Es el domingo por excelencia. Es el día en el que se expresó su poder soberano venciendo la muerte y que, en consecuencia, es motivo de gozo y alegría para todos los cristianos.
En su discurso, Pedro proclama
que se le ha encomendado el anunciar y predicar la Resurrección de Cristo. Los
apóstoles son los testigos que han visto al Resucitado, han comido y bebido con
Él. Ellos han recibido el encargo de predicar que Cristo resucitado ha sido
constituido juez de vivos y muertos (1ªlectura).
La fe en la Resurrección del Señor es el
tema fundamental de este día. “Este es el día en el que actuó el Señor”
canta el Salmo 117.
San Pablo subraya, de modo
especial, que la Resurrección del Señor instaura una nueva vida en el
bautizado. El cristiano es aquel que ha muerto con Cristo y ha resucitado con
Él a una vida nueva. La fe en la Resurrección es la roca firme para san Pablo,
el lugar donde se asienta todo su dinamismo apostólico.(2ª lectura).
Entre la segunda lectura y el
Evangelio se intercala la bella Secuencia de Pascua "Victimae paschali
laudes..." de Vipone (+1048). Uno de los textos más bellos y sugestivos de
la liturgia latina, cargado de nostalgia y de profesión gozosa de la fe.
Actualmente le falta una
estrofa que decía así: "Credendum est magis soli Mariaeveraci quam turbae
iudeorum fallac": "Es mejor creer a María que dice la verdad que a la
multitud de los judíos que proclaman la mentira." En la celebración
litúrgica del Domingo de Resurrección merecen un relieve especial las Vísperas
como celebración vespertina de la presencia de Cristo en la Iglesia y de la
gloria del Resucitado, Luz gozosa de la santa gloria del Padre.
El Evangelio nos muestra a
Pedro y Juan que, entrando en el sepulcro, “ven y creen”. El sepulcro vacío es
para ellos el inicio de una meditación que los conduce a la fe en Cristo
resucitado.
La
primera lectura es del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 10,34a.37-43)
presenta varios versículos del cap. 10, se narra la predicación de Pedro
ante un prosélito romano: el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez
que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes
grupos religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático típico de los
múltiples discursos del libro de los Hechos: 1 / Cristo ha muerto y ha
resucitado;
2 / la Escritura, los profetas
en este caso, ya lo anunciaban;
3/ nosotros somos testigos de
todo lo sucedido;
4 / cambiad de vida, aceptad la fe en Cristo y
bautizaos.
Dios es protagonista absoluto:
ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha dejado que lo vieran
aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos la predicación de
su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios para el pueblo,
empezando por los judíos e incluyendo a los paganos.
Lucas
no ha inventado el hecho, aunque lo ha enriquecido y acomodado. Del relato que
circulaba en la comunidad, Lucas deduce dos conclusiones fundamentales:
1ª.
Dios ha mostrado que hay que admitir a los paganos sin imponerles la ley
mosaica;
2ª.
Pedro, por voluntad de Dios, acepta la hospitalidad de un incircunciso-pagano.
En
el trasfondo está la problemática de las relaciones entre judío-cristianos y
pagano-cristianos. La interpretación de la visión había hecho comprender a
Pedro que no debía preocuparse por la impureza legal (Hech 10, 10-16).
Este quinto discurso de Pedro
en Hechos es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de Lucas,
pero presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del
"kerigma" como suele decirse.
En este anuncio lo esencial es
el acontecimiento pascual, aunque "la cosa haya empezado en Galilea".
La referencia rápida a la vida de Jesús sirve para introducir y razonar el
acontecimiento central. No se puede separar la muerte de Jesús de toda su vida
anterior, como si fuera algo mágico o inesperado, sino provocado por la misión
de Jesús contra los poderes del mal encarnados en los personajes concretos de
su tiempo. Los oprimidos que Jesús ayuda no son sólo victimas del
"diablo", sino del mal producido por los hombres, simbolizado en esa
figura, pero que no ha de despistar al lector.
A Jesús lo matan los hombres
(nótese el "lo mataron" del v. 39) y, en contraposición Dios lo
resucita. Es decir, le da la razón y se la quita a los poderosos que lo han
ejecutado. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de vivir de Jesús en
favor de los oprimidos y contra los opresores.
