Comentario
a las lecturas V Domingo de Pascua 10 de mayo
de 2020
Las tres lecturas de este
domingo tienen un hilo conductor eclesiológico. Permiten proponer tres aspectos
complementarios del misterio de la Iglesia, siempre en relación con la
perspectiva pascual propia de este
tiempo.
La Iglesia, lugar del
encuentro. Los primeros discípulos de Jesús ofrecieron al mundo un modelo de
fraternidad. Siguiendo el camino de Jesús, aprendieron a superar las
diferencias y a resolver los conflictos con amor.
Organizaron la convivencia para
favorecer la vida, no para complicarla: para fomentar la comunión entre
hermanos, no para establecer diferencias, rangos y dignidades.
Construyeron la comunidad sobre
el único fundamento que es Cristo, el Señor resucitado. Pedro dice de ella que
es templo del Espíritu Santo, es decir, ámbito del encuentro con Dios en
Jesucristo. Todos los miembros de esta comunidad constituyen un sacerdocio
real, un pueblo de reyes y sacerdotes.
Un pueblo en el que, por tanto,
ya no hay reyes o sacerdotes que mediaticen la libertad de los hijos de Dios y
se interfieran en las relaciones de cada uno con el Padre. Pero la Iglesia
todavía no es el reino de Dios.
La primera lectura es del libro de los hechos
de los apóstoles (Hech 6, 1-7), presenta los seis primeros versículos del cp.
6º de los hechos. Los capítulos del 6,1 al 9,31 forman un grupo de
transición dentro de la primera parte del libro de los Hechos (3,1-14,28).
Decimos de transición porque se ensancha la actividad del grupo apostólico, y otros
colaboradores entran en él.
En el texto se nos presenta los dos
tipos de personas que existían en los orígenes de la Iglesia: los
judeo-cristianos y los cristianos helenistas.
Los del primer grupo hablaban arameo,
eran de mentalidad semita, leían la Escritura en hebreo y, como es natural, se
sentían muy ligados a las tradiciones judías, sobre todo en cuanto a la
sinagoga y el templo. Cumplían de forma estricta la ley de Moisés, incluyendo
desde luego la circuncisión. Como buenos judíos, eran queridos por el pueblo y
defendidos por los fariseos.
El segundo grupo (que el texto llama
"de lengua griega") lo constituían gentes que procedían de las
colonias judías situadas en las riberas del Mediterráneo. Hablaban griego
común, su mentalidad era muy occidental, leían las Escrituras en griego y no
mostraban tanto apego a la ley mosaica como los palestinos. Su estilo era
urbano y su posición económica desahogada.
En el Cp. 6º, comienza un
tema nuevo. Aparecen los testigos del servicio de la caridad, los que después
fueron los «diáconos». Estos testigos, hombres llenos del Espíritu y de
sabiduría, son los siete primeros colaboradores de los apóstoles, con Esteban
como jefe.
El fragmento de hoy se entiende
tradicionalmente, como la institución
apostólica de los siete diáconos, proyectando espontáneamente en ese lugar los
orígenes de una figura ministerial que con trazos precisos existía en la
Iglesia por lo menos desde los inicios del siglo II. Es posible que la
redacción de Hechos, que acostumbra hacer una lectura actualizadora de la
historia de la comunidad primitiva, quiera aludir al último grado de la
trilogía obispos-presbiteros-diáconos que ya tomaba cuerpo a finales del siglo
I. El «grupo de los siete» es el diaconado u organización ministerial subalterna
de los apóstoles, nacida para atender a la comunidad de los creyentes
helenistas, diferenciada religiosa y culturalmente de los creyentes hebreos, y
discriminada por este grupo mayoritario y dirigente. La función que de momento
se subraya más es la de liberar a los apóstoles de tareas subsidiarias, como
era «servir a la mesa» y cuidar de
las viudas, «mal atendidas en el servicio
cotidiano» (vv 1.2).
Al leer este relato constatamos
que algo ha cambiado en la comunidad cristiana. En primer lugar ha habido un
crecimiento («aumentaba el número de los
discípulos»). Esto provoca una crisis de crecimiento («los de lengua griega
se quejaron contra los de lengua hebrea»). Y esta crisis, bien conducida, lleva
a una descentralización («no está bien
que nosotros desatendamos la palabra de Dios para servir a la mesa»). La
elección de los colaboradores la realiza la misma comunidad que ha de recibir
sus servicios. Una vez presentados los hombres escogidos, los apóstoles hacen
la plegaria de bendición y de acción de gracias, porque ha aumentado el número
de los elegidos. A continuación invocan al Espíritu Santo, distribuidor de los
dones, y les imponen las manos como un signo de la comunicación de este mismo
Espíritu.
