Comentario a
las lecturas del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Jesucristo Rey del Universo.
24 de noviembre de 2019.
El próximo
domingo iniciamos el Adviento y con ello un nuevo ciclo y año litúrgico, el A.
Hoy
celebramos la Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo.
Jesús nos manifiesta que la única manera de ser un
auténtico Rey es poniéndose al servicio de los demás. Esto es una novedad absoluta , como también
lo fue en los tiempos que Jesús. Y eso le llevó a la muerte en la cruz, que Él
convirtió en trono de amor y de misericordia. Jesús , nos recuerda que cada uno
de nosotros podemos convertirnos en verdaderos ciudadanos de su Reino, si nos
ponemos al servicio del prójimo, sobre todo de aquellos más débiles y pobres.
Esta
fiesta de “Jesucristo Rey del Universo”
fue instituida el 11 de diciembre de
1925 por el Papa Pío XI, lo hizo con la
intención de que en este día todos los Estados de la tierra declarasen oficial
y públicamente que Jesucristo era el verdadero rey del universo. Nosotros, los
cristianos, hoy, al celebrar esta fiesta tenemos un propósito más humilde,
tratamos de hacer todo lo posible para que Jesucristo sea realmente el
verdadero rey de nuestros corazones . Queremos que el reino de Dios se
establezca en nuestra tierra y queremos que este reino sea, con palabras del
Prefacio de la misa, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de
justicia, de amor y de paz.
Las palabras
del final del texto evangélico, cierran no sólo el texto de hoy, sino un ciclo
litúrgico que ha tenido en Lucas al guía y al escritor.
En el próximo
ciclo, será San Mateo el evangelista de referencia.
La primera
lectura del segundo libro de Samuel (2 Sm 5,1-3 ) nos cuenta
como los judíos, ungían a sus Reyes en nombre del Señor. David es ungido como
rey de Israel ante todo el pueblo y es un antecedente de la realeza de Jesús,
el Cristo.
La historia
nos narra cómo en combate con los filisteos mueren Saúl y tres hijos suyos (I
Sam. 31). Al enterarse de la noticia, David no se alegra por la muerte del que
le ha causado tantos sinsabores, sino que "agarró sus vestiduras y las rasgó", y sus acompañantes
hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron por Saúl y por su hijo
Jonatán, por el pueblo del Señor, por la casa de Israel..." (I Sam. 11, 11
ss).
-David ha
sabido esperar pacientemente. En Hebrón, "los de Judá vinieron a ungir...
a David, rey de Judá..." (2, 4); y tras el asesinato del único hijo
superviviente de Saúl, Isbaal (cap. 4), David es nombrado también rey de
Israel. Así llega a ser el soberano de toda la nación.
El texto nos
narra como todas las tribus de Israel van a Hebrón (v. 1), sus representantes
hacen un pacto con David y le ungen rey de Israel (v. 3).
En el v. 2
encontramos el motivo de la elección: Describe tres razones.
La primera es
que son "hueso tuyo y carne tuya", es decir, son parientes.
La segunda es
que ya había ido a la cabeza del ejército de Israel en tiempos del rey Saúl.
Y la tercera,
que el mismo Señor le había escogido para ser rey de todo el pueblo.
La unión en un
solo pueblo de todas las tribus descendientes de Jacob fue casi siempre un
deseo más que una realidad. De hecho, prácticamente sólo podemos hablar de un
solo pueblo durante los reinados de David y de su hijo Salomón.
Las palabras
del Señor destacan dos elementos importantes: el pueblo es del Señor ("mi
pueblo") y el soberano es su pastor, imagen frecuente para hablar de la
función real. El rey, pues, no es el dueño y señor del pueblo, que sólo
pertenece al Señor, sino que es un instrumento de Dios para que lo conduzca por
el buen camino.
David y los
ancianos de Israel establecen un pacto, una alianza. La unión sella el pacto y
confiere a David la misión real sobre Israel (cf. 1 Samuel 16, 13). Así David
se convierte en rey de todo el pueblo y símbolo de su unidad y pertenencia al
Señor.
El
responsorial es el salmo 121 (Sal
121,1-5 ). Salmo de "peregrinación" en ritmo
gradual, con palabras claves que se repiten. Era el último salmo que los judíos
entonaban en su peregrinación a Jerusalén, cuando la impresionante mole del
Templo se hacía visible ante sus ojos. Muestra la alegría desbordante por
llegar a la Casa del Señor. Igual tiene que ser para nosotros, hoy. Mostremos
nuestra alegría por estar, juntos, en la Casa de Dios.