No es sólo algo positivo para
Jesús, sino para todos los hombres. Ni sólo una esperanza, sino un juicio sobre
la situación del mundo. Ni del mundo sólo de entonces. Una forma de
"quitarle hierro" a la resurrección es referirla sólo a los judíos,
contra los que se yergue el Resucitado. En realidad es condena de toda opresión
y mal humanos. Y un grito de esperanza liberadora para todos los que ahora
viven.
Lucas
quiere dejar muy claro que acoger a los paganos en la Iglesia, sin las
obligaciones de la ley judía, no es obra ni de Pablo, ni de Pedro sino de Dios.
Obra de Dios como la resurrección, obra plena de la liberación humana.
El responsorial es el salmo 117 (Sal
117,1-2.16ab-17.22-23), salmo
pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias
por la victoria pascual del Señor.
Este salmo fue utilizado por
primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos
(Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de
los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la
explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...
Procesionalmente se iba a
buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días
consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga
peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba
mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un
ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda...
se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando
"¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"
Este espléndido himno bíblico está incluido en
la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el "Hallel
pascual", es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la
Pascua y también para las principales solemnidades del Año litúrgico. Puede
considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito procesional,
marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón
de fondo la ciudad santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el
texto: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia" (vv. 1 y 29).
En el domingo de hoy cuando se
renuevan los misterios y la gracia del día que ha hecho el Señor, nuestro
corazón podría desbordar de alegría porque en él pasamos del exilio a la
Patria, somos liberados de la esclavitud del Demonio y entramos en posesión de
la herencia gloriosa que Dios reserva a sus hijos. Transcurrirá el tiempo en la
tierra y, sin embargo, permanecerá este gran Domingo eterno en el cual
confluyen -como ríos en la mar- los días de la historia humana.
La Iglesia utiliza este salmo
con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual
conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero,
sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el
pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia.
En este Domingo señala para el
género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la
Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día
glorioso con el canto solemne de este salmo.
No he de morir, viviré. Cristo
ya no morirá más. Vive según la fuerza de una vida indestructible.
Ahora «viviré»
(v. 17), ya que en los días de aflicción no vivía, agonizaba: mi existencia era
un morir viviendo o un vivir muriendo, porque mi alma agonizaba en la fosa de
la tristeza; ni podía respirar, la angustia tenía paralizados mis pulmones. Era
la muerte. «no he de morir» (v. 17),
«viviré» para transformar mis días en
un himno de gloria para mi Dios, «para
contar las hazañas del Señor» (v. 17).
No he de morir, viviré: "Es una profecía de la Resurrección; en
realidad, es como decir: la muerte ya no será más la muerte. Me castigó, me
castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte: Es Cristo quien da gracias al
Padre no sólo por haber sido liberado, sino incluso por haber sufrido la Pasión."[1]
El coro retorna la palabra para
comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que
aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus
enemigos, herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con
frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la
piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).
Es un «milagro patente» (v.
23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario
de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas
a las naciones.
Jesús es piedra angular de una nueva
construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios
mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria
como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera
en piedra clave para la edificación.
Así resalta San Agustín la
bondad manifestada en el Resucitado: "Nada
más grande que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser
bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno'
a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que
El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es
bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme
bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios."[2]
Este es el día en el que la
diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a
Cristo de la muerte a la gloria. A partir de él, la piedra desechada por los
arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella
se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta
formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.
La
segunda lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (Col 3,1-4) presenta cuatro versículos de la carta a los de Colosas situados entre
la parte de la carta en polémica con las falsas doctrinas -de la que sería al
final- y la exhortación a lo que debe ser realmente la vida cristiana.
El pasaje está colocado en una
de las secciones exhortativas que se alternan con las secciones dogmáticas de
la carta a los Colosenses. Previamente el Apóstol ha ratificado nuestra
pertenencia a Cristo por el bautismo (2,11-13a), un tema que retomará más
adelante (3,5-11). De este modo el tema del bautismo funge de marco al pasaje
propuesto para este domingo de Resurrección, en cuanto que por el bautismo
participamos en el misterio pascual de Cristo: pasión, muerte y Resurrección.
