción
del templo (Esd 4). Ante estas dificultades, el pueblo se desanima y pierde la
esperanza en una salvación tantas veces prometida y que no acaba de llegar. Es
entonces cuando viene la palabra de Dios: "Guardad el derecho, practicad
la justicia...".
La mayoría de los poemas de este libro son posteriores
en un siglo al destierro. En él define el profeta las condiciones de admisión
de los paganos en el culto del templo. (...). De repente nos encontramos con
una serie de exigencias divinas que van desde la práctica del derecho y la
justicia -aquí identificable con el cumplimiento de la voluntad de Dios hasta
en los más mínimos detalles- hasta la rigurosa observancia del descanso
sabático. Cierto que en la legislación deuteronómica la guarda del sábado era
un signo externo, como la circuncisión, de fidelidad a Yahvé. Lo decadente
ahora es que se insiste más en él como medio de justificación que en la
confianza en Yahvé. Es que en la medida en que la fe disminuye se intenta paliar
con obras externas la ausencia de interioridad. Jesús criticará duramente esta
postura o concepción de lo religioso encarnada en el fariseísmo y cuyas
expresiones son tan antiguas como actuales.
Sin embargo, fieles a la doctrina de su maestro, el
Segundo Isaías, seguirán proclamando la universalidad de la salvación aplicada
a los casos concretos. Tales son los eunucos, árboles secos, que recibirán un
nombre o dignidad personal en la casa de Dios superior al que pudieran haber
alcanzado con numerosa prole.
La Ley los excluía del culto comunitario. Pero ya
había dicho el maestro que los caminos de Yahvé eran opuestos a los de los
hombres. También ellos tendrían su puesto de honor. Los extranjeros, criticados
por Ez de encontrarse entre los que servían al templo, son ahora igualmente
justificados. Podrán servir a Yahvé en el templo. Condición única es guardar el
sábado y formar parte de la Alianza adhiriéndose firmemente a ella. A cambio
podrán ofrecer sacrificios y holocaustos. El universalismo no puede ser mayor.
Y ¿por qué insiste tanto nuestro texto con el precepto
de guardar el sábado? Casi es más pecado que los antiguos predicadores con sus
anatemas contra los que no iban a misa. En este texto el guardar el sábado no
se refiere a una "práctica" ritualista y externa (como ocurría en
tiempos de Jesús) sino una "actitud".
Por eso, guardar el sábado es cumplir con las
exigencias de la justicia (Am. 5, 7-24; Is 5, 7...), es perseverar en las
exigencias fundamentales de la Alianza (vs. 2. 4. 6), es ... En el destierro,
lejos de la patria y con el templo derruido, el sábado vino a ser el único
signo distintivo de los que creían en el Dios de Israel.
La razón que se da de este universalismo cúltico y
consiguientemente salvífico es "porque mi casa será llamada casa de
oración". La frase se quedará estereotipada en la tradición
judeocristiana. Todavía hoy se encuentra escrita en el frontispicio de muchas
sinagogas. ¡Qué pena que nosotros la hayamos cambiado por "casa del
pueblo" jugando con términos equívocos y ajenos a la tradición bíblica! Un
profeta desconocido nos despejará estas incógnitas en los vs. 4.6. -Texto:
Empieza el relato con una exhortación genérica a practicar el derecho y la
justicia. Pero ¿en qué consiste esta práctica? Jeremías nos dará la respuesta:
liberar al oprimido, no explotar a los marginados... (Jr 22, 3). No caigamos en
juridicismos y legalismos; practicar el derecho consiste en no hacer mal a
nadie (v2.: aspecto negativo) y en amar a todo ser humano (aspecto positivo del
mandato). Es la exigencia fundamental de la Nueva Alianza.
En los vs. 6 ss. se deja sentir una dura crítica
contra ciertas tendencias racistas de los miembros del pueblo de Israel. Y por
eso, a los extranjeros (-no pertenecientes a la comunidad) se les promete una
plena inserción en ella, pero no se trata de una inserción legalista y
ritualista o cultural sino existencial. Lo importante es la actitud de estos
extranjeros con la voluntad del Señor; si éstos practican la justicia, si
protegen al desvalido, si... cumplen con lo que Dios nos exige, pertenecen de
pleno derecho a la comunidad de Dios por mucho que la legislación del
Deuteronomio diga lo contrario. La ley nunca puede ser norma suprema; a la
comunidad divina no se pertenece por decreto, leyes..., o se deja de pertenecer
por excomuniones, monitum..., sino por libre decisión en sumir las exigencias
del Señor.
Termina el texto con esta afirmación: el Dios que
liberó a Israel continúa hoy liberando, añadiendo nuevos pueblos a su comunidad
(v. 8).
El responsorial
es el salmo 66, (Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8). Este salmo -de tres estrofas
con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la bendición
sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga
resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro
y te dé la paz» [es la bendición de Aarón, fuente de la bendición de San
Francisco]. Parece que fue compuesto como acción de gracias con motivo de la
cosecha. Quizá se cantara en el templo con motivo de las tres grandes fiestas
anuales -Pascua, Pentecostés y Tabernáculos-, en las que se daba gracias por la
salida de la esclavitud de Egipto, por las primicias de las cosechas y por la
terminación de la recolección de los frutos (Ex 23,14-16).
El salmista sabe elevarse de
las bendiciones temporales otorgadas a Israel a la bendición universal sobre
todas las gentes, como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos
deben alegrarse y felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre todo el
universo. Estas alabanzas que ahora dirige a Yahvé el pueblo escogido, deben
repetirse por gentes de todas las naciones; la perspectiva es universal y
mesiánica.
(vv. 1-3). El salmista inicia su poema
comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una proyección
universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el resplandor de la faz
de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando priva a
alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su ayuda y
protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí considera al
pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o modos de proceder
de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a Israel será como una
lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia Dios. La
glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a los que
le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus caminos.
