Comentario
a las lecturas del XIII Domingo del Tiempo
Ordinario 28 de junio 2020
La primera lectura es del segundo libro
de los reyes (2 R 4, 8-11. 14-16a) Contemplamos a Eliseo que acostumbraba
a pasar por Sunem, especialmente cuando iba del Carmelo a su tierra natal. En
estos casos detenía su viaje para descansar en casa de esta buena mujer, que lo
recibía amablemente y con todo el respeto que merece un hombre de Dios.
El anuncio del
nacimiento, del hijo de la sunamita es una historia enmarcada en las promesa
de un hijo a unos padres ancianos, como recompensa por su hospitalidad, y corresponde
a un género literario denominado "saga" que ya aparece en las
narraciones patriarcales (v. g., promesa a Abraham y a Sara: Gn. 18, 1-15O y
también en el NT. (v. g., la promesa de Juan el Bautista hecha a Isabel).
Nos fijamos en dos breves
escenas :
Hospitalidad de la sunamita
(vs. 8-11): Sunem pudo ser un santuario israelita situado al Sur del Tabor, no
lejos del Carmelo, y probablemente habitado por una comunidad de profetas.
Eliseo no se hospeda en su
comunidad, sino en el hogar de la sunamita, prototipo de todo ser humano capaz
de descubrir a Dios en la persona y obra del profeta. Tal vez los suyos no lo
hubieran recibido... La mujer le prepara una cama, mesa, silla..., todo un
superlujo para cualquier israelita habituado como estaba a dormir en la sala
común sobre una dura esterilla que se desenrollaba al caer la noche. Recibir al
profeta es un gran honor para la sunamita, pero para ser como ella necesitamos
una mente muy abierta para saber discernir el dedo de Dios que pasa haciendo el
bien. No abrir su casa a Eliseo hubiera sido cerrarla al Señor, cerrarla al
futuro de las bendiciones. Pero abrirla a otros muchos que se presentan como
los "oficiales" del Señor hubiera supuesto abrirla a unos
chantajistas que juegan con Dios. La actitud adoptada por la sunamita no era
nada fácil.
-Agradecimiento del profeta
(vs. 12-17): Eliseo se pregunta: ¿Qué podríamos hacer por ella? (v. 14).
Agradecido, el profeta quiere recompensarle ofreciéndole en primer lugar una
recomendación de tipo político (v. 13: ¿una exención fiscal o militar? No
seamos malos, esta oferta no llega a tráfico de influencias). Ante una negativa
de la mujer, le anuncia a la anciana el nacimiento de un niño... Sara no se lo
creyó, la sunamita también recela...
El responsorial es el salmo 88, (Sal 2-3.
16-17. 18-19). Estamos pues ante
uno de los salmos llamados reales, cuyo fondo es la ceremonia de
entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el
palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos
que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el
verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un
"himno" que canta el poder real de Yahveh.
Es un largo salmo
de 53 versículos. El texto que se nos propone hoy en la liturgia, corresponde a
la primera parte que es un himno de alabanza. El libro no comienza con una
introducción (2-5). Aquí aparece en ya las dos palabras clave de este salmo:
misericordia y fidelidad de Dios. Se afirma que la misericordia ha sido
construida para siempre y que la fidelidad es más firme que el cielo (3). Estas
dos palabras aparecen 7:08 veces a lo largo de todo el texto. La misericordia y
la fidelidad de Dios son una constante en la historia del pueblo como la
alianza hecha al rey David. La misericordia y la fidelidad de Dios de la
alianza engendraron una dinastía para el pueblo de Dios: David tendra siempre
un descendiente sobre el trono.
En los versículos
6-19, se proclama que Dios es señor del universo y de la historia. Es el único
Dios verdadero, señor del mar y de los monstruos marinos, del hierro, de la
tierra y del mundo. Todo le pertenece y es dichoso el pueblo elegido para reconocer
todo esto, alabando a este Señor universal. El reconocimiento engendra
confianza en el pueblo, entonces Dios se convierte en el escudo y el rey de
Israel (19).
Este salmo
refleja la detección del pueblo ante la derrota práctica desaparición de una de
las instituciones más importantes, la monarquía en Judá. En el trono de Judá
siempre se había sentado un descendiente de David, según la promesa alianza que
parece2Sam 7.