San Pablo
nos define primeramente al cristiano como aquel que, al bajar a las aguas
bautismales "murió", y
salió de ellas "resucitado con
Cristo" a una nueva vida. Si ésta es la realidad fundamental del
creyente, todo su modo de pensar y de actuar debe acomodarse a ello: "buscad los bienes de allá arriba".
El bautismo, la unión con Cristo resucitado, marca para el cristiano la
orientación fundamental de su vida. Y se trata de una vida que camina hacia una
plenitud y que está llamada a crecer continuamente.
Este texto
aparece en el contexto de la nueva vida en Cristo. Es insistir una vez más en
la fuente de donde ella brota y en las consecuencias que tiene. Subraya la
dimensión salvadora de la Resurrección, porque no otra cosa es la vida que
Cristo resucitado nos da a quienes estamos unidos con él.
Por un lado,
se hace la afirmación fuerte de lo ya sucedido a quien por la fe y el bautismo,
la vida en la iglesia, ha establecido relación íntima y total con Cristo. Unión
que es también, y sobre todo, por el amor a El y a los hombres. El autor de
Colosenses llega a afirmar una resurrección del cambio que produce en la vida
esta unión con el resucitado. De ahí surge la motivación de cualquier conducta
del cristiano.
En primer lugar san Pablo
revela que el bautismo no consiste en una piadosa ceremonia, sino que es un gran
misterio y, como anteriormente ha indicado, lo más importante que puede
acontecer en la vida del creyente. El motivo reside en que en el bautismo
participamos plenamente del misterio pascual, de modo que un hombre viejo muere
y es resucitado un hombre nuevo "juntamente con Cristo". De esta
realidad acontecida en el bautismo, deriva la consecuencia inmediata del cambio
de mirada interna que debe caracterizar la vida del cristiano. Ya no puede
tenerla fija en las cosas de abajo, sino que tiene que dirigirla resueltamente
hacia "arriba" (v.1). Allá está el nuevo centro donde deben converger
los deseos de la comunidad cristiana y de cada uno de los cristianos: Cristo,
que desde su ascensión a los cielos está enaltecido a la derecha de Dios. El
que busca a Cristo allí le encuentra.
Juntamente con este nuevo
horizonte que dirige nuestro caminar por esta tierra y hacia donde debemos
elevar nuestra mirada, san Pablo recomienda encarecidamente a "aspirar" a las cosas de arriba
(v.2). De este modo su exhortación se especifica aún más invitándonos a elevar
nuestros juicios, pensamientos y anhelos al "cielo" (es decir, a
nuestro Señor Jesucristo glorificado, en quien ya se ha renovado toda la
creación), no a las cosas terrenas. Esto significa, sin duda, una radical transmutación
de todos los valores y exige del cristiano un desprendimiento creciente de las
cosas terrenas. Pero esto no quiere decir que el cristiano pueda descuidar sus
obligaciones y tareas terrenas, pero no debe extraviarse en ellas, como si
tuvieran un valor definitivo y supremo. El cristiano cumple sus obligaciones
terrenas dirigiendo sin ruido su mirada a Cristo, su Señor y su esperanza.
(v.3) "habéis muerto, y vuestra vida está oculta
con Cristo en Dios", san Pablo apoya su exigencia precedente de dirigir
resueltamente la mirada hacia arriba, en la indicación de que ya hemos
"muerto" en el bautismo. Pero también se nos ha dado en Él la nueva
vida, la participación en la vida de Cristo resucitado (2,13), que ahora está
sentado en el trono de la gloria celestial. Esta vida se sustrae por ahora a la
mirada terrena, como el Señor glorificado, está "oculta, juntamente con Cristo, en Dios". Con estas palabras,
el Apóstol no quiere decir que el cristiano tenga una doble existencia, una
impropia en la tierra y otra propia en el cielo. Lo que se sustrae a la mirada
terrena es la misteriosa conexión vital del bautizado con Cristo, manantial de
su vida oculta: porque ésta es el mismo Cristo (v. 4). El cristiano vive del
misterio que se llama Cristo. Por eso, su mirada también tiene que estar
dirigida a Él.