Los
peregrinos, después de un largo viaje de acercamiento llegan finalmente ante
Jerusalén. Uno de ellos exclama de alegría y admiración. La ciudad ¡qué bella
es! Se siente la sorpresa de un pueblerino o de un nómada pasmado al mirar las
construcciones que forman un todo compacto: casas, calles, palacios, el templo,
todo rodeado de murallas y torres sólidas.
El tono
principal es de alegría. En forma de "inclusión" al principio y al
fin del salmo, la razón profunda de esta alegría: "la Casa del
Señor"... Sí, Yahveh vive en esta ciudad. Junto al nombre de la ciudad
repetido amorosamente, un conjunto de expresiones poéticas y aliteraciones.
Fijémonos en
la expresión: "Invocad la paz sobre
Jerusalén" : la palabra "paz"
tiene las mismas consonantes de Jerusalén... Cuando no utiliza ni "shalom" ni
"Ieruschalaim", dice "allí" adverbio que casualmente tiene
dos de las consonantes de Jerusalén.
En cuanto a un
sentido más profundo, es también de perfecta unidad: Jerusalén, la capital,
hacia la cual convergen caminos de todas partes, de arquitectura compacta
(ciudad construida en la cima de una montaña), ciudad cuyo nombre significa
"paz", es también símbolo de unidad de las tribus dispersas... La fe
en el único Dios cuya gloria habita en el Templo, es el fundamento de esta
comunidad fraternal.
Jerusalén es
el corazón del judaísmo, centro de su pensamiento y de sus cantos, a quien los
grandes poetas hebreos de todos los tiempos han dedicado sus más inspirados poemas.
En todo tiempo
Jerusalén ha sido la capital del mundo judío: en tiempo de David y de los
reyes, en tiempo de Esdras y Nehemías después del exilio, en tiempo de los
Macabeos y en la época del Nuevo Testamento. Y en los 2000 años de Diáspora,
después de su destrucción en el año 70, Jerusalén ha sido siempre el centro
espiritual de su vida, la capital de su destino, como lo es actualmente en el
moderno estado de Israel.
El salmo 121
canta la emoción de la ida a Jerusalén y las excelencias de la ciudad. Tiene
una estructura sencilla que se puede presentar así:
a) Anuncio de
la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)
b) Elogio de
la ciudad: de su templo e instituciones (3-5).
c) Augurios de
paz y de felicidad (6-9).
a) Anuncio de
la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)
La frase
inicial expresa todo el júbilo y entusiasmo que produce el anuncio de la
próxima subida a Jerusalén. Es una alegría desbordante de un deseo vivísimo que
se ve cumplido: subir en peregrinación a la ciudad de Jerusalén, en compañía de
otros muchos peregrinos con quienes se comparte la misma ilusión, el mismo
sentir, la misma fe.
El salmista,
en su imaginación, se ve en la ciudad santa, en la casa de Yahvé. La expresión
"en tus puertas" es una frase poética en una figura literaria que se
llama sinécdoque, y que consiste en decir una parte por el todo; aquí las
puertas equivalen a la ciudad toda de Jerusalén, como si dijera: "Ya están
nuestros pies en la ciudad". En Jerusalén está la casa del Señor, el
templo de Salomón, luego reconstruido por Ageo y más tarde por el rey Herodes,
y el templo era el orgullo del pueblo judío, el mismo corazón de su fe que
encerraba tantos y tantos recuerdos de su historia y de su religión. Por esto,
poder estar en Jerusalén y visitar el templo era una gracia que llenaba de
alegría y gratitud.
b) Elogio de
la ciudad: de su templo e instituciones (3-5)
Para los
peregrinos el impacto de Jerusalén y de su templo era grande: venir de un
pueblo insignificante o lejano y encontrarse con una ciudad grande, rodeada de
murallas y de torres, con sus calles y plazas, con sus palacios, y descollando
sobre todo ello, el gran templo donde palpitaba la fe y la religiosidad de
Israel: todo ello producía una impresión inolvidable, reafirmaba la fe y hacía
sentirse más hebreos a los hijos de Israel.
El salmista
evoca todo esto, lo admira, se siente feliz de estar en Jerusalén, tan grande,
tan hermosa, tan bien construida con sus edificaciones seculares llenas de
recuerdos y de gloria.