(vv. 5-6). Todas las gentes
deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las
riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que
llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar seguridad a sus
fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en
la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las naciones, vinculadas
al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a Abraham sobre todas las
gentes (Gn 12,2). Por eso se invita a todos los pueblos a unirse en alabanza
del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo conforme a sus designios
salvadores.
Acción de gracias por la
cosecha
(vv. 7-8). La benevolencia divina se ha manifestado concretamente en la
abundancia de los frutos de la tierra. El salmista, agradecido por los
beneficios recibidos, vuelve a implorar la bendición divina para su pueblo.
Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben
reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo
con equidad (v. 8).
Así
comentó San Juan Pablo II este salmo
“1. «La tierra
ha dado su fruto», exclama el Salmo que acabamos de proclamar, el 66, uno de
los textos introducidos en la Liturgia de las Vísperas. La frase nos hace
pensar en un himno de acción de gracias dirigido al Creador por los dones de la
tierra, signo de la bendición divina. Pero este elemento natural está
íntimamente ligado al histórico: los frutos de la naturaleza son considerados
como una ocasión para pedir repetidamente que Dios bendiga a su pueblo (Cf.
versículos 2. 7. 8.), de modo que todas las naciones de la tierra se vuelvan a
Israel, tratando de llegar a través de él al Dios salvador.
La composición ofrece, por tanto, una
perspectiva universal y misionera, tras las huellas de la promesa divina hecha
a Abraham «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Génesis 12, 3;
Cf. 18, 18; 28, 14).
2. La bendición divina pedida por Israel se
manifiesta concretamente en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, es
decir, en el don de la vida. Por ello, el Salmo se abre con un versículo (Cf.
Salmo 66, 2), que hace referencia a la famosa bendición sacerdotal del Libro de
los Números: «El Señor te bendiga y te guarde; ilumine el Señor su rostro sobre
ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números
6, 24-26).
El eco del tema de la bendición resuena al
final del Salmo, donde reaparecen los frutos de la tierra (Cf. Salmo 66, 7-8).
Ahí aparece este tema universal que confiere a la espiritualidad de todo el
himno una sorprendente amplitud de horizontes. Es una apertura que refleja la
sensibilidad de un Israel que ya está dispuesto a confrontarse con todos los
pueblos de la tierra. La composición del Salmo debe enmarcarse, quizá, tras la
experiencia del exilio de Babilonia, cuando el pueblo comenzó a experimentar la
Diáspora entre las naciones extranjeras y en nuevas regiones.
3. Gracias a la bendición implorada por
Israel, toda la humanidad podrá experimentar «la vida» y «la salvación» del
Señor (Cf. versículo 3), es decir, su proyecto salvífico. A todas las culturas
y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a los pueblos
y a las naciones de todas las partes de la tierra, guiando a cada uno hacia
horizontes de justicia y paz (Cf. v. 5).
Es el gran ideal hacia el que estamos orientados,
es el anuncio más apremiante que surge del Salmo 66 y de muchas páginas
proféticas (Cf. Isaías 2,1-5; 60,1-22; Jonás 4,1-11; Sofonías 3,9-10; Malaquías
1, 11).
Esta será también la proclamación cristiana
que delineará san Pablo al recordar que la salvación de todos los pueblos es el
centro del «misterio», es decir, del designio salvífico divino: «los gentiles
sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en
Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Efesios 3, 6).
4. Ahora Israel puede pedir a Dios que todas
las naciones participen en su alabanza; será un coro universal: «Oh Dios, que
te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben», se repite en el Salmo
(Cf. Salmo 66, 4.6).
El auspicio del Salmo precede al acontecimiento
descrito por la Carta a los Efesios, cuando parece hacer alusión al muro que en
el templo de Jerusalén separaba a los judíos de los paganos: «En Cristo Jesús,
vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca
por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos
hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... Así pues, ya no
sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de
Dios» (Efesios 2, 13-14. 19).
Hay aquí un mensaje para nosotros: tenemos que
abatir los muros de las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la
familia de los hijos de Dios se vuelva a encontrar en armonía en la única mesa,
para bendecir y alabar al Creador para los dones que él imparte a todos, sin
distinción (Cf. Mateo 5, 43-48).
5. La
tradición cristiana ha interpretado el Salmo 66 en clave cristológica y
mariológica. Para los Padres de la Iglesia, «la tierra que ha dado su fruto» es
la virgen María que da a luz a Jesucristo. De este modo, por ejemplo, san
Gregorio Magno, en el «Comentario al primer Libro de los Reyes», glosa este
versículo, comparándolo a otros muchos pasajes de la Escritura: «María es
llamada y con razón "monte rico de frutos", pues de ella ha nacido un
óptimo fruto, es decir, un hombre nuevo. Y al ver su belleza, adornada en la
gloria de su fecundidad, el profeta exclama: "Saldrá un vástago del tronco
de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará" (Isaías 11, 1). David, al
exultar por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben
los pueblos, que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su fruto".
Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel a quien engendró la Virgen no fue
concebido por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo extendió sobre ella
su sombra. Por este motivo, el Señor dice al rey y profeta David: "El
fruto de tu seno asentaré en tu trono" (Salmo 131, 11). De este modo,
Isaías afirma: "el germen del Señor será magnífico" (Isaías 4, 2). De
hecho, aquel a quien la Virgen engendró no sólo ha sido un "hombre
santo", sino también "Dios poderoso" (Isaías 9, 5)» («Textos
marianos del primer milenio» --«Testi mariani del primo millennio»--, III, Roma
1990, p. 625).” (San Juan
Pablo II Audiencia
general del Miércoles 17 de noviembre de 2004)
La segunda lectura es de la carta del apóstol San Pablo a los romanos (Rom 11 13-15. 29-32) Pablo es el apóstol de los
gentiles, y a ellos dirige su palabra. Sin embargo, confía servir así también,
indirectamente, a sus hermanos de raza, a los judíos. Abriga la esperanza de
que la conversión de los gentiles, sea un estímulo para los judíos, que la
iglesia de los gentiles sea un despertador para cuantos viven aún apegados a
las viejas tradiciones y padecen por su culpa la esclavitud de la Ley.