Según la
concepción de este salmo, la misericordia y la fidelidad del señor se encarnan
en la persona del descendiente de David que ocupa el trono de Judá.
Salmo reproduce
la situación de la monarquía en vísperas o bien ya durante el
cautiverio en Babilonia, cuando todavía se tenía la esperanza de que el rey de
Judá volvería a Jerusalén para dirigir la vida política y económica del país.
Históricamente estaríamos en tiempos del rey Center y cuando Jerusalén cayó en
manos de los babilonios (586 a.C.). En este periodo corresponde, también, en el
final de la actividad profética de Jeremías.
El clamor de este
salmo es el siguiente: "¿dónde están ahora la misericordia y la fidelidad
de Dios?".
La respuesta del
salmo es clara, revela el rostro de Dios aliado que camina con su pueblo.
Israel está orgulloso de ser el elegido por Dios, señor del universo y de la
historia. Es el Dios de la misericordia y la fidelidad que produce el la
justicia y el derecho.
El Dios de este
salmo es un Dios que hace historia con su pueblo.
En la perspectiva
del plan de Dios cumplido en Jesús, Jesús es la máxima expresión de la
misericordia y de la fidelidad de Dios de la que habla este salmo.
También en Jesús se revela, junto con la
misericordia y la fidelidad de Dios, la alianza. Y así sus textos evangélicos
nos hablan de la nueva alianza en el nuevo reino de Dios en ellos podría se
anunciará el se cumplirá en Jesús como mesías, por eso el espíritu de Dios está
sobre el para iniciar la gran utopía del Reinado de Dios en la historia de la
humanidad.
:«Cantaré
eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las
edades. Porque dije: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo
has afianzado tu fidelidad».
El llamamiento es claro y
definitivo. Dios es poderoso, todo lo puede en el cielo que tú has hecho y en
la tierra que has creado. Además de ser poderoso, es fiel, cumple siempre las
promesas que hace.
Se enumeran las obras hechas a
David. La promesa a David de que sus descendientes gobernarían a Israel para
siempre, promesa que seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran
dignos. El trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en
los cielos.
Toda la tradición, desde la
generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es
verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los
enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una
descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre
permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona
de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus
enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la
fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los
poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. Aquí es necesario situarnos ante la reflexión que San Pablo
hace de la resurrección. A la luz de
esta, resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que
la ira y el castigo eran limitados; con la luz de la resurrección realizada en
Cristo y compartida en nosotros desde el bautismo, comprendemos finalmente y
cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
Alabanza y fiarse de las
promesas es válido y necesario para nuestra vida cristiana.
Así
comenta San Agustín los versículos de
este salmo: "[v.2]. Cantaré eternamente, Señor, tus misericordias; y mi boca
anunciará tu verdad de generación en generación. Que mis miembros den honra, dice, a mi Señor. Yo hablo, pero hablo tus
cosas; mi boca anunciará tu fidelidad.
Si no soy obsecuente, no seré un siervo; si hablo por mí, soy un
mentiroso. Entonces, yo hablaré, pero de tus cosas. Aquí hay dos realidades
distintas: la tuya y la mía: la tuya es la verdad; la mía es la boca que habla.
Oigamos, pues, qué verdades dice, y qué misericordias va a cantar.
3. [v.3]. Porque has dicho: La misericordia será
edificada para siempre. Esto es lo que yo canto; esta es tu verdad, y mi
boca está dispuesta a servirle anunciándola. Porque has dicho: La misericordia será edificada para siempre.
....
Ha expresado las misericordiosas, ha expresado la verdad; y ahora
de nuevo las ha unido de esta forma: Porque
has dicho: La misericordia será edificada para siempre. Tu verdad será
cimentada en los cielos. También aquí repite la misericordia y la
verdad. Porque todos los caminos del
Señor son misericordia y verdad[1]. No aparecería
la verdad como cumplimiento de las promesas, si la misericordia no precediera
en la remisión de los pecados. Además, como se habían prometido proféticamente
muchas cosas al pueblo de Israel, que procedía de la estirpe de Abrahán según
la carne, y así se propagó aquel pueblo en el que habían de cumplirse las
promesas de Dios; y, con todo, Dios no secó el manantial de su bondad para con
las naciones extranjeras, que puso bajo el amparo de los ángeles, reservándose
para sí únicamente la porción del pueblo de Israel. En estas dos estirpes el
Apóstol distribuye, distinguiendo en cada una de ellas la misericordia de Dios
y la verdad. De hecho, dice que Cristo
se puso al servicio de los circuncisos a favor de la veracidad de Dios, para
confirmar las promesas hechas a loso padres. Ya veis cómo Dios no
engañó, y cómo no ha rechazado a su pueblo, que había conocido de antemano.