Luego pondera
las instituciones de la ciudad: los tribunales de justicia: de Jerusalén parte
el orden, la paz, la rectitud. De Jerusalén vienen las leyes, las normas y
ordenaciones para todo el pueblo, para que todos puedan gozar de paz y de
prosperidad. En el mundo antiguo, donde imperaba tantas veces la ley del
desierto, era confortante encontrar una garantía de justicia y de seguridad. Y
todo esto lo daba Jerusalén, en el palacio de David estaba el recto juicio para
todo, los sabios y los jueces del pueblo para ayudarlo y defenderlo.
Esta ciudad
--recuerda san Gregorio Magno en las «Homilías sobre Ezequiel»-- «erige su gran
edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra sostiene la
otra, pues se pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a su vez es
sostenido por otro. De este modo, precisamente de este modo, en la santa
Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se sostienen
mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este
motivo, Pablo advierte: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y
cumplid así la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2). Subrayando la fuerza de esta
ley, dice: "La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Romanos
13,10). Si no me esfuerzo por aceptaros como sois, y si vosotros no os
esforzáis por aceptarme como soy, no se puede levantar el edificio de la
caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente». Y
para completar la imagen, no hay que olvidar que «hay un cimiento que soporta
todo el peso de la construcción, nuestro Redentor, quien por sí solo sostiene
en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él:
"nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1
Corintios 3, 11). El fundamento sostiene las piedras pero no es sostenido por
las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras culpas,
pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar» (2,1,5: «Obras de Gregorio
Magno» --«Opere di Gregorio Magno»--, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).
La
segunda lectura de la carta a los
colosenses (Col 1,12-20 ) .El himno de
Colosenses ofrece una visión del Reino de Cristo más conforme con la profunda
realidad de tal reino que cualquiera de las imaginaciones que puede sugerirnos
el título de Cristo Rey, del cual se ha hecho tanto uso y abuso en tiempos
antiguos como recientes.
Los colosenses tenían su
filosofía (la gnosis): imaginaban la energía divina (la plenitud) extendiéndose
gradualmente entre los ángeles, el hombre y la materia. Incluso concedía a
Cristo un lugar dentro de esta jerarquía. Pero Pablo reacciona vivamente contra
esta anexión de Cristo por una filosofía, y desde el propio vocabulario de la
misma pone de relieve el puesto único de Cristo.
San Pablo resume en tres puntos
la obra salvadora de Dios en Cristo:
Dios nos ha hecho participar
graciosamente de la herencia que había preparado para su pueblo santo, nos ha
sacado del dominio de las tinieblas y trasladado al reino de su Hijo, y nos ha
concedido el perdón por la sangre de Cristo.
Por eso es justo y necesario
dar gracias a Dios, al Padre, por medio de Jesucristo. Vale la pena hacer notar
que San Pablo se sirve de categorías del éxodo cuando hace esta memoria de la
salvación de Dios en Jesucristo: herencia (=tierra prometida), pueblo santo,
dominio de las tinieblas o esclavitud, traslación al reino, redención por la
sangre (del Cordero de Dios, Jesucristo es nuestra Pascua).
San Pablo anuncia el evangelio
de la liberación de todos los pecados y de cuanto esclaviza al hombre interna y
externamente.
San Pablo nos presenta aquí una
síntesis de toda su cristología.
El "Dios invisible" es el Padre. Jesús es la "imagen del
Padre"; por eso quien ve a Jesús, ve también al Padre (cfr. Jn 14, 9).
Sólo por Jesús y en Jesús tenemos acceso al conocimiento del Dios invisible,
del Dios vivo, que no es el Dios de la filosofía sino el Dios de la vida y de
la historia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
"Primogénito", pues no ha sido creado sino engendrado por el
Padre:
"Primogénito",
porque es el heredero de todas las promesas y el primero entre muchos hermanos.
"Primogénito"
también porque es anterior a todo cuanto por él ha sido creado. Como Hijo de
Dios, Jesús es de la misma naturaleza que el Padre.
Todo ha sido creado con la
mediación del "Hijo querido del Padre". Lo visible y lo invisible, lo
terrestre y lo celeste es por él y para él. Con estas afirmaciones, San Pablo
sale al paso de algunas desviaciones doctrinales que disminuían la persona y la
obra de Cristo en el universo. Uno de los errores principales que quiere
combatir San Pablo, es una especie de culto que se tributaba a los elementos
fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían
animados por espíritus celestes e invisibles. San Pablo afirma claramente que
nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor.
