sábado, 11 de julio de 2020

Comentario a las Lecturas del XV Domingo del Tiempo Ordinario. 12 de julio 2020


La primera lectura  es del libro de Isaías (Is 55, 10-11) Este texto pertenece a lo que puede considerarse el epílogo del segundo Isaías (texto comprendido entre los capítulos 40 al 55 del llamado libro de Isaías). Después de una cálida invitación al pueblo de Israel, que se halla en el destierro, para que busque a Yahvé ahora que se le hace el encontradizo y lo llame ahora que se le acerca (v. 6), el profeta argumenta contra los frívolos (v. 7) y levanta el ánimo de los que desconfían de la salvación prometida (vv. 8-11). En primer lugar advierte a los desterrados que los pensamientos de Dios (los planes de Dios) no son como los pensamientos de los hombres, ni los caminos de Dios (la ejecución de sus planes) son como los caminos de los hombres (/Is/55/08-09). Pasa después a decir de qué manera la palabra de Dios es eficaz, y utiliza para ello una hermosa comparación.
Los vs. 10-11 son el broche de oro al gran poema de la esperanza de Is. II. Ninguna palabra profética, jamás, habló mejor de la palabra divina y de su eficacia. -La imagen pertenece al mundo agrícola, y es muy fácil de captar.
La palabra divina se compara a la lluvia que, cayendo de lo alto, fecunda la tierra proporcionando así "pan al que come y semilla al sembrador" (v. 10; cfr. Sal. 104, 13-16); es garantía de eficacia, realiza lo que dice (40, 8), siempre se cumple (55, 11), es irrevocable (45, 23). Por el contrario, la palabra humana, como el mismo ser del hombre, es casi siempre ineficaz, efímera como la hierba.
-Toda la historia de Israel es fruto de esta eficacia divina.
Serán sobre todo los profetas, los hombres de la palabra, quienes afirmen que la palabra de Dios es la gran fuerza creadora e impulsora de toda la historia humana. Todo depende de esta palabra, no sólo hace germinar las semillas, sino que también es la misma semilla, el alimento: "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor", afirma el Dt.
-Tan seguro se siente el profeta de la eficacia de estas palabras que termina este gran poema preconizando la gozosa salida del pueblo del poder de Babilonia (55, 12ss). El hombre no tiene derecho a temer; en él debe renacer la luz de la esperanza.

El responsorial  es el Salmo 64, (Sal 64,  10abcd. 10e-11. 12-13. 14)
R. la semilla cayó en tierra buena y dio fruto. Este salmo se clasifica como un himno de alabanza. ¿Sabemos "alabar", "agradecer", decir a los demás que estamos felices con "El"?
Este salmo, como la mayoría, atribuido a David, es un cántico al poder de Dios. ¿Y quién sino aquel que ha experimentado tal poder puede hacer semejante profesión de fe? David, de todos es sabido, experimentó la ira de Dios, pero también su misericordia; su silencio profundo, pero también su fuerte voz que le hablaba guiando sus pasos. Quizás después de una fuerte experiencia del Amor de Dios para con su vida, David pudo proclamar este cántico desde lo profundo de su ser, en agradecimiento al Todopoderoso. Y aquí ya encontramos algo importante que hay que tener en cuenta: Este cántico parte de una experiencia fuerte de Dios, de un encuentro profundo con la misericordia divina.
A nosotros  nos invita a la acción de gracias en un sentido más amplio y más pleno aún que el que tiene el sentido literal del salmo. Dios ha perdonado nuestras culpas y nos ha elegido y acercado para que vivamos en sus atrios, en una tierra cuidada y regada, enriquecida sin medida, donde nos sacia de los bienes de su casa, es decir, en la Iglesia, figura y comienzo terreno de su reino de felicidad eterna. Dios merece nuestro himno en Sión
Así comenta San Juan Pablo II, :este Salmo 64 · "... himno que nos conquista sobre todo por el fascinante paisaje primaveral de su última parte (cf. Salmo 64, 10-14), una escena llena de frescura y colores, compuesta por voces de alegría.
En realidad, el Salmo 64 tiene una estructura más amplia, cruce de dos tonos diferentes: emerge, ante todo, el histórico tema del perdón de los pecados y de la acogida por Dios (cf. versículos 2-5); después hace referencia al tema cósmico de la acción de Dios con los mares y los montes (cf. versículos 6-9a); desarrolla al final la descripción de la primavera (cf. versículos 9b-14): en el desolado y árido panorama de Oriente Próximo, la lluvia fecunda es la expresión de la fidelidad del Señor a la creación (cf. Salmo 103, 13-16). Para la Biblia la creación es la sede de la humanidad y el pecado es un atentado contra el orden y la perfección del mundo. La conversión y el perdón vuelven a dar, por tanto, integridad y armonía al cosmos.