Pues cuando se trata del abandono de los judíos, para nadie creyese fueron
reprobados hasta el punto de no recogerse, en aquella bielda, ni un solo grano
en las trojes, dice el apóstol que Dios
no rechazó a su pueblo, que había conocido de antemano; porque yo también soy
israelita[2] Si todo él
fueron espinas, ¿cómo yo, que os hablo, sería un buen grano? Luego La verdad de
Dios se cumplió en aquellos israelitas que creyeron, y así vino a juntarse a la
piedra angular una pared procedente de la circuncisión[3]. Pero aquella piedra
no habría constituido el ángulo, si no hubiera sustentado la otra pared que
procede de los gentiles. Aquella primera pared pertenece propiamente a la
verdad, y esta segunda a la misericordia. Digo, pues, afirma el Apóstol, que Cristo se puso al servicio de la circuncisión, en favor de la
verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los patriarcas, y para que
los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia[4]. Con razón, En los cielos está cimentada tu verdad.
En efecto, todos aquellos israelitas llamados apóstoles, se han hecho los
cielos que proclaman la gloria de Dios. De estos cielos se dice: Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el
firmamento pregona la obra de sus manos. Y para que estéis seguros de
que se habla de estos cielos, dice a continuación refiriéndose más expresamente
a ellos: No es con palabras, ni con
discursos cuyas voces no se oirán. Mira a ver a qué palabras se refiere,
y no encontrarás otras arriba, sino las de los cielos. Si se trata, pues, de
los Apóstoles, de cuyas conversaciones se ha oído su voz, son ellos de quien se
ha dicho: A toda la tierra alcanza su
pregón, y hasta los límites del orbe su lenguaje[5]; porque aunque
hayan muerto antes de que la Iglesia llenase el orbe de la tierra, no obstante
sus palabras llegaron hasta los confines de la tierra. Bien cumplido vemos aquí
lo que ahora leemos: Tu verdad será
cimentada en los cielos.
[vv.16-17].
¿Y no nos vamos a alegrar de todas estas cosas? ¿O seremos capaces de
comprender aquello de lo que nos gozamos? ¿Y las palabras serán capaces de
expresar nuestra alegría? ¿O le será posible a la lengua expresar nuestro
regocijo? Si, pues, no hay palabras capaces de ello, Dichoso el pueblo que conoce el júbilo. ¡Oh pueblo feliz! ¿Te
parece a ti que conoces el regocijo? No es posible ser feliz si no sabes lo que
es el regocijo. ¿Qué quiere decir que conoces el regocijo? Que sepas por qué te
alegras de lo que no se puede explicar con palabras. Porque tu alegría no
procede de ti, sino que el que se gloría, que se gloríe en el Señor[6] No te regocijes en tu
soberbia, sino en la gracia de Dios. Fíjate cómo la gracia es tan grande, que
la lengua no es capaz de explicarla; y entonces sí, habrás entendido lo que es
el regocijo.
[v.18]. Porque tú eres
gloria de su fortaleza, y según tu beneplácito se realza nuestro poder; porque
a ti te ha parecido bien, no porque nosotros somos dignos.
[v.19]. Porque Dios es
nuestro apoyo. Puesto que yo he sido empujado como un montón de arena,
para que cayera, y habría caído, si el Señor no me hubiera apoyado. Porque el Señor es nuestro apoyo, el Santo
de Israel nuestro Rey. Él es quien nos sostiene, él te ilumina: con su
luz estás seguro, en su luz caminas, por su justicia serás exaltado. Él te ha
recibido, en tu debilidad él te protege; él te hace robusto por su fuerza, no
por la tuya". (San Agustín. Salmo 88 I).