Cristo, por quien y para quien
todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.
El universo, alejado de Dios
por el pecado del hombre, estaba a punto de perecer definitivamente ante la
amenaza de la muerte. Pero el Hijo de Dios se hace hombre para llevar a cabo
una restauración universal, mejor, una recreación. Para ello Cristo se ha
constituido en cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y el sacramento eficaz o
señal de esta segunda creación. De Cristo procede ahora la nueva vida, él es el
principio supremo de un nuevo orden. El es el primero que ha resucitado de
entre los muertos y el principio de toda regeneración.
"Residiera toda la plenitud", esto es, la plenitud divina. Toda
la riqueza inestimable de la divinidad que los falsos maestros suponían
repartida entre los espíritus y potestades celestes, Pablo la ve concentrada en
Cristo, que es el único Señor. Sin Cristo no es posible la salvación de los
hombres y del universo.
Pero en Cristo ha querido el
Padre reconciliar consigo y salvar así todos los seres. Cristo ha muerto para
que todos y todo tenga vida, en su sangre se alcanza aquella paz universal y
aquella reconciliación sin la que es imposible la existencia. Judíos y gentiles
son llamados en Cristo para formar un solo pueblo; el cielo y la tierra, todas
las criaturas, están ahora en dolores de parto hasta que se manifieste la
salvación universal operada por Dios en la sangre de Cristo.
San Juan Pablo
II comenta así este texto: " En él
sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda
la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno se amplía a
toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a toda la
historia.
En este canto se puede percibir el ambiente de fe
y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol recoge su voz y
testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.
2. Después de una introducción en la que se da gracias
al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico, que la Liturgia
de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos estrofas. La primera
celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es decir, ha sido
generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que trasciende el
espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen», el «icono» de
Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la experiencia de Moisés,
quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó
esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y
seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).
Por el contrario, el rostro del Padre creador del
universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: «por
medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en Él»
(Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las
realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este
motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a
través del acto creativo.
3. La alabanza en honor de Cristo avanza, en la
segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el de la
salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él, pero
que al pecar había caído en la muerte.
Ahora la «plenitud» de gracia y de Espíritu Santo
que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y resucitar, pueda
comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).
4. Él es celebrado, por tanto, como «el
primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero
también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz»
entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye
su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios
según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto,
ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.
5. Como de costumbre, dejamos ahora espacio a la
meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de
ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo
con su sangre.
Al comentar nuestro himno, san Juan Damasceno, en
el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye, escribe: «san
Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención” (Efesios 1,
7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de
la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte sólo
podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con nosotros de la
muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que existía antes
de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la muerte,
restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él es imagen
de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no
es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si bien no
es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición» --«I
libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»--, Bolonia 2000, pp.
18.23)".
(San Juan Pablo II. Cristo, «imagen del Dios invisible». Comentario al cántico de san
Pablo del inicio de la carta a los Colosenses. Miércoles, 24 noviembre 2004).
El
evangelio de san Lucas (Lc 23,35-43 ). Es un fragmento que nos narra la
crucifixión de Jesús, está lleno de
símbolos de realeza. Es como si nos quisiera decir que la Cruz es el auténtico
trono de Cristo Rey. El rótulo que puso Pilato habla del Rey de los judíos. una
escena: tres malhechores ajusticiados. La cruz del centro es la de Jesús. El
texto lo ha trabajado Lucas como una observación de la escena por distintos
grupos de personas.
Es una secuencia
de actitudes ante Jesús crucificado. En primer lugar está el pueblo (v. 35a).
"El pueblo, en pie, presenciaba la
escena".
Siguen las
autoridades religiosas (v. 35b). Su actitud es calificada de comentario con
sorna. Cuestionan a Jesús como el Enviado de Dios.
En tercer
lugar Lucas hace pasar a los soldados romanos encargados de la ejecución (vv.
36-37). Su actitud es descrita como actuación burlona. Cuestionan a Jesús como
rey.