El
evangelio según San Juan (Jn 20,1-9)
presenta los relatos pascuales con
notables diferencias respecto a los evangelios sinópticos, si bien es probable
que parta de tradiciones comunes, que, no obstante, han pasado por la criba de
la teología propia del círculo juánico.
Es el texto que todos los años
se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar a María Magdalena
al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su silencio humano; nos
insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no está en el sepulcro; no
puede estar allí quien ha entregado la vida para siempre. En el sepulcro no hay
vida, y Él se había presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25).
María Magdalena descubre la resurrección,
pero no la puede interpretar todavía. En San Juan esto es caprichoso, por el
simbolismo de ofrecer una primacía al "discípulo amado" y a Pedro.
Pero no olvidemos que ella recibirá en el mismo texto de Jn 20,11ss una misión
extraordinaria, aunque pasando por un proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado
como el Jesús que había conocido, sino “reconociéndolo” de otra manera más
íntima y personal. Pero esta mujer, desde luego, es testigo de la resurrección.
María hace una constatación en
el sepulcro y comunica su interpretación a dos discípulos (vs, 1-2).
En las palabras de María
Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que
acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder
afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús.
Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda
claro que no ha habido robo. María
va al sepulcro poseída por la falsa concepción de la muerte; cree que la muerte
ha triunfado; busca a Jesús como un cadáver. Su reacción, al llegar, es de alarma
y va a avisar a Simón Pedro (símbolo de la autoridad) y al discípulo a quien
quería Jesús (símbolo de la comunidad). Las dos veces que hasta ahora han
aparecido juntos ambos (cfr. Jn. 13, 23-25; 18, 15-18), el autor ha establecido
una oposición entre ellos dando la ventaja al segundo. Es lo mismo que vuelve a
hacer en este relato y que volverá a hacer en 21, 7. El discípulo amado llega
antes (v. 4) y cree (v. 8); Pedro, en cambio, llega más tarde (v. 6) y de él no
dice que creyera. Correr más de prisa es imagen plástica para significar tener
experiencia del amor de Jesús.
Pedro no concibe aún la muerte
como muestra de amor y fuente de vida. En el atrio del sumo sacerdote había
fracasado en su seguimiento de Jesús (cfr. Jn. 18, 17. 25-27); el otro
discípulo, en cambio, siguió a Jesús (cfr. Jn. 19, 26). De esta manera, puede
ahora marcar el camino a la autoridad en la tarea, común a ambas, de discernir
a Jesús y encontrarse con él; corriendo tras la comunidad es como podrá la
autoridad alcanzar su meta. Ambas, autoridad (Pedro) y la comunidad (discípulo
amado) habían partido de la misma no-inteligencia, de la misma obscuridad, del
mismo sepulcro. Ni Pedro ni el otro discípulo habían entendido, cuando
partieron, el texto de Is. 26, 19-21. Pero el otro discípulo, al ver, creyó,
captó el sentido del texto: la muerte física no podía interrumpir la vida de
Jesús, cuyo amor hasta el final ha manifestado la fuerza de Dios.
La carrera de los dos
discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de
competencia entre ambos. Los dos discípulos inspeccionan por separado el
sepulcro, llegando a conclusiones distintas (vs, 3-8). Se nota un cierto tira y
afloja: "El otro discípulo"
llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro
entra y ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".
Seguramente que "el otro
discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan
presenta como modelo del verdadero creyente. De hecho, este discípulo, contrariamente
a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en
el sepulcro le permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no
sería vencido por la muerte.
La figura simbólica y
fascinante del "discípulo amado",
es verdaderamente clave en la teología del cuarto evangelio. Éste corre con
Pedro, corre incluso más que éste, tras recibir la noticia de la resurrección.
Es, ante todo, "discípulo", y por eso es conveniente no
identificarlo, sin más, con un personaje histórico concreto, como suele
hacerse; él espera hasta que el desconcierto de Pedro pasa y, desde la
intimidad que ha conseguido con el Señor por medio de la fe, nos hace
comprender que la resurrección es como el infinito; que las vendas que ceñían a
Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su presencia
entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada.