Esta lectura, muestra las
dimensiones de la casa espiritual construida sobre Cristo en su « tarea
administrativa» y en su dedicación «a
la oración y al servicio de la palabra». Del mismo modo que el Hijo era
auténticamente hombre en contacto permanente de oración con el Padre y
anunciando su palabra, pero al mismo tiempo había sido enviado a los hombres
del mundo, a enfrentarse a sus miserias, enfermedades y problemas espirituales,
así también se reparten en la Iglesia los diversos carismas y ministerios sin
que por ello se pierda su unidad. Cristo va a reunirse con el Padre sin dejar
de estar con los suyos en el mundo; el Espíritu que él les envía es Espíritu
divino y a la vez Espíritu misional que dirige y anima la misión de la Iglesia.
El responsorial es el Salmo 32, (Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19 )
Este salmo,
dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico,
es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado
de alegría desde sus primeras palabras: "Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad
en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los
vítores con bordones" (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern'ah)
va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza,
de felicidad y confianza. El cántico es "nuevo", no sólo porque
renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las
situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se
entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su
realización gloriosa.
Himno, con la estructura
típica: introducción, motivos, conclusión.
(vv. 1-3).Invitación a la alabanza, «Aclamad, justos... los vítores con bordones»
con acompañamiento musical. Los «buenos» o «justos» son la comunidad litúrgica
del pueblo escogido. Alabanza y acción de gracias se encuentran con frecuencia
unidas.
VV. 4-5: Celebración de la Palabra de
Dios: «Que la Palabra del
Señor... él lo mandó y surgió». Primera motivación genérica: «palabra,
acción, justicia, misericordia». En cierto modo, el cuerpo del himno desarrolla
estos temas.
VV. 16-19: Reflexión sobre la verdadera
ayuda y salvación: «No vence
el rey... en tiempo de hambre» La salvación: referida a la situación bélica
y al peligro mortal del hambre.
La antífona esta tomada de la
Conclusión: «Nosotros aguardamos... como
lo esperamos de ti» (vv. 20-22) "Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti." (v. 22). El Creador de los corazones es el Señor y el juez
de los hombres. Para unos es una mirada protectora; para otros, amenazadora.
Los primeros se han entregado al Señor, los otros confían en sí mismos. Pero un
mismo Señor juzga a unos y a otros. Ante el conocedor de nuestras intenciones afirmamos
nuestra debilidad y su fortaleza, y esperamos que nuestras vidas sean liberadas
de la muerte -la suprema debilidad- por su infinita misericordia.
La segunda lectura es de la Primera
carta del apóstol San Pedro (1 P 2, 4-9) Una parte, al menos, de la
primera carta de Pedro, parece ser una especie de cuaderno-guía para la
celebración de la liturgia cristiana de Pascua.
En este pasaje se trata de los
creyentes y de su comunidad, que como en otros libros del NT aparece con la
imagen del templo y de la construcción.
Es interesante que los templos
de los cristianos sean las personas y no los edificios, aunque esto ha sido
bastante olvidado en la conciencia posterior, volviendo a una idea
veterotestamentaria o de religión en general, en la cual el templo físico tiene
una gran importancia.
La antigua alianza ha sido
elaborada en las faldas del Sinaí, monte al que el pueblo no podía acercarse
bajo pena de muerte (Ex 19, 23); la nueva alianza se tramita y queda
establecida para siempre en torno a una "nueva roca", una "piedra"
viva que es Cristo resucitado; una piedra a la que, en oposición a lo que
sucede con el monte Sinaí, todos pueden acercarse (v. 4).
El nuevo pueblo acude a
reunirse bajo la protección de una persona que dio muestras de su divinidad
sobre todo en su muerte y resurrección ("rechazado..., pero escogido", v. 4).
Reunidos en torno a Cristo, los
cristianos constituyen de este modo un templo espiritual, pues su ofrenda no
consiste ya en simples ritos, sino en actitudes personales (v. 5) y su adhesión
a Cristo deja de ser una cuestión de ablución, para convertirse en fe y
compromiso (v. 6-8), y ello desde una opción personal hacia El (vs. 7-8). Por
la fe, todos tenemos acceso a Cristo y a la nueva vida, participamos en su
resurrección y somos también nosotros "piedras
vivas". Sobre el fundamento que es Cristo, construimos "el templo del espíritu", que es la
iglesia .
El v. 9 contiene la idea esencial del
pasaje. Los cristianos constituyen el nuevo Israel, pues poseen las
prerrogativas contenidas en el título que Dios concedió al pueblo elegido
durante su peregrinación por el desierto.