San Lucas
aprovecha este momento para dar cuenta del delito por el que Jesús ha sido
condenado a muerte: "Este es el rey
de los judíos" (v.38). Por
última y cerrando la serie de presencias, Lucas se fija en los propios
malhechores que flanquean desde sus cruces a Jesús (vs. 39-43). Es la secuencia
más larga. Inicialmente corre paralela a la de las autoridades y los soldados.
La actitud del primero de los malhechores es calificada de insultante. Como las
autoridades, también él cuestiona a Jesús como Mesías. Pero el signo de las
actitudes se rompe con el segundo de los malhechores. Tras reconocer la
justicia de su castigo y la injusticia del de Jesús, se dirige a éste
solicitando un recuerdo cuando llegue a su reino. Las palabras de Jesús cierran
el texto: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
San Lucas, nos ha ido llevando y haciendo descubrir a lo
largo del año valores y actitudes del Reino de Dios. Lo ha hecho en gran parte
desde los marginados, los desechados. Pastores, mujeres, hijos pródigos,
publicanos, prostitutas, samaritanos. Ellos han sido artífices de los hechos
que se han verificado entre nosotros (cfr. Lc. 1, 1). Un día cualquiera de su
vida se encontraban con Jesús. Este no los enjuiciaba ni los sermoneaba.
Sencillamente estaba al lado de ellos. Pero algo descubrían en él que los impulsaba
al cambio. Y por propia iniciativa salían de su desafortunada vida para vivir
la de Jesús, la de su reino.
En el texto
vuelve a haber uno de esos encuentros, propiciado por la Ley del Estado, la misma para ambos
malhechores. Pero uno de los malhechores
junto a Jesús grita lo injusto de esa ley en el caso de Jesús: "Este no ha hecho nada censurable".
Pero es sólo el grito de un malhechor. ¿Qué había descubierto realmente en
Jesús? Tampoco esta vez nos lo dice San Lucas, pues, no es él un escritor de interioridades
o de estudios psicológicos. Simplemente señala una situación que es una
constante en su Evangelio: un desechado descubre a Jesús, algo en él que le
impone, le impresiona, le cambia.
Para nuestra vida.
En este domingo acaba el Ciclo litúrgico C. El ciclo acaba con la Solemnidad de Cristo Rey. El Reino de Dios es :
servicio, entrega, generosidad, comprensión. No siempre, el servicio a Cristo,
pasa por el aplauso del mundo. Jesús Rey es una figura atípica: manda sirviendo
y sirve orientando.
En esta fiesta
de Cristo Rey se nos presenta a Cristo como el centro de la vida de la Iglesia.
En Él, por Él y para Él van encaminados nuestros desvelos y –sobre todo- el
esfuerzo evangelizador para que, su Evangelio, sea tomado en cuenta a la hora
de reconducir este mundo un tanto despistado o perdido.
Para entender
el señorío de Jesús, en este día de Cristo Rey, es necesario contemplarlo
en la cruz. Ella nos aclara las principales coordenadas de la forma de
ser, pensar y actuar de Jesús: amor a su pueblo cumpliendo la voluntad de Dios.
San Ignacio de
Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el "episodio" del
"Rey Temporal y el Rey Eternal" lo define muy bien. Viene a decir que
si nosotros somos capaces de apoyo total a un rey de este mundo que quiere
instituir lo que todos queremos y guardamos una relación de identidad con sus
postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más
tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra
felicidad, que constituyen –sin duda—uno de los mayores anhelos.
En la primera lectura aparece ya la realeza por
elección divina en la persona de David. A la muerte del rey Saúl la guerra se
enciende en los campos de las tribus de Jacob. Unos se inclinan por David,
otros por Isbaal[1],
el hijo de Saúl. Pero la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Dios había
ungido a David por medio de Samuel. Entonces era un chiquillo, pero ahora es un
guerrero con experiencia, un hombre curtido por la lucha, prudente y temeroso
de Yahveh. Después de algunas escaramuzas, triunfa la causa de David. Y todas
las tribus vinieron a Hebrón para proclamar al nuevo rey del pueblo escogido.
Aclamación unánime y entrega sin condiciones.
A David el
Señor "lo sacó de los apriscos del
rebaño..., lo llevó a pastorear a su pueblo..." (Sal. 78, 70 ss). Su
misión no consistió en dominar por la fuerza, sino en orientar, cuidar,
preocuparse y ser servidor de su pueblo.
El salmo de hoy, es uno de los graduales más
conocidos y cantados: "Qué alegría cuando me dijeron...". Expresa la
alegría y la emoción que llenaba el corazón de todo israelita cuando subía en
peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo.