Así comenta San Agustín este
texto: “Hoy se ha leído la resurrección
del Señor según el evangelio de San Juan y hemos escuchado que los discípulos
buscaron al Señor y no lo encontraron en el sepulcro, cosa que ya habían
anunciado las mujeres, creyendo, no que hubiera resucitado, sino que había sido
robado de allí. Llegaron dos discípulos, el mismo Juan evangelista -se
sobreentiende que era aquel a quien amaba Jesús- y Pedro con él; entraron,
vieron solamente las vendas, pero ningún cuerpo. ¿Qué está escrito de Juan
mismo? Si lo habéis advertido, dice: Entró, vio y creyó (Jn 20,8). Oísteis que
creyó, pero no se alaba esta fe; en efecto, se pueden creer tanto cosas
verdaderas como falsas. Pues si se hubiese alabado el que creyó en este caso o
se hubiera recomendado la fe en el hecho de ver y creer, no continuaría la
Escritura con estas palabras: Aún no conocía las Escrituras, según las cuales
convenía que Cristo resucitara de entre los muertos (Jn 20,9). Así, pues, vio y
creyó. ¿Qué creyó? ¿Qué, sino lo que había dicho la mujer, a saber, que habían
llevado al Señor del sepulcro? Ella había dicho: Han llevado al Señor del
sepulcro y no sé dónde lo han puesto (Jn 20,2).
Corrieron
ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el cuerpo y creyeron que
había desaparecido, no que hubiese resucitado. Al verlo ausente del sepulcro,
creyeron que lo habían sustraído y se fueron. La mujer se quedó allí y comenzó
a buscar el cuerpo de Jesús con lágrimas y a llorar junto al sepulcro. Ellos,
más fuertes por su sexo, pero con menor amor, se preocuparon menos. La mujer
buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en
el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la Vida.
Y ¿cómo la buscaba? Buscaba el cuerpo de un muerto, no la incorrupción del Dios
vivo, pues tampoco ella creía que la causa de no estar el cuerpo en el sepulcro
era que había resucitado el Señor. Entrando dentro vio unos ángeles. Observad
que los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a
esta mujer. Esto, amadísimos, se pone de relieve, porque el sexo más débil
buscó con más ahínco lo que había sido el primero en perder. Los ángeles la ven
y le dicen: No está aquí, ha resucitado (Mt 28,6). Todavía se mantiene en pie
llorando; aún no cree; pensaba que el Señor había desaparecido del sepulcro.
Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el hortelano;
todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le has llevado, dime
dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué necesidad tienes de lo
que no amas? Dámelo». La que así le buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba
vivo? A continuación el Señor la llama por su nombre. María reconoció la voz y
volvió su mirada al Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que
quiere decir «Maestro» (Jn 20,16)”.
( San Agustín. Sermón 229 L,1).
Para
nuestra vida
En el tiempo de Pascua vivimos
los acontecimientos fundacionales de nuestra vida cristiana. Así, ser un signo
de la Pascua de Cristo para nuestros hermanos debe llevarnos no sólo a invocar
a Dios como Padre nuestro en la celebración Eucarística, sentándonos a su mesa
junto con nuestros hermanos; sino que nos debe llevar a sentar también
nosotros, a nuestra mesa, a todos aquellos que necesitan el pan de cada día, o
que necesitan vestir su cuerpo, o tener una vivienda digna, o ser asistidos en
sus enfermedades y sacados de sus marginaciones. Si muchos han proclamado el
Evangelio de la gracia a los demás dejando sus hogares, no pudieron llegar a
ellos sólo para cumplir con una misión de unos días en que no tenían otra cosa
que hacer, sino que deben haber iniciado un nuevo compromiso para estar
cercanos a aquellos que necesitan el consuelo constante en sus desgracias, o
una luz que los guíe y ayude a salir de sus pecados. El Señor espera de su
Iglesia un auténtico compromiso de fe para hacer llegar el amor, la paz, la
misericordia y la alegría a todos aquellos que viven oprimidos por el mal, por
el pecado o por la pobreza. Al paso de los días no podemos dejar que se diluya
nuestro amor por aquellos con quienes vivimos intensamente estos días
pascuales; los hemos de seguir amando y hemos de volver a ellos para continuar
recorriendo juntos el camino de fe, e impulsando hacia una vida más plena a
quienes amamos como Cristo los ama y como Cristo nos ama a nosotros.
Meditemos más desde las
lecturas proclamadas.