Se trata de una comunidad de
creyentes, no tanto de una institución oficial que es mera mediación y no es
identificable sin más con la comunidad total, se dicen los títulos del v. 9. El
peligro aquí radica de predicarlos de la Iglesia oficial sin más, y entonces es
necesario ser muy torpe para ver que esta comunidad no merece esos títulos sin
más ni más. Aunque sean inseparables la Iglesia visible y la invisible, tampoco
se pueden identificar simplemente. Lo esencial es la comunidad de creyentes,
unida en fe y adhesión a Cristo. De ella sí se dicen esas cosas.
La comunidad se fundamenta en Cristo
como cimiento total y absoluto. Lo importante es entender bien la imagen de
Cristo como fundamento. Lo más claro es poner la Resurrección de Cristo, o
Cristo Resucitado que es lo mismo, como tal fundamento. No es el recuerdo del
Cristo histórico, y ni siquiera son los propios actos del Jesús terrestre, por
importantes que sean. De Cristo glorioso brota la vida de los hombres.
Tras la marcha de Jesús al Padre y el
envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia, se construye (en la segunda lectura)
el templo vivo de Dios en medio de la humanidad, y los que lo construyen como
«piedras vivas» son al mismo tiempo los sacerdotes que ejercen su ministerio en
él y que son designados incluso como «sacerdocio real». Al igual que el templo
de Jerusalén con sus sacrificios materiales era el centro del culto antiguo,
así también este nuevo templo con sus «sacrificios espirituales» es el centro
de la humanidad redimida; está construido sobre «la piedra viva escogida por
Dios», Jesucristo, y por ello participa también de su destino, que es ser tanto
la piedra angular colocada por Dios como la «piedra de tropezar» y la «roca de
estrellarse» para los hombres. La Iglesia no puede escapar a este doble destino
de estar puesta como «signo de
contradicción», «para que muchos
caigan y se levanten»
Aleluya jn
14, 6
yo soy el
camino, y la verdad, y la vida --dice el señor--; nadie va al padre, sino por
mí.
El evangelio es de San Juan (Jn 14, 1-12), se enmarca en la situación motivada por la marcha de Judas (Jn. 13, 30). Esta marcha enfrenta a los discípulos con una situación nueva, derivada de la desaparición de Jesús (cfr. Jn. 13, 33). ¿Qué será de los discípulos en esta situación? ¿Cuál es su función? A estas preguntas responde el evangelio.
La marcha de Jesús y el miedo ante un
mundo hostil hace nacer en los discípulos una profunda angustia que corre el
peligro de hacerlos sucumbir. Jesús quiere confortarlos mostrándoles que su
marcha constituirá un paso serio para una unión de carácter más íntimo que la
que ahora tienen entre ellos, por la fuerza del Espíritu. El miedo atenaza
muchas veces al que cree en Jesús. Su fuerza y su palabra le liberan.
En
esta clave hay que entender las palabras de Jesús: "No perdáis la calma". Lo dice Jesús en un momento en el que
las cosas estaban mal para Él y para los suyos. Lo van a matar, que es el
acontecimiento por excelencia que puede alterar a un ser humano, y aquellos
hombres a los que ha llamado desde diversos sitios y que han convivido con Él
van a quedar desbordados por los acontecimientos. Era de lo más importante, por
consiguiente, la recomendación de Jesús.
Los v.v. 1-11 son una
invitación al consuelo y a la confianza. Estos versículos sólo los podrá
"entender" quien haya vivido la experiencia del desconsuelo y del
abandono por la pérdida de un ser querido.
Ante el desconsuelo que su
muerte desencadena en los discípulos (v. 1a), Jesús les habla de un reencuentro
en la casa del Padre, de un volverse a ver, de un camino que lleva a ese
reencuentro (vs. 2-4). A la hora de interpelar los vs. 2-4 hay que evitar el
peligro de la racionalización. Racionalizar o de estancias diferenciadas. Otro
ejemplo: preguntarse cuándo tiene lugar la vuelta de Jesús (manifestación
solemne de la Parusía; cuando uno muere). El v. 3 no dice nada de esto;
simplemente está usando unas imágenes, poniendo una comparación. Todo, para
decir lo único que en una situación así importa: me voy, pero nos volveremos a
ver.
El segundo ruego de Jesús es
una invitación a la confianza, a fiarse del Padre y de El (v. 1b). El
desarrollo-justificación de este ruego se realiza en forma de preguntas y
respuestas (vs.5-11). Las preguntas de los discípulos aferran la dificultad
que, en última instancia, una tal invitación plantea: ¿Cómo saber que podemos
tener confianza? ¿Dónde está la base segura y la fuerza motora de esa
confianza? Frente a la mística gnóstica contemporánea, preocupada por conocer
la vía de la inmortalidad, el itinerario a seguir en el otro mundo a través de
las esferas celestes, Juan propone la mística realística de Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida".
El que cree en Jesús no tiene necesidad de ninguna otra gnosis o doctrina de
salvación; está ya seguro de llegar a la meta y ya la está tocando desde ahora.