La segunda lectura es de de la Carta a los
romanos (Ro 6,3-4.8-11) . A lo largo de toda su carta a los romanos, San
Pablo contrapone la justicia que los hombres, judíos y griegos, quieren
proporcionarse por sí mismos y la que Dios concede a quien la pide con fe.
El instrumento de esa
justificación divina es el bautismo, punto de cita entre la fe del hombre y la
justicia de Dios.
La idea esencial de este pasaje
es la de la "muerte con Cristo". Para la Biblia, Dios es la vida y su
plan es un plan de vida. La muerte física es un accidente que la mentalidad
judía atribuye al pecado. Heredero de ese concepto judío, San Pablo enlaza la
muerte natural y la muerte espiritual del pecado.
Cristo es el primero en
penetrar en la muerte no con el pecado, es decir, la voluntad de vivir por sí
mismo, sino, al contrario, con una fidelidad absoluta y una adhesión completa a
su Padre, confiando en que éste le salvaría. Así, la muerte de Cristo suprime
el nexo que existía hasta entonces entre muerte y pecado; así, su muerte es
realmente liberadora del pecado, puesto que descubre un hombre capaz de ser
liberado de la muerte y de resucitar simplemente porque se pone en manos de su
Padre. Así, la muerte no es un accidente en el plano divino de la difusión de
la vida, sino precisamente aquello por lo que Dios entrega su vida al hombre.
El bautismo nos une a la muerte
de Cristo en el sentido de que nos hace adherirnos al Padre y no ya a nosotros
mismos, y también en el sentido de que es el rito mediante el cual significamos
nuestro deseo de realizarnos en nuestro futuro de hombres, realizándolo en la
comunión con Dios (vv. 3-6). Nuestro bautismo se asemeja además a la muerte de
Cristo (v. 11) en el sentido de que nos coloca en las mismas posiciones suyas y
bajo la influencia de la misma iniciativa salvífica del Padre.
Aunque el cristiano sigue
abocado a la muerte física, como todos los hombres, tiene la posibilidad,
gracias al bautismo, semejante a la muerte de Cristo, de entrar en la muerte
como un Dios ha entrado en ella, con plena disponibilidad respecto del Otro.
Entonces le es ya posible vencer a la muerte espiritual del pecado, que es
precisamente negativa a aceptar la intervención divina en la realización de
nuestro destino. O dicho de otra forma: la muerte es la experiencia en la que
mejor podemos alcanzar a Dios en el desprendimiento de nosotros mismos, ya que
la única cosa que sabemos de Dios en Jesucristo es que no vive más que para
dar, aunque sea muriendo. Morir con la misma disponibilidad de uno respecto al
otro es vivir de la vida misma de Dios, y eso nos lo proporciona ya el
bautismo.
Al beneficiar al cristiano de
la muerte al pecado, el bautismo le permite participar en el plano de vida de
Dios, viviendo ya, incluso abocado a la muerte, de una vida nueva donada por
Dios (vv. 4-5). Reorientado ya por su bautismo en esa vida nueva, el cristiano
puede considerar la muerte como un hecho pasado: el que ha muerto está liberado
del pecado. Ahora bien, el cristiano bautizado ha pasado ya por lo esencial de
la muerte: esa muerte espiritual del pecado, y ya ha salido gracias a la
intervención de Dios.
San Pablo insiste en el hecho
de que la resurrección de Xto no es tan solo un hecho aislado, prenda de una
resurrección futura, sino que nos compromete ya desde ahora con Él. Estamos ya
muertos "con él" (v. 3), estamos ya enterrados "con él" (v.
4), vivimos ya "con él" una vida nueva (v. 5).
Estamos
ante un texto típico de la cristología paulina.
San
Pablo presenta a Cristo en cuanto hace referencia salvadora a nosotros.
San Pablo parte de una sencilla
reflexión acerca del bautismo. El bautismo nos ha sumergido en la muerte de
Cristo, hemos sido sepultados con él; pero también hemos resucitado con él para
llevar una vida nueva. Es el bautismo el que nos hace participar plenamente del
misterio pascual de Cristo, el signo que es una semejanza de la muerte y
resurrección de Cristo y encierra en sí toda su realidad y actualidad.
La doctrina es sencilla y
rigurosa; su puesta en práctica se revela difícil y siempre en situación de
comenzar de nuevo.