2. En la primera parte del Salmo, nos encontramos dentro del templo de Sión. Allí llega el pueblo con sus miserias morales para invocar la liberación del mal (cf. Salmo 64, 2-4a). Una vez obtenida la absolución de las culpas, los fieles se sienten huéspedes de Dios, cercanos a él, dispuestos a ser admitidos a su mesa y a participar en la fiesta de la intimidad divina (cf. versículos 4b-5).
El Señor, que se ensalza en el templo, es representado después con un perfil glorioso y cósmico. Se dice, de hecho, que es la «esperanza del confín de la tierra y del océano remoto»; afianza los montes con su fuerza... reprime el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto... Los habitantes del extremo del orbe se sobrecogen ante sus signos, desde oriente hasta occidente (versículos 6-9).
...
El salmista utiliza diez verbos para describir esta amorosa obra del Creador con la tierra, que se transforma en una especie de criatura viviente. De hecho, todo aclama y canta de alegría (cf. Salmo 64, 14). En este sentido, son también sugerentes los tres verbos ligados al símbolo de las vestiduras: «las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses» (versículos 13-14). Es la imagen de un prado salpicado por el candor de las ovejas; las colinas se ciñen con el cinturón de las viñas, signo de la exultación de su producto, el vino, que «alegra el corazón del hombre» (Salmo 103, 15); los valles se visten con la capa dorada de las mieses. El versículo 12 evoca también la corona, que podría hacer pensar en las guirnaldas de los banquetes festivos, colocadas sobre la cabeza de los invitados (cf. Isaías 28, 1.5).
4. En este momento, irrumpen en la escena otro tipo de aguas: las de la vida y las de la fecundidad, que en primavera irrigan la tierra y que representan la nueva vida del fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Salmo 64, 10-14), como decía, son de extraordinaria belleza y significado. Dios quita la sed a la tierra agrietada por la aridez y el hielo invernal, con la lluvia. El Señor es como un agricultor (cf. Juan 15, 1), que hace crecer el trigo y las plantas con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los terrones, rocía todas las partes de su campo.
5. Todas las criaturas juntas, como en procesión, se dirigen hacia su Creador y Soberano, danzando y cantando, alabando y rezando. Una vez más la naturaleza se convierte en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a todos, dispuesta a manifestar el mensaje trazado en ella por el Creador, pues «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5; cf. Romanos 1, 20). Contemplación teológica y abandono poético se funden en este pasaje poético, convirtiéndose en adoración y alabanza.
Pero el encuentro más intenso, hacia el que tiende el Salmista con todo su cántico, es el que une creación y redención. Como la tierra resurge en primavera por la acción del Creador, así el hombre resurge de su pecado por la acción del Redentor. Creación e historia están, de este modo, bajo la mirada providente y salvadora del Señor, que vence a las aguas tumultuosas y destructoras y da el agua que purifica, fecunda y quita la sed. El Señor, de hecho, «sana a los de roto corazón, y venda sus heridas», pero también «cubre de nubes los cielos, prepara lluvia a la tierra prepara, hace germinar en los montes la hierba» (Salmo 146, 3.8).
El Salmo se convierte así en un canto a la gracia divina. San Agustín vuelve a recordar, al comentar nuestro salmo, este don trascendente y único: «El Señor Dios te dice al corazón: yo soy tu riqueza. No hagas caso a lo que promete el mundo, sino a lo que promete el Creador del mundo! Presta atención a lo que Dios promete, si observas la justicia; y desprecia lo que te promete el hombre para alejarte de la justicia. ¡No hagas caso, por tanto, a lo que te promete el mundo! Considera más bien aquello que promete el Creador del mundo («Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 481)" . (San Juan Pablo II. Audiencia del Miércoles 6 de marzo del 2002)

La segunda lectura es  de la carta del apóstol san pablo a los romanos 8, 18-23). San Pablo responde a la pregunta que se hacían muchos cristianos: "Si hemos sido reconciliados por el bautismo y por el Hijo de Dios (Rm 6.), ¿cómo es posible que el sufrimiento y el fracaso tengan poder sobre nosotros?".
Sobre este punto, los cristianos encontraban poca luz en la tradición bíblica. En efecto, los sabios, limitados a observar el presente y la naturaleza, admitían que era demasiado presuntuoso pretender ver claro en ella (Jb 38.), o llegaban a la conclusión de que el universo era absurdo . Los profetas, por su parte, preveían una solución, pero la situaban en un futuro escatológico, al final de una catástrofe que pondría fin a la creación y a la humanidad actuales .                                         
El interés de la reflexión de Pablo está en la síntesis de estas corrientes, obtenida mediante la armonización de la solidaridad del hombre con la Naturaleza y su esperanza en un mundo nuevo.