Camino frente a todos los otros
caminos, que Jesús personalmente es el camino salvífico del hombre hacia Dios,
al lado del cual para la fe no cuentan para nada ni el camino soteriológico
judío de la piedad nomista (la tora) ni el gnóstico de un conocimiento
puramente interno de la salvación.
Jesús
verdad de Dios que sale al encuentro del
hombre; con él han venido la gracia y la verdad (1,17). Esa verdad que sale al
encuentro, que es objeto de experiencia y que habla, es la que hace al hombre
libre: "Si vosotros permanecéis en
mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres" (Jn. 8,31). En contacto con Jesús y su mensaje
el hombre encuentra la verdad y realidad liberadora de Dios: experimenta la
verdad en Jesús como salvación y como amor; puede ser de la verdad. Cierto que
esa verdad nunca se convierte en posesión disponible. Lo decisivo para la fe es
que la verdad liberadora sólo se experimenta en el encuentro con Jesús y su
palabra; tiene que ser otorgada al hombre. Pero en Jesús se nos da de hecho y
de forma permanente. De ahí que hable el deseo humano de la suprema verdad y
sentido de una manera insuperable.
Jesús vida: en conexión con el
pensamiento veterotestamentario y judío la vida (o la vida eterna) se convierte
en palabra clave para la salvación; es decir, para todo aquello que la
revelación tiene que ofrecer al hombre. La fe dice que la vida humana sólo
alcanza su plena consumación en la comunión con Dios. Podemos calificar esa
concepción como una calidad de vida escatológica. Justamente eso es lo que
preocupa al cuarto evangelista: la lejanía de Dios, como ausencia de sentido, de
felicidad y alegría es lo que constituye el problema más grave y la auténtica
enajenación de nuestra vida; mientras que la vida verdadera, como podría
ofrecerla la revelación, consiste en que por Jesús se nos brinda la comunión
divina. Jesús, el Hijo del hombre, es el donador de vida escatológica.
Jesús es además el que revela
al Padre.
Dícele Felipe: "Señor, muéstranos al Padre..." La
súplica formula el deseo de una contemplación de Dios. En ese deseo de
contemplar directamente la divinidad en toda su plenitud, se condensa la
quintaesencia de todo anhelo religioso, el anhelo de que en el encuentro con
Dios se nos abra el sentido del universo.
El reproche "Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me
has conocido, Felipe?", remite al trato con el Jesús histórico.
Conocer a Jesús equivale justamente a reconocerle como el que revela a Dios.
Sobre Jesús se pueden decir muchas cosas. Cuando no se ha encontrado ese punto
decisivo, es que aún no se ha dado con el lugar justo para hablar de Jesús, por
seguir moviéndose siempre en preliminares y cuestiones acusatorias.
"El
que me ha visto a mí, ha visto al Padre". En el encuentro con Jesús
encuentra su objetivo la búsqueda de Dios. Pues ése es el sentido de la fe en
Jesús: que en él se halla el misterio de lo que llamamos Dios. Por lo demás, el
"ver a Jesús", de que aquí se trata, no es una visión física, sino la
visión creyente. La fe tiene su propia manera de ver, en que siempre debe
ejercitarse de nuevo.
Se da ahora la razón de por qué
la fe en Jesús puede ver al Padre: "¿No
crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?" Hallamos
aquí una forma de lenguaje típica de Juan (fórmula de inmanencia recíproca),
para indicar que Jesús está "en el Padre" y que el Padre está "en Jesús". En esa fórmula, se manifiesta
la íntima relación y comunión entre Dios y Jesús. Que Jesús "está en el Padre" quiere decir que
está condicionado en su existencia y en su obrar por Dios, a quien él entiende
como su Padre; y, a la inversa, que Dios se revela a través de la obra Jesús,
hasta el punto de que "en Jesús"
se hace presente. Se comprende que la verdad de esta afirmación sólo se
manifiesta en la fe, y no en una especulación sobre Dios que pueda separarse de
la fe. Y que la fe pone al hombre en una relación viva con Jesús y, justamente
por ello, en una relación viva con Dios, asegurando una participación en la
comunión divina. (...)
Jesús nos ofrece la garantía absoluta de que Dios
existe y de que es Padre. (v. 12).
A la invitación al consuelo y a
la confianza sigue ahora la invitación a la acción. En ausencia de Jesús, los
discípulos deben desempeñar entre los hombres el mismo papel que Jesús ha
desempeñado entre ellos. La fe de los discípulos no es un término, sino un
punto de partida. Y un punto de partida con unas repercusiones mayores que las
de Jesús, porque la actuación de los discípulos no estará limitada al estrecho
marco judío, como fue el caso de Jesús. Los discípulos deberán ser para los
demás hombres testimonio de consuelo y testimonio de confianza en el Padre y en
Jesús; deberán ofrecer la garantía de que Dios existe y de que es Padre.