Así la Resurrección la
relaciona con sus efectos en la humanidad. Se fija en la transformación que
comporta a los hombres que participan en ella. Evidentemente, se trata de una
transformación para la salvación de estos hombres. Esta unión de Cristo y el
cristiano se da en el bautismo y en la fe (téngase presente el modelo del
bautismo de adultos, en el que la relación fe-sacramento es más clara que en el
de niños). A partir de ahí, nos hacemos solidarios con el Señor resucitado,
igual que él se ha hecho solidario con nosotros en su condición humana. Somos
como arrastrados hacia su destino glorioso.
Esta condición nueva es
descrita en estos versículos con las imágenes de vida y libertad, que se
repiten a lo largo de este capítulo. Especialmente en el paso "muerte a
vida" se intenta visualizar la transformación ocurrida. Lo cual indica la
profundidad de ella. Supera con mucho los límites de una ética o una moral para
colocarse en el plano del ser, que San Pablo describirá otras veces con
vocabularios como "nueva creatura", "hombre nuevo", etc.
"Los que por el bautismo nos incorporamos a
Cristo...": La vida del cristiano debe identificarse con las acciones
salvíficas de la vida de Cristo, que para san Pablo se centran en la muerte,
sepultura y resurrección. La fe y el bautismo nos introducen en ellas. Y así
como el poder y la gloria del Padre se manifestaron en la resurrección de
Cristo, también se manifiestan en el bautizado por el hecho de participar en la
vida nueva del Resucitado. - "Si
hemos muerto en Cristo, creemos que también viviremos con él...": La
vida nueva del cristiano es, sin embargo, solo perceptible por la fe. Cristo no
resucitó sólo para reivindicar su mesianidad o su justicia, sino en orden a
llevar el hombre a una vida nueva por la fuerza del Espíritu.
El evangelio es de San
Mateo (Mt 10,37-42), es
continuación del domingo anterior y recoge las palabras de recomendación y de ánimo dadas
por Jesús al nuevo Pueblo de Dios en previsión de las dificultades que
ciertamente experimentará, al decidir seguir es estilo de vida evangélico.
Los vv. 37-39 tratan específicamente
de la adhesión personal e íntima que hay que dar a Jesús para seguirle.
El v. 37 utiliza un lenguaje
profético: rápido, intuitivo, desconcertante. Un lenguaje que busca concienciar
al oyente de una necesidad imperiosa. va dirigido a todos y cada uno de los
componentes del nuevo Pueblo y no a un grupo especial o de aspirantes a la
perfección. No es fin en sí mismo sino medio para algo.
Descubrir este "para
algo" es dar con el sentido de lo que se dice. El "para algo" de
nuestro texto es la urgencia imperiosa de un nuevo Pueblo que revele y
sustituya al viejo y decrépito pueblo religioso. La necesidad de un nuevo
Pueblo religioso es un objetivo indeclinable; su existencia no se puede diferir
en absoluto. El v. 37 no establece una jerarquía o una prioridad de
sentimientos o afectos (primero Jesús, después la familia). Jesús no reclama el
afecto de sus seguidores. Jesús sencillamente resitúa el mundo del sentimiento
en el marco de un objetivo que dé a ese mundo una perspectiva, un horizonte,
una razón de ser última.
Este mismo objetivo de bien
común del que Jesús es el primer seguidor, está a la base del v. 38. La idea
del versículo es la siguiente: seguir a Jesús es seguirle por un camino de
sufrimientos públicos y violentos.
"Tomar la propia
cruz" no es una expresión metafórica. La Cruz no es el medio y el símbolo
de la unión mística del cristiano con Cristo. La cruz es el medio para hacer
morir a Jesús y a sus discípulos. Jesús no prescribe a sus discípulos hacerse
una cruz para seguirlo hasta el Calvario; pero tampoco alude a cualquier clase
de sufrimientos más o menos vagos. Anuncia a sus discípulos la misma violencia
y el mismo desprecio público que soportará él mismo. Por consiguiente, no se
trata principalmente de cargar consigo mismo (identificando la persona con la
cruz), ni de cargar para ofrecerlo a Jesús o aceptar tal o cual sufrimiento
personal, ni de reconocerse culpable ante Dios, ni siquiera de imitar a Jesús,
sino de prever y aceptar la soledad humana y la oposición violenta y cuasi
oficial.