San Pablo comienza apoyándose en el pensamiento sapiencial y en sus conclusiones. Nuestro cuerpo pertenece al mundo presente (v. 18); por tanto, participa de sus sufrimientos. La creación, es decir, la naturaleza material a la que nuestro cuerpo está estrechamente ligado, está sujeta a la vanidad (v. 20), no por el pecado del hombre, como se afirma generalmente, sino por sus propias leyes .
San Pablo pasa seguidamente a una visión más profética de las cosas. En su opinión, la Naturaleza se somete a sus leyes y se acomoda a sus límites con repugnancia (vv. 19-21). Ahora bien: esta esperanza cósmica no es vana y la solidaridad del cuerpo humano con el cosmos, en el sufrimiento y la caducidad, se mantiene en esta esperanza, pues goza ya de las arras de la glorificación (v. 23) que transformará a todo el universo (v. 21).
Al expresar esta solidaridad en la esperanza de un mundo nuevo, San Pablo es fiel al pensamiento bíblico ; no obstante modifica más de un punto importante. Así, el estado paradisíaco prometido al universo ya no se halla ligado a la salvación del pueblo de Israel, como en el A.T., sino a la revelación de nuestra filiación divina (vv. 21-23). El día en que ésta se realice en todos los hombres, hasta el punto de transfigurar sus cuerpos, transfigurará igualmente a toda la Naturaleza, liberándola de la esclavitud a la "vanidad" y adaptándola al nuevo estatuto de la humanidad.
Lejos de poner su esperanza en cierta especie de inmortalidad separada del cuerpo y del mundo, según la concepción griega, lejos de situarla en un más allá del mundo y de la vida a la manera gnóstica, San Pablo define la esperanza cristiana en el presente. Lo que se espera no es un más allá, sino algo interior que no puede alcanzarse más que viviendo su vida en el mundo.
San Pablo, además, ha desmitificado el "más allá" de la muerte recordando al cristiano que ya está muerto por el bautismo, que está ya, de alguna manera, en este "más allá" con el que sueña y que puede alcanzarlo uniéndolo al "interior" profundo de la vida.
Así comenta San Agustín el texto de esta segunda lectura:"  Preguntemos al Apóstol cómo cayo el hombre en la cautividad. En efecto, él más que ningún otro gime en ella y suspira por la Jerusalén eterna, y nos enseñó a gemir por obra del mismo Espíritu que le llenaba y le hacía gemir a él. Así escribe: Toda la creación gime y sufre hasta el presente. Y también: La creación está sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió en esperanza (Rom 8,20). Toda la creación -ha dicho- gime en medio de fatigas en los hombres que aún no creen, pero que han de creer. ¿Acaso gime sólo en los que aún no han creído? ¿Ya no gime ni sufre la criatura entre los dolores de parto en los que han creído? No sólo ellos -dice-, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, es decir, nosotros que ya servimos a Dios en el Espíritu, que ya hemos creído en Dios con nuestra mente y en la misma fe hemos entregado ciertas primicias, para seguir luego esas mismas primicias. Pues también nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción y la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,23).
Así, pues, gemía también él y gimen los restantes fieles esperando la adopción y redención del propio cuerpo. ¿Dónde gimen? En esta mortalidad. ¿Qué redención esperan? La de su cuerpo, anticipada en la persona del Señor que resucitó de entre los muertos y subió al cielo. Antes de que se nos conceda esto, es preciso que gimamos, a pesar de ser creyentes y hombres de esperanza. Es lo que afirma, a continuación, el texto de San Pablo: "De hecho, después de las palabras: También nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo, como si le preguntasen: «¿De qué te sirvió Cristo, si aún gimes?; ¿cómo es que te ha salvado el Salvador? Quien gime, aún está enfermo», añadió: Hemos sido salvados en esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25). He aquí por qué gemimos y cómo gemimos: porque esperamos el objeto de nuestra esperanza que aún no poseemos. Hasta que lo poseamos, suspiramos en el tiempo, porque deseamos lo que aún no tenemos. ¿Por qué? Porque hemos sido salvados en esperanza. Es cierto que la carne que el Señor tomó de nosotros fue salvada en realidad, no sólo en esperanza. Nuestra carne ya salvada resucitó y subió al cielo en nuestra Cabeza, aunque en los miembros deba ser salvada aún. Alégrense confiados los miembros, puesto que no fueron abandonados por la Cabeza. Ella dijo a los miembros afligidos: Ved que yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mi 28,20). Así aconteció para que nos convirtiésemos a Dios. En efecto, no teníamos otra esperanza que la esperanza en el mundo, razón por la que éramos siervos miserables, doblemente miserables, porque no sólo habíamos puesto nuestra esperanza en esta vida, sino también porque habiendo vuelto el rostro al mundo, dimos la espalda a Dios. Mas cuando el Señor nos dio media vuelta, de modo que comenzamos a dar la cara a Dios y la espalda al mundo, aunque aún estamos en el camino, miramos sin embargo a la patria".(San Agustín. Comentario al salmo 125,2).