En
la primera lectura nos encontramos ante uno de los varios discursos,
construidos por Lucas, para presentar el anuncio de la primitiva Iglesia. Reproduce los puntos
fundamentales del anuncio, pero están construidos libremente por Lucas.
Este testimonio de Pedro es un
modelo de predicación kerigmática, centrada en el anuncio de la salvación que
nos viene de Cristo, el que encarnó entre nosotros la presencia de Dios, el que
estaba ungido por el Espíritu, el que pasó como un meteoro de luz y alegría, el
que fue apagado por los hombres, pero Dios lo devolvió a la luz y se ha
convertido en la estrella viva de la mañana.
En este párrafo destaca: 1) la
realidad terrestre de Jesús, la referencia a El como base de lo demás. Aunque
se nos escapen detalles de esa historia, es imprescindible para apoyar todo el
resto; 2) anuncio de la muerte, también histórica y real del propio Jesús. Hay
una alusión a los actores de esa muerte, no mítica o casual, sino provocada por
su actividad anterior; 3) sobre todo el anuncio de la Resurrección de Cristo,
atestiguada por los propios apóstoles. Es el acontecimiento sobre el que se basa
el anuncio y la verdad de Jesucristo para nosotros; 4) dimensión salvadora de
todos estos hechos. No son puro recuerdo de algo pasado, sino ofrecimiento y
realidad de la salvación de Dios, de su comunicación con el hombre que se abre
a esta acción de Dios en la historia. La muerte y la resurrección nos
constituyen, si nos abrimos a ella, en una relación diferente con Dios que
recibe el nombre de salvación que es más que el mero perdón de pecados. Es la
vida total de Dios en nosotros. Vida que nos corresponde vivir y testimoniar a
nosotros como creyentes en este siglo XXI
En el salmo 117, experimentamos una emoción
particular. Encontramos en este himno, de intensa índole litúrgica, una frase
que resonará dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. (v 22)
"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra
angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de
gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt
21, 42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles:
"Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado
y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro
nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch
4, 11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: "Afirmamos que el Señor
Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno
solo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra,
no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque
quien crea en ella no quedará defraudado" (Le Catechesi,
Roma 1993, pp. 312-313).
Este salmo nos
estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús "el
día en que actuó el Señor", en el que "la piedra que desecharon los
arquitectos es ahora la piedra angular". Así pues, con el salmo pueden
cantar llenos de gratitud: "el Señor es mi fuerza y mi energía, él
es mi salvación" (v. 14). "Este es el día en que actuó el
Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (v. 24).
Demos gracias
a Dios porque su Misericordia es eterna. Él nos libró de la mano de nuestros
enemigos con su diestra poderosa. Envió a su propio Hijo para rescatarnos del
pecado y de la muerte y para que, reconciliados con Él, nos hiciera hijos suyos.
Aquel que no tenía ya aspecto atrayente, y que más que un hombre parecía un
gusano cualquiera, por su actitud reverente y por su obediencia incondicional y
fiel a su Padre, ha sido elevado en gloria para reinar eternamente. Quienes
unimos a Él nuestra vida participamos de su Victoria y somos hechos hijos de
Dios. Pero ser hijo de Dios no es sólo una dignidad, es todo un compromiso para
dar testimonio de que nuestras esclavitudes al pecado y a la muerte han quedado
atrás. Ya no continuemos en la muerte; dejemos que Cristo nos levante de
nuestras miserias y vivamos para contar las hazañas del Señor con una vida
recta, que hable de que en verdad Dios está en nosotros y nosotros en Él.
El
texto de la segunda lectura es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y
resucita con Cristo. Por
eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar
"los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos,
no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.
Vida nueva. En la noche
bautismal de Pascua todo era nuevo: el fuego, la luz, el agua, los vestidos, la
levadura. Empezamos una vida nueva.
El texto abre la parte
parenética de la carta y es como el fundamento de la ética o comportamiento
cristiano. Contrapone las cosas de arriba a las de abajo. La diferencia
sustancial entre el anuncio de la filosofía y el del evangelio radica en la
relación histórica que determina el fundamento de la ética cristiana. A la
concepción dualista del mundo no contrapone una metafísica cristiana sino una
realidad histórica: Cristo crucificado, resucitado y glorificado. Hay una
identidad total entre el Cristo glorificado y el Cristo crucificado.