EL salmo nos
hace comprender lo que representaba para los judíos ir a Jerusalén, contemplar
su templo, estar unos días en la ciudad, capital de su nación.
Hermosa la
referencia a la Paz. Aspiración universal a la paz, a la alegría, a la
felicidad. También en el mundo actual, la humanidad entera toma conciencia cada
vez más de su unidad profunda, de sus dependencias mutuas. Pero al mismo
tiempo, los particularismos y las oposiciones se exacerban. Señor, que la humanidad
entera llegue a ser "como una ciudad en que todo se sostiene..." que
las tribus..., las razas, las culturas "suban y converjan" las unas
hacia las otras... que la paz reine sobre la ¡tierra!.
Alegría:
iremos a la ¡Casa del Señor! La experiencia de la peregrinación que entonces se
hacía a pie, debía tener un profundo sentido simbólico: partir de casa, ponerse
en marcha, afrontar los peligros y la fatiga de un largo viaje, contar los
días, tener la mente fija en la meta lejana, que día a día se acerca... Mirar
finalmente la colina, ¡largamente deseada! Es ésta la parábola de la condici6n
humana, en marcha hacia la "Casa de Dios". ¿Estamos realmente en
marcha hacia Dios? ¿Concebimos nuestra vida como algo que avanza, que avanza
hacia una meta, hacia alguien?
Desde el salmo
vemos la relación: ¡David! - ¡Jesucristo! - ¡Cristo Rey!. En el momento en que
los judíos oraban con este salmo, la
"Casa de David" ya no estaba ya en el trono.¿ Cómo podían decir?:
"en ella están los tribunales de justicia, los tribunales de la casa real
de David". Estas palabras significaban la esperanza y el deseo de un
"Mesías", descendiente de David según la promesa (2 Samuel 7,1-17).
Sabemos que ya vino "el príncipe de la paz", Jesús. Podemos recitar
este salmo pensando en aquel que vino a realizar la "Nueva Alianza".
La segunda
lectura nos presenta una vez más el himno de Colosenses. Las
características de ese himno en relación con la fiesta de hoy es que la función
descrita y comentada en estas líneas recibe el nombre de "reino de su Hijo
querido". Es decir, en la visión de la tradición paulina, el Reino de
Cristo no es exactamente el dominio que compete a Dios por su creación y
conservación del mundo material y humano, sino la participación de Cristo en la
misma realidad humana y cósmica para hacer que desde el comienzo sea algo
divino.
Es un reino
desde dentro de la realidad y no desde fuera. El Reino es el estado de la
humanidad que Cristo le ha conferido para tomar parte en ella. En otras
palabras, el que el hombre haya sido pensado y realizado como hijo de Dios y
que el mundo también participe de esa condición y sea portador del Reino, lugar
donde se realiza, porque toda la realidad ha sido tocada por Cristo.
Lo principal,
pues, del Reino en esta visión es que el mundo, la historia, el hombre en todas
sus circunstancias -menos el pecado- es revelación y presencia de Dios, porque
es Reino de su Hijo, y es allí donde le podemos encontrar. No hay que buscarlo
fuera de aquí, sino en su misma entraña.
"Él
quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz". Este es el
destino de todos los discípulos de Cristo, de todos los cristianos: ser
reconciliadores de todos los seres con los que vivimos, ser siempre sembradores
de paz, aunque para conseguir esta paz tengamos muchas veces que dejar jirones
de nuestra propia sangre en la lucha contra el desamor y contra el mal. No
olvidemos que nuestro jefe, nuestro rey, murió en la batalla contra el pecado y
contra la muerte, pero Dios lo resucitó y desde siempre y para siempre vive y
vivirá junto al Padre. Este es también nuestro destino, un destino difícil,
pero glorioso, como el de nuestro rey, Jesús.
Lo que nos
dice lo hemos oído muchas veces, forman parte de un Himno habitual en la
liturgia eucarística y en la de las horas. Nos llevan al Reino del Hijo querido
de Dios.