Aleluya
la semilla es la palabra de dios, el sembrador es cristo; quien lo encuentra vive para siempre.
El evangelio es de san Mateo (Mt 13, 1-9). En la lectura que estamos haciendo de san Mateo, empezamos hoy el capítulo 13, en el que Jesús habla en parábolas. El capítulo está repartido en tres domingos.
El   capítulo 13, es un conjunto de parábolas que hablan del crecimiento y del futuro del Reino que Jesús anuncia, y que tienen un común denominador: el Reino avanza, el Reino es profundamente valioso, el futuro es del Reino. Y eso, en cada parábola, contrastado con las diversas actitudes de los hombres, o con los obstáculos que impiden este avance. Y es que de hecho, estas parábolas del Reino fueron dichas para paliar el posible desánimo de los discípulos al ver que el anuncio inicial de Jesús "el Reino de los Cielos está cerca", no era tan evidente ni claro como ellos imaginaban y deseaban.
En las parábolas hay una gran dosis de realismo de lo que es la vida humana. Y, a este realismo que Jesús recoge, se aporta una gran dosis de esperanza, y esta es la gran noticia, es el "Evangelio". Vienen a decir, estas parábolas, que en la realidad concreta que vivimos -que puede tener diversas caras y aspectos, configurada por personas diferentes con actitudes a veces contrapuestas- Dios va actuando. En definitiva, que el Reino va creciendo, a pesar de algunas cosillas y a través de otras. Siempre porque Dios empuja, hace avanzar. Enlazando con el domingo pasado: los pequeños y los humildes acogen la Palabra; en cambio los sabios y entendidos no. Porque el hecho es que la Palabra ha aparecido entre la humanidad, y no queda estéril: da fruto de un modo u otro, y quizá en el lugar más inesperado.
Comenzamos con la parábola del sembrador. Es como la parábola-modelo.
En cuatro escenas sucesivas, colocadas entre una descripción de la siembra (v. 3) y una descripción de la recolección (v. 8), la parábola propiamente dicha se interesa, sobre todo, por la suerte reservada a la semilla en los cuatro terrenos diferentes. Las escenas están dispuestas de manera progresiva y optimista, para desembocar en la visión de la fructificación extraordinaria de la semilla.
El tema de la cosecha, imagen de los últimos tiempos, es tradicional en Israel (Jl 4. 13); lo nuevo es la insistencia en las laboriosas siembras que la preparan. Jesús, pues, suaviza ligeramente el matiz escatológico de la venida del Reino (cosecha) subrayando más bien las condiciones difíciles de su realización. Proclama la venida del Reino, pero insiste en la lentitud de su instauración y en la dificultad de su maduración.
San Mateo  conoce todo lo que va a ocurrir con la semilla, símbolo de la Palabra. No hay más que un solo motivo que pueda explicar la esterilidad de una semilla echada en la tierra o la ineficacia de la Palabra predicada a los judíos: la pobreza del suelo que recibe el grano, o en otras palabras, las malas disposiciones de los oyentes.
En cuanto a estas malas disposiciones, San Mateo dice varias cosas. En primer lugar, las nombra: inconstancia, afanes de este mundo, seducción de la riqueza. Ve en ello, además, el efecto de la actividad disimulada del Maligno (una causa entre otras). Porque advierte sobre todo que la Palabra se halla en el centro de un conflicto. Hay persecuciones que hacen vacilar a los oyentes inconstantes y que son provocados por la Palabra. Esta tiene, asimismo, adversarios que luchan encarnizadamente contra ella, en un conflicto permanente. Y es que el fracaso que Jesús conoció, mal recibido por los judíos incrédulos, lo experimenta la Iglesia a su vez; pero el profeta Isaías había ya pasado por esa dolorosa experiencia (v. 14/15). El combate de la Palabra y de la incredulidad viene desde los más remotos tiempos de la historia del pueblo de Dios y parece que ha de durar tanto como esa historia.
¿Cuál es su final? Este combate lleva a fracasos repetidos que preocupan al evangelista. Pero al autor le interesa más otra cosa: el éxito maravilloso que, en último término, obtiene la proclamación de la Palabra.