Termina el texto dándonos Jesús
la razón de su afirmación anterior: los discípulos harán obras como las suyas,
y aun mayores, porque desde su nueva condición de resucitado él seguirá
actuando con ellos. Las obras no serán fruto únicamente de la acción de los
suyos, sino principalmente de su oración junto al Padre. Los discípulos no
están solos en su trabajo ni en su camino. La comunicación de Dios con los
hombres será constante a través de la mediación de Jesús.
Las obras llegarán a feliz
término si están maduradas por la oración. Jesús repetirá varias veces que las
peticiones hechas en su nombre serán escuchadas siempre (Jn 15,16;
16,23.24.26). Al insistir en la promesa de que él mismo escuchará la oración de
sus discípulos, Jesús trata de inculcarles e inculcarnos que toda nuestra
actividad es en realidad obra suya. No especifica el contenido de esa oración;
pero es evidente que no pueden ser intereses humanos y personales, sino únicamente
lo que necesiten para llevar adelante la obra de su Maestro.
Para nuestra vida
La
primera lectura nos orienta hacia otra faceta del misterio de la Iglesia. Nos la muestra como una sociedad humana, compuesta por
hombres y mujeres normales. Asistimos a la primera crisis (crisis de
crecimiento: "al crecer el número de
los discípulos") y a las primeras tensiones (entre el grupo de los
"helenistas", que hablaban
griego, y el grupo de los "hebreos",
que hablaban arameo y leían la biblia en hebreo).
La comunidad cristiana
primitiva solucionó aquel problema organizando mejor entre sus miembros el
servicio, la "diakonía".
La necesaria
institucionalización se hace en función de las necesidades y con la
participación de los afectados y no con un modelo previo al que se hayan de
adaptar las nuevas situaciones.
En esta descentralización es
consecuencia de una exigencia de fidelidad a la misión apostólica en lo que
tiene de esencial: la plegaria y el servicio de la palabra. Esta plegaria
apostólica y litúrgica, con la enseñanza, es uno de los componentes básicos de
la comunidad cristiana. Plegaria y servicio de la palabra son dos aspectos
complementarios de una misma tarea: la dedicación a la palabra de Dios, sin
dualismos y sin subordinaciones innecesarias. Esto es válido entonces y ahora.
En el nuevo pueblo de Dios, todo ha de entenderse como servicio humilde
(el número siete era para los griegos símbolo de universalidad, como lo era el
número doce para los judíos). En la Iglesia de Cristo todo es servicio: servicio
de la Palabra, servicio de la oración, servicio de las mesas. Todos son
"servidores" -"diakonoi"-, empezando por los responsables
de la comunidad. De una manera u otra, todos están al servicio de la comunión.
El modelo supremo, la referencia última obligada, es el gran Acto de Servicio
que realizó en la cruz aquél que "no
vino para que le sirvieran, sino para servir y dar su vida en rescate por todos"
(Mc. 10,5). A partir de aquel momento, en la Iglesia el servicio no se practica
como un gesto aislado, sino como estilo de vida.
Otro aspecto que llama la
atención de ese suceso es lo que llamaríamos la dialéctica entre comunidad y
ministerios. Estos se ven como una función al servicio de la comunidad, que los
crea, institucionaliza y les da la fisonomía que conviene. Una lección que para
evitar esclerosis paralizantes no debiera haber olvidado nunca la pastoral de
los ministerios y que hoy urge aprender y poner en práctica de manera urgente.
La primitiva comunidad hoy
nos da un ejemplo de madurez. Es posible
que en nuestras respectivas comunidades necesitemos releer y meditar seriamente
esta página que, como otras tantas de los Hechos, establecen criterios
fundamentales para la vida de la comunidad.
Estamos viviendo la Pascua y el
viento del Espíritu debe airear nuestras comunidades cristianas. La Iglesia, en
su liturgia, insiste en presentarnos el ideal de los primeros cristianos a
través de sus gestos y palabras, para que hoy el árbol no nos impida ver el
bosque. Cambiar lo caduco, vitalizar lo anquilosado, purificar lo superficial...
son tareas que nos incumben a todos. Pascua es también dar vida a las piedras
muertas del Templo del Espíritu; porque hemos sido convocados para «proclamar
las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas para entrar en su luz
maravillosa».
El
salmo de hoy, nos va introduciendo en el
plan de Dios es un plan de salvación que no pueden frustrar los planes humanos
adversos; que incorpora en su realización las acciones de los hombres,
conocidos por Dios.
La confianza, como enlace del hombre
con el plan de Dios, se convierte en factor histórico activo, para encarnarse
en la historia de la salvación. Como el plan de salvación de Dios no tiene
límites de espacio o de tiempo, así este salmo queda abierto hacia el
desarrollo futuro y pleno de dicha salvación, queda disponible para expresar la
confianza de cuantos esperan en la misericordia de Dios.