Después de largos y complicados argumentos en estos
capítulos sobre Israel en la historia de la salvación, Pablo va llegando hacia
el final. Dado que esa argumentación es poco interesante, la podemos y debemos
pasar por alto. Pero en esta perícopa aparece una de las claves que hace que el
caso de Israel sea paradigmático y aplicable a otras situaciones.
Por tanto, el pueblo elegido tiene, incluso fuera de
la Iglesia, una razón de ser, un contenido positivo. Es testigo del dramático
fracaso del hombre que quiere salvarse por sí mismo y, en cuanto tal, signo de
la llamada que Dios hace a la Iglesia para que se mantenga fiel a la promesa y
a la gracia de la reconciliación (vv. 12 y 15a).
Por otro lado, Pablo espera (advirtamos que se trata
de una esperanza y no de una profecía: v. 14) que el papel absolutamente
negativo que Israel desempeña desde fuera sobre la Iglesia se convertirá algún
día en un papel activo y revitalizante en el seno mismo de la Iglesia.
El v. 12 resulta a primera vista sorprendente: ¿cómo
el paso en falso de Israel puede enriquecer a los paganos? Pablo no pudo
escribir esta frase hasta después de haber comprobado que en cada ciudad por
donde pasa, la sinagoga le expulsa de su recinto como para obligarle a volverse
a los paganos (Hch 13. 44-52; 17. 1-9).
Pero aún hay más. Pablo no pudo escribir esta frase
sino dentro del clima escatológico que le caracteriza: el Señor va a venir,
pero retrasa su vuelta por misericordia y espera que todos los hombres se
conviertan (1 Tm 2. 4). Así, la incredulidad actual de los judíos prolonga el
plazo fijado y permite así que entre en el Reino el mayor número de paganos.
Por otro lado y recíprocamente, el testimonio de los paganos convertidos a la
Iglesia debe provocar la conversión de Israel (por "envidia": vv. 11
y 14) y, si no se produce esa conversión, quizá sea porque el testimonio que se
da no es puro. De donde se sigue que Israel y los gentiles son solidarios en su
salvación, de tal forma que ninguno de los dos puede ser salvado sino por pura
misericordia (Rm 11. 30-32).
v. 15: Es decir, si el rechazo del evangelio por los
judíos, fue la ocasión de evangelizar a los gentiles. Pues es claro que Pablo
no entiende la reprobación de los judíos como una condición necesaria de la
reconciliación del mundo.
Volver de la muerte a la vida es lo último que cabe
esperar; por eso es el último objeto de la esperanza cristiana y lo que
sucederá al fin y al cabo. La conversión de Israel será la última realización
de los planes de Dios, que justifica al impío y da vida a los muertos, y el
último logro de la esperanza; pues esta conversión sucederá como una
resurrección; y cuando los muertos resuciten. Entonces se reconciliarán todos
los pueblos y los hombres en la paz de Dios, y no habrá ya judíos ni gentiles;
todos seremos hermanos.
v. 29: La llamada de Dios es irrevocable, pues
mantiene su palabra y se cumple, no obstante nuestros pecados. Sin embargo,
esto no es motivo de presunción, sino de fe. De nada sirve ser hijo de Abraham
cuando el hombre presume de ello y cree sentirse seguro delante de Dios; de
nada sirven entonces las promesas y las bendiciones que hizo el Señor a los
patriarcas; pero si Israel pone su confianza en Dios y acepta con fe la palabra
de Dios, entonces verá que Dios cumple su palabra y no hizo en vano sus
promesas.
Israel no ha respondido a los ofrecimientos divinos,
pero no por eso ha sido rechazado por Dios. Lo mismo el hombre pecador. Dios no
es como los hombres. No se le pueden atribuir sentimientos de venganza o
castigo humanos, de represalias. Dios es Dios para siempre respecto al hombre.
No se puede hacer depender la acción de Dios de la
acción o respuesta humana. No es una reacción a provocaciones. hay que darle el
auténtico lugar y creer verdaderamente en el Dios salvador y no en un ídolo a
la manera humana, como normalmente imaginamos a Dios.
San Pablo recuerda que nadie es más que nadie. Ni los
judíos por tener una historia de relaciones con Dios, ni los paganos que han
entrado a sustituir a Israel en la historia de salvación cuando este pueblo ha
dejado su sitio vacío. Ni se puede uno enorgullecer de su suerte ni presumir,
ni mucho menos despreciar farisaicamente a quienes aparecen menos buenos por
las razones que sean.
Por medio de Israel, de su papel positivo y de su
propio fallo a aceptar el plan de Dios, llega la salvación al mundo. También
ahora llega a unos por medio de otros, no sólo de las acciones positivas, sino
de las negativas.
v. 31: La historia de la salvación es el triunfo de la
misericordia de Dios sobre el pecado de los hombres: de los judíos y de los
gentiles; pero no hay entre ellos diferencia; unos y otros han desobedecido. Y
si ahora la desobediencia de los judíos es ocasión para la obediencia de los
gentiles, hay que esperar que al fin también vuelva a la obediencia el pueblo
que ahora rechaza el evangelio.
Donde abundó el pecado, sobreabundará la gracia.
Porque Dios ha querido encerrarnos a todos en una misma desobediencia para
tener de todos una misma misericordia. La triste realidad del pecado humano
tiene que servir para manifestar mejor la libertad y la gloria de la gracia de
Dios.