El
evangelio , hoy describe el final, la
meta del camino de Jesús. La escena se desarrolla en el lugar llamado la
Calavera, donde Jesús y dos criminales han sido crucificados. En la
descripción de la escena San Lucas procede por acumulación de datos: el pueblo;
a él se añaden las autoridades; a éstas, los soldados, y a éstos, por último,
un letrero sobre la cabeza de Jesús. La traducción litúrgica no ha reflejado
adecuadamente esta acumulación y gradación de datos. El conjunto resultante es
un inmenso sarcasmo. ¡Valiente Mesías y Rey! La segunda parte del texto se
desarrolla arriba, en las cruces. Tampoco allí reina el silencio, aunque en
esta ocasión las palabras no sean irónicas, pues los dos criminales gritan
desde su situación de condenados. Los dos, sin embargo, la vivencian de
diferente manera: con despecho y amargura uno, con reconocimiento y esperanza
el otro. Y así, en medio del griterío, surge el único diálogo sobre un
malhechor y un rey. Por enésima vez en el Evangelio de Lucas un marginado
(nadie lo es más que un condenado) se convierte en vehículo de enseñanza para
el cristiano.
Desde la cruz,
Cristo nos enseña que –el camino del servicio, del amor y de la entrega- es la
mejor forma de ascender un día hasta su presencia. ¿Nos gusta ese trono en
forma de cruz? ¿Queremos reinar con Él?
El Reino de
Cristo es uno de nuestros profundos
anhelos . Para algunos, llevados de ciertas interpretaciones más parecidas a
los anhelos de los antiguos judíos, creen que este reino es posible en este
mundo. Para otros, quitándole fuerza, lo sitúan como una entelequia simbólica o
abstracta de imposible concreción. Pero Jesús nos precisa que el Reino está
cerca y además vive dentro de nosotros. Entonces, ese reino es una forma de
vida, una fórmula de amor y una entrega a los hermanos, mientras que amamos a
Dios sobre todas las cosas. Está claro que años, además, hemos aprendido que es
un Reino de paz, misericordia y perdón.
Jesús
resucitado nos ofrece una relación personal, una amistad personal, pero, al
mismo tiempo, me invita a dar una respuesta personal. Él tiene para cada uno un
proyecto personal, una misión concreta e intransferible con la que he de servir
al Reino de Dios, a la construcción de una Iglesia y una sociedad fraternas. No
hay verdadera respuesta a su amistad sin prestar la colaboración que él nos
pide para el crecimiento de su Reino.
Reconocer el
señorío significa, en primer lugar, estar dispuesto a realizar su voluntad
sobre nosotros, sobre nuestra familia, sobre nuestra comunidad.
La voluntad
del Señor Jesús no es algo negativo: "No hagas el mal"... Ni algo
genérico: "Cumple con lo prescrito"... No. Se trata de poner todo
nuestro ser y nuestro tiempo a disposición del Señor y al servicio de la misión
que nos ha confiado. Esto es lo que hace Pablo al convertirse: "Señor,
¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10). Es lo mismo que dirá Teresa de Jesús:
"Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué
mandáis hacer de mi?". No sólo qué mandas hacer a todos, sino a mí
específicamente. Es lo que hace todo empleado al comenzar la tarea de cada día.
Espera las consignas del encargado; pregunta: ¿qué tengo que hacer hoy?, ¿cómo
quieres que haga? Esto significa que no sólo unos ratos, ni sólo unos ritos,
sino toda la vida ha de estar al servicio del Señor.
Queremos, que
Jesucristo reine en el mundo, pero no al estilo de los reyes que gobiernan los
Estados del mundo. Fue el mismo Jesucristo el que nos dijo que su reino no era
de este mundo, porque él no había venido a gobernar la tierra al estilo de los
reyes del mundo. En el prefacio de la misa de hoy se nos dice que el reino de
Jesucristo es un reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la
gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Desgraciadamente, los reinos de
este mundo no son así. En el mundo en el que nosotros vivimos triunfa muchas
veces la injusticia, la mentira, la guerra y el desamor. Yo creo que el buen
ladrón intuyó esto con claridad, cuando en el último momento, desde su cruz
cercana, vio la mirada llena de amor y de perdón de aquel compañero al que
llamaban Jesús. Este compañero, Jesús, estaba muriendo como víctima de la
injusticia del mundo, pero era consciente de que moría por amor al mundo, para
salvar al mundo de la injusticia. Este buen ladrón, arrepentido, quería
abandonar el reino de pecado, desamor e injusticia en el que él había vivido
hasta entonces, y quería de verdad morir en ese reino de amor, de santidad y de
gracia que predicaba su compañero Jesús. Por eso, arrepentido y lleno de
confianza, se atrevió a exclamar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino”.