"Tomar la cruz" es lo
que en el v. 39 viene expresado como "perder la vida". Son
expresiones equivalentes para significar "morir de muerte violenta".
Pero Jesús dice a su discípulo que esta disponibilidad hasta dejarse matar es
la verdadera manera de ser uno mismo, de ganarse, de vivir.
En la línea del domingo
anterior, el v. 39 es una palabra de ánimo a quien puede comprensiblemente
experimentar el desánimo por lo difícil de la situación.
El v. 40 es la conclusión de la instrucción a los apóstoles.
Lo que es una adquisición personal, el conocimiento de la persona de Jesús,
tienen que llegar a plenitud por la vida. Vivir la fe es construir la vida, no
con una pretenciosa relevancia, sino con una sencilla colaboración. Así, dar
hospitalidad al mensajero no es solamente recibir con los brazos abiertos al
hermano, sino también acoger la palabra, aceptar el vivir como lo exige el
compromiso adquirido ante Jesús. Palabras difíciles del evangelio, pero
cargadas de esperanza.
En la línea de levantar el
ánimo están redactados los vs. 40-42. Estos versículos harán ver que esta adhesión íntima a Jesús
tendrá que hacerse totalmente pública.
Al final de la instrucción de los
doce, se hace la alabanza para con aquellos que los recibirán, y recibirán por
medio de ellos el mensaje. El mismo Jesús se identifica con ellos, está
presente en quienes anuncian el Evangelio. Aquí los doce representan toda la
comunidad de los discípulos, en la que hay "profetas",
"justos" y "pequeños". Este último adjetivo los caracteriza
de una forma muy conforme con la primera bienaventuranza (5,3). Posiblemente se
refieran a todos aquellos nuevos miembros recién incorporados a su comunidad,
procedentes del paganismo, y que son observados a distancia por los
judeocristianos.
Para
nuestra vida
En
la primera lectura contemplamos al profeta portador de la Palabra, auténtica y
poderosa de Dios. El
texto se enmarca en relatos de mujeres estériles que dan a luz. Lo que los
ángeles realizaron en Sara y en las otras mujeres estériles al darles la
fecundidad, es capaz de realizarlo también la Palabra, en beneficio de una
pagana. El profeta es, pues, depositario real de la Palabra creadora y vivificante
de Dios.
Es sabido que una mujer que no
tiene hijos propios proyecta sobre un extraño su afecto maternal. Eliseo, que ha abandonado su familia para ponerse al servicio
de Dios, es aquí el beneficiario de esta bondad. Así, el complejo psicológico
se convierte en actitud de hospitalidad y de acogida.
Pero acoger a una persona
insignificante significa acoger a Dios mismo (Mt 10. 40): la mujer experimenta
este hecho beneficiándose de la visita de Dios. Al poner todo su ser al
servicio de la hospitalidad, esta mujer descubre en Dios el secreto de su
bondad.
El profeta sabe descubrir la
necesidad y promete un hijo. Cada uno de nosotros como nuevos mensajeros del
Señor también debemos saber ser útiles a la humanidad y no perderse en
discursos largos y demasiadas veces vacios que ni siquiera nosotros mismos nos
los creemos.
Eliseo, no pensaba al principio
hacer milagros, pero le anuncia proféticamente que a la vuelta de un año tendrá
el hijo deseado. Lo mismo que Sara, la madre de Isaac, esta mujer recibe el anuncio
con escepticismo. Pero también ahora se va a cumplir la palabra de Dios, la
palabra del profeta. En ambos casos, el nacimiento del hijo prometido será una
recompensa de Dios a la hospitalidad prestada a sus enviados. Siglos más tarde,
Jesús establecerá esta ley de retribución: "Quien reciba a un profeta
porque es profeta, tendrá paga de profeta" (evangelio de hoy).
El
salmo nos sitúa ante una actitud de agradecimiento al Dios
Este salmo, dedicado a la Casa de
David, podemos destacar dos aspectos que también se aplican a los cristianos de
hoy: la fidelidad de Dios y la alianza con él.