Por último el principio general del v. 32 que es la
clave de todo Amor de Dios definitivo. Aun sin respuesta humana a los
beneficios de Dios, éste no se arrepiente y se aleja. La desobediencia, la
falta de méritos, el propio pecado en sí, no son obstáculos definitivos a la
acción de Dios. Sólo la cerrazón definitiva, la soberbia total. Y aún así Dios
sabrá encontrar el camino para llegar al hombre. Encerró al mundo en la
desobediencia, en el pecado, o sea, dejó que el mundo se encerrase en esa
situación, pero de ahí sacó una nueva forma de salvación. Porque la
misericordia de Dios es salvación.
El ejemplo de Israel es prototípico para el hombre, la
iglesia y la historia. Sólo es necesario ver los puntos en que Pablo insiste en
esta situación y aplicarlos a la nuestra.
aleluya mt 4, 23
Jesús proclamaba el evangelio del reino, curando las dolencias
del pueblo.
El evangelio de san Mateo (Mt 15, 21-28) El domingo pasado asistíamos a una dramatización de la
difícil y arriesgada situación de los doce. La mentalidad nacional-religiosa y
cerrada de los pastores de la Ley de Dios ponen en peligro la vida de Jesús.
(Mt. 14, 1-12) y la de los doce (Mt. 14, 22-23). Esa misma mentalidad determina
continuos desplazamientos de la gente buscando a los nuevos pastores (Mt. 14,
34-36). A continuación de estos dos últimos versículos Mateo introduce otro de
los presupuestos-clave de la mentalidad cerrada: la defensa unilateral y
monolítica de la Tradición (Mt. 15, 1-20). El otro presupuesto es la Ley: tus
discípulos hacen lo que no está permitido en sábado (Mt. 12, 2). ¿Por qué se
saltan tus discípulos la tradición de nuestros mayores? (Mt. 15,2). Lee
detenidamente Mt 15, 1-20.
Comienza con la misma fórmula de desplazamiento de
hace dos domingos (lee Mt 14, 13). Salió de allí (la traducción litúrgica ha
pasado por alto el adverbio). El punto de salida es más que un espacio
geográfico; es la situación de cerrazón reflejada en el texto inmediatamente
anterior. También es más que un espacio en el mapa el punto de llegada: Tiro y
Sidón no son Israel. Mateo quiere poner de manifiesto el sentido de la
afirmación hecha en la explicación de la parábola del grano y la cizaña: El
campo es el mundo (Mt 13, 38). El misterio escondido se desvela en acción. El
pueblo de Dios es universal, abarca más que Israel. Este aspecto fundamental se
resalta todavía más en la caracterización de la protagonista: una mujer
cananea. En la tradición judía Canaán es el símbolo de lo no judío.
Y, sin embargo, el desarrollo del relato es
paradójico. Los discípulos y Jesús actúan en la más estricta línea judía. Los
discípulos piden a Jesús que despida a la mujer (extrañamente la traducción
litúrgica ha convertido la petición de despido en lo contrario). Jesús recuerda
algo que ya les había dicho a los doce en Mt. 10,6: sólo a Israel. Sus frases
son de un realismo hiriente: No está bien echar a los perros el pan de los
hijos.
San Mateo da en él un paso importante hacia adelante, pues
la escena no tiene lugar en Israel sino en el extranjero. En términos de
sociología religiosa judía esto significa que la escena se desarrolla en el
territorio pagano. Toma cuerpo así lo que Mateo había insinuado cuando, al
presentar la actividad de Jesús, citaba el texto de Isaías que habla de Galilea
de los paganos (MT. 4, 15). Los paganos están ahora aquí, de la mano de una
mujer que vivía en el actual y atormentado Líbano. Viene designada como
cananea, término especialmente evocador para un judío, por cuanto encarna todo
lo que de seductor y peligroso había tenido el paganismo para la fe yavista.
El texto está lleno de sorpresas. Una extranjera da a
Jesús el título típicamente judío de hijo de David. Con este título ha
introducido Mateo la ascendencia de Jesús (Mt. 1,1). El título resuena cuando
Mateo acaba de presentar a Jesús saliendo de territorio judío tras el
cuestionamiento de algo tan esencial y sagrado para los judíos como es el
comportamiento en consonancia con la tradición (ver Mt. 15, 1-20).
Las sorpresas continúan con el silencio de Jesús
primero y su respuesta después a la demanda de los discípulos. Esta respuesta,
que se encuentra en el v. 24, es repetición del mandato de Jesús a los doce de
ir en busca de las ovejas perdidas de Israel. Leída después de la escena
anterior sobre la tradición, la respuesta es, cuanto menos, sorprendente.
Una tercera sorpresa es la presentación de la mujer en
el v. 25 con el gesto típico judío de adoración a Dios, gesto característico en
el evangelio de Mateo para expresar la actitud creyente ante Jesús.
La cuarta sorpresa es la respuesta de Jesús a la
mujer. "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los
perros".
"Perros" era un apelativo frecuente con el
que los judíos se referían a quienes no lo eran. Dice, por ejemplo, el rabí
Eliecer: "Quien come con un idólatra es como el que come con un
perro".
Jesús hace suyo el afrentoso y despreciativo apelativo
de perros, que los judíos aplicaban a los paganos. ¿Lo hace suyo aceptándolo o
ironizándolo? La frase la escuchamos fuera del territorio judío, donde Jesús se
encuentra tras su cuestionamiento de la tradición judía.
La quinta y última sorpresa es la reacción de la mujer
pagana, que no aspira a suplantar, sino sencillamente a participar.