El autor del salmo 32 pudo tener como
trasfondo de su himno alguna de las gloriosas liberaciones de su pueblo. En su
lenguaje se trasluce el eco de unos planes
de las naciones deshechos, de unos proyectos frustrados, de unos habitantes del orbe
que tiemblan
ante el poder de Dios, de un rey
que no vence por su
mucha fuerza, de unos caballos
que nada valen para
la victoria.
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo: “ 1.
El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del
alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la
historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: "Aclamad, justos, al Señor, que merece
la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su
honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los
vítores con bordones" (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación (tern'ah) va
acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de
felicidad y confianza. El cántico es "nuevo", no sólo porque renueva
la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones
humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el
día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización
gloriosa.
San
Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así
este pasaje: "Habitualmente se
llama "nuevo" a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en
el modo de la encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier
imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas
con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida
por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces
cantas un cántico nuevo e insólito" (Homilía sobre el salmo 32, 2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san
Basilio, la invitación del salmista, que dice:
"Cantad al Señor un cántico nuevo", para los creyentes en
Cristo significa: "Honrad a Dios,
no según la costumbre antigua de la "letra", sino según la novedad
del "espíritu". En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino
que reconoce su "espíritu", canta un "cántico nuevo""
(ib.).
2.
El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una
trilogía de alabanza. En la primera (cf. vv. 6-9) se celebra la palabra
creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un templo
cósmico, no surgió y ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses,
como sugerían ciertas cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo
gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente como enseña la primera
página del Génesis: "Dijo Dios... Y
así fue" (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite: "Porque él lo dijo, y existió; él lo
mandó, y surgió" (Sal 32, 9).
El
orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas,
porque en la Biblia son el signo del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus
límites, es conservado en el ser por el Creador, que, como recuerda el libro de Job, ordena al
mar detenerse en la playa:
"¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de
tus olas!" (Jb 38, 11).
3.
El Señor es también el soberano de la historia humana, como se afirma en la
segunda parte del salmo 32, en los versículos 10-15. Con vigorosa antítesis se
oponen los proyectos de las potencias terrenas y el designio admirable que Dios
está trazando en la historia. Los programas humanos, cuando quieren ser
alternativos, introducen injusticia, mal y violencia, en contraposición con el
proyecto divino de justicia y salvación. Y, a pesar de sus éxitos transitorios
y aparentes, se reducen a simples maquinaciones, condenadas a la disolución y
al fracaso.
En
el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: "Muchos proyectos hay en el corazón del
hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza" (Pr 19, 21).
De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios, desde el cielo, su morada
trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los
insensatos y absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.
"Dondequiera
que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el
ojo de Dios te mira", comenta san Basilio (Homilía sobre el salmo 32,
8: PG 29, 343). Feliz será el pueblo
que, acogiendo la revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando
por sus senderos en el camino de la historia. Al final sólo queda una cosa: “El
plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en
edad" (Sal 32, 11) “ . (San
Juan Pablo II. Audiencia general del miércoles, 8 de agosto 2001. El salmo 32,
un himno a la providencia de Dios).
En
la segunda lectura, san Pedro nos ofrece una de las más bellas descripciones de
la Iglesia, pueblo sacerdotal, templo de Dios. Es una construcción
"espiritual", no en el sentido de realidad "invisible",
sino por estar construida y habitada por el Espíritu (cf. 1 Co 3. 15): la
cohesión mutua de las piedras vivas que la conforman es obra del Espíritu.
El tiempo pascual es el tiempo
de los sacramentos de la iniciación cristiana, que definen la condición del
cristiano como comunión con la Pascua del Señor. Estas piedras vivas "entran en la construcción del templo del
Espíritu" por el sacramento del Bautismo, primera experiencia pascual del
cristiano, que lo deja consagrado para toda la vida. Sin apartarse de la imagen
y del texto de Pedro, cabe hablar del origen pascual de esta construcción
espiritual que es la Iglesia: descansa sobre "la piedra escogida y preciosa" que los constructores
desecharon, el Señor Jesús, a quien crucificaron los hombres, pero Dios hizo
"piedra angular" de la Iglesia. La
nueva creación que llega a ser el cristiano por su incorporación a Cristo
realizada en el bautismo alcanza hoy su dimensión comunitaria o de pueblo de
Dios. Todo esto se describe con una terminología sacada del A.T. y aplicando a
los creyentes en particular y en cuanto son comunidad -en cuanto nuevo y
definitivo pueblo de Dios- lo que Israel estaba destinado a ser en virtud de su
elección.