El salmista escribe en un contexto
histórico de apogeo del pueblo judío: su monarquía se consolida, David levanta
su capital, Jerusalén, y quiere erigir un templo al Señor. La fórmula de la
alianza o el pacto es un recurso muy utilizado por los autores bíblicos para
expresar esa fidelidad de Dios hacia su pueblo. Aquí, se centra en David y su
linaje.
Se trata de un pacto muy peculiar,
pues el único que se compromete, en él, es Dios. Dios promete
incondicionalmente su protección, su misericordia y su favor a David y a su
estirpe, para siempre.
A la luz de la venida de Cristo, la
lectura del salmo va mucho más allá de un pacto “político” entre Dios y una
dinastía real. La casa de David, su descendencia, culmina en Jesús. Y, a partir
de él, el pacto de Dios se extenderá no solo al pueblo judío, sino a toda la
humanidad. Todos los hombres y mujeres del mundo serán los elegidos de Dios.
Frente al moderno agnosticismo, que
cuestiona la existencia de Dios apoyándose en su pretendido abandono del mundo,
los salmos ven la mano amorosa del creador presente en la historia. Si nosotros
aprendemos a dilucidar esa fidelidad de Dios en nuestra historia personal, en
cada acontecimiento de nuestra vida, veremos cómo todo adquiere un sentido. Y
descubriremos que Dios ha estado a nuestro lado siempre, en el dolor y en las
alegrías, en las dificultades y en la prosperidad.
Por otra parte, al igual que sucede
con la Casa de David, el pacto de Dios es muy desigual, muy desproporcionado.
Porque Dios se compromete a amarnos, a cuidarnos y a sernos fiel,
independientemente de lo que hagamos nosotros, ¡así respeta nuestra libertad!
No nos pide nada a cambio. Tan solo nos hace falta abrirnos a su amor. Así es
Dios, desmesurado y magnificente en su generosidad. ¿Cómo no cantar eternamente sus misericordias?
Es muy importante como nos
dice San Agustín que Dios es el que realmente obra: "Es así, dices, como yo edifico; pero a algunos los destruyes para edificarlos.
Porque si ningunos fueran destruidos para ser edificados, no se le habría dicho
a Jeremías: Mira que te he puesto a ti
para destruir y para edificar[7]. Y, sin duda,
todos los que adoraban a los ídolos y rendían culto a las piedras, no habrían
podido ser edificados en Cristo, si antes no fueran destruidos en su primer
error. Además, si algunos no fueran destruidos, para no ser ya edificados, no
se habría dicho: Los destruirás, y ya
no los edificarás2.
Ahora bien, para que no se pensase, por los que son destruidos
temporalmente, y luego reedificados, que lo serían también temporalmente, el
salmista, cuya boca está al servicio de la verdad de Dios, se atiene a la misma
verdad de Dios. Por eso anunciaré, por eso hablo: Porque tú has dicho; yo, hombre hablo con seguridad, porque tú,
Dios, has hablado; y, aunque yo titubee con mi palabra, seré confirmado con la
tuya. Porque tú has hablado. ¿Y
qué dijiste? La misericordia será
edificada para siempre. Tu verdad será afianzada en los cielos. Repite
ahora lo que había dicho al principio: Cantaré
eternamente, Señor, tu misericordia; y mi boca proclamará tu verdad de
generación en generación". (San Agustín. Salmo 88 I).
En
la segunda lectura San Pablo insiste en el hecho de que la resurrección de
Cristo no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrección futura, sino
que nos compromete ya desde ahora con Él. Estamos ya muertos "con él" (v. 3),
estamos ya enterrados "con él" (v. 4), vivimos ya "con él"
una vida nueva (v. 5)..., cinco veces aparece la palabra "con" en
estos pocos versículos para que el cristiano tome conciencia de que el bautismo
ya le ha sumergido en el proceso que le conduce a la resurrección. La muerte
natural no puede comprometer el desarrollo de un proceso que hace penetrar cada
vez más en nuestros miembros una vida divina, a la medida de nuestra imitación
del servicio, del desprendimiento de uno mismo, del amor que constituyen las
características de la muerte del Hombre-Dios y de la vida de Dios.