Reconocer el
señorío de Jesús no consiste sólo en hacer lo que Dios manda, sino lo que Dios
quiere: dejar que Dios haga su voluntad en nuestra vida. Forma parte del Reino
de Jesús, trabaja por él, quien tiene su espíritu y actúa "como él"
actuaba. "Yo hago siempre lo que
agrada a mi Padre" (Jn 8,29), testifica.
Aquí está el
secreto para saber si somos hijos en la casa del Padre o criados egoístas e
interesados. "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10), pregunta
Pablo en el momento de su conversión. No pregunta: "¿qué mandas?",
sino ¿qué quieres?
Estar
convertido, reconocer de verdad a Jesús como el Señor de nuestra vida personal,
familiar y comunitaria, consiste en poner toda nuestra alegría en complacer a Dios,
como tantas veces recomienda Pablo a los miembros de sus comunidades (1Ts 4,1).
Este deseo de "complacer" o "agradar" al Señor ha de
llevarnos a discernir su voluntad a través de las mediaciones de las que se
sirve: la llamada de la comunidad a responsabilizarse de tareas o a colaborar
en trabajos comunitarios, las necesidades apremiantes de nuestro entorno, el
consejo de los compañeros del grupo cristiano, el ejemplo y la generosidad de
otros seguidores de Jesús, los acontecimientos que suponen para nosotros una
interpelación, la preparación y el carisma que cada uno tiene... Todos éstos
pueden ser cauces para reconocer la voluntad del Señor sobre nosotros.
La
disponibilidad para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios es la que evita
que se sirva a dos señores (Mt 6,24). "Tú sólo Señor, Jesucristo",
recitamos en el Gloria. No se puede ser militante de dos partidos políticos y
estar con dos líderes opuestos. No se puede servir y honrar a Dios en el templo
y al ídolo de la comodidad, del consumo, de la presunción, del autoritarismo
fuera del templo. Como dice certeramente el dicho castellano, "no se puede
prender una vela a Dios y otra al diablo". Servir sólo al Señor significa
que hacemos todo lo demás inspirados por la fe en Jesús y realizando su voluntad,
trabajando por el Reino.
Ésta es la
tragedia de muchos cristianos que, tal vez sin darse cuenta, reconocen
teóricamente y confiesan a Jesús como el único Señor, pero tienen como
verdadero "señor" de su corazón a algún o algunos ídolos.
Reconocer el
señorío de Jesús, luchar por él, conlleva que sus discípulos realicemos de
verdad su Reino, que creemos un espacio comunitario en el que de verdad se
realice el proyecto de Dios en el que nos reconozcamos y vivamos como hermanos,
hijos de un mismo Padre. Reconocer el señorío de Jesús, ser de verdad miembros
de su Reino, es construir entre todos una sociedad de contraste en la que las
personas sean respetadas como hijos de Dios, en la que todos seamos, de hecho,
no sólo de derecho, iguales, en la que reine el amor mutuo, el servicio, el
respecto a la libertad del otro, la corresponsabilidad, la preocupación
preferencial por los más débiles, pobres y sufrientes. En definitiva, una
sociedad distinta, en la que nadie es anónimo ni es instrumentalizado, sino ayudado
a realizarse como persona y como creyente.
Reconocer el
señorío de Jesús, pertenecer de verdad a su Reino, supone luchar para que la
sociedad, el barrio, nuestro mundo del trabajo... se acerquen cada vez más al
proyecto de Jesús, para que se desarrollen los valores humanos que constituyen
el verdadero Reino, que es, como dice la liturgia, Reino de verdad, de vida, de
justicia, de amor y de paz; en definitiva, que se asemeje lo más posible a ese
espacio celestial que ha de ser la comunidad cristiana.
San Pedro hace
veinte siglos confesó : "¿A quién
vamos a ir, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1]
Fue
uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte
del reino de Israel.
Isbaal tomó el mando bajo la
tutela del general Abn fue uno de los
cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de
Israel. Isbaal tomó el mando bajo la
tutela del general Abner, después de la derrota y muerte de su padre y sus
hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Según 2 Samuel 2, 10, Isbaal tenía
cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos
años desde Mahanaim en Transjordania, mientras que la tribu de Judá era
gobernada por David desde Hebrón.
Después
de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte
Gilboa. Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año
1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transbordaría, mientras que la
tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.
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