Todo este conjunto de sorpresas, especialmente
elaboradas por Mateo, no parecen tener otra función que la de preparar y
resaltar la frase final de Jesús. "¡Qué grande es tu fe, mujer!" Es
la frase que el lector de Mateo presentía y esperaba. Ella ratifica la caída
del muro de separación entre judíos y paganos.
Un mundo religioso cerrado en sí mismo queda aquí
superado y derrumbado; surge otro de todos y para todos.
Es difícil
encontrar en cualquiera de los cuatro evangelios una imagen de Jesús tan judía
como la que nos ofrece Mateo en este texto. La lógica de la encarnación está
aquí llevada al máximo de identificación con la historia concreta de unas
gentes. Paralelamente es difícil encontrar otro texto como éste en el que la
quiebra de esa historia concreta sea tan clamorosa. Mateo lo ha conseguido con
una imagen de mujer sencillamente asombrosa.
Ella, que no es miembro del Pueblo de Dios, encarna el
ideal de lo que debe ser un miembro del Pueblo de Dios.
La consecuencia es lo arriesgado del manejo de
conceptos y términos tales como Pueblo de Dios e Iglesia, porque ni están todos
los que son ni son todos los que están. Pasaba ayer y pasa hoy.
Para
nuestra vida.
Las tres
lecturas convergen en un mismo tema: Dios llama a todos los hombres a la
salvación. Esta universalidad del designio de salvación y del misterio redentor
de Cristo Jesús constituye la razón de ser más profunda de la Iglesia y debería
constituir también una inquietud permanente en quienes, por un don gratuito y
electivo, hemos sido incorporados ya al Misterio de Cristo y de la Iglesia.
El texto de
la primera lectura forma parte del libro de Isaías. Ha pasado el destierro en
Babilonia y ha llegado, gracias al edicto de Ciro el persa, la repatriación de
los judíos. Son los años primeros después del retorno, hacia el 530 antes de
Cristo. La ciudad, con su templo y sus murallas, es todavía un montón de
ruinas. Urge la restauración material y espiritual del pueblo, pero no va a ser
fácil ni mucho menos. Por de pronto, los colonos asirios, que habían
reemplazado a los israelitas en Samaría, se opondrán a la reconstrucción del
templo (Esd 4). Ante estas dificultades, el pueblo se desanima y pierde la
esperanza en una salvación tantas veces prometida y que no acaba de llegar. Es
entonces cuando viene la palabra de Dios: "Guardad el derecho, practicad
la justicia...".
El profeta advierte que es preciso quitar antes de en
medio de la comunidad todo cuanto impide la pronta llegada de la salvación de
Dios y su victoria. Advierte que el pueblo debe cumplir el derecho y la justicia
y se refiere al cumplimiento de las prescripciones estrictamente religiosas y a
la supresión de todas las injusticias y desórdenes sociales. Lo uno sin lo otro
no puede agradar a Dios.
Al parecer, el pueblo reaccionaba en contra de los
extranjeros y no los admitía en el seno de la comunidad. Por eso el profeta
anuncia la voluntad de Dios de reunir a todos los hombres en una misma
salvación. No importa ya la carne o la sangre; lo único que se exige es guardar
el derecho y la justicia, observar las prescripciones de la alianza.
La experiencia del destierro en Babilonia fue
provechosa para Israel en múltiples aspectos. Uno de ellos fue la
interiorización de la vida religiosa y el descubrimiento de la palabra de Dios
en la liturgia sinagogal y familiar; el otro, el reconocimiento del
universalismo de la salvación. La alegría de la salvación no es posible si no
reúne en una misma fiesta a todos los pueblos.
También para pertenecer a la comunidad de Jesús se
requiere la libre adhesión de cada miembro a su persona, a sus exigencias
evangélicas. Este debe ser el nuevo orden que Jesús instaura. Los ritos,
ceremonias... pueden ser convenientes, útiles... pero nunca indispensables. El
sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado.
Nunca podemos decretar, como hacían los judíos,
quiénes pertenecen o no a la comunidad cristiana. La Iglesia podrá decir que un
miembro cumple o no con los requisitos exigidos por ella, e incluso podrá
expulsarlo de su seno; pero nunca podrá afirmar que ese miembro es o no cristiano.
La adhesión a Jesús es una actitud existencial y no un servicio cultural. Lo
importante es tomarse a Jesús en serio y tratar de imitarlo siguiendo sus
caminos. ¡Jesús no excomulga a nadie que intente ser auténtico en su conducta!
El salmo
responsorial, es una plegaria que sintoniza admirablemente con la primera
lectura, nos ha hecho suplicar: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que
todos los pueblos te alaben". Una plegaria en consonancia con la misión universal
de la Iglesia. Y es que Dios la ha pensado como sacramento de salvación para
todos los hombres. El nuevo pueblo de Dios sería infiel a su vocación si se
replegara en sí mismo. Cristo lo ha enviado a todo el mundo. He aquí una
consecuencia lógica del querer de Dios y de la obra de Cristo. Hay que tener
presente la gran afirmación: "Dios quiere que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad". La Iglesia es, en esta línea y
siguiendo la afirmación de San Juan Pablo II, camino hacia el hombre.
El Señor tenga piedad y nos bendiga (v. 1). Que Dios nos bendiga (v. 8).