La comunidad cristiana se
describe con la imagen de una casa o templo que se va edificando por la
incorporación a Cristo -piedra fundamental- de cada uno de los miembros y por
la fuerza del Espíritu Santo que habita en ellos: de ahí que se trate de un
"templo del Espíritu"; todos los que lo forman son llamados "un
sacerdocio sagrado, una raza elegida, un sacerdocio real, una nación sagrada,
un pueblo adquirido por Dios".
Todas estas imágenes, tomadas
del pueblo de la Antigua Alianza al de la Nueva (al que Dios ha llamado, como
en un nuevo éxodo, "a salir de la
tiniebla y a entrar en su luz maravillosa"), indican la misión de todos
los creyentes no como miembros individuales, sino como pueblo. Por medio del
bautismo se forma parte de este pueblo escogido que debe hacer de su vida
entera un culto y una donación a Dios. En medio de la diversidad de personas
que forman este pueblo, su vocación es común y puede realizarse por la fuerza
de la Palabra (cfr. 2, 2) y del Espíritu.
El evangelio está enteramente proyectado
hacia las "estancias del cielo".
En
continuidad con las dos lecturas anteriores, cabe interpretarlo también en
clave eclesiológica. Así la Iglesia aparece como un pueblo en marcha hacia la
casa del Padre, guiada por el Hijo resucitado. Su gran esperanza es volver a
estar con su Señor, que ha llegado a la comunión total con el Padre. Su destino
último y definitivo es entrar también ella en la familiaridad perfecta con Dios
("morada", en el lenguaje de Juan, es expresión de comunión con
Cristo y con Dios). La Iglesia ya "ha sido iniciada en los misterios de tu
Reino", gracias a los sacramentos pascuales de la iniciación cristiana.
Está llamada a vivir, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna y a
convertirse, para los hombres, en sacramento del Reino, de suerte que su vida
"sea manifestación y testimonio de esta realidad que conocemos".
Parece evidente que ningún
hombre se encuentra donde quiere, pues todos vamos detrás de nuestros deseos y
proyectos, cuando no huimos de nuestros temores y necesidades. En este caso es
de suma importancia hacerse la pregunta por el fin, si no queremos perder el
tiempo y el sentido de la vida. Si no queremos perder también la libertad,
porque solo es libre el hombre que sabe adónde va. El evangelio de hoy ante la
pegunta de todo hombre, -¿Adónde vamos...? nos presenta a un Jesús que se
autocalifica como camino, verdad y vida, y nos invita a seguir esa senda que es
él mismo. Jesús se nos presenta, a los apóstoles y a nosotros, como aquel que
da sentido pleno a la existencia, como el que es capaz de satisfacer nuestro
deseo de felicidad, de gozo, de vida plena. Siguiéndole a él, aceptándolo a él
como camino, yendo con él, todos los valores humanos, todas las esperanzas e
ilusiones humanas se hacen más plenas, más ricas; todos los esfuerzos que
hacemos los hombres al servicio de una vida mejor pueden llegar más a fondo,
pueden alcanzar una amplitud insospechada.
La eucaristía celebrada entre
hermanos es la realización más clara y concreta de ese ser camino, verdad y
vida que Jesús es, y, al mismo tiempo, de aceptar esa realidad de Jesús por
parte nuestra. Que nosotros nos reunamos aquí para celebrar la memoria de la
cena de Jesús con sus amigos el Jueves Santo significa que queremos seguir el
camino-Jesús. Esta realidad que ahora celebramos aquí debe ser constante en
nuestra vida, no sólo una realidad para vivir un rato el domingo.
"No perdáis la calma". Lo dice Jesús en un momento en el que
las cosas estaban mal para Él y para los suyos. Lo van a matar, que es el
acontecimiento por excelencia que puede alterar a un ser humano, y aquellos
hombres a los que ha llamado desde diversos sitios y que han convivido con Él
van a quedar desbordados por los acontecimientos. Era de lo más importante, por
consiguiente, la recomendación de Jesús.
Pero, naturalmente, para
mantener la calma es necesario tener unos firmes cimientos. Jesús los pone
inmediatamente después de la recomendación que hace: "Creed en Dios y creed también en Mí". Ahí está el secreto de
la calma que pide el Señor. No es la calma del pasota. No. Es la calma del
hombre que vive integrado en los problemas de su tiempo, que los siente, que
los sigue, que se incorpora a ellos, que intenta -si puede- solucionarlos, pero
que mantiene fija su vista en Dios, creyendo en Él. Es la calma del hombre
sensible al dolor ajeno y propio, sensible a la injusticia, sensible ante los
acontecimientos inexplicables que nos dejan asombrados y sin respuesta pero
que, a pesar de todo, cree en Dios. La calma que pide el Señor es una calma
activa, fruto de una personalidad forjada en el seguimiento de Cristo, que es
el rostro del Dios en el que creemos y al que no hemos visto nunca, como le
dice Felipe al Señor.