Esta intima relación de la resurrección de Cristo con la humanidad, tiene dos
consecuencias:
* Esta nueva vida es operativa
y no sólo interna. Y esa actividad conforme a la nueva condición no es
automática, sino requiere una actitud por parte del cristiano. Por ello se
combinan en el texto expresiones en indicativo que expresan lo sucedido de
hecho, y en exhortativo, que animan a vivirlo consciente y humanamente. Con
Cristo hemos muerto al pecado, pero tenemos que considerarnos muertos a él y
vivir conforme a eso. Tenemos vida nueva, pero hay que vivirla para Dios. Es
una tensión entre el ser que ya se es y el deber ser que lo pone en la práctica
por así decirlo. No se puede olvidar ninguno de estos extremos.
* Otra consecuencia es la
eterna tensión escatológica, en la base de la expresión anterior, entre el
"ya" -lo que se es- y el "todavía no" -el vivirlo
seriamente.
En adelante, nuestra vida es
nueva y, por consiguiente, también su orientación es nueva. Porque nos hemos
convertido en ese Cristo del que nos hemos revestido, y porque ese Cristo que
somos ha muerto al pecado y vive para Dios en Cristo.
Cambiar de mentalidad, revisar
la orientación de nuestra vida, conformar nuestros juicios de valor con aquello
en que nos hemos convertido, en esto consiste la actividad primordial de todo
hombre bautizado en Cristo. La severidad de esta condición de vida no es más
que una de sus facetas; todos cuantos hacen la experiencia de esta incesante
búsqueda de adaptación a su nuevo ser, saben que es un trabajo de esperanza
capaz de entusiasmar y origen de paz y de gozo. Es preciso desear
"gustarlo" y no creer que se trata únicamente de la pretensión de los
"especialistas" de la vida cristiana. En realidad, es el ideal
fundamental de todos cuantos han optado por Cristo.
En
las palabras del texto evangélico de la misión distinguimos dos secciones: en primer lugar, la necesidad
que tiene aquel que es enviado de una adhesión personal a Cristo por encima de
todo; y, en segundo lugar, la acogida que deben recibir los que son enviados.
En la primera nos encontramos
con los apegos naturales de la condición humana. El hecho de colocar el amor a
los padres y a los hijos y el amor a Cristo uno junto al otro, no significa de
ninguna manera un desprecio para el primero. Lo que quiere subrayarse es la
exigencia y el sentido de totalidad que debe tener el amor a Cristo. Jesús no
reclama para sí el mundo de los afectos familiares. Lo que pide es que esos
afectos sirvan para un objetivo de bien común, y no para cerrarse en sí mismos.
La visión que Jesús tiene de los lazos familiares
no es negativa; solamente quiere decir que, cuando la familia, en el grado o
nivel que sea, llega a constituir un obstáculo para el reino, es preciso romper
y hacer una clara opción por Jesús. No se pone tanto el acento en una situación
límite cuanto en lo absoluto del reino, en la total disponibilidad del que va
por los caminos de la fe.
La exigencia del seguimiento de
Cristo es tan fuerte que pone en juego a toda la persona, de tal modo que esta
debe estar dispuesta a perder su propia vida, a renunciar a sí mismo. La
exigencia del amor a Cristo parece que va aumentando en intensidad en estas
sentencias iniciales: en caso de conflicto, el discípulo será lo
suficientemente libre como para que el amor humano no sea un impedimento para
seguir a Cristo. Y esta vida de seguimiento es definida como tomar la cruz
juntamente con el Maestro, como signo de la actitud de entrega personal y de sufrimiento
que esto lleva consigo. Esta actitud supone, evidentemente, no tener miedo a
perder la propia vida -lo mejor que tiene el hombre- por fidelidad a Cristo.
Esta actitud va acompañada de una promesa: estos serán los únicos que verdadera
y definitivamente se apropiarán de la vida.
Fijémonos ahora en la segunda "El
enviado es igual que aquel que le envía".
Las palabras de Jesús del versículo 40 ("el que os recibe a vosotros, me
recibe a mí...") encajan perfectamente en esta idea corriente en el mundo
judío. La dignidad le viene al discípulo de la palabra que le ha sido confiada
por el propio Jesús, y, a través de Jesús, por el Padre. "Recibir" al
discípulo no significará sólo ofrecerle hospitalidad, sino sobre todo aceptar
la palabra de la que es portador. La actitud que se adopte para con el enviado
es reflejo de la actitud que se tiene hacia Cristo.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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