La bendición de Dios se consuma en su Hijo Jesucristo, por medio del cual nos
ha bendecido con toda clase de bienes espirituales
La tierra entera... El mundo entero... Todos los
pueblos... Todos los hombres. Esta visión amplia, cósmica, mundial, es muy
moderna. Nunca como hoy se han traspasado las fronteras que separan los
pueblos. Entramos cada vez más en la era de los viajes al exterior. El mundo
entero llega a nuestra casa por la televisión. La manera de vivir de otros
pueblos, sus problemas se aproximan a nosotros. Al mismo tiempo se acentúan los
sueños de paz universal y definitiva. ¡"Que las naciones se alegren, que
canten"! Al hacer esta oración hoy, no podemos encerrarnos en nuestros
pequeños universos particularistas o nacionalistas estrechos... Al contrario,
este salmo contribuye a ampliar nuestros horizontes. En este sentido, el Padre
Teilhard de Chardin con su pensamiento universal, contribuyó a "ampliar
nuestros corazones". Escribió un opúsculo titulado: "La Misa sobre el
mundo". Admiremos la amplitud de esta "eucaristía". El sol
ilumina, allá, la franja extrema del primer oriente. Una vez más, bajo el
mantel móvil de sus fuegos, la superficie viviente de la tierra despierta, vibra
y reinicia su aterradora labor. Pondré en mi patena, oh Dios mío, la cosecha
esperada de este nuevo esfuerzo. Echaré en mi cáliz la savia de todos los
frutos que serán triturados hoy"...
La tierra ha dado su cosecha: Dios, Dios nuestro nos
bendice. Ha habido en ciertas épocas de la historia de la Iglesia una tentación
de espiritualismo desencarnado, un desprecio de las cosas de aquí abajo, un
cierto pesimismo ante los alimentos terrestres, considerados como impuros. No
se trata de caer en el exceso inverso que idolatra los "bienes de la
tierra". Jesús trató de "loco" al hombre que amplió sus graneros
al tener una cosecha excepcional... No precisamente por el éxito, sino porque
se olvidó de pensar en "su alma". ¡Sí, es verdad! Los placeres
terrestres son frágiles, no pueden saciar totalmente el "hambre" y la
"sed" del hombre. La verdadera actitud cristiana es la del hombre que
se da sin medida al éxito de la "creación": recoger una hermosa
cosecha, llevar a feliz término una empresa, terminar bien un trabajo, hacer
evolucionar las situaciones, educar a un hombre o una mujer... Esto es un
"don de Dios": "Dios, nuestro Dios, nos ha bendecido". ¡Hay
que hacer una espiritualidad del fracaso, cuando llegue! pero es más urgente
hacer una espiritualidad de la "cosecha".
San Juan Pablo II comenta
asi este salmo; 1. Acaba
de resonar la voz del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto
jubiloso de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a
un inmenso horizonte, hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la
tierra.
Esta apertura universalista refleja probablemente el
espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se
deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo
para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque
el templo del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los
pueblos" (Is 56, 7).
…
4. En la tradición bíblica uno de los efectos
comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de
la fertilidad.
En nuestro salmo se alude explícitamente a esta
realidad concreta, valiosa para la existencia: "La tierra ha dado su
fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a unir el
Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del favor
divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.
La misma frase llamó la atención de los Padres de la
Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano simbólico. Así,
Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a
Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede
comerse. Desde esta perspectiva "la tierra es santa María, la cual viene
de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de
Adán". Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo
recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su fruto: primero produjo
una flor (...); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos
comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el
Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el
Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei
Salmi, Milán 1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras de san Agustín
en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en la tierra
con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de Cristo, una
novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba llena de
espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del escardador, se ha
acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a
alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no daría su fruto "si
antes no hubiera sido regada" por la lluvia, "si no hubiera venido
antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero ya tenemos un fruto maduro
en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: "Al enviar
luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que
anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto" con más
abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui
Salmi, II, Roma 1970, p. 551). (San juan Pablo II, catequesis audiencia general del miércoles 9 de
octubre de 2002),
En la
segunda lectura vemos como San Pablo, en su ministerio entre los gentiles, no
pierde de vista a su mismo pueblo: el pueblo judío. Piensa que la aceptación de Jesús
por parte de los no-judíos puede hacer que algunos judíos, por celos, lleguen a
la aceptación del Evangelio. Y estas conversiones pueden acelerar la conversión
de todo el pueblo de Israel.
-"Si su reprobación es reconciliación del
mundo...": La paradoja radica precisamente en el hecho que del rechazo de
Jesús por parte de los judíos ha resultado la predicación del Evangelio a todos
los pueblos. Entonces se puede pensar que de su aceptación surgirá un bien
mayor.
-"Los dones y la llamada de Dios son
irrevocables": La elección de Israel es algo irrevocable. Por el hecho de
su "no" a Xto, Dios no ha retirado su elección. Simplemente, ahora,
judíos y gentiles están en un mismo plano. Los gentiles eran desobedientes,
porque no creían en Dios; ahora los judíos también lo son porque no han
descubierto su revelación en Xto. Resultado: "Dios nos encerró a todos en
desobediencia". Dios se ha servido de esta infidelidad general para
manifestar a todos su misericordia, revelando así su ser de amor.
San Pablo escribe estas palabras refiriéndose a los
judíos. Y precisamente toda nuestra esperanza se apoya también -¡y únicamente!-
en esta fidelidad de Dios a sus promesas, y no en nuestros méritos ni en
nuestra correspondencia. Nuestro Dios es un Dios fiel, y por eso es
misericordioso y acogedor.
La Iglesia es el nuevo Israel, puesto que es el punto
de realización de las promesas y del ejercicio de los privilegios espirituales
del pueblo elegido. Ahora bien: esa Iglesia está constituida por antiguos
paganos: los judíos no constituyen dentro de ella más que una reducida minoría,
un pequeñísimo "resto" (Rm 11. 4-5; cf. 9. 27-29). El patrimonio de
Israel es, pues, ahora de la Iglesia, pero ¿por qué han de gozar de él los
cristianos sin los judíos? ¿Qué sentido tiene, dentro de la perspectiva de la
historia de la salvación, la ruptura entre la Iglesia e Israel?