Porque el Evangelio, rechazado, perseguido, combatido ya ha "triunfado". En el seno de un mundo incrédulo, existe hoy una comunidad de discípulos. El inmediato entorno de Jesús era, en un principio, el signo modesto de un cierto éxito de la palabra de Jesús; pero a partir de entonces, todos aquellos que en todos los tiempos, especialmente hoy, se tienen por discípulos de Jesús, son signos de que la Palabra da sus frutos. Tras el "vosotros" (v.11), se oculta, en efecto, toda la Iglesia, se oculta incluso el auditorio que escucha hoy nuestro comentario del Evangelio.
Para nuestra vida.
Hoy el tema nuclear es la Palabra divina proclamada. Recibir la Palabra y conscientes de la propia libertad, dejarse guiar y conducir, que sea la luz para la vida, transformar los propios criterios, establecer un estilo de vida según sus postulados... Esto nos pide delicadeza espiritual y valentía para romper con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen.
La Palabra proclamada incide en nuestra conducta cristiana Es importante proponernos  unos interrogantes sobre la aceptación de la Palabra: ¿qué grado de atención le prestamos? ¿la olvidamos? ¿la ahogan los afanes de la vida? Convendría considerar el valor que se da a la celebración de la Palabra en la misa dominical, desde la puntualidad y la preparación para la misa hasta el procurar que influya en la conducta de la semana. También se puede hablar de la lectura personal de la Biblia, sobre todo del N.T., indicando que debería leerse diariamente o por lo menos algunos días. Hay también otro campo inmenso a través del cual la palabra se manifiesta: situaciones familiares, tribulaciones personales o de los amigos, necesidades que nos rodean, acontecimientos de alegría... Momentos que reclaman la presencia de la Palabra y de la palabra.
La atención a la Palabra, con la respuesta que implica, es el medio que cuida la intimidad con Dios. Recordemos que podemos ser pedregal, árbol sin raíces, personas seducidas únicamente por las cosas materiales... De esta manera se ahoga el proyecto que el Señor tiene sobre nosotros. El proyecto divino que Dios tiene para cada uno de nosotros no se realiza cuando dejamos de ser verdaderos oyentes.

En la primera lectura se nos recuerda como la palabra divina sale amorosa al encuentro del hombre para operar su liberación, pero es absolutamente necesario que el ser humano se abra a la palabra. Es preciso oír, escuchar, alargar las orejas..., y buscar a la Palabra, al Señor (55, 1. 2. 3. 6). Si su palabra cala en nosotros, el fruto será abundante .
Nuestra sociedad occidental se empeña en vivir sólo de pan. Se da una búsqueda afanosa por el bienestar, confort, mejora de vida... Y esta ansiedad... se convierte muchas veces en nuestra más sutil esclavitud. Siempre será necesario el recordar las palabras del Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre..
El texto bíblico nos recuerda que así como la lluvia que baja del cielo no vuelve a él sin antes empapar y fecundar la tierra, así la Palabra divina  no vuelve  sin cumplir su cometido. La palabra de Dios es el plan de Dios, sus eternos designios de salvación. Plan y designios que se manifestaron y realizaron en Cristo, su palabra encarnada. Nosotros sabemos que la Eucaristía es esa palabra bajada del cielo, salida de Dios y ofrecida en sacrificio y alimento a cuantos en esta vida tienen hambre y sed de justicia, de realidad, de amor, de Dios.

En el salmo de hoy, salmo de acción de gracias, se reconocen las obras de Dios en nuestra vida. Obras a través de las cuales Dios nos sacia de sus bienes, desde  su poder. Cuando uno ha experimentado la más absoluta falta de amor profundo, una soledad que con nada puede ser combatida, una crisis existencial… sólo es en ese momento de la vida cuando uno se ve en la tesitura de plantearse cosas en el ámbito espiritual que hasta entonces no se había planteado. Y uno se da cuenta de que no está solo, de que somos un pueblo elegido por Dios, que nunca nos abandona. Porque el sufrimiento es un misterio para el cristiano. No todo se puede explicar desde la razón, más si cabe cuando sabemos que el Señor habla al corazón del hombre. Pero cuando uno experimenta, apoyado en la oración de salmos como éste que nos ocupa, que Dios sale fiador y salvador, es en ese momento cuando el corazón exalta de gozo en alabanzas a Dios. 
El Señor se nos muestra en la historia. A través de los acontecimientos nos habla. Esos acontecimientos son los signos de los que habla el cántico. Sólo el que tiene abiertos los ojos en su vida es consciente de ello. A pesar de que al hombre no se le oculta la acción divina, pues está en los libros de historia y la gran tradición que ha llegado hasta nuestros días y ha configurado nuestra cultura, no siempre el hombre reconoce en ello al Señor.
Y ¿cuál es la mayor prueba del poder del Señor? La Creación. Por eso se alude al poder y la potencia de Dios sobre la Tierra, sobre el mar, sobre el caos del hombre. El triunfo sobre la muerte, sobre el sufrimiento.