La exhortación del evangelio
«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y
creed también en mí...."., la encontramos concretizada en San Juan
XXIII que resume así determinadas actitudes de serenidad:
1. Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el
día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez
2. Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi
aspecto, cortés en mis maneras, no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o
disciplinar a nadie sino a mí mismo
3. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he
sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino también en este
4. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias,
sin pretender que todas las circunstancias se adapten a mis deseos
5. Sólo por hoy dedicaré diez minutos de mi tiempo a
una buena lectura, recordando que, como el alimento es necesario para la vida
del cuerpo, así la buena lectura es necesaria para la vida del alma
6. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a
nadie
7. Sólo por hoy haré por lo menos una sola cosa que
no deseo hacer, y si me sintiera ofendido en mis sentimientos, procuraré que
nadie se entere
8. Sólo por hoy me haré un programa detallado. quizá
no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré y me guardaré de dos calamidades:
La prisa y la indecisión
9. Sólo por hoy creeré aunque las circunstancias
demuestren lo contrario, que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como
si nadie más existiera en el mundo
10. Sólo por hoy no tendré temores. De manera
particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y creer en la
bondad
"Puedo hacer el bien durante doce horas, lo que me descorazonaría si
pensase tener que hacerlo durante toda mi vida"
El
evangelio que se nos ha proclamado, nos enseña algo importante, que hoy
deberíamos reflexionar especialmente, porque precisamente está en el fundamento
de nuestra fe.
Nos
lo enseña el evangelio, y nos lo ha dicho también la segunda lectura, de la
carta de san Pedro, al afirmar que Jesucristo es la piedra angular, escogida y
preciosa, la piedra que sostiene el edificio y en la que nosotros nos
aguantamos como piedras vivas.
Y
lo que nos enseña es que todo eso, todos esos valores humanos, todo el esfuerzo
por construir en el mundo más justicia, más libertad, más dignidad, todo acto
de amor pequeño o grande, se llena de mucha más vida, se hace mucho más fuerte
y rico, cuando lo hacemos y lo vivimos unidos a Jesucristo, metidos en ese
camino que conduce hacia la vida del Padre, sintiéndonos pobres y confiando en
que él -este Padre amoroso que Jesucristo nos ha dado a conocer- conduzca
nuestros esfuerzos con su amor que está más allá de todo lo que podemos
imaginar.
En nuestra vida hay algo más
que nuestro esfuerzo
En realidad, nosotros creemos
que toda acción al servicio del hombre, toda acción de amor, es obra del
Espíritu Santo, es una misteriosa continuación de la resurrección de
Jesucristo. Siempre. Pero al mismo tiempo, cuando decimos con fe que
reconocemos a Jesucristo como piedra angular, como camino, verdad y vida, lo
que hacemos es afirmar que en nuestra vida hay algo más que nuestro esfuerzo.
Que la vida de los hombres, que el amor y la esperanza que hay en el mundo no
se acaba con lo que los hombres podamos hacer. Sino más allá está el camino que
Jesucristo ha abierto y que conduce hacia el Padre, hacia el amor y la vida más
plena.
Cristiano
es el creyente que recorre el camino de Jesús: vive de la verdad, y la verdad
lo conduce a la vida. Lo contrario de la verdad es la mentira, y lo contrario
de la vida es la muerte. Al camino verdadero se opone el camino mentiroso.
Junto a «los caminos de Dios» están «las sendas del mal». El Nuevo Testamento
señala «dos caminos» (Sal 1,6; Prov 4,18-19). Jesús nos muestra que el camino
hacia el Padre es el de la práctica de la caridad.
Yo
soy el camino, la verdad y la vida». Jesús se ofrece como el camino a recorrer
para entrar en el misterio del Buen Dios. Él puede descubrirnos el secreto
último de la existencia y comunicarnos la vida plena que anhela nuestro
corazón.
Son
muchas las personas que hoy se han quedado sin caminos hacia Dios. No son
ateas.
Nunca
han rechazado a Dios en su vida conscientemente y quizás no saben si creen o
no.
Sencillamente,
han dejado la Iglesia por no encontrar en ella un camino atractivo para buscar
con gozo el misterio último de la vida, al que llamamos “Dios” quienes somos
creyentes.
Y
al abandonar la Iglesia podrían haber abandonado al mismo tiempo a Jesús. Por
eso hay que decirles con toda claridad y fuerza: Jesús es más grande que la
Iglesia. No confundáis a Cristo con la gente cristiana ni su Evangelio con
nuestros sermones. Aunque lo dejéis todo, no os quedéis sin Jesús. En Él
encontraréis el camino, la verdad y la vida que demasiadas veces con las
palabras y especialmente con nuestro obrar cristiano os lo hemos ocultado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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