Cuando Israel se convierta a Cristo aportará a esa
conversión una cualidad que el pagano no podría aportar: recibirá, en efecto,
la plenitud de Cristo como culminación de una historia que él ha sido el único
en vivir; verificará, mejor que otro cualquiera, cómo la salvación es un don de
la misericordia de Dios. Nacido de una iniciativa de amor, Israel es un pueblo
perseguido por ese amor hasta en su repulsa; continúa viviendo de la fidelidad
de Dios a su Palabra. Ojalá pueda el cristiano preparar la vuelta de Israel y
el cumplimiento de lo que es preparándole una Iglesia digna de recibirle en su
seno, es decir, que no busque su fuerza más que en la iniciativa de Dios.
En el fondo, el problema de los judíos es el problema
de toda fe envejecida, de toda fe que no se vive como don continuo de Dios. Y
la fe de los romanos, veinticinco años después de la muerte de Cristo, podía
ser ya una fe envejecida. Acababan de convertirse del paganismo y ya
despreciaban a los judíos, ya se consideraban los preferidos de Dios. Como si
el hijo pródigo viendo lo que el padre hace por él, comenzara a burlarse del
hermano mayor.
Estemos atentos nosotros al envejecimiento de nuestra
fe.
En
el evangelio contemplamos a Jesús se va hacia las fronteras de Israel. No queda claro si llega a
salir del territorio de Israel o sin tan sólo se acerca a la frontera,
pero lo que sí es claro es que se aleja patentemente de los lugares
habituales.
Allí tiene lugar esta escena de
la "mujer cananea". La escena presupone un hecho muy evidente en la
vida de Jesús: él se siente enviado a anunciar la Buena Noticia y a llamar al
camino del Reino al pueblo de Israel, y no a pueblos paganos. El mensaje de
Jesús se dirige a Israel: quiere hacer de Israel el mensajero de la novedad de
Dios para los demás pueblos, pero él no tiene interés en ir más allá de las
fronteras israelitas. Será después de la resurrección, una vez se vea claro el
rechazo de Israel al Evangelio, cuando la primera Iglesia -con graves dificultades
y tensiones- decidirá romper las fronteras y desentenderse de los lazos
originarios con el pueblo del AT. Jesús, por eso, no manifiesta interés por las
súplicas de la extranjera. Y la rechaza con una dureza que resulta difícil de
entender en sus labios. Una dureza que, sin embargo, desaparece inmediatamente
ante la respuesta de la mujer, que es una mezcla de humildad, fe e ingenio
oriental: la mujer es capaz de pasar por lo que sea para obtener lo que desea,
la mujer cree profundamente que Jesús puede darle lo que ella espera, la mujer
se toma la frase de Jesús como una invitación a "jugar", a ver quién
logra desarmar al contrincante. Jesús, al elogiar la fe de la mujer y curar a
su hija, no teoriza sobre una posible misión a los paganos, sino que
simplemente muestra que, para él, la fe tiene una fuerza superior a cualquier
planteamiento o prejuicio: la fe salva siempre. Pero aunque Jesús no teoriza el
tema, este hecho de su vida fue luego aprovechado y resaltado como elemento a
favor de la apertura a los paganos, cuando esa cuestión se planteó conflictivamente
en la iglesia primitiva.
-La fe, fundamento de todo. Lo
que más resalta en el evangelio de hoy es, como decíamos, que para Jesús
la fe es siempre algo más fuerte que cualquier otro planteamiento previo.
Allí donde hay fe, Jesús actúa. Y fe, aquí, significa convencimiento de
que Jesús es la vida y el camino, y confianza plena en él. Hoy somos invitados
a examinar si nuestra fe es verdadera y firme, si tenemos a Jesús
presente en nuestras vidas, si nos fiamos de él. Y a examinar, también,
posibles pecados: que quizá confiamos demasiado en otras cosas (sea
nuestro dinero, o sean nuestras "buenas obras"), o que quizá negamos
a otros el derecho a "su" fe, que se expresará y se vivirá de
modo distinto al nuestro.
Los milagros del evangelio son la intervención de un
poder sobrehumano en la historia de los hombres. Como consecuencia de los
milagros, las muchedumbres admiraban aquel poder y reconocían la presencia de
Dios entre los hombres. "Glorificaban al Dios de Israel". La admiración
es una primera consecuencia de la lectura del Evangelio.
Pero hay otra lectura más auténtica y profunda. Tiene
lugar cuando uno se pregunta: ¿qué significa esta intervención de Dios en
nuestra historia? Y tras le lectura de los milagros, enseñanzas... se cuestiona:
¿qué preocupación tenía Jesús y qué enseñanza nos quería dar al actuar así?
Ahora bien, Dios no pretende provocar puerilmente una admiración, sino
convencer de un amor. No pretende demostrar que es un creador poderoso, sino un
padre misericordioso. Y por ser padre, quiere estar cerca de cada hombre y de
sus necesidades. Quiere consolar y salvar. Más que a admiración intenta
provocar a confianza. Por eso sus intervenciones tienen preferentemente lugar
en contactos personales. Un caso es el de la mujer cananea. Una madre pagana
que pide en favor de su hija. En realidad es una gran creyente que se dirige a
Jesús en el convencimiento de que es el enviado de un Dios que es padre para
todos. Su oración es escuchada.
El dialogo de la cananea con
Jesús es modélico. La mujer tiene claro que lo que Jesús puede aportarle
es fundamental para su vida, y pone en marcha todos los registros a la
vez: súplica, confianza, convencimiento, tozudez, incluso una cierta
adulación.
La mujer está decidida a no
dejarlo escapar, y no lo dejará escapar. ¿Tiene esa intensidad nuestro
trato personal con Jesús? ¿Es tan deseado, tan convencido? Sin duda
tenemos que aprender de aquella pagana.
"Mujer, ¡qué grande es tu fe!"