Brota del alma entonces un reconocimiento a la obra de Dios, a su justicia que es distinta a la nuestra. Esa justicia que hace brotar de la muerte la vida, esa justicia que nos entregó a Jesucristo para nuestra redención. Como decía Juan Pablo II en una catequesis sobre este salmo, al final aparece una imagen preciosa de la primavera, atrás queda el desorden y el caos de una vida sin Dios (Audiencia general del miércoles 6 de marzo de 2002).
San Juan Pablo II comentando este salmo nos recuerda, "3. En esta celebración de Dios Creador, encontramos un acontecimiento que querría subrayar: el Señor logra dominar y acallar incluso el tumulto de las aguas del mar, que en la Biblia son símbolo del caos, en oposición al orden de la creación (cf. Job 38, 8-11). Es una manera de exaltar la victoria divina no sólo sobre la nada, sino incluso sobre el mal: por este motivo, el «estruendo del mar» y el «estruendo de las olas» es asociado al «tumulto de los pueblos» (cf. Salmo 64, 8), es decir, la rebelión de los soberbios.
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San Agustín lo comenta de manera eficaz: «El mar es imagen del mundo presente: amargo a causa de la sal, turbado por tempestades, donde los hombres, con sus ambiciones perversas y desordenadas, parecen peces que se devoran unos a otros. ¡Mirad este mar proceloso, este mar amargo, cruel con sus olas! No nos comportemos así, hermanos, pues el Señor es la "esperanza del confín de la tierra"» («Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 475).
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La conclusión que nos sugiere el Salmo es sencilla: ese Dios, que acaba con el caos y el mal del mundo y de la historia, puede vencer y perdonar la malicia y el pecado que el orante lleva en su interior y que presenta en el templo con la certeza de la purificación divina. " (San Juan pablo II. Audiencia del Miércoles 6 de marzo del 2002)
Ojalá este cántico a la Gracia de Dios se haga realidad en nuestras vidas para que demos testimonio de que el Señor es fuerte y está presente en medio de nosotros.

En la segunda lectura, se nos invita a reformar nuestros juicios y nuestras maneras de ver el mundo. No se trata, como pensamos, de un mundo sometido a unas leyes cosmológicas que le hacen, a la vez, agradable y difícil de vivir por encontrarse en un estado de lucha entre los elementos que a veces se enfrentan entre sí y provocan catástrofes.  Las condiciones del hombre en sí mismo también son muchas veces contradictorias, y nuestro   cuerpo ya no es la traducción de su alma, sino que hay una ley de oposición a la que hay que someterse. Es preciso considerar esta situación presente en función de un futuro. No existe una medida común entre los desequilibrios del tiempo presente y la gloria que Dios va a revelar pronto en nosotros. Porque toda la creación aspira con todas sus fuerzas a ver esta revelación de los hijos de Dios. La creación, es decir, no sólo los cristianos, no sólo los hombres, sino todo el universo. Toda esta creación, ahora bajo los efectos del pecado, espera su liberación, la gloria de los hijos de Dios. Pero es necesario que pasen el tiempo y los dolores de la infancia y aceptar gemir, nosotros y toda la creación, con una esperanza en el corazón que no se equivoca. Ya hemos recibido el Espíritu, pero esperamos la liberación total.
Esta es la condición de los cristianos y de la condición del mundo entero. Tampoco los progresos del mundo pueden dejar indiferente al cristiano; son el signo de la reconstrucción del mundo y de su recreación progresiva en la unidad. Es preciso, también, que los desequilibrios que nosotros constatamos no destruyan nuestra esperanza, sino que hemos de aceptar la insatisfacción que todo ser siente, como un signo del futuro al que estamos abocados y cuyas primicias ya nos han sido dadas por el Espíritu.
A nivel personal la vida en el Espíritu tiene consecuencias, quizá la más importante, es la condición de hijos de Dios (vs. 15-17).
Esta condición filial, sin embargo, no ha realizado  toda su virtualidad y en el tiempo presente todavía es objeto de esperanza en ciertos aspectos. De ello trata esta pericopa.
Compara San Pablo la experiencia presente actual, tanto del hombre como del mundo, con la futura. Evidentemente, todavía hay mucho de dolor, frustración, angustias, etc. No conviene negarlo o disminuirlo para no caer en un angelismo fuera de lugar. Pero hay, para quien tiene esas primicias del Espíritu, una perspectiva mejor. No precisamente alienante o que haga evadirse del mundo, sino que confiere esperanza y sentido para afrontar lo negativo. Es importante subrayar esa seguridad del porvenir. El cristiano no simplemente espera algo futuro, sino que tiene la garantía absoluta de ello en virtud de la presencia del Espíritu.