Por tanto el paso de lo de
"abajo" a lo de "arriba" no se realiza por prácticas ascéticas,
gnosis o misterios, sino por la confesión de fe en Cristo Jesús.
La contraposición entre las
cosas de arriba y las de abajo ha influido fuertemente en la teología y en la
piedad cristiana, y ha dejado a un lado con frecuencia la realidad de la vida.
Basta recordar algunos textos de oraciones, incluso litúrgicas. Buscar las
cosas de arriba no significa despreciar los bienes de la tierra para poder amar
los del cielo. La responsabilidad del progreso material no se puede separar de
la moral cristiana.
La unión con
Cristo lleva necesariamente consigo una forma de vivir acorde con eso que se
es. Por otro lado, también hay un recuerdo del "todavía no". La vida
poseída está escondida. Aún no se vive en todas sus consecuencias de gozo,
seguridad, imposibilidad de perderla. También por ello cabe la esperanza. Pero
en algo que ya se tiene, no en algo sólo futuro.
San Pablo concluye este pasaje
de la carta señalando el último fin de la vida del creyente y de la historia:
"Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros
apareceréis gloriosos con él" (v.4). Cristo se manifestará al fin del
mundo. Entonces saldrá de su retiro celestial y se mostrará como el verdadero
Señor del mundo, con miras al cual todas las cosas fueron creadas (1,16), y en
quien están "recapituladas" todas las cosas de los cielos y de la
tierra (Ef 1,10).
El
evangelio de hoy nos sitúa ante el
inicio del cristianismo y de la Iglesia. De los acontecimientos pascuales arrancará la propagación de la fe al
mundo entero. Porque la Vida ha vuelto a la vida. Cristo resucitado es la
clave de todas nuestras certezas. Como dirá San Pablo más tarde: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra
predicación, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados… Pero no.
Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen”
(I Cor 15, 14.17.20). En Él toda nuestra vida adquiere un nuevo sentido, un
nuevo rumbo, una nueva dimensión: la eterna.
La fe en la resurrección, nos
propone un estilo de vida, que nada tiene que ver con la búsqueda que se hace
entre nosotros con propuestas de tipo social y económico. Se trata de una
calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda miseria y de toda
muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo es para alguien,
entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios nos ha destinado a
vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería como negarse a vivir
para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del Dios que nos dio la
vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una vida nueva para cada
uno de nosotros.
Creer en la resurrección, es
creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros
mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí,
no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá
de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente
en ninguna dimensión de la nuestra propia existencia. Más allá está la vida
verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace
ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo
ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús
la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está
consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió
hasta la muerte.
No siempre resulta fácil creer
en Cristo resucitado, aunque nos parezca una paradoja. Una de las cosas que más
me llaman la atención de los pasajes evangélicos de la Pascua es, precisamente,
la gran resistencia de todos los discípulos para creer en la resurrección de su
Señor. Nadie da crédito a lo que ven sus ojos: ni las mujeres, ni María
Magdalena, ni los apóstoles –a pesar de que se les aparece en diversas
ocasiones después de resucitar de entre los muertos—, ni Tomás, ni los
discípulos de Emaús. Y nuestro Señor tendrá que echarles en cara su
incredulidad y dureza de corazón. El único que parece abrirse a la fe es el
apóstol Juan, tal como nos lo narra el Evangelio de hoy.
Ahí, en esa tesitura estamos
nosotros, creyentes y seguidores del resucitado, en este siglo XXI.
Esta
experiencia de fe ha de llevarnos paulatinamente a una transformación interior
de nuestro ser a la luz de Cristo resucitado. El mensaje redentor de Pascua no
es otra cosa que la purificación total del hombre, la liberación de sus
egoísmos, de su sensualidad, de sus complejos; purificación que, aunque implica
una fase de limpieza y saneamiento interior –por medio de los sacramentos— sin
embargo, se realiza de manera positiva, con dones de plenitud, como es la
iluminación del Espíritu, la vitalización del ser por una vida nueva, que
desborda gozo y paz, suma de todos los bienes mesiánicos; en una palabra, la
presencia del Señor resucitado”.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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