Jesús cede; reconoce, admirado, su fe. Una fe que es
eso: un deseo muy hondo de lo que Jesús puede dar y la certeza de que lo
va a dar. Una fe que no es privilegio de sabios, o de personajes
importantes, o de gente que ha triunfado en la vida, sino todo lo contrario. La
mujer sólo le ha hecho cambiar de opinión en apariencia. La había llamado hasta
que brotó en ella aquel ser nuevo que ni ella misma conocía. Dios nunca
nos quiere dar algo que sea menos que él mismo, porque sólo él es capaz
de calmar nuestra hambre y nuestra sed de plenitud. ¡Qué pocos lo entienden!
Si a veces no nos concede lo que le pedimos, es para que nos abramos al
encuentro y a la amistad con él. Una fe auténtica no se rinde al
desaliento, aunque parezca que Dios ha desaparecido del horizonte para siempre.
Aquella mujer fue adquiriendo la certeza de que en
aquel judío existía una fuerza que podía hacerla feliz. Y es la fe en
Jesús -en Dios- lo que vale; nunca los privilegios de raza, religión o
situación social.
Esta es la fe que busca Jesús. La mujer nos señala el
camino hacia esta fe: la absoluta confianza en él. Una confianza que no
necesita ninguna condición previa, que va más allá de lo que pedimos y
llega a la misma persona de Jesús.
En esta mujer se vislumbra el nuevo Israel,
fundamentado en una fe de este estilo. La mujer se va a su casa y encuentra a
su hija curada. Se marchó confiando en la palabra de Jesús: "Que se
cumpla lo que deseas". Confía en la eficacia de la palabra de Jesús
a distancia. Es la última prueba a que se somete la fe de la cananea.
Obtuvo lo que pedía porque se mantuvo en una actitud de
esencial pobreza. Ella había puesto su parte: pidió, buscó, llamó... Ahora Dios
le había respondido: "Se os dará..., hallaréis.... se os abrirá" (Mt
7,7). Cada uno había realizado su tarea.
Vale la pena fijarse en la capacidad de admiración de
Jesús ante la fe de los paganos. Parece como si lo desarmara. Y no le duele
confesar que "en Israel no he encontrado en nadie tanta fe" (Mt 8.
10). Fe, aquí, es confianza, es apertura a su persona y a su poder. Y esta fe -que
se dirige a Jesús- tiene su motor y extrae su fuerza de la propia necesidad: la
situación de la hija "endemoniada", el criado "que está en cama
paralítico y sufre mucho" (Mt 8. 6). Quién sabe: quizás nosotros diríamos
que es una petición interesada, que el movimiento no es tan puro como
debería... Pero es desde nuestras situaciones vitales que vamos a Jesús y
confiamos en él. Quizá el punto de partida no sea lo bastante puro; ¡pero si el
movimiento nos lleva hacia él sinceramente...! Ya se cuidará de purificarlo, si
es necesario - "No está bien echar a los perros el pan de los hijos"
Aprendamos a admirarnos de la fe de los de fuera, de la gente sencilla. Y
aprendamos a confiar en los movimientos sinceros de nuestro corazón.
De este pasaje se puede concluir que el designio de
Dios es reunir a todos los hombres en un solo pueblo: la universalidad de la
salvación; que no es la pertenencia al pueblo judío -o a la iglesia- lo que
salva, sino la fe. Una salvación que no es para los "perfectos" o
"elegidos", sino para todos los que quieran aceptar la buena noticia.
También se puede concluir que pueden existir -y existen- conductas
cristianas que impiden el cumplimiento del plan de Dios; que en el hombre
religioso pueden existir muchas maneras de cerrarse a Dios: la religiosidad
sin influencia en la vida, la injusticia, la falta de silencio y de oración...
Para ser cristiano lo único que se necesita es la fe en Jesús, que lleva a
imitarle en la vida. Las demás cosas, las formas concretas de manifestar
esa fe, dependerán de cada uno y de cada momento.
No nos iría nada mal tener la tozudez de la mujer
cananea: supera el silencio de Jesús, después su negativa y su aparente
desprecio. ¿No encontramos en la conducta de Jesús una confirmación de
nuestra experiencia? ¿Cuántas veces nuestras oraciones han sido
aparentemente estériles y sin respuesta? El final del texto nos enseña que Dios
siempre acaba escuchando a los que insisten con una confianza total.
¿Tenemos claras, al menos, las ideas? ¿Cómo es nuestra
perseverancia?
Dios es tan grande que nadie, absolutamente nadie,
puede poseerlo en exclusiva. Dios es tan grande que si no se comparte no se
tiene. Cuando se cree tener a Dios para uno solo,- es que no se tiene nada de
Dios. Y cuando se es tan presuntuoso como para pensar que los demás tienen a
Dios menos que nosotros, es que ni siquiera sabemos quién es Dios.
Dios es y está tan cerca, tan cerca como todas las
cosas y personas -sobre todo las personas- que nos tocan. Aprender a
descubrirlo es un ejercicio difícil, imprescindible, y que puede llegar a ser
apasionante. Porque Dios tiene una colosal imaginación para disfrazarse.
Cada uno debemos hacer un serio examen de conciencia.
Estamos cerrados a razas, mentalidades, actitudes, que el Señor no condenó y en
las cuales el también esta .
En nuestra sociedad se da el pluralismo religioso.
Tenemos con frecuencia bastante religión para sentirse enemigos de los que
tienen otra; y muy pocas veces tienen la religión necesaria para amarse los
unos a los otros.
Muchos hombres están fuera porque no hemos sabido
acogerles, porque les hemos exigido un cambio de cultura, de actitud ante la
vida, que ni el mismo Cristo ha pedido. Les hemos pedido una
"circuncisión" que ya fue abolida por la ley de libertad que Cristo
ha implantado de una vez para siempre.
Al católico le es muy difícil no creerse mejor que los
otros hombres.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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