Para San  Pablo ya no se trata solamente de los hombres, sino del universo entero. La creación había sido puesta por Dios en manos del hombre y este estaba sometido a Dios. Pero, habiendo roto con Dios, también se desbarató la relación del hombre con la creación. Ahora, pues, también la creación espera expectante la liberación, que empieza por la liberación del hombre.
La imagen de los dolores de parto, que utilizaban algunos filósofos griegos para hablar del renacimiento de la naturaleza en primavera, le sirve a Pablo para expresar la situación de toda la creación.
A pesar de haber recibido el Espíritu, aún gemimos como la creación, porque aún no ha llegado a plenitud la liberación total, la filiación. Pero ya poseemos las primicias de ella: los primeros frutos de la cosecha se ofrecían a Dios simbolizando la consagración de toda la cosecha, pero a la vez significaban la prenda de lo que tenía que venir.
En el momento actual, de sensibilidad ecológica, seguramente que este texto tendría que hacer replantear a los cristianos su relación con la naturaleza: los hijos de Dios tienen que tratar con solicitud el mundo que Dios les ha dado para que lo habiten.
Así comenta San Agustín comenta  esta lectura: " Preguntemos al Apóstol cómo cayo el hombre en la cautividad. En efecto, él más que ningún otro gime en ella y suspira por la Jerusalén eterna, y nos enseñó a gemir por obra del mismo Espíritu que le llenaba y le hacía gemir a él. Así escribe: Toda la creación gime y sufre hasta el presente. Y también: La creación está sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió en esperanza (Rom 8,20). Toda la creación -ha dicho- gime en medio de fatigas en los hombres que aún no creen, pero que han de creer. ¿Acaso gime sólo en los que aún no han creído? ¿Ya no gime ni sufre la criatura entre los dolores de parto en los que han creído? No sólo ellos -dice-, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, es decir, nosotros que ya servimos a Dios en el Espíritu, que ya hemos creído en Dios con nuestra mente y en la misma fe hemos entregado ciertas primicias, para seguir luego esas mismas primicias. Pues también nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción y la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,23).
Así, pues, gemía también él y gimen los restantes fieles esperando la adopción y redención del propio cuerpo. ¿Dónde gimen? En esta mortalidad. ¿Qué redención esperan? La de su cuerpo, anticipada en la persona del Señor que resucitó de entre los muertos y subió al cielo. Antes de que se nos conceda esto, es preciso que gimamos, a pesar de ser creyentes y hombres de esperanza. Es lo que afirma, a continuación, el texto de Pablo.
De hecho, después de las palabras: También nosotros gemimos en nuestro interior esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo, como si le preguntasen: «¿De qué te sirvió Cristo, si aún gimes?; ¿cómo es que te ha salvado el Salvador? Quien gime, aún está enfermo», añadió: Hemos sido salvados en esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25). He aquí por qué gemimos y cómo gemimos: porque esperamos el objeto de nuestra esperanza que aún no poseemos. Hasta que lo poseamos, suspiramos en el tiempo, porque deseamos lo que aún no tenemos. ¿Por qué? Porque hemos sido salvados en esperanza. Es cierto que la carne que el Señor tomó de nosotros fue salvada en realidad, no sólo en esperanza. Nuestra carne ya salvada resucitó y subió al cielo en nuestra Cabeza, aunque en los miembros deba ser salvada aún. Alégrense confiados los miembros, puesto que no fueron abandonados por la Cabeza. Ella dijo a los miembros afligidos: Ved que yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mi 28,20). Así aconteció para que nos convirtiésemos a Dios. En efecto, no teníamos otra esperanza que la esperanza en el mundo, razón por la que éramos siervos miserables, doblemente miserables, porque no sólo habíamos puesto nuestra esperanza en esta vida, sino también porque habiendo vuelto el rostro al mundo, dimos la espalda a Dios. Mas cuando el Señor nos dio media vuelta, de modo que comenzamos a dar la cara a Dios y la espalda al mundo, aunque aún estamos en el camino, miramos sin embargo a la patria.
Y cuando quizá sufrimos alguna tribulación, nos mantenemos en el camino y nos trasporta el madero (de la cruz). El viento es ciertamente desapacible, pero próspero; requiere esfuerzo, pero nos lleva y nos hace llegar con rapidez. Como gemíamos a causa de nuestra esclavitud, gimen también los que ya han creído. Habíamos olvidado el origen de nuestra esclavitud, pero nos lo recuerda la Escritura. Preguntemos al mismo apóstol Pablo. Él dice: Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido el pecado (Rom 7,14). Ved el origen de nuestra cautividad: el haber sido vendidos al pecado. ¿Quién nos vendió? Nosotros mismos, al dar consentimiento al seductor. Pudimos vendernos, pero no rescatarnos. Nos vendimos consintiendo al pecado, nos rescatamos por la fe de la justicia. Sangre inocente fue entregada por nosotros para rescatarnos. ¿Qué sangre derramó el seductor al perseguir a los justos? Ciertamente derramó sangre de hombres justos; derramó la sangre de los profetas, de nuestros padres, de los justos y de los mártires: pero todos éstos provenían de la estirpe del pecado. Derramó la sangre de la única persona que no fue justificada porque había nacido justa y, al derramar esa sangre, perdió a todos los que tenía prisioneros. Aquellos por quienes fue entregada esa sangre inocente, fueron rescatados. Al regresar del cautiverio cantan este himno" . ( San Agustín Comentario al salmo 125,2)

Hoy el evangelio nos presenta la parábola del sembrador, es muy clara en su sentido: el Reino ha sido sembrado, es cierto que se pierde mucha simiente, pero también es verdad que hay mucho fruto. Después, la explicación alegórica permite ampliar este sentido inicial haciendo jugar la contribución de los hombres para que el Reino avance: el Reino avanza "a medida humana", según lo que los hombres hagan; pero, con todo, este avance es seguro, ya que existen hombres que son tierra buena, y el fruto acaba siendo abundante (unos cien, otros sesenta, otros sólo treinta, pero, no obstante, abundante). Jesús nos dice que el Reino avanza.
La parábola nos conduce  a reflexionar sobre cómo acogemos nosotros "la predicación del Reino".
 Fijémonos en las tres disposiciones negativas:
1)Los que no lo entienden: los que no tienen interés en aceptar que el Reino exige cambios en la vida, y creen que lo que se anuncia es ya lo que ellos hacen, sin darse cuenta de que se trata de otra cosa (¿para cuántos ser cristiano quiere decir, por ejemplo, ser personas de orden y neutrales ante cualquier mejora social seria?
2)Los inconsistentes: los que saben bien qué es el Reino y lo defienden y están ilusionados, pero que se volverán atrás cuando vean que les afecta su vida (continuarán sin hablar con el vecino; en casa continuarán diciendo que "aquí mando yo...").
3)Los que están en manos de la riqueza: tanto los muy ricos como los que viven pendientes de cómo podrán vivir mejor, y que no son capaces de sacrificar nada de esa búsqueda del bienestar ya que según ellos "es muy importante poder tener tal cosa o tal otra..." Para ser tierra buena no podemos ser ninguna de las tres malas tierras que acabamos de describir.
San Mateo se fija en los discípulos de Jesús; los ve vivir en medio de un mundo (v.38) incrédulo: "aquellos que..." (v.12). Los ve, sin embargo, colmados: "A vosotros es dado". Y puesto que en ellos el "don" se ha demostrado eficaz, se les da cada vez más: "A quien tenga se le dará". Este don pródigamente concedido es el de un conocimiento supremo: "conocer los misterios del Reino de Dios". Este conocimiento ilumina toda la vida; gracias a él, sabrán los discípulos hacer las opciones que se imponen y participar como conviene en el combate de la Palabra. Y es cierto que tras la explicación de las vicisitudes que atraviese el Reino al implantarse en el mundo, se oculta un mensaje decisivo: el mensaje pascual. Porque la aventura de la Palabra, constantemente desdeñada, perseguida pero siempre viva y eficaz, semejante al grano de trigo que debe "morir" para dar fruto (Jn12,24), ¿no es el misterio de Pascua?.
 El conocimiento de los  misterios del Reino es un privilegio del que los cristianos debemos ser conscientes. Lo que los cristianos oímos en la proclamación del Evangelio, lo que vemos en la experiencia cristiana, hay muchos hombres que no pueden verlo ni oírlo. Aun los Profetas, esos privilegiados del A.T. y con ellos, por lo tanto, todo el pueblo de la Antigua Alianza, no pudieron, a pesar de sus deseos, obtener semejante revelación de los "caminos" de Dios, de los secretos de su Reino.
En la parábola de hoy el protagonismo es para el "sembrador" y la "semilla sembrada". "El que la escucha", "acepta", "entiende", aparece porque es destinatario de "la semilla", de "la Palabra". No podemos perder de vista, pues, que todo parte de un don. La semilla del Reino ya ha sido sembrada. Y sembrada generosamente, en todas partes. Y además, dará fruto como sea, quizás en los lugares más inesperados.
Para nosotros, cristianos del siglo XXI, la Eucaristía dominical es  campo en el que Dios siembra para que demos fruto a lo largo de la semana; y también como campo donde recogemos los frutos de lo que hemos vivido la semana anterior. Demos gracias a Dios por todo ello.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com



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